3

La señora Wragg se marchó nada más anunciar lo ocurrido al vicario. Al afligido: «¿Qué pasó? ¿Cómo demonios murió?» de Deborah, contestó vagamente: «No estoy segura. ¿Era amiga de él?».

No. Por supuesto. No eran amigos. Solo habían compartido unos minutos de conversación en la Galería Nacional, un día de noviembre ventoso y lluvioso. Aun así, el recuerdo de la amabilidad y el preocupado interés de Robin Sage provocó que Deborah se sintiera abrumada, sacudida por una mezcla de sorpresa y pesar, al conocer la noticia de su muerte.

—Lo siento, amor —dijo St. James cuando la señora Wragg cerró la puerta.

Deborah observó la preocupación que nublaba sus ojos, y supo que estaba leyendo sus pensamientos como solo podía hacerlo un hombre que la conocía desde que nació. Calló lo que deseaba decir, adivinó: «No es por tu culpa, Deborah. No posees el don de causar la muerte, pienses lo que pienses…». En cambio, la abrazó.

Por fin, descendieron la escalera situada entre el bar y la oficina a las siete y media. En el pub se agolpaba la habitual multitud vespertina. Granjeros apoyados contra la barra, enzarzados en conversaciones. Amas de casa que disfrutaban de una noche libre reunidas en mesas. Dos parejas mayores comparaban bastones para caminar, mientras seis ruidosos adolescentes bromeaban a voz en grito en una esquina y fumaban cigarrillos.

Josie Wragg emergió de este último grupo, en cuyo centro, jaleada por los comentarios obscenos de sus compañeros, una pareja se magreaba frenéticamente, con alguna pausa ocasional que la chica aprovechaba para echar un trago de la botella y el chico para dar caladas a un cigarrillo. Josie se había cambiado y llevaba lo que parecía ser un uniforme de trabajo, pero el reborde de su falda negra sobresalía en parte, su corbata de lazo roja estaba irremisiblemente torcida, y un largo hilo caía sobre la verde extensión de su pecho.

Pasó por debajo de la barra, cogió al vuelo dos cartas y se encaminó hacia los recién llegados.

—Buenas noches, señores. ¿Se encuentran a gusto? —preguntó en tono formal, sin dejar de mirar con cautela al hombre calvo que manejaba las espitas del pub con aire de autoridad, y que no podía ser otro que el propietario, el señor Wragg.

—Perfectamente —contestó St. James.

—En ese caso, supongo que querrán echar una ojeada a la carta. Recuerden lo que les dije sobre el buey —añadió en voz baja.

Pasaron junto a los granjeros, uno de los cuales, congestionado, agitaba un dedo admonitorio y hablaba de «decirle que es un sendero público… público, ¿me ha oído?», se abrieron paso entre las mesas hasta la chimenea, donde las llamas estaban dando cuenta con rapidez de una pela de abedul plateado, en forma de cono. Miradas de curiosidad les siguieron mientras cruzaban la sala (no solían ir turistas a Lancashire en aquella época del año), pero a sus educados «buenas noches» los hombres respondían con bruscos cabeceos y las mujeres inclinaban la cabeza. Si bien los adolescentes no se movieron de su rincón, como indiferentes a los demás, no parecía tanto egocentrismo de grupo como interés en aprovechar la diversión que les brindaban la rubia y su acompañante, que en aquel momento había deslizado la mano bajo la sudadera amarillo rabioso de la joven. La tela onduló cuando su puño se elevó como un tercer pecho móvil.

Deborah se sentó en un banco, bajo una reproducción en punto de aguja, desteñida y nada puntillista, de Una tarde de domingo en la Grand Jatte. St. James ocupó un taburete frente a su mujer. Pidieron jerez y whisky, y cuando Josie llevó las bebidas a su mesa, colocó el cuerpo de manera que ocultara a los amantes entrelazados.

—Lo lamento —dijo, mientras dejaba el jerez delante de Deborah y lo centraba. Hizo lo mismo con el whisky—. Pam Rice, que se dedica a putear por las noches. No me pregunten por qué. No es mala, solo cuando se junta con Todd. Tiene diecisiete.

Lo dijo como si la edad del muchacho lo explicara todo, pero luego continuó, tal vez pensando que no era suficiente.

—Trece. Pam, quiero decir. Catorce el mes que viene.

—Y treinta y cinco el año que viene, sin duda —replicó con sequedad St. James.

Josie echó un vistazo a la pareja. Pese a su anterior mirada despreciativa, su pecho huesudo se alzó temblorosamente.

