Sus ojos no podían apartarse de la cicuta que había tirado.
—Habría tenido que ver los tubérculos múltiples —dijo—. Tendría que haberlo sabido. Incluso ahora, debería acordarme.
—¿Estaba distraída? ¿La vio alguien? ¿Alguien la llamó mientras estaba cavando?
Ella continuó sin mirarle.
—Tenía prisa. Bajé la pendiente, me dirigí a este lugar, aparté la nieve y encontré la chirivía.
—La cicuta, señora Spence. Como ahora.
—Tuvo que ser una sola raíz. En caso contrario, me habría fijado. Lo habría visto.
—Hábleme del señor Sage.
La mujer alzó la cabeza, con expresión confusa.
—Vino a casa varias veces. Quería hablar conmigo de la Iglesia. Y de Maggie.
—¿Por qué de Maggie?
—Ella le apreciaba. Él se tomaba interés por ella.
—¿Qué clase de interés?
—Sabía que ella y yo teníamos problemas. ¿Qué madre e hija no los tienen? Quería mediar entre nosotras.
—¿Se opuso usted?
—No me gustaba mucho sentirme inadecuada como madre, si se refiere a eso, pero le dejé venir. Y le dejé hablar. Maggie quería que yo le viera. Deseaba hacer feliz a Maggie.
—¿Qué ocurrió la noche de su muerte?
—Lo mismo de siempre. Quería aconsejarme.
—¿Sobre religión? ¿Sobre Maggie?
—Sobre ambas cosas, en realidad. Quería que ingresara en la iglesia, y quería que le diera permiso a Maggie para lo mismo.
—¿Eso fue todo?
—No exactamente.
Se secó las manos en el pañuelo desteñido que había sacado del bolsillo de los tejanos. Lo estrujó, lo introdujo en las mangas para que hiciera compañía a los mitones y se estremeció. El jersey era grueso, pero no protegía lo bastante del frío. Al darse cuenta, Lynley decidió proseguir el interrogatorio en aquel mismo lugar. Cuando la mujer había extraído la cicuta, le había proporcionado cierta ventaja, siquiera por un rato. Estaba decidido a usarla y fortalecerla con todos los medios a su alcance. El frío era uno de ellos.
—¿Entonces?
—Quería hablarme sobre el oficio de madre, inspector. Pensaba que era demasiado severa con mi hija. Creía que cuanto más insistiera en el tema de la castidad, más la azuzaría. Pensaba que, si estaba manteniendo relaciones sexuales, debía tomar precauciones para no quedarse embarazada. Yo pensaba que no debía mantener relaciones sexuales, con precauciones o no. Tiene trece años, apenas es una niña.
—¿Discutieron?
—¿Le envenené porque no estaba de acuerdo con mi forma de educarla? —Estaba temblando, pero no de aflicción, pensó Lynley. Aparte de las anteriores lágrimas, que había logrado controlar al cabo de pocos momentos, no parecía el tipo de mujer capaz de expresar angustia en presencia de la policía—. Él no tenía hijos. Ni siquiera estaba casado. Una cosa es ofrecer opiniones que han surgido de una experiencia mutua, y otra muy diferente dar consejos basados únicamente en la lectura de textos de psicología y en el ideal glorificado de la vida familiar. ¿Cómo iba a tomarme en serio sus preocupaciones?
—Pese a esto, no discutió con él.
—No. Como ya le he dicho, acepté escucharle. Lo hice por Maggie, porque él la apreciaba. Eso es todo. Yo creía en unas cosas, él en otras. Quería que Maggie utilizara anticonceptivos. Yo quería, en primer lugar, que dejara de complicarse la vida manteniendo relaciones sexuales. Pensaba que no estaba preparada para ello. Él opinaba que era demasiado tarde para cambiar su conducta. Disentimos.
—¿Y Maggie? ¿Qué papel jugaba en su disentimiento?
—No hablamos de ello.
—¿Lo habló ella con Sage?
—No lo sé.
—Pero eran muy íntimos.
—Ella le apreciaba.
—¿Le veía a menudo?
—De vez en cuando.
—¿Con su conocimiento y consentimiento?
