12

Maggie tuvo suerte. Nick salió del pub solo. Así lo esperaba, puesto que había visto su bicicleta apoyada contra las puertas blancas que daban acceso al aparcamiento de Crofters Inn. No costaba reconocerla, una extraña bicicleta de chica de grandes neumáticos hinchados, el tesoro en otro tiempo de su hermana mayor, pero que Nick se había apropiado desde su matrimonio, indiferente al aspecto extravagante que exhibía cuando pedaleaba por el pueblo hacia Skelshaw Farm, con la vieja chaqueta de aviador aleteando alrededor de su cintura y el radiocasete colgado de un manillar. Por lo general, algo de Depeche Mode surgía de los altavoces. A Nick le gustaban mucho.

Manipuló la radio cuando salió del pub, con toda la atención concentrada en encontrar una emisora que pudiera sintonizar con mínima estática y máximo volumen. Se oyeron fragmentos de Simple Minds, UB40, una antigua pieza de Fairground Attraction, como gente interrumpida en mitad de una conversación, antes de que localizara algo a su gusto. Consistía en su mayor parte de notas agudas y chirriantes emitidas por una guitarra eléctrica. Oyó que Nick decía «Clapton. Puta madre», mientras colgaba la radio del manillar. Se detuvo para atarse el zapato izquierdo, y Maggie aprovechó la ocasión para salir del umbral en sombras del salón de té Pentagram y cruzar la calle.

Se había quedado en la guarida de Josie después de que su amiga se marchara para disponer las mesas del restaurante y trabajar de camarera. Tenía la intención de ir a casa, cuando la cena ya se hubiera enfriado y su persistente ausencia solo pudiera atribuirse a asesinato, rapto o rebelión manifiesta. Dos horas después de la cena serían ideales. Mamá se lo merecía. Pese a lo sucedido entre ellas la noche anterior, su madre le había plantado delante aquella mañana otra taza de aquel horripilante té.

—Bebe esto, Margaret —dijo—. Ahora, antes de que te vayas.

Habló con una dureza inusual, pero al menos se ahorró la cantinela de que era bueno para sus huesos pese al mal sabor, rebosante de vitaminas y minerales necesarios para una mujer cuyo cuerpo se está desarrollando. La mentira había desaparecido, pero no así la determinación de mamá.

Ni la de Maggie.

—No lo beberé. No puedes obligarme. Lo hiciste antes, pero no me obligarás a beberlo de nuevo.

Su voz sonó estridente, incluso a sus propios oídos, como un ratón agarrado por la cola. Mamá acercó la taza a sus labios y la agarró por el pescuezo.

—Vas a beber esto, Maggie. No te moverás de aquí hasta que lo hayas terminado.

Maggie lanzó los brazos al aire, derramando la taza y el líquido, caliente y humeante, sobre el pecho de mamá.

El jersey de lana quedó empapado como un desierto en junio y transformado en una segunda piel hirviente. Mamá lanzó un grito y corrió hacia el fregadero. Maggie la miró horrorizada.

—Mamá, no quise…

—Lárgate de aquí. Fuera —dijo mamá con voz ahogada. Como Maggie no se movió, se precipitó hacia la mesa y apartó su silla de un manotazo—. Ya me has oído. Fuera.

No era la voz de mamá. No era la voz de nadie que conociera. No era mamá la mujer inclinada sobre el fregadero, con el grifo abierto, que recogía agua con las manos y la tiraba sobre el jersey de lana, con los dientes apretados sobre el labio inferior. Emitía ruidos extraños, como si no pudiera respirar. Por fin, cuando terminó y el jersey quedó más empapado que antes, se lo quitó. Su cuerpo temblaba.

—Mamá —dijo Maggie, con la misma voz de ratón.

—Lárgate. Ni siquiera te conozco —fue la respuesta.

Salió tambaleante a la mañana gris y estuvo sentada en un rincón del autobús hasta que llegó al colegio. Poco a poco, a lo largo del día, había asumido la magnitud de su pérdida. Se recuperó. Desarrolló una frágil concha para protegerse de la situación. Si mamá quería que se fuera, se iría. Y seguro que eso no le costaría nada.

