No había nada que hacer, de modo que Maggie siguió vertiendo, con la vista fija en el vinagre, a medida que aumentaba su nivel. Cuando llegó a la mitad, tapó el frasco y destapó el aceite. Su madre habló.
—¿Qué estás haciendo, Margaret, en nombre de Dios? —chilló su madre.
—Nada.
Estaba bastante claro. El vinagre. El aceite. La botellita de plástico con la canilla, alargada y desmontable, a su lado. ¿Qué otra cosa podía estar haciendo, sino prepararse para eliminar de su cuerpo las señales internas de un hombre? ¿Y qué hombre podía ser, sino Nick Ware?
Juliet Spence cerró la puerta a su espalda. Al oír el ruido, Punkin surgió de la oscuridad de la sala de estar y atravesó la cocina para frotarse contra sus piernas. Emitió un leve maullido.
—El gato quiere comer.
—Me había olvidado —contestó Maggie.
—¿Por qué te has olvidado? ¿Qué estabas haciendo?
Maggie no contestó. Introdujo el aceite en la botella y vio cómo se agitaba y remolineaba al mezclarse con el vinagre.
—Contesta, Margaret.
Maggie oyó que el bolso de su madre caía sobre una silla de la cocina. Le siguió a continuación el pesado chaquetón marinero. Después, el plot plot de sus botas cuando se acercó a ella.
Nunca había sido Maggie más consciente de la altura que le sacaba su madre que cuando se paró a su lado, ante la encimera. Tuvo la impresión de que se cernía sobre ella como un ángel vengador. Un movimiento en falso, y la espada se abatiría sobre su cabeza.
—¿Qué piensas hacer exactamente con ese potingue? —preguntó Juliet. Su voz era cautelosa, como si estuviera a punto de marearse.
—Utilizarlo.
—¿Para qué?
—Para nada.
—Me alegro.
—¿Por qué?
—Porque si estás desarrollando una tendencia hacia la higiene femenina, harás un buen estropicio si te lavas con aceite. Y doy por sentado que estamos hablando de higiene, Margaret. Estoy segura de que no se trata de nada más. Dejando aparte, por supuesto, una curiosa y súbita compulsión de mantener limpias y frescas tus partes íntimas.
Maggie, con un gesto premeditado, dejó el aceite sobre la encimera, al lado del vinagre. Contempló la ondulante mezcla que había creado.
—Camino de casa, vi a Nick Ware pedaleando en su bicicleta por la carretera de Clitheroe —prosiguió su madre. Hablaba con más rapidez, y daba la impresión de que tenía los dientes apretados—. No tengo muchas ganas de pensar en el significado de esa circunstancia, combinada con el fascinante experimento que estás llevando a cabo.
Maggie apoyó su dedo índice sobre la botella de plástico. Observó su mano. Como el resto de su persona, era pequeño, lleno de hoyuelos y regordete. Imposible ser menos parecida a su madre. Era poco apta para los trabajos pesados y el cuidado de la casa, inútil para excavar y trabajar la tierra.
—Todo este asunto del aceite y el vinagre no estará relacionado con Nick Ware, ¿verdad? Dime que es pura coincidencia haberle visto dirigirse al pueblo hace menos de diez minutos.
Maggie agitó la botella y observó que el aceite se deslizaba sobre la superficie del vinagre. La mano de su madre se cerró sobre su muñeca. Maggie sintió el brusco entumecimiento de sus dedos.
—Me haces daño.
—Pues habla, Margaret. Dime que Nick Ware no ha estado aquí esta noche. Dime que no te has acostado con él. Porque apestas a sexo. ¿No lo notas? ¿No te has dado cuenta de que hueles como una puta?
—¿Y qué? Tú también hueles a lo mismo.
Los dedos de su madre se contrajeron convulsivamente, y sus cortas uñas se clavaron en la muñeca de Maggie. Esta gritó y trató de soltarse, pero solo consiguió golpear con sus manos trabadas la botella de cristal, que cayó al fregadero. La mezcla formó un charco gelatinoso. Al derramarse, dejó cuentas rojas y doradas sobre la porcelana blanca.