La mujer bajó la cabeza. Su pie derecho pateó las hierbas con un movimiento espasmódico.
—Maggie y yo siempre hemos estado muy unidas, hasta que empezó lo de Nick. De modo que ya lo sabía cuando vi al vicario.
La respuesta lo explicaba todo: temor, amor y angustia. Se preguntó si eran inherentes a la condición de madre.
—¿Qué le dio de cenar aquella noche?
—Cordero, salsa de menta, guisantes, chirivías.
—¿Qué pasó?
—Hablamos. Se marchó poco después de las nueve.
—¿Se sentía mal?
—Solo dijo que le esperaba una buena caminata, y como estaba nevando, tenía que irse.
—No se ofreció a acompañarle en coche.
—No me encontraba bien. Pensé que tenía la gripe. Me alegré de que se fuera, francamente.
—¿Pudo detenerse en algún sitio, camino de casa?
Los ojos de la señora Spence se desviaron hacia la mansión, sobre su cresta de tierra, y luego hacia el robledal. Daba la impresión de que estaba calculando la posibilidad.
—No —dijo con firmeza—. Hay un pabellón, y su ama de llaves, Polly Yarkin, vive allí, pero eso le hubiera exigido desviarse, y no sé qué motivos tendría para visitar a Polly, cuando la veía cada día en la vicaría. Además, es más fácil volver al pueblo por el sendero peatonal. Colin le encontró en el sendero a la mañana siguiente.
—¿No se le ocurrió telefonearle aquella noche, cuando se encontró mal?
—No relacioné mi estado con la comida. Ya se lo he dicho, pensé que era gripe. Si hubiera mencionado que se encontraba indispuesto antes de marcharse, le hubiera telefoneado, pero como no lo dijo, no establecí la relación.
—Pero murió en el sendero peatonal. ¿Está muy lejos de aquí? ¿Un kilómetro? ¿Menos, quizá? El ataque fue fulminante, ¿no cree?
—Sí.
—Me pregunto cómo es que él murió y usted no.
Ella sostuvo su mirada.
—Lo ignoro.
Lynley le concedió diez segundos de silencio para que apartara la vista de él. Como no lo hizo, asintió por fin y examinó el estanque. Vio que los bordes tenían una sucia película de hielo, similar a una capa de cera, que rodeaba las cañas. Cada noche y día de frío continuado extendería la piel hacia el centro del agua. Cuando estuviera cubierto por completo, el estanque adoptaría el aspecto de la tierra escarchada que lo rodeaba, como una mancha de tierra irregular pero en apariencia inocua. Los cautos la evitarían, al reconocer lo que era. Los inocentes o despistados intentarían atravesarla, romperían su superficie frágil y engañosa, y encontrarían la repugnante agua estancada que disimulaba.
—¿Cómo sigue la relación entre usted y su hija, señora Spence? —preguntó—. ¿La escucha, ahora que el vicario ha muerto?
La señora Spence sacó los mitones del jersey. Se los calzó, con la clara intención de volver a trabajar.
—Maggie no escucha a nadie —respondió.
Lynley introdujo la cinta en el casete del coche y subió el volumen. Helen habría aplaudido la elección, el Concierto en Si bemol de Haydn, con Wynton Marsalis a la trompeta. Alegre y animoso, con el contrapunto de los violines a las notas puras de la trompeta, era muy diferente de su habitual selección de «rusos tenebrosos. Por Dios, Tommy, ¿no compusieron algo más estimulante para el oyente? ¿Por qué eran tan siniestros? ¿Crees que era debido al clima?». Sonrió al pensar en ella. «Johann Strauss», pediría. «Oh, ya lo sé. Demasiado vulgar para tus gustos refinados. Lleguemos a un compromiso: Mozart». Y pondría la Pequeña Serenata Nocturna, la única pieza de Mozart que Helen reconocía en todas y cada una de las ocasiones, con el anuncio de que dicha habilidad la ponía a salvo del epíteto «inculta total».
Condujo hacia el sur, fuera del pueblo. Apartó a Helen de sus pensamientos.
