Polly Yarkin pasó un trapo húmedo sobre la encimera y lo dobló pulcramente al borde del fregadero. Era un trabajo inútil. Nadie había utilizado la cocina del vicario durante las últimas cuatro semanas y, a juzgar por los indicios, pasarían más semanas antes de que alguien la utilizara, pero seguía acudiendo diariamente a la vicaría, como había hecho durante los últimos seis años, y cuidaba de la casa ahora al igual que en vida del señor Sage y sus dos jóvenes predecesores, cada uno de los cuales había pasado tres años en el pueblo, antes de encaminarse hacia metas más importantes. Si es que existía algo similar en la Iglesia anglicana.
Polly se secó las manos con un paño de cocina a cuadros y lo dejó en el estante que corría sobre el fregadero. Aquella mañana había encerado el suelo de linóleo, y quedó complacida cuando observó su reflejo en la prístina superficie. No era un reflejo perfecto, por supuesto. Un suelo no era un espejo, pero veía con bastante nitidez los rizos de cabello rojizo que escapaban al apretado nudo de la bufanda en su nuca. Y también podía ver, demasiado bien, la silueta de su cuerpo, la espalda encorvada por el peso de sus pechos como melones.
Los riñones le dolían como siempre, y las tirillas del sujetador rebosante se le clavaban en los hombros. Deslizó el dedo índice bajo una y se encogió cuando, al aligerar la presión sobre un hombro, descargó todo el peso sobre el otro. Qué suerte tienes, Poli, habían cloqueado sus compañeras de colegio menos desarrolladas, los chicos se vuelven locos solo de pensar en ti. Y su madre había dicho, concebida en el círculo, bendecida por la diosa, con su típico estilo criptomaternal, y le había propinado un palmetazo en el culo la primera y última vez que la muchacha había insinuado someterse a una operación quirúrgica para aliviar el peso que colgaba como plomo de su pecho.
Hundió los puños en la parte inferior de la espalda y echó un vistazo al reloj de pared, que colgaba sobre la mesa de la cocina. Las seis y media. Nadie acudiría ya a la vicaría a estas horas. Era absurdo demorarse más.
En realidad, no existían motivos que explicaran la continua presencia de Polly en casa del señor Sage. Aun así, iba cada mañana y se quedaba hasta después de oscurecer. Sacaba el polvo, limpiaba y decía a los capilleros de la iglesia que era importante, incluso crucial en aquella época del año, tener la casa preparada para el sustituto del señor Sage. Mientras trabajaba, no dejaba de vigilar el menor movimiento del vecino más próximo a la vicaría.
Lo hacía cada día desde el fallecimiento del señor Sage, cuando Colin Shepherd había venido por primera vez con su cuaderno de policía y sus preguntas de policía para examinar las pertenencias del señor Sage con sus tranquilos y expertos modales de policía. Solo le dedicaba una mirada cuando ella abría la puerta cada mañana. Decía hola, Polly, y desviaba la vista. Se encaminaba al estudio o al dormitorio del vicario; en ocasiones, se sentaba a examinar el correo. Tomaba notas y contemplaba durante largos minutos la agenda del señor Sage, como si la inspección de los compromisos del vicario pudiera proporcionarle la clave de su muerte.
Háblame, Colin, deseaba decirle cuando estaba en la casa. Como antes. Vuelve a mí. Seamos amigos.
Pero no decía nada. A cambio, le ofrecía té. Y cuando él lo rechazaba: «No, gracias, Polly, me iré enseguida», ella reanudaba su trabajo, sacaba brillo a los espejos, limpiaba la parte interior de las ventanas, frotaba retretes, suelos, lavabos y bañeras hasta que las manos le dolían y la casa resplandecía. Siempre que podía, le observaba y catalogaba los detalles destinados a hacer más llevadero su peso. Colin tiene la mandíbula demasiado cuadrada. Los ojos son de un verde muy bonito, pero demasiado pequeños. Se peina de una manera curiosa, intenta echarse el pelo hacia atrás, siempre con la raya en medio, y luego le cae hacia delante hasta cubrir su frente. No para de toquetearlo, y utiliza los dedos a modo de peine.
