Deborah pasó el primer cuarto de hora en el interior de la iglesia de San Juan Bautista. Paseó por el pasillo central hacia el coro, y recorrió con un dedo enguantado las volutas que ribeteaban cada banco. Al otro lado del púlpito había un banco separado de los demás por una puerta de columnas retorcidas, sobre las cuales una pequeña placa de bronce llevaba la inscripción ennegrecida «Townley-Young». Deborah alzó el pestillo y entró, mientras se preguntaba qué clase de gente querría mantener la desagradable costumbre centenaria de segregarse de aquellos a los que consideraba socialmente inferiores.
Se sentó en el estrecho banco y miró a su alrededor. La atmósfera de la iglesia era rancia y helada, y cuando exhaló, su aliento flotó un instante ante su rostro, y luego se disipó como un cirro en el viento. El tablero de himnos colgaba en una columna cercana, con el listado de una selección destinada a algún servicio anterior. El primero era el 388. Deborah lo buscó en un himnario y leyó:
Señor Jesucristo, que en tu corazón llevas
el peso de nuestra vergüenza y pecado,
y ahora te rebajas a compartir
el combate exterior, el miedo interior,
Y luego bajó los ojos hacia:
para que podamos cuidar, como tú cuidaste,
de los enfermos y lisiados, los sordos y los ciegos,
y compartir libremente, como tú compartiste,
todas las aflicciones de la humanidad.
Contempló las palabras con un nudo en la garganta, como si hubieran sido escritas precisamente para ella. Lo cual no era así.
Cerró el libro. Una bandera colgaba de una barra metálica a la izquierda del púlpito, y la examinó. La palabra «Winslough» estaba bordada en letras amarillas sobre un fondo azul desvaído. Debajo, habían trazado «San Juan Bautista» con retales acolchados, de los que asomaban delgadas masas de relleno, devanándose como la nieve sobre el campanario y la esfera del reloj. Se preguntó cuál sería el uso de la bandera, cuándo la habían colgado, si alguna vez había visto la luz del día, su antigüedad, quién la había confeccionado y por qué. Imaginó a una anciana de la parroquia ocupada en su diseño, ganándose la gracia del Señor puntada a puntada gracias a su ofrenda. ¿Cuánto tiempo habría tardado? ¿Qué clase de hilo habría utilizado? ¿La ayudó alguien? ¿Lo supo alguien? ¿Habría alguien que conservara para la posteridad este tipo de anécdotas?
Vaya juegos, pensó Deborah. Qué esfuerzo por controlar la mente. Qué importante era sentir la tranquilidad derivada de una visita a una iglesia y la comunión con el Señor.
No había venido para eso. Había venido porque un paseo por la carretera de Clitheroe a última hora de la tarde, en compañía de su marido y el mejor amigo de este, que había sido su amante anterior, que era el padre del hijo que habría podido tener (y que nunca tendría), parecía la mejor manera de escapar a la sensación de haber sido traicionada.
Arrastrada a Lancashire con falsos pretextos, pensó, y lanzó una débil risita ante la idea de que ella había sido la traidora definitiva.
Había encontrado los papeles de adopción encajados entre el pijama y los calcetines de Simon, y la indignación estrujó su espina dorsal al pensar en el engaño y en aquella intrusión en su escapada lejos de la vida real de Londres. Simon quería hablar sobre ello, le explicó cuando ella tiró los papeles sobre la cómoda. Pensaba que había llegado el momento de poner en claro toda la situación.
No había nada que poner en claro. Hablar sobre ello era enfrascarse en el tipo de conversación que giraba como un ciclón, ganaba velocidad y energía a expensas de los malentendidos, y obraba la destrucción mediante palabras proferidas con rabia y en defensa propia. Una familia no es la sangre, dijo en tono absolutamente razonable, porque bien sabía Dios que Simon Allcourt-St. James era científico, erudito y la razón personificada. Una familia es gente. Gente vinculada entre sí por el tiempo, la convivencia y la experiencia, Deborah. Forjamos nuestras relaciones mediante el toma y daca de los sentimientos, mediante la creciente sensibilidad hacia las necesidades de los demás, mediante el apoyo mutuo. El apego de un niño a sus padres no tiene nada que ver con quién le dio la vida. Surge de vivir día a día, de ser alimentado, de ser guiado, de tener a alguien, alguien consistente, en quien poder confiar. Tú ya lo sabes.
No es eso, no es eso, quiso decir ella, pese a sentir las lágrimas que tanto despreciaba impedirle hablar.
Entonces, ¿qué es? Dímelo. Ayúdame a entender.
Mío… no sería… tuyo. No sería nuestro. ¿Es que no lo ves? ¿Por qué no puedes entenderlo?