Pasó bajo las desnudas ramas de los árboles y se dirigió hacia los páramos, mientras pensaba en uno de los principios básicos de la criminología: siempre existe una relación entre el asesino y la víctima en un asesinato premeditado. No es el caso de los asesinos múltiples, impulsados por pasiones e instintos incomprensibles para la sociedad en que viven. No siempre es el caso en un crimen pasional, cuando el asesinato se gesta en un arranque de cólera, celos, venganza u odio, inesperado, transitorio, pero no por ello menos virulento. Tampoco sucede en las muertes accidentales, cuando las fuerzas de la coincidencia reúnen a víctima y asesino en un momento crucial. Los asesinatos premeditados surgen de una relación. Pasa revista a las relaciones de la víctima, y el asesino aparecerá, tarde o temprano.
Aquella información formaba parte de la biblia de todo policía. Iba unida al hecho de que la mayoría de las víctimas conocen a sus asesinos, y ello estaba relacionado con la circunstancia de que la mayoría de asesinatos son cometidos por un pariente próximo de la víctima. Tal vez Juliet Spence hubiera envenenado a Robin Sage por un horrible accidente, cuyas consecuencias acarrearía durante toda su vida. No era la primera vez que alguien proclive a la vida natural recogiera una raíz, una seta, flores o frutos, y terminara matándose o matando a otro, como resultado de un error de identificación. Pero si St. James estaba en lo cierto, si Juliet no hubiera podido sobrevivir a la más ínfima ingestión de cicuta, si no era posible relacionar los síntomas de fiebre y vómitos a envenenamiento por cicuta, debía existir una relación entre Juliet Spence y el hombre que había muerto a sus manos. Si ese era el caso, la relación superficial parecía ser Maggie, la hija de Juliet.
La escuela de segunda enseñanza, un edificio de ladrillo carente de interés asentado en el triángulo creado por la articulación de dos calles convergentes, no se encontraba lejos del centro de Clitheroe. Eran las once y cuarenta cuando entró en el aparcamiento y se introdujo con cuidado en el espacio que había entre un Austin-Healey antiguo y un Golf convencional de cosecha reciente, con un asiento de niño detrás. Una pegatina casera que rezaba «Cuidado con el crío» estaba pegada a la ventanilla trasera del Golf.
A juzgar por la desolación de los largos pasillos con suelo de linóleo y las puertas cerradas que daban a ellos, aún se estaban dando clases. Las oficinas de la administración se encontraban en el interior, a izquierda y derecha de la entrada, una frente a otra. En algún momento se habían pintado letreros negros en el cristal opaco que comprendía la mitad superior de las puertas, pero los años habían reducido las letras a manchas, de un color similar al del hollín mojado, y apenas se podían distinguir las palabras «directora», «tesorera», «sala de descanso de los docentes», y «subdirectora», en tipografía grecorromana pomposa.
Escogió la directora. Al cabo de unos minutos de conversación repetitiva en voz alta con una secretaria octogenaria a la que había sorprendido cabeceando sobre una labor de punto, que aparentaba ser la manga de un jersey apropiado para la talla de un gorila adulto, le condujeron al estudio de la directora. «Señora Crone» estaba grabado sobre una placa que descansaba sobre su escritorio. Un nombre desafortunado[7], pensó Lynley. Pasó los momentos previos a su llegada pensando en todos los motes posibles que le habrían aplicado sus alumnos. Se le antojaron infinitos, tanto en variedad como en connotaciones.
Resultó ser la antítesis de todos, con una falda ceñida, casi quince centímetros por encima de las rodillas, y una chaqueta de lana demasiado larga, provista de hombreras y botones enormes. Llevaba pendientes dorados en forma de disco, un collar a juego y zapatos cuyos altísimos tacones dirigían la vista inexorablemente a un sobresaliente par de tobillos. Era la clase de mujer que obligaba a mirarla de arriba abajo más de dos veces, y Lynley se obligó a no desviar los ojos de su cara. Se preguntó cómo era posible que la junta de administración de la escuela hubiera elegido a semejante criatura para el cargo. No podía tener más de veintiocho años.
