9

No podía ser más diferente de Annie. Quizá había sido esa la causa de la atracción inicial. Había sustituido la sumisión dulce y voluntaria de Annie por la independencia y la energía de Juliet. Era fácil de tomar y lo ansiaba, pero no era fácil conocerla. Durante la primera hora que hicieron el amor aquella tarde de marzo, solo dijo tres palabras, «Dios» y «más fuerte»; estas dos las repitió tres veces. Y cuando quedaron saciados mutuamente, mucho después de que subieran de la sala de estar a su dormitorio y lo hicieran en el suelo y en la cama, ella se volvió y dijo, con la cabeza apoyada sobre el brazo:

—¿Cuál es tu nombre, señor Shepherd, o debo seguir llamándote señor Shepherd?

Él recorrió con el dedo el tenue rayo de piel que surcaba su estómago, la única indicación, aparte de la niña, de que había dado a luz. Pensaba que no tendría tiempo suficiente en toda su vida para llegar a conocer bien cada centímetro de su cuerpo, y mientras yacía a su lado, pese a que ya la había poseído cuatro veces, empezó a desearla de nuevo. Nunca había hecho el amor con Annie más de una vez en un período de veinticuatro horas. Nunca se le había ocurrido intentarlo. Si su mujer hacía el amor con dulzura y suavidad, y le dejaba una sensación de paz y de estar en deuda con ella, Juliet había encendido sus sentidos, desenterrando un deseo insaciable, por más que la poseyera. Después de una tarde, una noche y otra tarde juntos, pudo percibir su olor (en sus manos, en su ropa, cuando se peinaba el cabello), y descubrió que la seguía deseando, que experimentaba el impulso de telefonearla, para decir tan solo su nombre, a lo que ella respondía en voz baja:

—Sí. Cuándo.

Pero a su primera pregunta, se limitó a contestar:

—Colin.

—¿Cómo te llamaba tu mujer?

—Col. ¿Y tu marido?

—Me llamo Juliet.

—¿Y tu marido?

—¿Su nombre?

—¿Cómo te llamaba?

Ella recorrió con los dedos sus cejas, la curva de su oreja, sus labios.

—Eres terriblemente joven —fue su respuesta.

—Tengo treinta y tres. ¿Y tú?

Ella sonrió, un leve y triste movimiento de su boca.

—Tengo más de treinta y tres. Lo bastante mayor para ser…

—¿Qué?

—Más prudente de lo que soy. Mucho más prudente de lo que he sido esta tarde.

Su ego contestó.

—Lo deseabas, ¿verdad?

—Oh, sí. En cuanto te vi sentado en el Rover. Sí. Lo deseaba. Eso. Tú. Lo que fuera.

—¿Me diste a beber una especie de poción?

Ella se llevó la mano de Colin a la boca, cogió su dedo índice con los labios y lo chupó con suavidad. Él contuvo el aliento. Juliet le soltó y lanzó una risita.

—Tú no necesitas una poción, señor Shepherd.

—¿Cuántos años tienes?

—Demasiado vieja para que esto sea algo más que una sola tarde.

—No lo dirás en serio.

—Es preciso.

Con el tiempo, Colin venció su resistencia. Ella reveló su edad, cuarenta y tres, y se rindió una y otra vez al deseo, pero cuando él hablaba del futuro, se convertía en una piedra. Su respuesta siempre era la misma.

—Necesitas una familia. Criar hijos. Estabas destinado a ser padre. Yo no puedo darte eso.

—Tonterías. Mujeres mayores que tú han tenido hijos.

—Yo ya he tenido uno, Colin.

Cierto. Maggie era la ecuación que debía resolver si quería ganarse a su madre, y lo sabía, pero era escurridiza, una especie de duende que le había observado con solemnidad desde el otro lado del patio cuando se fue de la casa aquella primera tarde. Apretaba un gato sarnoso entre sus brazos y sus ojos eran solemnes. Colin la saludó por su nombre, pero ella desapareció por una esquina de la mansión. Desde entonces, se había comportado con educación, un auténtico modelo de buena crianza, pero Colin leyó el veredicto en su rostro y fue capaz de predecir la forma en que se vengaría de su madre mucho antes de que Juliet comprendiera cuál era el propósito del encaprichamiento de Maggie por Nick Ware.

Podría haber intercedido de alguna manera. Conocía a Nick Ware. Sostenía buenas relaciones con los padres del muchacho. Podría haber sido útil, si Juliet lo hubiera permitido.

En cambio, había permitido que el vicario se entrometiera en sus vidas. Y Robin Sage no había tardado mucho en forjar lo que Colin no había podido: un frágil vínculo con Maggie. Les vio hablando juntos ante la iglesia, paseando hacia el pueblo con la fuerte mano del vicario apoyada sobre el hombro de la muchacha. Les vio sentados sobre el muro del cementerio, de espaldas a la carretera y de cara a Cotes Fell, y el brazo del vicario describía un arco para indicar la curvatura de la tierra, o subrayar alguna de sus afirmaciones. Tomó nota de las visitas de Maggie a la vicaría, y aprovechó esto último para sacar a colación el tema con Juliet.

—No es nada —dijo Juliet—. Está buscando a su padre. Sabe que tú no puedes ser. Cree que eres demasiado joven y, además, nunca has salido de Lancashire, y por eso está tanteando al vicario para el papel. Cree que su padre la anda buscando por ahí. ¿Por qué no como vicario?

—¿Quién es su padre? —aprovechó la ocasión Colin.

El rostro de Juliet compuso la habitual expresión de reserva. A veces, se preguntaba si utilizaba su silencio para mantener viva la pasión que él sentía, presentándose como una mujer más intrigante que las demás, y desafiarle a demostrar en la cama un dominio sobre ella que no existía. Sus preguntas no parecían afectarla.

