Colin mantuvo la linterna encendida durante el resto del paseo hasta la casa. Utilizar la oscuridad como medio de distracción era inútil ya. Las últimas palabras de Brendan Power lo impedían.
Estaba disponiendo un segundo conjunto de posibilidades, preparando un punto de partida inédito, y lo sabía. Trataba de buscar una dirección viable hacia la que poder desviar a la policía de Londres.
Por si acaso, se dijo. Porque las dudas empezaban a intensificar sus inquietos murmullos en el interior de su cráneo, y debía hacer algo para aplacarlas. Debía emprender una iniciativa que estuviera dentro de sus atribuciones, exigida por las circunstancias, y encaminada a tranquilizar su mente.
No había pensado en qué dirección apuntaría hasta que vio a Brendan Power y comprendió, con una intuición tan poderosa que sintió su certeza en el hueco del estómago, lo que podía haber ocurrido, lo que debía de haber ocurrido, y que Juliet se estaba culpando de una muerte que solo había provocado de una manera indirecta.
Él había creído desde el primer momento que la muerte era accidental, porque no podía pensar en otra explicación y continuar mirándose al espejo cada mañana. Sin embargo, ahora comprendió lo equivocado e injusto que habría podido ser con Juliet en aquellos oscuros y aislados momentos, cuando él, como todos los habitantes del pueblo, se preguntó cómo, de entre todo el mundo, había cometido Juliet aquel error fatal. Ahora, comprendía cómo había podido ser manipulada para llegar a creer que había cometido una equivocación. Ahora, lo comprendía todo.
Aquella idea, y el creciente deseo de vengar el error cometido contra ella, le espolearon por el sendero, mientras Leo le precedía, dando alegres saltos. Se internaron por el robledal, a escasa distancia del pabellón donde vivían Polly Yarkin y su madre. Qué fácil era deslizarse desde el pabellón a Cotes Hall, comprendió Colin. Ni siquiera se necesitaba caminar por aquel desastre de pista para llegar.
El sendero le condujo bajo los árboles, por dos puentes peatonales cuya madera pudría poco a poco la humedad de cada invierno, y sobre un esponjoso lecho de hierbas descompuestas cubiertas por una delicada capa de escarcha. Finalizaba donde los árboles daban paso al jardín trasero de la casa, y cuando Colin llegó a aquel punto, vio que Leo saltaba entre los montones de abono y tierra en barbecho para arañar la base de la puerta. Colin movió la linterna de un lado a otro y tomó nota de los detalles: a su izquierda, el invernadero, apartado de la casa, sin candado en la puerta; al otro lado, el cobertizo, cuatro paredes de madera y un tejado de papel alquitranado, donde ella guardaba las herramientas que utilizaba en el jardín y en sus incursiones al bosque para recoger plantas y raíces; la casa en sí, con la puerta verde de la bodega, cuya pintura se desprendía en astillas, que conducía a la oscura cavidad de olor a marga donde Juliet guardaba sus raíces. Mantuvo enfocada la linterna sobre aquella puerta mientras cruzaba el jardín. Contempló el candado que aseguraba la puerta. Leo se acercó y golpeó con el morro el muslo de Colin. El perro pasó ante la puerta combada. Sus uñas arañaron la madera, y un gozne crujió en respuesta.
Colin lo alumbró. Estaba viejo y oxidado, suelto de la jamba de madera que estaba sujeta al plinto de piedra angulada que hacía las veces de base. Movió el gozne de un lado a otro, de arriba abajo. Bajó la mano hacia el gozne inferior. Estaba bien sujeto a la madera. Lo iluminó y examinó con atención, y se preguntó si las marcas que veía eran producto del roce contra los tornillos o algún tipo de abrasivo aplicado al metal para eliminar las manchas dejadas por un obrero descuidado cuando pintaba la madera.
Tendría que haberse fijado en todo aquello. No tendría que haber estado tan desesperado por escuchar «muerte por envenenamiento accidental» como para pasar por alto las señales indicadoras de que la muerte de Robin Sage había sido otra cosa. Si se hubiera opuesto a las frenéticas conclusiones de Juliet, si hubiera tenido la mente lúcida, si hubiera confiado en su lealtad, habría podido ahorrarle el estigma de la sospecha, las consiguientes habladurías y la creencia errónea de que había matado a un hombre.
Apagó la linterna y se encaminó a la puerta posterior. Llamó con los nudillos. Nadie contestó. Llamó por segunda vez, y luego probó el tirador. La puerta se abrió.
—Échate —dijo a Leo, que obedeció, y entró en la casa.
La cocina olía a pollo asado y pan recién salido del horno, a ajo salteado con aceite de oliva. El olor de la comida le recordó que no había tomado nada desde la noche anterior. Había perdido el apetito, además de la confianza en sí mismo, cuando el sargento Hawkins le había llamado por la mañana para avisarle de que New Scotland Yard iría a visitarle.
—¿Juliet?
Abrió la luz de la cocina. Había una olla sobre los fogones, una ensalada sobre la encimera, dos platos dispuestos sobre la vieja mesa de fórmica, con su quemadura en forma de media luna. Dos vasos contenían líquido —uno de leche, el otro de agua—, pero nadie había cenado, y cuando tocó el vaso de leche, notó por la temperatura que ya llevaba servido un rato. Repitió su nombre y cruzó el pasillo en dirección a la sala de estar.
Juliet estaba junto a la ventana, a oscuras, como una sombra, de pie con los brazos cruzados bajo los pechos, y contemplaba la noche. Colin la llamó por el nombre. Ella respondió sin volverse.
—No ha vuelto a casa. He telefoneado a todo el mundo. Estuvo con Pam Rice. Después, con Josie. Y ahora… —Lanzó una breve y amarga carcajada—. Adivino adonde habrá ido, y lo que está haciendo. Nick Ware estuvo aquí anoche, Colin. Otra vez.
—¿Quieres que vaya a buscarla?
—¿Para qué? Ya ha tomado una decisión. Podemos traerla a rastras y encerrarla en su habitación, pero eso solo serviría para aplazar lo inevitable.
—¿Qué quieres decir?