La miró sin hablar durante un momento, no para castigarla con una renuncia, como a veces pensaba ella que significaban sus silencios, sino para pensar y solucionar el problema. Estaba meditando qué línea de actuación podían adoptar, cuando lo único que deseaba ella era que Simon también llorara y expresara mediante sus lágrimas que comprendía su dolor.
Como él nunca lo había hecho, Deborah no dijo lo indecible. Ni siquiera se lo había dicho a ella misma. No quería sentir la pena que acompañaría a sus palabras. Luchó por erradicarlas de su conciencia, y para ello se apoyó en lo que bien sabía era la mayor virtud de Simon: jamás permitiría que ni una sola circunstancia le derrotara; tomaba la vida como venía y la doblegaba a su voluntad.
Ni siquiera te importa, eran las palabras que elegiría. Esto no significa nada para ti. No quieres entenderme.
Una discusión en plan ciclón era lo más conveniente.
Había salido a pasear por la mañana para evitar discusiones. En los páramos, con el viento azotando su cara, caminando por el terreno irregular, esquivando las ocasionales espinas de aulaga y abriéndose paso entre el brazo teñido de marrón por el invierno, se desentendió de todo, excepto del ejercicio en sí.
Ahora, sin embargo, la silenciosa iglesia no admitía coartadas. Podía examinar los monumentos conmemorativos, contemplar la luz agonizante que oscurecía los colores de las ventanas, leer los Diez Mandamientos de bronce que formaban los retablos y decidir cuántos había quebrantado hasta el momento. Podía rozar con los pies el suelo deformado por el tiempo del banco perteneciente a los Townley-Young y contar los agujeros producidos por las polillas que sembraban el manto del púlpito. Podía admirar el trabajo del crucifijo y el baldaquín. Podía prestar oídos al tono de las campanas. Pero no podía escapar a la voz de su conciencia, que hablaba la verdad y la obligaba a escuchar:
Llenar esos papeles significaría que me rindo. Sería admitir la derrota. Significaría que soy un fracaso como mujer. Significaría que el dolor disminuirá, pero nunca desaparecerá. Y eso no es justo. Es lo único que deseo… Esta cosa tan sencilla, tan inalcanzable.
Deborah se levantó y empujó la puerta que separaba el banco. Las palabras de Simon acompañaron al crujido:
¿Te estás castigando, Deborah? ¿Dice tu conciencia que has pecado y que la única expiación consiste en sustituir una vida por otra que tú hayas creado? ¿Es eso lo que estás haciendo? ¿Lo estás haciendo por mí? ¿Crees que estás en deuda conmigo?
Tal vez, en parte. Porque Simon era el perdón personificado. Si hubiera sido otra clase de hombre —que se quejara o le echara en cara que el fracaso era culpa suya—, habría podido sobrellevar la carga con más facilidad. Le resultaba tan difícil perdonarse porque él no hacía otra cosa que buscar soluciones y expresar la alarma creciente que le causaba su salud.
Volvió sobre sus pasos hacia la puerta norte de la iglesia, caminando sobre la raída alfombra roja. Salió al exterior. Se estremeció al notar el frío, cada vez más intenso, y embutió la bufanda dentro del cuello de su abrigo. Al otro lado de la calle, dos coches continuaban aparcados en el camino particular del agente. La luz del porche estaba encendida, pero nadie se movía detrás de la ventana delantera.
Deborah se desvió y entró en el cementerio. El terreno era irregular como en los páramos, estaba bordeado de zarzales, y un matorral de cornejo de un rojo rabioso rodeaba una tumba. Sobre ella se alzaba un ángel con la cabeza gacha y los brazos extendidos, como dispuesto a lanzarse sobre los tallos color fuego.
No se había hecho gran cosa para conservar las tumbas. El señor Sage llevaba muerto un mes, pero la falta de preocupación por el entorno de la iglesia parecía remontarse a bastante tiempo atrás. El sendero estaba invadido por malas hierbas. Hojas negras y muertas cubrían las tumbas. Las lápidas se veían manchadas de barro y teñidas por el verde de los líquenes.
Entre todas, una tumba se destacaba como un mudo reproche al estado en que se encontraban las demás por culpa del clima y el desinterés. Estaba muy limpia. Habían podado el manto de hierba que la cubría. La lápida estaba inmaculada. Deborah se acercó a examinarla.
«Anne Alice Shepherd», rezaba la inscripción grabada. Tenía veintisiete años cuando murió. Había sido la «querida esposa» de alguien en vida, y si el estado de la tumba servía de indicación, también era la querida esposa de alguien en la muerte.
Un brillo de color atrajo la atención de Deborah. Parecía tan desplazado como el cornejo rojo en la, por otra parte, congruencia cromática del cementerio, y se agachó para examinar la base de la lápida, donde dos brillantes óvalos rosados entrelazados destellaban sobre un lecho de algo gris. Después de su primera inspección, dio la impresión de que el gris se desprendiera de la lápida de mármol, como si la piedra se estuviera desintegrando, pero un examen más detenido reveló que se trataba de un montoncillo de cenizas, en cuyo centro se había depositado con sumo cuidado una piedra aún más pequeña y lisa. Sobre ella se habían pintado los dos óvalos entrelazados que había visto primero, dos anillos de un rosa fluorescente, perfectamente ejecutados, los dos del mismo tamaño.