Nick la quería. ¿No lo había dicho miles de veces? ¿No lo repetía cada día, siempre que podía? No necesitaba a mamá. Era tonto pensar que alguna vez lo había hecho. Mamá tampoco la necesitaba. Cuando se fuera, mamá podría continuar su agradable vida privada con el señor Shepherd, que era lo que más deseaba. De hecho, tal vez por eso intentaba que Maggie bebiera aquel té. Tal vez…

Maggie se estremeció. No. Mamá era buena. Lo era. Lo era.

Eran las siete y media cuando Maggie abandonó la guarida junto al río. Serían las ocho cuando volviera a casa. Entraría, majestuosa y en silencio. Subiría a su habitación y cerraría la puerta. No volvería a dirigir la palabra a mamá. ¿Para qué?

Entonces, vio la bicicleta de Nick y cambió de idea, cruzó la calle en dirección al salón de té, con su portal protegido del viento. Le esperaría allí.

No había pensado que la espera sería tan larga. De alguna manera, había creído que Nick intuiría su presencia y dejaría a sus amigos para salir a buscarla. No podía entrar en el pub, por si mamá telefoneaba y preguntaba por ella, pero le daba igual esperar. Nick no tardaría en salir.

Apareció casi dos horas después. Cuando ella se materializó a su lado y le rodeó la cintura con un brazo, pegó un bote y lanzó una especie de maullido. Giró en redondo. El movimiento y el viento arrojaron el pelo sobre su cara. Con un rápido movimiento lo echó hacia atrás y la vio.

—¡Mag!

Sonrió. La guitarra de la radio emitió unas notas agudas y salvajes.

—Te estaba esperando allí.

El chico volvió la cabeza. El viento revolvió de nuevo su pelo.

—¿Dónde?

—En el salón de té.

—¿Fuera? Mag, ¿estás ida? ¿Con este tiempo? Apuesto a que te has quedado helada. ¿Por qué no entraste? —Desvió la vista hacia las ventanas iluminadas del hostal y asintió—. Por la policía. Es eso, ¿no?

Ella frunció el ceño.

—¿La policía?

—New Scotland Yard. Llegaron a eso de las cinco, según dijo Ben Wragg. ¿No lo sabías? Estaba seguro de que sí.

—¿Por qué?

—Tu mamá.

—¿Mamá? ¿Qué…?

—Han venido a investigar la muerte del señor Sage. Oye, hemos de hablar.

Sus ojos siguieron la carretera de North Yorkshire en dirección al ejido, donde se alzaba un viejo cobertizo de piedra que albergaba retretes públicos, contiguo al aparcamiento. Prometía refugio del viento, cuando no del frío, pero Maggie tuvo una idea mejor.

—Ven conmigo —dijo, y después de que él cogiera la radio, cuyo volumen había bajado como si comprendiera la naturaleza clandestina de sus movimientos, le guio por las puertas del aparcamiento de Crofters Inn.

Caminaron entre los coches. Nick lanzó un silbido de admiración al ver el mismo Bentley plateado que llevaba aparcado varias horas, antes de que Josie y Maggie bajaran al río.

—¿Adonde…?

—Un lugar especial —dijo Maggie—. Es de Josie. No le importará. ¿Tienes una cerilla? La necesitaremos para el quinqué.

Descendieron con cuidado por el sendero. Estaba resbaladizo a causa de la capa de hielo que se formaba por las noches. El río, que saltaba sobre los peñascos de piedra caliza, humedecía los juncos y malas hierbas de la orilla.

—Déjame —dijo Nick, y pasó primero, con la mano extendida hacia ella para que no perdiera el equilibrio. Cada vez que la muchacha resbalaba unos centímetros, decía—: Sujétate, Mag —y la cogía con más fuerza. La cuidaba, y solo pensar en ello caldeó el interior de Maggie.

—Ya estamos —anunció, cuando llegaron al depósito de hielo. Empujó la puerta. Giró sobre sus goznes con un chirrido y arañó el suelo, apartando la alfombra de ganchillo—. Este es el lugar secreto de Josie. No se lo cuentes a nadie, Nick.

El joven se agachó para entrar, mientras Maggie tanteaba en busca del barril y el quinqué.

—Necesitaré cerillas —dijo, y notó que él apretaba una caja en su mano. Encendió el quinqué, disminuyó su llama hasta la de una vela y se volvió.

Nick paseó la vista a su alrededor.

—Brutal —dijo sonriente.

Maggie cerró la puerta y, a imitación de Josie, espolvoreó el suelo y las paredes con agua de colonia.

