El único signo prometedor fue que, cuando extendió la mano para tocarla, para deslizar la mano por el desnudo sendero de su espina dorsal, ella no se retiró ni evitó su caricia con irritación. Aquello le dio esperanzas. Ciertamente, no le habló ni dejó de vestirse, pero en aquel momento, el inspector detective Thomas Lynley estaba ansioso por aceptar cualquier cosa que no fuera un rotundo rechazo, previo a su partida. Era, decididamente, el lado negativo de la intimidad con una mujer, pensó. Si existía una dichosa relación entre enamorarse y ser correspondido, Helen Clyde y él aún no habían logrado descubrirla.
«Los primeros tiempos», se dijo. Todavía no se había acostumbrado al papel de amantes después de haber sido, durante más de quince años, amigos. En cualquier caso, deseaba que dejara de vestirse y volviera a la cama, cuyas sábanas guardaban todavía el calor de su cuerpo, y el perfume de su cabello se aferraba con insistencia a la almohada.
Helen no había encendido la lámpara, ni tampoco había descorrido las cortinas a la luz acuosa del amanecer de aquel invierno londinense. Sin embargo, pese a aquellos detalles, la veía con toda claridad gracias al tenue sol que se filtraba primero por las nubes, y después por las cortinas. Aunque no hubiera sido el caso, conocía de memoria su rostro, cada uno de sus gestos y todas las partes de su cuerpo desde hacía mucho tiempo. Si la habitación hubiera estado a oscuras, habría podido describir con las manos la curva de su cintura, el ángulo preciso en el cual inclinaba la cabeza un momento antes de echarse hacia atrás el pelo, la forma de sus pantorrillas, talones y tobillos, y el volumen de sus senos.
Había amado antes, con más frecuencia a sus treinta y seis años de lo que deseaba admitir ante nadie, pero nunca había experimentado una necesidad tan peculiar y primitiva de dominar y poseer a una mujer. Durante los dos últimos meses, desde que Helen se había convertido en su amante, no paraba de decirse que su necesidad desaparecería si Helen accedía a casarse con él. El deseo de dominación, de que ella se sometiera a su voluntad, no podría prosperar en una atmósfera de poder compartido, igualdad y diálogo. Y si esas eran las líneas maestras del tipo de relación que deseaba sostener con ella, la parte de él que necesitaba controlarlo todo sería la candidata indudable a la inmolación, y cuanto antes mejor.
El problema consistía en que incluso ahora, a sabiendas de que Helen estaba disgustada, conociendo el motivo y sin poder echarle la culpa, aún detectaba el deseo irracional de que ella admitiera, sumisa y arrepentida, su error, cuya más lógica expiación sería volver de inmediato a la cama. Lo cual constituía, en sí mismo, el segundo y más imperativo problema. Se había despertado al amanecer, excitado por el calor del cuerpo de Helen apretado contra el suyo. Había recorrido con la mano la curva de su cadera y, aún dormida, ella se había deslizado en sus brazos para hacer el amor. Después, permanecieron tendidos entre las almohadas y las mantas arrugadas, la cabeza de Helen apoyada sobre su pecho, con la mano sobre una tetilla y el cabello castaño desparramado como seda entre sus dedos.
—Oigo tu corazón —dijo Helen.
A lo cual él había contestado:
—Me alegro. Eso significa que todavía no lo has roto.
Ella había lanzado una risita, mordisqueado con suavidad su pezón, bostezado y formulado la pregunta.
A la cual, como el tonto de remate que era, había respondido. Nada de sofismas. Nada de evasivas. Una tosecita, un carraspeo, y después la verdad. De allí surgió la discusión, si la acusación de «considerar objetos a las mujeres, considerarme un objeto a mí, a mí, Tommy, a quien afirmas amar» podía calificarse de discusión. Y de allí también había surgido la actual determinación de Helen de vestirse y marcharse sin más dilación. Irritada no, desde luego, pero sí en otro ejemplo de su necesidad de «pensar las cosas en soledad».
Dios, hay que ver lo imbéciles que nos vuelve el sexo, pensó él. Un momento de relajación, y lo lamentas toda la vida. Y lo peor era que, mientras miraba cómo se vestía —abrochando los fragmentos de seda y encaje que las mujeres llaman ropa interior—, notaba el aumento incontrolado de su deseo. Su cuerpo era la prueba más contundente de la verdad básica que se ocultaba tras la acusación de Helen. Para él, la maldición de ser varón parecía inextricablemente unida al dominio del hambre animal, estúpido y agresivo, que impulsaba a un hombre a desear a una mujer fueran cuales fueran las circunstancias, y en ocasiones, para su vergüenza, a causa de las circunstancias, como si una seducción rematada con éxito en media hora fuera la prueba de algo que trascendiera la capacidad del cuerpo de traicionar la mente.
