Lynley atacó la cuesta de la carretera de Clitheroe, en dirección al pueblo de Winslough, a última hora de la tarde. Un sol tenue, que iba palideciendo a medida que el día viajaba hacia la noche, taladraba la niebla invernal que flotaba sobre la tierra. Sus haces estrechos se reflejaban en los viejos edificios de piedra —la iglesia, la escuela, las casas y las tiendas que se alzaban en una apretada exhibición de la robusta arquitectura propia de Lancashire— y cambiaban el color de los edificios, un oscuro canela tintado de hollín a ocre. La carretera estaba húmeda bajo los neumáticos del Bentley, como daba la impresión de ocurrir siempre en el norte al llegar aquella época del año, y charcos de agua producidos por el hielo y la escarcha, que se formaban, fundían y volvían a formarse cada noche, brillaban a la luz. El cielo se reflejaba sobre su superficie, al igual que las formas de los setos y los árboles.
Disminuyó la velocidad a unos cincuenta metros de la iglesia. Aparcó al lado y salió al aire, acerado como un cuchillo. Olió el humo de un fuego cercano, alimentado con leña seca. Luchaba por imponerse a los olores dominantes a estiércol, tierra removida, humedad y vegetación podrida que emanaban de una extensión de tierra despejada que se extendía al otro lado del zarzal que bordeaba la carretera. A su izquierda, el seto se curvaba hacia el noreste, paralelo a la carretera, permitiendo el acceso a la iglesia, y después, tal vez a unos cuatrocientos metros, al pueblo. A la derecha, un grupo de árboles se espesaba hasta formar un bosque de robles viejos, sobre el cual se elevaba una colina cubierta de escarcha y coronada por una capa de niebla ondulante. Frente a él, el campo descendía lánguidamente hacia un riachuelo sinuoso, para volver a elevarse al otro lado en un batiburrillo de muros de piedra seca, entre los cuales se erguían granjas, y pese a la distancia, Lynley oyó el balido de las ovejas.
Se apoyó contra el coche y examinó San Juan Bautista. Al igual que el resto del pueblo, la iglesia era un edificio sencillo, de tejado inclinado, cuyos únicos adornos eran el campanario y las almenas normandas. Rodeado por un cementerio y algunos castaños, con el telón de fondo del cielo brumoso, no tenía aspecto de ser un elemento importante de un decorado que albergaba un crimen.
Al fin y al cabo, los sacerdotes eran personajes secundarios en el drama de la vida y la muerte. Su papel era el de conciliadores, consejeros e intermediarios entre el penitente, el suplicante y el Señor. Ofrecían un servicio trascendental, tanto en eficacia como en importancia, por su relación con la divinidad, pero a causa de este hecho existía una prudente distancia entre ellos y los miembros de su congregación, que parecía excluir el tipo de intimidad que conduce al asesinato.
No obstante, esta cadena de razonamientos era pura sofistería, y Lynley lo sabía. Todo lo demostraba, desde el viejo aforismo del lobo con piel de cordero hasta aquel taimado hipócrita del reverendo Arthur Dimmesdale. Aunque no fuera el caso, Lynley había sido policía el tiempo suficiente para saber que el exterior más inocente, por no mencionar la posición más encumbrada, contaba con todas las posibilidades de ocultar culpabilidad, pecado y vergüenza. Por lo tanto, si el crimen había destruido la paz de aquella campiña soñolienta la culpa no era de las estrellas ni del movimiento incesante de los planetas, sino que residía en el fondo de un corazón cauteloso.
—Está ocurriendo algo peculiar —había dicho por teléfono St. James aquella mañana—. Por los datos que he podido reunir, parece que el agente de policía local se las ingenió para evitar que el DIC de su división llevara a cabo poca cosa más que una investigación rutinaria. Por lo visto, mantiene relaciones con la mujer que dio a ese sacerdote, Robín Sage, la cicuta.
—Tuvo que haber una encuesta, St. James.
—En efecto. La mujer, que se llama Juliet Spence, admitió que lo había hecho y afirmó que había sido un accidente.
—Bien, si el caso no fue a más y el jurado emitió un veredicto de envenenamiento accidental, hemos de suponer que la autopsia y las demás pruebas aportadas, independientemente de quién las reuniera, verificaron su declaración.