—Hace más frío aquí que fuera —observó Nick. Se subió la cremallera de la chaqueta y se frotó los brazos.

—Ven.

Maggie se sentó en el catre y palmeó a su lado. Cuando Nick se dejó caer junto a ella, levantó el edredón sobre sus cabezas, como una capa.

Nick asomó un momento del edredón para sacar un paquete de Marlboro, sus cigarrillos favoritos. Maggie le devolvió las cerillas y él encendió dos cigarrillos a la vez. Le pasó uno, dio una profunda bocanada y contuvo el aliento. Maggie fingió hacer lo mismo.

Más que nada, le gustaba su proximidad. El roce de la chaqueta de cuero, la presión de la pierna contra la suya, el calor de su cuerpo y, cuando le dedicó una rápida mirada, la longitud de sus pestañas y la forma de sus ojos. «Ojos de dormitorio», había oído decir a una de las profesoras. «Apuesto a que ese tío dará algo que recordar a las chicas dentro de unos años». Y otra había añadido: «No me importaría que también me lo diera a mí», y todas habían reído, hasta que se interrumpieron bruscamente al ver a Maggie. No es que supieran nada sobre lo de Maggie y Nick. Nadie lo sabía, excepto Josie y mamá. Y el señor Sage.

—Hubo una encuesta —razonó Maggie—. Dijeron que fue un accidente, ¿no? Cuando la encuesta dice que es un accidente, nadie puede decir lo contrario, ¿no es cierto? No pueden hacer otra. ¿Es que la policía no lo sabe?

Nick meneó la cabeza. El cigarrillo brilló. Dejó caer ceniza sobre la alfombra y la pisó con la punta del zapato.

—Eso ocurre en los juicios, Mag. No te pueden juzgar dos veces por el mismo crimen, a menos que aparezcan pruebas nuevas. Algo así, me parece, pero eso no importa porque, en primer lugar, no hubo juicio. Una encuesta no es un juicio.

—¿Habrá uno ahora?

—Depende de lo que descubran.

—¿Descubrir? ¿Dónde? ¿Buscan algo? ¿Irán a casa?

—Hablarán con tu mamá, seguro. Ya se han reunido esta noche con el señor Townley-Young. Apuesto a que fue él quien les telefoneó. —Nick lanzó una risita—. Tendrías que haber estado allí, Mag, cuando salió del salón. El pobre Brendan estaba tomando una ginebra con Polly Yarkin, y T-Y se puso blanco hasta los labios y tieso como un palo cuando les vio. Solo estaban bebiendo, pero T-Y sacó a Bren del pub en menos que canta un gallo. Sus ojos le disparaban rayos láser, como en una película.

—Pero mamá no hizo nada —dijo Maggie. Sentía una punzada de miedo en el pecho—. No fue a propósito. Ella lo dijo, el jurado estuvo de acuerdo.

—Claro, basándose en lo que oyeron, pero puede que alguien mintiera.

—¡Mamá no mintió!

Nick se dio cuenta de sus temores.

—Tranquila, Mag, no hay por qué preocuparse, pero querrán hablar contigo.

—¿Los policías?

—Exacto. Tú conocías al señor Sage. Erais algo así como amigos. Cuando la policía investiga, siempre habla con los amigos del muerto.

—Pero el señor Shepherd nunca habló conmigo, y el hombre de la encuesta tampoco. Yo no estaba en casa aquella noche. No sé qué pasó. No puedo decirles nada. Yo…

—Tranqui.

Dio una última calada al cigarrillo, lo aplastó contra la pared de piedra que tenían detrás, e hizo lo mismo con el de ella. Rodeó su cintura con el brazo. Al otro lado del depósito de hielo, la radio de Nick siseaba frenéticamente, con la emisora perdida.

—Tranqui, Maggie. No hay nada de qué preocuparse. No tiene nada que ver contigo. Tú no mataste al vicario, ¿verdad?

Lanzó una risita ante lo absurdo de aquel pensamiento.

Maggie no le coreó. En el fondo, era una cuestión de responsabilidad, ¿no? De responsabilidad con mayúsculas.

Recordó el enfado de mamá cuando se enteró de las visitas de Maggie a casa del señor Sage. Maggie se revolvió, enfadada:

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Quién me ha estado espiando?

Mamá no había contestado, aunque daba igual, porque Maggie sabía muy bien quién era.

