10

Santo Dios —murmuró Lynley, al notar la súbita bajada de temperatura cuando cruzó el umbral que separaba el pub del comedor de Crofters Inn.

El enorme hogar del pub había logrado proyectar el suficiente calor para crear remansos de moderado bienestar en los rincones más lejanos, pero la débil calefacción central del comedor apenas proporcionaba la incierta promesa de que el lado del cuerpo más cercano al radiador de la pared no quedaría entumecido. Se reunió con Deborah y St. James en su mesa de la esquina, agachando la cabeza cada vez que pasaba bajo las grandes vigas de roble del techo bajo. Los Wragg habían dispuesto una estufa eléctrica providencial al lado de la mesa, que desprendía ondas de calor insustanciales que acariciaban sus tobillos y flotaban hacia las rodillas.

Había suficientes mesas dispuestas con manteles de hilo blanco, cubiertos y cristalería barata para acomodar a treinta comensales, como mínimo, pero daba la impresión de que los tres iban a compartir la sala únicamente con su despliegue inusual de obras de arte. Consistían en una serie de estampas de marco dorado que plasmaban el acontecimiento más famoso de Lancashire: la asamblea del Viernes Santo reunida en Malkin Tower y los acusados de brujería que la precedían y seguían por igual. El artista había plasmado a los protagonistas con una admirada subjetividad. Roger Nowell, el magistrado, tenía un aspecto adecuadamente ceñudo y prepotente, con la ira, la venganza y el poder de la Justicia Cristiana impresas en sus facciones. Chattox se veía muy decrépito: arrugado, encorvado y vestido con andrajos. Elizabeth Davies, con sus ojos inquietos que los músculos oculares eran incapaces de controlar, presentaba un aspecto lo bastante deforme como para haberse vendido al beso del diablo. El resto comprendía un grupo lascivo de adoradores del demonio, a excepción de Alice Nutter, que se mantenía algo apartada, con la vista clavada en el suelo y guardando ostensiblemente el silencio que la había llevado a la tumba, la única condenada que pertenecía a la clase alta.

—Ah —dijo Lynley al reconocer los grabados, mientras desdoblaba la servilleta—. Las celebridades de Lancashire. Cena y la perspectiva de una agradable discusión. ¿Lo hicieron o no lo hicieron? ¿Lo eran o no lo eran?

—Más bien se me antoja la perspectiva de perder el apetito —comentó St. James. Sirvió una copa de vino blanco afrutado a su amigo.

—Supongo que hay cierta verdad en tus palabras. Ahorcar a muchachas de pocas luces y ancianas indefensas, basándose en el ataque de apoplejía sufrido por un solo hombre, da que pensar, ¿no? ¿Cómo es posible comer, beber y divertirse, cuando la muerte está tan próxima como la pared del comedor?

—¿Quiénes son? —preguntó Deborah, en tanto Lynley cataba el vino y cogía uno de los panecillos que Josie Wragg había depositado momentos antes sobre la mesa—. Sé que son brujas, pero ¿las has reconocido, Tommy?

—Solo porque están caricaturizadas. Dudo que las hubiera reconocido si el artista hubiera imitado menos a Hogarth. —Lynley señaló con el cuchillo de la mantequilla—. Ahí tienes al magistrado temeroso de Dios, y aquellos son los enjuiciados. Demdike y Chattox; yo diría que son los apergaminados. Después, Alizon y Elizabeth Davies, madre e hija. He olvidado a las demás, excepto a Alice Nutter. Es la que parece fuera de lugar.

—La verdad, pensaba que se parecía a tu tía Augusta.

Lynley dejó de aplicar mantequilla al trozo de panecillo. Dedicó a la imagen de Alice Nutter una detenida inspección.

—Algo hay de cierto. Tienen la misma nariz. —Sonrió—. Me lo pensaré dos veces antes de cenar en casa de la tía en Nochebuena. Dios sabe lo que servirá a modo de ponche.

—¿Eso hicieron? ¿Pergeñar alguna poción? ¿Echar un hechizo a alguien? ¿Provocar que llovieran ranas?

—Eso me suena vagamente australiano —dijo Lynley.

Examinó los demás cuadros mientras comía el panecillo y buscaba los detalles en su memoria. Uno de sus trabajos en Oxford había versado sobre el revuelo causado en el siglo diecisiete por la brujería. Recordaba con toda claridad a la conferenciante: veintiséis años, ardiente feminista, la mujer más hermosa que había visto en su vida y tan accesible como un tiburón famélico.

—Hoy lo llamaríamos el efecto dominó —siguió—. Una de ellas robó en Malkin Tower, la casa de una de las otras, y luego tuvo la audacia de exhibir en público algo robado. Cuando fue conducida ante el magistrado, se defendió mediante el expediente de acusar a la familia de Malkin Tower de brujería. El magistrado tal vez llegó a la conclusión de que era una treta ridícula para desviar la culpabilidad, pero pocos días después, Alizon Davies, que vivía en la misma torre, maldijo a un hombre que al cabo de escasos minutos fue víctima de un ataque de apoplejía. A partir de ese momento, la caza de brujas se desencadenó.