—Helen —dijo.
Ella se acercó al tocador y utilizó el pesado cepillo forrado de plata de Lynley para ordenar su cabello. Un pequeño espejo de caballete se alzaba en mitad de sus fotografías familiares, y ella lo ajustó a su estatura.
Lynley no quería discutir con ella, pero se sentía obligado a hablar en su defensa. Por desgracia, a causa del tema que ella había elegido para su desacuerdo, o para ser justo, el tema que su comportamiento y posteriores palabras le habían dado pie a elegirlo, parecía que su única defensa hundía las raíces en un completo examen de su amante. Su pasado, al fin y al cabo, era tan poco inmaculado como el de Lynley.
—Helen, los dos somos adultos. Nos une una historia, pero cada uno tenemos historias por separado, y creo que no ganaremos nada si cometemos el error de olvidarlo, o esgrimiendo juicios basados en situaciones existentes antes de nuestra relación. La relación actual, quiero decir. El aspecto físico.
Por dentro, hizo una mueca ante aquel torpe intento de poner fin a su desacuerdo. Somos amantes, maldita sea, quiso decir. Te deseo, te quiero, y sabes muy bien que tú sientes lo mismo por mí, así que deja de ser tan sensible a algo que no tiene nada que ver contigo, o con mis sentimientos, y con lo que deseo de ti y contigo hasta el fin de mis días. ¿Está claro, Helen? ¿Está claro? Bien, me alegro. Ahora, vuelve a la cama.
Helen dejó el cepillo sobre el tocador y apoyó la mano sobre él, pero no se volvió. Aún no se había puesto los zapatos, lo cual alentó una tenue esperanza en Lynley, que también se alimentaba de la convicción de que ella no deseaba más alejamientos entre ambos. En realidad, Helen estaba enfadada con él, tal vez solo un poco más de lo que él estaba enfadado consigo mismo, pero aún no le había dado por imposible. No costaría mucho que entrara en razón, aunque fuera necesario empujarla a pensar que, durante los dos últimos meses, él habría podido echar a perder con toda facilidad su vinculación romántica, si hubiera sido tan idiota como para evocar la presencia espectral de sus antiguas amantes, como ella había hecho con los suyos. Helen argumentaría, por supuesto, que no le importaban en absoluto sus antiguas amantes, que, de hecho, ni siquiera las había sacado a colación. Se trataba de las mujeres en general, de la actitud de Lynley hacia ellas, y del «ja ja ja, esta noche voy a tirarme a otra» implicado por el hecho, en opinión de Helen, de colgar una corbata en el pomo exterior de la puerta del dormitorio.
—He practicado el celibato tanto como tú —dijo Lynley—. Siempre lo hemos sabido, los dos, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir eso?
—Es un simple dato. Si intentamos caminar sobre una cuerda floja tendida entre el pasado y el futuro en nuestra vida común, nos caeremos. Es imposible. Lo único que cuenta es el ahora. Después, el futuro. En mi opinión, esa debería ser nuestra principal preocupación.
—Esto no tiene nada que ver con el pasado, Tommy.
—Sí. No hace ni diez minutos, dijiste que te sentías como «el ligue de los domingos por la noche de su señoría».
—Has malinterpretado mi preocupación.
—¿De veras? —Se inclinó sobre el borde de la cama y recogió su bata, que había caído al suelo en algún momento de la noche, transformada en un montecillo azul—. ¿Te molestas más por una corbata colgada en el pomo de la puerta…?
—Por lo que la corbata implica.
—¿… o más en concreto por el hecho de que, cosa que admití como un cretino, he utilizado ese truco en anteriores ocasiones?
—Creo que me conoces lo bastante bien para no tener que hacer preguntas semejantes.
Lynley se levantó, se embutió en la bata y dedicó un momento a recoger la ropa de la que se había desprendido con tantas prisas a las once y media de la noche.
—Y yo creo que, en el fondo, eres más sincera contigo misma de lo que eres conmigo.
—Me estás acusando, y no me gusta. Tampoco me hacen gracia las connotaciones de egocentrismo.
—¿Tuyas o mías?
—Ya sabes a qué me refiero, Tommy.