—Piensas que me merezco ese comentario, supongo —dijo Juliet—. Has decidido que follar con Nick es la manera perfecta de practicar el ojo por ojo. Es eso lo que quieres, ¿verdad? ¿No es eso lo que deseas desde hace meses? Mamá se echa un amante y tú se lo harás pagar, aunque sea lo último que hagas.
—No tiene nada que ver contigo. Me da igual lo que hagas. Me da igual cómo lo hagas. Me da igual cuándo. Amo a Nick. Y él me ama.
—Entiendo. Cuando te deje embarazada y te enfrentes a la tesitura de tener un hijo suyo, ¿te seguirá amando? ¿Dejará el colegio para manteneros a los dos? ¿Qué te parecerá, Margaret Jane Spence, ser madre antes de cumplir catorce años?
Juliet la soltó y entró en la anticuada despensa. Maggie se frotó la muñeca y escuchó el airado sonido de recipientes herméticos que se abrían y cerraban sobre la agrietada encimera de mármol. Su madre volvió, llevó la tetera al fregadero y la puso a hervir sobre el fogón.
—Siéntate —ordenó.
Maggie vaciló y pasó los dedos por el aceite y vinagre que aún quedaban en el fregadero. Sabía lo que se avecinaba, exactamente lo que había ocurrido después de su primer escarceo con Nick en octubre, pero al contrario que en octubre, esta vez comprendió lo que aquella palabra presagiaba, y un escalofrío recorrió su espalda. Qué estúpida había sido, tres meses antes. ¿Qué había imaginado? Cada mañana, mamá le llevaba la taza de liquido espeso que pasaba por ser su té especial femenino. Maggie torcía el gesto y bebía obedientemente, creyendo a pies juntillas que era el complemento vitamínico que decía su madre, algo que todas las chicas necesitaban cuando se convertían en mujeres. Pero ahora, en combinación con las palabras pronunciadas por su madre momentos antes, recordó una conversación que su madre había mantenido en voz baja con la señora Rice, en esta misma cocina, casi dos años atrás, cuando la señora Rice suplicó algo para «matarlo, impedirlo, te lo ruego, Juliet», y mamá replicó: «No puedo hacerlo, Marion. Es un juramento privado, pero juramento a fin de cuentas, y quiero cumplirlo. Si quieres deshacerte de eso, ve a una clínica». Al oír aquello, la señora Rice se puso a llorar y dijo: «Ted no quiere ni oír hablar de ello. Me mataría si averiguara que he hecho algo…». Seis meses después, nacieron los gemelos.
—He dicho que te sientes —repitió Juliet.
Vertió agua sobre la raíz, seca y apergaminada. El vapor expandió su olor acre. Añadió dos cucharadas soperas de miel al brebaje, lo agitó enérgicamente y lo llevó a la mesa.
—Ven aquí.
Maggie recordó los violentos retortijones inútiles que provocaba el estimulante, un dolor fantasmal que brotaba de su memoria.
—No pienso beber eso.
—Lo harás.
—No. Quieres matar al niño, ¿eh? Mi niño, mamá. Mío y de Nick. Ya lo hiciste una vez, en octubre. Dijiste que eran vitaminas, para fortalecer mis huesos y darme más energías. Dijiste que las mujeres necesitaban más calcio que las niñas, y como yo ya no era una niña, necesitaba beberlo. Pero estabas mintiendo, ¿verdad? ¿Verdad, mamá? Querías asegurarte de que no tuviera un bebé.
—No te pongas histérica.
—Piensas que ha ocurrido, ¿verdad? Crees que llevo un bebé en mi interior, ¿eh? Por eso quieres que beba eso.
—Si ha ocurrido, nos aseguraremos de que no siga adelante, eso es todo.
—¿A un bebé? ¿A mi bebé? ¡No!
El borde de la encimera se clavó en la espalda de Maggie cuando esta retrocedió.
Juliet dejó la taza sobre la mesa y apoyó una mano en su cadera. Se masajeó la frente con la otra mano. A la luz de la cocina, parecía demacrada. Las hebras grises de su cabello se veían más deslustradas y abundantes.