—Con éxito, al parecer —dijo Deborah, que estaba mirando los grabados.

—En efecto. Las mujeres empezaron a confesar toda clase de fechorías absurdas en cuanto fueron conducidas a presencia del magistrado: sostener relaciones sexuales en forma de gatos, perros y osos, fabricar muñecas de barro que personificaban a sus enemigos y clavarles espinas, matar vacas, provocar que la leche se agriara, estropear la cerveza buena…

—Ese sí que me parece un crimen digno de castigo —intervino St. James.

—¿Hubo pruebas? —preguntó Deborah.

—Si una anciana hablando con su gato es una prueba, si una maldición oída al pasar por un aldeano es una prueba…

—Entonces, ¿por qué confesaron?

—Presión social. Miedo. Eran mujeres incultas, conducidas a presencia de un magistrado de otra clase. Les habían enseñado a inclinarse ante sus superiores, siquiera metafóricamente. ¿Qué forma más eficaz de hacerlo, que aceptar lo que sus superiores sugerían?

—¿Aunque significara su muerte?

—Aunque significara su muerte.

—Pero pudieron negar los cargos. Pudieron guardar silencio.

—Alice Nutter lo hizo. La colgaron, de todos modos.

Deborah frunció el ceño.

—Qué cosa más rara de celebrar con cuadros en las paredes.

—Turismo —explicó Lynley—. ¿No paga la gente por ver la máscara mortuoria de la reina de Escocia?

—Por no mencionar los lugares más siniestros de la Torre de Londres —añadió St. James—. La Capilla Real, la Torre de Wakefield…

—¿Para qué perder el tiempo con las joyas de la corona, cuando puedes ver el matadero? —siguió Lynley—. El crimen no paga, pero la muerte les impulsa a correr para deshacerse de unas cuantas libras.

—¿No es eso irónico para un hombre que ha peregrinado cinco veces, como mínimo, a Bosworth Field[5] el veintidós de agosto? —preguntó Deborah con malicia—. ¿Un viejo pasto de vacas en el trasero del mundo, donde bebes del pozo y juras al fantasma de Ricardo que habrías combatido por los York?

—Eso no es muerte —dijo Lynley con cierta dignidad, y alzó el vaso para saludarla—. Es historia, muchacha. Alguien ha de ocuparse de dar ejemplo.

La puerta que daba a la cocina se abrió, y Josie Wragg apareció con los primeros.

—Aquí, salmón ahumado —murmuró—, aquí, paté, aquí, cóctel de gambas. —A continuación, ocultó la bandeja y las manos tras la espalda—. ¿Hay suficientes panecillos?

Formuló la pregunta a todos en general, pero examinó subrepticiamente a Lynley, aunque todo el mundo se dio cuenta.

—Sí —contestó St. James.

—¿Quieren más mantequilla?

—No creo. Gracias.

—¿El vino es bueno? El señor Wragg tiene una bodega llena, si ese se ha picado. Ocurre a veces, ¿saben? Han de ir con cuidado. Si no se guarda bien, el corcho se seca y agrieta, el aire entra y el vino se pone salado, o algo por el estilo.

—El vino es bueno, Josie. También probaremos el burdeos.

—El señor Wragg es un experto en vino. —Se agachó para rascarse el tobillo, y luego miró a Lynley—. Usted no ha venido de vacaciones, ¿verdad?

—No exactamente.

La muchacha se incorporó y volvió a esconder la bandeja a la espalda.

—Eso pensaba yo. Mamá dijo que era un detective de Londres, y al principio pensé que había venido para decirle algo sobre Paddy Lewis, que ella no me contaría, claro, por temor a que yo se lo dijera al señor Wragg, cosa que yo no haría, desde luego, aunque eso significara que fuera a huir con él, quiero decir con Paddy, y dejarme con el señor Wragg. Al fin y al cabo, sé lo que es el amor verdadero. Usted no es de esa clase de detectives, ¿verdad?

—¿A qué clase te refieres?

—Ya sabe. Como en la tele. Los que se contratan.

—¿Un detective privado? No.

—Eso pensé cuando le vi. Después, le oí hablar por teléfono hace unos momentos. No es que le estuviera escuchando, pero su puerta estaba un poco abierta, yo iba a llevar toallas limpias a las habitaciones, y le oí por casualidad. —Sus dedos arañaron la bandeja y la aferraron con más fuerza antes de proseguir—. Es la mamá de mi mejor amiga, ¿sabe? No quería hacerle daño. Es como cuando alguien hace conservas, pone lo que no debe y mucha gente se pone mala. Digamos que compran las conservas en la fiesta parroquial. Cerezas o moras. Está bien, ¿no? Se las llevan a casa y las esparcen sobre las tostadas a la mañana siguiente, o con los panecillos del té. Después, se ponen malos, pero todo el mundo sabe que fue un accidente. ¿Lo ve?

—Naturalmente. Podría ocurrir.