Pero los dedos le robaban el aliento, y allí terminaba el inútil catálogo. Tenía las manos más bonitas del mundo.
Por culpa de aquellas manos y el pensar en los dedos resbalando sobre su piel, siempre terminaba donde había empezado. Háblame, Colin. Como antes.
El nunca lo hacía, y así estaba bien, porque Polly, en realidad, no deseaba que fuera como antes entre ellos.
La investigación concluyó demasiado pronto para su gusto. Colin Shepherd, policía del pueblo, leyó el resultado de sus pesquisas, con voz serena, en la encuesta del juez de instrucción. Había ido como todos los demás habitantes del pueblo, que se apretujaban en el gran salón del hostal. Pero, al contrario que los demás, solo había ido para ver a Colin y oírle hablar.
—Muerte accidental —anunció el juez—, por envenenamiento fortuito.
El caso quedó cerrado.
Sin embargo, cerrar el caso no puso fin a los susurros, las insinuaciones o la realidad de que en un pueblo como Winslough «envenenamiento» y «fortuito» constituían, una clara invitación a las habladurías y una indudable contradicción en los términos. Por lo tanto, Polly había seguido en su puesto, y cada mañana llegaba a la vicaría a las siete y media, con la esperanza de que el caso se reabriera y Colin regresara.
Se dejó caer en una silla de la cocina, cansada, y deslizó los pies en las botas de trabajo que había dejado aquella mañana sobre la creciente pila de periódicos. Nadie había pensado en cancelar las suscripciones del señor Sage. Había estado demasiado ocupada pensando en Colin. Lo haría mañana, decidió. Tendría una excusa para volver de nuevo.
Cuando cerró la puerta principal, se detuvo unos instantes en los peldaños de la vicaría para liberar el pelo de la bufanda que lo sujetaba. Los rizos, como virutillas de acero herrumbrosas, se desplegaron alrededor de su rostro, y la brisa nocturna agitó los de su nuca. Dobló la bufanda en forma de triángulo, y procuró que las palabras «¡Rita me leyó como un libro en Blackpool!» no se vieran. La pasó sobre su cabeza y anudó los extremos bajo la barbilla. Su cabello, sujeto de esta manera, le arañó las mejillas y el cuello. Sabía que su aspecto no podía ser menos atractivo, pero al menos no aletearía sobre su cabeza y se le metería en la boca camino de casa. Además, detenerse en la escalera bajo la luz del porche, que siempre dejaba abierta en cuanto el sol se ponía, le concedía la oportunidad de dirigir una mirada descarada a la casa de al lado. Si las luces estaban encendidas, si el coche estaba en el camino particular…
No era ese el caso. Mientras cruzaba el trecho de grava y salía a la calle, Polly se preguntó qué habría hecho si Colin Shepherd hubiera estado en casa aquella noche.
¿Llamar a la puerta?
«¿Sí? Ah, hola. ¿Qué pasa, Polly?».
¿Tocar el timbre?
«¿Ocurre algo?».
¿Mirar por la ventana?
«¿Necesitas a la policía?».
¿Entrar por las buenas, empezar a hablar y rezar para que Colin contestara?
«No sé qué quieres de mí, Polly».
Se abotonó el abrigo bajo la barbilla y sopló un aliento gris y vaporoso en sus manos. La temperatura estaba descendiendo. Habría menos de cinco grados. Se formaría hielo en la carretera y aguanieve si llovía. Si él no tomaba las curvas con prudencia, perdería el control del coche. Quizá se tropezaría con él. Sería la única que podría ayudarle. Mecería su cabeza en el regazo, apoyaría la mano sobre su frente, le apartaría el pelo de la frente y le daría calor. Colin.
—Volverá contigo, Polly —había dicho el señor Sage tres noches antes de su muerte—. Mantente firme y espérale. Disponte a escuchar. Va a necesitarte para rehacer su vida. Quizá antes de lo que supones.
Pero todo aquello no era más que parafernalia cristiana, el reflejo de las creencias más inútiles de la Iglesia. Si uno rezaba lo bastante, había un Dios que escuchaba, sopesaba peticiones, acariciaba su larga barba blanca, componía una expresión pensativa y decía: «Síiii, entiendo», y hacía realidad los sueños.