—Escúchame, Maggie —dijo mamá—. Ten sentido común. No conoces a ese hombre. Es un hombre, no un muchacho. Tiene cuarenta y cinco años, como mínimo. ¿Te das cuenta? Aunque sea un vicario. En especial, porque es un vicario. ¿No comprendes el compromiso en que le pones?

—Pero él dijo que podía ir a tomar el té cuando quisiera —explicó Maggie—. Me dio un libro, y…

—Me da igual lo que te diera —cortó su madre—. No quiero que le veas, ni en su casa, ni sola, ni nada.

Maggie sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos, y luego resbalaban por sus mejillas.

—Es mi amigo. Me lo ha dicho. No quieres que tenga amigos, ¿verdad?

Mamá agarró su brazo con una fuerza que significaba escucha-y-no-te-atrevas-a-discutir-conmigo-mocosa.

—Mantente alejada de él —dijo.

—¿Por qué?

Mamá la soltó.

—Podría pasar cualquier cosa. Es corriente. Así es el mundo, y si no entiendes a qué me refiero, empieza a leer el periódico.

Aquellas palabras cerraron la discusión entre ellas, pero hubo otras.

—Hoy has estado con él. No mientas, Maggie, porque sé que es verdad. De momento, te quedarás castigada en casa.

—¡Eso no es justo!

—¿Qué quería?

—Nada.

—No me respondas así, o lo lamentarás más que haber desobedecido. ¿Está claro? ¿Qué quería?

—Nada.

—¿Qué dijo? ¿Qué hizo?

—Solo hablamos. Comimos galletas Jaffa. Polly preparó té.

—¿Estaba allí?

—Sí. Ella siempre…

—¿En la habitación?

—No, pero…

—¿De qué hablasteis?

—Un poco de todo.

—¿Como qué?

—El colegio. Dios. —Mamá resopló. Maggie continuó—. Me preguntó si había ido alguna vez a Londres, si pensaba que me gustaría verlo. Dijo que a él le gustaba Londres. Dijo que ha ido muchas veces. Hasta fue a pasar dos días de vacaciones la semana pasada. Dijo que la gente que se aburre de Londres no debería estar viva, o algo por el estilo.

Mamá no contestó. Contempló sus manos, que no cesaban de rallar queso. Aferraba con tanta fuerza el bloque de cheddar que tenía los nudillos blancos, pero no tanto como su cara.

Maggie aprovechó la ventaja que le proporcionaba el silencio de mamá.

—Dijo que algún día podríamos ir a Londres de excursión con el grupo juvenil. Dijo que hay familias en Londres que nos alojarían, para ahorrarnos el hotel. Dijo que Londres es grandiosa, y podríamos ir a los museos, a la Torre, a Hyde Park, y almorzar en Harrod’s. Dijo…

—Ve a tu habitación.

—¡Mamá!

—Ya me has oído.

—Pero yo solo estaba…

La mano de mamá enmudeció sus palabras. Se movió como una exhalación y se estrelló contra su cara. Más sorprendida y sobresaltada que dolida, empezó a llorar. Experimentó una oleada de ira, y el deseo de herirla a su vez.

—Es amigo mío —gritó—. Es amigo mío y hablamos y tú no quieres que me aprecie. Nunca quieres que tenga amigos. Por eso siempre vamos de un sitio a otro, ¿verdad? Siempre sin parar, para que nadie me aprecie, así siempre estaré sola. Si papá…

—¡Basta!

—¡No quiero, no quiero! Si papá me encuentra, me iré con él. Ya lo verás. No podrás detenerme, hagas lo que hagas.

—Yo no confiaría en eso, Maggie.

Cuatro días después, el señor Sage murió. ¿Quién era el auténtico responsable? ¿Cuál era el delito?

—Mamá es buena —dijo en voz baja a Nick—. No quería que le ocurriera nada malo al vicario.

—Te creo, Mag, pero alguien no, por lo visto.

—¿Qué pasaría si la juzgaran? ¿Y si va a la cárcel?

—Yo me ocuparé de ti.

—¿De veras?

—Seguro.

Sonaba confiado y enérgico. Era confiado y enérgico. Era estupendo tenerle cerca. Rodeó su cintura con el brazo y apoyó la cabeza sobre su pecho.

—Me gustaría que siempre estuviéramos así —dijo ella.

—Entonces, así será.

—¿De veras?