Consiguió formular su petición sin conceder más de un tiempo mínimo a imaginarla desnuda, y se perdonó aquel instante de fantasía atribuyéndolo a la maldición de ser hombre. En presencia de una mujer hermosa, siempre había experimentado aquella reacción instintiva de verse reducido, siquiera un momento, a piel, huesos y testosterona. Gustaba de creer que su reacción a los estímulos femeninos no tenía nada que ver con quién era y a qué consagraba su lealtad, pero le fue fácil imaginar la reacción de Helen ante aquella batalla sin importancia ni consecuencias contra su lujuria, así que se lanzó a una explicación mental de su comportamiento, con expresiones como «pura curiosidad», «estudio científico», «por el amor de Dios, Helen, no exageres», como si ella estuviera presente, de pie en una esquina, observando en silencio y adivinando sus pensamientos.
Maggie Spence estaba en clase de Latín, dijo la señora Crone. ¿No podía esperar hasta la hora de comer, apenas un cuarto de hora?
No era posible, de hecho, y aunque hubiera podido, Lynley prefería establecer contacto con la muchacha en total intimidad. A la hora de comer, rodeada de compañeros, existía, la posibilidad de que les vieran. Deseaba ahorrar a la chica cualquier mal rato. No resultaría fácil para ella, teniendo en cuenta que su madre había estado en el punto de mira de la policía antes, y ahora lo volvía a estar. ¿Conocía la señora Crone a su madre, por cierto?
La había conocido el día de los Discursos[8], en Pascua del año anterior. Una mujer muy agradable. Firme partidaria de la disciplina, pero cariñosa con Maggie, dedicada a todos los intereses de la niña. A la sociedad le serían muy útiles algunos padres más como la señora Spence detrás de la juventud de nuestra nación, ¿no cree, inspector?
En efecto. Estaba completamente de acuerdo con la señora Crone. Sobre lo de ver a Maggie…
¿Sabía su madre que él iba a venir?
Si la señora Crone desea telefonearla…
La directora le observó con atención y examinó su tarjeta de identidad con tal minuciosidad, que por un momento pensó que iba a morderla para averiguar si era de oro. Podían utilizar el estudio, le informó, pues ella ya salía hacia el comedor, donde permanecería mientras los alumnos comían. Esperaba que el inspector dejara tiempo libre a Maggie, advirtió al marchar, y si la niña no estaba en el comedor a las doce y cuarto, la señora Crone enviaría a alguien en su busca. ¿Estaba claro? ¿Se habían comprendido mutuamente?
Por supuesto.
Aún no habían pasado cinco minutos cuando la puerta del estudio se abrió y Lynley se levantó cuando Maggie Spence entró en la habitación. Cerró la puerta a su espalda con cuidado innecesario, y giró el pomo para comprobar que lo había hecho en un silencio perfecto. Le miró desde el otro extremo del estudio, con las manos enlazadas a la espalda y la cabeza gacha.
Lynley sabía que, en comparación con la juventud actual, su introducción al sexo (orquestada entusiásticamente por la madre de un amigo suyo, durante unas vacaciones en Lent, ya en el último curso de Eton) había sido relativamente tardía. Acababa de cumplir los dieciocho. Sin embargo, pese a los cambios de las costumbres y la propensión hacia el libertinaje juvenil, consideró difícil creer que aquella muchacha estuviera envuelta en experimentaciones sexuales de cualquier tipo.
Parecía demasiado niña. En parte, era debido a la estatura. Apenas rebasaba el metro cincuenta. Y en parte, a su postura y proceder. Se erguía un poco de puntillas, con sus medias azul marino algo abombadas en los tobillos, y removía los pies, doblaba los tobillos hacia fuera y daba la impresión de esperar un palmetazo de un momento a otro. El resto era apariencia personal. Tal vez las normas de la escuela prohibían el uso del maquillaje, pero nada debía impedirle tratar a su cabello de una manera más adulta. Era espeso, el único atributo que compartía con su madre. Caía hasta su cintura en una masa ondulante, y lo llevaba retirado de la cara y sujeto con un gran prendedor ámbar en forma de arco. No usaba cola de caballo, flequillo ni trenzas. No hacía el menor esfuerzo por emular a una actriz o una estrella del rock.
—Hola —dijo Lynley, y descubrió que hablaba con la misma dulzura que habría empleado con un gatito asustado—. ¿Te ha dicho la señora Crone quién soy, Maggie?