—Quiere quedarse embarazada.
Juliet apretó los dedos contra su frente, los subió hasta el cabello y tiró de él con fuerza, como para hacerse daño.
—No sabe nada de nada. Dios santo, ni yo tampoco. ¿Por qué pensé que sabría tratar a una niña?
Colin cruzó la sala, se quedó detrás de ella y apartó sus dedos del pelo.
—Eres buena con ella. Está pasando una fase.
—Una que yo he desencadenado.
—¿Cómo?
—Contigo.
Colin notó un nudo en el estómago, un presagio del futuro en el que no quería pensar.
—Juliet —dijo, pero no tenía ni idea de cómo tranquilizarla. Además de los tejanos, vestía una camisa de trabajo vieja. Olía un poco a hierbas. Romero, pensó. No quería pensar en otra cosa. Apretó la mejilla contra su hombro y notó la suave tela contra su piel.
—Si su madre puede tener amante, ¿por qué ella no? —dijo Juliet—. Te dejé entrar en mi vida, y ahora debo pagar.
—Lo superará. Dale tiempo.
—¿Mientras mantiene relaciones sexuales a diario con un chico de quince años? —Se apartó de él. Colin notó la corriente de aire gélida en sustitución de la presión de su cuerpo—. No hay tiempo, y aunque lo hubiera, lo que está haciendo, lo que intenta, se complica por el hecho de que quiere un padre, y si no puedo materializarlo en un abrir y cerrar de ojos, ese padre será Nick.
—Deja que yo sea su padre.
—Esa no es la cuestión. Quiere un padre auténtico, no a un sustituto encandilado, diez años demasiado joven, hechizado por una especie de amor idiota, convencido de que matrimonio e hijos son la respuesta a todo, que… —Se interrumpió—. Oh, Dios. Lo siento.
Colin trató de disimular sus sentimientos.
—Es una descripción bastante exacta. Ambos lo sabemos.
—No. He sido cruel. No ha vuelto a casa. He telefoneado a todas partes. Estaba nerviosa y… —Enlazó las manos y las apretó contra la barbilla. A la escasa luz procedente de la cocina, parecía una niña—. Colin, tú no puedes comprender cómo es ella… o cómo soy yo. El hecho de que me quieras no cambia eso.
—¿Y tú?
—¿Qué?
—¿No me quieres?
Juliet cerró los ojos.
—¿Quererte? Menuda broma para con los dos. Claro que te quiero, y mira los problemas que me está causando con Maggie.
—Maggie no puede dirigir tu vida.
—Maggie es mi vida. ¿No lo entiendes? No es algo que tenga relación con nosotros, Colin. No tiene relación con nuestro futuro, porque no tenemos futuro, pero Maggie sí. No permitiré que la destruya.
Colin solo oyó parte de sus palabras.
—No tenemos futuro —repitió, para asegurarse de que había comprendido.
—Lo has sabido desde el primer momento, pero no has querido admitirlo.
—¿Por qué?
—Porque el amor nos ciega al mundo real. Nos hace sentir tan completos, tan integrados en la pareja, que no podemos ver su capacidad de destrucción.
—No me refería a por qué no he querido admitirlo, sino a por qué no tenemos futuro.
—Porque, aunque yo no fuera demasiado vieja, aunque quisiera darte hijos, aunque Maggie pudiera soportar la idea de nuestro matrimonio…
—No lo sabes.
—Deja que acabe, por favor. Por una vez. Escúchame. —Esperó un momento, tal vez para controlarse. Extendió las manos enlazadas hacia él, como si le tendiera información—. Maté a un hombre, Colin. Ya no puedo quedarme en Winslough. No permitiré que abandones el lugar que amas.
—La policía de Londres ha llegado ya —fue la respuesta de Colin.
Juliet dejó caer las manos a los costados. Su rostro cambió, como si se hubiera puesto una máscara. Él percibió la distancia que creaba entre ellos. Juliet era invulnerable e inalcanzable, segura en su armadura. Cuando habló, lo hizo con voz serena.
—De Londres. ¿Qué quieren?
—Averiguar quién mató a Robin Sage.
—Pero ¿quién…? ¿Cómo…?
—Da igual quién les telefoneara, o por qué. Lo único importante es que están aquí. Buscan la verdad.
Juliet levantó unos milímetros la barbilla.
—Entonces, se lo diré. Esta vez, sí.
—No te presentes como culpable. No es necesario.
—Aquella vez dije lo que tú quisiste que dijera. No volveré a hacerlo.
—No me escuchas, Juliet. La autoinmolación no es necesaria. No eres más culpable que yo.
—Yo… maté… a… ese… hombre.
—Le diste chirivía silvestre.
—Lo que yo suponía que era chirivía silvestre. Que yo misma arranqué.
—No lo sabes con certeza.
—Claro que lo sé con certeza. Cada día la arranco.
—¿Toda?
—¿Toda? ¿Qué quieres decir?
—Juliet, ¿cogiste chirivía de la bodega aquella noche? ¿Fue la que cocinaste?
Juliet retrocedió un paso, como si deseara distanciarse de lo que implicaban sus palabras. Se hundió más en las sombras.
—Sí.
—¿No entiendes a qué me refiero?
—No significa nada. Solo quedaban dos raíces cuando inspeccioné el sótano aquella mañana. Por eso fui a buscar más. Yo…
Colin oyó que tragaba saliva cuando comprendió. Se acercó a ella.
—Ya lo entiendes, ¿verdad?
—Colin…
—Te has echado la culpa sin motivo.
—No, no es verdad. No lo hice. No puedes creer eso. No debes.
Colin acarició con el pulgar su mejilla, recorrió con los dedos la curva de su mentón. Dios, era como una infusión de vida.
—No lo entiendes, ¿verdad? Es la bondad que hay en ti. Ni siquiera quieres comprenderlo.
—¿Qué?
—No era para Robin Sage. Juliet, ¿cómo puedes ser responsable de la muerte del vicario, si tú eras quien debía morir?
La mujer abrió los ojos de par en par. Intentó hablar. Colin enmudeció sus palabras, y el miedo agazapado tras ellas, con un beso.