—Pero si piensas en el hecho de que es una herbolaria…
—La gente comete equivocaciones. Piensa en las numerosas muertes que se han producido porque un experto en setas cogió la que no debía, la preparó para cenar y murió.
—No es lo mismo.
—Dices que la confundió con chirivía silvestre, ¿no?
—Sí, y ahí empeora la historia.
St. James describió los hechos. Si bien era cierto que la planta no se distinguía a simple vista de otros miembros de su familia, las umbelíferas, las similitudes entre el género y la especie se limitaban a las partes de la planta que nadie comía: las hojas, los tallos, las flores y los frutos.
¿Por qué la fruta no?, quiso saber Lynley. ¿No derivaba toda la situación del hecho de coger, cocinar y comer la fruta?
En absoluto, contestó St. James. Aunque la fruta fuera tan venenosa como el resto de la planta, consistía en cápsulas secas, divididas en dos partes, que, al contrario que un melocotón o una manzana, no eran canosas y, por lo tanto, inaceptables desde un punto de vista gastronómico. Alguien que cultivara cicuta, pensando que era chirivía silvestre, no comería la fruta, sino que extraería la planta o utilizaría la raíz.
—Ahí está el problema —dijo St. James.
—Supongo que las características distintivas están en la raíz.
—Exacto.
Lynley se vio forzado a admitir que, si bien las características no eran legión, su número bastaba para despertar su inquietud dormida. Ese era el motivo, en parte, de que hubiera sacado de la maleta las ropas que había puesto para pasar una semana en el suave invierno de Corfú, sustituyéndolas por otras más adecuadas para el insidioso frío del norte, circulado por la M1 hasta la M6, y viajado a Lancashire, con sus páramos desolados, sus montañas cubiertas de nubes y sus aldeas antiquísimas, de las cuales había surgido hacía más de trescientos años la fascinación de su país por la brujería.
Roughlee, Blacko y Pendle Hill no estaban muy lejos, ni en la distancia ni en el recuerdo, del pueblo de Winslough, ni tampoco la Hondonada de Bowland, que veinte mujeres habían atravesado para ser juzgadas y ejecutadas en el castillo de Lancaster. Era un hecho histórico demostrado que la persecución alzaba su fea cabeza en momentos de tensión, cuando se necesitaba un chivo expiatorio para aplacarla y desplazarla. Lynley se preguntó si la muerte del vicario local a manos de una mujer constituía suficiente tensión.
Dejó de contemplar la iglesia y se volvió hacia el Bentley. Encendió el motor, y la cinta que había estado escuchando desde Clitheroe se reanudó. El Réquiem de Mozart. Su lóbrega combinación de cuerdas y vientos, que acompañaban al cántico grave y solemne del coro, parecía muy apropiada a las circunstancias. Guio el coche hacia la carretera.
Si no era una equivocación lo que había matado a Robin Sage era otra cosa, y los datos sugerían que esa otra cosa era un asesinato. Como en la planta, aquella conclusión brotaba de la raíz.
—La cicuta se distingue de los demás miembros de las umbelíferas por la raíz —había explicado St. James—. La chirivía silvestre tiene un solo rizoma. La cicuta tiene un haz tuberoso de raíces.
—¿No cabe la posibilidad de que esa planta en particular tuviera un solo rizoma?
—Sí, es posible, al igual que otro tipo de planta podría tener lo contrario: dos o tres raíces adventicias. Pero, estadísticamente hablando, Tommy, es improbable.
—No podemos desecharla.
—De acuerdo, pero aunque esta planta en particular hubiera tenido una anomalía de ese tipo, existen otras características en la parte hundida del tallo que, en teoría, una herbolaria debería observar. Cuando abres a lo largo el tallo de la cicuta, se ven nudos e internudos.
—Échame una mano, Simon. La ciencia no es mi especialidad.
—Lo siento. Supongo que tú las llamarías cámaras. Son huecas, con un diafragma de tejido medular que recorre horizontalmente la cavidad.
—¿Y la chirivía silvestre no tiene esas cámaras?
—Tampoco rezuma un líquido aceitoso amarillo cuando cortas el tallo.