—Sí, pero no era necesario. Ya lo sabía. —Movió los brazos. Daba la impresión de que se estaba retorciendo las manos a la espalda—. Nick dijo anoche que usted había llegado al pueblo. Le vio en el pub. Dijo que usted querría hablar con todos los buenos amigos del señor Sage.
—Y tú eras uno de ellos, ¿verdad?
La muchacha asintió.
—Es duro perder un amigo.
Ella se limitó a remover los pies, sin contestar. Otra similitud con su madre, por lo visto. Le recordó a la señora Spence cuando arrancaba las hierbas de la terraza con la punta de la bota.
—Ven aquí —dijo—. Yo prefiero sentarme, si no te importa.
Acercó una segunda silla a la ventana, y cuando Maggie se sentó, le miró por fin. Sus ojos azul cielo le contemplaron con franqueza y vacilante curiosidad, pero sin el menor rastro de culpabilidad. Se chupó la parte interna del labio inferior, lo cual acentuó un hoyuelo de su mejilla.
Ahora que la tenía más cerca, reconoció con mayor facilidad a la mujer en ciernes que estaba alterando para siempre la cascara de la niña. Tenía la boca generosa, los pechos redondos, las caderas lo bastante amplias para ser hospitalarias. Era la clase de cuerpo que, al llegar a la madurez, tendría que luchar con el sobrepeso, pero ahora, bajo el sobrio uniforme escolar consistente en falda, blusa y jubón, se veía maduro y preparado. Si era Juliet Spence quien insistía en que Maggie no usara maquillaje y llevara un corte de pelo más adecuado para una niña de diez años, Lynley no pudo culparla.
—No estabas en casa la noche que el señor Sage murió, ¿verdad? —preguntó.
La muchacha negó con la cabeza.
—Pero sí durante el día. Entré y salí. Eran las vacaciones de Navidad.
—¿No quisiste cenar con el señor Sage? Era amigo tuyo, al fin y al cabo, ¿no es cierto? Me pregunto por qué desechaste la oportunidad.
Cubrió la mano derecha con la izquierda. Las cerró sobre el regazo.
—Era la noche de la reunión mensual —dijo—. Josie, Pam y yo. Pasamos la noche juntas.
—¿Lo hacéis cada mes?
—En orden alfabético: Josie, Maggie, Pam. Era el turno de Josie. Siempre es el más divertido, porque si no tienen lleno, la mamá de Josie nos deja elegir la habitación del hostal que más nos guste. Escogimos la habitación de la claraboya. Está bajo el tejado. Estaba nevando y nos pusimos a mirar cómo se posaba sobre el cristal. —Estaba sentada muy tiesa, con los tobillos cruzados. Mechas de cabellos bermejos que escapaban del prendedor se rizaban sobre sus mejillas y frente—. Dormir en casa de Pam es lo peor, porque nos toca dormir en la sala de estar. Es por sus hermanos. Ocupan el dormitorio de arriba. Son gemelos. A Pam no le caen muy bien. Considera impresentable que sus papas tuvieran más hijos a su edad. Tienen cuarenta y dos años. Pam dice que le da escalofríos pensar en sus papas así, pero yo creo que son muy majos. Los gemelos, quiero decir.
—¿Cómo organizáis las reuniones?
—Pues así, sin más.
—¿Sin un plan?
—Bueno, sabemos que es el tercer viernes de mes, y seguimos el alfabeto, como ya he dicho. Josie-Maggie-Pam. Pam es la siguiente. Este mes tocó en mi casa. Yo pensaba que sus mamas no las dejarían dormir conmigo esta vez, pero al final sí.
—¿Estabas preocupada por la encuesta?
—Ya había acabado, pero la gente del pueblo…
Miró por la ventana. Dos cornejas de cuello gris habían aterrizado sobre el antepecho y picoteaban furiosamente tres migas de pan; cada pájaro intentaba expulsar al otro de su base, con el fin de reclamar la miga restante.
—A la señora Crone le gusta dar de comer a los pájaros. Tiene como una gran jaula en el jardín, donde cría pinzones, y siempre deja semillas o lo que sea para que coman en el antepecho de la ventana. Creo que está bien, aunque los pájaros se pelean por la comida. ¿Se ha fijado alguna vez? Siempre actúan como si no tuvieran suficiente. No sé por qué.