—Sí. Bueno… —Se volvió hacia ellos como si le costara cierto esfuerzo—. ¿Qué tomarán? Dejando aparte el buey. El salmón está muy bueno. Y el pato. La ternera está… —La puerta del pub se abrió, y penetró una ráfaga de aire frío que sopló alrededor de sus tobillos como seda al moverse—… cocinada con tomates y setas, y esta noche hemos preparado un lenguado con alcaparras y…

El recitado de Josie se interrumpió cuando, detrás de ella, las conversaciones de los clientes enmudecieron con sorprendente rapidez.

Un hombre y una mujer se habían detenido en la puerta. Una luz colgada del techo dio cuenta del contraste que formaban. Primero, el cabello: el de él, color jengibre; el de ella, negro y veteado de gris, espeso, lacio y cortado a la altura de los hombros. Después, la cara: la de él, juvenil y hermosa, pero de mandíbula y mentón demasiado prominentes; la de ella, fuerte y enérgica, sin maquillaje que disimulara su edad. Y la ropa: él, con chaqueta y pantalones barbour; ella, con una desgastada chaqueta de marinero y tejanos descoloridos, con un parche sobre una rodilla.

Permanecieron inmóviles un momento en la entrada, la mano del hombre apoyada sobre el brazo de la mujer. Aquel llevaba gafas de concha, cuyos cristales capturaban la luz y ocultaban sus ojos y su reacción al silencio que había recibido su aparición. La mujer, no obstante, paseó la vista a su alrededor poco a poco y efectuó un contacto deliberado con todas las caras que tuvieron la valentía de sostener su mirada.

—… alcaparras y… y…

Daba la impresión de que Josie había olvidado el resto de su recitado ensayado. Introdujo el lápiz en su cabello y se rascó el cráneo con él.

El señor Wragg habló desde detrás de la barra, mientras eliminaba la espuma de una jarra de Guinness.

—Buenas noches, agente. Buenas noches, señora Spence. Menudo frío hace esta noche, ¿eh? Esto es el principio de una ola de frío, si quieren saber mi opinión. Tú, Frank Fowler, ¿otra ronda?

Por fin, uno de los granjeros se volvió. Los demás empezaron a imitarle.

—No diré que no, Ben —contestó Frank Fowler, y empujó su jarra hacia el otro lado de la barra.

Ben bajó la espita.

—¿Tienes tabaco, Billy? —preguntó alguien.

Una silla arañó el suelo como el aullido de un animal. El doble timbre del teléfono sonó en la oficina. Poco a poco, el pub recobró la normalidad.

El policía se acercó a la barra.

—Black Bush y una limonada, Ben —dijo, mientras la señora Spence se encaminaba a una mesa apartada de las demás. Caminó con parsimonia, una mujer muy alta, con la cabeza erguida y los hombros rectos, pero en lugar de sentarse en el banco apoyado contra la pared eligió un taburete para dar la espalda a la sala. Se quitó la chaqueta y dejó al descubierto un jersey de lana color marfil de cuello alto.

—¿Cómo va todo, agente? —preguntó Ben Wragg—. ¿Su padre ya se ha instalado en la residencia de pensionistas?

El policía contó unas monedas y las dejó sobre la barra.

—La semana pasada —contestó.

—Su padre fue un gran hombre en su tiempo, Colin. Un gran policía.

El agente empujó las monedas hacia Wragg.

—Sí, una gran persona —dijo—. Todos tardamos unos años en darnos cuenta, ¿no?

Cogió los vasos y fue a reunirse con su acompañante.

Se sentó en el banco, de cara a la sala. Paseó la mirada desde la barra a las mesas, una a una. Y los clientes, uno a uno, desviaron la vista. El murmullo de las conversaciones era tan apagado que se oía a la perfección el tintineo metálico de los cacharros en la cocina.

—Creo que esta noche me voy a retirar ya, Ben —dijo un granjero, al cabo de un momento.

—Voy a ver a mi viejo —dijo un segundo.

Un tercero se limitó a tirar un billete de cinco libras sobre la barra y esperó el cambio. Cuando solo habían transcurrido unos minutos desde la llegada del agente y la señora Spence, casi todos los clientes del Crofters Inn habían desaparecido. Solo quedaba un hombre solitario vestido de tweed que daba vueltas a su vaso de ginebra, derrumbado contra la pared, y el grupo de adolescentes, que se habían trasladado a una máquina tragaperras y ponían a prueba su suerte.