—¿Cortó ella el tallo? ¿Lo abrió a lo largo?
—Eso último, no. Admito que es dudoso, pero en cuanto a lo primero, ¿cómo podría arrancar la raíz, aunque fuera la única anómala, sin cortar el tallo de alguna forma? Aunque hubiera arrancado la raíz del tallo, ese aceite singular habría rezumado.
—¿Y crees que es suficiente advertencia para una herbolaria? ¿No cabe la posibilidad de que estuviera pensando en otra cosa y no se fijara? ¿Y si alguien estaba con ella mientras la arrancaba? ¿Y si estaba hablando con una amiga, discutía con su amante, o estaba distraída? Quizá estaba distraída por un buen motivo. ¿No lo crees?
—Es posible. Y vale la pena investigarlo, ¿no?
—Deja que haga unas llamadas telefónicas.
Lo había hecho. La naturaleza de las respuestas que había conseguido obtener habían acicateado su interés. Como las vacaciones en Corfú se habían convertido en otra promesa incumplida de su vida, metió un traje de tweed, tejanos y jerséis en la maleta, y amontonó botas de agua, calzado de excursión y un anorak en el maletero del coche. Hacía semanas que ardía en deseos de abandonar Londres. Aunque habría preferido escapar en avión a Corfú con Helen Clyde, Crofters Inn y Lancashire bastarían.
Dejó atrás las casas adosadas que señalaban la entrada al pueblo y encontró el hostal en el cruce de tres carreteras, justo donde St. James le había dicho. Lynley encontró en el pub al propio St. James, acompañado de Deborah.
El pub aún no estaba abierto. Los candelabros de pared, con sus pequeñas pantallas adornadas con borlas, no estaban encendidos. Cerca del bar, alguien había colocado una pizarra, donde las especialidades de la noche habían sido escritas con una mano que empleaba extrañas letras puntiagudas, líneas inclinadas y tiza de color fucsia. Se ofrecía Lasagnia, así como Filete Minuet y Steamed Toffy Pudding. Si la ortografía indicaba la calidad de la cocina, la perspectiva era poco prometedora. Lynley tomó nota mental de probar el restaurante en lugar del pub.
St. James y Deborah estaban sentados bajo una de las dos ventanas que daban a la calle. Sobre la mesa, entre ambos, los restos del té de la tarde se mezclaban con jarras de cerveza y un fajo de papeles grapados que St. James se disponía a doblar y guardar en el bolsillo interior de la chaqueta.
—Escucha, Deborah… —estaba diciendo.
—No. Estás rompiendo nuestro acuerdo —replicó ella. Se cruzó de brazos. Lynley conocía aquel gesto. Se detuvo.
En la chimenea contigua a la mesa ardían tres troncos. Deborah se volvió y miró a las llamas.
—Sé razonable —dijo St. James.
—Sé justo —contestó ella.
Entonces, uno de los troncos se movió y una lluvia de chispas cayó al hogar. St. James empleó el cepillo del fuego. Deborah se apartó. Vio a Lynley.
—Tommy —dijo, sonriente y con expresión de alivio, cuando el recién llegado entró en el gran círculo de luz que el fuego proporcionaba. Dejó la maleta junto a la escalera y avanzó a su encuentro.
—Has venido muy rápido —comentó St. James, mientras Lynley le estrechaba la mano, para después besar en la mejilla a Deborah.
—Llevaba viento de popa.
—¿Te ha costado escaparte del Yard?
—Lo has olvidado. Estoy de vacaciones. Acababa de entrar en el despacho para despejar mi escritorio.
—¿Hemos interrumpido tus vacaciones? —preguntó Deborah—. ¡Simon! Eso es espantoso.
Lynley sonrió.
—Un favor, Deb.
—Pero tú y Helen tendríais planes.
—En efecto, pero ella cambió de idea. Me quedé colgado. Podía elegir entre venir a Lancashire o dar vueltas sin parar por mi casa de Londres. Lancashire se me antojó mucho más prometedor. Es una distracción, como mínimo.
Deborah asestó con astucia la puñalada final.
—¿Sabe Helen que has venido?
—La telefonearé esta noche.
