4

Otra vez aquel ruido. Sonaba como pasos vacilantes sobre la grava. Al principio, pensó que procedía del patio, y aunque sabía que la idea no era tranquilizadora, sus temores se calmaron en parte al pensar que, quienquiera que caminara en la oscuridad, no parecía dirigirse a la casa del vigilante, sino a Cotes Hall. Y tenía que ser un hombre, decidió Maggie Spence. Acechar de noche en la cercanía de edificios antiguos no era un comportamiento propio de mujeres.

Maggie sabía que debía estar alerta, teniendo en cuenta todo lo sucedido en la mansión durante los últimos meses, teniendo en cuenta sobre todo el estropicio perpetrado en aquella extravagante alfombra la semana pasada. Estar alerta era, a fin de cuentas, lo único que le había pedido su mamá, aparte de hacer los deberes, antes de marcharse con el señor Shepherd aquella noche.

—Solo estaré fuera unas horas, querida —le dijo mamá—. Si oyes algo, no salgas. Solo telefonea. ¿Entendido?

Cosa que debería hacer ahora, como Maggie bien sabía. Al fin y al cabo, tenía los números. Estaban abajo, junto al teléfono de la cocina. La casa del señor Shepherd, Crofters Inn y el hogar de los Townley-Young, por si acaso. Les había echado un vistazo cuando mamá se marchó, y quiso decir con burlona inocencia: «Pero solo vas al hostal, ¿verdad, mamá? ¿Por qué me das también el teléfono del señor Shepherd?». Pero Maggie ya sabía la respuesta a esa pregunta, y si la formulaba, solo conseguiría violentar a ambos.

Sin embargo, en ocasiones, deseaba violentarles. Quería gritar ¡veintitrés de marzo! Sé lo que pasó, sé que ese día lo hicisteis, incluso sé dónde, y cómo. Pero nunca lo hacía. Aunque no les hubiera visto juntos en la sala de estar —por llegar demasiado temprano a casa después de una discusión en el pueblo con Josie y Pam—, y aunque no hubiera escapado por la ventana, con las piernas temblorosas al ver a mamá y lo que estaba haciendo, y aunque no se hubiera sentado a reflexionar sobre ello en la terraza invadida por las malas hierbas de Cotes Hall, con Punkin aovillado a sus pies como una bola de color naranja atigrada, aun en ese caso lo habría sabido. Era obvio, cuando el señor Shepherd, desde aquella ocasión, miraba a mamá con ojos de cordero degollado y la boca entreabierta, y mamá procuraba por todos los medios no mirarle.

—¿Lo estaban haciendo? —había susurrado Josie Wragg, sin aliento—. ¿Y tú les viste hacerlo, en realidad, de veras, sin el menor asomo de duda? ¿Desnudos y tal? ¿En la sala de estar? ¡Maggie!

Encendió un Gauloise y se tendió en la cama. Todas las ventanas estaban abiertas para que el humo escapara y su madre no supiera lo que estaba haciendo, si bien Maggie opinaba que ni toda la brisa del mundo lograría eliminar el asqueroso olor que desprendían los cigarrillos franceses favoritos de Josie. Encajó el suyo entre los labios y se llenó la boca de humo. Lo exhaló. Aún no dominaba el arte de inhalarlo, y tampoco estaba segura de desearlo.

—No se habían quitado toda la ropa —dijo—. Mamá, no, al menos. Quiero decir, no se había quitado ni una prenda. No era necesario.

—¿Que no era necesario…? Entonces, ¿qué estaban haciendo? —preguntó Josie.

—Por Dios, Josephine. —Pam Rice bostezó. Agitó la cabeza, y su espléndida cabellera de bucles dorados quedó, como siempre, inmaculada, cada pelo en su sitio—. Piensa por una vez en tu vida, ¿quieres? ¿Qué crees que estaban haciendo? Se supone que tú eres la experta por estos andurriales.

Josie frunció el ceño.

—No entiendo cómo… Vamos, si iba vestida.

Pam alzó los ojos al techo, con expresión de paciencia martirizada. Dio una larga bocanada a su cigarrillo, exhaló e inhaló algo que ella llamaba franchute.

—La tenía en la boca —dijo—. B-o-c-a. ¿He de hacerte un dibujo, o ya lo has captado?

—En la… —Josie pareció confusa. Tocó su lengua con las yemas de los dedos, como si ese gesto la ayudara a comprender mejor—. ¿Quieres decir que tenía su cosa…?

—¿Su cosa? Dios. Se llama pene, Josie. P-e-n-e. ¿Comprendido? —Pam rodó sobre su estómago y contempló con los ojos entornados la punta encendida del cigarrillo—. Solo puedo decir que ojalá obtuviera algo a cambio, cosa que dudo, estando vestida de pies a cabeza. —Otro movimiento perfecto de su cabello—. Todd sabe bien que no debe terminar antes de que yo me haya corrido, te lo aseguro.

Josie frunció el ceño. Era evidente que todavía estaba asimilando la información. Siempre alardeando de ser la autoridad viviente en materia de sexualidad femenina —cortesía de un sobado ejemplar de El animal sexual femenino desencadenado en casa, volumen I, que había sacado del cubo de la basura después de que su madre lo tirara, al cabo de dos meses de intentar, a instancias de su marido, «desarrollar la libido o algo por el estilo»—, y ahora la pillaban en fuera de juego.