Josie había permanecido de pie junto a la mesa todo el rato, con los labios distendidos y los ojos abiertos de par en par. Solo el ladrido de Ben Wragg («Muévete, Josephine») la arrancó de su contemplación.

—¿Qué van a… cenar? —logró articular, pero no les dio tiempo a elegir—. El comedor está por ahí. Síganme —dijo.

Les guio por una puerta baja contigua a la chimenea, hasta un salón donde la temperatura bajaba en picado sus buenos diez grados y el olor predominante era a pan horneado, en lugar de la mezcla de humo de cigarrillo y cerveza que impregnaba el pub. Les acomodó al lado de un radiador.

—Esta noche tendrán la sala solo para ustedes. Nadie se quedará. Iré a la cocina para encargar lo que han… —Por fin, se dio cuenta de que aún no podía encargar nada. Se mordió el labio—. Lo siento. Tengo la cabeza hecha un lío. Ni siquiera han elegido.

—¿Pasa algo anormal? —preguntó Deborah.

—¿Anormal?

El lápiz volvió a su cabello, esta vez con la punta por delante, y lo removió, como si la joven estuviera dibujando en su cráneo.

—¿Algún problema?

—¿Problema?

—¿Se ha metido alguien en líos?

—¿Líos?

St. James puso fin al juego de repeticiones.

—Creo que jamás había visto a un policía local evacuar un local público con tanta rapidez. Antes de la hora reglamentaria, por supuesto.

—Oh, no —dijo Josie—. No es por el señor Shepherd. Quiero decir… La verdad es… No es que… Han pasado cosas aquí, y ya saben cómo son los pueblos y… Caramba, será mejor que tome su nota. El señor Wragg se pone como una moto si hablo demasiado con los huéspedes. «No han venido a Winslough para que les dé la barrila gente como tú, señorita Josephine». Eso dice el señor Wragg. Ya saben.

—¿Es por la mujer que acompaña al policía? —preguntó Deborah.

Josie lanzó una rápida ojeada hacia una puerta giratoria que parecía dar acceso a la cocina.

—No debería hablar.

—Es muy comprensible —dijo St. James, y consultó la carta—. Para mí, champiñones rellenos de primero y el lenguado. ¿Qué quieres, Deborah?

Deborah no tenía el menor deseo de interrumpir su indagación. Decidió que si Josie vacilaba en hablar de un tema, un cambio a otro tal vez soltaría su lengua.

—Josie —dijo—, ¿puedes contarnos algo sobre el vicario, el señor Sage?

—Josie levantó la cabeza de su cuaderno.

—¿Cómo lo sabe?

La joven extendió el brazo en dirección al pub.

—Lo de ahí fuera. ¿Cómo lo sabe?

—No sabemos nada, excepto que ha muerto. En parte, vinimos a Winslough para verle. ¿Puedes decirnos qué ocurrió? ¿Su muerte fue inesperada? ¿Estaba enfermo?

—No. —Josie clavó la mirada en el cuaderno y dedicó toda su concentración a escribir «champiñones rellenos y lenguado»—. Enfermo, no exactamente. Por poco tiempo, quiero decir.

—¿Una enfermedad repentina?

—Repentina, sí. Exacto.

—¿Padecía del corazón? ¿Un infarto, o algo por el estilo?

—Algo… rápido. Ocurrió rápido.

—¿Una infección? ¿Un virus?

Josie parecía atormentada, desgarrada entre el deseo de hablar y la prudencia de callar. De nuevo garrapateó nerviosamente algo en su cuaderno.

—No fue asesinado, ¿verdad? —preguntó St. James.

—¡No! —graznó la chica—. Nada de eso. Fue un accidente. De veras. Lo juro. Ella no quería… No pudo… Quiero decir que la conozco. Todos la conocemos. No tenía la intención de hacerle daño.

—¿Quién? —preguntó St. James.

Los ojos de Josie se desviaron hacia la puerta.

—Es esa mujer —dijo Deborah—. Es la señora Spence, ¿no es cierto?

—¡No fue un asesinato! —gritó Josie.

Les contó la historia a trancas y barrancas, mientras servía la cena, vertía el vino, traía la tabla de quesos y presentaba el café.

Comida envenenada, dijo. En diciembre. Costó arrancarle la historia, y no dejaba de mirar en dirección a la cocina, como para asegurarse de que nadie la sorprendería in fraganti. El señor Sage hacía sus rondas por la parroquia, visitaba a todas las familias para tomar el té o cenar…

—Según el señor Wragg, labraba su camino hacia la rectitud y la gloria, pero no deben hacerle caso, si saben a qué me refiero, porque nunca va a la iglesia, como no sea por Navidad o para asistir a un funeral.