—Pues eso es lo que ha ocurrido aquí. Solo que no fue durante una fiesta, y tampoco eran conservas.

Nadie habló. St. James daba vueltas a su copa de vino, sujetándola por el pie. Lynley había parado de desmenuzar su panecillo, y Deborah paseaba la mirada entre los hombres y la muchacha, a la espera de que uno contestara. Como no lo hicieron, Josie continuó.

—Es que Maggie es mi mejor amiga, y nunca había tenido una. Su mamá, la señora Spence, es muy reservada. La gente lo considera extraño, y quiere extraer deducciones de ello, pero no hay nada que extraer. Debería recordar eso, ¿no cree?

Lynley asintió.

—Muy prudente. Estoy de acuerdo.

—Bien, entonces… —Inclinó la cabeza y esperó un momento, como si fuera a hacer una reverencia. En cambio, se alejó de la mesa en dirección a la puerta de la cocina—. Querrán empezar a comer, ¿verdad? La receta del paté es de mamá. El salmón ahumado está muy fresco. Si quieren cualquier cosa…

Su voz se desvaneció cuando la puerta se cerró tras ella.

—Esa es Josie —dijo St. James—, por si no habíais sido presentados. Una enérgica defensora de la teoría del accidente.

—Ya me he dado cuenta.

—¿Qué dijo el sargento Hawkins? Supongo que es la conversación que Josie escuchó.

—En efecto. —Lynley pinchó un trozo de salmón y recibió una agradable sorpresa cuando descubrió, como Josie había afirmado, que era muy fresco—. Quería repetir que siguió las órdenes de Hutton-Preston desde el primer momento. La comisaría de Hutton-Preston se vio implicada por mediación del padre de Shepherd, y en lo que a Hawkins concierne, desde aquel momento todo se precipitó. De modo que apoya a Shepherd y no le complace en absoluto que estemos husmeando.

—Muy razonable. Al fin y al cabo, es el responsable de Shepherd. Lo que recaiga sobre la cabeza del policía local no quedará muy bien en el historial de Hawkins.

—También quería informarme de que el obispo del señor Sage había quedado completamente satisfecho con la investigación, la encuesta y el veredicto.

St. James levantó la vista de su cóctel de gambas.

—¿Asistió a la encuesta?

—Es evidente que envió a alguien. Por lo visto, Hawkins considera que si la investigación y la encuesta cuentan con la bendición de la Iglesia, también deberían contar con la bendición del Yard.

—¿No colaborará, pues?

Lynley pinchó más salmón con el tenedor.

—No es una cuestión de colaboración, St. James. Sabe que la investigación fue un poco irregular, y la mejor forma de defenderla, a él y a su hombre, es permitirnos demostrar que sus conclusiones fueron correctas. Pero no tiene por qué gustarle. A ninguno de ellos les gusta.

—Menos les gustará cuando investiguemos el estado de Juliet Spence aquella noche.

—¿Qué estado? —preguntó Deborah.

Lynley explicó lo que el agente les había contado sobre la indisposición de la mujer la noche que el vicario murió. Explicó la ostensible relación entre el agente y Juliet Spence.

—Debo admitir, St. James —concluyó—, que tal vez me hayas arrastrado hasta aquí para nada. Da mala espina que Colin Shepherd se encargara personalmente del caso, con la única ayuda de su padre y un vistazo rutinario del DIC de Clitheroe al lugar de los hechos. Pero si ella también estaba enferma, la teoría del accidente adquiere más peso del que habíamos imaginado en un principio.

—A menos que el agente mintiera para protegerla y ella no estuviera enferma —apuntó Deborah.

—Es una posibilidad, por supuesto. No podemos descartarla, aunque sugiere complicidad entre ambos. Pero si ella carecía de motivos para asesinar al hombre, lo cual es discutible, como sabemos, ¿cuál demonios sería el móvil mutuo?

—Si buscamos culpabilidades, es necesario algo más que descubrir motivos —dijo St. James. Apartó su plato a un lado—. Hay algo peculiar en su indisposición de aquella noche. No encaja.

—¿Qué quieres decir?

—Shepherd nos dijo que había recaído varias veces. Ardía de fiebre, también.

—Que no son los síntomas de un envenenamiento por cicuta.

Lynley jugueteó un momento con el último trozo de salmón, exprimió un limón por encima, y por fin renunció a comer. Después de su conversación con Colin Shepherd, había estado a punto de desechar la mayoría de las preocupaciones de St. James respecto a la muerte del vicario. De hecho, pensó que toda la aventura se reducía a un intento por su parte de calmar la inquietud creada por la discusión con Helen aquella mañana. Pero ahora…

—Sigue —dijo.

St. James enumeró los síntomas: exceso de salivación, temblores, convulsiones, dolor abdominal, dilatación de las pupilas, delirios, paro respiratorio, parálisis total.

—Actúa sobre el sistema nervioso central —concluyó—. Un solo bocado puede matar a un hombre.

—¿Shepherd miente?