Apenas habían salido del comedor, en dirección al salón de los huéspedes, cuando el anciano les abordó en el pub. Dedicó a Deborah una mirada superficial que tomó nota de todo, desde el cabello —siempre en alguna fase intermedia entre desordenado al azar y absolutamente desgreñado— hasta las manchas provocadas por la edad en sus zapatos de gamuza gris. Después, desvió su atención hacia St. James y Lynley, a los que inspeccionó con la atención que se suele dedicar al cálculo de la posible maldad de un individuo.
—¿Scotland Yard? —preguntó.
El tono era perentorio. Consiguió sugerir que solo una respuesta directa y obsequiosa serviría. Al mismo tiempo, implicaba: «Conozco a los de su clase», «Retroceda dos pasos» y «Péinese como un hombre». Era una voz propia de señor feudal, la misma que Lynley había intentado disimular durante años, lo cual garantizaba que le ponía los pelos de punta escucharla. Y así sucedió.
—Voy a tomar un coñac —dijo St. James en voz baja—. ¿Y tú, Deborah? ¿Tommy?
—Sí, gracias.
Lynley dejó que su mirada siguiera a St. James y Deborah hacia la barra.
Daba la impresión de que el pub estaba ocupado por sus clientes habituales, ninguno de los cuales aparentaba prestar mucha atención al anciano que se erguía ante Lynley, a la espera de una respuesta. Al mismo tiempo, todo el mundo parecía estar pendiente de él. El esfuerzo por ignorar su presencia era demasiado estudiado, y los ojos se desviaban hacia él con la misma rapidez que se apartaban.
Lynley le examinó. Era alto y delgado, de cabello gris ralo y tez clara, rubicunda en las mejillas por la exposición a la intemperie. Sin embargo, debía ser producto de la caza y la pesca, porque nada en aquel hombre sugería que el tiempo pasado expuesto a los elementos fuera otra cosa que una entrega al ocio. Las prendas de tweed eran de calidad, le habían hecho la manicura en las manos y proyectaba seguridad. A juzgar por la expresión de desagrado que lanzó en dirección a Ben Wragg, quien estaba dando palmadas sobre la barra y reía de un chiste que acababa de contar a St. James, estaba claro que ir a Crofters Inn constituía para él una especie de descenso a los infiernos.
—Escuche —dijo el hombre—, le he hecho una pregunta. Quiero una respuesta. ¿Está claro? ¿Cuál de ustedes es del Yard?
Lynley aceptó el coñac que St. James le tendió.
—Yo —respondió—. Inspector detective Thomas Lynley. Algo me dice que usted es Townley-Young.
Se detestó en cuanto lo dijo. El hombre carecía de pistas para deducir algo sobre él o sus antecedentes a partir del simple examen de sus ropas, porque no se había tomado la molestia de vestirse para cenar. Llevaba un jersey de color vino tinto sobre la camisa a rayas, pantalón gris de lana y zapatos que todavía conservaban una delgada línea de barro a lo largo de la costura. Por lo tanto, hasta que Lynley habló, hasta que tomó la decisión de emplear la Voz, cuyas inflexiones gritaban escuela privada, sangre azul, heredero de una serie de títulos engorrosos e inútiles, Townley-Young no supo a quién dirigía sus preguntas. De hecho, aún lo ignoraba. Nadie susurró «octavo conde de Asherton» en su oído. Nadie recitó la lista de las posesiones que le correspondían por fortuna, clase y cuna: la casa de Londres, la propiedad de Cornualles, el escaño en la Cámara de los Lores, si deseaba ocuparlo, cosa a la que se negaba en rotundo.
Lynley aprovechó el silencio desconcertado de Townley-Young para presentar a St. James. Después, bebió un poco de coñac y observó al anciano por encima del borde de la copa.
El hombre estaba imprimiendo un leve cambio a su actitud. Las fosas nasales se dilataron y la espalda perdió un poco de rigidez. Era evidente que deseaba formular media docena de preguntas absolutamente verboten, dada la situación, y trataba de aparentar que, desde el primer momento, había sabido que Lynley pertenecía a un estrato social superior incluso al suyo.
—¿Puedo hablar con usted en privado? —dijo—. Quiero decir, fuera del pub —se apresuró a añadir, y dedicó una mirada a St. James—. Espero que sus amigos se nos unan.
Realizó la petición con dignidad considerable. Tal vez le había sorprendido descubrir que más de una clase de individuo podía sentirse cómodo bajo el título de inspector detective, pero tampoco estaba dispuesto a comportarse como un Uriah Heep[6] cualquiera en un esfuerzo por mitigar el desdén con que había hablado al principio.
Lynley cabeceó en dirección a la puerta del salón de los huéspedes, al otro lado del pub. Townley-Young les precedió. El salón estaba más helado que el comedor, si ello era posible, y carecía de las estufas eléctricas distribuidas estratégicamente para mitigar el frío.
Deborah encendió una lámpara, enderezó su pantalla y repitió la operación con otra. St. James quitó un periódico desdoblado de una butaca, lo tiró sobre el aparador donde Crofters Inn guardaba el material de lectura —ejemplares atrasados de Country Life en su mayoría, cuyo aspecto insinuaba que se harían pedazos en caso de ser abiertos con precipitación— y se sentó en una butaca. Deborah escogió como asiento una otomana cercana.
Lynley observó que Townley-Young dedicaba un vistazo a la pierna tullida de St. James, una rápida mirada de curiosidad que luego exploró la sala, en busca de un lugar donde acomodarse. Eligió el sofá sobre el cual colgaba una deleznable reproducción de Los comedores de patatas.
—He venido para solicitar su ayuda —empezó Townley-Young—. Me enteré durante la cena de que usted había aparecido en el pueblo. Esa clase de noticias se propagan como el rayo en Winslough. Decidí acercarme y comprobarlo por mí mismo. Supongo que no habrá venido de vacaciones.
—No exactamente.
—¿Es por el caso Sage?
El ser camaradas de clase no constituía una invitación a la divulgación de secretos profesionales, en opinión de Lynley, de manera que contestó con otra pregunta.
