En el mejor estilo Victoriano, Cotes Hall era un edificio que parecía consistir únicamente en veletas, chimeneas y tímpanos desde los cuales reflejaban los miradores el cielo ceniciento de la mañana. Estaba construida de piedra caliza, y la combinación de descuido y exposición a los elementos había provocado que el exterior estuviera cubierto de líquenes; franjas verdegrisáceas descendían del tejado en una configuración que recordaba un abanico aluvial vertical. Las malas hierbas se habían apoderado de los terrenos que rodeaban la mansión, y pese a que proporcionaba una vista impresionante del bosque y las colinas hacia el oeste y el este, el desolado paisaje invernal, combinado con el estado general de la propiedad, lograba que la idea de vivir en aquel lugar resultara más repelente que atractiva.
Lynley impulsó con suavidad el Bentley por encima del último surco y entró en el patio, a cuyo alrededor se cernía la mansión como la casa Usher. Meditó un momento sobre la aparición de St. John Townley-Young en Crofters Inn la noche anterior. Al salir, había descubierto a su yerno tomando una copa con una mujer que no era su esposa, y a juzgar por la reacción de Townley-Young, dio la impresión de que no era la primera transgresión del joven. En aquel momento, Lynley pensó que, sin querer, habían topado con el móvil de las gamberradas ocurridas en la mansión, y también con el culpable. Una mujer que fuera el tercer vértice de un triángulo amoroso tal vez tomaría medidas extremas para alterar la tranquilidad y el matrimonio de un hombre que deseaba para sí. Sin embargo, mientras sus ojos tomaban nota de las veletas herrumbradas, los enormes boquetes de las cañerías que canalizaban el agua de lluvia, las matas de malas hierbas y las manchas de humedad en la base del edificio, Lynley se vio obligado a admitir que había llegado a una conclusión burda y machista. Él, que ni siquiera era uno de los afectados, se estremeció ante la idea de tener que vivir en Cotes Hall. Pese a la renovación del interior, serían necesarios años de trabajo para embellecer la fachada de la mansión, así como los jardines y el parque. No podía culpar a nadie, felizmente casado o no, que intentara evitarlo por todos los medios.
Aparcó el coche entre un camión que tenía la parte posterior abierta, llena de tablones de madera, y una furgoneta con la inscripción «Crackwell e Hijos, Fontaneros» impresa con letras anaranjadas en un costado. En el interior de la casa se oían los ruidos mezclados de martillos, sierras, maldiciones y la Marcha de los toreros a medio volumen. Como siguiendo el compás de la música, un hombre de edad avanzada cubierto con un mono manchado de herrumbre salió tambaleante por una puerta posterior, con una alfombra arrollada en precario equilibrio sobre el hombro. Daba la impresión de estar mojada. La dejó caer a lo largo del costado del camión, y saludó con un movimiento de cabeza a Lynley.
—¿Puedo ayudarle en algo, amigo? —dijo, y encendió un cigarrillo mientras esperaba la respuesta.
—La casa de la vigilante —contestó Lynley—. Estoy buscando a la señora Spence.
El hombre levantó su barbilla erizada en dirección a un cobertizo para guardar carruajes que se veía al otro lado del patio. Un pequeño edificio, una reproducción en miniatura de la mansión, se alzaba junto a él. Al contrario que Cotes Hall, su exterior de piedra caliza estaba limpio y había cortinas en las ventanas. Alrededor de la puerta principal, alguien había plantado lirios de invierno. Las flores componían una alegre pantalla amarilla y púrpura en comparación con las paredes grises.
La puerta estaba cerrada. Cuando Lynley llamó con los nudillos y nadie contestó, el hombre le llamó.
—Pruebe en el jardín. En el invernadero.
Volvió a entrar en la mansión.