—Tommy…
—Lo sé. No me he portado bien. He huido como un cobarde.
Se dejó caer en la silla contigua a Deborah y cogió una torta que aún quedaba en la plata. Se sirvió un poco de té en la taza vacía de Deborah y puso azúcar mientras masticaba. Paseó la vista en torno suyo. La puerta del restaurante estaba cerrada. Las luces situadas detrás de la barra estaban apagadas. La puerta de la oficina se veía entreabierta, pero no se advertían movimientos detrás, y pese a que una tercera puerta, dispuesta en ángulo detrás de la barra, estaba lo bastante abierta para permitir que un haz de luz iluminara las etiquetas de las botellas de alcohol colgadas al revés, no surgía ningún sonido desde el otro lado.
—¿No hay nadie? —preguntó Lynley.
—Están por ahí. Hay una campana en el bar.
Movió la cabeza en su dirección, pero no se movió.
—Saben que eres del Yard, Tommy.
Lynley enarcó una ceja.
—¿Cómo?
—Recibiste un mensaje durante la comida. Todo el pub hablaba de ello.
—Menos mal que he venido de incógnito.
—De todas formas, creo que no nos habría servido de nada.
—¿Quién lo sabe?
—¿Que eres del DIC? —St. James se reclinó en la silla y dejó que su mirada vagara, como si intentara recordar quién estaba en el pub cuando se produjo la llamada—. Los propietarios, desde luego. Seis o siete habitantes de la localidad. Un grupo de excursionistas que se marchó hace bastante rato.
—¿Estás seguro acerca de los habitantes?
—Ben Wragg, el propietario, estaba conversando con algunos cuando su mujer le comunicó la noticia. Los demás se enteraron mientras comían. Deborah y yo sí, al menos.
—Espero que Wragg les cargara un extra.
St. James sonrió.
—Pues no, pero nos transmitieron el mensaje. Se lo contaron a todo el mundo: el sargento Dick Hawkins, de la policía de Clitheroe, llamaba al inspector detective Thomas Lynley.
—Le pregunté de dónde venía ese tal inspector detective Thomas Lynley —añadió Deborah, con su mejor acento de Lancashire—, y ¿a que no lo adivinas, Tommy? —Una pausa maravillosamente dramática—. ¡Es de New Scotland Yard! Se hospedará en este mismo hostal. Reservó una habitación no hace ni tres horas. Yo cogí la llamada. Bien, ¿qué cree que viene a investigar? —La nariz de Deborah se arrugó al tiempo que sonreía—. Eres la sensación de la semana. Has convertido Winslough en St. Mary Mead.
Lynley lanzó una risita.
—Clitheroe no es la comisaría regional de Winslough, ¿verdad? —dijo St. James con aire pensativo—. Y ese Hawkins no dijo nada acerca de estar adscrito a ningún DIC, porque en ese caso, nos habríamos enterado de la noticia junto con todos los demás.
—Clitheroe solo es el centro de la división policial —explicó Lynley—. Hawkins es el oficial superior del agente de policía local. Hablé con él esta mañana.
—Pero ¿no es del DIC?
—No, y tus conclusiones al respecto eran correctas, St. James. Cuando hablé antes con Hawkins, confirmó que el DIC de Clitheroe se limitó a fotografiar el cadáver, examinar el lugar de los hechos, recoger pruebas materiales y preparar la autopsia. Shepherd se encargó del resto, la investigación y los interrogatorios. Pero no lo hizo solo.
—¿Quién le ayudó?
—Su padre.
—Eso es muy extraño.
—Extraño e irregular, pero no ilegal. Según lo que me contó el sargento Hawkins, el padre de Shepherd fue, en su época, inspector jefe detective en la comisaría regional de Hutton-Preston. Es evidente que se impuso al sargento Hawkins y tomó el mando.
—¿Fue inspector jefe detective?
—El caso Sage fue el último en que intervino. Se jubiló poco después de la encuesta.
—De modo que Shepherd debió acordar con su padre que debían mantener al DIC de Clitheroe alejado del asunto —dijo Deborah.
—O su padre lo decidió así.
—Pero ¿por qué? —musitó St. James.
—Yo diría que hemos venido para averiguarlo.