Se le antojó una extraña ofrenda a la muerta. El invierno exigía guirnaldas de acebo y adornos de enebro. En el peor de los casos, se resignaba a aquellas siniestras flores de plástico encerradas en cajas de plástico que criaban moho en su interior. Pero ¿cenizas, una piedra y, como observó en aquel momento, cuatro astillas de madera que sujetaban la piedra?
La tocó con los dedos. Era suave como el cristal, y casi perfectamente lisa. La habían colocado sobre la tierra, en el centro de la lápida, pero yacía entre las cenizas como un mensaje para los vivos, en lugar de un cálido homenaje a los muertos.
Dos anillos, entrelazados. Deborah cogió la piedra con cuidado, sin mover las cenizas; era del tamaño y peso de una moneda de una libra. Se quitó un guante y notó la frialdad de la piedra, como un charco de agua estancada en su palma.
Pese a su color extraño, los anillos le recordaron las alianzas matrimoniales, del tipo que se solían ver grabadas en oro o en las invitaciones. Al igual que sus hermanos de papel, eran como aquellos círculos perfectos de los que siempre hablaban los sacerdotes, los círculos perfectos de la unión y la unidad que un matrimonio sólido se suponía encarnaba. «Una unión de cuerpos, almas y mentes», había dicho el ministro en su propia boda, más de dos años antes. «Estas dos personas presentes ante nosotros se han convertido ahora en una».
Solo que jamás ocurría de esa manera en la vida de nadie, por lo que Deborah sabía. Había amor, y en él crecía la confianza. Había intimidad, que aportaba el calor de la seguridad. Había pasión, que proporcionaba, momentos de dicha. Pero si dos corazones debían latir como uno y dos mentes debían pensar de la misma manera, esa integración no se había dado entre Simon y ella. O si había ocurrido, el triunfo de su logro había sido efímero.
No obstante, había amor entre ellos. Era inmenso, subsumía la mayor parte de su vida. Era incapaz de imaginar un mundo sin amor, pero se preguntaba si el amor que les unía sería suficiente para aplacar el miedo y alcanzar la comprensión.
Sus dedos se cerraron alrededor de la piedra, con sus dos anillos rosa pintados sobre la superficie. La guardaría como un talismán. Sería como un fetiche de lo que la unidad matrimonial debía producir en teoría.
—Esta vez sí que la has liado bien. Lo sabes, ¿verdad? Se han puesto a investigar de nuevo la muerte y no tienes ni la menor oportunidad de impedírselo. Lo comprendes, ¿verdad?
Colin llevó su copa de whisky a la cocina. La dejó bajo el grifo. Aunque no había platos en el fregadero, en la encimera o en la mesa, vertió detergente con aroma a limón en el interior de la copa y la roció de agua hasta que se formaron burbujas. Ascendieron hacia el borde y resbalaron por un lado, mientras el agua se desbordaba como la espuma de una Guinness.
—Tu carrera está en entredicho. Todo el mundo se enterará de esto, desde los sabuesos del agente Nit de Borstal hasta el Consejo del Condado de Hutton-Preston. Te das cuenta, ¿verdad? Te ha caído una mancha encima, Col, y cuando haya una vacante en el DIC, nadie lo olvidará. Lo ves, ¿verdad?
Colin desenrolló el estropajo de lavar los platos de la base del grifo y lo hundió en el vaso con la misma precisión que utilizaba cuando limpiaba una escopeta. Lo estrujó hasta convertirlo en una bola, restregó las paredes del vaso y lo deslizó con cuidado a lo largo del borde. Era curioso lo mucho que añoraba a Annie en momentos inesperados como aquel. Siempre ocurría sin previo aviso, una súbita oleada de dolor y anhelo que surgía de sus ingles y terminaba cerca del corazón, y siempre por obra de algo tan normal que jamás se paraba a pensar en la insidia de la acción que la precipitaba. Siempre le sorprendía desarmado, y nunca dejaba de afectarle.
Parpadeó. Un temblor le sacudió. Frotó el vaso aún con más energía.
—Crees que puedo ayudarte en este momento, ¿eh, muchacho? —continuó su padre—. Intervine una vez…
—Porque quisiste. Yo no te necesitaba, papá.
—¿Has perdido el juicio? ¿Te has vuelto imbécil? ¿Te ha sorbido el seso esa tía?
Colin enjuagó el vaso, lo secó con el mismo cuidado que había empleado para lavarlo y lo colocó al lado de la tostadora, la cual, observó, estaba cubierta de polvo y llena de migas en la parte superior. Solo entonces miró a su padre.