El jardín era una parcela de tierra situada detrás de la casa, separada del patio por un muro en el que se había practicado una puerta verde. Se abrió con facilidad pese a la herrumbre de los goznes, y dio paso a lo que eran, con toda claridad, los dominios de Juliet Spence. La tierra estaba arada y despojada de malas hierbas. El aire olía a abono. En un macizo de flores que seguía el lado de la casa, se entrecruzaban ramitas sobre una cubierta de paja que protegía de la escarcha a las coronas de las flores perennes. Era evidente que la señora Spence se disponía a plantar algo al fondo del jardín, porque estacas hincadas en la tierra delimitaban un amplio pedazo de tierra destinado a albergar verduras, y estacas de pino se alzaban en ambos extremos de lo que serían hileras de plantas al cabo de unos seis meses.
Al otro lado de las futuras hileras estaba el invernadero. La puerta parecía cerrada. Los cristales eran opacos. Detrás, Lynley distinguió la forma de una mujer que se movía, con los brazos extendidos para cuidar alguna planta que colgaba a la altura de su cabeza. Lynley cruzó el jardín. Sus botas altas se hundieron en el suelo húmedo de un sendero que iba desde la casa al invernadero, y después se internaba en el bosque.
La puerta no estaba cerrada con candado. Un ligero empujón bastó para que se abriera en silencio. Al parecer, la señora Spence ni siquiera fue consciente de la corriente de aire frío que se filtraba, porque prosiguió con su trabajo, proporcionando la oportunidad a Lynley de observar unos instantes.
Las plantas colgantes eran fucsias. Crecían en cestas de alambre, llenas de una especie de musgo. Las habían podado en vistas al invierno, pero sin despojarlas de todas las hojas. La señora Spence las estaba rociando con un producto maloliente. Daba la vuelta a cada cesta para empapar por completo la planta, antes de empezar con la siguiente.
—Tomad, bastardos —decía, mientras movía el rociador.
Entre sus plantas, parecía de lo más inofensiva. Cierto que su elección de protección para la cabeza era bastante peculiar, pero no se podía juzgar y condenar a una mujer por llevar un pañuelo rojo desteñido alrededor de la frente. A lo sumo, su aspecto recordaba al de una india navajo, y conseguía mantener su pelo alejado de la cara, manchada de tierra, cuya situación empeoraba cuando se pasaba el dorso de la mano —protegida por un mitón deshilachado sin dedos— por la mejilla. Era de edad madura, pero se concentraba en su actividad como una jovencita. Al observarla, Lynley consideró difícil tacharla de asesina.
Su vacilación le puso nervioso. Le obligaba a considerar no solo los datos que ya obraban en su poder, sino los que empezaban a desvelarse mientras permanecía de pie en el umbral. El invernadero era un batiburrillo de plantas. Crecían en macetas de plástico y barro dispuestas sobre una mesa central. Llenaban los estantes que corrían a lo largo de los lados del invernadero. Había de todas las formas y tamaños, aparecían en todos los tipos imaginables de recipientes, y mientras las examinaba, se preguntó qué parte de la investigación llevada a cabo por Colin Shepherd se había desarrollado en aquel lugar.
Juliet Spence se volvió cuando terminó de rociar la última cesta de fucsias. Se sobresaltó cuando le vio. Su mano derecha subió instintivamente hacia el cuello de su jersey negro, un típico gesto defensivo femenino, pero la izquierda siguió aferrando el rociador. Tuvo la presencia de ánimo suficiente para no soltarlo, por si lo necesitaba para hacerle frente.
—¿Qué quiere?
—Lo siento —dijo Lynley—. He llamado a la puerta, pero no me oyó. Inspector detective Lynley, New Scotland Yard.
—Entiendo.
Lynley hizo ademán de sacar su tarjeta. Ella le detuvo con un ademán, revelando un agujero considerable en la axila del jersey, muy acorde con el desastroso estado de sus tejanos manchados de barro.