—No necesariamente. Ella es herbolaria. Josie nos lo dijo anoche.

—Y tú me lo has repetido esta mañana. Esa es la razón principal de que me obligaras a correr por la autopista como una Némesis sobre ruedas. Lo que no entiendo…

—Las hierbas son como las drogas, Tommy, y actúan como las drogas. Son estimulantes de la circulación, cardiotónicas, relajantes, expectorantes… Sus funciones abarcan toda la gama de lo que un farmacéutico proporciona bajo prescripción facultativa.

—¿Insinúas que tomó algo para ponerse enferma?

—Algo que provocara fiebre. Algo que provocara vómitos.

—¿No es posible que comiera algo de cicuta, pensando que era chirivía silvestre, empezara a sentirse enferma en cuanto el vicario se marchó, y se administrara un purgante para aliviar su malestar, sin relacionar ese malestar con la supuesta chirivía silvestre? Eso explicaría los vómitos constantes. ¿No pudieron ser los vómitos constantes los que elevaron su temperatura?

—Sí, cabe una estrecha posibilidad, pero si ese es el caso, y yo no apostaría por ello, Tommy, sabiendo la rapidez con que actúa la cicuta en el sistema, ¿no le habría dicho al agente que había tomado un purgante después de comer algo que le sentó mal? ¿No nos habría dado hoy el agente dicha información?

Lynley volvió a mirar los cuadros de la pared. Allí estaba Alice Nutter, como antes, obstinada en su silencio, mientras su tez adquiría un color más patibulario a cada momento que se negaba a hablar. Una mujer con secretos, que se llevó a la tumba. Si había mantenido la boca cerrada porque era católica, si fue por orgullo, si fue por saber que había caído en la trampa de un magistrado con el que se había peleado, nadie lo sabía. Pero en un pueblo aislado, siempre existía un aura de misterio alrededor de una mujer cuyos secretos no desea revelar. Siempre existía una perniciosa necesidad de arrancarle dichos secretos y obligarla a pagar por lo que ocultaba.

—Sea como fuera, hay algo que no encaja —repitió St. James—. Me siento inclinado a pensar que Juliet Spence consiguió la cicuta, sabía exactamente qué era y la preparó para el clérigo. Por los motivos que sean.

—¿Y si carecía de motivos? —preguntó Lynley.

—En ese caso, lo hizo otra persona.

Después de que Polly se fuera, Colin Shepherd bebió el primer whisky. He de conseguir que las manos dejen de temblar, pensó. Engulló el primer vaso. Arrasó su garganta, pero cuando dejó el vaso sobre la mesa auxiliar, esta repiqueteó como un pájaro carpintero que estuviera desmenuzando corcho para comer. Otro, decidió. La botella retembló contra el cristal.

Bebió el segundo para obligarse a pensar en ello. La Gran Piedra de Cuatropiedras, y después, Back End Barn. La Gran Piedra era un enorme oblongo de granito, una curiosidad inexplicable del país enclavada en la pradera de Loftshaw Moss, algunos kilómetros al norte de Winslough. Habían ido allí para merendar aquel hermoso día de primavera, en que el áspero viento de los páramos se había convertido en una simple brisa y el cielo relucía con sus nubes de lana y su azul sempiterno. Back End Barn fue el objetivo de su paseo, después de terminar la comida y el vino. Polly había sugerido ir a caminar, pero él había elegido la dirección, y sabía lo que encontrarían allí. Él, que había recorrido los páramos desde niño. Él, que reconocía cada fuente y riachuelo, que sabía el nombre de todas las colinas, que era capaz de localizar cada megalito. La había guiado sin vacilar hasta Back End Barn, y también había sugerido que echaran un vistazo al interior.

El tercer whisky lo revivió todo. El aguijón de una astilla que atravesó su hombro cuando abrió la puerta agrietada por el clima. El fuerte olor a ovejas y los manojos de lana aferrados a la argamasa de las piedras que conformaban las paredes. Los dos haces de luz que se filtraban por las grietas del viejo techo de pizarra y formaban una V perfecta, en cuyo vértice se paró Polly con una carcajada.

—Parece una claraboya, ¿verdad, Colin? —dijo.

Cuando cerró la puerta, dio la impresión de que el resto del establo disminuía de tamaño, al tiempo que la luz se apagaba. Con el establo, se encogió el mundo, hasta que solo quedaron aquellos dos sencillos haces de luz dorada proyectados por el sol, y Polly en su punto de unión.

La muchacha desvió la vista hacia la puerta que él había cerrado. Después, recorrió con las manos los lados de la falda.

—Es como un lugar secreto, ¿verdad? Con la puerta cerrada y todo. ¿Annie y tú venís aquí? Quiero decir, ¿veníais? Antes. Ya me entiendes.

Colin negó con la cabeza. Ella debió entender su silencio como un recordatorio de la angustia que le aguardaba en Winslough.

—He traído las piedras —dijo, guiada por un impulso—. Deja que te las tire.