Un montón de basura.
Polly se dirigió hacia el sur, salió del pueblo y caminó por la cuneta de la carretera de Clitheroe. Andar resultaba difícil. El sendero estaba lleno de barro y sembrado de hojas muertas. Oía el chapoteo de sus pasos sobre el fragor del viento que azotaba los árboles.
Al otro lado de la calle, la iglesia estaba a oscuras. No habría vísperas hasta que llegara el nuevo vicario. El Consejo Eclesiástico había celebrado entrevistas durante las dos últimas semanas, pero al parecer escaseaban los sacerdotes que quisieran instalarse en un pueblo. Daba la impresión de que, sin luces brillantes y millones de habitantes, no había almas que salvar, pero no era ese el caso. Había mucho que salvar en Winslough. Sage se había dado cuenta enseguida, y lo había observado en la misma Polly.
Porque pecaba desde hacía mucho tiempo. Había trazado el círculo en el frío del invierno, en las noches tibias de verano, en primavera y otoño. Había dispuesto el altar hacia el norte. Colocaba las velas en las cuatro puertas del círculo y, mediante el agua, la sal y las hierbas, creaba un cosmos sagrado y mágico al que podía rezar. Todos los elementos estaban presentes: el agua, el aire, el fuego, la tierra. El cordón serpenteaba alrededor de su muslo. Notaba la vara fuerte y segura en su mano. Utilizaba clavos para el incienso, laurel para la madera, y se entregaba (en cuerpo y alma, afirmaba) al Rito del Sol. Por la salud y la vitalidad. Rogaba esperanza cuando los médicos la descartaban. Pedía curación cuando la única promesa era la morfina que calmaba el dolor, hasta que la muerte ponía fin a todo.
Iluminada por las velas y la llama del laurel encendido, había entonado la súplica a Aquellos cuya presencia invocaba con el mayor fervor:
Que la salud de Annie sea restaurada.
Que el Dios y la Diosa atiendan mi plegaria.
Y se había dicho, completamente convencida, que sus intenciones eran puras y buenas. Rezó por Annie, su amiga de la infancia, la dulce Annie Shepherd, esposa del amado Colin, pero solo los puros podían invocar a la Diosa y obtener respuesta. La magia de los que rogaban tenía que ser inmaculada.
Polly, guiada por un impulso, volvió hacia la iglesia y entró en el cementerio. Estaba tan negro como el interior de la boca del Dios con Cuernos, pero no precisaba luz para orientarse, ni tampoco necesitaba leer la lápida. Annie Alice Shepherd. Y debajo, las fechas y la inscripción: «A mi querida esposa». No había nada más, ningún adorno, porque así era Colin.
—Oh, Annie —dijo Polly a la lápida, que se alzaba en las sombras más profundas, donde la pared del cementerio pasaba junto a un castaño de ramas gruesas—. Me ha ocurrido tres veces, como dijo el Redentor, pero te juro, Annie, que no era mi intención hacerte daño.
Aun antes de terminar la frase, se vio asediada por las dudas. Dejaron su conciencia al desnudo, como una plaga de langosta. Dejaron al descubierto lo peor de lo que había sido, una mujer que deseaba al marido de otra.
—Hiciste lo que pudiste, Polly —había dicho el señor Sage, al tiempo que acariciaba su mano—. Nadie puede curar el cáncer con oraciones. Se puede rezar para que los médicos sean capaces de ayudar, o para que el paciente reúna fuerzas para soportar sus sufrimientos, pero la enfermedad en sí… No, querida Polly, no se cura con oraciones.
La intención del vicario había sido buena, pero no la conocía. No era el tipo de hombre capaz de comprender sus pecados. Lo que ocultaba en la parte más sucia de su corazón no se absolvía diciendo: «Ve en paz».
Ahora, pagaba por triplicado el hecho de haber desencadenado sobre sí la ira de los Dioses, pero no la habían castigado con el cáncer. Ni Hammurabi habría imaginado una venganza más refinada.
—Me cambiaría por ti, Annie —susurró Polly—. Lo juro.
—¿Polly?