—No es necesario —explicó—. Le creo. Colin me avisó de que probablemente aparecería esta mañana. —Dejó el rociador sobre un estante, entre las plantas, y removió las hojas restantes de la fucsia más cercana. Lynley observó que estaban deterioradas de una manera anormal—. Cápsides —explicó—. Son insidiosos, como los tisanópforos. Por lo general, no se sabe que han atacado la planta hasta que los daños son evidentes.
—¿No pasa siempre lo mismo?
Ella meneó la cabeza y aplicó otro chorro de insecticida a una planta.
—A veces, la plaga deja una tarjeta de visita. En otras, no se sabe que ha venido de visita hasta que es demasiado tarde para hacer otra cosa que matarla y confiar en no matar la planta al mismo tiempo. Bien, supongo que no debería hablar con usted de matar como si me gustara, aunque sea así.
—Tal vez es necesario matar a un ser cuando es el instrumento de la destrucción de otro.
—Eso mismo pienso yo. Nunca me ha gustado tener pulgones en mi jardín, inspector.
Lynley entró en el invernadero.
—Póngase ahí, por favor. —La mujer indicó una cubeta de plástico sembrada de un polvillo verde, justo al lado de la puerta—. Desinfectante —explicó—. Mata los microorganismos. Es absurdo transportar más visitantes indeseables en las suelas de los zapatos.
Lynley cerró la puerta y se metió en la cubeta, donde las pisadas de la mujer ya habían dejado su marca. Vio que los restos del desinfectante manchaban los lados y las costuras de sus botas de punta redonda.
—Pasa mucho tiempo aquí —observó.
—Me gusta plantar cosas.
—¿Una afición?
—Cuidar plantas es muy relajante. Unos pocos minutos con las manos hundidas en la tierra, y el resto del mundo se desvanece. Es una forma de escape.
—¿Necesita escapar?
—Todo el mundo lo necesita, en un momento u otro. ¿Acaso usted no?
—No puedo negarlo.
El suelo era de grava y tenía un sendero de ladrillo, algo elevado. Caminó por él, entre la mesa central y el estante, y se acercó a la señora Spence. Con la puerta cerrada, la temperatura del invernadero era varios grados más alta que la del exterior. El aire estaba impregnado del aroma a tierra de las macetas, emulsión de pez y el olor del insecticida que había aplicado.
—¿Qué clase de plantas tiene aquí? —preguntó—. Aparte de las fucsias.
La mujer se apoyó contra el estante mientras hablaba, y señaló los ejemplares con una mano cuyas uñas estaban cortadas como las de un hombre e incrustadas de tierra. No daba la impresión de que le importara, ni siquiera de que se diera cuenta.
—Crío ciclámenes desde hace una eternidad. Son los de los tallos que parecen casi transparentes, en las macetas amarillas. Las demás son filodendros, hiedra de parra, amarilis. Tengo violetas africanas, helechos y palmeras, pero algo me dice que usted las reconoce bastante bien. Y estas —señaló un estante sobre el cual una luz bañaba cuatro amplias cubetas negras, donde brotaban diminutas plantas— son mis plantas de vivero.
—¿Plantas de vivero?
—En invierno, inicio mi jardín aquí. Judías verdes, pepinos, guisantes, lechuga, tomate. Ahí hay zanahorias y cebollas. Intento vidalias, aunque todos los libros de jardinería que he leído me predicen un fracaso completo.
—¿Qué hace con todo eso?
—Suelo ofrecer las plantas al puesto de Preston. Las verduras nos las comemos mi hija y yo.
—¿También planta chirivías?
—No —dijo con los brazos cruzados—, pero ya hemos llegado al meollo de la cuestión, ¿no?
—Sí, en efecto. Lo lamento.
—No hace falta que se disculpe, inspector. Es su trabajo. Espero que no le importe si hablamos mientras trabajo.