—¿Tiene algo que decirme sobre la muerte del señor Sage?
Townley-Young pellizcó el nudo de su corbata verde.
—No directamente.
—¿Entonces?
—A su manera, era un buen tipo, supongo. No estábamos de acuerdo en lo concerniente al ceremonial.
—¿Iglesia no ritualista frente a iglesia ritualista?
—Exacto.
—Pero no será ese el móvil del crimen, imagino —continuó preguntando Lynley.
—¿El móvil…? —La mano de Townley-Young abandonó la corbata. Habló en tono gélido—. No he venido a confesar, inspector, si se refería a eso. Sage no me gustaba mucho, ni tampoco la austeridad de sus oficios. Ni flores, ni cirios, a palo seco. Yo no estaba acostumbrado a eso, pero no era un mal vicario, y los feligreses le consideraban un hombre bondadoso.
Lynley cogió el coñac y dejó que la copa balón se calentara en la palma de su mano.
—¿Usted formaba parte del comité que le entrevistó?
—Sí. Me opuse.
Las mejillas rubicundas de Townley-Young adquirieron un tono aún más intenso. Que el señor feudal no hubiera impuesto su voluntad en el seno de un comité del que debía ser el miembro más importante, revelaba bien a las claras qué lugar ocupaba en el corazón de los lugareños.
—Me atrevería a decir que no sintió mucho su fallecimiento.
—No era un amigo, si va por ahí. Aunque la amistad hubiera sido posible entre nosotros, solo llevaba dos meses en el pueblo cuando murió. Me doy cuenta de que dos meses equivalen a dos décadas en ciertos ambientes de nuestra sociedad actual, pero la verdad, no soy de la generación que tutea a sus miembros a los pocos momentos de conocerlos, inspector.
Lynley sonrió. Como su padre había muerto catorce años antes y su madre era muy propensa a saltarse las barreras tradicionales, olvidaba en ocasiones que las generaciones anteriores solían considerar el tuteo una demostración de intimidad. Siempre le pillaba desprevenido y le divertía toparse con aquella característica en su trabajo. La importancia de los nombres, pensó.
—Ha indicado que quería decirme algo relacionado de forma indirecta con la muerte del señor Sage —recordó Lynley a Townley-Young, quien parecía animado a extenderse sobre el tema del tuteo.
—Visitó los terrenos de Cotes Hall varias veces antes de su muerte.
—Temo que no le comprendo.
—He venido a hablarle sobre la mansión.
—¿La mansión?
Lynley miró a St. James. Este levantó la mano apenas, en un gesto que podía traducirse como «a mí que me registren».
—Me gustaría que investigara lo que está ocurriendo allí. Se están cometiendo toda clase de tropelías. Hace cuatro meses que intento remozarla, y un grupo de gamberros me lo impide. Pintura derramada, un rollo de papel pintado estropeado, grifos abiertos, pintadas en las puertas.
—¿Cree que el señor Sage estaba implicado? Parece impropio de un clérigo.
—Creo que alguien enemistado conmigo está implicado. Creo que usted, un policía, llegará al fondo del asunto y se ocupará de solucionarlo.
—Ah.
La imperiosa afirmación final encrespó a Lynley. Sus posiciones relativas en una sociedad clasista habían sido barridas por la exigente necesidad del hombre de resolver a toda prisa sus problemas personales. Se preguntó cuánta gente de la vecindad estaba enemistada con Townley-Young.
—El policía del pueblo es quien debe encargarse de esos problemas.
Townley-Young resopló.
—Se ha encargado del problema desde el primer momento —contestó Townley-Young con sarcasmo—. Ha investigado después de cada incidente. Y después de cada incidente, ha salido con las manos vacías.
—¿No ha pensado en contratar a un guardia jurado hasta que terminen las obras?
—Pago mis jodidos impuestos, inspector. ¿De qué me sirve, si no puedo reclamar la colaboración de la policía cuando la necesito?
—¿Y su vigilante?
—¿La Spence? En una ocasión, ahuyentó a un grupo de gamberros, y con mucha eficacia, si quiere saber mi opinión, a pesar del escándalo que se armó, pero quienquiera que esté en el fondo de la actual racha de tropelías, las lleva a cabo con mucha más finura. Ni señales de haber forzado la entrada, ni rastro de ningún tipo, salvo los daños.
—Alguien provisto de llaves, diría yo. ¿Quién las tiene?
—Yo, la señora Spence, el policía, mi hija y su marido.
—¿Alguno de ustedes desea que la casa no llegue a terminarse? ¿Quién vivirá en ella?
—Becky… Mi hija y su marido. Serán padres en junio.
—¿La señora Spence les conoce? —preguntó St. James. Había estado escuchando, con la barbilla apoyada en la palma de la mano.
—¿Si conoce a Becky y Brendan? ¿Por qué?
—Tal vez prefiera que no se trasladen. Tal vez el policía esté de acuerdo. Tal vez estén utilizando la casa. Nos han dicho que sostienen relaciones.
Lynley pensó que las preguntas apuntaban en una dirección muy interesante, si bien no era exactamente la que pretendía St. James.
—¿Alguien ha pasado la noche allí en alguna ocasión? —preguntó.
—La casa está cerrada y las ventanas aseguradas con tablas.
—Es fácil quitar una tabla si alguien quiere entrar.
—Y si una pareja estuviera utilizando la casa para sus citas —añadió St. James, continuando con su línea de pensamiento—, no se tomaría su pérdida a la ligera.
—Me da igual quién la utiliza y para qué. Solo quiero que acabe de una vez. Y si Scotland Yard es incapaz…
—¿Qué clase de escándalo? —preguntó Lynley.
Townley-Young le miró sin comprender.
—¿Qué demonios…?
—Ha dicho que la señora Spence provocó un escándalo cuando ahuyentó a alguien de la propiedad. ¿Qué clase de escándalo?
—Disparó con una escopeta. Los padres de las bestezuelas pusieron el grito en el cielo. —Resopló de nuevo—. Esos padres del pueblo dejan que sus chicos hagan toda clase de perrerías, y cuando alguien intenta administrarles un poco de disciplina, parece que el Armagedón haya empezado.