—Entonces, ¿qué pensabas hacer con el aceite y el vinagre, sino intentar, aunque fuera ineficaz, detener la concepción de un niño?
—Eso es…
Maggie se volvió hacia el fregadero, derrotada.
—¿Diferente? ¿Por qué? ¿Porque es fácil? ¿Porque lo destruye sin dolor, interrumpe el proceso antes de que empiece? Muy conveniente para ti, Maggie. Por desgracia, no va a ser así. Ven aquí. Siéntate.
Maggie acercó hacia ella el aceite y el vinagre, en un gesto protector e inútil. Su madre continuó.
—Aun en el caso de que el aceite y el vinagre fueran anticonceptivos eficaces, cosa que no son, por cierto, una aspersión es completamente inútil si se realiza pasados cinco minutos del coito.
—Me da igual. No los iba a utilizar para eso. Solo quería lavarme. Como tú has dicho.
—Entiendo. Muy bien. Como quieras. Bien, ¿vas a beber esto, o vamos a discutir, negar y jugar con la realidad toda la noche? Porque ninguna de ambas saldrá de esta cocina hasta que lo hayas bebido, Maggie, tenlo por seguro.
—No beberé. No me puedes obligar. Tendré el niño. Es mío. Lo tendré. Lo querré.
—No sabes lo más importante de querer a alguien.
—¡Si!
—¿De veras? Entonces, ¿qué significa hacer una promesa a alguien que quieres? ¿Simples palabras? ¿Algo que se dice para salir del paso? ¿Algo que se dice para aplacar los sentimientos? ¿Algo que te ayuda a conseguir lo que deseas?
Maggie sintió que las lágrimas se agolpaban detrás de sus ojos, de su nariz. Todas las cosas esparcidas sobre la encimera —una tostadora mellada, cuatro latas, un mortero con su majadero, siete tarros de cristal— brillaron cuando empezó a llorar.
—Me hiciste una promesa, Maggie. Llegamos a un acuerdo. ¿Debo recordártelo?
Maggie agarró el grifo del fregadero y lo movió de un lado a otro, sin otro propósito que experimentar la certidumbre del contacto con algo que podía controlar. Punkin saltó a la encimera y se acercó a ella. Se movió entre las botellas y tarros, y se detuvo para olfatear las migas que quedaban en la tostadora. Emitió un maullido quejumbroso y se frotó contra su brazo. Maggie extendió la mano sin verlo y apoyó la cabeza sobre el cuello del animal, que olía a heno mojado. Su pelaje se adhirió a la senda que las lágrimas estaban dejando en las mejillas de la muchacha.
—Si no nos marchábamos del pueblo, si yo accedía a no irnos esta vez, tú te encargarías de que yo nunca lo lamentara. Me harías sentir orgullosa. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas que me diste tu palabra solemne? Estabas sentada a esta misma mesa, en agosto pasado, llorando y suplicando que nos quedáramos en Winslough. «Solo por esta vez, mamá. No volvamos a marcharnos, por favor. Aquí tengo muy buenas amigas, amigas especiales, mamá. Quiero terminar el colegio. Haré cualquier cosa. Por favor, quedémonos».
—Era la verdad. Mis amigas. Josie y Pam.
—Era una variación sobre la verdad, menos que la verdad a medias, si quieres. Por eso, sin duda, antes de dos meses te estabas revolcando en el suelo, y Dios sabe qué más, con un palurdo de quince años.
—¡Eso no es verdad!
—¿Qué parte, Maggie? ¿Qué te revolcabas con Nick, o que te bajabas las bragas con cualquier patán que quería echarte un polvo?
—¡Te odio!
—Sí. Desde que esto empezó, lo has dejado bien claro. Y lo lamento, porque yo no te odio.
—Tú estás haciendo lo mismo. —Maggie se volvió hacia su madre—. Predicas que debemos ser buenas y no tener niños, y no eres mejor que yo. Lo haces con el señor Shepherd. Todo el mundo lo sabe.