—¿Se…? —Dio la impresión de que luchaba por encontrar la palabra apropiada—. ¿Se movían o algo así, Maggie?

—Joder —dijo Pam—. ¿Es que no sabes nada? Nadie necesita moverse. Basta con que ella chupe.

—Con que ella… —Josie aplastó el cigarrillo en el antepecho de la ventana—. ¿La mamá de Maggie? ¿Con un tío? ¡Qué desagradable!

Pam lanzó una risita lánguida.

—No. Es «desencadenado». Justo y apropiado, si quieres saber mi opinión. ¿No mencionaba eso tu libro, Jo, o solo hablaba de meter tus tetas en nata montada y servirlas con fresas a la hora del té? Ya sabes, «haz de la vida de tu hombre una sorpresa constante».

—No tiene nada de malo que una mujer obedezca a su naturaleza sensual —replicó Josie con cierta dignidad. Bajó la cabeza y rascó una costra de su rodilla—. O a la de un hombre.

—Sí. Muy cierto. Una verdadera mujer ha de saber cómo y dónde provocar un hormigueo. ¿No crees, Maggie? —Pam utilizó su irritante habilidad de lograr que sus ojos parecieran inocentes y más azules de lo que eran—. ¿No crees que es importante?

Maggie cruzó las piernas al estilo indio y se pellizcó el canto de la mano. Era la forma de recordarse que no debía admitir nada. Sabía qué información deseaba extraerle Pam, y advirtió que Josie también lo sabía, pero nunca había hurgado en un alma, y no iba a empezar con la suya.

Josie acudió al rescate.

—¿Dijiste algo? Después de verles, quiero decir.

No. Entonces no, al menos. Y cuando por fin se decidió, a modo de histérica acusación, expresada a gritos entre la ira y la autodefensa, la reacción de mamá había consistido en abofetearla. No una, sino dos veces, y con toda su fuerza. Un segundo después, tal vez al observar la expresión de sorpresa y conmoción que había aparecido en el rostro de Maggie, pues mamá jamás la había pegado, mamá lanzó un grito, como si hubiera recibido ella las bofetadas, atrajo a Maggie hacia sí y la abrazó con tal violencia que Maggie se quedó sin aliento. Aun así, no habían hablado del tema.

—Es asunto mío, Maggie —había dicho con firmeza mamá.

Estupendo, pensó Maggie. Yo también tengo un asunto.

Pero no era así, en realidad. Mamá no lo permitió. Después de la pelea, había llevado el té de la mañana a la habitación de Maggie durante quince días seguidos. Permanecía de pie y comprobaba que Maggie bebiera hasta la última gota. Ante sus protestas, decía: «Yo sé lo que es mejor». Cuando el dolor atenazaba el estómago de Maggie, y ella gemía, mamá decía: «Ya pasará, Maggie», y secaba su frente con un paño mojado y suave.

Maggie estudió las negras sombras de su dormitorio y escuchó de nuevo. Se concentró para distinguir el sonido de pasos del viento que empujaba una vieja botella de plástico sobre la grava. No había encendido las luces de arriba, pero caminó de puntillas hacia la ventana y escudriñó la noche, con la tranquilidad de poder mirar sin ser vista. En el patio, las sombras que arrojaba el ala este de Cotes Hall creaban grandes cavernas de oscuridad. Proyectadas desde los tímpanos de la mansión, bostezaban como pozos y ofrecían más que amplia protección a cualquiera que deseara ocultarse. Los escrutó de uno en uno y trató de distinguir si una forma voluminosa pegada a una pared lejana era tan solo un arbusto de tejo que necesitaba una poda o un merodeador forzando una ventana. No llegó a ninguna conclusión. Deseó que mamá y el señor Shepherd regresaran.

En el pasado, nunca había temido quedarse sola, pero poco después de su llegada a Lancashire, había desarrollado cierto rechazo a estar sola en la casa, tanto de día como de noche. Quizá era una reacción infantil, pero en cuanto mamá salía con el señor Shepherd, en cuanto entraba en el Opel para irse, o se encaminaba al sendero peatonal, o se internaba en el robledal para buscar plantas, Maggie experimentaba la sensación de que las paredes se cerraban sobre ella, milímetro a milímetro. Solo era consciente de estar sola en el terreno de Cotes Hall, y aunque Polly Yarkin vivía al final del camino, las separaba más de un kilómetro, y por más que chillara, si en algún momento necesitaba su ayuda, no la oiría.

A Maggie le daba igual saber dónde guardaba mamá su pistola. Aunque la hubiera utilizado antes para tirar al blanco, cosa que jamás había hecho, no se podía imaginar apuntando a alguien, y mucho menos apretando el gatillo. Por lo tanto, cuando estaba sola, se refugiaba en su dormitorio como un topo. Si era de noche, mantenía las luces apagadas y esperaba a escuchar el sonido de un coche que se acercara o la llave de mamá al introducirse en la cerradura de la puerta principal. Y mientras aguardaba, escuchaba los ronquidos felinos de Punkin, que surgían como nubes de humo audible del centro de la cama. Apretaba su álbum de recortes contra el pecho, con la vista clavada en la pequeña librería de abedul, sobre la cual descansaba el viejo elefante Bozo, rodeado de los demás animales de peluche con donaire tranquilizador. Pensó en su padre.