Lynley cruzó la habitación y descorrió las cortinas. El día era gris. Un viento racheado empujaba gruesas nubes de este a oeste, mientras una fina capa de escarcha cubría como gasa recién fabricada el césped y los rosales que constituían su jardín posterior. Un gato del vecindario había trepado al muro de ladrillo, contra el cual se alzaba la gruesa solanácea. Su postura encorvada formaba dos montículos, uno la cabeza y el otro el cuerpo. Su pelaje de calicó ondulaba y su cara era impenetrable, en demostración de aquella singular virtud felina de ser al mismo tiempo arrogante e intocable. Ojalá pudiera decir lo mismo de mí, pensó Lynley.
Se volvió de la ventana y vio que Helen seguía sus movimientos en el espejo. Se acercó a su lado.
—Si quieres —dijo—, me volvería loco solo de pensar en los hombres que han sido tus amantes. Después, para evitar la locura, te acusaría de utilizarlos para alcanzar tus fines, gratificar tu ego, y fortalecer tu autoestima. Pero mi locura no desaparecería, sino que estaría agazapada bajo la superficie, pese a la fuerza de mis acusaciones. Me limitaría a evadirla y negarla mediante el expediente de concentrar toda mi atención, por no mencionar la furia de mi justa indignación, en ti.
—Muy listo.
Helen clavó los ojos en los suyos.
—¿A qué te refieres?
—A la forma de esquivar el tema central.
—¿Cuál es?
—Lo que no quiero ser.
—Mi esposa.
—No, la querida de lord Asherton. El nuevo ejemplar del inspector detective Lynley. El motivo de un guiño y una sonrisa obscena entre Denton y tú cuando te sirva el desayuno o te lleve el té.
—Estupendo. Muy comprensible. Entonces, cásate conmigo. Lo deseo desde hace doce meses y lo deseo ahora. Si accedes a legitimar esta relación de la manera convencional, cosa que he propuesto desde el primer día y tú lo sabes, no tendrás que preocuparte por habladurías y humillaciones en potencia.
—No es tan fácil. Las habladurías ni siquiera importan.
—¿No me quieres?
—Claro que te quiero. Sabes que te quiero.
—¿Entonces?
—No quiero ser tratada como un objeto. No lo permitiré.
Lynley cabeceó lentamente.
—¿Te has sentido como un objeto durante estos dos últimos meses, cuando estábamos juntos? ¿Anoche, tal vez?
La mirada de Helen vaciló. Lynley vio que sus dedos se cerraban alrededor del mango del cepillo.
—No. Por supuesto que no.
—¿Y esta mañana?
Ella parpadeó.
—Dios, no sabes cuánto detesto discutir contigo.
—No estamos discutiendo, Helen.
—Tratas de tenderme una trampa.
—Trato de buscar la verdad. —Experimentó el deseo de acariciar su cabello, volverla hacia él, coger su cara entre las manos. Optó por apoyar las manos sobre sus hombros—. Si somos incapaces de vivir con el pasado mutuo, carecemos de futuro. Ese es el auténtico problema, digas lo que digas. Yo soy capaz de vivir con tu pasado: St. James, Cusick, Rhys Davies-Jones y todos cuantos se hayan acostado contigo una noche o un año. La cuestión es: ¿eres tú capaz de vivir con el mío? Porque eso es el meollo del problema. No tiene nada que ver con lo que siento por las mujeres.
—Tiene que ver todo.
Percibió la intensidad de su tono y leyó resignación en su rostro. Entonces, la volvió hacia él, mientras comprendía y lamentaba el hecho al instante.
—Oh, Dios, Helen —suspiró—. No he tenido otra mujer. Ni siquiera he deseado a otra.
—Lo sé. —Helen apoyó la cabeza contra su pecho—. ¿Por qué no me sirve de ayuda?
Después de leerla, la sargento detective Barbara Havers arrugó la segunda página del largo informe redactado por el superintendente jefe sir David Hillier, la convirtió en una bola y la arrojó con gran precisión al otro lado del despacho del inspector Lynley, donde se reunió con la página anterior en la papelera que había colocado, a modo de desafío atlético, junto a la puerta. Bostezó, se frotó el cráneo vigorosamente con los dedos, apoyó la cabeza en la mano cerrada y continuó leyendo. «Encíclica del Papa Davy sobre cómo mantener la nariz limpia», había descrito sotto voce MacPherson el informe en el comedor de oficiales.
Todo el mundo coincidía en que tenían cosas mejores que hacer que leer la epístola de Hillier sobre las Graves Obligaciones De La Fuerza Policial Nacional Cuando Se Investiga Un Caso Posiblemente Relacionado Con El Ejército Republicano Irlandés. Si bien todos reconocían que Hillier se había inspirado en la liberación de los Seis de Birmingham[3], y pocos simpatizaban con los miembros de la policía de West Midlands que habían sido objeto, como resultado, de la Investigación de Su Majestad, era innegable el hecho de que iban demasiado agobiados por sus trabajos individuales para destinar tiempo a aprender de memoria el tratado pergeñado por su superintendente jefe.