Un susurro incorpóreo la contestó. Retrocedió de un salto y se llevó la mano a la boca. Un torrente de sangre se agolpó en sus ojos.
—¿Polly? ¿Eres tú?
Se oyeron unos pasos al otro lado de la pared, botas de goma que pisaban las heladas hojas muertas caídas sobre el suelo. Entonces, Polly le vio. Sombra entre las sombras. Olió el humo de pipa que se pegaba a su ropa.
—¿Brendan?
No tuvo que esperar para confirmar su sospecha. La escasa luz bañó la nariz ganchuda de Brendan Power. No había otro perfil semejante en todo Winslough.
—¿Qué haces aquí?
El hombre pareció leer en la pregunta una invitación implícita e involuntaria. Saltó el muro. Ella se apartó. El hombre se acercó con paso decidido. Polly vio que sostenía la pipa en la mano.
—He ido a la mansión.
Golpeó la pipa contra la lápida de Annie; briznas de tabaco quemado cayeron como virutas de ébano sobre la piel helada de la tumba. A juzgar por sus siguientes palabras, Brendan comprendió al instante lo inapropiado de su comportamiento.
—Oh, maldita sea. Lo siento. —Se agachó y apartó el tabaco con la mano. Se enderezó, guardó la pipa en el bolsillo y removió los pies—. Volvía al pueblo por el sendero peatonal. Vi a alguien en el cementerio y… —Bajó la cabeza, como si examinara sus botas negras, apenas visibles—. Esperaba que fueras tú, Polly.
—¿Cómo está tu mujer? —preguntó ella.
Brendan alzó la cabeza.
—Han surgido nuevos contratiempos en la renovación de la casa. Un grifo de la bañera ha saltado. Una alfombra se estropeó. Rebecca está hecha una furia.
—Muy comprensible, ¿no? Quiere un hogar propio. No debe de ser fácil vivir con papá y mamá, sobre todo ahora que espera un niño.
—No. No es fácil. Para nadie, Polly.
La joven apartó la vista al percibir la urgencia de su tono, y miró hacia Cotes Hall donde, desde hacía cuatro meses, un equipo de decoradores y artesanos se dedicaban a remozar el edificio victoriano, abandonado desde hacía mucho tiempo, con el fin de dejarlo a punto para Brendan y su mujer.
—No sé por qué no contrata a un vigilante nocturno.
—Dice que por nada del mundo contratará a un vigilante. Ya tiene a la señora Spence. Le paga para que esté allí, y eso es más que suficiente, afirma.
—¿Y…? —Se esforzó en pronunciar el nombre sin delatar nada—. ¿La señora Spence nunca ha oído que alguien entrara?
—Desde su casa, no. Dice que está demasiado lejos de la mansión. Cuando hace la ronda, nunca ve a nadie.
—Ah.
Permanecieron en silencio. Brendan removió los pies. La tierra helada crujió bajo su peso. Una ráfaga de viento nocturno sopló entre las ramas del castaño y agitó el pelo de Polly que la bufanda no lograba sujetar.
—Polly.
Captó el tono apremiante de su voz, como una súplica. Ya lo había visto en su rostro cuando pedía permiso para sentarse a su mesa del pub, y hacía acto de aparición como si intuyera sus movimientos, cada vez que Polly entraba en Crofters Inn para tomar una copa. Ahora, como en aquellas ocasiones, sintió un nudo en el estómago y frío en sus miembros.
Sabía lo que él deseaba, lo mismo que todo el mundo: escapar, algún secreto al que aferrarse, algún sueño formado a medias: ¿Qué más le daba si ella salía perjudicada? ¿En qué libro de contabilidad se reflejaba el precio exacto que costaba herir un alma?
Estás casado, Brendan, quiso decir en un tono que combinara paciencia y compasión. Aunque te amara, que no es el caso, como bien sabes, tienes mujer. Vete a casa con ella. Métete en la cama y haz el amor a Rebecca. Tuviste suficientes ganas como para hacerlo en otro tiempo.
Pero arrastraba la maldición de ser una mujer poco propensa al rechazo o la crueldad.
—Me voy, Brendan —se limitó a decir—. Mi mamá me está esperando para cenar.
Volvió sobre sus pasos.