… y fue a casa de la señora Spence un viernes por la noche. Estaban los dos solos, porque la hija de la señora Spence…

—Maggie es mi mejor amiga.

… estaba pasando la noche con Josie, en el hostal. La señora Spence siempre había dejado claro a cuantos la interrogaban al respecto que no pensaba mucho en ir a la iglesia como regla general, pese a que era el único acontecimiento social del pueblo, pero no iba a ser grosera con el vicario, de modo que cuando el señor Sage quiso hablar con ella para convencerla de que concediera otra oportunidad a la Iglesia anglicana, se prestó a escucharle. Siempre era educada, y el vicario fue aquella noche a su casa, con el libro de oraciones en la mano, dispuesto a recuperarla para la religión. Debía celebrar una boda a la mañana siguiente…

—Para unir a la gata esquelética de Becca Townley-Young y a Brendan Power, ese que estaba en el bar bebiendo ginebra, ¿se fijaron?

… pero no se presentó y por eso todos descubrieron que había muerto.

—Muerto y tieso, con los labios ensangrentados y las mandíbulas bien apretadas.

—Un poco raro para tratarse de un envenenamiento a causa de la comida —observó St. James, dudoso—. Porque si la comida estaba pasada…

No fue un envenenamiento a causa de la comida, les informó Josie, mientras hacía una pausa para rascarse el culo a través de su fina falda. Fue un auténtico caso de comida envenenada.

—¿Quiere decir que la comida estaba envenenada? —preguntó Deborah.

El veneno estaba en la comida. Chirivía silvestre recogida en el estanque cercano a Cotes Hall.

—Solo que no era chirivía silvestre, como pensaba la señora Spence. En absoluto. En-ab-so-lu-to.

—Oh, no —exclamó Deborah, cuando las circunstancias que rodeaban la muerte del vicario adquirieron mayor claridad—. Qué horror. Qué espanto.

—Era cicuta —dijo Josie sin aliento—. Como lo que Sócrates bebió con su té en Grecia. Ella pensó que era chirivía, la señora Spence, y también el vicario, comió y… —Se llevó las manos a la garganta, emitió sonidos agónicos y paseó una mirada furtiva a su alrededor—. No le digan a mamá que yo se lo conté, ¿eh? Me dará una paliza si se entera. Se ha convertido en una especie de broma macabra entre los tíos del pueblo: ci-cu-ta-ya y allá-que-vas.

—Ci ¿qué? —preguntó Deborah.

—Cicuta —dijo St. James—. El nombre latino de su género: Cicuta maculata. Cicuta virosa. Las especies dependen del hábitat.

Frunció el ceño y jugueteó distraído con el cuchillo que había utilizado para cortar una porción de Gloucester enriquecido. Clavó la punta en un fragmento del queso que quedaba en su plato. Pero en lugar de verlo, por algún motivo, se descubrió revisando un recuerdo surgido de su subconsciente. El profesor Ian Rutheford, de la universidad de Glasgow, que insistía en ir vestido de cirujano hasta a las clases, famoso por la frase: «No se puede sentir aversión hacia un cadáver, damas y caballeros». ¿De dónde coño había surgido, como un demonio escocés procedente del pasado?, se preguntó St. James.

—A la mañana siguiente, no apareció en la boda —continuó en tono afable Josie—. El señor Townley-Young aún se pone como una fiera cuando se acuerda. Hasta las dos y media no consiguieron otro vicario, y el banquete nupcial fue un desastre. Más de la mitad de los invitados ya se habían ido de la iglesia. Algunos piensan que lo hizo Brendan, porque fue un matrimonio a la fuerza, y nadie imagina a un tío condenado a estar casado toda la vida con Becca Townley-Young que no trate de hacer algo desesperado para evitarlo… Me estoy pasando otra vez y, si mamá se entera, me meteré en un buen lío. A mamá le caía bien el señor Sage.

—¿Y a ti?

—También. A todo el mundo, menos al señor Townley-Young. Decía que el vicario era «progresista», porque el señor Sage no utilizaba incienso y no se vestía con raso y encaje. Si quieren saber mi opinión, para ser vicario se necesitan cosas más importantes, y el señor Sage sabía cuáles eran.