Sin embargo, Barbara no estaba sumergida en media docena de casos a la vez, como algunos de sus colegas. En cambio, se dedicaba a experimentar unas vacaciones de dos semanas, anheladas desde hacía mucho tiempo. Había pensado trabajar durante aquellos días en su casa natal de Acton, para prepararla antes de entregarla a un agente inmobiliario y trasladarse a un diminuto estudio-casa que había logrado encontrar en Chalk Farm, encajado detrás de una amplia mansión eduardiana de Eton Villas. La casa había sido dividida en cuatro pisos y una espaciosa habitación en la planta baja; ninguna de las piezas eran asequibles para el limitado presupuesto de Barbara. La casa, no obstante, asentada al fondo del jardín bajo una falsa acacia, era demasiado pequeña para casi cualquier persona, pero un enano viviría con comodidad en ella. No pensaba recibir visitas, el matrimonio y una familia no entraban en sus planes, trabajaba muchas horas y solo necesitaba un lugar donde descansar la cabeza por las noches. La casa serviría.
Había firmado el contrato con no poco entusiasmo. Era el primer hogar que tenía lejos de Acton en los últimos veinte de sus treinta y tres años. Pensaba en la decoración, dónde compraría los muebles, qué fotografías y cuadros colgaría en las paredes. Fue a un centro de jardinería y miró plantas; tomó buena nota de las que crecían en jardineras de ventana y las que necesitaban sol. Paseó a lo largo de la casa, y después a lo ancho, midió las ventanas y examinó la puerta. Y regresó a Acton con la mente abarrotada de planes e ideas, todos los cuales se le antojaban irreales e imposibles cuando comprendió la cantidad de trabajo que debía hacerse en la casa de su familia.
Pintura interior, reparaciones externas, sustituir el papel pintado, acabado de las molduras, extirpar todo un patio trasero de malas hierbas, limpiar alfombras antiguas… La lista parecía interminable. Y además de ser la única persona encargada de remozar una casa descuidada desde que había ido a la escuela secundaria, lo cual ya era bastante deprimente, planeaba la vaga sensación de intranquilidad que experimentaba cada vez que un proyecto se concretaba.
Otro problema era su madre. Había vivido en Greenford durante los dos últimos meses, a cierta distancia de Londres, pero bien conectado mediante la Línea Central. Se había adaptado a Hawthorn Lodge bastante bien, pero Barbara todavía se preguntaba hasta qué punto tentaría al destino si vendía la vieja casa de Acton y se establecía en un barrio más presentable, en una casita de bohemio que llevaba la inscripción: «Una nueva vida. Paso a las esperanzas y los sueños», y en donde no habría sitio para su madre. ¿Acaso no vendía una casa demasiado grande para financiar lo que tal vez sería la larga estancia de su madre en Greenford? ¿No había tenido la idea de vender la casa con el propósito de disimular su egoísmo? ¿O aquellos ocasionales remordimientos de conciencia que acompañaban su búsqueda de libertad no eran más que un pretexto para concentrar su atención, para no tener que enfrentarse a lo que las separaba?
Has de vivir tu vida, se decía con tenacidad más de una docena de veces al día. No es ningún crimen hacerlo, Barbara. Pero se le antojaba un crimen, cuando el proyecto rebasaba sus fuerzas. Fluctuaba entre redactar listas de todo lo que debía hacer, aun sin la esperanza de lograrlo, y temer el día en que el trabajo concluiría, la casa se vendería y tendría que seguir adelante completamente sola.
En sus escasos momentos de introspección, Barbara admitía que la casa le proporcionaba algo a lo que aferrarse, un último vestigio de seguridad en un mundo donde carecía de parientes a los que pudiera vincularse por una mínima dependencia sentimental. Pese a que no lo había conseguido durante años (la larga enfermedad de su padre y el deterioro mental de su madre lo habían impedido), vivir en la misma casa y en el mismo barrio le proporcionaba una apariencia de seguridad. Abandonar y lanzarse hacia lo desconocido… A veces, consideraba Acton mucho más preferible.
No hay respuestas sencillas, habría dicho el inspector Lynley, solo vivir mediante las preguntas, pero pensar en Lynley provocó que Barbara se removiera inquieta en su silla y se obligara a leer el primer párrafo de la tercera página perteneciente al informe de Hillier.
Las palabras carecían de significado. No podía concentrarse. Ya que había conjurado la presencia de su superior, tendría que lidiar con ella.