—Una escopeta es una disciplina bastante extremada —comentó St. James.
—Disparada contra niños —añadió Deborah.
—No eran exactamente niños, y aunque lo fueran…
—¿La señora Spence utiliza una escopeta para cumplir con su deber de vigilante de Cotes Hall con su permiso, o tal vez siguiendo sus consejos? —preguntó Lynley.
Townley-Young entornó los ojos.
—No me gustan sus esfuerzos por buscar tres pies al gato. He venido a solicitar su ayuda, inspector, y si me la niega, me iré.
Hizo ademán de levantarse.
Lynley alzó la mano un momento para detenerle.
—¿Desde cuándo trabaja la Spence para usted? —preguntó.
—Más de dos años. Casi tres.
—¿Y sus antecedentes?
—¿A qué se refiere?
—¿Qué sabe de ella? ¿Por qué la contrató?
—Porque ella quería paz y tranquilidad, y yo quería alguien que quisiera paz y tranquilidad. La mansión está aislada. No quería contratar a un vigilante que cada noche se sintiera impulsado a mezclarse con el resto del pueblo. No habría servido a mis intereses, ¿verdad?
—¿De dónde vino?
—De Cumbria.
—¿De qué parte?
—Las afueras de Wigton.
—¿Dónde?
Townley-Young se inclinó hacia delante como impulsado por un resorte.
—Escuche, Lynley, vamos a aclarar las cosas. He venido para requerir sus servicios, no lo contrario. No quiero que me hable como si fuera un sospechoso, y me da igual quién sea usted o de dónde venga. ¿Entendido?
Lynley dejó la copa sobre la mesa de abedul contigua a su butaca. Contempló con atención a Townley-Young. El hombre había apretado los labios hasta formar una línea apenas perceptible, y su mandíbula sobresalía con belicosidad. Si la sargento Havers les hubiera acompañado, habría bostezado ruidosamente en aquel momento, señalado con el pulgar a Townley-Young, proferido un «Detenga a ese tío, por favor», y concluido con un poco cordial y muy aburrido «Responda a la pregunta antes de que le metamos en el trullo por obstrucción a una investigación policial». Era el método que siempre utilizaba Havers cuando deseaba obtener una información importante. Lynley se preguntó si aquella modalidad habría funcionado con alguien como Townley-Young. Al menos, le habría dispensado un momento de placer, al ver la reacción de Townley-Young cuando fuera interpelado de tal forma y con un acento como el de Havers. No estaba en posesión de la Voz ni por asomo, lo cual quedaba bien patente cuando se encontraba con alguien que sí.
Deborah se agitó inquieta en la otomana. Lynley vio por el rabillo del ojo que St. James apoyaba una mano en su hombro.
—He entendido por qué ha venido a verme —dijo Lynley finalmente.
—Estupendo. En ese caso…
—Y por una de esas desafortunadas jugarretas del destino, ha irrumpido en mitad de una investigación. Por supuesto, puede telefonear a su abogado si desea que esté presente cuando responda a la pregunta. ¿De dónde vino, exactamente, la señora Spence?
Había falseado la verdad solo en parte. Lynley dedicó un saludo mental a su sargento. Se vio capaz de sobrevivir a su propio engaño.
La cuestión era si Townley-Young también podría. Entablaron una silenciosa lucha de voluntades, los ojos trabados en combate. Townley-Young parpadeó por fin.
—De Aspatria —contestó.
—¿En Cumbria?
—Sí.
—¿Cómo llegó a trabajar para usted?
—Puse un anuncio. Ella contestó. Acudió a la entrevista. Me gustó. Tiene sentido común, es independiente y muy capaz de tomar cualquier iniciativa necesaria para proteger mi propiedad.
—¿Y el señor Sage?
—¿Qué quiere saber?
—¿De dónde era?
—De Cornualles. De Via Bradford —añadió, antes de que Lynley le presionara con otra pregunta—. Eso es todo cuanto recuerdo.
—Gracias.
Lynley se levantó.
Townley-Young le imitó.
—En cuanto a la mansión…
—Hablaré con la señora Spence —dijo Lynley—, pero sugiero que siga el rastro de las llaves y medite sobre quién querría impedir que su hija y su yerno se mudaran a la mansión.
Townley-Young vaciló en la puerta del salón, con la mano en el pomo. Daba la impresión de que lo estaba examinando, porque agachó la cabeza un momento y su frente se arrugó como si pensara.
—La boda —dijo.
—¿Perdón?
—Sage murió la noche antes de la boda de mi hija. Él iba a celebrar la ceremonia. No supimos dónde encontrarle, y nos costó mucho localizar a otro vicario. —Levantó la vista—. Si alguien no quiere que Becky vaya a vivir a la mansión, quizá sea la misma persona que no quiso que se casara.
—¿Por qué?
—Celos. Venganza. Deseo frustrado.
—¿De qué?
Townley-Young miró de nuevo hacia la puerta, como si pudiera ver el pub a su través.
—De lo que ya posee —contestó.
Brendan encontró a Polly en el pub. Se acercó a la barra en busca de la ginebra y la angostura, saludó con la cabeza a los tres granjeros y los dos encargados del mantenimiento del embalse de Fork, y se encaminó a la mesa próxima a la chimenea, donde Polly restregaba con los pies la corteza de un pedazo de abedul. No esperó a que ella le invitara a sentarse. Esta noche, al menos, tenía una excusa.
La joven levantó la vista cuando Brendan dejó con decisión el vaso sobre la mesa y se acomodó sobre un taburete de tres patas. Los ojos de Polly se desviaron hacia la puerta del salón de los huéspedes.
—Bren, no debes sentarte aquí —dijo, sin apartar la vista de la puerta—. Será mejor que vuelvas a casa.
La joven no tenía buen aspecto. Si bien estaba sentada al lado del fuego, no se había quitado la chaqueta ni la bufanda, y cuando Brendan se desabotonó la chaqueta y acercó más el taburete, dio la impresión de que encogía el cuerpo en un gesto de protección.
—Hazme caso, Bren —insistió en voz baja.