St. James apenas escuchaba la cháchara de la joven. Les sirvió café y tendió una decorativa bandeja de porcelana, sobre la cual reposaban seis petit fours, con una notable capa de azúcar coloreada, bastante discutible desde el punto de vista gastronómico.

Al vicario le gustaba visitar a sus feligreses, explicó Josie. Promovió un grupo juvenil —del que ella era miembro y vicepresidente— a propósito, procuraba fortalecer los lazos familiares e intentaba que la gente volviera a la iglesia. Sabía el nombre de todos los habitantes del pueblo. Los martes por la tarde, daba clase a los niños de la escuela primaria. Salía a recibir cuando estaba en casa. No se daba aires.

—Le conocí en Londres —dijo Deborah—. Me pareció muy amable.

—Lo era. En serio. Por eso, cuando la señora Spence aparece, las cosas se ponen un poco difíciles.

Josie se inclinó sobre la mesa y movió la servilleta de papel sobre la que descansaban los petit fours, hasta centrarlos en la bandeja. Empujó la bandeja hacia las lamparitas adornadas con borlas de la mesa, para que se destacara mejor la confección de las capas de azúcar.

—O sea —continuó Josie—, no sería lo mismo si otra persona hubiera cometido una equivocación; mamá, por ejemplo.

—Da igual quién cometiera la equivocación, porque todo el mundo miraría a esa persona con malos ojos durante un tiempo —observó Deborah—, teniendo en cuenta que el señor Sage era muy apreciado.

—No es eso —replicó Josie—. La señora Spence es una herbolaria, así que habría tenido que saber muy bien lo que arrancaba de la tierra antes de sacarlo a la maldita mesa. Eso es lo que la gente dice. En el pub. Ya saben. Se regodean en la historia y no la sueltan. Les importa un pimiento el resultado de la investigación.

—¿Una herbolaria que no reconoció la cicuta? —preguntó Deborah.

—Eso es lo que les come el tarro.

St. James escuchaba en silencio, mientras contemplaba la superficie del queso, sembrada de cráteres. Ian Rutherford regresó de improviso. Alineó sobre la mesa de trabajo los tarros con muestras, que sacaba de un carrito con el cuidado de un experto, mientras el olor a formaldehído que emanaba de su persona todo el rato, como un perfume espectral, terminaba con las ganas de comer de todos los presentes. «Vamos a los primeros síntomas, queridos míos», anunciaba alegremente, en tanto extraía cada tarro con un movimiento elegante. «Dolor abrasador en el esófago, exceso de salivación, náuseas. A continuación, mareos antes de que se inicien las convulsiones. Estas son espasmódicas, y producen rigidez en la musculatura. El cierre convulsivo de la boca impide los vómitos». Tabaleó con los dedos sobre la tapa metálica de un tarro, satisfecho, en el que daba la impresión de flotar un pulmón humano. «La muerte se produce al cabo de quince minutos, o en un máximo de ocho horas. Asfixia. Fallo cardíaco. Paro respiratorio total». Otro tabaleo sobre la tapa. «¿Alguna pregunta? ¿No? Estupendo. Basta ya de cicutoxina. Vamos al curare. Primeros síntomas…».

Pero St. James sentía ya síntomas propios, pese al cotorreo de Josie: desasosiego al principio, una clara inquietud. «Aquí tenemos un caso apropiado», estaba diciendo Rutherford, pero la circunstancia y la naturaleza del caso eran escurridizos como anguilas. St. James dejó su cuchillo sobre la mesa y cogió un petit four. Tuvo la impresión de que Josie aprobaba su elección.

—Hice la capa yo misma —anunció—. Creo que los de color rosa y verde son los de mejor aspecto.

—¿Qué clase de herbolaria? —preguntó St. James.

—¿La señora Spence?

—Sí.

—Del tipo curandero. Coge hierbas en el bosque y las colinas, las mezcla y las machaca. Para fiebres, retortijones, resfriados y tal. Maggie, la señora Spence es su madre, es mi mejor amiga y una persona maravillosa, nunca ha ido a un médico, por lo que yo sé. Cuando le duele algo, su mamá le aplica un emplasto. Si tiene fiebre, su mamá prepara un poco de té. Un día que fui a visitarlas a la mansión, viven en Cotes Hall, me dolía la garganta. Me dio algo para hacer gárgaras, y por la noche ya estaba curada.

—Por lo tanto, entiende de plantas.

Josie cabeceó.