¿Y cómo? Se retorció, dejó el informe entre los demás documentos y carpetas que se habían amontonado durante su ausencia y hundió la mano en el bolso para buscar cigarrillos. Encendió uno y lanzó el humo hacia el techo, con los ojos entornados a causa del picor acre del humo.
Estaba en deuda con Lynley. Él lo negaría, por supuesto, con una expresión de tal perplejidad que ella dudaría por un momento de sus deducciones, por escasas que fueran; los datos eran abrumadores, y no le gustaba nada la posición en que la colocaban. ¿Cómo pagarle, si él nunca lo permitiría, mientras sus circunstancias estuvieran tan poco equilibradas? Jamás aceptaría la palabra deuda como una realidad entre ellos.
Maldito sea, pensó, ve demasiado, sabe demasiado, es demasiado listo para dejarse coger in fraganti. Giró la silla hacia un armario, sobre el cual se erguía una foto de Lynley y lady Helen Clyde. Le miró con el ceño fruncido.
—Estoy hecha un lío —dijo, mientras tiraba ceniza al suelo—. Lárguese de mi vida, inspector.
—¿Ahora, sargento, o le da igual más tarde?
Barbara giró en redondo. Lynley estaba de pie en la puerta, con el abrigo de cachemira colgado al hombro y Dorothea Harriman, la secretaria de su superintendente de división, aleteando detrás de él. «Lo siento», indicó Harriman con los labios a Barbara, en tanto realizaba movimientos exagerados y decididamente afligidos con los brazos. «No le vi llegar. No pude advertirte». Cuando Lynley miró hacia atrás, Harriman agitó los dedos, le dedicó una sonrisa radiante y desapareció con un centelleo de cabello rubio muy lacado.
Barbara se levantó al instante.
—Está de vacaciones —dijo.
—Igual que usted.
—Entonces, ¿qué hace…?
—¿Y usted?
La mujer chupó con fuerza el cigarrillo.
—Entré a dar un vistazo. Pasaba por aquí.
—Ah.
—¿Y usted?
—Lo mismo.
Entró y colgó el abrigo en el perchero. Al contrario que ella, que había conservado cierto aire de vacaciones al ir al Yard vestida con tejanos y una gastada camiseta con la inscripción «Compre productos ingleses, por san Jorge», debajo de una descolorida reproducción del santo mientras hacía fosfatina a un dragón de aspecto abatidísimo, Barbara vio que Lynley iba vestido para trabajar, con su estilo habitual: tresillo, camisa almidonada, corbata de seda marrón y el sempiterno reloj de cadena colgando sobre su chaleco. Caminó hacia su escritorio, de cuyas cercanías huyó Barbara, dirigió una mirada de desagrado a la punta de su cigarrillo cuando pasó a su lado, y empezó a examinar las carpetas, informes, sobres y numerosas directivas departamentales.
—¿Qué es esto? —preguntó, y alzó las ocho páginas restantes del informe que Barbara había estado leyendo.
—Las ideas de Hillier acerca de trabajar con el IRA.
Lynley palmeó el bolsillo de la chaqueta, sacó sus gafas y recorrió la página con la vista.
—Qué raro. ¿Hillier ha perdido la razón? Parece que empieza por la mitad —observó.
Barbara introdujo la mano en la papelera con aspecto avergonzado y rescató las dos primeras páginas, que alisó contra su grueso muslo y entregó a Lynley, tirando ceniza del cigarrillo sobre el puño de su chaqueta al mismo tiempo.
—Havers…
Su voz era la paciencia personificada.
—Lo siento. —Barbara sacudió la ceniza. Quedó una mancha. La frotó—. Ya está. Como la esposa perfecta.
—¿Quiere apartar esa maldita cosa?
Ella suspiró y aplastó el cigarrillo con el talón de su zapato izquierdo. Tiró la colilla en dirección a la papelera, pero falló y aterrizó en el suelo. Lynley levantó la cabeza del informe de Hillier, observó la colilla por encima de sus gafas y enarcó una ceja.
—Lo siento —dijo Havers, y fue a depositar el ofensivo objeto en la papelera, que devolvió a su sitio anterior, al lado del escritorio de Lynley. Este murmuró las gracias. Barbara se dejó caer en una de las sillas reservadas a las visitas y empezó a torturar un agujero incipiente que se insinuaba en la rodilla derecha de sus tejanos. Miró de reojo a su superior una o dos veces mientras leía.