No le dio muchas oportunidades de decidir. Cogió un pequeño extirpador de entre los utensilios que llenaban un cubo de hojalata, guardado bajo la mesa central. Empezó a moverse entre las macetas y removió la tierra con delicadeza.
—¿Había comido ya chirivías silvestres de esta zona?
—Varias veces.
—Por lo tanto, las reconoce cuando las ve.
—Sí, por supuesto.
—Pero el mes pasado no fue así.
—Pensé que sí.
—Hábleme de ello.
—¿La planta, la cena? ¿Qué?
—De ambas. ¿De dónde salió la cicuta?
Quitó un tallo suelto de uno de los filodendros más grandes y lo tiró en una bolsa de basura que había debajo de la mesa.
—Pensé que era chirivía silvestre —aclaró.
—De momento, aceptado. ¿De dónde salió?
—No lejos de la mansión. Hay un estanque en el terreno. Crece una profusión increíble de malas hierbas, ya se habrá fijado en el estado general, y descubrí una mata de chirivía silvestre. Lo que creí chirivía.
—¿Había comido antes chirivía del estanque?
—Del terreno, pero no del estanque. Únicamente había visto las plantas.
—¿Cómo era el rizoma?
—Como el de la chirivía, evidentemente.
—¿Una sola raíz? ¿Un manojo?
La señora Spence se inclinó sobre un helecho muy verdoso, apartó las hojas, examinó la base y transportó la planta hasta el estante del lado opuesto. Siguió con su trabajo.
—Debió de ser una sola, pero no me acuerdo de su aspecto.
—Pero sabía cómo debía de ser.
—Una sola raíz. Sí, lo sé, inspector. Sería mucho más fácil para ambos que yo mintiera y afirmara que desenterré una sola raíz, pero la verdad es que aquel día yo iba con prisas. Bajé al sótano, descubrí que solo me quedaban dos chirivías pequeñas y corrí al estanque, donde pensaba que había visto más. Supongo que la raíz que cogí era única, pero no me acuerdo con exactitud. No puedo imaginarla colgando de mi mano.
—Qué raro, ¿no? Al fin y al cabo, es uno de los detalles más importantes.
—No puedo evitarlo, pero agradecería que alguien me creyera. En realidad, una mentira sería mucho más conveniente.
—¿Y su indisposición?
La mujer dejó el extirpador y apretó el dorso de la muñeca contra el pañuelo rojo desteñido, que manchó de tierra.
—¿Qué indisposición?
—El agente Shepherd dijo que había estado enferma aquella noche. Dijo que había ingerido un poco de cicuta. También afirmó que se había dejado caer por su casa aquella noche y que la encontró…
—Colin intenta protegerme. Tiene miedo. Está preocupado.
—¿Ahora?
—Y también entonces.
Dejó el extirpador entre las demás herramientas y ajustó un cuadrante de lo que parecía ser el sistema de irrigación. El lento goteo del agua empezó un momento después, hacia su derecha. La mujer no apartó los ojos ni la mano del cuadrante cuando siguió hablando.
—El que Colin diga que se dejó caer por aquí es muy conveniente, también.
—Supongo que no hizo acto de aparición en ningún momento.
—Oh, sí. Estuvo aquí, pero no fue una coincidencia. No estaba de ronda. Eso es lo que dijo en la encuesta. Eso es lo que dijo a su padre y al sargento Hawkins. Lo que dijo a todo el mundo. Pero no es lo que sucedió.
—¿Usted le encargó que viniera?
—Le telefoneé.
—Entiendo. La coartada.
Ella levantó la vista. Su expresión era resignada, antes que culpable o temerosa. Se tomó un momento para quitarse los mitones y embutirlos en las mangas de su jersey.
—Eso es exactamente lo que, según Colín, iba a pensar la gente: que le telefoneé para demostrar mi inocencia. «Ella también comió cicuta», habría dicho en la encuesta. «Yo estaba en la casa. Lo vi con mis propios ojos».