—Nada dura eternamente, ¿verdad, Colin? —se limitaba a responder, siempre que su desesperación por saber la verdad le conducía a insinuar el fin de sus relaciones. Cosa que nunca ocurría, porque sabía que era incapaz.

—¿Quién es, Juliet? No ha muerto, ¿verdad?

Lo máximo que dijo fue en la cama, una noche de junio, cuando la luz de la luna bañaba su piel y la moteaba, debido a las hojas próximas a la ventana.

—Maggie prefiere eso —dijo.

—¿Es cierto?

Ella cerró los ojos un momento. Colin levantó la cabeza, besó su palma, la apoyó contra el pecho.

—Juliet, ¿es eso cierto?

—Creo que sí.

—¿Crees? ¿Sigues casada con él?

—Por favor, Colin.

—¿Estuviste casada con él?

Juliet volvió a cerrar los ojos. Colin distinguió un tenue brillo de lágrimas detrás de sus pestañas, y por un instante fue incapaz de comprender el motivo de su dolor o su tristeza.

—Oh, Dios —dijo—. Juliet. ¿Te violaron, Juliet? ¿Es Maggie…? ¿Alguien…?

—No me humilles —susurró ella.

—Nunca estuviste casada, ¿verdad?

—Por favor, Colin.

Aquel hecho daba igual. Ella no quería casarse con él. «Demasiado mayor para ti» era la excusa que daba.

Pero no demasiado mayor para el vicario.

De pie en su casa, con la cabeza apretada contra la fría puerta principal, desvanecidos desde hacía mucho rato los ecos de la partida de su padre, Colin Shepherd sentía que la pregunta del inspector Lynley martilleaba en su cráneo como un eco persistente de todas sus dudas. «¿Cabe la posibilidad de que hubiera tomado un amante sin conocerle apenas?».

Cerró los ojos con fuerza.

¿Qué más daba si el señor Sage había ido a Cotes Hall solo para hablar sobre Maggie? El policía del pueblo había acudido a la propiedad para amonestar a una mujer por haber disparado una escopeta, para desnudarla y poseerla ferozmente cuando aún no había pasado una hora de conocerla. Y ella no protestó. No intentó detenerle. En cualquier caso, se mostró tan agresiva como él. Si se paraba a pensarlo, ¿qué clase de mujer era aquella?

Una sirena, pensó, e intentó alejarse de la voz de su padre. «Hay que tener mano dura con ellas, muchacho. Desde el primer momento. Si les das la oportunidad, te convierten en un pelele».

¿Eso había hecho ella con él? ¿Y con el señor Sage? Había dicho que sus visitas tenían como objetivo hablar con Maggie. Sus intenciones eran buenas, decía, y debía escucharle. Se había declarado impotente a la hora de razonar con la muchacha, de modo que si el vicario tenía ideas, ¿por qué no iba a escucharlas?

Y entonces, escudriñaba su rostro.

—No confías en mí, Colin, ¿verdad?

No. Ni una pizca. Ni un momento, cuando estaba a solas con otro hombre en aquella casa aislada, cuya soledad era una invitación a la seducción.

—Claro que sí —había contestado.

—Si quieres, ven tú también. Siéntate entre nosotros a la mesa. Vigila que no me quite el zapato y frote mi pierna contra la suya por debajo de la mesa.

—No quiero eso.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Normalizar nuestra situación. Quiero que la gente lo sepa.

—La situación no se puede normalizar como tú quieres.

Y ahora no se normalizaría nunca, a menos que Scotland Yard lavara su nombre, porque dejando aparte todas sus protestas sobre la diferencia de edad, sabía que no podía casarse con Juliet Spence y continuar en su cargo mientras tantas dudas impregnaran la atmósfera, con especulaciones susurradas siempre que aparecían en público juntos. Tampoco podía marcharse de Winslough casado con Juliet si confiaba en reconciliarse con su hija. Estaba cogido en una trampa que él mismo había dispuesto. Solo el DIC de New Scotland Yard podía liberarle.

El timbre de la puerta sonó sobre su cabeza, tan estridente e inesperado que le sobresaltó. El perro se puso a ladrar. Colin esperó a que saliera de la sala de estar.

—Tranquilo —dijo—. Siéntate.

Leo obedeció, con la cabeza ladeada, a la espera. Colin abrió la puerta.

El sol había desaparecido. El ocaso daba rápido paso a la noche. La luz del porche, que había encendido para recibir a New Scotland Yard, brilló ahora sobre el cabello ensortijado de Polly Yarkin.

Retorcía una bufanda entre los dedos, cerca del cuello de su viejo chaquetón azul marino. Su falda de fieltro colgaba hasta los tobillos, embutidos en unas botas maltrechas. Se removió inquieta y le dedicó una veloz sonrisa.

—Estaba terminando de trabajar en la vicaría, y no pude por menos que observar… —Desvió la mirada hacia la carretera de Clitheroe—. Vi que dos caballeros se marchaban. Ben, en el pub, dijo que eran de Scotland Yard. No me habría enterado, pero Ben, como es capillero de la iglesia, me telefoneó para decirme que tal vez querrían echar un vistazo a la vicaría. Me dijo que esperara, pero no vinieron. ¿Todo va bien?

Una mano apretó el cuello con más fuerza, mientras la otra aferraba los extremos sueltos de la bufanda. Vio el nombre de su madre impreso en la prenda, y la reconoció como un recuerdo que anunciaba su negocio de Blackpool. Había utilizado bufandas, jarras de cerveza y cajas de cerillas, como si se tratara de un hotel de lujo, e incluso había regalado palillos de comida china durante una temporada, cuando estaba «totalmente convencida» de que el turismo procedente de Oriente llegaría a su punto álgido. Rita Yarkin, también llamada Rita Rularski, era una empresaria nata.