—De veras. Eres mi número uno, Mag. La única. No te preocupes por tu mamá.

Maggie deslizó la mano desde su rodilla hasta el muslo.

—Frío —dijo, y se apretujó más contra él—. ¿Tienes frío, Nick?

—Un poco, sí.

—Puedo calentarte.

Intuyó su sonrisa.

—Apuesto a que sí.

—¿Quieres?

—No me negaré.

—Puedo. Y me gusta.

Lo hizo como él le había enseñado, y su mano realizó la lenta y sinuosa fricción. Notó que Aquello se empezaba a poner duro en respuesta.

—¿Te sientes bien, Nick?

—Ummm.

Lo recorrió con el canto de la mano, desde la base a la punta. Después, sus dedos desandaron el camino lentamente. Nick emitió un suspiro entrecortado. Se agitó.

—¿Qué?

Nick introdujo la mano en el bolsillo. Sus manos temblaban.

—Uno de los coleguis me dio esto —dijo—. No podemos seguir haciéndolo sin un Durex, Maggie. Es una tontería. Demasiado arriesgado.

Ella le besó la mejilla y el cuello. Hundió los dedos entre sus piernas, donde recordaba que era más sensible. Nick lanzó un gemido.

Se tendió sobre el catre.

—Esta vez, hemos de usar el Durex —dijo.

Ella le bajó la cremallera de los tejanos, le bajó los pantalones. Se quitó las mallas, se acostó a su lado y levantó la falda.

—Mag, hemos de usar…

—Aún no, Nick. Dentro de un minuto. ¿Vale?

Pasó una pierna por encima de la suya. Empezó a besarle. Empezó a acariciar, acariciar, acariciar Aquello sin utilizar en ningún momento las manos.

—¿Te gusta? —susurró.

Nick tenía la cabeza echada hacia atrás, y los ojos cerrados. Su respuesta fue un gemido.

Descubrió que un minuto era más que suficiente.

St. James estaba sentado en la única butaca del dormitorio. Aparte de la cama, era el mueble más cómodo que había encontrado en Crofters Inn. Se ciñó la bata para protegerse del persistente frío que se filtraba por el cristal de las dos claraboyas del dormitorio y se acomodó.

Tras la puerta cerrada del cuarto de baño, oyó que Deborah chapoteaba en la bañera. Solía tararear o cantar mientras se bañaba, y por algún motivo siempre escogía temas de Cole Porter o de los hermanos Gershwin, interpretándolos con un entusiasmo digno de una Edith Piaf desconocida y el talento de un buhonero. No habría podido coger el tono de una canción ni aunque el coro del King’s College la ayudara. Aquella noche, sin embargo, se bañaba en silencio.

Por lo general, St. James habría agradecido cualquier intermedio prolongado entre Anything Goes y Summertime, sobre todo si trataba de leer en el dormitorio mientras ella rendía tributo a los viejos musicales norteamericanos en el baño contiguo, pero aquella noche habría preferido escuchar sus alegres desatinos antes que su silencioso baño, y enfrentarse al dilema de interrumpirla o no.

Aparte de una breve escaramuza después del té, habían declarado y mantenido una tregua no verbalizada tras regresar por la mañana de su prolongada excursión por los páramos. Había resultado bastante fácil, teniendo en cuenta la muerte del señor Sage y la llegada prevista para más tarde de Lynley. Sin embargo, ahora que Lynley estaba con ellos, y la maquinaria de la investigación aceitada y dispuesta, St. James descubría que sus pensamientos volvían a centrarse en la fragilidad de su matrimonio y en su contribución a la situación.

Mientras Deborah era toda pasión, él era todo razón. Le gustaba creer que esta diferencia básica en sus formas de ser constituía la base de hielo y fuego sobre la que descansaba su matrimonio, pero se habían adentrado en un terreno en que su capacidad de razonamiento no solo no era una ventaja, sino la chispa que encendía la negativa de Deborah a abordar el conflicto de otra forma que no fuera con obstinación. Las palabras «sobre ese asunto de la adopción, Deborah» bastaban para que alzara todas sus defensas contra él. Pasaba de la ira a las acusaciones, y después a las lágrimas, a una velocidad tan mareante que él no sabía cómo hacerle frente. Por eso, cuando las discusiones concluían con la salida brusca de Deborah de la habitación, la casa, o como aquella mañana, del hotel, su reacción más frecuente era exhalar un suspiro de alivio, en lugar de preguntarse qué podía hacer para abordar el problema desde otro ángulo. Lo intenté, pensaba, cuando la realidad era que no se había esforzado demasiado.