Antes de que Colin pudiera contestar, Polly se puso de rodillas y extrajo del bolsillo de la falda una pequeña bolsa negra de terciopelo, bordada con estrellas rojas y plateadas. Desató las cintas y vertió las ocho piedras en su mano.

—No creo en eso —dijo Colin.

—Porque no lo comprendes.

Polly se apoyó sobre los tacones y palmeó el suelo. Era de piedra, irregular, agrietado y marcado por las pezuñas de diez mil ovejas. Él se arrodilló a su lado.

—¿Qué quieres saber?

Colin no contestó. La luz encendía el cabello de Polly. Tenía las mejillas sonrosadas.

—Ánimo, Colin. Habrá algo.

—Nada.

—Seguro que sí.

—Bien, no hay nada.

—Entonces, las tiraré para mí. —Agitó las piedras en su mano, como si fueran dados, cerró los ojos y ladeó la cabeza—. Bien. ¿Qué voy a preguntar? —Las piedras golpearon entre sí—. Si me quedo en Winslough, ¿encontraré a mi verdadero amor? —Dedicó a Colin una sonrisa traviesa—. Porque si vive en el pueblo, le cuesta mucho presentarse.

Lanzó las piedras con un movimiento de la muñeca. Se deslizaron sobre el suelo. Tres piedras mostraron sus caras ilustradas. Polly se inclinó hacia delante para verlas y enlazó las manos sobre el regazo, complacida.

—Mira, los presagios son buenos —dijo—. Esta es la piedra anular. Esa es la del amor y el matrimonio, y a su lado, la de la suerte. ¿Ves que parece una espiga de trigo? Significa riqueza. Los tres pájaros que vuelan cerca de mí significan un cambio repentino.

—¿Te casarás de un día para otro con alguien rico? Eso suena a Townley-Young.

La joven rio.

—A nuestro señor St. John se le pondrían los pelos de punta si se enterara. —Recogió las piedras—. Tu turno.

No significaba nada. No creía, pero aun así formuló la única pregunta que le interesaba, la que se hacía cada mañana al levantarse, y cada noche cuando se acostaba.

—¿La nueva quimioterapia salvará a Annie?

Polly frunció el ceño.

—¿Estás seguro?

—Tira las piedras.

—No. Si la pregunta la haces tú, tíralas tú.

Las arrojó como ella, y vio la única piedra que mostraba su lado ilustrado, pintado con una H negra. Como la piedra anular que Polly había lanzado, aquella era la más alejada de él.

Polly las observó. Colin vio que su mano izquierda pellizcaba la tela de su falda. Extendió la mano como para amontonar las piedras.

—Temo que no se puede leer una sola piedra. Tendrás que intentarlo de nuevo.

Colin aferró su muñeca para detenerla.

—Eso no es cierto, ¿verdad? ¿Qué significa?

—Nada. No se puede leer una sola piedra.

—No mientas.

—No miento.

—Dice que no, ¿verdad?

No era necesario hacer la pregunta para saber la respuesta. Soltó su mano.

Polly cogió las piedras una a una y las metió en la bolsa, hasta que solo quedó la negra en el suelo.

—¿Qué significa? —preguntó una vez más.

—Dolor —contestó la joven con voz apagada—. Separación. Luto.

—Sí, ya. Bien.

Levantó la vista hacia el techo, intentó aliviar la extraña presión que se agolpaba detrás de sus ojos, y concentrarse en calcular cuántas tejas se necesitarían para tapar la luz del sol que bañaba el suelo. ¿Una? ¿Veinte? ¿Era la obra posible? Si alguien se subía al tejado para reparar los daños, ¿no se derrumbaría todo el edificio?

—Lo siento —dijo Polly—. Fue una estupidez por mi parte. Soy una estúpida. No pienso cuando debo.

—No es culpa tuya. Ella se está muriendo, y ambos lo sabemos.

—Pero yo quería que hoy fuera un día especial para ti. Unas horas alejado de todo, para que no tuvieras que pensar en eso por un rato. Y entonces, saqué las piedras. No pensé que me pedirías… Qué otra cosa ibas a preguntar. Soy tan estúpida. Estúpida.

—Basta.

—Empeoré las cosas.

—No pueden ser peores.

—Sí. Yo lo hice.

—No.

—Oh, Col…

Él bajó la cabeza. Le había sorprendido ver su dolor reflejado en la cara de Polly. Pensó, no, no lo haré, al tiempo que empezaba a besarla. Pensó, Annie, Annie, al tiempo que la tendía en el suelo, sentía que ella se movía sobre él, sentía su boca buscar los pechos que ella había liberado para él, para él, al tiempo que sus manos subían por debajo de su falda, le quitaba las bragas, se bajaba los pantalones, la atraía hacia él, hacia él, la necesitaba, la deseaba, el calor, tan suave, y qué maravillosa fue aquella primera noche juntos, nada tímida como él pensaba, sino abierta a él, llena de amor, la exclamación ahogada al sentir aquella cosa extraña en su interior, pero luego movió su cuerpo y se alzó para recibirle y acarició su espalda desnuda y se apoderó de sus nalgas y le empujó para que la penetrara más y más hondo y todo el rato todo el rato sin apartar los ojos de los suyos radiantes de felicidad y amor y toda la energía de él adquirió su fuerza del placer que experimentaba el cuerpo de ella del calor de la humedad de la sedosa prisión que le encerraba que le deseaba al tiempo que él deseaba, deseaba, deseaba, y gritó «¡Annie! ¡Annie!» cuando alcanzó el orgasmo en el interior del cuerpo de la amiga de Annie.