Bajaron juntos por la carretera de Clitheroe en dirección a la iglesia. Dejaron atrás las casas adosadas, cuyas ventanas blancas estaban circundadas por cien años de suciedad que un simple lavado no lograría eliminar.
Encontraron la casa de Colin Shepherd justo al lado de la vicaría, frente a la iglesia de San Juan Bautista. En aquel punto se separaron. Deborah se encaminó a la iglesia con un quedo «Aún no la había visto», para que St. James y Lynley interrogaran al agente a su aire.
Dos coches estaban aparcados frente al edificio de ladrillo, un Land Rover manchado de barro que tendría unos diez años de antigüedad y un Golf sucio que parecía relativamente nuevo. No se veía ningún coche en el camino vecinal, pero cuando dejaron atrás el Rover y el Golf, en dirección a la puerta de Colin Shepherd, una mujer se asomó a una ventana de la vicaría y contempló sus movimientos sin intentar ocultarse. Una mano estaba liberando el crespo cabello color zanahoria de la bufanda que lo sujetaba en la nuca, mientras la otra abotonaba una chaqueta azul marino. No se movió de la ventana ni siquiera cuando fue evidente que Lynley y St. James la habían visto.
Un estrecho letrero rectangular sobresalía de un lado de la casa. Azul y blanco, llevaba impresa una sola palabra: policía. Como ocurría en muchos pueblos, la casa del agente local era también el centro oficial de su zona. Lynley se preguntó si Shepherd había interrogado a la Spence en aquella misma casa.
Un perro se puso a ladrar en cuanto tocaron el timbre. Los ladridos empezaron en un extremo de la casa, se acercaron rápidamente a la puerta principal y se afianzaron detrás de ella. Un perro grande, a juzgar por la potencia, y muy poco cordial.
—Tranquilo, Leo —dijo una voz de hombre—. Siéntate.
Los ladridos cesaron al instante. La luz del porche se encendió, aunque aún no había oscurecido por competo, y la puerta se abrió.
Colin Shepherd les miró de arriba abajo, con un enorme perdiguero negro sentado a su lado. Su rostro no reflejaba ni la expectación correspondiente a una demanda de sus servicios profesionales, ni la curiosidad despertaba al encontrar desconocidos en su puerta. Sus palabras explicaron el motivo.
—El DIC de Scotland Yard —dijo, con un rápido cabeceo—. El sargento Hawkins dijo que vendría hoy.
Lynley exhibió su tarjeta de identidad y presentó a St. James, a quien Shepherd dijo, tras una mirada calculadora:
—Se aloja en el hostal, ¿verdad? Le vi anoche.
—Mi mujer y yo vinimos para ver al señor Sage.
—La pelirroja. Esta mañana, paseaba cerca del embalse.
—Fue a dar un paseo por los páramos.
—La niebla cae deprisa en esos lugares. No es un sitio muy apropiado para pasear, si se desconoce el terreno.
—Se lo diré.
Shepherd retrocedió. El perro se levantó de inmediato y empezó a gruñir.
—Tranquilo —dijo Shepherd—. Vuelve a la chimenea.
El perro, obediente, trotó hacia otra habitación.
—¿Lo utiliza para trabajar? —preguntó Lynley.
—No. Solo para cazar.
Shepherd movió la cabeza en dirección a un perchero que se erguía en un extremo del vestíbulo alargado. Debajo, se alineaban tres pares de botas de agua, dos de las cuales estaban manchadas de barro reciente. Al lado, había una cesta de leche metálica. El capullo de un insecto, emigrado mucho tiempo atrás, colgaba de un hilo pegado a una de las barras. Shepherd esperó, mientras Lynley y St. James colgaban sus abrigos. Después, les guio por el pasillo en la dirección que había tomado el perdiguero.
Entraron en una sala de estar, donde ardía un fuego, y un hombre de más edad estaba colocando un pequeño tronco sobre las llamas. Pese a los años de diferencia, era obvio que se trataba del padre de Colin Shepherd. Compartían muchas similitudes: la estatura, el pecho musculoso, la cintura estrecha. El cabello era diferente, más escaso y del color arena que adopta el pelo rubio cuando vira hacia gris. Los dedos largos, la sensibilidad y la seguridad de las manos del hijo se habían convertido, en su caso, en grandes nudillos y uñas hendidas.