Oyó que él la seguía.
—Te acompañaré —dijo Brendan—. No deberías andar sola por aquí.
—Está demasiado lejos. Además, ibas en dirección contraria.
—Por el sendero —replicó, con tal seguridad que su respuesta parecía ser el súmmum de la lógica—. A través del prado. Saltando los muros. No vine por la carretera. —Adaptó su paso al de ella—. Tengo una linterna —añadió, y la sacó del bolsillo—. No deberías caminar de noche sin una linterna.
—Solo son dos kilómetros, Brendan. No hay peligro.
—Por si acaso.
Polly suspiró. Quería explicarle que no podía caminar con ella por la oscuridad. Les vería gente. Malinterpretaría la situación.
Pero sabía por adelantado cuál sería su respuesta. Pensarán que vuelvo a casa, diría. Cada día salgo a pasear.
Qué inocente era. Qué poco sabía de la vida en los pueblos. Qué poco importaría a cualquiera que les viera el hecho de que Polly y su madre habían vivido veinte años en la casa provista de gabletes que se encontraba situada en la boca del camino que conducía a Cotes Hall. Nadie se detendría a pensar en ello, o a pensar que Brendan estaba verificando la marcha de los trabajos en la mansión, con vistas a mudarse con su mujer. «Cita nocturna», sería la descripción de los lugareños. Rebecca se enteraría. Armaría un escándalo.
Claro que Brendan ya estaba pagando caro su error. Polly no albergaba la menor duda. Había visto lo bastante a Rebecca Townley-Young durante su vida para saber que casarse con ella, aun en las mejores condiciones, sería muy poco gratificante.
Por lo tanto, entre otras cosas, sentía pena por Brendan, y por eso le permitía sentarse con ella en el Crofters Inn por las noches, y por eso ahora continuaba caminando por la cuneta, la vista clavada en la brillante luz que proyectaba la linterna de Brendan. No intentó entablar conversación. Tenía una idea bastante aproximada de cómo acabaría cualquier conversación con Brendan Power.
Resbaló en una piedra, medio kilómetro más adelante, y Brendan la cogió por el brazo.
—Cuidado —la previno.
Notó la presión de sus dedos contra el seno. A cada paso que daba, los dedos subían y bajaban, como la parodia de una caricia.
Se encogió de hombros, con la esperanza de soltarse. Brendan afianzó su presa.
—Era una Craigie Stockwell —dijo Brendan con timidez, para romper el incómodo silencio.
Polly arrugó el entrecejo.
—Craigie ¿qué?
—La alfombra de la mansión. Una Craigie Stockwell. De Londres. Está hecha un asco. El desagüe de la pila estaba obturado con un trapo. Desde el viernes por la noche, diría yo. Parecía que hubiera manado agua durante todo el fin de semana.
—¿Y nadie se dio cuenta?
—Habíamos ido a Manchester.
—¿No vigila nadie cuando van los obreros, para comprobar que todo esté en orden?
—¿Te refieres a la señora Spence? —Brendan meneó la cabeza—. Se limita a comprobar las puertas y ventanas.
—Pero ¿no debería…?
—No es un guardia de seguridad, e imagino que estar sola la pone nerviosa. Sin un hombre, quiero decir. Es un lugar solitario.
Sin embargo, Polly sabía que había ahuyentado a unos intrusos, al menos en una ocasión. Había oído el disparo. Y luego, unos minutos después, los pasos frenéticos de dos o tres personas que corrían sin dejar de gritar, y luego el rugido de una moto. La noticia se esparció por el pueblo. Con Juliet Spence no se jugaba.
Polly se estremeció. Se había levantado viento. Soplaba en ráfagas breves y gélidas que atravesaban el desnudo seto de espinos que bordeaba la carretera. Albergaba la promesa de un amanecer aún más abundante en escarcha.
—Tienes frío —dijo Brendan.
—No.
—Estás temblando, Polly. Ven. —La rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí—. Así está mejor, ¿eh? —Polly no contestó—. Caminamos juntos al mismo paso, ¿verdad? ¿Te has dado cuenta? Si me rodeas la cintura con el brazo, aún andaremos mejor.
—Brendan.