—¿Colin?

Se dio cuenta de que tenía la vista clavada en la bufanda, mientras se preguntaba por qué Rita había elegido un verde lima fosforescente, que además había decorado con diamantes púrpuras. Se movió, bajó la vista y observó que Leo estaba meneando la cola, a modo de bienvenida. El perro había reconocido a Polly.

—¿Va todo bien? —repitió la joven—. Vi que tu papá también se iba y le llamé, yo estaba barriendo el porche, pero por lo visto no me oyó, porque no contestó. Entonces, me pregunté si todo iba bien.

Sabía que no podía dejarla de pie en el porche, con aquel frío. Al fin y al cabo, la conocía desde que eran niños, y aunque aquel no hubiera sido el caso, había acudido con un pretexto que, como mínimo, iba disfrazado de preocupación amistosa.

—Entra.

Cerró la puerta a su espalda. Ella se quedó de pie en el recibidor, en tanto enrollaba una y otra vez la bufanda, hasta convertirla en una bola y guardarla en el bolsillo.

—Llevo las botas manchadas de barro —dijo.

—Da igual.

—¿Las dejo aquí?

—Si te las acabas de poner en la vicaría, no.

Colin regresó a la sala de estar, con el perro pisándole los talones. El fuego aún ardía, y añadió otro tronco. Contempló cómo el fuego devoraba la leña. Notó que oleadas de calor azotaban su rostro. Se quedó donde estaba, para calentar el resto del cuerpo.

Oyó los pasos titubeantes de Polly a su espalda. Sus botas crujieron. Su ropa susurró.

—Hacía tiempo que no venía —dijo con timidez.

La encontraría muy cambiada: los muebles cubiertos de zaraza que pertenecían a Annie desaparecidos, las litografías de Annie fuera de la pared, la alfombra de Annie cortada a pedazos, y todo sustituido por un batiburrillo sin gusto, solo para cubrir las necesidades. Era funcional, lo único que exigió a la casa y los muebles cuando Annie murió.

Esperaba que hiciera algún comentario, pero Polly no dijo nada. Por fin, se volvió. No se había quitado el chaquetón. Solo había avanzado tres pasos. Le dedicó una sonrisa temblorosa.

—Hace un poco de frío —dijo.

—Acércate al fuego.

—Sí. Creo que lo haré.

Extendió las manos hacia las llamas y se desabrochó el abrigo, sin quitárselo. Llevaba un jersey color espliego demasiado grande, que contrastaba con el rojo de su pelo y el magenta de la falda. Un tenue olor a bolas de naftalina parecía emanar de la lana.

—¿Te encuentras bien, Colin?

La conocía lo bastante como para saber que repetiría la pregunta hasta que él contestara. Nunca había captado la relación entre la negativa a responder y la reticencia a revelar.

—Muy bien. ¿Te apetece una copa?

Su rostro se iluminó.

—Oh, sí. Gracias.

—¿Jerez?

La joven asintió. Colin se acercó a la mesa y llenó una sola copa. Polly se arrodilló junto al fuego y acarició al perro. Cuando cogió la copa, se quedó como estaba, de rodillas, apoyada en los tacones de las botas. Tenían una gruesa capa de barro incrustado. Había manchas en el suelo.

No quiso ponerse a su lado, aunque habría sido lo más normal. Se habían sentado en círculo con Annie ante el fuego muchas veces, antes de que ella muriera, pero entonces las circunstancias eran muy diferentes: ningún pecado empañaba su amistad. Escogió la butaca y se sentó en el borde, con los brazos apoyados sobre las rodillas y las manos enlazadas flojamente, como una barrera que les separara.

—¿Quién les telefoneó? —preguntó la joven.

—¿A Scotland Yard? Supongo que el tullido telefoneó al otro. Vino a ver al señor Sage.

—¿Qué quieren?

—Reabrir el caso.

—¿Lo dijeron?

—No fue necesario que lo dijeran.

—Pero saben algo… ¿Ha surgido algo nuevo?

—No necesitan nada nuevo. Basta con que haya dudas. Las comparten con el DIC de Clitheroe, o la comisaría de Hutton-Preston. Han empezado a husmear.

—¿Estás preocupado?

—¿Debería estarlo?

Polly bajó la vista hacia la copa. Aún no había bebido. Colin se preguntó cuándo lo haría.

—Tu papá es un poco duro contigo —dijo—. Siempre lo ha sido, ¿verdad? Pensé que utilizaría esto para encarnizarse contigo. Parecía muy cabreado cuando se fue.

—La reacción de papá no me preocupa, si te refieres a eso.

—Estupendo, ¿no? —Dio vueltas a la pequeña copa de jerez sobre su palma. A su lado, Leo bostezó y apoyó la cabeza sobre sus muslos—. Siempre me ha querido, desde que era un cachorrillo. Leo es un perro maravilloso.

Colin no contestó. Vio que la luz de las llamas danzaba sobre el cabello de Polly y teñía de oro su piel. Era atractiva, de una forma peculiar. El hecho de que no aparentara darse cuenta había constituido en un tiempo parte de su encanto. Ahora, despertaba recuerdos que había intentado olvidar.

Ella levantó la vista. Colin apartó los ojos.

—Tracé el círculo para ti anoche, Colin —dijo la joven en voz baja y vacilante—. A Marte. Para darte fuerzas. Rita quería que formulara la petición para mí, pero no lo hice. Lo hice para ti. Quiero lo mejor para ti, Colin.

—Polly…

—Me acuerdo de cosas. Éramos tan amigos, ¿verdad? Hacíamos excursiones cerca del embalse. Íbamos a Burnley a ver películas. Una vez, fuimos a Blackpool.