El inspector jefe estaba de pie en el umbral como era su costumbre, impidiéndole huir. La única forma de evitar una conversación era empujarle a un lado, atarearse en la despensa o revolver en el garaje. En cualquier caso, su padre le seguiría. Colin sabía cuándo el inspector jefe estaba a punto de estallar.
—¿En qué cojones estabas pensando? —preguntó su padre—. ¿En qué mierda estabas pensando?
—Ya hemos hablado de esto antes. Fue un accidente. Se lo dije a Hawkins. Seguí el procedimiento.
—¡Y una mierda! Tenías un cadáver en las manos que olía a asesinato por cada poro. La lengua mordida hasta quedar reducida a trizas. El cuerpo hinchado como un cerdo. Toda la zona removida como si se hubiera peleado con un demonio. ¿Y lo llamas accidente? ¿Eso le dijiste a tu oficial superior? Hostia, no entiendo por qué no te han puesto de patitas en la calle ya.
Colin cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó contra la encimera y se obligó a respirar con lentitud. Ambos sabían por qué. Expresó con palabras la respuesta.
—Tú no les diste la oportunidad, papá. En cuanto a eso, tampoco me la diste a mí.
El rostro de su padre se inflamó.
—¡Dios Santo! ¿Una oportunidad? No estamos hablando de un juego. Se trata de vida y muerte. Sigue siendo vida y muerte. Solo que esta vez, jovencito, te has quedado solo.
Se había subido las mangas de la camisa al entrar en la casa, cuando volvieron del paseo. Ahora, empezó a bajarlas. En la pared de su derecha, el reloj en forma de gato de Annie agitaba su péndulo/cola negro y sus ojos se movían con cada tictac. Estaba a punto de marcharse. Le esperaba su poco de carne femenina. Lo único que debía hacer Colin era esperar a que se fuera.
—Las circunstancias sospechosas exigen la intervención del DIC. Ya lo sabes, ¿verdad, muchacho?
—El DIC vino.
—¡Vino su jodido fotógrafo!
—Vino el equipo encargado de examinar el lugar de los hechos. Vieron lo que yo vi. No había señales de que el señor Sage hubiera estado acompañado. Solo sus pisadas en la nieve. Ningún testigo vio a otra persona en el sendero aquella noche. La tierra estaba removida porque sufrió convulsiones. Su aspecto delataba a voz en grito que había padecido un ataque. No necesitaba a ningún DIC para saberlo.
Su padre apretó los puños. Levantó los brazos, y luego los dejó caer.
—Eres tan tozudo como hace veinte años. E igual de estúpido.
Colin se encogió de hombros.
—No tienes la menor elección. Lo sabes, ¿verdad? Todo el jodido pueblo sospecha de ese coño húmedo al que has tomado tanta afición.
Colin cerró un puño. Abrió la mano con un esfuerzo.
—Ya basta, papá. Lárgate. Si no recuerdo mal, a ti también te espera esta noche un coño húmedo.
—No eres demasiado mayor para que te dé una paliza, muchacho.
—Es cierto, pero quizá esta vez perdieras.
—Después de lo que hice…
—No era necesario que hicieras nada. No te pedí que vinieras. No te pedí que me siguieras a todas partes como un sabueso que olfatea a un zorro. Tenía la situación controlada.
Su padre emitió un fuerte resoplido de desdén.
—Tozudo, estúpido, y también ciego. —Se encaminó hacia la puerta principal, donde se puso la chaqueta e introdujo el pie izquierdo en una bota—. Tienes suerte de que hayan venido.
—No les necesito. Ella no hizo nada.
—Excepto envenenar al vicario.
—Accidentalmente, papá.
Su padre se embutió la segunda bota y se incorporó.
—Reza por ello, hijo, porque sobre tu cabeza pende una nube del copón. En el pueblo. En Clitheroe. Hasta en Hutton-Preston. Y la única forma de que se disipe es que el DIC del Yard no huela nada feo en la cama de tu amiga.
Extrajo los guantes de piel del bolsillo y empezó a ponérselos. No habló hasta encasquetarse la gorra picuda en su cabeza. Después, dirigió una mirada penetrante a su hijo.
—Has sido sincero conmigo, ¿verdad? ¿No me habrás ocultado nada?
—Papá…
—Porque si la has encubierto, estás acabado. Hundido. Condenado. Esa es la película. Lo entiendes, ¿verdad?