—¿Y la gente del pueblo?
—Me he dado cuenta de que, a veces, me miran. Dejan de hablar cuando paso, pero las mamas de Josie y Pam no lo hacen. —Olvidó los pájaros y le dedicó una sonrisa. El hoyuelo dotó a su cara de un aspecto desproporcionado y simpático—. La primavera pasada dormimos en la mansión. Mamá nos dio permiso, siempre que no tocáramos nada. Nos llevamos sacos de dormir y nos acomodamos en el comedor. Pam quería subir al piso de arriba, pero Josie y yo tuvimos miedo de ver al fantasma, así que Pam subió la escalera con una linterna y durmió sola en el ala oeste. Solo que después descubrimos que no estaba sola. A Josie no le hizo mucha gracia. Dijo que era solo para nosotras, Pamela. No se permiten hombres. Pam dijo, estás celosa, porque nunca has estado con un hombre, ¿verdad? Josie dijo, me he acostado con montones de hombres, señorita Folla-A-Destajo, lo cual no era cierto, y tuvieron tal pelea que Pam no volvió a dormir con nosotras durante los dos meses siguientes. Pero luego volvió.
—¿Todas vuestras mamas saben la noche que dormís juntas?
—El tercer viernes de mes. Todo el mundo lo sabe.
—¿Sabías que te ibas a perder la cena con el vicario si ibas a casa de Josie en diciembre?
La muchacha asintió.
—Pensé que quería ver a mamá a solas.
—¿Por qué?
Movió el pulgar sobre la manga del jubón, que se arrugó sobre la blusa blanca.
—El señor Shepherd lo prefiere, ¿no? De modo que pensé que sería lo mismo.
—¿Pensaste o confiaste?
Ella le miró con gran serenidad.
—El señor Sage había venido otras veces. Mamá me envió a casa de Josie, por eso pensé que tenía algún interés. Mamá y él hablaron. Después, el vicario volvió. Pensé que, si mamá le gustaba, lo mejor era desaparecer, pero después descubrí que mamá no le gustaba. Ni él a ella.
Lynley frunció el ceño. Una pequeña alarma se disparó en su cabeza. El sonido no le gustó.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, no hicieron nada, al contrario que el señor Shepherd y ella.
—Solo se habían visto unas cuantas veces, ¿no?
Maggie asintió.
—Pero él nunca hablaba de mamá cuando nos veíamos, y nunca me hacía preguntas sobre ella, como habría sido el caso si le gustara.
—¿De qué hablaba?
—Le gustaban las películas y los libros. Hablaba de eso, y de la Biblia. A veces, me leía historias de la Biblia. Le gustaba aquella de los viejos escondidos detrás de unos matorrales que miraban a una mujer bañarse. Los viejos estaban escondidos en los matorrales, no la mujer. Querían tener relaciones sexuales con ella porque era muy joven y bonita, y aunque eran viejos, aún sentían deseos. El señor Sage lo explicó. Le gustaba.
—¿Qué más cosas te explicaba?
—Hablaba mucho de mí, como qué sentía… —Retorció la muñeca de la bata—. Bueno, nada importante.
—¿Con tu novio, cuando te acostabas con él?
La muchacha bajó la cabeza y se concentró en la bata. Su estómago gruñó.
—Hambre —musitó, sin levantar la vista.
—El vicario y tú debíais ser muy íntimos.
—Él decía que no era malo lo que yo sentía por Nick. Decía que el deseo era algo natural. Decía que todo el mundo lo sentía. Incluso él.
De nuevo, la alarma insidiosa. Lynley observó a la muchacha con atención y trató de descifrar cada palabra que pronunciaba, preguntándose cuánto callaba.
—¿Dónde sostenías esas conversaciones, Maggie?
—En la vicaría. Polly preparaba el té y lo llevaba al estudio. Comíamos galletas Jaffa y hablábamos.
—¿Solos?
La muchacha asintió.
—A Polly no le gustaba mucho hablar de la Biblia. No va a la iglesia. Nosotras tampoco, por supuesto.