Colin se sirvió el cuarto whisky para intentar olvidar. Quería echarle la culpa a sabiendas de que la responsabilidad era suya. Puerca, pensó, ni siquiera tuvo la decencia de ser leal a Annie. Estaba bien a punto, ni siquiera intentó frenarle, incluso se quitó la blusa y el sujetador, y cuando comprendió que él la quería penetrar, se dejó sin un murmullo de protesta o, más tarde, unas palabras de arrepentimiento.

Solo que él había visto su expresión cuando abrió los ojos instantes después de gritar el nombre de Annie. Comprendió la magnitud del golpe que acababa de asestar, y consideró, con total egoísmo, que lo tenía bien merecido por seducir a un hombre casado. Polly había tirado las piedras a propósito, pensó. Lo había planeado todo. Independientemente de cómo hubieran caído al suelo cuando él las arrojó, las habría interpretado de tal manera que en cualquier circunstancia follar habría sido el resultado lógico. Polly era una bruja. Sabía lo que hacía, en cada momento, cada día. Lo había planeado todo.

Colin sabía que un «Lo siento» no mitigaría los pecados que había cometido contra Polly Yarkin aquella tarde de primavera en Back End Barn, y cada día posterior. Ella le había tendido la mano de la amistad, por más que la realidad de su amor complicara la situación, y él le había vuelto la espalda una y otra vez, impulsado por su necesidad de castigarla, porque carecía de la valentía necesaria para admitir lo peor que había en él.

Y ahora, Polly se había desprendido de la piedra anular, y la había depositado, junto con sus sencillas esperanzas de futuro, sobre la tumba de Annie. Sabía que era otro acto de contrición más, en un intento de expiar un pecado en el que solo había jugado un papel secundario. No era justo.

—Leo —dijo Colin. El perro, echado junto al fuego, levantó la cabeza, expectante—. Vámonos.

Cogió una linterna y el chaquetón colgado en la entrada. Salió a la noche. Leo caminaba a su lado, sin correa, y su nariz se arrugaba al captar los olores del helado aire invernal: humo de leña, tierra húmeda, gases de escape de un coche que pasaba, un leve olor a pescado frito. Para el animal, un paseo nocturno carecía del estímulo de un paseo diurno, cuando podía perseguir pájaros y sobresaltar a alguna oveja con sus ladridos. De todos modos, un paseo era un paseo.

Cruzaron la carretera y entraron en el cementerio. Se encaminaron hacia el castaño, mientras Colin alumbraba el suelo con la linterna. Leo iba olfateando delante de él, alejado del círculo de luz. El perro sabía adonde iban, un lugar que habían visitado con frecuencia. Llegó a la tumba de Annie antes que su amo, y empezó a olfatear.

—No, Leo —dijo Colin.

Enfocó la linterna hacia la tumba, y después a su alrededor. Se agachó para ver mejor.

¿Qué había dicho Polly? «Quemé cedro por ti, Colin. Deposité cenizas sobre su tumba, y la piedra anular. Di a Annie la piedra anular». Pero no estaba, y lo único que podía interpretarse como cenizas de cedro era una tenue capa de manchas grises sobre la escarcha. Si bien admitía que podían proceder de las cenizas, en caso de que el viento y los olfateos del perro las hubieran dispersado, lo mismo no podía aplicarse a la piedra rúnica. Y si ese era el caso…

Rodeó la tumba poco a poco, con el deseo de creer a Polly, de concederle la oportunidad. Pensó que el perro la habría tirado a un lado, de modo que buscó con la linterna y levantó cada piedra del tamaño adecuado, por si veía los anillos rosados entrelazados. Por fin, se rindió.

Rio de su propia credulidad. El sentimiento de culpa nos impulsa muchas veces a creer en la redención. Era obvio que Polly le había obsequiado con la primera idea que acudió a su cabeza, en otro intento de cargar las culpas sobre sus espaldas. Al mismo tiempo que hacía todo lo posible (como los demás) por apartarle de Juliet. No lo conseguiría.

Movió la linterna en círculo sobre el suelo. Miró primero hacia el norte, en dirección al pueblo, donde las luces trepaban por la ladera de la colina en una configuración tan familiar que habría podido identificar por su apellido a la familia que vivía en cada punto luminoso. Después, miró hacia el sur, donde se alzaba el robledal y, al otro lado, Cotes Fell se erguía como una silueta ataviada de negro contra el cielo nocturno. En la base de la montaña, al otro lado del prado, encajada en un claro abierto mucho tiempo atrás entre los árboles, aparecía Cotes Hall, y al lado, la casa de Juliet Spence.