—Eso dijo, según tengo entendido.
—Habría dicho el resto, si me hubiera salido con la mía, pero no pude convencerle de la necesidad de decir que le había telefoneado porque me había encontrado mal tres veces, tenía bastantes dolores y quería que estuviera a mi lado. Terminó poniéndose en peligro por deformar la verdad. Y eso no me gusta.
—En este momento, corre peligro desde varias direcciones distintas, señora Spence. La investigación está llena de irregularidades. Su deber era entregar el caso a un equipo del DIC de Clitheroe. Como no lo hizo, tendría que haber sido lo bastante prudente como para llevar a cabo los interrogatorios con un testigo oficial presente. Considerando su relación con usted, habría debido apartarse del caso por completo.
—Quiere protegerme.
—Tal vez, pero las apariencias son mucho peores.
—¿Qué quiere decir?
—Da la impresión de que Shepherd está encubriendo su propio delito, sea cual fuera.
Ella se apartó con brusquedad de la mesa central, contra la cual estaba apoyada. Se alejó dos pasos de Lynley, avanzó de nuevo y se quitó el pañuelo.
—Escuche, por favor. Estos son los hechos. —Sus palabras fueron concisas—. Fui al estanque. Arranqué cicuta. Pensé que era chirivía. La cociné. La serví. El señor Sage murió. Colin Shepherd no participó en esto.
—¿Sabía que el señor Sage iría a cenar?
—He dicho que no participó en esto.
—¿La interrogó alguna vez acerca de su relación con Sage?
—¡Colin no ha hecho nada!
—¿Existe un señor Spence?
La mujer apretó el pañuelo en el puño.
—Yo… No.
—¿Y el padre de su hija?
—No es asunto suyo. Esto no tiene nada que ver con Maggie, en absoluto. Ni siquiera estaba allí.
—¿Aquel día?
—A la hora de la cena. Estaba en el pueblo, pasando la noche en casa de los Wragg.
—¿Estuvo antes, cuando usted fue a buscar la chirivía silvestre? ¿Mientras la cocinaba?
El rostro de la señora Spence se puso rígido.
—Escuche, inspector. Maggie no está implicada.
—Está esquivando la pregunta, lo cual sugiere que me oculta algo. ¿Algo sobre su hija?
La mujer se encaminó hacia la puerta del invernadero. El espacio era reducido. Su brazo rozó a Lynley cuando pasó, y le habría costado poco esfuerzo detenerla, pero no lo hizo. La siguió fuera. Ella habló antes de que Lynley pudiera lanzar otra pregunta.
—Bajé al sótano. Solo quedaban dos chirivías. Necesitaba más. Eso es todo.
—Guíeme, por favor.
La mujer cruzó el jardín hasta la casa, abrió la puerta de lo que parecía la cocina y sacó una llave del gancho que había nada más entrar. A menos de tres metros de distancia, soltó el candado del sótano y lo subió.
—Un momento —dijo Lynley.
Se agachó y lo subió él mismo. Al igual que la puerta del muro, se movía con bastante facilidad. Y como la puerta, se movía sin ruido. Asintió y bajó los peldaños.
No había electricidad en el sótano. La luz procedía de la puerta y de una única ventana situada al nivel del suelo. Era del tamaño de una caja de zapatos y estaba bloqueada en parte por la paja que cubría las plantas del exterior. El resultado era una cámara húmeda y oscura, de unos dos metros y medio cuadrados. Las paredes eran una mezcla sin terminar de piedra y tierra, al igual que el suelo, aunque alguien se había esforzado por aplanarlo.
La señora Spence señaló una de las cuatro estanterías sujetas con tornillos a la pared más alejada de la luz. Aparte de un montón de cestas, las estanterías era lo único que albergaba la habitación, salvo lo que sostenían. En la de arriba descansaban tres hileras de tarros de conservas, cuyas etiquetas no se podían descifrar a la escasa luz. En la del fondo, se alzaban cinco cubos de hojalata llenos, tres de los cuales contenían patatas, zanahorias y cebollas. Los otros dos no contenían nada.