Se masajeó los músculos tensos de la base del cuello. Siempre eran el primer indicador de la tensión que se negaba a reconocer. Se removió en la butaca. La bata se abrió en parte con el movimiento. El aire frío trepó por la pierna derecha sana y desvió su atención hacia la izquierda, en la cual, como siempre, no sentía nada. La observó con desinterés, una actividad en la que se había enfrascado muy pocas veces durante los últimos años, pero que había repetido día tras día, de una manera obsesiva, en los años previos a su matrimonio.

El objetivo siempre era el mismo: inspeccionar el grado de atrofia de los músculos, con la intención de detener la desintegración que solía ser, a la larga, la secuela de la parálisis. Al cabo del tiempo, y gracias a meses de dolorosa rehabilitación, había recuperado el uso del brazo izquierdo, pero la pierna se había resistido a todos sus esfuerzos, al igual que un soldado incapaz de curar sus heridas psíquicas de guerra, como si fueran la prueba de que había entrado en combate.

—Muchos aspectos del funcionamiento del cerebro constituyen todavía un misterio —habían dicho los médicos, como somera explicación de por qué recuperaría el uso del brazo, pero no de la pierna—. Cuando la cabeza sufre una lesión tan grave como la suya, hay que ser muy cauto a la hora de pronosticar una recuperación total.

Era su forma de iniciar la lista de quizás. Quizá recuperaría el uso completo con el tiempo. Quizá un día caminaría sin muletas. Quizá despertaría una mañana y recuperaría la sensibilidad, flexionaría los músculos, movería los dedos de los pies y doblaría la rodilla. Pero al cabo de doce años, era improbable. Por lo tanto, se aferraba a lo que había quedado después de cuatro años de obstinado engaño: la apariencia de normalidad. Mientras lograra impedir que la atrofia acabara de destruir sus músculos, se consideraría satisfecho y desecharía el sueño.

Había detenido la desintegración con corrientes eléctricas. Jamás negaba que se había tratado de un acto de vanidad, y se decía que no era un pecado querer conservar el aspecto de un espécimen perfecto, aunque ya no lo fuera.

Aun así, odiaba su cojera, y pese al número de años que convivía con ella, en ocasiones le sudaban las palmas cuando era objeto de la curiosidad de un extraño. «Diferente», decía su mirada, «no es como nosotros». Y si bien era diferente de la manera limitada dictada por su lesión y no podía negarlo, en presencia de un extraño siempre se sentía disminuido, siquiera por un instante.

Abrigamos ciertas expectativas acerca de la gente, pensó, mientras examinaba la pierna. Serán capaces de andar, hablar, ver y oír. Si no es así, o si lo hacen de una manera que desafía nuestras ideas preconcebidas, les pegamos una etiqueta, huimos de su contacto, les obligamos a desear formar parte de un todo indistinto.

El agua de la bañera empezó a escurrirse, y echó un vistazo hacia la puerta. Se preguntó si la raíz de las dificultades que tenían su esposa y él residía en aquello. Ella aspiraba a la normalidad. Él creía desde hacía mucho tiempo que la normalidad poseía escaso valor intrínseco.

Se puso en pie y escuchó sus movimientos. El ruido del agua le dijo que Deborah se había levantado. Saldría de la bañera, cogería una toalla y la envolvería alrededor de su cuerpo. Llamó a la puerta y abrió.

Deborah estaba limpiando el espejo de vaho, y zarcillos de pelo pegados a su cuello escapaban del turbante que había confeccionado con una segunda toalla. Le daba la espalda, y desde donde él estaba, la vio perlada de gotitas, al igual que sus piernas, largas y esbeltas, suavizadas por el aceite de baño que llenaba la habitación con el olor a lirios.

Deborah le miró por el espejo y sonrió con expresión cariñosa.

—Supongo que todo ha terminado entre nosotros.

—¿Por qué?

—No viniste a bañarte conmigo.

—No me invitaste.

—Te envié invitaciones mentales durante toda la cena. ¿No las captaste?

—Así que era tu pie el que me acariciaba por debajo de la mesa, ¿eh? Bien pensado, no parecía el de Tommy.