—Por eso, cuando murió el señor Sage, las cosas se le pusieron mal. Cómo no iba a saberlo, se preguntaba la gente. O sea, yo no distinguiría la chirivía del heno, pero la señora Spence…

Su voz enmudeció y extendió las manos en un gesto muy expresivo.

—Supongo que la investigación esclareció todo eso —dijo Deborah.

—Oh, sí. Justo encima de la escalera, en el Tribunal de la Magistratura. ¿Aún no lo han visto? Vayan a echar un vistazo antes de ir a la cama.

—¿Quién declaró? —preguntó St. James. La respuesta prometía la renovación de su inquietud, y estaba seguro de cuál sería—. Aparte de la señora Spence.

—El agente de policía.

—¿El hombre que la acompañaba esta noche?

—Exacto. El señor Shepherd. Él encontró al señor Sage, quiero decir, el cadáver, en el sendero peatonal que va a Cotes Hall y el páramo, el sábado por la mañana.

—¿Se encargó de la investigación solo?

—Sí, por lo que yo sé. Es nuestro policía, ¿no?

St. James vio que su mujer se volvía hacia él, impulsada por la curiosidad, mientras levantaba un dedo para juguetear con un rizo de su cabello. No dijo nada, pero le conocía lo bastante como para comprender la dirección de sus pensamientos.

No era problema suyo, pensó St. James. Habían venido al pueblo de vacaciones. Lejos de Londres y lejos de su hogar, donde no habría distracciones profesionales o domésticas que impidieran iniciar el diálogo tan necesario.

Sin embargo, no era tan fácil alejarse de las dos docenas de preguntas científicas y procesales que eran como una segunda naturaleza para él y pedían a gritos una respuesta. Aún era menos fácil alejarse del insistente monólogo de Ian Rutherford. Incluso ahora, tocaba una pegadiza y oscura melodía en el interior de su cráneo. «Tenéis que fijaros en la parte más gruesa de la planta, queridos míos. Muy peculiar esta pequeña belleza, tallo y raíz. El tallo es grueso, como observaréis, y lleva no una, sino varias raíces. Cuando efectuamos un corte en la superficie del tallo, así, obtenemos el auténtico olor de la cicuta sin depurar. Ahora, para repasar… ¿Quién hará los honores?». Y bajo unas cejas que parecían plantas silvestres, los ojos azules de Rutherford escudriñaban el laboratorio, siempre a la búsqueda del estudiante desafortunado que aparentaba haber asimilado hasta la menor información. Poseía un don especial para detectar la confusión y el aburrimiento, y cualquiera que experimentara una de ambas reacciones ante la disertación de Rutherford tenía todos los números para ser convocado a repasar el material, al final de la clase. «Señor Allcourt-St. James. Ilumínenos, por favor. ¿O acaso le pedimos demasiado en esta bella mañana?».

St. James oyó las palabras como si todavía se encontrara en aquella habitación de Glasgow, todos con veintiún años y sin pensar en toxinas orgánicas, sino en la joven que por fin se había llevado a la cama durante su última estancia en casa. Turbado su ensueño, llevó a cabo un valiente intento de improvisar una respuesta a la petición del profesor. Cicuta virosa, dijo, y carraspeó en un esfuerzo por conseguir tiempo, «principio tóxico cicutoxina, que actúa directamente sobre el sistema nervioso central, un violento convulsivo y…». El resto era un misterio.

«¿Y, señor St. James? ¿Y? ¿Y?».

Ay. Sus pensamientos estaban demasiado apegados al dormitorio. No recordaba nada más.

Pero aquí en Lancashire, más de quince años después, Josephine Eugenia Wragg dio la respuesta.

—Ella siempre guarda raíces en el sótano. Patatas, zanahorias, chirivías y todo eso, cada una en un cubo distinto, y corrió el rumor de que, si no había envenenado al vicario a propósito, alguien tenía que haber entrado y mezclado la cicuta con las otras chirivías, a la espera de que la cocinaran y comieran, pero ella afirmó en la encuesta que eso no era posible, puesto que el sótano siempre estaba cerrado con llave. Y todo el mundo dijo, muy bien, aceptamos que ese es el caso, pero ella tendría que haber sabido que no era chirivía, para empezar, porque…

Por supuesto que tendría que haberlo sabido. Por la raíz. Y ese había sido el punto principal de Ian Rutherford. Esa era la respuesta que esperaba, impaciente, de su alumno soñador y negligente.

«Las oraciones no sirven para nada en la ciencia, querido». Sí. Bien. Ya se ocuparían de eso.