—Pero él hablaba de la Biblia contigo.
—Porque éramos amigos, sobre todo. Decía que se puede hablar de todo con los amigos. Sabes que son tus amigos porque te escuchan.
—Tú le escuchabas. Él te escuchaba. Vuestra relación era especial.
—Éramos amigos. —Maggie sonrió—. Josie decía que el vicario me quería más que a nadie en la parroquia, sin ni siquiera ir a la iglesia. Estaba dolida. Decía, ¿por qué quiere que tú le acompañes a tomar el té y a pasear por los páramos, Maggie Spence? Yo contesté que se sentía solo y yo era su amiga.
—¿Te dijo él que se sentía solo?
—No fue necesario. Yo lo sabía. Siempre se alegraba cuando me veía. Siempre me daba un abrazo cuando me iba. Le gustaba abrazar.
—Y a ti te gustaban sus abrazos.
—Sí.
Lynley paró un momento para reflexionar sobre la mejor forma de abordar el tema sin despertar sus recelos. El señor Sage había sido su amigo, el compañero en quien confiaba. Lo que hubieran compartido debía ser sagrado para la muchacha.
—Es bonito que te abracen —dijo en tono ligero—. Hay pocas cosas más agradables, si quieres saber mi opinión.
Lynley adivinó que le estaba observando, y se preguntó si intuía sus vacilaciones. Aquel tipo de interrogatorio no era su fuerte. Requería la habilidad quirúrgica de un psicólogo, que hincara su escalpelo en el miedo y los tabúes. Sabía que avanzaba por un terreno peligroso, lo cual no le hacía nada feliz.
—A veces, los amigos tienen secretos, Maggie, cosas que saben de cada uno, cosas que dicen, cosas que hacen. A veces, el vínculo de su amistad se establece a partir de los secretos y promesas que comparten. ¿Era así entre el señor Sage y tú?
Maggie guardó silencio. Observó que había vuelto a chuparse la parte interna del labio inferior. Un poco de barro, desprendido de la suela de un zapato, había caído al suelo. Durante sus inquietos movimientos en la silla, había aplastado el barro sobre la alfombra Axminster. Seguro que a la señora Crone no le haría ninguna gracia.
—¿Las promesas o los secretos constituían una preocupación para tu madre, Maggie?
—El vicario me quería más que a nadie.
—¿Tu madre lo sabía?
—El señor Sage quería que ingresara en el club social. Dijo que hablaría con mamá para que me diera permiso. Estaban preparando una excursión a Londres. Me pidió que fuera. También iban a celebrar una fiesta de Navidad. Dijo que mamá me daría permiso. Hablaron por teléfono.
—¿El día que murió?
Fue una pregunta demasiado rápida. La muchacha parpadeó, nerviosa.
—Mamá no hizo nada. Mamá no le haría daño a nadie.
—¿Le invitó a cenar aquella noche, Maggie?
La chica meneó la cabeza.
—Mamá no me lo dijo.
—¿No le invitó?
—No me lo dijo.
—Pero sí que iba a venir.
Maggie meditó la respuesta. Lynley lo adivinó, por la forma en que bajó los ojos hacia el pecho. La respuesta era innecesaria.
—¿Cómo sabías que iba a venir, si ella no te lo dijo?
—Telefoneó. Escuché.
—¿Qué oíste?
—Era sobre el club social, la fiesta, ya lo he dicho. Mamá parecía enfadada. «No tengo la menor intención de dejarla ir. Es inútil seguir discutiendo». Eso dijo. Después, él contestó. Habló un rato, y mamá dijo por fin que fuera a cenar y hablarían. De todos modos, pensé que no iba a cambiar de opinión.
—¿Aquella misma noche?
—El señor Sage siempre decía que había que golpear en caliente. —Frunció el ceño con aire pensativo—. Algo por el estilo. Nunca aceptaba que una negativa fuera definitiva. Él sabía que yo quería ingresar en el club. Pensaba que era importante.
—¿Quién dirige el club?
—Nadie, ahora que el señor Sage ha muerto.
—¿Quiénes son los miembros?
—Pam y Josie. Chicas del pueblo, y otras de las granjas.