Eddie Spence existió en su infancia, fallecido antes de cumplir los treinta, su cuerpo retorcido entre los restos de su coche de carreras siniestrado, en Montecarlo. Era el héroe de una historia secreta que mamá solo había insinuado una vez, al decir: «Papá murió en un accidente automovilístico, querida», y «Por favor, Maggie, no puedo hablar de eso con nadie», y sus ojos se anegaron de lágrimas cuando Maggie intentó saber más. A menudo, Maggie intentaba conjurar en su memoria el rostro de su padre, pero el esfuerzo era en vano. Acunaba en sus brazos lo que quedaba de papá: las fotos de coches de Fórmula 1 que recortaba y atesoraba, y que pegaba en su Libro de Acontecimientos Importantes, junto con cuidadosas anotaciones sobre todos los Grand Prix.

Se dejó caer sobre la cama, y Punkin se removió. Levantó la cabeza, bostezó y estiró las orejas. Se movieron como un radar en dirección a la ventana; se incorporó de un único y ágil movimiento, y saltó en silencio desde la cama al antepecho, donde se agazapó y agitó la cola ante sus patas delanteras.

Maggie vio desde la cama que el animal inspeccionaba el patio al igual que ella unos minutos antes; sus ojos parpadeaban lentamente, sin dejar de remover la cola. Sabía, por haber estudiado el tema en su niñez, que los gatos son hipersensibles a los cambios que se producen en el entorno, por lo cual experimentó cierto alivio, segura de que Punkin la avisaría en cuanto ocurriera algo que pudiera avivar sus temores.

Un viejo tilo se erguía ante la ventana, y sus ramas crujieron. Maggie aguzó el oído. Ramas diminutas arañaron el cristal. Algo rozó el arrugado tronco del árbol. Solo era el viento, se dijo Maggie, pero en aquel momento, Punkin dio la señal de que algo no iba bien. Se incorporó con el lomo arqueado.

El corazón de Maggie se aceleró. Punkin saltó desde el antepecho y aterrizó sobre la raída alfombra. Salió por la puerta como un torbellino anaranjado antes de que Maggie comprendiera que alguien había trepado al árbol.

Y entonces, ya fue demasiado tarde. Oyó el golpe suave de un cuerpo al caer sobre el tejado de la casa. A continuación, pasos sigilosos. Después, un suave repiqueteo sobre el cristal.

Esto último era absurdo. Por lo que ella sabía, los revientapisos no se anunciaban. A menos, por supuesto, que intentaran averiguar si había alguien en casa, pero aun en ese caso, parecía más sensato pensar que se limitarían a llamar a la puerta con los nudillos, o a tocar el timbre y esperar.

Le entraron ganas de gritar: «Te has equivocado de sitio, seas quien seas, querías asaltar la mansión, ¿verdad?», pero en cambio dejó el álbum de recortes junto a la cama y se ocultó en las sombras. Sintió un hormigueo en las palmas de las manos. Su estómago se revolvió. Lo que más deseaba era llamar a su madre, pero no le serviría de nada. Un momento después, se alegró.

—¿Estás ahí, Maggie? —le oyó llamar en voz baja—. Abre, ¿quieres? Se me está helando el culo.

¡Nick! Maggie atravesó la habitación como una flecha. Le vio, acuclillado en la pendiente del tejado, frente a la ventana del dormitorio, sonriente, su sedoso cabello negro acariciándole las mejillas, como alas de ave. Forcejeó con la cerradura. Nick, Nick, pensó cuando estaba a punto de abrir la ventana, y oyó a su madre decir: «No quiero que vuelvas a estar a solas con Nick Ware. ¿Está claro, Margaret Jane? Se acabó. Nunca más». Sus dedos la traicionaron.

—¡Maggie! —susurró Nick—. ¡Déjame entrar! Hace frío.

Había dado su palabra. Mamá casi había llorado durante aquella discusión, y la visión de aquellos ojos enrojecidos por culpa del comportamiento y las palabras hirientes de Maggie le habían arrancado la promesa, sin detenerse a pensar en su auténtico significado.

—No puedo —dijo.

—¿Qué?

—Nick, mamá no está en casa. Ha ido al pueblo con el señor Shepherd. Le prometí…

La sonrisa del joven se ensanchó.

—Estupendo. Fantástico. Vamos, Mag, déjame entrar.

Maggie tragó el nudo que se había formado en su garganta.

—No puedo. No puedo verte a solas. Lo prometí.

—¿Por qué?

—Porque… Nick, ya lo sabes.

Nick, que tenía apoyada una mano contra la ventana, la dejó caer a un costado.

—Solo quería enseñarte… Oh, coño.

—¿Qué?

—Nada. Olvídalo. Da igual.

—Dímelo, Nick.

El chico ladeó la cabeza. Llevaba el cabello muy corto, pero demasiado largo por arriba, como los demás chicos, aunque a él nunca le quedaba mal, sino al contrario, como si hubiera inventado el estilo.

—Nick.

—Solo una carta. Da igual. Olvídalo.

—¿Una carta? ¿De quién?

—Carece de importancia.

—Pero si has venido hasta aquí… —Entonces, recordó—. Nick, ¿no será de Lester Piggott? ¿Es eso? ¿Ha contestado a tu carta?