—Esta semana no has ido al pub. ¿Por qué?
Guardó silencio. Removió los hombros. Brendan no la soltó.
—Polly, ¿has estado en Cotes Fell?
La joven notó frío en las mejillas. Se deslizó como tentáculos cuello abajo. Ah, pensó, ya ha sucedido. Porque él la había visto en aquel lugar una noche del otoño pasado. Había oído su petición. Sabía lo peor.
Brendan prosiguió en tono desenvuelto.
—Creo que cada día me gusta más ir a pasear por la montaña. He subido al embalse tres veces. He dado un largo paseo por el canal de Bowland, y otro cerca de Claughton, en Beacon Fell. El aire es puro. ¿Te fijaste, al llegar a la cumbre? Bueno, supongo que estás demasiado ocupada para hacer excursiones.
Ahora lo dirá, pensó ella. Ahora anunciará el precio que he de pagar por su silencio.
—Con tantos hombres en tu vida.
La alusión era un acertijo.
Brendan la miró fijamente.
—Tiene que haber hombres. A montones, diría yo. Será por eso que no has ido al pub. Ocupada, ¿eh? Citas, quiero decir. Alguien especial, sin duda.
Alguien especial. Polly lanzó una triste carcajada.
—Hay alguien, ¿verdad? Una mujer como tú. Ningún hombre se podría resistir, si tuviera la menor oportunidad. Yo no. Eres increíble. Cualquiera lo ve.
Apagó la linterna y la guardó en el bolsillo. Cogió su brazo con la mano ahora libre.
—Eres tan guapa, Polly —dijo, y se acercó más—. Hueles bien. Tu tacto es enloquecedor. El tío que no se dé cuenta de eso necesita que le miren la cabeza.
Aminoró el paso hasta detenerse. Era lógico, se dijo Polly. Habían llegado al camino a cuyo lado se alzaba la casa donde ella vivía. Brendan la volvió hacia él.
—Polly —dijo con voz perentoria. Le acarició la mejilla—. Siento tantas cosas por ti. Sé que te has dado cuenta. ¿Me dejarás…?
Los faros de un coche les atraparon como conejos en su haz de luz. No venía por la carretera de Clitheroe, sino que traqueteaba y se bamboleaba por la pista que ascendía a Cotes Hall. Como conejos, petrificados, una mano de Brendan sobre la mejilla de Polly, la otra en su brazo. Sus intenciones eran inconfundibles.
—¡Brendan! —dijo Polly.
El hombre dejó caer las manos y se alejó medio metro, pero ya era demasiado tarde. El coche se acercó a ellos lentamente, y después aminoró todavía más la velocidad. Era un viejo Land Rover verde, manchado de barro y mugriento, pero el parabrisas y las ventanas estaban muy limpios.
Polly ladeó la cabeza, no tanto por temor a que la vieran y hablaran de ella —sabía que nada iba a impedirlo—, como por no ver al conductor o a la mujer de cabello grisáceo y rostro anguloso sentada a su lado. Polly lo vio todo con la mayor vividez, sin intentarlo siquiera, el brazo de la mujer extendido de modo que las yemas de sus dedos descansaban sobre la nuca del conductor. Tocaban y removían aquel cabello color jengibre, indisciplinado, peinado hacia atrás.
Colin Shepherd y la señora Spence se disponían a pasar otra agradable velada juntos. Los Dioses recordaban a Polly Yarkin sus pecados.
Malditos sean el viento y el aire, pensó Polly. No era justo. Todo le salía mal, hiciera lo que hiciese. Cerró la puerta con furia a su espalda y descargó un solo puñetazo sobre la madera.
—¿Polly? ¿Eres tú, cariño?
Oyó el sonido de los vigorosos pasos de su madre en la sala de estar, acompañado de su respiración sibilante y el tintineo de joyas, pulseras, collares, doblones de oro, cualquier cosa que a su madre le apeteciera ponerse cuando llevaba a cabo su tocado matinal de invierno.
—Soy yo, Rita —contestó—. ¿Quién, si no?
—No sé, cariño. ¿Algún mozo guapo dispuesto a compartir una salchicha? Hay que estar siempre a punto para lo inesperado. Ese es mi lema.