Colin percibió angustia en los ojos de su padre, y también en su voz, disimulada bajo la ira. Sabía que expresaba cierta preocupación paternal, pero también sabía, más allá del hecho de que encubrir a una posible asesina desembocaría en una investigación y un juicio, lo que más molestaba a su padre: el estupor que le causaba la falta de ambiciones de su hijo. Colin nunca había aspirado a grandes cosas. No deseaba un cargo de más responsabilidad ni el derecho a sentarse cómodamente detrás de un escritorio. Tenía treinta y cuatro años, y seguía siendo agente de policía de un pueblo, y su padre sospechaba que debía existir un buen motivo. «Me gusta» no sería suficiente. «Me encanta vivir en el campo» jamás resultaría. El inspector jefe habría podido aceptar «No puedo abandonar a mi Annie» un año atrás, pero montaría en cólera si Colin hablaba de Annie mientras Juliet Spence formara parte de su vida.
Y ahora, planeaba el peligro de una humillación en potencia si se demostraba que su hijo había encubierto un crimen. Se quedó tranquilo cuando el jurado del juez de instrucción anunció su veredicto. Estaría muerto de miedo hasta que Scotland Yard finalizara su investigación y verificara que no había sido un crimen.
—Colin —repitió su padre—, has sido sincero conmigo, ¿verdad? ¿No me habrás ocultado nada?
Colin le miró a los ojos. Se sintió orgulloso de poder hacerlo.
—No te he ocultado nada —contestó.
Solo cuando Colin cerró la puerta, después de que su padre saliera, notó que sus piernas flaqueaban. Aferró el pomo y apoyó la cabeza contra la madera.
No tenía por qué preocuparse. Nadie necesitaría saberlo jamás. Ni siquiera había pensado en ello hasta que el hombre de Scotland Yard formuló la pregunta e invocó el recuerdo de Juliet y su pistola.
Había ido a hablar con ella tras recibir tres airadas llamadas telefónicas de tres asustados padres, cuyos hijos habían estado de parranda en los terrenos de Cotes Hall. Ella llevaba viviendo un año en la casa del vigilante, una mujer alta, angulosa y reservada, que ganaba dinero cultivando plantas y elaborando pociones, que paseaba a buen paso por los páramos con su hija, y que raras veces bajaba al pueblo. Compraba verduras en Clitheroe. Compraba elementos de jardinería en Burnley. Examinaba trabajos manuales, vendía plantas y secaba hierbas en Laneshawbridge. En ocasiones, salía con su hija de excursión, pero sus elecciones eran siempre algo peculiares, como el Museo Textil Lewis en lugar del castillo de Lancaster, o la colección de casas de muñecas de Houghton Tower en lugar de las distracciones de Blackpool, junto al mar. Pero todo eso lo descubrió más tarde. Al principio, mientras traqueteaba por la surcada senda en su viejo Land Rover, solo pensaba en la estupidez de una mujer que había disparado en la oscuridad contra tres muchachos que imitaban ruidos de animales en la linde del bosque. Y con una escopeta. Podría haber pasado cualquier cosa.
Aquella tarde, el sol se filtraba por el robledal. Gotas verdes cubrían las ramas de los árboles, mientras un día de finales de invierno daba paso a la primavera. Estaba tomando una curva de la estropeada carretera que los Townley-Young se habían negado a reparar durante casi toda una década, cuando por la ventana abierta se coló el penetrante perfume del espliego cortado, y con él uno de aquellos dolorosos recuerdos de Annie. Fue tan cegador, tan momentáneamente real, que pisó el freno, casi a la espera de verla venir corriendo desde el bosque, donde se había plantado gran cantidad de espliego al borde de la carretera más de cien años antes, cuando Cotes Hall aguardaba con todo dispuesto al novio que nunca llegó.
Annie y él habían frecuentado aquel lugar miles de veces, y ella solía arrancar ramas de espliego mientras paseaba por la senda. El aire se impregnaba del perfume de las flores y el follaje, y Annie guardaba los brotes para introducirlos en saquitos que colocaba entre las prendas de lana e hilo de su casa. Colin recordaba muy bien aquellos saquitos, pequeñas bolsas de gasa atadas con cintas púrpura deshilachadas. Siempre se partían antes de una semana. Él siempre sacudía trocitos de lavanda de sus calcetines y de las sábanas. Y pese a sus protestas —«Para ya, muchacha. ¿De qué sirven?»— ella continuaba encajando bolsas en todos los rincones de la casa, incluso una vez en los zapatos de Colin, mientras explicaba: «Polillas, Col. No querrás tener polillas, ¿verdad?».
Después de su muerte, Colin liberó la casa de los saquitos, en un intento infructuoso de liberar la casa de ella. Barrió las medicinas de la mesilla de noche, bajó sus vestidos de las perchas y tiró sus zapatos en bolsas de basura, trasladó sus botellas de perfume al patio trasero y las rompió una a una con un martillo, como si ese ejercicio pudiera aplacar su ira, y luego fue en busca de los saquitos de Annie.
Pero el olor del espliego siempre la materializaba ante él. Aún era peor por las noches, cuando sus sueños permitían que la viera, la recordara y anhelara aquello que había sido. De día, cuando solo el perfume le embrujaba, estaba fuera de su alcance, como un susurro arrastrado por el viento. Pensó: «Annie, Annie», y contempló la senda con las manos aferradas al volante.