Parecía perfectamente pulcro y sin la menor preocupación. Su cabello rubio se extendía sobre su cabeza, con el corte inmaculado de costumbre —Havers siempre había querido saber quién se encargaba de aquel milagroso cabello, que producía el efecto de no crecer nunca ni un milímetro más de la longitud establecida—, sus ojos castaños se veían transparentes, sin círculos oscuros debajo, ni nuevas arrugas de fatiga o preocupación se habían añadido a las que ya surcaban su frente. No obstante, perduraba el hecho de que, en teoría, tenía que estar de vacaciones, un viaje acordado largo tiempo atrás con lady Helen Clyde. Se marchaban a Corfú. De hecho, se suponía que salían a las once, pero ya eran las diez y cuarto, y a menos que el inspector pensara trasladarse a Heathrow en helicóptero antes de diez minutos, no iría a ninguna parte. A Grecia no, al menos. Hoy no, al menos.
—Bien —dijo Barbara con desenvoltura—, ¿ha venido Helen con usted, señor? ¿Se ha parado a charlar con MacPherson en el comedor de oficiales?
—No a las dos preguntas.
Continuó leyendo. Acababa de terminar la tercera página del opúsculo y, al igual que Havers había hecho con las dos primeras, la estaba convirtiendo en una bola, aunque en su caso parecía que la acción era inconsciente, para hacer algo con las manos. Llevaba un año apartado de la planta mortífera, pero había momentos en que sus dedos parecían necesitados de movimiento, en lugar de sostener el cigarrillo acostumbrado.
—¿No estará enferma? Quiero decir, ¿no se iban los dos a…?
—En teoría sí, pero los planes cambian a veces. —La miró por encima de las gafas. Era una de sus habituales miradas de advertencia—. ¿Y sus planes, sargento? ¿También han cambiado?
—Me he tomado un respiro. Ya sabe a qué me refiero. Trabajo, trabajo, trabajo, y las manos de una chica empiezan a recordar langostas muertas. Les he dado un descanso.
—Entiendo.
—No es que necesiten descansar de pintar.
—Pintar. Ya sabe, el interior de la casa. Tres tíos aparecieron hace dos días en casa. Eran contratistas. Traían un contrato escrito y firmado para pintar el interior de mi casa. Qué raro, ¿verdad?, porque yo no había llamado a ningún contratista. Más raro todavía, teniendo en cuenta que habían cobrado el trabajo por adelantado.
Lynley frunció el ceño y colocó la comunicación sobre un informe encuadernado del PSI acerca de la relación entre los civiles y la policía de Londres.
—Decididamente extraño —admitió—. ¿Está segura de que fueron a la casa correcta?
—Por completo. Al cien por cien. Hasta sabían mi nombre. Incluso me llamaron «sargento». Incluso preguntaron cómo era para una mujer trabajar en el DIC. Eran unos tíos muy habladores, pero me pregunté cómo habrían averiguado que trabajaba aquí.
Como esperaba, el rostro de Lynley expresaba el desconcierto más absoluto. Casi esperó a que se deshiciera en halagos sobre la gallardía y novedad de un mundo que ambos consideraban corrupto y sin esperanza.
—¿Leyó el contrato? ¿Se aseguró de que habían ido al lugar correcto?
—Oh, sí. Y eran muy buenos, señor. Dos días, y la casa estaba pintada como si fuera nueva.
—Un misterio, sin duda.
Volvió a coger el informe.
Barbara le dejó leer el rato que tardó en contar hasta cien.
—Señor.
—Ummm.
—¿Qué les pagó?
—¿A quién?
—A los pintores.
—¿Qué pintores?
—Basta, inspector. Ya sabe de qué estoy hablando.
—¿De los tíos que pintaron su casa?
—¿Qué les pagó? Porque sé que usted lo hizo, no se moleste en mentir. Además de usted, solo MacPherson, Stewart y Hale saben que estoy trabajando en casa durante las vacaciones, y no tienen la pasta suficiente para hacer ese trabajo. Bien, ¿qué les pagó y cuánto tiempo tengo para devolvérselo?
Lynley dejó el informe a un lado y dejó que sus dedos jugaran con la cadena del reloj. Sacaron el reloj del bolsillo, lo abrieron, y él fingió que consultaba la hora.
—No quiero su jodida caridad. No quiero sentirme la protegida de nadie. No quiero estar en deuda.
Deber exige cosas de uno. Siempre se acaba poniendo la deuda en una balanza donde se pesará el comportamiento futuro. ¿Cómo voy a dar rienda suelta a mi cólera si le debo algo? ¿Cómo puedo ir a la mía sin comentarlo si estoy en deuda con él? ¿Cómo puedo mantener una distancia prudencial del resto del mundo si estoy atada por un compromiso?, pensó Barbara.
—Deber dinero no es un compromiso, señor.