—Con Annie.

—Pero tú y yo también éramos amigos.

Colin clavó la vista en sus manos para evitar su mirada.

—Lo éramos, pero lo estropeamos todo.

—No es verdad. Solo…

—Annie lo sabía. Lo supo en cuanto entré en el dormitorio. Lo leyó en cada parte de mi cuerpo. Y lo vi en su cara. Dijo: «¿Cómo ha ido la merienda, ha hecho buen tiempo, has respirado aire puro, Col?». Lo sabía.

—No pretendíamos hacerle daño.

—Nunca me pidió que fuera fiel. ¿Lo sabías? En cuanto supo que iba a morir, desechó la idea. Una noche, me cogió la mano y dijo, preocúpate de ti, Col, sé lo que sientes, ojalá pudiéramos empezar de nuevo, pero no es posible, querido amante, así que has de preocuparte por ti.

—Entonces, ¿por qué…?

—Porque aquella noche me juré que, costara lo que costase, no la traicionaría. Pero lo hice. Contigo. Su amiga.

—No era nuestra intención. No lo habíamos planeado.

La miró de nuevo, con un movimiento brusco de la cabeza que ella no debía esperar, porque se encogió como respuesta. Una gota de jerez resbaló por un lado de la copa y cayó sobre su falda. Leo la olfateó con curiosidad.

—¿Qué más da? —dijo Colin—. Annie estaba muriendo. Tú y yo estábamos follando en un establo de los páramos. No podemos cambiar ninguno de esos hechos. No podemos embellecerlos ni disfrazarlos.

—Pero si ella te dijo…

—No. Con… su… amiga…, no.

Los ojos de Polly se iluminaron, pero no ocultó las lágrimas.

—Aquel día, Colin, cerraste los ojos, apartaste la cabeza, no me tocaste y apenas volviste a hablarme. ¿Cuánto más quieres que sufra por lo que pasó? Y ahora, tú…

Tragó saliva.

—Ahora, yo ¿qué?

La joven bajó los ojos.

—¿Qué?

Su respuesta sonó como un cántico.

—Quemé cedro por ti, Colin. Deposité cenizas sobre su tumba, y la piedra anular. Di a Annie la piedra anular. Descansa sobre su tumba. Si quieres, ve a verlo. Me desprendí de la piedra anular. Lo hice por Annie.

—Y ahora, yo ¿qué? —repitió él.

Polly se inclinó hacia el perro y frotó la mejilla contra su cabeza.

—Contesta, Polly.

Ella alzó la cabeza.

—Ahora, me estás castigando más.

—¿Cómo?

—Y eso no es justo, porque yo te quiero, Colin. Te quise desde el primer momento. Te he querido más tiempo que ella.

—¿Ella? ¿Quién? ¿Cómo te estoy castigando?

—Te conozco mejor que nadie. Me necesitas. Ya lo verás. Hasta el señor Sage me lo dijo.

La última frase le puso la carne de gallina.

—¿Dijo qué?

—Que tú me necesitas, que todavía no lo sabes, pero que pronto lo sabrás si eres sincero. Y yo he sido sincera. Todos estos años. Siempre. Vivo para ti, Colin.

Su declaración de devoción era insignificante, cuando las implicaciones de las palabras «Hasta el señor Sage me lo dijo» exigían disección y acción.

—Sage habló contigo de Juliet, ¿verdad? —preguntó Colin—. ¿Qué dijo? ¿Qué te dijo?

—Nada.

—Te dio cierto tipo de seguridad. ¿Cuál fue? ¿Que ella cortaría nuestra relación?

—No.

—Sabes algo.

—No.

—Dímelo.

—No hay nada…

Colin se levantó. Estaba a un metro de ella, pero la joven se encogió. Leo alzó la cabeza, con las orejas erguidas, y emitió un gruñido gutural cuando percibió la tensión. Polly dejó la copa de jerez sobre la chimenea, sin apartar la vista y con una mano posada sobre su base, como temiendo que se pusiera a volar si no la vigilaba.

—¿Qué sabes de Juliet?

—Nada, ya te lo he dicho.

—¿Y sobre Maggie?

—Nada.

—¿Qué te dijo Robin Sage sobre su padre?

—¡Nada!

—Pero estabas muy segura sobre mí y Juliet, ¿no? Él te lo confirmó. ¿Qué hiciste para obtener la información, Polly?

Su cabello se desparramó sobre los hombros cuando irguió la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te acostaste con él? Pasabas horas a solas con él cada día en la vicaría. ¿Hiciste algún hechizo?

—¡Jamás!

—¿Descubriste algún modo de estropear nuestra relación? ¿Te dio él alguna idea?

—¡No! Colin…

—Dime, ¿le mataste, Polly, para que las culpas recayeran sobre Juliet?

La joven se puso en pie de un salto, con las piernas separadas y los brazos en jarras.

—Escucha lo que estás diciendo. Hablas de mí. Te ha embrujado. Te ha domado, comes en su mano, asesinó al vicario y salió limpia como una patena. Y tu estúpida lujuria te ha cegado hasta el extremo de no ver cómo te ha manipulado.

—Fue un accidente.

—Fue un asesinato, asesinato, asesinato; ella lo hizo y todo el mundo lo sabe. Nadie piensa que seas tan loco como para creer una sola palabra de lo que dice, pero todos sabemos por qué la crees, todos sabemos qué obtienes a cambio, incluso sabemos cuándo, de modo que, ¿por qué no crees que tal vez consiguió algo parecido de nuestro precioso vicario?