—De ahí viene todo, ¿no? Tienes trece años. No he tenido un amante en toda tu vida, y estás decidida a que tampoco lo tenga ahora. He de vivir solo para ti, tal como estabas acostumbrada, ¿no?
—No.
—Y si has de quedarte embarazada para mantenerme a raya, estupendo.
—¡No!
—Porque, al fin y al cabo, ¿qué es un bebé? Algo que puedes utilizar para conseguir lo que deseas. ¿Quieres atar a Nick? Bien, dale sexo. ¿Quieres que mamá se preocupe por ti? Bien, quédate embarazada. ¿Quieres que todo el mundo se dé cuenta de lo especial que eres? Ábrete de piernas a cualquier tío que te olisquee. ¿Quieres…?
Maggie cogió el vinagre y tiró la botella al suelo, que se rompió contra las losas. Astillas de cristal salieron disparadas al otro extremo de la cocina. Al instante, el aire se impregnó de un aroma acre que irritaba los ojos. Punkin siseó y retrocedió hacia las latas, con el pelaje erizado y la cola como un penacho.
—Querré a mi bebé —gritó Maggie—. Lo querré y cuidaré, y él me querrá. Es lo que hacen los bebés. Todos los bebés. Quieren a sus mamás y sus mamás los quieren.
Juliet Spence examinó el suelo. El vinagre esparcido sobre las losas, que eran de color crema, parecía sangre diluida.
—Es genético —dijo con voz cansada—. Dios del cielo, lo llevas grabado en tu interior. —Acercó una silla y se desplomó sobre ella. Rodeó con las manos la taza de té—. Los bebés no son máquinas de amor —dijo a la taza—. No saben amar. No saben lo que es el amor. Solo tienen necesidades. Hambre, sed, sueño, pañales. No hay nada más.
—No es verdad —replicó Maggie—. Quieren a los padres. Les hacen sentir bien. Son suyos, al cien por cien. Puedes abrazarlos y dormir con ellos y acunarles. Y cuando crecen…
—Te parten el corazón. De una forma u otra. Se acaba así.
Maggie se pasó la muñeca sobre las mejillas húmedas.
—Tú no quieres que ame algo. Eso es lo que pasa. Tú ya tienes al señor Shepherd. Ya te basta, pero yo no puedo tener nada.
—¿De veras lo crees? ¿No sabes que me tienes a mí?
—Tú no eres suficiente, mamá.
—Entiendo.
Maggie cogió al gato y lo acunó contra su cuerpo. Percibió derrota y dolor en la postura de su madre: derrumbada en la silla con las piernas extendidas. Daba igual. Aprovechó la ventaja. ¿Qué más daba? Si se sentía herida, mamá hallaría consuelo en el señor Shepherd.
—Quiero que me hables de papá.
Su madre no dijo nada. Se limitó a dar vueltas a la taza entre las manos. Sobre la mesa descansaba una pila de fotos que habían tomado en Navidad, y extendió la mano hacia ellas. Las vacaciones habían finalizado antes de la encuesta, y ambas se habían esforzado por poner al mal tiempo buena cara, intentando olvidar las aterradoras posibilidades que encerraba el futuro si Juliet iba a juicio. Repasó las fotos, todas de ellas dos. Siempre había sido así, años y años solo las dos, una relación que no había permitido la menor interferencia de una tercera parte.
Maggie contempló a su madre. Esperaba una respuesta. La había esperado durante toda su vida, temerosa de preguntar, temerosa de presionar, abrumada por la culpa y las disculpas si la reacción de su madre se decantaba hacia las lágrimas. Pero esta noche no.
—Quiero que me hables de papá —repitió.
Su madre calló.
—No está muerto, ¿verdad? Me ha estado buscando. Por eso siempre vamos de sitio en sitio.
—No.
—Porque él quiere encontrarme. Me quiere. Se pregunta dónde estoy. Piensa en mí sin cesar, ¿verdad?
—Eso son fantasías, Maggie.
—¿No piensa en mí, mamá? Quiero saberlo.
—¿Qué?