Rita rio y resolló. Su perfume la precedió como un heraldo oloroso. Giorgio. Lo esparcía a cucharadas. Llegó a la puerta de la sala de estar y la ocupó por completo; era una mujer enorme, una masa informe del cuello a las rodillas. Se apoyó en el quicio para recuperar el aliento. La luz de la entrada arrancó destellos de los collares que colgaban sobre su gigantesco pecho. Arrojó una grotesca sombra de Rita sobre la pared y convirtió una de sus papadas en una barba de carne.
Polly se agachó para desanudar sus botas. Las suelas estaban llenas de barro, un detalle que no escapó a su madre.
—¿Dónde has estado, cariño? —Rita agitó uno de los collares, una pieza compuesta de grandes cabezas de gato modeladas en latón—. ¿Has ido a dar un paseo?
—La carretera está cubierta de barro —gruñó Polly, mientras se quitaba una bota y forcejeaba con la segunda. Los cordones estaban mojados, y tenía los dedos entumecidos—. Invierno. ¿Ya has olvidado cómo es?
—Ojalá. ¿Cómo va por la metrópolis?
Dijo metrópolis. A propósito. Formaba parte de su personalidad. Adoptaba una falsa ignorancia cuando estaba en el pueblo, una prolongación del estilo general al que se adhería cuando pasaba los inviernos en Winslough. En primavera, verano y otoño, era Rita Rularski, lectora de tarot, piedras y palmas. Desde su local de Blackpool adivinaba el futuro, interpretaba el pasado e iluminaba el presente, reacio e inquietante, a cualquiera dispuesto a pagar en metálico. Rita recibía con idéntico aplomo a todos sus clientes —habitantes, turistas, visitantes de paso, amas de casa curiosas, damas elegantes en busca de emociones—, ataviada con un caftán capaz de albergar a un elefante y un pañuelo de alegres colores que cubría su enmarañado cabello grisáceo.
Pero en invierno se convertía de nuevo en Rita Yarkin y regresaba a Winslough para pasar tres meses con su única hija. Colocaba su anuncio pintado a mano en la cuneta de la carretera y esperaba a la clientela que apenas aparecía. Leía revistas y miraba la tele. Comía como un estibador y se pintaba las uñas.
Polly las miró con curiosidad. Hoy tocaban de color púrpura, con una diminuta franja dorada que cruzaba cada una en diagonal. Se daban de patadas con su caftán —calabaza anaranjado—, pero representaban una gran mejora respecto al amarillo del día anterior.
—¿Te has peleado con alguien esta noche, cariño? —preguntó Rita—. Tu aura está bajo mínimos. Eso no es bueno, ¿sabes? Ven, deja que te mire la cara.
—No es nada.
Polly desplegó más actividad de la necesaria. Golpeó las botas contra el arcón de madera que había junto a la puerta. Se quitó la bufanda y la dobló en forma de cuadrado. Guardó este cuadrado en el bolsillo del abrigo, y después sacudió el abrigo con el dorso de la mano, para eliminar hilos y manchas de barro inexistentes.
No era tan fácil disuadir a su madre. Apartó su enorme masa de la puerta. Anadeó hasta Polly y la obligó a dar la vuelta. Escudriñó su cara. Con la mano abierta y a unos tres centímetros de distancia, trazó la forma de la cabeza y los hombros de Polly.
—Ya veo. —Se humedeció los labios y dejó caer el brazo con un suspiro—. Por las estrellas y la tierra, muchacha, deja de portarte como una tonta.
Polly se apartó y encaminó sus pasos hacia la escalera.
—Necesito mis zapatillas —dijo—. Bajo enseguida. Ya huelo la cena. ¿Has hecho goulash, como dijiste?
—Escúchame, Pol. El señor C. Shepherd no es tan especial —contestó Rita—. No tiene nada que ofrecer a una mujer como tú. ¿Aún no te has dado cuenta?
—Rita…
—Lo que importa es vivir. Vivir, ¿me has oído? Tienes vida y conocimiento, al igual que sangre en las venas. Posees dones que superan todo cuanto yo he tenido y visto. Utilízalos. No los dilapides, maldita sea. Dioses del cielo, si yo tuviera la mitad de lo que tú tienes, sería la dueña del mundo. Deja de subir la escalera y escúchame, muchacha.