El vicario… El vicario… Colin lo notó todo al mismo tiempo: huesos, sangre y cólera. La tensión de sus músculos y la voz de su madre al gritar: «¡No, Ken, no!», cuando su mano se alzó con la palma abierta hasta la altura del hombro izquierdo e hizo ademán de pegar. Los pulmones henchidos, el corazón furioso, deseoso de contacto, dolor, venganza y…

Polly gritó y retrocedió, tambaleante. Su bota tropezó con la copa de jerez. Describió un arco y se rompió sobre el guardafuego. El jerez se derramó y siseó. El perro empezó a ladrar.

Colin siguió inmóvil, dispuesto a pegar. Polly, él, el pasado y el presente aullaban a su alrededor como el viento. Con el brazo levantado, las facciones deformadas en una imagen que había visto mil veces, pero jamás había sentido en su rostro, jamás había pensado sentir, jamás había soñado sentir. Porque no podía ser el hombre que se había jurado borrar de la existencia.

Los ladridos de Leo se convirtieron en aullidos, salvajes y atemorizados.

—¡Calla! —gritó Colin.

Polly se encogió. Retrocedió otro paso. Su falda rozó las llamas. Colin la cogió del brazo para apartarla del fuego, pero ella se alejó. Leo se enderezó. Sus uñas rascaron el suelo. Aparte del fuego y la respiración entrecortada de Colin, era el único ruido que se oía en la casa.

Colin mantuvo la mano levantada a la altura del pecho. Contempló sus dedos temblorosos y la palma. Jamás había pegado a una mujer. Ni siquiera pensaba que fuera capaz de hacerlo. Su brazo cayó como un peso muerto.

—Polly.

—Tracé el círculo para ti. Y también para Annie.

—Polly, lo siento. No pienso con sensatez. No pienso en absoluto.

La joven empezó a abotonarse la chaqueta. Vio que sus manos temblaban más que las suyas, hizo ademán de ayudarla, pero se detuvo cuando ella gritó «¡No!», como si esperara un bofetón.

—Polly…

Percibió desesperación en su voz, pero ignoraba qué quería decir.

—Ella no te deja pensar —dijo Polly—, eso es lo que pasa, pero tú no lo ves, ¿verdad? Ni siquiera quieres verlo, pero cómo vas a enfrentarte a la realidad, cuando lo mismo que te impulsa a odiarme es lo que te impide ver la verdad sobre ella.

Sacó la bufanda, efectuó un tembloroso intento de doblarla en forma de triángulo y la pasó por encima de su cabeza para sujetar el cabello. Ató los extremos bajo la barbilla. Pasó a su lado sin dedicarle ni una mirada, y sus botas crujieron sobre el suelo. Se detuvo en la puerta y habló sin mirarle.

—Mientras tú estabas follando aquel día en el granero —dijo con voz muy clara—, yo estaba haciendo el amor.

—¿En el sofá de la sala de estar? —preguntó con incredulidad Josie Wragg—. ¿Quieres decir aquí mismo? ¿Con tu papá y tu mamá en casa? —Se acercó cuanto pudo al espejo del lavabo y aplicó lápiz de ojos con mano inexperta. Se le metió un poco entre las pestañas. Parpadeó y apretó los ojos cuando entró en contacto con el globo ocular—. Aj. Pica. ¡Joder! Mira lo que hecho. —El ojo estaba ennegrecido a causa del maquillaje. Lo frotó con un pañuelo de papel y esparció la masa sobre la mejilla—. No puedo creer que lo hicieras.

Pam Rice se balanceó sobre el borde de la bañera y envió humo de cigarrillo al techo. Para ello, dejó que su cabeza se apoyara sobre el cuello, con un movimiento perezoso que, en opinión de Maggie, habría visto en alguna película norteamericana antigua. Bette Davis. Joan Crawford. Quizá Lauren Bacall.

—¿Quieres ver la mancha? —preguntó Pam.

Josie frunció el ceño.

—¿Qué mancha?

Pam tiró ceniza a la bañera y meneó la cabeza.

—Señor. No sabes nada de nada, ¿verdad, Josephine Mentirosilla?

—Ya lo creo.

—¿De veras? Estupendo. Pues dime qué clase de mancha.

Josie meditó. Maggie pensaría que estaba intentando imaginar una respuesta razonable, aunque fingía estar concentrada en su ojo estropeado por el lápiz de ojos. No era nada comparado con el desastre que había perpetrado anoche con las uñas, después de comprar por correo un juego de uñas acrílico, cuando su madre se había negado a dejarla viajar a Blackpool para ponerse uñas artificiales en una peluquería. El resultado, del intento de Josie de alargar sus dedos, con el fin de «ponérsela tiesa a los hombres», como ella decía, parecía el hombre-elefante-de-los-dedos.

Estaban en el único cuarto de baño de la casa adosada de Pam Rice, situada frente a Crofters Inn. Mientras en el piso de abajo la mamá de Pam estaba en la cocina, justo debajo de sus pies, y servía a los gemelos una merienda consistente en huevos revueltos y judías sobre tostadas, acompañada por los alegres berridos de Edward y las carcajadas de Alan, miraban a Josie experimentar con su más reciente adquisición cosmética: media botella de lápiz de ojos comprada a una alumna de quinto que la había robado del tocador de su hermana.

—Ginebra —anunció por fin Josie—. Todo el mundo sabe que bebes. Hemos visto la botella.

Pam rio y volvió a repetir la rutina de exhalar humo hacia el techo. Tiró el cigarrillo al váter, donde siseó al hundirse. Siguió sentada en el borde de la bañera y se reclinó hacia atrás, en esta ocasión un poco más, para que sus pechos apuntaran al cielo. Aún llevaba el uniforme del colegio, al igual que sus amigas, pero se había quitado el jersey, desabotonado la blusa para dejar al descubierto la división de sus pechos, y subido las mangas. Pam poseía la habilidad de conseguir que una blusa de algodón blanca inanimada pidiera a gritos que la arrancaran de su cuerpo.