—Quién es. Qué hace. Cuál es su aspecto. Por qué no estamos con él. Por qué no hemos estado nunca con él.
—No hay nada que decir.
—Me parezco a él, ¿verdad? Porque no me parezco a ti.
—Este tipo de discusiones no impedirán que eches de menos a un padre.
—Sí, ya lo creo. Porque sabré. Y si quiero encontrarle…
—No puedes. Está muerto.
—No.
—Sí, Maggie, y no pienso hablar de eso. No inventaré una historia. No te diré mentiras. Ha desaparecido de nuestras vidas. Nunca ha existido, desde el principio.
Los labios de Maggie temblaron. Intentó controlarlos pero fracasó.
—Él me quiere. Papá me quiere. Si me dejaras encontrarle, te lo demostraría.
—Quieres demostrártelo a ti misma, eso es todo. Y si no puedes demostrarlo con tu madre, intentas demostrarlo con Nick.
—No.
—Es evidente, Maggie.
—¡No es verdad! Le quiero. Él me quiere.
Aguardó a que su madre contestara. Como Juliet no hizo otra cosa que pasear la taza de té sobre la mesa, Maggie se encrespó. Tuvo la impresión de que una mancha negra se extendía sobre su corazón.
—Si llevo un niño en mi interior, lo tendré, ¿me oyes? Pero no seré como tú. No tendré secretos. Mi hijo sabrá desde el primer momento quién es su padre.
Salió de la cocina como una exhalación. Su madre no intentó detenerla. Su ira y determinación la transportaron hacia lo alto de la escalera, donde se detuvo por fin.
Oyó que una silla arañaba el suelo de la cocina. El agua corrió en el fregadero. La taza tintineó contra la porcelana. Un aparador se abrió. Se vertieron galletas para gato en un cuenco. El cuenco resonó sobre el suelo.
Después, silencio. Y luego, una exclamación ahogada y las palabras «Oh, Dios mío».
Juliet no rezaba desde hacía casi catorce años, no porque pasara de la religión —en algunos momentos la había necesitado con desesperación—, sino porque ya no creía en Dios. En otro tiempo, había sido creyente. Oración diaria, asistencia a la iglesia, fervorosa comunicación con una deidad amorosa, eran tan consustanciales a ella como sus órganos, sangre y carne. Pero había perdido la fe ciega tan necesaria para creer en lo indiscernible y lo desconocido cuando se dio cuenta de que no existía justicia, divina o de otro tipo, en un mundo en que los buenos padecían tormentos y los malos resultaban incólumes. En su juventud, se había aferrado a la creencia de que llegaría el día del juicio para todo el mundo. Había comprendido que tal vez no sabría de qué forma serían llevados los pecadores ante el tribunal de la justicia eterna, pero que sí serían llevados, de una manera u otra, en vida o después de muertos. Ahora, había cambiado por completo de opinión. No había un Dios que escuchara las plegarias, enmendara los entuertos o atenuara los sufrimientos. Solo existía el complicado oficio de vivir, y la espera de aquellos efímeros momentos de felicidad por los cuales valía la pena vivir. Más allá, no había nada, salvo la lucha por lograr que nada ni nadie pudiera poner en peligro la aparición de aquellos esporádicos acontecimientos en la vida.
Tiró dos toallas blancas al suelo de la cocina y vio que el vinagre las empapaba y teñía de un tono rosáceo. Mientras Punkin observaba toda la operación subido en la encimera, con expresión solemne y sin parpadear, Juliet dejó las dos toallas en el fregadero y fue a buscar una escoba y un mocho. Esto último era innecesario, porque las toallas habían conseguido absorber el líquido y la escoba daría cuenta de los cristales, pero había aprendido mucho tiempo atrás que el trabajo físico impedía cualquier propensión a la meditación, y ese era el motivo de que trabajara en el invernadero cada día, deambulara por el robledal al amanecer con las cestas de recoger, cuidara de su huerto con celosa devoción y contemplara sus flores con más necesidad que orgullo.