Costaba creerlo, pero Nick escribía a los jockeys sin parar, y su colección de cartas aumentaba día a día. Había recibido contestación de Pat Eddery, Graham Starkey y Eddie Hide, pero Lester Piggott era un fuera de serie, sin duda.

Abrió la ventana. El viento frío se introdujo como una nube en la habitación.

—¿Es eso? —preguntó.

Nick sacó un sobre de su vieja chaqueta de cuero, que afirmaba ser un regalo ofrecido a su tío abuelo por un piloto norteamericano, durante la Segunda Guerra Mundial.

—No es gran cosa —dijo Nick—. Solo «Gracias por tu carta, muchacho», pero está firmada por él. Nadie pensó que me contestaría, ¿te acuerdas, Mag? Quería que lo supieras.

Se le antojó una maldad dejarle fuera, cuando había venido con un propósito tan inocente. Ni siquiera mamá se opondría.

—Entra.

—No quiero causarte problemas con tu mamá.

—No pasa nada.

El muchacho introdujo su larguirucho cuerpo por la ventana y se abstuvo de cerrarla.

—Pensaba que ya te habrías acostado. Estuve observando las ventanas.

—Pues yo pensé que eras un merodeador.

—¿Por qué no has encendido las luces?

Ella bajó los ojos.

—Estaba asustada. Sola.

Cogió el sobre y admiró la dirección: «Señor Nick Ware, Skelshaw Farmu». Estaba escrito con mano firme y decidida. La devolvió a Nick.

—Me alegro de que te respondiera. Imaginaba que lo haría.

—Me acordé. Por eso quería verte.

Se apartó el pelo de la cara y paseó la vista por la habitación. Maggie le observó, temerosa. Repararía en todos los animales de peluche y en sus muñecas, sentadas en la silla de mimbre. Se acercaría a los estantes y vería Los chicos del tren entre sus demás libros favoritos de la infancia. Se daría cuenta de lo niña que era. Entonces, no querría salir con ella. Ni tan solo saludarla, probablemente. ¿Por qué no lo había pensado mejor antes de dejarle entrar?

—Nunca había estado en tu dormitorio —dijo Nick—. Es muy bonito, Mag.

Ella notó que sus temores se disipaban. Sonrió.

—Sí.

—Hoyuelos —dijo Nick, y acarició con el dedo índice la pequeña depresión de su mejilla—. Me gusta cuando sonríes.

Bajó la mano hasta su brazo, a modo de prueba. Ella sintió sus dedos fríos, incluso a través del jersey.

—Estás helado —dijo.

—Hace frío fuera.

Maggie era muy consciente de haberse adentrado en territorio prohibido, y en plena oscuridad. Con él a su lado, la habitación se le antojó más pequeña, y reconoció que lo más apropiado sería conducirle a la planta baja para que saliera por la puerta. Solo que estaba con ella y no deseaba que se marchara, no sin darle alguna señal, como mínimo, de que seguía presente en sus pensamientos, pese a todo lo que había ocurrido en sus vidas desde octubre. No era suficiente saber que a Nick le gustaba su sonrisa y tocar el hoyuelo de su mejilla. Siempre se decía que a la gente le gustaba las sonrisas de los niños. Ella no era una niña.

—¿Cuándo volverá tu madre? —preguntó Nick.

«De un momento a otro» era la verdad. Pasaban de las nueve. Pero si decía la verdad, Nick se iría al instante. Quizá lo haría por su bien, o para evitarle problemas, pero lo haría de todos modos.

—No lo sé —contestó—. Se fue con el señor Shepherd.

Nick sabía lo de mamá y el señor Shepherd, de modo que debía comprender lo que significaba aquella frase. Lo demás era asunto suyo.

Maggie hizo ademán de cerrar la ventana, pero la mano de Nick seguía apoyada en su brazo, así que fue fácil para él impedírselo. No fue brusco. Se limitó a besarla, apretó la lengua contra sus labios como una promesa, y ella le recibió.

—Tardará un rato, entonces. —La boca de Nick descendió hacia su cuello. Maggie sintió escalofríos—. Ya llevan tiempo saliendo.

La conciencia de Maggie le dijo que debía defender a su mamá de la interpretación que Nick había hecho de las habladurías, pero los escalofríos recorrían sus brazos y piernas cada vez que él la besaba, impidiendo que pensara con lucidez. Aun así, tomó la decisión de responder con firmeza cuando la mano de Nick se desplazó hasta su pecho y sus dedos empezaron a juguetear con el pezón. Lo movió con suavidad de un lado a otro, hasta que ella lanzó un gemido, a causa del dolor, y el calor hormigueante. Él disminuyó la presión y empezó el proceso desde el principio. Era una sensación estupenda. Más que estupenda.

Sabía que debería hablar de mamá, que debería explicar ciertas cosas, pero solo podía aferrarse a ese pensamiento cuando los dedos de Nick la liberaban. En cuanto empezaban a acariciarla de nuevo, solo podía pensar en el hecho de que no quería suscitar una discusión que estropeara su buen entendimiento.

—Mamá y yo hemos llegado a un acuerdo —dijo, con las escasas fuerzas que le quedaban, y notó que él sonreía contra su boca. Era un chico listo, Nick. Era muy probable que no la hubiera creído ni por un momento.

—Te he echado de menos —susurró el muchacho, y la apretó contra él—. Dios, Mag. Haz algo.