Brendan paseó la vista alrededor del pub. Su conversación con Colin Shepherd, y sobre todo el último comentario que había dirigido al agente, le habían proporcionado una confianza que no experimentaba desde hacía meses. Se sentía invulnerable a las miradas, las murmuraciones, o a una confrontación directa.
—¿Qué tenemos aquí, Polly? Obreros, granjeros, algunas amas de casa, la pandilla de adolescentes habitual. Me da igual lo que piensen. De todos modos, pensarán lo que les dé la gana, ¿no?
—No es solo por ellos, ¿vale? ¿No has visto su coche?
—¿De quién?
—El del señor Townley-Young. Está aquí. —Movió la cabeza en dirección al salón de los huéspedes, sin mirarle—. Con ellos.
—¿Quiénes?
—Los policías de Londres. De modo que lárgate antes de que salga y…
—¿Y qué? ¿Qué?
Polly contestó con un encogimiento de hombros. Brendan leyó lo que pensaba de él en el movimiento y la expresión de su boca. Era lo mismo que pensaba Rebecca. Era lo que todos pensaban, todos los hombres del jodido pueblo. Le veían dominado por Townley-Young, dominado por todos. Como un caballo de tiro, de por vida.
Tomó un sorbo de su bebida, irritado. Se atragantó y tosió. Buscó el pañuelo en su bolsillo. La pipa, el tabaco y las cerillas cayeron al suelo.
—Mierda.
Los recogió. Tosió de nuevo. Vio que Polly paseaba la mirada por el pub, alisaba la bufanda e intentaba imponer cierta distancia, mediante el expediente de no hacer caso de sus apuros. Encontró el pañuelo y lo apretó contra la boca. Tomó un segundo sorbo de ginebra, esta vez más lento. Corrió sobre su lengua y resbaló por la garganta, como una estela de fuego, pero le proporcionó cierto calor.
—No tengo miedo de mi suegro —anunció—. A pesar de lo que todo el mundo piensa, soy muy capaz de plantarle cara. Soy capaz de muchas cosas más de lo que suponen estos patanes.
Pensó en añadir un «si supieran» que diera un aire de credibilidad a su afirmación, pero Polly Yarkin no era idiota. Preguntaría y sondearía, y él acabaría revelando lo que más deseaba ocultar.
—Tengo derecho a estar aquí —dijo—. Tengo derecho a sentarme donde me plazca. Tengo derecho a hablar con quien me da la gana.
—Actúas como un tonto.
—Además, he venido para hablar de un asunto serio.
Bebió más ginebra. Entró como la seda. Sopesó la posibilidad de acercarse a la barra en busca de un segundo vaso. Lo terminaría y tal vez tomaría un tercero, y propinaría una paliza a cualquiera que quisiera impedírselo.
Polly jugueteaba con una pila de posavasos, y se concentraba en ellos como si de aquella manera pudiera continuar haciendo caso omiso de su presencia. Brendan quería que le mirara. Deseaba que tocara su brazo. Ahora, era importante en su vida, y ella ni siquiera lo sabía, pero pronto se enteraría. Él se lo explicaría.
—Estuve en Cotes Hall —dijo.
Ella no contestó.
—Volví por el sendero peatonal.
La joven se removió en el taburete, como si fuera a marcharse. Alzó una mano y hundió los dedos en su nuca.
—Vi al agente Shepherd.
Los dedos se inmovilizaron. Dio la impresión de que sus párpados temblaban, como si quisiera mirarle, pero ni siquiera pudiera permitirse aquel contacto.
—¿Y qué? —dijo.
—Será mejor que vigiles en qué te metes, ¿vale?
Contacto por fin. Le miró a los ojos, pero no leyó curiosidad en su rostro, ni la necesidad de obtener información o aclaraciones. Un lento y feo rubor ascendió poco a poco por su cuello y pintó senderos purpúreos sobre su piel.
Brendan estaba desconcertado. En teoría, ella debería preguntar qué significaba su frase, lo cual conduciría a una petición de consejo, que él estaba muy dispuesto a dar, lo cual conduciría a la gratitud de Polly. La gratitud la impulsaría a ofrecerle un lugar en su vida, lo cual tendría que conducirla al amor. Y si no fuera amor lo que ella terminara sintiendo, con el deseo bastaría. Para él sería suficiente.
Solo que su frase no había despertado la curiosidad necesaria para derribar las barreras que ella había alzado contra él en cuanto se conocieron. Parecía furiosa.
—No he hecho nada contra ella, ni contra nadie —siseó—. No sé nada de ella, ¿vale?
Brendan retrocedió. Polly se inclinó hacia delante.
—¿De ella? —repitió, confuso.
—Nada, y si una charla con el agente Shepherd en el sendero te hace pensar que el señor Sage me dijo algo que pudiera utilizar para…
—Matarle —terminó Brendan.
—¿Qué?
—El cree que eres la responsable de la muerte del vicario. Está buscando pruebas.
Polly volvió a sentarse sobre el taburete. Abrió y cerró la boca, volvió a abrirla.
—Pruebas —dijo.
—Sí, de modo que vigila en qué te metes. Y si te interroga, Polly, telefonéame enseguida. Tienes el número de mi despacho, ¿verdad? No hables con él a solas. No le veas a solas. ¿Lo has comprendido?
—Pruebas.
Lo dijo como si quisiera convencerse, como si intentara calibrar la palabra. La amenaza que encerraba no parecía impresionarla.
—Polly, contéstame. ¿Lo has comprendido? El agente está buscando pruebas para demostrar que eres responsable de la muerte del vicario. Se dirigía hacia Cotes Hall cuando le vi.
Ella le miró como si no le viera.
—Pero Col solo estaba enfadado —dijo—. No lo dijo en serio. Le presioné demasiado, lo hago a veces, y dijo algo que no quería decir. Yo lo supe, y él también.
En lo que a Brendan concernía, estaba hablando en chino. Se había ido por las nubes. Necesitaba que bajara a tierra y, sobre todo, de vuelta a él. Cogió su mano. Ella no la retiró, con la mirada todavía extraviada. Brendan enlazó los dedos con los suyos.
—Polly, has de escucharme.