—¿Ningún chico?
—Solo dos. —Arrugó la nariz—. Los chicos se resistían a ingresar. «Pero al final les ganaremos», dijo el señor Sage. «Juntaremos las cabezas y fraguaremos un plan». Por eso quería, en parte, que ingresara en el club.
—¿Para poder juntar las cabezas? —preguntó con indiferencia Lynley.
La muchacha no reaccionó.
—Para que Nick ingresara, porque si él ingresaba, estaba seguro, los demás le imitarían. El señor Sage lo sabía. El señor Sage lo sabía todo.
Regla Uno: confía en tu intuición.
Regla Dos: apóyala con los hechos.
Regla Tres: efectúa una detención.
La Regla Cuatro tenía algo que ver con el problema de si un oficial de la ley debía orinar después de consumir cuatro pintas de Guinness, una vez concluido el caso, y la Regla Cinco se refería a la única actividad recomendada como forma de celebración después de entregar el culpable a la justicia. El inspector detective Angus MacPherson había entregado las reglas, impresas en tarjetas de un rosa subido, acompañadas de ilustraciones apropiadas, en el curso de una reunión celebrada en New Scotland Yard, y mientras la cuarta y quinta reglas habían provocado la hilaridad general y comentarios obscenos, Lynley había recortado las otras tres mientras esperaba que alguien se pusiera al teléfono. Las utilizaba como punto de libro. Las consideraba un complemento de las Leyes Penales.
La deducción intuitiva de que Maggie jugaba un papel fundamental en la muerte del señor Sage había conducido a Lynley hasta la escuela secundaria de Clitheroe. La chica no había dicho nada durante la conversación que hubiera desalentado su convicción.
Un hombre maduro y solitario, y una muchacha a punto de convertirse en mujer constituían una combinación delicada, pese a la ostensible rectitud del hombre y la evidente ingenuidad de la muchacha. Si remover en las cenizas de la muerte de Robin Sage revelaba una meticulosa fórmula para seducir a la joven, Lynley no se llevaría ninguna sorpresa. No era la primera vez que el abuso de menores iba disfrazado de amistad y santidad. Ni sería la última. El hecho de que la violación tuviera como objeto a una niña formaba parte de su insidiosa fascinación. En este caso, como la niña ya se había abierto a la sexualidad, era fácil hacer caso omiso de cualquier sentimiento de culpabilidad.
Maggie estaba ansiosa de amistad y aprobación. Anhelaba el calor del contacto. ¿Qué mejor alimento podía satisfacer los meros deseos físicos de un hombre? No era necesario que Robin Sage abrigara ansias de dominio, ni que la situación fuera una demostración de su incapacidad de forjar o mantener una relación adulta. Podía tratarse de pura y simple tentación humana. Le gustaba abrazar, como Maggie había dicho. Era una niña que anhelaba abrazos. Que fuera bastante más que una niña tal vez habría constituido una sorpresa para el vicario.
Y después, ¿qué?, se preguntó Lynley. ¿Una erección y el fracaso de Sage por controlarla? ¿El deseo irrefrenable de arrancar ropa y dejar al descubierto piel desnuda? ¿Aquellos dos traidores a la indiferencia, la pasión y la sangre, que latían en las ingles y exigían acción? Por no mencionar aquel astuto susurro en el fondo de la mente: ¿qué más da, si ya lo está haciendo?, no es inocente, no estás seduciendo a una virgen, si no le gusta, te dirá que pares, abrázala fuerte para que pueda sentirte y comprender, acaricia sus pechos con rapidez, desliza una mano entre sus muslos, cuéntale lo agradable que es abrazarse, solos los dos, Maggie, nuestro secreto especial, mi mejor amiguita…
Todo habría podido ocurrir en el plazo de breves semanas. Maggie estaba enfrentada con su madre: necesitaba un amigo.
Lynley sacó el Bentley a la calle, condujo hasta la esquina y giró para dirigirse hacia el centro de la ciudad. Era posible, pensó, pero también cualquier otra cosa. El tiempo se le echaba encima. La Regla Uno era crucial, sin duda, pero no podía eclipsar a la Regla Dos.
Se puso a buscar un teléfono.