Sabía lo que él quería. Y ella quería hacerlo. Quería sentir de nuevo Aquello a través de sus tejanos, que se ponía rígido y grande gracias a ella. Apretó la mano contra Aquello. Nick movió los dedos de Maggie arriba, abajo y alrededor.

—Jesús —susurró—. Jesús, Mag.

Movió los dedos de Maggie sobre Aquello, hasta la misma punta. Los enroscó a Su alrededor. Estaba bien tieso. Ella lo apretó con suavidad, y después con más fuerza, cuando él gruñó.

—Maggie —dijo—. Mag.

Su respiración era agitada. Nick le quitó el jersey. Maggie sintió la caricia del viento nocturno sobre su piel. Y luego, solo sintió las manos de Nick sobre sus pechos. Y luego, solo su boca, cuando los besó.

Estaba húmeda. Estaba flotando. Los dedos posados sobre los tejanos de Nick ni siquiera eran suyos. No era ella quien bajaba la cremallera. No era ella quien le desnudaba.

—Espera, Mag. Si tu mamá llega…

Ella le calló a besos. Acarició sus partes más tiernas, y Nick la ayudó a cerrar los dedos sobre sus globos de carne. Gimió, deslizó las manos bajo la camisa de la muchacha, y sus dedos dibujaron círculos incandescentes entre las piernas de Maggie.

Y de repente, se encontraron en la cama, el cuerpo de Nick sobre ella, como un árbol pálido, su propio cuerpo ya preparado, las caderas alzadas, las piernas abiertas. Nada más importaba.

—Dime cuándo he de parar —dijo Nick—. ¿De acuerdo, Maggie? Esta vez, no lo haremos. Tú solo dime cuándo he de parar. —Apretó Aquello contra ella. Frotó Aquello contra ella. La punta de Aquello, toda la longitud de Aquello—. Dime cuándo he de parar.

Solo una vez más. Solo esta vez. No podía ser un pecado tan horrible. Ella le apretó contra sí, deseosa de su proximidad.

—Maggie. Mag, ¿no crees que deberíamos parar?

Maggie estrujó Aquello en su mano.

—Mag, en serio. No puedo aguantarme.

Ella alzó la boca para besarle.

—Si llega tu madre…

Lenta, incesantemente, ella movió sus caderas.

—Maggie. No podemos. Hundió Aquello en sus entrañas.

Guarra, pensó. Guarra, pendón, puta. Estaba tendida en la cama, con la vista fija en el techo. Las lágrimas nublaban su visión, resbalaban por sus sienes y caían hacia las orejas.

No soy nada, pensó. Soy un pendón. Una puta. Lo haré con cualquiera. Ahora solo es Nick, pero si otro tío me Lo quiere meter mañana, probablemente le dejaré. Soy una guarra. Una puta.

Se incorporó y pasó las piernas por el borde de la cama. Miró al otro lado de la habitación. El elefante Bozo exhibía su habitual expresión de confusión paquidérmica, pero daba la impresión de que aquella noche había algo más en su cara. Disgusto, sin duda. Había decepcionado a Bozo, pero no tenía comparación con lo que se había hecho a ella misma.

Saltó de la cama y se arrodilló en el suelo. Notó los surcos de la raída alfombra en sus rodillas. Enlazó las manos en actitud de rezar y trató de pensar en las palabras que la conducirían a obtener el perdón.

—Lo siento —susurró—. No quería que pasara. Dios, pensé para mí, si me besa, sabré que todo sigue igual entre nosotros, pese a la promesa que le hice a mamá, solo que cuando me besa de aquella manera no quiero que pare, y después hace otras cosas y yo quiero que las haga, y después quiero más. No quiero que termine, y sé que está mal. Lo sé, pero no puedo evitar la tentación. Lo siento, Dios, lo siento. No permitas que ocurra algo malo por culpa de esto, por favor. No volverá a pasar. No le dejaré. Lo siento.

Pero ¿cuántas veces perdonaría Dios, cuando ella sabía que estaba mal y Él sabía que ella lo sabía y ella lo hacía de todos modos, porque quería tener cerca a Nick? Era imposible hacer tratos incesantes con Dios sin que él se preguntara sobre la naturaleza del acuerdo que estaba llevando a cabo. Iba a pagar un precio muy elevado por sus pecados, y solo era cuestión de tiempo que Dios se decidiera a pasar cuentas.

—Dios no se comporta de esa forma, querida. No lleva las cuentas. Es capaz de infinitos actos de perdón. Por eso es nuestro Ser Supremo, el modelo que debemos seguir. No podemos aspirar a alcanzar su nivel de perfección, desde luego, y tampoco lo espera de nosotros. Se limita a pedir que intentemos mejorar, que aprendamos de nuestros errores, y que comprendamos los de los demás.

Con qué sencillez lo había expuesto el señor Sage cuando la había encontrado en la iglesia, aquella noche del pasado octubre. Maggie estaba arrodillada en el segundo banco, frente al crucifijo, con la frente apoyada sobre sus manos enlazadas. Sus oraciones eran muy similares a la de esta noche, solo que entonces había sido la primera vez, sobre un montón de arrugadas telas alquitranadas, rígidas por la pintura, en un rincón de la trascocina de Cotes Hall, cuando Nick la desnudó, la tendió en el suelo, la puso a punto a punto a punto.

—No lo haremos —había dicho, como esta noche—. Dime cuándo he de parar, Mag.