—Dios, estoy salida como una perra en celo —dijo—. Si Todd no quiere hacerlo esta noche, lo haré con cualquier otro tipo. —Giró la cabeza en dirección a la puerta, donde Maggie estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas—. ¿Cómo está nuestro Nickie? —preguntó, fría e indiferente.

Maggie dio vueltas al cigarrillo entre sus dedos. Había dado las seis bocanadas obligatorias (reteniéndolo en la boca, expulsándolo por la nariz, sin inhalarlo hasta los pulmones), y esperaba a que el resto se quemara solo, para poder reunirse con Pam en el lavabo.

—Bien —dijo.

—¿Y grande? —preguntó Pam. Balanceó la cabeza para que su pelo se moviera como una cortina rubia—. Como un salchichón, según he oído. ¿Es verdad?

Maggie miró hacia el reflejo de Josie en el espejo, en una muda súplica de rescate.

—Bien, ¿sí o no? —dijo Josie, en dirección a Pam.

—¿A qué te refieres?

—A la mancha. Ginebra, como he dicho.

—Semen —dijo Pam, con aspecto de sumo aburrimiento.

—Se ¿qué?

—Sale.

—¿De dónde?

—Por Cristo resucitado, eres tonta del culo. Es eso.

—¿Qué?

—¡La mancha! Es de él, ¿vale? Gotea, ¿vale? Cuando se termina, ¿entendido?

Josie estudió su reflejo y realizó otro intento heroico con el lápiz de ojos.

—Ah, eso —dijo, mientras introducía el pincel en el frasco—. Tal como estabas hablando, supuse que era algo siniestro.

Pam cogió su bolso, que estaba tirado en el suelo. Sacó sus cigarrillos y encendió uno.

—Mamá se puso como una moto cuando la vio. Hasta la olió. ¿Te imaginas? Empezó con «tú, puta de mierda», siguió con «Eres una presa fácil para cualquiera de esos tíos», y terminó con «Ya no podré caminar con la cabeza alta por el pueblo nunca más. Ni tu padre». Le dije que, si tuviera mi propio dormitorio, no tendría que utilizar el sofá y no vería esas manchas. —Sonrió y se estiró—. Todd es como una fuente inagotable, debe de echar un cuarto de litro cada vez. —Dirigió una mirada de astucia a Maggie—. ¿Y Nick?

—Solo puedo decir que espero que tomes precauciones —se apresuró a intervenir Josie, siempre la amiga fiel de Maggie—. Porque si lo haces tantas veces como dices, y te… bueno, ya sabes, te satisface cada vez, vas a tener problemas, Pam Rice.

El cigarrillo de Pam se detuvo a mitad de camino de sus labios.

—¿De qué estás hablando?

—Ya lo sabes. No actúes como si no.

—No lo sé, Josie. Explícamelo.

Dio una larga bocanada al cigarrillo, pero Maggie vio que lo hacía para disimular su sonrisa.

Josie mordió el cebo.

—Si tienes un… Ya sabes…

—¿Orgasmo?

—Exacto.

—¿Qué pasa?

—Ayuda a que esas cosas escurridizas se te metan dentro con más facilidad. Por eso, montones de mujeres no… Ya sabes…

—¿Tienen orgasmos?

—Porque no quieren las cosas escurridizas. Ah, y no pueden relajarse, encima. Lo leí en un libro.

Pam lanzó un grito burlón. Se levantó de la bañera y abrió la ventana.

—Josephine Eugene, cerebro de mosquito —gritó al mundo, antes de estallar en carcajadas y resbalar por la pared hasta sentarse en el suelo. Dio otra calada a su cigarrillo, deteniéndose de vez en cuando para emitir risitas.

Maggie se alegró de que hubiera abierto la ventana. Cada vez era más difícil respirar. En parte, era a causa del exceso de humo en el pequeño cuarto. Y en parte, a causa de Nick. Quería decir algo para rescatar a Josie de las burlas de Pam, pero no sabía muy bien qué haría falta para impedir el ridículo sin, al mismo tiempo, revelar nada sobre ella.

—¿Cuándo fue la última vez que leíste algo sobre eso? —preguntó Josie, en tanto tapaba el frasco y examinaba en el espejo los frutos de su labor.

—No necesito leer. Experimento —contestó Pam.

—La investigación es tan importante como la experiencia, Pam.

—¿De veras? ¿Qué clase de investigación has llevado a cabo, exactamente?

—Sé cosas.

Josie se peinó el cabello. Era inútil; por más que hiciera, adoptaba el mismo estilo espantoso: flequillo tieso sobre la frente, erizado en el cuello. Nunca habría debido cortárselo ella misma.

—Sabes cosas gracias a los libros.

—Y la observación. Se llama experiencia directa.

—¿Quién la proporciona?

—Mamá y el señor Wragg.

Aquella información pareció apaciguar las burlas de Pam. Se quitó los zapatos y dobló las piernas bajo el cuerpo. Tiró el cigarrillo al váter y no hizo ningún comentario cuando Maggie aprovechó la oportunidad para imitarla.

—¿Qué? —preguntó, con los ojos iluminados—. ¿Cómo?

—Escucho detrás de la puerta cuando tienen relaciones. Él no para de decir: «Vamos, Dora, vamos, vamos, vamos, nena, vamos, cariño», y ella es silenciosa como un muerto. Por eso sé con certeza que él no es mi papá. —Al ver la expresión perpleja de Pam y Maggie, continuó—. No puede serlo, ¿verdad? Fijaos en las pruebas. Él nunca la ha… bueno, satisfecho. Yo soy su única hija. Nací seis meses después de que se casaran. Encontré una vieja carta de un tío llamado Paddy Lewis…

—¿Dónde?