—No, pero la gratitud sí, por lo general.
—¿Me estaba comprando? ¿Es eso?
—Suponiendo que yo tenga algo que ver con ello, para empezar, lo cual, me apresuro a advertirle, es una deducción que no sostendrá ninguna prueba que intente buscar, no suelo comprar a mis amigos, sargento.
—Es una forma de decir que les pagó en metálico, y más de la cuenta, para que mantuvieran la boca cerrada. —Barbara se inclinó hacia delante y descargó la mano, sin mucha fuerza, sobre el escritorio—. No quiero su ayuda, señor, de esta forma no. No quiero nada de usted que me sea imposible devolver. Además… Aunque no era el caso, no estoy exactamente dispuesta a…
Soltó un bufido indicador de que había perdido por un momento los nervios.
A veces, olvidaba que era su oficial superior. Peor aún, a veces olvidaba lo único que se había jurado tener presente siempre que estaba con él. Aquel hombre era un conde, poseía un título, existía gente en su vida que le llamaba «mi señor». Cierto, ninguno de sus colegas del Yard le había considerado otra cosa que Lynley durante más de diez años, pero ella carecía de la sangre fría suficiente para sentirse igual a alguien cuya familia se había codeado con la clase de tíos que estaban acostumbrados a ser llamados «alteza Cynthia» y «su gracia». Experimentaba escalofríos cuando pensaba en ello, se ponía como una fiera cuando le daba vueltas. Y cuando la idea aparecía de improviso, como ahora, se sentía como una perfecta idiota. Uno no desnudaba su alma a los tipos de sangre azul. De hecho, no era seguro que los tipos de sangre azul tuvieran alma.
—Y aunque no fuera el caso —continuó Lynley sus pensamientos con una inconsciente, aunque típica, corrección gramatical—, espero que, a medida que se acerque el día de abandonar Acton, la perspectiva se amplíe. Una cosa es tener un sueño, ¿no?, y otra muy distinta convertirlo en realidad.
La mujer se desplomó en la silla y le miró.
—Joder —dijo—. ¿Cómo coño le aguanta Helen?
Lynley sonrió un momento y se quitó las gafas, que devolvió al bolsillo.
—En este momento, no lo hace.
—¿No hay viaje a Corfú?
—Temo que no, a menos que se vaya sola. Lo cual, como ambos sabemos, ha sido muy capaz de hacer antes.
—¿Por qué?
—Perturbé su equilibrio.
—No me refería a entonces, sino a ahora.
—Entiendo.
Lynley giró la silla, pero no hacia el armario y la foto de Helen, sino hacia la ventana, donde las plantas superiores de la espantosa construcción posterior a la guerra que era el Ministerio del Interior casi imitaban el color del cielo plomizo. Juntó los dedos bajo la barbilla.
—Temo que nos peleamos por una corbata.
—¿Una corbata?
Para aclarar la frase, Lynley señaló la que llevaba.
—Anoche colgué una corbata del pomo de la puerta.
Barbara frunció el ceño.
—¿La fuerza de la costumbre, quiere decir, como apretar la pasta de dientes por la mitad del tubo? ¿Algo que crispa los nervios de la otra persona cuando las estrellas del romance empiezan a palidecer?
—Ojalá.
—Entonces, ¿qué?
Lynley suspiró. Barbara no sabía si deseaba seguir hablando.
—Da igual —dijo—. No es mi problema. Lamento que no funcionara. Me refiero a las vacaciones. Sé que los dos lo deseaban.
El inspector jugueteó con el nudo de la corbata.
—Dejé mi corbata en el pomo exterior de la puerta antes de acostarnos.
—¿Y qué?
—No me paré a pensar que ella podía darse cuenta, y además, es algo que acostumbro a hacer en ciertas ocasiones.
—¿Y qué?
—En realidad, ella no se dio cuenta, pero preguntó cómo era que Denton nunca nos interrumpía por las mañanas desde que estábamos… juntos.
Barbara vio la luz.
—Ah, ya lo entiendo. Denton ve la corbata. Es una señal. Sabe que hay alguien con usted.
—Bien… Sí.
—¿Y usted se lo dijo? Jesús, qué idiotez, inspector.
—Lo hice sin pensar. Flotaba como un colegial en ese estado estúpido de euforia sexual en que nadie piensa. Ella dijo: «Tommy, ¿cómo es que Denton no ha entrado nunca con el té de la mañana las noches que me he quedado?». Y yo le dije la verdad.
—¿Que utilizaba la corbata para advertir a Denton de que Helen estaba en el dormitorio?
—Sí.