Y no cesó de repetir «dime cuándo he de parar Maggie, dime dime», mientras le cubría la boca con la suya y sus dedos obraban efectos mágicos entre sus piernas y ella se apretaba y apretaba contra su mano. Deseaba calor y proximidad. Necesitaba que la abrazaran. Ansiaba ser parte de algo más que ella misma. Él era la promesa viviente de todo cuanto deseaba, allí en la trascocina. Solo tenía que acceder.

Lo inesperado fue la reacción posterior, el momento en que «las chicas buenas no lo hacen» inundó su conciencia como el diluvio de Noé: los chicos no respetan a las chicas que… Se lo cuentan a todos sus amigos… Basta con que digas no, tú puedes hacerlo… Solo quieren una cosa, solo piensan en una cosa… ¿Quieres pillar una enfermedad?… Si te quedas embarazada, ¿crees que él seguirá mostrándose tan ardiente?… Te has entregado una vez, has cruzado una barrera con él, ahora te perseguirá una y otra vez… No te quiere, si lo hiciera, no habría…

Y por eso había ido a San Juan Bautista para asistir a las vísperas. Apenas había escuchado la lectura. Apenas había escuchado los himnos. Casi todo el rato había clavado la vista en el crucifijo y el altar que se alzaba al otro lado. En él, los Diez Mandamientos, grabados en ominosas tablas de bronce individuales, ocupaban los retablos, y la atención de Maggie se centró, sin que pudiera evitarlo, en el sexto mandamiento. Era la fiesta de la cosecha. Los peldaños del altar estaban sembrados de ofrendas. Gavillas de trigo, calabacines amarillos y verdes, cestas de patatas nuevas y varios kilos de judías llenaban la iglesia con el potente aroma del otoño. Sin embargo, Maggie apenas era consciente de lo que la rodeaba, al igual que de los rezos y el órgano. La luz de la araña principal, situada en el coro, parecía iluminar directamente los retablos de bronce, y la palabra «adulterio» oscilaba ante sus ojos. Daba la impresión de aumentar de tamaño, daba la impresión de señalar y acusar.

Intentó convencerse de que cometer adulterio significaba que una de las partes, como mínimo, estaba unida por votos matrimoniales que iba a quebrantar, pero sabía que toda una secuela de comportamientos detestables acechaba bajo aquella simple palabra, y ella los había perpetrado casi todos: pensamientos impuros sobre Nick, deseo infernal, fantasías sexuales, y ahora fornicación, el peor pecado. Estaba negra y corrompida, destinada a la condenación.

Si pudiera renunciar a su comportamiento, retorcerse de asco por el acto en sí y lo que sentía cuando lo realizaba, tal vez Dios la perdonaría. Si después del acto se hubiera sentido sucia, tal vez Él pasaría por alto aquel pequeño lapso. Si no lo deseara —y a Nick, y al indescriptible calor de sus cuerpos entrelazados—, una y otra vez, entonces, allí mismo, en la iglesia.

Pecado, pecado, pecado. Apoyó la cabeza sobre sus puños y no la movió, ajena al servicio religioso. Empezó a rezar, suplicó con fervor el perdón de Dios, apretó los ojos con tal fuerza que vio estrellas.

—Lo siento, lo siento, lo siento —susurró—. No dejes que me ocurra nada malo. No volveré a hacerlo. Lo prometo. Lo prometo. Lo siento.

Era la única oración que se le ocurrió, y la repitió sin pensar, subyugada por la necesidad de comunicarse con lo sobrenatural. No oyó al vicario acercarse, y ni siquiera se enteró de que el servicio había terminado y la iglesia estaba vacía hasta que notó una mano que se apoyaba con firmeza sobre su hombro. Levantó la vista y lanzó un grito. Todas las arañas se habían apagado. La única luz que quedaba, procedente de una lámpara del altar, proyectaba un resplandor verdoso. Rozaba la cara del vicario y arrojaba largas sombras en forma de media luna sobre las bolsas agolpadas debajo de sus ojos.

—Es el perdón personificado —dijo en voz baja el vicario. Su voz era balsámica, como un baño caliente—. No lo dudes ni un momento. Existe para perdonar.

La serenidad de su tono y la dulzura de sus palabras arrancó lágrimas de los ojos de Maggie.

—Esto no —contestó—. Es imposible.

La mano del vicario apretó su hombro, y luego se retiró. Se sentó a su lado en el banco, sin arrodillarse, y ella le mintió. El vicario indicó el crucifijo.

—Si las últimas palabras del Señor fueron: «Perdónales, Padre», y si Su Padre en verdad perdonó, de lo cual podemos estar seguros, ¿por qué no va a perdonarte a ti también? Sean cuales sean tus pecados, querida, no pueden equivaler a la maldad de dar muerte al Hijo de Dios, ¿verdad?

—No —susurró la muchacha, aunque había empezado a llorar—, pero sabía que estaba mal y lo hice, porque quería hacerlo.

El vicario extrajo un pañuelo del bolsillo y se lo tendió.

—Esa es la naturaleza del pecado. Frente a una tentación, podemos elegir, y elegimos mal. No eres la única. Pero si has decidido en tu corazón no volver a pecar, Dios perdona. Setenta veces siete. Confía en ello.

El problema consistía en insuflar resolución en su corazón. Ella deseaba prometer, tanto como creer en su promesa. Por desgracia, aún deseaba más a Nick.