Deborah rio y destapó la loción. St. James miró mientras se la aplicaba a la cara. Los músculos se movieron bajo sus dedos, y llevó a cabo un ejercicio de identificación: trapezius, levator scapulae, splenius cervicis. Era una forma de disciplinar su mente para que tomara la dirección que deseaba. La perspectiva de aplazar la conversación con Deborah hasta otra ocasión siempre se fortalecía cuando la veía recién salida del baño.

—Lamento haber traído los papeles de adopción —dijo—. Hicimos un trato y no cumplí mi parte. Esperaba convencerte de que habláramos del problema mientras estuviéramos aquí. Achácalo a mi ego machista y perdóname si puedes.

—Perdonado, pero el problema no existe.

Tapó la loción y empezó a secarse con más energía de la necesaria. Al ver su reacción, St. James notó que la palma de la cautela se apretaba contra su pecho. No dijo nada hasta que ella se puso la bata y liberó el cabello de la toalla. Se dobló por la cintura, utilizó sus dedos a modo de peine para desenredar el cabello, y él volvió a hablar. Eligió sus palabras con todo cuidado.

—Es una cuestión de semántica. ¿De qué otro modo podemos llamar a lo que ha ocurrido entre nosotros? ¿Desacuerdo? ¿Disputa? No me parecen palabras muy apropiadas.

—Bien sabe Dios que no podemos aplicarle etiquetas científicas.

—Eso no es justo.

—¿No?

Deborah se irguió y rebuscó entre sus cosméticos hasta encontrar la cajita de las píldoras. Sacó una de su envase de plástico, se la enseñó aferrada entre el índice y el pulgar, y la introdujo en la boca. Giró el grifo con tal energía que el agua rebotó en el fondo del lavabo y ascendió como espuma.

—Deborah.

Ella no le hizo caso. Engulló la píldora.

—Ya está. Puedes tranquilizarte. He eliminado el problema.

—Tomar o no la píldora es tu decisión, no la mía. Podría imponerme. Podría obligarte. Prefiero no hacerlo. Solo quiero que comprendas mis preocupaciones.

—¿Sobre?

—Tu salud.

—Lo dejaste muy claro hace dos meses. He hecho lo que querías, y he tomado las píldoras. No me quedaré embarazada. ¿Aún no estás satisfecho?

Su piel empezó a motearse, el primer indicio de que se sentía acorralada. Sus movimientos adquirieron cierta torpeza. St. James no deseaba despertar su pánico, pero al mismo tiempo quería dejar las cosas claras. Sabía que estaba demostrando tanta obstinación como ella, pero siguió presionando.

—Hablas como si no desearas lo mismo.

—Y así es. ¿Pretendes que finja lo contrario?

Entró en el dormitorio, se acercó a la estufa eléctrica y llevó a cabo un ajuste que exigió demasiado tiempo y concentración. Él la siguió y, para mantener la distancia, se sentó en la butaca, a un metro prudente de su mujer.

—Es una familia —dijo—. Hijos. Dos, quizá tres. ¿No es ese el objetivo? ¿No era lo que deseábamos?

—Nuestros hijos, Simon, no los dos que Servicios Sociales condesciendan a darnos, sino dos nuestros. Eso es lo que quiero.

—¿Por qué?

Deborah levantó la vista. Adoptó una postura más rígida y él comprendió que se había precipitado con una pregunta que no había pensado formular antes. En todas sus discusiones, había estado demasiado concentrado en razonar sus opiniones para interrogarse acerca de la tozuda determinación de Deborah de tener un hijo al precio que fuera.

—¿Por qué? —repitió, y se inclinó hacia ella, con los codos apoyados sobre las rodillas—. ¿No puedes hablarlo conmigo?

Deborah contempló la estufa y giró ferozmente uno de los mandos.

—No seas paternalista. Sabes que no puedo soportarlo.

—No soy paternalista.

—Sí. Lo psicoanalizas todo. Sondeas y remueves. ¿Por qué no puedes sentir lo que yo siento y querer lo que yo quiero, sin necesidad de examinarme bajo tus malditos microscopios?

—Deborah…

—Quiero tener un hijo. ¿Es un delito?

—No estoy insinuando eso.

—¿Me convierte eso en una loca?

—Claro que no.