—No ha repuesto sus provisiones —observó Lynley.
—No me apetece mucho volver a comer chirivía. Y menos silvestre.
Lynley tocó el borde de un cubo. Movió la mano hacia el estante que lo sostenía. No había señales de polvo o falta de uso.
—¿Por qué tiene cerrada con llave la puerta del sótano? ¿Lo hace siempre?
Como ella no contestó al instante, Lynley se volvió para mirarla. Daba la espalda a la pálida luz de la mañana que entraba por la puerta, de modo que no pudo leer su expresión.
—¿Señora Spence?
—La tengo cerrada desde octubre.
—¿Por qué?
—No tiene nada que ver con esto.
—De todos modos, le agradecería que me contestara.
—Ya lo he hecho.
—Señora Spence, ¿nos detenemos a examinar los hechos? Un hombre muere a sus manos. Mantiene relaciones con el agente de policía que investigó la muerte. Si alguno de ustedes piensa…
—Está bien. Lo hago por Maggie, inspector. Quería eliminar un lugar donde pudiera acostarse con su novio. Ya ha utilizado la mansión. Puse fin a aquello. Intenté eliminar las demás posibilidades. Como el sótano me pareció una, lo cerré con llave. No es que haya importado demasiado, como descubrí después.
—¿Guarda la llave colgada de un gancho en la cocina?
—Sí.
—¿A plena vista?
—Sí.
—¿Donde ella pueda cogerla?
—Donde yo pueda cogerla también. —Pasó una mano impaciente por su cabello—. Por favor, inspector. Usted no conoce a mi hija. Maggie intenta ser buena. Creyó que ya había sido bastante mala. Me dio su palabra de que no volvería a acostarse con Nick Ware, y yo dije que la ayudaría a cumplir su promesa. El candado bastó para que se mantuviera alejada.
—No estaba pensando en Maggie y el sexo —contestó Lynley. Vio que la mujer desviaba la vista hacia los estantes que había detrás de él. Adivinó qué estaba mirando, sobre todo porque no permitió que sus ojos se posaran sobre ello más de un solo instante—. Cuando sale, ¿cierra las puertas con llave?
—Sí.
—¿Cuando está en el invernadero? ¿Cuándo va a inspeccionar la mansión? ¿Cuando se marcha a buscar chirivías silvestres?
—No, pero es que tardo poco en volver. Además, sabría si alguien estuviera al acecho.
—¿Coge su bolso, las llaves del coche, las llaves de la casa, la llave del sótano?
—No.
—Por lo tanto, no cerró con llave cuando salió a buscar chirivías el día que el señor Sage murió.
—No, pero sé hacia dónde apunta y no le va a funcionar. La gente no puede entrar y salir de aquí sin que yo lo sepa. No sucede, así de sencillo. Es como un sexto sentido. Siempre que Maggie se reúne con Nick, lo sé.
—Sí, claro. Haga el favor de enseñarme dónde encontró la cicuta, señora Spence.
—Ya le dije que pensé…
—Que era chirivía silvestre, sí.
Ella vaciló, con una mano levantada como si quisiera aclarar un punto. Dejó caer las dos.
—Por aquí —dijo en voz baja.
Salieron por la puerta. Al otro lado del patio, tres obreros estaban tomando café en el suelo del camión abierto. Habían dejado los termos sobre una pila de madera. Utilizaban otra como asiento. Contemplaron a Lynley y a la señora Spence con evidente curiosidad. Estaba claro que aquella visita atizaría los fuegos de las habladurías antes de que terminara el día.