—No, no es nada. No hablaba en serio.
—Me preguntó sobre unas llaves. Si yo te había dado un juego de llaves, si tú me las habías pedido.
Ella frunció el ceño, sin hablar.
—Yo no le contesté, Polly. Le dije que aquellas preguntas no conducían a ningún sitio. También le envié a tomar por el culo, de manera que si va a verte…
—No puede pensar eso. —Habló en voz tan baja que Brendan tuvo que inclinarse para oírla mejor—. Él me conoce. Me conoce, Brendan.
Apretó la mano alrededor de la suya y la apoyó sobre su pecho. Brendan estaba sorprendido, complacido y más que ansioso por ayudarla.
—¿Cómo puede pensar que yo…? Pese a… ¡Brendan! —Soltó su mano y retiró el taburete hacia el rincón—. Ahora, será peor.
Justo cuando Brendan iba a interrogarla para averiguar qué podía ser peor, si ella empezaba a aceptarle, una pesada mano cayó sobre su hombro.
Brendan levantó la vista y vio la cara de su suegro.
—Por todos los fuegos del infierno —dijo St. John Andrew Townley-Young—. Sal de aquí antes de que te haga pedazos, gusano miserable.
Lynley cerró la puerta de su habitación y se apoyó contra ella, con los ojos clavados en el teléfono contiguo a la cama. Encima, en la pared, los Wragg continuaban exhibiendo su relación amorosa con los impresionistas y postimpresionistas: el tierno Madame Monet e hija, de Monet, constituía un curioso acompañante del En el Moulin Rouge, de Toulouse-Lautrec, ambos montados y enmarcados con más entusiasmo que cuidado. El segundo cuadro colgaba en un ángulo sugerente de que todo Montmartre había sufrido un terremoto mientras el artista inmortalizaba su club nocturno más famoso. Lynley enderezó el Toulouse-Lautrec. Eliminó una telaraña que parecía colgar del cabello de madame Monet, pero ni la contemplación de las reproducciones, ni unos cuantos minutos de reflexión sobre su extravagante emparejamiento, fueron suficientes para impedir que cogiera el teléfono y marcara su número.
Sacó el reloj del bolsillo. Pasaban unos segundos de las nueve. Aún no se habría acostado. Ni siquiera podía utilizar la hora como excusa para no llamar.
Excepto la cobardía, que le asaltaba siempre en todo lo tocante a Helen. ¿De veras quiero amor, y si es así, cuándo lo quiero?, se preguntó con ironía. ¿No serían menos dificultosos y más convenientes una docena de amoríos que este? Suspiró. El amor era una monstruosidad; no era tan sencillo como el viejo uno-dos, uno-dos.
Desde el principio, el sexo no les había planteado problemas. Él la había acompañado a casa en coche desde Cambridge, un viernes de noviembre. No se habían movido del piso de Helen hasta el domingo por la mañana. Ni siquiera habían comido hasta el sábado por la noche. Si cerraba los ojos, incluso ahora, seguía viendo su cara, el cabello que la enmarcaba, de un color no muy diferente al coñac que acababa de beber, sentirla moverse contra él, sentir el calor bajo las palmas de las manos mientras descendían desde sus pechos a la cintura, y luego hasta los muslos, oír su respiración contenida, que cambiaba por completo cuando alcanzaba el orgasmo y gritaba su nombre. Había posado los dedos entre sus pechos y sentido los latidos de su corazón. Ella rio, algo turbada por la facilidad con que todo ocurría entre ellos.
Ella era todo cuanto deseaba. Juntos, era lo que él deseaba. Sin embargo, la vida nunca adoptaba una definición permanente a partir de las horas que pasaban en la cama.
Porque se podía amar a una mujer, hacerle el amor, obtener de ella un placer equitativo y, con considerable destreza y obstinación, evitar que el núcleo de su ser más íntimo fuera afectado. Puesto que, cuando las últimas barreras saltaban, nadie volvió a ser el mismo. Ambos lo sabían, porque los dos habían cruzado todas las barreras concebibles en anteriores ocasiones con otras personas.
¿Cómo aprendemos a confiar?, se preguntó. ¿Cómo reunimos el valor suficiente para exponer el corazón una segunda o tercera vez, con el riesgo de que se parta de nuevo? Helen no quería hacerlo, y no la culpaba. No siempre estaba seguro de que era capaz de arrostrar aquel peligro.
Pensó con desazón en su comportamiento de aquel día. Aprovechó la primera oportunidad para salir pitando de Londres. Conocía sus motivos lo bastante bien para admitir que, en parte, se había aferrado a la perspectiva de alejarse de Helen, que al mismo tiempo le brindaba la oportunidad de castigarla. Sus dudas y temores le exasperaban, quizá porque reflejaban los suyos.
Se sentó en el borde de la cama, agotado, y escuchó el continuo goteo del agua que caía del grifo de la bañera. Como todos los ruidos nocturnos, se imponía como nunca lo lograría de día, y comprendió que si no hacía algo por frenarlo, se revolvería en la cama y forcejearía con la almohada en cuanto apagara la luz e intentara dormir. Decidió que, probablemente, necesitaba un filtro, si los grifos de bañera tenían filtros como los de los lavabos. Ben Wragg podría proporcionarle uno, sin duda. Bastaba con levantar el teléfono y pedir. ¿Cuánto se tardaría en reparar el grifo? ¿Cinco minutos, cuatro? Entretanto, podría meditar, aprovechar el rato para mantener las manos ocupadas en un trabajo grotesco, mientras su mente quedaba en libertad para tomar una decisión respecto a Helen. Al fin y al cabo, no podía telefonearla sin saber cuál era su objetivo. Cinco minutos le impedirían llegar a una conclusión precipitada y correr el riesgo de exponerse, aparte de exponer a Helen, mucho más sensible que él, a… Hizo una pausa en el coloquio mental que sostenía con él mismo. ¿A qué? ¿A qué? ¿Al amor? ¿Al compromiso? ¿A la sinceridad? ¿A la verdad? Solo Dios sabía cómo sobrevivirían al desafío.
Dedicó una burlona carcajada a su capacidad de autoengaño y extendió la mano hacia el teléfono, justo cuando empezaba a sonar.