—Eso es —dijo.

Y lo contó todo al vicario.

—Mamá lo sabe —terminó, mientras estrujaba el pañuelo—. Mamá está muy enfadada.

El vicario dejó caer la mano y dio la impresión de que examinaba el bordado descolorido del reclinatorio.

—¿Cuántos años tienes, querida?

—Trece.

El hombre suspiró.

—Dios bendito.

Más lágrimas asomaron a los ojos de Maggie. Las secó e hipó cuando habló.

—Soy mala. Lo sé, lo sé. Y Dios también.

—No. No es así. —El vicario cogió su mano un instante—. Lo que me preocupa es tu temprano acceso a la edad adulta. Tiene que provocar muchos problemas, siendo tan joven.

—No me da problemas.

El vicario sonrió con dulzura.

—¿No?

—Yo le quiero, y él me quiere.

—Por ahí suelen empezar los problemas, ¿no?

—Se está burlando —dijo la muchacha, tirante.

—Estoy diciendo la verdad. —El vicario desvió la vista hacia el altar. Tenía las manos sobre las rodillas, y Maggie observó que sus dedos estaban tensos—. ¿Cómo te llamas?

—Maggie Spence.

—No te había visto nunca en la iglesia, ¿verdad?

—No. Nosotras… A mamá no le da por ir a la iglesia.

—Entiendo. —El vicario siguió aferrando con fuerza sus rodillas—. Bien, Maggie Spence, te has topado con uno de los mayores desafíos de la humanidad en una edad muy temprana: cómo enfrentarse a los pecados de la carne. Ya antes de los tiempos de nuestro Señor, los griegos recomendaban moderación en todo. Sabían las consecuencias derivadas de entregarse a los apetitos.

Maggie frunció el ceño, confusa.

El vicario captó su mirada y prosiguió.

—El sexo también es un apetito, Maggie. Algo parecido al hambre. Empieza como una tibia curiosidad, más que un rugido en el estómago, pero pronto se convierte en un ansia exigente. Por desgracia, no es como una indigestión o una borrachera, las cuales producen de inmediato un malestar físico que actúa posteriormente como recordatorio del resultado de un desenfreno impetuoso. Al contrario, proporciona una sensación de bienestar y liberación, que deseamos experimentar una y otra vez.

—¿Como una droga?

—Como una droga. Y como muchas drogas, sus propiedades perjudiciales tardan en manifestarse. Aun sabiendo cuáles son, desde un punto de vista intelectual, la promesa del placer suele ser demasiado seductora para que nos abstengamos cuando debemos. Es entonces cuando hemos de volvernos hacia el Señor. Debemos pedir que nos infunda la fuerza necesaria para resistir. Él también hizo frente a las tentaciones. Sabe lo que significa ser humano.

—Mamá no habla de Dios. Habla del sida, los herpes, las ladillas y de quedarse embarazada. Piensa que no lo haré si me asusta lo bastante.

—Eres dura con ella, querida. Sus preocupaciones son muy realistas. En estos tiempos, la sexualidad va asociada a crueles consecuencias. Es sabio y bondadoso por parte de tu madre alertarte.

—Ah, muy bien, pero y ella ¿qué? Porque cuando el señor Shepherd y ella…

No finalizó su protesta automática. Pese a sus sentimientos, no podía traicionar a mamá ante el vicario. No sería justo.

El vicario ladeó la cabeza, pero no dio muestras de comprender en qué dirección apuntaban las palabras de Maggie.

—Embarazo y enfermedades son las consecuencias a largo plazo que arrostramos cuando nos entregamos a los placeres del sexo —dijo—, pero por desgracia, cuando nos encontramos en una situación que conduce al coito, casi siempre pensamos en las exigencias del momento.

—¿Perdón?

—La necesidad de hacerlo. Sin más dilación. —Sacó el paño bordado para arrodillarse colgado en la parte posterior del banco delantero y lo colocó sobre el suelo de piedra irregular—. En cambio, pensamos en términos de «no lo haré» o «no puede ser». De nuestro deseo de gratificación física surge el rechazo de la posibilidad. No me quedaré embarazada; no podría transmitirme una enfermedad, porque creo que no la tiene. De estos pequeños actos de negación brotan nuestras penas más profundas.

Se arrodilló e indicó a Maggie que le imitara.

—Señor —dijo en voz baja, la vista fija en el altar—, ayúdanos a discernir Tu voluntad en todas las cosas. Cuando seamos puestos a prueba y tentados, permite que, mediante Tu amor, nos demos cuenta. Cuando caigamos en el pecado, perdona nuestros errores. Concédenos la fuerza de evitar toda ocasión de pecado en el futuro.

—Amén —susurró Maggie. Sintió, a través de su espesa mata de cabello, la mano del vicario apoyada en su nuca, una demostración de amistad que le proporcionó la primera paz real que experimentaba desde hacía muchos días.

—¿Eres capaz de decidirte a no pecar más, Maggie Spence?

—Quiero hacerlo.

—En ese caso, yo te absuelvo, en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Salieron juntos a la noche. Las luces de la vicaría, al otro lado de la calle, estaban encendidas, y Maggie vio a Polly Yarkin en la cocina, atareada en preparar la mesa para que el vicario cenara.

—Claro que —dijo el vicario, como si reanudara un pensamiento anterior— la absolución y la resolución son una cosa. Lo otro es más difícil.