Por lo tanto, no vio a Juliet Spence hasta pasados unos momentos, lo cual proporcionó a la mujer cierta ventaja sobre él; a veces, pensaba que aún la mantenía.
—¿Se encuentra bien, agente?
Él asomó la cabeza por la ventanilla abierta y vio que la mujer había salido del bosque con una cesta sobre el brazo y las rodilleras de sus tejanos incrustadas de barro.
No le pareció extraño que la señora Spence supiera quién era. El pueblo era pequeño. Le habría visto antes, aunque nunca les hubieran presentado. Además, Townley-Young le habría dicho que él hacía visitas periódicas a Cotes Hall, como parte de sus rondas nocturnas. Tal vez le había visto desde la ventana de su casa, cuando deambulaba por el patio y la luz de su linterna resbalaba sobre las ventanas de la mansión, para comprobar que su deterioro se encontraba en manos de la naturaleza y no era usurpado por el hombre.
Hizo caso omiso de la pregunta y salió del Rover.
—Es la señora Spence, ¿verdad? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.
—Sí.
—¿Es consciente del hecho de que anoche disparó su escopeta en dirección a tres chicos de doce años? ¿En dirección a niños, señora Spence?
Llevaba en la cesta extraños ejemplares de verduras, raíces y ramitas, junto con un desplantador y unas tijeras de podar. Sacó el desplantador, quitó un grueso terrón de barro pegado a su extremo, y se pasó los dedos a lo largo de los tejanos. Tenía las manos grandes y sucias, y las uñas rotas. Parecían de hombre.
—Venga a casa, señor Shepherd —dijo.
Giró en redondo y se internó en el bosque, mientras Colin traqueteaba por la carretera durante el último kilómetro. Cuando entró en el patio de grava y se detuvo a la sombra de la mansión, la mujer ya se había desprendido de la cesta, sacudido el barro de sus tejanos, lavado las manos con tal empeño que parecían escoriadas y puesto a hervir una tetera. La puerta principal estaba abierta y Colin subió el único peldaño que hacía las veces de porche.
—Estoy en la cocina, agente —dijo la mujer—. Entre.
Té, pensó. Preguntas y respuestas controladas por el ritual de servir la infusión, pasar azúcar y leche, partir Hob Nobs sobre una bandeja floreada y astillada. Muy astuta, pensó.
Pero en lugar de preparar té, la mujer vertió poco a poco el agua hirviente en una cacerola metálica grande, que contenía tarros de cristal ya cubiertos de agua. Puso la cacerola al fuego.
—Hay que esterilizar las cosas —explicó—. La gente muere con facilidad cuando alguien es lo bastante imprudente para hacer conservas sin esterilizar primero.
Colin paseó la mirada por la cocina y trató de echar un vistazo a la despensa. Era una época del año muy extraña para sus propósitos.
—¿Qué conserva?
—Yo podría hacerle la misma pregunta a usted.
Se acercó a una alacena, bajó dos vasos y una garrafa, de la que sirvió un líquido, cuyo color oscilaba entre el ámbar y un tono tierra. Era turbio, y cuando la mujer dejó un vaso ante él sobre la mesa donde se había sentado sin esperar a que le invitara, en un intento de afirmar cierta autoridad, lo cogió y olió con suspicacia. ¿A qué olía? ¿A corcho? ¿A queso viejo?
La mujer rio y dio un buen sorbo. Dejó la garrafa sobre la mesa, se sentó frente a él y rodeó el vaso con las dos manos.
—Adelante —dijo—. Está hecho de diente de león y saúco. Yo bebo cada día.
—¿Para qué sirve?
—Yo lo uso como purgante. Sonrió y volvió a beber.
Colin levantó el vaso. Ella le observó. No a las manos cuando las levantó, no a la boca cuando bebió, sino a los ojos. Esto fue lo que más le impresionó cuando meditó después en su primer encuentro: que ella no le quitó la vista de encima ni un momento. Él también sentía cierta curiosidad y reunió rápidas impresiones sobre la mujer: no llevaba maquillaje; su cabello empezaba a encanecer, pero apenas se veían arrugas en su piel, de modo que no podía ser mucho mayor que él; emanaba un vago olor a sudor y tierra, y una mancha de polvo sobre su ojo parecía una marca de nacimiento oval; llevaba camisa de hombre, muy grande, de cuello deshilachado y mangas rotas; en la V que descendía hasta el primer botón abrochado, vio el arco inicial de un pecho; tenía las muñecas grandes, los hombros anchos; imaginó que podrían intercambiarse la ropa.