Ahora que gozaba de mejor luz, Lynley dedicó unos instantes a examinar a la señora Spence mientras cruzaban el patio y rodeaban el ala este de la mansión. Parpadeaba velozmente, como si intentara eliminar hollín de los ojos, pero el cuello de su jersey revelaba la tensión de los músculos de su cuello. Comprendió que intentaba contener las lágrimas.
La peor parte del trabajo policial consistía en evitar la simpatía hacia los sospechosos. Una investigación exigía un corazón que se comprometiera tan solo con la víctima o con un delito que clamaba justicia. Mientras la sargento de Lynley había dominado el arte de ponerse anteojeras emocionales en lo tocante a los casos, Lynley se descubría muy a menudo desgarrado entre una docena de direcciones improbables, mientras recogía información, y llegaba a conocer los hechos y a los principales implicados. Había descubierto que en muy raras ocasiones era blanco o negro. Por desgracia, no era un mundo blanco o negro.
Se detuvo en la terraza del ala este. Las piedras se veían agrietadas e invadidas por malas hierbas secas. La vista consistía en una ladera cubierta de escarcha, que descendía hasta un estanque, y al otro lado de este se alzaba otra ladera, cuya cumbre ocultaba la niebla.
—Según tengo entendido, han tenido problemas aquí. Trabajo echado a perder, cosas así. Da la impresión de que alguien no desea que los recién casados se trasladen a la mansión.
Tuvo la sensación de que la mujer malinterpretaba su intención, como si considerara su comentario otra acusación velada, en lugar de un momento de respiro. Carraspeó y se desprendió de la aflicción que estuviera experimentando.
—Maggie la utilizó menos de media docena de veces. Eso es todo.
Lynley jugueteó un momento con la idea de tranquilizarla sobre su comentario. La rechazó y se apuntó a su temática.
—¿Cómo entró?
—Nick, su novio, soltó una tabla que cubría una de las ventanas del ala oeste. La volví a clavar. Por desgracia, esto no ha bastado para poner fin a las gamberradas.
—¿No se dio cuenta al instante de que Maggie y su amigo estaban utilizando la mansión? ¿No intuyó que alguien rondaba?
—Me refería a alguien que rondara alrededor de la casa, inspector Lynley. Seguro que usted también se daría cuenta si algún intruso entrara en su casa.
—Si efectuara un registro o cogiera algo, sí. En caso contrario, no estoy seguro.
—Yo sí, créame.
Desalojó con la punta de la bota una maraña de dientes de león sin flores, encajada entre dos piedras. Recogió la hierba, examinó varios rosetones de hojas dentadas e irregulares, y la tiró a un lado.
—¿Nunca ha logrado atrapar aquí al gamberro? ¿Nunca ha hecho un ruido que atrajera su atención, nunca se metió en su jardín por equivocación?
—No.
—¿Nunca ha oído un coche o una moto?
—No.
—¿Ha variado lo suficiente los horarios de sus inspecciones para despistar al gamberro?
La mujer se colocó el pelo detrás de las orejas, impaciente.
—Exacto, inspector. ¿Puedo preguntarle qué tiene que ver esto con la muerte del señor Sage?
Lynley sonrió con afabilidad.
—No estoy muy seguro.
La señora Spence miró en dirección al estanque situado en la base de la colina, con intenciones evidentes, pero Lynley consideró que aún no estaba preparado para seguir avanzando. Dedicó su atención al ala este de la casa. Las ventanas saledizas más bajas estaban entabladas. En dos de las superiores se veían grietas como costuras.
—Da la impresión de haber estado vacía durante años.
—Nadie la ha habitado nunca, salvo en los tres meses posteriores a su construcción.
—¿Por qué?
—Está encantada.
—¿Por quién?
—Por la cuñada del bisabuelo del señor Townley-Young. ¿En qué la convierte eso? ¿En su tía bisabuela? —No aguardó a la respuesta—. Se mató aquí. Pensaron que había salido a pasear. Cuando no regresó por la noche, empezaron a buscarla. Pasaron cinco días antes de que alguien pensara en registrar la casa.