—¿No volver a hacerlo?

—Y mantenernos activos en otras parcelas de la vida para que la tentación no se presente. —Cerró la puerta de la iglesia y guardó la llave en el bolsillo de los pantalones. Aunque hacía mucho frío, no llevaba abrigo, y su alzacuello brillaba a la luz de la luna como una sonrisa de Cheshire. La observó con aire pensativo y se acarició el mentón—. Voy a impulsar un grupo juvenil en la parroquia. Quizá te gustaría unirte a nosotros. Habrá reuniones y actividades, cosas que te mantendrán ocupada. Teniendo en cuenta la situación, podría ser una buena idea.

—Me gustaría, pero… Mamá y yo no somos miembros de la Iglesia, y creo que no me dejaría entrar en el grupo. La religión… Dice que la religión deja un sabor amargo en la boca. —Maggie inclinó la cabeza después de sus últimas palabras. Parecían muy injustas, después de lo bueno que había sido el vicario con ella—. Yo no lo creo —se apresuró a añadir—. Al menos, eso me parece. Es que, de entrada, no sé gran cosa sobre religión. O sea… No he ido mucho a la iglesia.

—Entiendo. —El vicario hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo una pequeña tarjeta blanca, que tendió a la muchacha—. Dile a tu mamá que me gustaría hacerle una visita. Mi nombre está en la tarjeta, y también mi número. Quizá logre que se sienta más cómoda con la Iglesia, o al menos preparar el terreno para que tú te unas a nosotros.

El vicario salió del cementerio y tocó su hombro a modo de despedida.

Existían bastantes posibilidades de que mamá aprobara lo del grupo juvenil, una vez superado su desagrado hacia los lazos que lo unían con la Iglesia. Pero cuando Maggie le entregó la tarjeta, mamá la contempló durante un largo rato, y cuando levantó la vista, tenía la cara pálida y la boca desencajada.

«Has acudido a otra persona», decía su expresión, con tanta claridad como si hubiera hablado en voz alta. «No confiaste en mí».

Maggie intentó aplacarla y acallar la muda acusación.

—Josie conoce al señor Sage, mamá —se apresuró a decir—. Pam Rice también. Josie dice que ha llegado a la parroquia hace solo tres semanas, y trata de convencer a la gente de que vuelva a la iglesia. Josie dice que el grupo juvenil…

—¿Nick Ware es miembro del grupo?

—No lo sé. No lo he preguntado.

—No me mientas, Margaret.

—No te miento. Pensaba… El vicario quiere hablar contigo sobre esto. Quiere telefonearte.

Mamá se acercó al cubo de la basura, rompió la tarjeta por la mitad y la sepultó, con un violento giro de la muñeca, entre los posos de café y las cortezas de pomelo.

—No tengo la menor intención de hablar con un cura de nada, Maggie.

—Mamá, él solo…

—La discusión ha terminado.

Sin embargo, pese a que mamá se había negado a telefonearle, el señor Sage había ido tres veces a su casa. Al fin y al cabo, Winslough era un pueblo pequeño, y descubrir dónde vivía la familia Spence era tan fácil como preguntar por Crofters Inn. Cuando una tarde se presentó de improviso, y entregó el sombrero a Maggie cuando esta abrió la puerta, mamá estaba sola en el invernadero, replantando algunas hierbas.

—Vete al hostal —fue su contestación al nervioso anuncio de Maggie de que el vicario había venido—. Te telefonearé cuando puedas volver a casa.

Su voz irritada y la expresión de su rostro indicaron a Maggie que era más prudente callarse las preguntas. Sabía desde hacía mucho tiempo que a mamá no le gustaba la religión, pero era lo mismo que intentar recabar información sobre su padre: ignoraba el motivo.

Entonces, el señor Sage murió. Igual que papá, pensó Maggie. Y yo le gustaba. Igual que a papá. Lo sé. Lo sé.

Ahora, en su dormitorio, Maggie descubrió que ya no le quedaban palabras para suplicar al cielo. Era una pecadora, un pendón, una puta, una guarra. Era la criatura más vil que Dios había puesto en la tierra.

Se levantó y frotó sus rodillas, en el punto donde estaban rojas y dolidas por el roce de la alfombra. Se encaminó al cuarto de baño, fatigada, y rebuscó en el aparador hasta encontrar lo que mamá había ocultado en él.

—Hay que hacer lo siguiente —le había explicado Josie en plan confidencial, cuando descubrieron el extraño recipiente de plástico, con su caño aún más extraño, embutido entre las toallas—. Después de tener relaciones sexuales, la mujer llena esta especie de botella con aceite y vinagre. Después, se mete la boquilla en el cono y se rocía bien, para no tener niños.

—Pero olerá como ensalada revuelta —objetó Pam Rice—. Creo que te has hecho un lío, Jo.

—Nada de eso, señorita Pamela Sabelotodo.

—Vale.

Maggie examinó el frasco. Se estremeció solo de pensar en ello. Por un instante, sus rodillas flaquearon, pero tenía que hacerlo. Llevó el frasco a la cocina, lo dejó sobre la encimera y se aprovisionó de aceite y vinagre. Josie no había especificado qué cantidad debía utilizar. Mitad y mitad, lo más probable. Destapó el vinagre y empezó a verter.

La puerta de la cocina se abrió. Mamá entró.