—Las cosas son así —dijo ella en voz baja. Tenía los ojos oscuros, y las pupilas tan grandes que parecían negros—. Al principio, es el temor a algo más grande que usted, algo sobre lo cual carece de control y apenas comprende, oculto en el cuerpo de su mujer y que posee un poder propio. Después, aparece la cólera contra la asquerosa enfermedad que ha irrumpido en sus vidas y las ha desbaratado. Luego, llega el pánico, porque nadie tiene respuestas que usted pueda creer, y todas las respuestas son diferentes. Luego, el sufrimiento de verse abrumado por ella y su enfermedad, cuando lo único que deseaba, aquello a lo que se comprometió y juró respetar, era una esposa, una familia y normalidad. Luego, viene el horror de estar atrapado en casa con la visión, el olor y el sonido de su agonía. Pero por extraño que parezca, al final todo se transforma en el tejido de su vida, la forma de vivir como marido y mujer. Se acostumbra a las crisis y a los momentos de respiro. Se acostumbra a las sombrías realidades de los orinales, las palanganas, los vómitos y la orina. Comprende lo importante que es usted para ella. Es su ancla, su salvación, su cordura. Y sus necesidades se convierten en algo secundario, sin importancia, egoístas, incluso repugnantes, a la luz del papel que usted juega para ella. Cuando todo termina y ella muere, por tanto, usted no se siente liberado como piensan los demás. En cambio, siente una especie de locura. Los demás dicen, es una bendición que Dios se la haya llevado, pero usted sabe que Dios no existe, solo aquella herida abierta en su vida, el hueco que era el espacio ocupado por ella, la forma en que la necesitaba, cómo llenaba sus días.
Sirvió más líquido en su vaso. Quiso responder algo, pero aún deseaba huir más, para no tener que hacerlo. Se quitó las gafas, alejando la cabeza en lugar de levantarlas del puente de la nariz, y de esa manera consiguió apartar los ojos de ella.
—La muerte solo es una liberación para el que muere —continuó la mujer—. Para el que sobrevive, es un infierno cuyo rostro no cesa de cambiar. Usted cree que se sentirá mejor. Cree que el dolor desaparecerá algún día. Pero nunca sucede. Por completo, no. Y los únicos capaces de comprenderlo son los que han pasado por lo mismo que usted.
Por supuesto, pensó Colin. Su marido.
—Yo la quería —dijo—. Después, la odié. Después, la volví a querer. Necesitaba más de lo que yo podía dar.
—Le dio lo que pudo.
—Al final, no. No fui fuerte cuando debía. Me puse en primer lugar, cuando agonizaba.
—Quizá no podía aguantar más.
—Ella sabía lo que yo había hecho. Jamás dijo una palabra, pero lo sabía.
Se sentía atrapado, con las paredes demasiado cercanas. Se caló las gafas. Se levantó de la mesa y caminó hasta el fregadero, donde enjuagó su vaso. Miró por la ventana. No daba a la mansión, sino al bosque. Vio que la mujer había plantado un extenso jardín. Había reparado el antiguo invernadero. A un lado había una carretilla, llena de algo que parecía estiércol. La imaginó hincándola en la tierra, con los movimientos enérgicos y fuertes que sus hombros prometían. Sudaría. Se detendría para secarse la frente con la manga. No llevaría guantes, pues desearía sentir el mango de madera de la pala y el calor de la tierra bañada por el sol, y cuando tuviera sed, el agua que bebería resbalaría por las comisuras de sus labios hasta mojar su cuello. Un pequeño riachuelo se deslizaría entre sus pechos.
Se obligó a volver la cabeza hacia ella.
—¿Tiene una escopeta, señora Spence?
—Sí.
Siguió donde estaba, si bien cambió de posición, con un codo sobre la mesa y una mano curvada alrededor de una rodilla.
—¿La disparó anoche?
—Sí.
—¿Por qué?
—El terreno está vallado, agente. Cada cien metros, aproximadamente.
—Hay un sendero de uso público. Usted lo sabe muy bien, al igual que Townley-Young.
—Esos chicos no estaban en el sendero que conduce a Cotes Fell, ni se dirigían hacia el pueblo. Estaban en el bosque, detrás de la casa, y subían hacia la mansión.
—Parece muy segura.
—Claro que lo estoy, por el sonido de sus voces.
—¿Les advirtió verbalmente?
—Dos veces.
—¿No pensó en telefonear para pedir ayuda?
—No necesitaba ayuda. Solo necesitaba librarme de ellos. Lo cual, como usted sin duda reconocerá, hice a la perfección.
—Con una escopeta, que disparó hacia los árboles con balas…
—Con sal. —Se pasó el pulgar y el dedo medio por el cabello. Era un gesto que delataba más impaciencia que vanidad—. La escopeta estaba cargada con sal, señor Shepherd.
—¿La carga con algo más?
—En ocasiones, sí, pero cuando lo hago, no disparo a niños.