El padre se frotó las manos, como para limpiarlas de polvillo. Extendió la mano a modo de saludo.
—Kenneth Shepherd —dijo—. Inspector jefe detective, jubilado. DIC de Hutton-Preston. Supongo que ya lo sabrán, ¿no?
—El sargento Hawkins me ha transmitido la información.
—Como era su deber. Me alegro de conocerles. —Dirigió una mirada a su hijo—. ¿Has ofrecido algo a estos caballeros, Col?
La expresión del agente no cambió, pese al tono afable de su padre. Sus ojos siguieron vigilantes, detrás de las gafas de concha.
—Cerveza —dijo—. Whisky. Coñac. Tengo un jerez que ha estado almacenando polvo durante seis años.
—A tu Annie le encantaba el jerez, ¿verdad? —dijo el inspector jefe—. Descanse en paz. Yo me tomaré uno. ¿Y ustedes?
—Nada —dijo Lynley.
—No, gracias —dijo St. James.
Shepherd se acercó a una mesa auxiliar, sirvió un jerez a su padre y algo de otra botella para él. Mientras tanto, Lynley paseó la vista por la sala.
Los muebles escaseaban, al estilo de un hombre que compra al azar cuando la necesidad es perentoria y no le importa el aspecto de sus posesiones. El respaldo de un sofá sitiado estaba cubierto por una manta tejida a mano de cuadrados multicolores, que conseguía ocultar casi todas las anémonas rosas, enormes pero piadosamente desteñidas, que decoraban la tela. Nada, excepto su raído tapizado, cubría los dos sillones de orejas desparejados, cuyos brazos estaban desnudos, y los respaldos desgastados, a causa de las generaciones de cabezas que se habían apoyado en ellos. Aparte de una mesa de café, una lámpara de pie de latón y la mesa auxiliar sobre la que descansaban las botellas de licor, el único objeto de interés colgaba en la pared. Era una vitrina que albergaba una colección de rifles y escopetas. Eran las únicas cosas de la sala que parecían cuidadas, compañeras sin duda del perdiguero que se había desplomado sobre una manta vieja y manchada frente al fuego. Sus patas, como las botas de agua del recibidor, estaban manchadas de barro.
—¿Caza aves? —preguntó Lynley, y dirigió una mirada a las armas.
—Ciervos también, hace tiempo, pero me he retirado. La presa nunca recompensaba la espera.
—En teoría, sí, pero nunca sucede, ¿verdad?
El inspector jefe, con la copa de jerez en la mano, indicó el sofá y las sillas.
—Siéntense —dijo, y se dejó caer en el sofá—. Acabamos de dar un paseo y nos irá bien descansar los pies. Me marcharé dentro de un cuarto de hora. Una jovencita de cincuenta y ocho años me espera para cenar en su pensión, pero nos queda tiempo para charlar.
—¿No vive en Winslough? —preguntó St. James.
—Hace años que no. Necesito un poco de acción y otro poco de carne femenina dispuesta a pasarlo bien. En Winslough no hay nada de lo primero, y lo que queda de lo segundo está atado y bien atado desde hace tiempo.
El agente se acercó con su copa al fuego, se acuclilló y acarició la cabeza del perdiguero. En respuesta, Leo abrió los ojos y apoyó la barbilla sobre el zapato de Shepherd. Agitó la cola satisfecho.
—Te has metido en el barro —dijo Shepherd, y tiró con cariño de las orejas del perro—. Menudo bribonzuelo estás hecho.
Su padre resopló.
—Perros. Joder. Se te meten dentro como las mujeres.
Fue una invitación a que Lynley formulara la pregunta con toda naturalidad, aunque estaba seguro de que aquella no había sido la intención del inspector jefe, como estaba seguro de que la visita del hombre a su hijo no tenía nada que ver con un paseo vespertino por los páramos.
—¿Qué puede contarnos sobre la señora Spence y la muerte de Robin Sage?
—No entra dentro de las atribuciones del Yard, ¿verdad?