Recogió los cristales y los tiró a la basura. Decidió olvidar el mocho. Sería mejor fregar el suelo arrodillada, y sentir los círculos de dolor que se cerraban alrededor de sus rodillas y luego se extendían hacia el resto de las piernas. Debajo del trabajo físico, en la lista de actividades destinadas a proscribir sus meditaciones, se encontraba el dolor físico. Cuando el trabajo y el dolor se combinaban, por casualidad o a propósito, los procesos mentales se paralizaban poco a poco. Por ello, fregó el suelo, movió el cubo de plástico azul frente a ella, forzó su brazo en la tarea de fregar hasta que los músculos se tensaron, y movió el trapo húmedo sobre las losas con tal energía que su respiración se hizo entrecortada. Cuando finalizó el trabajo, el sudor bañaba su frente, y lo secó con la manga del jersey. El aroma de Colin continuaba adherido a la prenda: cigarrillos y sexo, el secreto almizcle oscuro de su cuerpo cuando se amaban.
Se quitó el jersey por la cabeza y lo dejó sobre la chaqueta, en la silla. Por un momento, se dijo que Colin era el problema. Nada habría ocurrido, nada habría alterado la sustancia de sus vidas, si ella, en un momento de necesidad egocéntrica, no se hubiera entregado a su ansia. Dormida durante años, había dejado de creer que aún poseía la capacidad de sentir deseo por un hombre. Cuando surgió en su interior sin previa advertencia, se encontró indefensa.
Se amonestó por no haber sido más fuerte, por olvidar las lecciones que los discursos paternales de su niñez, por no mencionar toda una vida dedicada a la lectura de Grandes Libros, habían grabado en su mente: la pasión conduce inexorablemente a la destrucción, la única salvación reside en la indiferencia.
Pero nada de esto era culpa de Colin. Su único pecado, en caso de existir, consistía en amar y en la dulce ceguera de su devoción. Ella lo comprendía. Porque también amaba. No a Colin, pues jamás se permitiría el grado de vulnerabilidad suficiente para dejar que un hombre entrara en su vida como un igual, sino a Maggie, por quien notaba latir su sangre, en una especie de abandono angustiado que lindaba con la desesperación.
Mi niña. Mi querida niña. Mi hija. Qué no haría por protegerte de todo mal.
Pero había un límite a la protección maternal. Se daba a conocer en el momento que el niño elegía un sendero propio: tocar la superficie de la estufa pese a haber oído la palabra «¡No!» cien mil veces, jugar demasiado cerca del río en invierno, cuando el agua estaba alta, tomar un sorbo de coñac o fumar un cigarrillo. Que Maggie se decantara, por voluntad propia, deliberadamente, con una incipiente comprensión de las consecuencias, por adentrarse en la sexualidad adulta siendo todavía una niña, con la percepción del mundo propia de una niña, era el único acto de rebelión adolescente que Juliet no estaba preparada aún para afrontar.
Había pensado en drogas, en música estridente, en bebida y tabaco, en estilos de vestir y cortes de pelo. Había pensado en maquillaje, discusiones, límites horarios de llegar a casa, en la creciente responsabilidad y en el típico «tú no entiendes nada, eres demasiado vieja para comprender», pero nunca había pensado en el sexo. Aún no. Ya habría tiempo de pensar en el sexo más tarde. No lo había relacionado con la niñita a la que su mamá cepillaba el cabello por la mañana y sujetaba la larga masa bermeja con una hebilla ámbar.
Conocía todos los principios que regulaban el camino de un niño desde la infancia hasta convertirse en un adulto autónomo. Había leído libros, decidida a ser la mejor madre posible, pero ¿cómo tratar este problema? ¿Cómo trenzar un delicado equilibrio entre realidad y ficción para dar a Maggie el padre que deseaba y, a la vez, apaciguar su mente? Y aun en el caso de que lo lograra, tanto por su hija como por ella misma —cosa que no podía ni quería hacer, pese a las consecuencias—, ¿qué aprendería Maggie de la capitulación de su madre: que el sexo no es una expresión de amor entre dos personas, sino una táctica muy eficaz?