—¿Y que ya lo había hecho con otras mujeres en el pasado?
—Dios, no. No soy tan idiota. Aunque, de haberlo dicho, habría dado igual. Ella dio por sentado que llevo años haciéndolo.
—¿Y no es verdad?
—Sí. No. Bueno, en los últimos tiempos no, por el amor de Dios. O sea, solo con ella, lo cual no implica que no lo haya hecho con otras. Pero no ha habido nadie más desde que ella y yo… Oh, maldita sea.
Desechó el resto con un ademán.
Barbara asintió con solemnidad.
—Ya me estoy haciendo una buena idea de cómo se cavó la tumba.
—Ella afirma que es un ejemplo de mi misoginia intrínseca: parece que mi criado y yo intercambiamos risitas lascivas después de desayunar, acerca de quién ha gemido en voz más alta en mi cama.
—Cosa que nunca ha hecho, por supuesto.
Lynley giró la silla hacia ella.
—¿Por quién me toma, sargento?
—Por nadie. Solo por usted. —Investigó en el agujero de su rodilla con mayor interés—. Habría podido renunciar al té de la mañana, por supuesto. Quiero decir, después de que empezó a pasar las noches con mujeres. De esa forma, nunca habría necesitado una señal. O podría haber preparado el té usted mismo y subirlo en una bandeja a su habitación. —Apretó los labios al pensar en Lynley deambulando por su cocina (en el caso de que supiera dónde estaba), intentando encontrar la tetera y encender el fuego—. Habría sido una especie de liberación para usted, señor. Hasta puede que, a la larga, se hubiera atrevido con las tostadas.
Lanzó una risita, más parecida a un resoplido, entre sus dientes apretados. Se tapó la boca y le miró por encima de la mano, medio avergonzada por tomarse a risa la situación, y medio divertida al pensar en Lynley, en mitad de una frenética y decidida seducción, colgando subrepticiamente una corbata en el pomo de la puerta, de tal forma que su enamorada no se diera cuenta y le preguntara por qué lo hacía.
Tenía el rostro impasible. Sacudió la cabeza. Pasó los dedos sobre los restos del informe de Hillier.
—No sé —dijo muy serio—. No creo que jamás aprenda a hacer tostadas.
Ella lanzó una carcajada. Él rio por lo bajo.
—Al menos, en Acton no tenemos ese tipo de problemas —rio Barbara.
—Lo cual explica, en parte, por qué no se decide a marchar.
Menuda intuición, pensó ella. Pasaría por una grieta aunque llevara una venda en los ojos. Se levantó de la silla y se acercó a la ventana. Introdujo los dedos en los bolsillos posteriores de sus tejanos.
—¿No es por eso que está aquí? —preguntó Lynley.
—Ya le dije por qué. Pasaba por aquí.
—Estaba buscando una distracción, Havers. Igual que yo.
La mujer miró por la ventana. Vio las copas de los árboles del parque de St. James. Completamente desnudos, agitados por el viento, parecían bocetos recortados contra el cielo.
—No lo sé, inspector —dijo—. Parece el típico caso de ir con pies de plomo. Sé lo que quiero hacer. Me asusta hacerlo.
Sonó el teléfono del escritorio de Lynley. Barbara se dispuso a contestar.
—Déjelo —dijo el inspector—. No estamos aquí, ¿recuerda?
Los dos lo contemplaron mientras continuaba sonando, como hace la gente cuando espera que su voluntad colectiva ejercerá una pequeña influencia sobre las acciones de los demás. Enmudeció por fin.
—Pero supongo que usted es capaz de establecer la relación —prosiguió Barbara, como si el teléfono no les hubiera interrumpido.
—Es algo acerca de los dioses. Cuando quieren volverte loco, te conceden lo que más deseas.
—Helen.
—Libertad.
—Vaya par de chiflados.
—¿Detective inspector Lynley?
Dorothea Harriman se había detenido en la puerta, vestida con un elegante traje negro, alegrado por ribetes grises en el cuello y las solapas. Un sombrerito cuadrado oscilaba sobre su cabeza. Parecía ataviada para aparecer en el balcón del palacio de Buckingham el Domingo del Recordatorio[4], si hubiera sido convocada para codearse con la realeza. Solo faltaba la amapola.
—¿Sí, Dee? —contestó Lynley.
—Teléfono.
—No estoy.
—Pero…
—La sargento y yo no estamos localizables, Dee.
—Pero es el señor St. James. Telefonea desde Lancashire.
—¿St. James? —Lynley miró a Barbara—. ¿No se habían ido de vacaciones Deborah y él?
Barbara alzó los hombros.
—¿No nos habíamos ido todos?