Si bien lo dijo con bastante cordialidad, la respuesta del inspector jefe fue demasiado rápida, como si la hubiera preparado de antemano.
—¿Oficialmente? No.
—¿Y extraoficialmente?
—Supongo que será consciente de las irregularidades de la investigación, inspector jefe. La ausencia del DIC. La relación de su hijo con la autora del crimen.
—Crimen no, accidente.
Colin Shepherd levantó la vista del perro, la copa sujeta con desenvoltura en su mano. Siguió acuclillado junto al fuego. Un aldeano de pies a cabeza, que sin duda podría continuar en aquella posición durante muchas horas sin la menor incomodidad.
—Una decisión irregular, pero no ilegal —dijo el inspector jefe—. Colin pensó que podía tomarla. Yo estuve de acuerdo. Manejó bien la situación. Yo estuve con él casi todo el tiempo, de modo que si ha sido la ausencia del DIC lo que ha puesto nervioso al Yard, el DIC estuvo aquí todo el tiempo.
—¿Estuvo usted presente en todos los interrogatorios?
—En los importantes, sí.
—Inspector jefe, sabe muy bien que eso es más que irregular. No necesito decirle que cuando se ha cometido un crimen…
—Pero no fue un crimen —dijo el agente. Su mano seguía sobre el perro, pero tenía los ojos clavados en Lynley. No los movió—. El equipo encargado de analizar el escenario de los hechos registró los páramos, miró debajo de las piedras y comprendió bien la situación antes de una hora. No fue un crimen. Fue un accidente, punto. Yo lo vi así. El juez de instrucción lo vio así. El jurado lo vio así. Fin de la historia.
—¿Estuvo seguro desde el principio?
El perro se agitó inquieto cuando la mano que le acariciaba se tensó.
—Por supuesto que no.
—No obstante, aparte de la presencia inicial del equipo encargado de analizar el lugar de los hechos, tomó la decisión de no implicar a su DIC, las personas que están preparadas para determinar si una muerte es un accidente, un suicidio, o un asesinato.
—Yo tomé la decisión —dijo el inspector jefe.
—¿Basándose en qué?
—En una llamada telefónica mía —contestó su hijo.
—¿Informó de la muerte a su padre, en lugar de a la sede del departamento en Clitheroe?
—Informé a los dos. Dije a Hawkins que yo me ocuparía. Papá lo confirmó. Todo me pareció muy claro en cuanto hablé con Juliet… con la señora Spence.
—¿Y el señor Spence? —preguntó Lynley.
—No existe.
—Entiendo.
El agente bajó los ojos y dio vueltas al licor en su mano.
—Esto no tiene nada que ver con nuestra relación.
—Pero añade una complicación. Estoy seguro de que lo comprende.
—No fue un asesinato.
St. James se inclinó hacia delante en el sillón de orejas que había elegido.
—¿Por qué está tan seguro? ¿Por qué estuvo tan seguro hace un mes, agente?
—Ella carecía de móvil. No conocía al hombre. Era la tercera vez que se encontraban. La perseguía para que fuera a la iglesia, y quería hablar sobre Maggie.
—¿Maggie? —preguntó Lynley.
—Su hija. Juliet tenía algunos problemas con ella y el vicario intervino. Quería ayudar. Mediar entre ellas, ofrecer consejo, esas cosas. Esa era su relación, en una palabra. ¿Tenía que llamar al DIC para que le leyeran sus derechos por eso, o usted habría preferido un móvil antes?
—Medios y oportunidad son poderosos indicadores por sí solos —replicó Lynley.
—Eso es una chorrada, y usted lo sabe —intervino el jefe inspector.
—Papá…
El padre de Shepherd le indicó que callara con un movimiento de su copa.
—Yo tengo el medio de asesinar cada vez que me siento al volante de mi coche. Tengo la oportunidad cuando piso el acelerador. ¿Sería un asesinato, inspector, si arrollara a alguien que se cruzara en el camino de mi coche? ¿Sería necesario llamar al DIC por ello, o podríamos considerarlo un accidente?
—Papá…
—Si esa es su argumentación, cuya validez no negaré en este momento, ¿para qué implicar al DIC en su persona?