Descargó la mano sobre el pasamanos.
Polly notó que la escalera temblaba. Se volvió y exhaló un suspiro de resignación. Su madre y ella solo pasaban tres meses juntas, pero durante los últimos seis años los días se hacían interminables, porque Rita empleaba cualquier excusa para entrometerse en la vida de Polly.
—Era él quien pasó en coche hace un momento, ¿verdad? —preguntó Rita—. El señor C. Shepherd y su precioso ego. Con ella, ¿no? Venían de la mansión. Por eso estás dolida, ¿verdad?
—No es nada —insistió Polly.
—En eso tienes razón. No es nada. Él no es nada. ¿Para qué sufrir?
Pero él sí era algo para Polly. Siempre lo había sido. ¿Cómo podía explicarlo a su madre, cuya única experiencia amorosa había concluido bruscamente cuando su marido abandonó Winslough la lluviosa mañana del séptimo cumpleaños de Polly, se dirigió a Manchester para «comprar algo especial para mi muy especial chiquilla», y nunca volvió?
«Abandonada» era una palabra que Rita jamás empleaba para describir lo sucedido a ella y a su única hija. Lo llamaba «bendición». Si su marido carecía del sentido común necesario para saber a qué clase de mujeres iba a plantar, mejor que se fuera.
Rita siempre había considerado su vida en esos términos. Todas las dificultades, pruebas o desgracias podían redefinirse fácilmente como bendiciones disfrazadas. Las decepciones eran mensajes sin palabras de la Diosa. Los rechazos eran meras indicaciones de que el camino más deseado no era el mejor. Desde hacía mucho tiempo, Rita se había entregado, en mente, corazón y cuerpo, a la salvaguardia del Arte de la Sabiduría. Polly la admiraba por su confianza y devoción. Solo deseaba ser capaz de sentir lo mismo.
—Yo no soy como tú, Rita.
—Sí. Te pareces más a mí que yo. ¿Cuándo trazaste el círculo por última vez? Desde que estoy en casa no, seguro.
—Sí, lo he hecho. Desde entonces. Dos o tres veces. Su madre enarcó una ceja con expresión escéptica.
—Eres la discreción personificada, ¿eh? ¿Dónde lo has trazado?
—En Cotes Fell. Ya lo sabes, Rita.
—¿Y el Rito?
Polly notó un hormigueo en la nuca. Habría preferido no contestar, pero el poder de su madre aumentaba a cada respuesta que daba. Lo percibía muy bien, como si manara de los dedos de Rita, como si se deslizara barandilla arriba y mojara la palma de la mano de Polly.
—Venus —dijo con vergüenza, y apartó la vista de la cara de Rita. Aguardó las burlas.
No se produjeron. Rita apartó la mano de la barandilla y examinó a su hija con aire pensativo.
—Venus —replicó—. No se trata de fabricar pociones amorosas, Polly.
—Ya lo sé.
—Entonces…
—Pero se trata de amor. Tú no quieres que lo sienta. Lo sé, mamá, pero es inútil y no puedo rechazarlo solo porque a ti te da la gana. Le quiero. ¿No crees que lo dejaría si pudiera? ¿Crees que no rezo para no sentir nada hacia él… o al menos para sentir por él lo que él siente por mí? ¿Crees que me gusta esta tortura?
—Creo que todos elegimos nuestras torturas.
Rita caminó hacia una antigua camarera de palo de rosa, inclinada por la ausencia de dos ruedas. Estaba apoyada contra una de las paredes de la entrada, bajo la escalera; Rita se agachó todo lo que le permitieron sus piernas y abrió el único cajón. Extrajo dos rectángulos de madera.
—Toma —dijo—. Cógelos.
Polly cogió las piezas, sin preguntas ni protestas. Percibió su olor inconfundible, penetrante pero agradable, un aroma embriagador.
—Cedro —dijo.
—Exacto —dijo Rita—. Quémalos en honor a Marte. Pide fuerza, muchacha. Deja el amor a los que no poseen tus dones.