Colin observó por primera vez que llevaba pendientes, pequeños botones dorados que captaban la luz cuando volvía la cabeza. Eran las únicas joyas que exhibía, salvo una alianza que, como la suya, carecía de adornos y era tan delgada como la mina de un lápiz. También captó la luz cuando sus dedos tamborilearon impacientes sobre la rodilla. Tenía las piernas largas. Vio que se había quitado las botas en algún sitio y llevaba calcetines grises en los pies.
—Señora Spence —dijo, porque necesitaba hablar para concentrar su atención—, las armas son peligrosas en manos de gente sin experiencia.
—Si hubiera querido herir a alguien, señor Spence, lo habría hecho, créame.
Se puso en pie. Colin esperaba que cruzara la cocina, llevara el vaso al fregadero, devolviera la garrafa a la alacena, e invadiera su territorio.
—Acompáñeme —dijo, sin embargo.
La siguió a la sala de estar, que había atravesado antes camino de la cocina. La luz del atardecer caía en franjas sobre la alfombra; destellos y sombras recorrieron a la mujer cuando se acercó a un viejo aparador apoyado contra una pared. Abrió el cajón superior izquierdo. Sacó un paquete envuelto en tela de toalla y atado con un cordel. Una vez desatado y desenvuelto, reveló una pistola. Un revólver, de aspecto bien aceitado.
—Acompáñeme —repitió la mujer.
La siguió hasta la puerta principal. Seguía abierta, y la brisa de marzo revolvió el cabello de su anfitriona. Al otro lado del patio, la mansión se veía desierta, con las ventanas rotas y entabladas, los viejos conductos para el agua de lluvia oxidados y los muros de piedra desportillados.
—Remate de la segunda chimenea empezando por la derecha, creo —dijo ella—. Esquina izquierda.
Levantó el brazo, apuntó y disparó. Un fragmento de terracota salió disparado como un misil de la segunda chimenea.
—Si hubiera querido herir a alguien —repitió—, lo habría hecho, señor Shepherd.
Regresó a la sala de estar y dejó la pistola en su envoltorio, que descansaba sobre el aparador, entre una cesta de coser y una colección de fotografías de su hija.
—¿Tiene permiso de armas? —preguntó Colin.
—No.
—¿Por qué?
—No era necesario.
—Lo dice la ley.
—Para el uso a que está destinada, no.
Tenía la espalda apoyada contra el aparador. Él estaba de pie en el umbral. Pensó en decir lo que debía decir. Consideró la posibilidad de hacer lo que la ley le exigía. El arma era ilegal, estaba en posesión de la mujer, y él debería requisarla y acusarla de un delito.
—¿Para qué la utiliza? —preguntó, en cambio.
—Para tirar al blanco, sobre todo. Y para protegerme, además.
—¿De quién?
—De cualquiera que no sea disuadido por un grito de advertencia o un disparo de escopeta. Es una forma de seguridad.
—No parece muy insegura.
—Cualquier persona que tenga un crío en casa está insegura. En especial, una mujer sola.
—¿Siempre la guarda cargada?
—Sí.
—Eso es absurdo. Es como pedir problemas.
Una breve sonrisa se dibujó en su boca.
—Tal vez, pero jamás he disparado en compañía de alguien que no fuera Maggie antes de hoy.
—Fue una tontería enseñármela.
—Sí.
—¿Por qué lo ha hecho?
—Por la misma razón que la tengo. Protección, agente.
La miró desde el otro extremo de la sala. Su corazón latía desenfrenadamente, y se preguntó el motivo. Oyó que goteaba agua en algún lugar de la casa, y el canto de un pájaro en el exterior. Vio que el pecho de la mujer subía y bajaba, la V de la camisa donde su piel daba la impresión de brillar, los tejanos ceñidos a las caderas. Era flaca y sudaba. Estaba más que desaliñada. Habría sido incapaz de dejarla.
Sin poder pensar con coherencia, dio dos grandes zancadas y ella salió a su encuentro en el centro de la sala. La atrajo a sus brazos, hundió los dedos en su cabello, aplastó la boca contra la suya. Ignoraba que pudiera existir tal deseo por una mujer. Si hubiera opuesto la menor resistencia, sabía que la habría forzado, pero no se resistió y era evidente que no deseaba hacerlo. Deslizó las manos sobre su pelo, bajaron hacia su cuello, se apoyaron contra su pecho, y después le rodeó con los brazos, mientras él la ceñía más, se apoderaba de sus nalgas y la estrujaba, estrujaba, estrujaba contra su cuerpo. Oyó que los botones saltaban mientras la despojaba de la camisa, en pos de sus senos. Y después, fue consciente de que ya no llevaba camisa y la boca de la mujer recorría su cuerpo, besaba y mordía su torso hasta llegar a la cintura, y entonces se arrodilló, forcejeó con el cinturón y le bajó los pantalones.
Jesucristo, pensó. Jesús, Jesús, Jesús. Solo le atenazaban dos terrores: que estallara en su boca, que ella le soltara antes de poder hacerlo.