Qué idiota había sido al ir al cementerio. Pasó por encima de la tumba de Annie, llegó al muro en dos zancadas, saltó sobre él, llamó al perro y avanzó con rapidez hacia el sendero peatonal público que conducía desde el pueblo a la cumbre de Cotes Fell. Habría podido volver por el Rover. Habría ido más rápido, pero se dijo que tenía ganas de andar, que necesitaba fortalecer la decisión que iba a tomar. ¿Qué mejor manera, sino sentir la tierra sólida bajo sus pies, mover los músculos y bombear sangre al corazón?

Desechó la idea que aleteaba junto a su mente como una mariposa de alas mojadas mientras recorría el sendero: en su posición, ir a la casa por el camino de atrás implicaba no solo una visita clandestina a Juliet, sino complicidad entre ambos. ¿Por qué utilizaba el camino de atrás, cuando no tenía nada que ocultar, cuando tenía coche, cuando iría más rápido en el vehículo, cuando la noche era fría?

Como había ocurrido en diciembre, cuando Robin Sage tomó el mismo camino, con idéntico destino en su mente. Robin Sage, que tenía coche, que habría podido cogerlo, que prefirió caminar, pese a la nieve que ya cubría la tierra, ignorante o indiferente a la predicción de que nevaría más antes del amanecer. ¿Por qué Robin Sage había caminado aquella noche?

Le gustaba el ejercicio, el aire puro, pasear por los páramos, se dijo Colin. Durante los dos meses que Sage había vivido en el pueblo, había visto bastantes veces al vicario, con sus botas Wellington incrustadas de barro y un bastón de paseo. Siempre efectuaba sus visitas a pie. Iba al ejido a pie para dar de comer a los patos. ¿Por qué iba a cambiar de costumbre en lo tocante a la casa de Juliet?

La distancia, el clima, la época del año, el intenso frío, la noche. Las respuestas cruzaron por la mente de Colin, mientras surgía el único dato que se obstinaba en desechar. Nunca había visto a Sage caminar de noche. Si el vicario iba de visita fuera del pueblo después de oscurecer, cogía el coche. Al menos, lo había hecho la única vez que visitó Skelshaw Farm, para conocer a los padres de Nick Ware, al igual que cuando se dirigía a las demás granjas.

Incluso había cogido el coche para cenar en la mansión de los Townley-Young poco después de su llegada a Winslough, antes de que St. John Andrew Townley-Young hubiera tomado buena nota de las inclinaciones humildes del vicario y le eliminara de su lista de amistades aceptables. ¿Por qué Sage había ido a casa de Juliet a pie?

La misma mariposa de alas mojadas le proporcionó la respuesta. Sage no quería que le vieran, del mismo modo que Colin no quería que le vieran ir a la casa la misma noche del día en que New Scotland Yard había llegado al pueblo. «Admítelo, admítelo…».

«No», pensó Colin. Era el maligno monstruo de los ojos verdes, que pretendía erosionar su confianza. Rendirse a él de cualquier forma significaría una muerte segura para el amor y la extinción de sus esperanzas para el futuro. Decidido a no pensar más en el asunto, apagó la linterna. Aunque había recorrido el sendero durante casi treinta años, tuvo que concentrarse en algo que no fuera Robin Sage para sortear una repentina depresión en la tierra y subir por la escalera de alguna cerca ocasional. Las estrellas le ayudaron. Brillaban en el cielo, una cúpula de cristales que centelleaban como faros en una masa de tierra distante, al otro lado del océano de la noche.

Leo le precedía. Colin no le veía, pero oía el crujido de la escarcha bajo sus patas, y el ruido que hizo al trepar a un muro y lanzar un alegre ladrido. Colin sonrió. Un momento después, el perro empezó a ladrar con entusiasmo.

—¡No! —se oyó a continuación la voz de un hombre—. ¡Quieto! ¡Échate!

Colin encendió la linterna y aceleró el paso. Junto al muro siguiente, Leo saltaba hacia un hombre sentado en lo alto de la escalera. Colin enfocó su cara. El hombre entornó los ojos y gritó en respuesta. Era Brendan Power. El abogado llevaba una linterna, pero no la utilizaba. Estaba a su lado, con la luz apagada.

Colin ordenó al perro que se echara. Leo obedeció, no sin antes levantar una pata delantera y arañar rápidamente las toscas piedras del muro, como si saludara al hombre.

—Lo siento —dijo Colin—. Le habrá dado un buen susto.

Observó que el perro había interrumpido al hombre cuando se había detenido a fumar una pipa, lo cual explicaba por qué no había encendido la linterna. La pipa aún brillaba tenuemente, y lo que quedaba del tabaco quemado desprendía un olor a cerezas.

Tabaco de maricón, habría dicho el padre de Colin con un resoplido. Si vas a fumar, muchacho, al menos ten el sentido común de elegir algo que te haga oler como un hombre.