Maggie y el sexo. Juliet no quería pensar en ello. A lo largo de los años se había aficionado cada vez más al arte de la represión, y se negaba a reflexionar sobre cualquier cosa que evocara desdicha o inquietud. Seguía adelante, con la atención concentrada en el horizonte lejano, donde existía la promesa de exploración en forma de nuevos lugares y nuevas experiencias, donde existía la promesa de paz y refugio en forma de gente que, gracias a siglos de costumbre, se mantenía alejada de los forasteros taciturnos. Y hasta el pasado agosto, Maggie siempre había clavado la vista en aquel horizonte con la misma alegría.
Juliet dejó salir al gato y vio que desaparecía en las sombras que arrojaba Cotes Hall. Subió al piso de arriba. La puerta de Maggie estaba cerrada, pero no tabaleó sobre ella, como hubiera hecho en cualquier otra noche, para sentarse en la cama de su hija, acariciarle el cabello, dejar que las yemas de sus dedos resbalaran sobre la piel, suave como melocotón. En cambio, se encaminó a su habitación y acabó de desnudarse en la oscuridad. Otra noche, habría pensado en la presión y el calor de las manos de Colin sobre su cuerpo, habría dedicado apenas cinco minutos a revivir su coito y recordar la visión de su hombre tendido sobre ella en la semioscuridad de su habitación. Pero esta noche se movió como un autómata, cogió su bata de lana y fue a darse un baño.
«Tú también hueles a lo mismo».
¿Cómo podía, en conciencia, aconsejar a su hija en contra de una conducta que ella misma anhelaba, deseaba, practicaba? La única solución consistía en renunciar a Colin y trasladarse a otro lugar, como habían hecho tantas veces en el pasado, sin mirar atrás, cortados todos los vínculos. Era la única respuesta. Si la muerte del vicario no había sido suficiente para devolverle su sentido común y comprender lo que era posible o no en su vida —¿había creído siquiera por un momento que llegaría a ser la amante esposa del policía local?—, la relación de Maggie con Nick Ware lo lograría.
«Señora Spence, me llamo Robin Sage. He venido para hablar con usted sobre Maggie».
Y ella le había envenenado.
A aquel hombre compasivo que solo había pretendido beneficiarla a ella y a su hija. ¿Qué clase de vida la esperaba en Winslough, ahora que todos los corazones dudaban de ella, todos los susurros la condenaban, y nadie, salvo el juez de instrucción, había tenido la valentía de preguntarle abiertamente cómo había podido cometer una equivocación tan fatal?
Se bañó con parsimonia, sin permitirse más que las sensaciones físicas inmediatas propias del acto: la esponja sobre su piel, el vapor que la rodeaba, los remolinos de agua entre sus pechos. El jabón olía a rosas, y aspiró su fragancia para eliminar todas las demás. Deseó que el baño disolviera sus recuerdos y la liberara de su pasión. Buscó respuestas. Pidió ecuanimidad.
«Quiero que me hables de papá».
¿Qué puedo decirte, querida mía? Que acariciar con sus dedos tu cabello aterciopelado no significaba nada. Que la visión de tus pestañas extendidas como sombras plumosas sobre tus mejillas cuando dormías no le despertaba el deseo de abrazarte. Que tu mano sucia aferrando un helado casi derretido no le hacía reír, entre complacido y disgustado. Que tu lugar en su vida consistía en guardar silencio y dormir en el asiento trasero del coche, sin armar alboroto y sin preguntar nada, por favor. Que nunca fuiste tan real para él como su propia persona. No eras el centro de su mundo. ¿Cómo voy a decirte eso, Maggie? ¿Cómo puedo destruir tu sueño?