—En el cajón donde guarda las bragas. Y adiviné que lo había hecho con él. Y la había satisfecho. Antes de casarse con Wragg.

—¿Cuánto tiempo antes?

—Dos años.

—¿Qué eres tú, entonces? —preguntó Pam—. ¿El embarazo más largo del mundo?

—No he querido decir que lo hicieran una sola vez, Pam Rice, sino que lo hacían regularmente dos años antes de que ella se casara con el señor Wragg. Además, guardó la carta, ¿no? Aún debe quererle.

—Pero eres clavada a tu papá —observó Pam.

—Él no es…

—Vale, vale. Te pareces al señor Wragg.

—Pura coincidencia —dijo Josie—. Paddy Lewis también se parecerá al señor Wragg. Es lógico, ¿no? Ella debía buscar a alguien que le recordara a Paddy.

—Entonces, el papá de Maggie se parecerá al señor Shepherd —anunció Pam—. Todos los amantes de su madre se habrán parecido a él.

—Pam —dijo Josie en tono de reproche.

Era una cuestión de justicia. Una podía especular tanto como quisiera sobre sus propios padres, pero no era correcto hacer lo mismo con los demás. Claro que Pam nunca se preocupaba demasiado por lo que era correcto antes de abrir la boca.

—Mamá nunca tuvo un amante antes del señor Shepherd —dijo en voz baja Maggie.

—Al menos, tuvo uno —la corrigió Pam.

—No.

—Sí. ¿De dónde saliste tú?

—De mi papá y de mamá.

—Exacto. Su amante.

—Su marido.

—¿De veras? ¿Cómo se llamaba?

Maggie descubrió un hilo suelto del jersey. Intentó introducirlo por entre el tejido hacia dentro.

—¿Cómo se llamaba?

Maggie se encogió de hombros.

—No lo sabes porque no tenía nombre, o tal vez ella no lo sabía. Eres una bastarda.

—¡Pam!

Josie avanzó un paso, con el frasco de eyeliner encerrado en el puño.

—¿Qué?

—Vigila tus palabras.

Pam se echó el pelo hacia atrás con un lánguido movimiento de la mano.

—Oh, basta de dramas, Josie. No me digas que te crees todo ese rollo sobre pilotos de coches de carreras, mamás que huyen y papás que se pasan los trece años siguientes buscando a su querida hija.

Maggie experimentó la sensación de que la habitación se ensanchaba a su alrededor, de que ella se encogía con un vacío dentro. Miró a Josie, pero no pudo verla bien, como si estuviera en medio de la niebla.

—Si estaban casados —continuó Pam—, igual le dio el pasaporte una noche, además de un poco de chirivía para cenar.

Maggie se apoyó contra la puerta y se puso en pie.

—Será mejor que me vaya —dijo—. Mamá se estará preguntando…

—Bien sabe Dios que no deseamos eso —contestó Pam.

Sus chaquetas estaban amontonadas en el suelo. Maggie cogió la suya, pero no logró que sus dedos y manos reaccionaran para aferraría. Daba igual. Estaba bastante irritada.

Abrió la puerta y bajó corriendo la escalera.

—Será mejor que Nick Ware no se cruce con la mamá de Maggie —oyó que decía Pam con una carcajada.

—Déjalo ya, ¿vale? —respondió Josie, antes de encaminarse a la escalera—. ¡Maggie! —llamó.

Las calles estaban a oscuras. Una brisa fría procedente del oeste recorría la calle y se transformaba en ráfagas en el centro del pueblo, donde se erguían Crofters Inn y la casa de Pam. Maggie parpadeó y secó la humedad de sus ojos, mientras introducía un brazo en la chaqueta y empezaba a caminar.

—¡Maggie! —Josie la alcanzó a menos de diez pasos de la puerta de Pam—. No es lo que piensas. Quiero decir que sí, pero no. Entonces, no te conocía tan bien. Pam y yo hablamos. Le hablé de tu papá, es verdad, pero eso es lo único que dije. Te lo juro.

—No debiste hacerlo.

Josie la obligó a detenerse.

—Tienes razón. Sí, sí, pero no lo dije en son de burla. No me estaba burlando. Se lo dije porque era algo que nos convertía en iguales a ti y a mí.

—No somos iguales. El señor Wragg es tu padre, y tú lo sabes, Josie.

—Oh, tal vez. Eso podría decidir mi suerte, ¿no? Mamá huyendo con Paddy Lewis y yo abandonada en Winslough con el señor Wragg. No, no es eso lo que quiero decir. Nosotras soñamos. Somos diferentes. Aspiramos a grandes cosas. Queremos irnos de este pueblo. Te utilicé como ejemplo, ¿sabes? Dije, yo no soy la única, Pamela Bammela. Maggie también tiene ideas acerca de su padre. Quiso saber cuáles eran esas ideas y yo se las conté. Sé que no debería haberlo hecho, pero no me estaba burlando.

—Sabe lo de Nick.

—Jamás le he dicho nada, y nunca lo haré.

—Entonces, ¿por qué pregunta?

—Porque cree saber algo. Supone que te obligará a hablar.

Maggie escudriñó a su amiga. No había mucha luz, pero a juzgar por el leve resplandor de la única farola de la calle, que se erguía en el aparcamiento de Crofters Inn, al otro lado de la calle, vio que la expresión de su rostro era muy seria. Su aspecto era algo grotesco. El eyeliner no se había secado por completo cuando abrió los ojos después de aplicarlo, y los párpados estaban manchados, como si hubiera caído agua sobre tinta.

—No le hablé de Nick —repitió Josie—. Es un secreto entre tú y yo. Siempre. Lo prometo.

Maggie se miró los zapatos. Estaban desgastados. El barro había manchado sus mallas azul marino.

—Es verdad, Maggie. De veras.