—¿Soy patética porque quiero tener un hijo nuestro? ¿Porque quiero que sea como si echáramos raíces? ¿Porque quiero saber que nosotros lo creamos, tú y yo? ¿Porque quiero que salga de mis entrañas? ¿Por qué se tiene que considerar un delito?

—No lo es.

—Quiero ser una madre de verdad. Quiero vivir la experiencia. Quiero un hijo.

—No debería ser un acto de egoísmo, y si para ti lo es, creo que has equivocado el concepto de paternidad.

Deborah volvió la cabeza, con la cara inflamada.

—Eso que has dicho es horrible. Espero que hayas disfrutado.

—Oh, Dios, Deborah. —Extendió la mano hacia ella, pero no pudo salvar la distancia que les separaba—. No quería herirte.

—Lo has disimulado muy bien.

—Lo siento.

—Sí. Bien, ya está dicho.

—No. Todo no. —Buscó las palabras con cierto grado de desesperación, procurando no herirla más y hacerle entender—. Me parece que si ser padre es algo más que engendrar un hijo, puedes vivir esa experiencia con cualquier niño, ya sea que lo pongas bajo tu protección, lo adoptes o lo tengas. Siempre que desees, en el fondo, ser madre, no simplemente engendrar. ¿Es así?

Ella no contestó, pero tampoco apartó la vista. St. James consideró que podía continuar.

—Creo que mucha gente se mete en ello sin pararse a pensar en lo que se les exigirá en el curso de la vida de sus hijos. Creo que se meten en ello sin pensar nada en absoluto. Sin embargo, criar a un niño hasta la madurez exige un precio especial a la persona. Has de desear toda la experiencia, no solo el acto de engendrar un hijo, porque de lo contrario te sentirás incompleta.

No fue necesario añadir el resto: que él había pasado por la experiencia de interpretar el papel de padre, sobre la cual se sustentaban sus palabras, que había sido un padre para ella. Deborah conocía al detalle la historia que compartían. Once años mayor que ella, la había convertido en una de sus principales responsabilidades desde que tuvo dieciocho años. Lo que ella era, se debía en gran parte a la influencia de St. James en su vida. El hecho de que hubiera sido como un segundo padre para ella era una bendición en su matrimonio, pero una maldición todavía mayor.

St. James hacía hincapié en la bendición, con la esperanza de que Deborah pudiera abrirse camino entre el miedo, la ira o cualquier cosa que les impidiera reconciliarse. Se apoyaba en su pasado compartido para ayudarles a encontrar un camino hacia el futuro.

—Deborah, no has de demostrar nada a nadie, ni al mundo, ni a mí, desde luego. A mí, nunca. Si la cuestión es demostrar algo, olvídalo, por el amor de Dios, antes de que te destruya.

—No se trata de demostrar.

—Entonces, ¿qué?

—Es que… siempre me había imaginado cómo sería. —Su labio inferior tembló, y apretó las yemas de los dedos contra él—. Crecería en mi interior todos esos meses. Notaría las pataditas y tú apoyarías la mano sobre mi estómago. Tú también las sentirías. Hablaríamos de nombres y tendríamos preparado su cuarto. Y cuando yo diera a luz, tú estarías conmigo. Sería como si los dos hubiéramos forjado algo eterno, porque habríamos creado juntos a esa… a esa personita. Era lo que yo deseaba.

—Eso es una ficción, Deborah. El vínculo no consiste en eso. La materia de la vida es el vínculo. Lo que existe entre nosotros ahora es el vínculo. Y lo nuestro es eterno. —Extendió la mano de nuevo. Esta vez, ella la cogió, aunque sin moverse de donde estaba, manteniendo aquel prudente metro de distancia—. Vuelve a mí. Sube y baja corriendo la escalera con tu mochila y tus cámaras. Llena la casa con tus fotografías. Pon la música demasiado fuerte. Tira tus ropas al suelo. Habla conmigo, discute y siente curiosidad por todo. Siéntete viva hasta las puntas de los dedos. Quiero recuperarte.

Deborah estalló en lágrimas.

—He olvidado la manera.

—No lo creo. Todo está en tu interior, pero de alguna manera, por algún motivo, la idea de un hijo ha ocupado su lugar. ¿Por qué, Deborah?

Ella bajó la cabeza y la sacudió. Aflojó los dedos. Ambos dejaron caer los brazos a los costados. St. James comprendió que, pese a sus intenciones y todas sus palabras, su mujer estaba ocultando algo.