—Porque está liado con esa mujer, por el amor de Dios. Pidió que estuviera a su lado para ayudarle a conservar la objetividad. Y lo hizo. En todo momento.
—Mientras estuvo con él. Ha admitido antes que no estuvo presente en todas las entrevistas.
—No necesitaba para nada…
—Papá —interrumpió con brusquedad Shepherd. Su voz se calmó cuando prosiguió—. Las cosas se pusieron feas cuando Sage murió. Juliet entiende de plantas, y cuesta creer que confundiera cicuta con chirivía silvestre, pero eso fue lo que ocurrió.
—¿Está seguro? —preguntó St. James.
—Por supuesto. Ella se puso enferma la noche que el señor Sage murió. Tenía una fiebre altísima. Tuvo cuatro o cinco ataques, hasta las dos de la madrugada. Díganme para qué iba a comer a sabiendas un poco del veneno natural más mortífero del mundo, con el fin de disfrazar un crimen de accidente, sin tener un motivo. La cicuta no es como el arsénico, inspector Lynley. Es imposible fabricarse una inmunidad contra ella. Si Juliet hubiera querido asesinar al señor Sage, no habría sido tan idiota como para ingerir parte de la cicuta. Habría podido morir.
—¿Sabe con certeza que se encontró mal? —preguntó Lynley.
—Estaba allí.
—¿En la cena?
—Después. Pasé un momento.
—¿A qué hora?
—Hacia las once, después de la última patrulla.
—¿Por qué?
Shepherd apuró los restos de su copa y la dejó en el suelo. Se quitó las gafas y dedicó un momento a limpiar los cristales con la manga de su camisa de franela.
—¿Agente?
—Díselo, muchacho —intervino el inspector jefe—. Es la única manera de que se quede satisfecho.
Shepherd se encogió de hombros y volvió a ponerse las gafas.
—Quería saber si estaba sola. Maggie había ido a pasar la noche con una de sus amigas… Suspiró y removió los pies.
—¿Creyó que Sage iba a hacer lo mismo con la señora Spence?
—Había ido tres veces. Juliet no me dio motivos para pensar que le había tomado como amante. Me hice preguntas, eso es todo. Me hice preguntas. No me siento orgulloso de ello.
—¿Cabe la posibilidad de que hubiera tomado un amante sin conocerle apenas, agente?
Shepherd cogió su copa, vio que estaba vacía y la volvió a dejar sobre la mesa. Un muelle crujió en el sofá cuando el inspector jefe cambió de posición.
—¿Podría ser, agente?
Las gafas del agente destellaron un momento cuando levantó la cabeza para mirar a Lynley.
—Es difícil saber eso de cualquier mujer, ¿no? Sobre todo de una mujer a la que amas.
Era cierto, admitió Lynley. Más de lo que deseaba. La gente alababa las virtudes de la confianza todo el tiempo. Se preguntó cuántas personas vivían confiadas, sin dudas acampadas siempre como gitanos inquietos en los límites de la conciencia.
—Supongo que Sage se había marchado cuando usted llegó —dijo.
—Sí. Ella dijo que se había ido a las nueve.
—¿Dónde estaba Juliet?
—En la cama.
—¿Indispuesta?
—Sí.
—¿Y le dejó entrar?
—Llamé a la puerta. Como no contestó, entré.
—¿La puerta no estaba cerrada con llave?
—Tengo llaves. —Vio que Lynley dirigía una veloz mirada en dirección a St. James—. Ella no me las dio —añadió—. Fue Townley-Young. Las llaves de la casa, de Cotes Hall, de toda la propiedad. Él es el dueño. Ella, la vigilante.
—¿Sabe ella que usted tiene llaves?
—Sí.
—¿Como medida de precaución?
—Supongo.
—¿Las utiliza a menudo, como parte de su patrulla nocturna?
—No. Por lo general, no.
Lynley vio que St. James miraba con aire pensativo al agente, con el entrecejo arrugado mientras se acariciaba la barbilla.
—¿No fue un poco arriesgado entrar en la casa por la noche? —preguntó—. ¿Y si hubiera estado en la cama con el señor Sage?
Shepherd apretó la mandíbula, pero respondió con desenvoltura.
—Supongo que yo mismo le habría matado.