—Ya lo creo —dijo Power, y extendió la mano para que el perro olfateara sus dedos—. Salí a dar un paseo. Me gusta caminar, cuando puedo. Un poco de ejercicio después de estar sentado todo el día detrás de un escritorio. Me mantiene en forma, ya sabe.

Chupó la pipa, como si esperara que Colin respondiera algo similar.

—¿Viene de la mansión?

—¿La mansión?

Power rebuscó en la chaqueta y extrajo una bolsa. La abrió y hundió la pipa en su interior, para llenarla de tabaco nuevo, sin haber eliminado el quemado de la cazoleta. Colin le observó con curiosidad.

—Sí, la mansión. Exacto. Para echar un vistazo. El trabajo y todo eso. Becky se está poniendo nerviosa. Las cosas no han ido bien, pero usted ya lo sabrá.

—¿No han surgido más problemas desde el fin de semana?

—No, nada, pero toda precaución es poca. A ella le gusta que vigile los progresos, y a mí no me importa caminar. Aire puro. Brisa. Es bueno para los pulmones.

Respiró hondo como para subrayar su frase. Después, intentó encender la pipa, con escaso éxito. El tabaco prendió, pero la cazoleta repleta impidió que el aire pasara por el cañón. Se rindió después de dos intentos y volvió a guardar la pipa, la bolsa y las cerillas en la chaqueta. Saltó del muro.

—Becky se estará preguntando adonde he ido, supongo. Buenas noches, agente.

Dio media vuelta para marcharse.

—Señor Power.

El hombre se detuvo con brusquedad. Se apartó de la luz que Colin enfocaba en su dirección.

—¿Si?

Colin cogió la linterna que descansaba sobre el muro.

—Se olvida esto.

Power mostró los dientes en una parodia de sonrisa. Emitió una breve carcajada.

—El aire fresco me habrá afectado la cabeza. Gracias.

Cuando extendió la mano hacia la linterna, Colin la retuvo un momento más de lo absolutamente necesario.

—¿Sabe que el señor Sage murió en este mismo lugar, justo al otro lado de la escalera? —dijo, a modo de prueba, y porque New Scotland Yard no tardaría en repasar todos los cabos sueltos.

Dio la impresión de que la manzana de Adán de Power se movía a lo largo de todo su cuello.

—Creo… —empezó.

—Hizo lo posible por saltar, pero sufría convulsiones. ¿Lo sabía? Se golpeó la cabeza con el peldaño inferior.

Power desvió la vista al instante hacia el muro.

—Lo ignoraba. Solo sabía que le encontraron… que usted le encontró en algún punto del sendero.

—Usted le vio la mañana anterior a su muerte, ¿verdad? Usted y la señorita Townley-Young.

—Sí, pero usted ya lo sabe, de modo…

—Anoche, usted estaba en la pista con Polly, ¿verdad? Frente al pabellón.

Power no contestó enseguida. Miró a Colin con cierta curiosidad y cuando contestó, lo hizo con parsimonia, como intrigado por la pregunta. Al fin y al cabo, era abogado.

—Me dirigía a la mansión. Polly volvía a casa. Paseamos juntos. ¿Hay algún problema?

—¿Y el pub?

—¿El pub?

—Crofters. Ha estado con ella allí. Bebiendo por las noches.

—Una o dos veces, al salir a dar un paseo. Cuando pasé por el pub camino de casa, encontré a Polly. Me senté con ella. —Se pasó la linterna de una mano a otra—. ¿Y qué?

—Usted conoció a Polly antes de casarse. La conoció en la vicaría. ¿Le trató bien?

—¿Qué quiere decir?

—¿Le fue detrás? ¿Le pidió algún favor?

—No. Por supuesto que no. ¿Adonde quiere ir a parar?

—Usted tiene acceso a las llaves de la mansión, ¿no es cierto? Y también a las de la casa de la vigilante, ¿no? ¿Se las pidió prestadas alguna vez? ¿Le ofreció algo a cambio del favor?

—Eso es un disparate. ¿Qué cono intenta insinuar? ¿Qué Polly…? —Antes de terminar la frase, Power miró en dirección a Cotes Fell—. ¿A qué viene todo esto? Pensaba que estaba muerto y enterrado.

—No. Scotland Yard ha venido de visita.

Power volvió la cabeza y le miró fijamente.

—Y usted pretende encaminarles en la dirección equivocada.

—Pretendo descubrir la verdad.

—Pensaba que ya lo había hecho. Pensaba haberlo oído en la encuesta. —Power extrajo la pipa de la chaqueta. Golpeó la cazoleta contra el tacón del zapato y tiró el tabaco, sin dejar de mirar a Colin—. ¿Pisa arenas movedizas, agente Shepherd? Bien, permítame una sugerencia. No intente colgarle el muerto a Polly Yarkin.

Se alejó sin una palabra más. Se detuvo a unos veinte metros para volver a cargar y encender la pipa. La cerilla brilló, y a juzgar por el resplandor que siguió, el tabaco prendió esta vez.