—Anoche vino. Nosotros… Volvió a pasar. Mamá lo sabe.

—¡No!

Josie la agarró por el brazo y la condujo hasta el aparcamiento. Pasaron junto a un reluciente Bentley plateado y se internaron por el sendero que bajaba hasta el río.

—No me lo habías dicho.

—Quería decírtelo. Esperé todo el día para decírtelo, pero ella no se apartó ni un momento de nosotras.

—Esa Pam —rezongó Josie, mientras cruzaban el portal—. Cuando se trata de habladurías, es como un sabueso.

Un sendero estrecho se alejaba en ángulo del hostal y descendía hacia el río. Josie caminaba delante. A unos treinta metros de distancia, se alzaba un depósito de hielo, asentado en la orilla donde el río se precipitaba por un desnivel de piedra caliza y lanzaba al aire un chorro de espuma que mantenía el aire frío hasta en los días más calurosos del verano. Estaba construido de la misma piedra que el resto del pueblo, con el mismo techo de pizarra, pero carecía de ventanas. Solo había una puerta, cuyo candado había roto Josie tiempo atrás, para convertirlo en su guarida.

Abrió la puerta de un empujón.

—Un momento —dijo, y se agachó bajo el dintel. Rebuscó y tropezó con algo—. ¡Leche! —exclamó, y encendió una cerilla, que se encendió un segundo después. Maggie entró.

Un quinqué descansaba sobre un viejo tonel, y proyectaba un arco de luz amarilla siseante, que caía sobre una alfombra raída, dos taburetes de tres patas, un catre cubierto por un edredón púrpura y una caja vuelta del revés sobre la que pendía un espejo. La caja hacía las veces de tocador, y Josie dejó sobre ella el frasco de eyeliner, nueva compañera del rímel, colorete, lápiz de labios, esmalte de uñas y laca para el pelo.

Abrió un frasco de agua de colonia y la esparció con generosidad sobre las paredes y el suelo, como una libación ofrecida a la diosa de los cosméticos. Sirvió para disimular el olor a moho y polvo que flotaba en el aire.

—¿Quieres fumar? —preguntó, en cuanto se aseguró de que la puerta estaba bien ajustada.

Maggie negó con la cabeza. Se estremeció. Estaba claro por qué habían construido el depósito de hielo en aquel paraje.

Josie encendió un Gauloise del paquete que había entre los cosméticos. Se dejó caer en el catre.

—¿Qué dijo tu mamá? —preguntó—. ¿Cómo se enteró?

Maggie acercó uno de los taburetes al quinqué. Notó un aumento sustancial de calor.

—Lo sabía. Como la otra vez.

—¿Y?

—Me da igual lo que piense. No me detendrá. Le quiero.

—Bueno, no puede seguirte a todas partes, ¿verdad? —Josie se tendió con un brazo detrás de la cabeza. Levantó sus rodillas huesudas, cruzó las piernas y meneó los pies—. Dios, qué suerte tienes. —Suspiró. El extremo de su cigarrillo brilló—. ¿Es Nick… bueno, ya sabes… como dicen? ¿Te… satisface?

—No lo sé. Todo va muy rápido.

—Ah. Pero ¿es…? Ya sabes a qué me refiero. Lo que Pam quería saber.

—Sí.

—Dios. No me extraña que quieras continuar. —Se hundió más en el edredón y extendió los brazos hacia un amante imaginario—. Ven a mí, nene —dijo, sin quitarse el cigarrillo de los labios—. Te está esperando y es todo para ti. —Se ladeó—. Tomarás precauciones, ¿verdad?

—Pues no.

Josie abrió unos ojos como platos.

—¡Maggie! ¡Jamás lo habría dicho! Has de tomar precauciones. O él, al menos. ¿Se pone una goma?

Maggie torció la cabeza, extrañada por la pregunta. ¿Una goma? Qué demonios…

—No creo. ¿De dónde…? Bueno, quizá lleve una del colegio en el bolsillo.

Josie se mordió el labio inferior, pero no consiguió disimular la sonrisa.

—No me refiero a esa clase de goma. ¿No sabes lo que es?

Maggie se agitó inquieta en el taburete.

—Lo sé. Por supuesto. Claro que lo sé.

—Bien. Es eso de plástico que se pone en su Cosa antes de metértela, para que no te quedes embarazada. ¿Lo utiliza?

—Oh. —Maggie retorció un mechón de cabello—. Eso. No. No quiero que lo utilice.

—No quieres. ¿Estás loca? Tiene que utilizar uno.

—¿Por qué?

—Porque si no lo hace, tendrás un niño.

—Pero antes dijiste que una mujer ha de ser…

—Olvídalo. Siempre hay excepciones. Yo estoy aquí, ¿no? Soy del señor Wragg, ¿verdad? Mamá gemía y jadeaba con ese tal Paddy Lewis, pero yo aparecí cuando estaba fría como el hielo. Eso demuestra bien a las claras que cualquier cosa puede suceder, tanto si te satisfacen como si no.

Maggie meditó sobre aquella información, sin dejar de dar vueltas entre sus dedos al último botón del abrigo.

—Estupendo —dijo.

—¿Estupendo? Maggie, por todos los santos del altar, no puedes…

—Quiero tener un hijo. Un hijo de Nick. Si intenta utilizar una goma, no le dejaré.

Josie rio.

—Aún no has cumplido los catorce.

—¿Y qué?

—No puedes ser mamá si aún no has terminado el colegio.

—¿Por qué?

—¿Qué harías con un niño? ¿Adonde irías?

—Nick y yo nos casaríamos. Después, tendríamos un hijo. Después, seríamos una familia.

—No es posible que desees eso.

Maggie sonrió con auténtico placer.

—Oh, ya lo creo.