—Denton me dijo dónde podía localizarte —fue lo primero que ella dijo.
—Helen —fue lo primero que él dijo—. Hola, querida. Estaba a punto de llamarte.
Comprendió al instante que ella tal vez no le creería, y que no podía culparla en ese caso.
—Me alegro —contestó Helen.
Y después, forcejearon con el silencio. Se puso a imaginar dónde podría estar: en su dormitorio del piso de Onslow Square, en la cama, con las piernas dobladas bajo el cuerpo y el cubrecama marfil y amarillo que contrastaba con su cabello y ojos. Imaginó cómo sostendría el teléfono, con las dos manos, acunándolo, como para protegerlo, protegerse ella, o a la conversación que estaban sosteniendo. Adivinó las joyas que llevaría, los pendientes que ya se habría quitado y colocado sobre la mesa de nogal contigua a la cama, y un delgado brazalete de oro que todavía rodearía su muñeca, una cadena a juego en el cuello que sus dedos acariciarían como un talismán cuando abandonaran un momento el teléfono para dirigirse hacia su garganta. Y en el hueco de la garganta, su perfume, a medio camino entre flores y cítricos.
Ambos hablaron a la vez.
—No debí…
—Me he sentido…
… y después estallaron en las carcajadas nerviosas que apuntalan las conversaciones entre amantes temerosos de perder lo que acaban de encontrar. Por eso, en aquel mismo instante, Lynley desechó todos los planes que acababa de pensar antes de que ella telefoneara.
—Te quiero, cariño —dijo—. Lamento todo esto.
—¿Huiste?
—Esta vez, sí. En cierto modo.
—No puedo enfadarme por eso, ¿verdad? Lo he hecho muy a menudo.
Otro silencio. Llevaría una blusa de seda, pantalones de lana, o una falda. La chaqueta habría quedado olvidada al pie de la cama. Sus zapatos estarían cerca, en el suelo. La luz estaría encendida, y arrojaría su resplandor triangular invertido sobre las flores y franjas del papel pintado, al tiempo que acariciaría su piel a través de la pantalla.
—Pero nunca has huido para herirme —dijo Lynley.
—¿Por eso te has ido? ¿Para herirme?
—En cierto modo, y ya sé que me repito. No me siento orgulloso.
Cogió el cable del teléfono y lo retorció entre sus dedos, deseoso de palpar algo sustancial, puesto que se encontraba a más de trescientos kilómetros al norte y no podía tocarla.
—Helen, acerca de esa maldita corbata…
—Esa no era la cuestión, y ya lo sabías en aquel momento. No quise admitirlo. Fue una simple excusa.
—¿Por?
—Miedo.
—¿De qué?
—De seguir adelante, supongo. De amarte más de lo que te amo ahora. De darte excesiva importancia en mi vida.
—Helen…
—Podría perderme fácilmente en mi amor por ti. El problema es que no sé si quiero.
—¿Cómo puede ser malo eso? ¿Cómo puede ser un error?
—Ni una cosa ni otra, pero a la larga, el amor provoca dolor. Es necesario. Lo único que no se sabe es cuándo. Es lo que he intentado averiguar: si deseo ese dolor y en qué proporción. A veces… —Vaciló. Lynley imaginó sus dedos apoyados sobre la clavícula, un gesto de protección, antes de proseguir—. Es lo más cercano al dolor que jamás había experimentado. ¿No es una locura? Lo temo. Supongo que tengo miedo de ti.
—Has de confiar en mí, Helen, en algún momento, si queremos continuar.
—Lo sé.
—No te causaré dolor.
—A propósito, no. Lo sé muy bien.
—¿Entonces?
—¿Y si te pierdo, Tommy?
—No ocurrirá. ¿Cómo? ¿Por qué?
—De mil maneras diferentes.
—Por culpa de mi trabajo.
—Por culpa de tu modo de ser.
Experimentó la sensación de perderlo todo, en especial a ella.
—Volvemos a la corbata —dijo.
—¿Otras mujeres? Sí, en parte, pero me refiero más al día a día, al oficio de vivir, a la forma en que la gente se erosiona mutuamente poco a poco. Eso, no lo quiero. No quiero despertarme una mañana y descubrir que he dejado de quererte hace cinco años. No quiero levantar la vista del plato una noche, ver que me estás mirando y leer en tu cara lo mismo.
—Ese es el peligro, Helen. Todo se reduce a un acto de fe, aunque solo Dios sabe qué nos espera si ni siquiera conseguimos marcharnos juntos a Corfú una semana.
—Lo lamento. Y también por mí. Esta mañana, me sentía atrapada.
—Bien, ya estás libre.
—Pero no quiero estarlo. Libre de eso. Libre de ti. No lo quiero, Tommy.
Suspiró. Lynley quiso creer que se trataba de un sollozo, solo que Helen solo había sollozado una vez en su vida, que él supiera —cuando era una muchacha de veintiún años y su mundo había quedado reducido a trizas por un coche que él mismo conducía—, y abrigaba serias dudas de que empezara a sollozar de nuevo por él.
—Ojalá estuvieras aquí —dijo Helen.
—Lo mismo pienso yo.
—¿Volverás mañana?
—No puedo. ¿Denton no te lo dijo? Estoy metido en un caso, más o menos.
—Entonces, no querrás que me reúna contigo, no sea que te estorbe.
—No me estorbarías, pero no funcionaría.
—¿Funcionará algo, algún día?
Esa era la cuestión. La auténtica cuestión. Bajó la vista hacia el suelo, el barro de sus zapatos, la alfombra floreada, sus dibujos.
—No lo sé —contestó—. Y eso es lo jodido. Puedo pedirte que te arriesgues a saltar al vacío, pero no puedo garantizar lo que encontraremos en el fondo.
—Nadie puede.
—Nadie que sea sincero. Punto final. No podemos predecir el futuro. Solo nos resta utilizar el presente para guiarnos con esperanza en su dirección.
—¿Te lo crees, Tommy?
—Con todo mi corazón.
—Te quiero.
—Lo sé. Por eso lo creo.