Notó los miembros pesados cuando se secó con la toalla. Le costó un gran esfuerzo levantar el brazo para cepillarse el pelo. Una fina película de vapor cubría el espejo del cuarto de baño, y escudriñó en él los movimientos de su silueta, una imagen sin rostro cuya única definición era el cabello oscuro que viraba rápidamente a gris. No vio el resto de su cuerpo en el reflejo, pero lo conocía muy bien. Era fuerte y sufrido, de carnes firmes, sin temor al trabajo duro. Era el cuerpo de una campesina, preparado para dar a luz niños con facilidad. Habrían podido ser muchos. Habrían correteado alrededor de sus pies y llenado la casa con sus amigos y pertenencias. Habrían jugado, aprendido a leer, acumulado peladas en las rodillas, roto ventanas y llorado las inconsistencias de la vida en sus brazos. Pero solo una vida había sido entregada a sus cuidados, y solo había tenido una oportunidad de moldear aquella vida hasta conducirla a la madurez.
¿Habría fallado ella?, se preguntó, y no por primera vez. ¿Había descuidado la vigilancia maternal por culpa de sus deseos?
Dejó el cepillo del pelo en el borde del lavabo y cruzó el rellano hasta detenerse ante la puerta cerrada del cuarto de su hija. Escuchó. No se veía luz por debajo de la puerta, así que giró el pomo con sigilo y entró.
Maggie estaba dormida, y no se despertó cuando un tenue rectángulo de luz, procedente del rellano, cayó sobre su cama. Como de costumbre, había apartado las mantas, y estaba aovillada sobre su costado, con las rodillas encogidas, una mujer-niña que llevaba un pijama rosa, de cuya chaqueta faltaban los dos primeros botones de arriba, dejando al descubierto la media luna de un pecho bien formado, el pezón como una aureola que se destacaba sobre su piel blanca. Había desplazado al elefante de peluche de la librería sobre la cual descansaba desde que habían llegado a Winslough. Yacía apretado contra su estómago, las patas extendidas como un soldado en posición de firmes, y su vieja trompa ya no era prensil, sino que había quedado reducida a un muñón, tras años de desgaste y destrozos.
Juliet cubrió con las mantas a su hija y la contempló. Los primeros pasos, pensó, aquella extraña forma de caminar, vacilante e infantil, cuando descubrió el milagro de mantenerse erguida, aferrada a los pantalones de mamá, sonriente al experimentar sus torpes pasos. Y después, el placer de correr, el cabello al viento y los brazos extendidos, con la confianza ciega de que mamá la recibiría, con los brazos también extendidos para abrazarla. Aquella manera de sentarse, con las piernas abiertas y los pies apuntando al noreste y al noroeste. Aquella postura inconsciente que adoptaba al agacharse, acercando su cuerpecillo al suelo para coger una flor o examinar un insecto.
Mi niña. Mi hija. No puedo responder a todas tus preguntas, Margaret. Muchas veces pienso que soy una versión más vieja de una niña. Tengo miedo, pero no puedo demostrarte mi temor. Me entrego a la desesperación, pero no puedo compartir mi dolor. Me consideras fuerte, dueña de mi vida y mi destino, pero yo temo constantemente que en cualquier momento se producirá el desenmascaramiento y el mundo me verá como soy, al igual que tú, como soy en realidad, débil y agobiada por las dudas. Quieres que sea comprensiva. Quieres que te diga cómo será el futuro. Quieres que lo solucione todo, que solucione la vida, mediante el expediente de agitar la vara de mi indignación sobre la injusticia y sobre tus heridas, y no puedo hacerlo. Ni siquiera sé cómo.
No se aprende a ser madre, Maggie. Se hace, y punto. No aparece con naturalidad en ninguna mujer, porque no tiene nada de natural que una vida dependa por completo de otra. Es el único trabajo en el que puedes sentirte imprescindible y, al mismo tiempo, desgarradoramente solo. Y en momentos de crisis, como este, Maggie, no existe el volumen sagaz en el que se buscan respuestas para impedir que un niño se haga daño.
Los niños no se limitan a robarnos el corazón, querida. Nos roban la vida. Obtienen de nosotros lo peor y lo mejor que podemos ofrecer, y a cambio nos otorgan su confianza, pero el precio es altísimo, y escasas las recompensas, que además tardan en llegar.
Y al final, cuando una se dispone a entregar al bebé, al niño, al adolescente, a la madurez, es con la esperanza de que atrás quede algo más grande, algo más que los brazos vacíos de mamá.