—¿Y?
—Se había colgado de una viga de la habitación de equipajes. Al lado del desván. Era verano. Los criados siguieron el rastro del olor.
—¿Su marido no soportó seguir viviendo aquí?
—Una idea romántica, pero ya había muerto. Falleció durante su viaje de bodas. Dijeron que fue un accidente de caza, pero nadie estaba muy interesado en saber cómo ocurrió. Su mujer volvió sola, o eso pensó todo el mundo. Al principio, no sabían que había regresado con sífilis, el regalo de matrimonio de su marido, sin duda. —Sonrió sin humor, pero no a Lynley, sino a la casa—. Según la leyenda, camina sollozante por el pasillo de arriba. Los Townley-Young prefieren pensar que de remordimiento, por haber matado al hombre. Era en 1853, al fin y al cabo. No existía curación fácil.
—Para la sífilis.
—O para el matrimonio.
Se encaminó hacia el estanque. Él la observó un momento. Caminaba a grandes zancadas, pese a las pesadas botas. El cabello se movía al compás de sus movimientos, en dos arcos grises que retrocedían de su cara.
La pendiente que bajó estaba helada. Hacía mucho tiempo que la verdulaga y la aulaga habían dado cuenta de la hierba. En su base, el estanque adoptaba forma de riñón. Estaba cubierto de malas hierbas y parecía un pantano; el agua estaba turbia, y en verano debía ser una fuente de insectos y enfermedades. Cañas rebeldes y malas hierbas desnudas crecían hasta la altura de la cintura. Las últimas proyectaban zarcillos que se agarraban a la ropa, pero la señora Spence parecía indiferente al hecho. Se internó por en medio y apartó a un lado los zarcillos.
Se detuvo a menos de un metro del borde del agua.
—Venga —dijo.
Por lo que Lynley podía ver, la vegetación que indicaba no se distinguía de la otra. En primavera o verano, tal vez, flores o frutos ofrecerían alguna indicación sobre su género, cuando no de la especie, que ahora adoptaban la apariencia de arbustos y matorrales esqueléticos. Reconoció las ortigas con bastante facilidad por sus hojas dentadas, que todavía se aferraban al tallo de la planta. Las cañas no se diferenciaban en forma y tamaño de estación en estación. En cuanto al resto, estaba desconcertado.
La mujer debió darse cuenta, a juzgar por sus siguientes palabras.
—Es importante saber dónde crecen las plantas cuando es la estación, inspector. Si busca raíces, siguen en la tierra cuando los tallos, las hojas y las flores han desaparecido. —Señaló a su izquierda, donde un rectángulo de tierra parecido a una alfombra de hojas muertas daba lugar a un arbusto escuálido—. Reinas de los prados y matalobos crecen ahí en verano. Más lejos, hay un estupendo parche de manzanilla. —Se agachó y removió las hierbas que se pegaban a sus pies—. Si abriga alguna duda, las hojas de la planta no pasan de la tierra. Al final, se desintegran, pero el proceso dura mucho tiempo, y entretanto, ahí tiene la fuente de la identificación. —Extendió una mano, en la que sujetaba los restos de una hoja plumosa bastante parecida al perejil—. Es la clave de dónde cavar.
—Enséñeme.
La señora Spence obedeció. No fueron necesarias pala o azada. La tierra estaba húmeda. Resultó muy sencillo para ella extirpar la planta, tirando de la corona y los tallos que sobresalían del suelo. Golpeó el rizoma contra la rodilla para eliminar los restos de tierra que aún se aferraban, y ambos contemplaron el resultado en silencio.
La señora Spence sujetaba una gruesa cepa de la planta, de la que brotaba un manojo de tubérculos. La dejó caer de inmediato, como si, aun sin ingerirla, poseyera el poder de matar.
—Hábleme del señor Sage —dijo Lynley.