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—¿Qué ponía el cartel? ¿Lo has visto, Simon? Era una especie de letrero al borde de la carretera.

Deborah St. James aminoró la velocidad del coche y miró hacia atrás. Ya habían doblado una curva, y la espesa maraña de ramas desnudas de robles y castaños de Indias ocultaba tanto la carretera como el muro de piedra caliza cubierta de líquenes que la flanqueaba. En el punto donde se encontraban, un esquelético seto, despojado por el invierno y oscurecido por el crepúsculo, delimitaba la carretera.

—No era un cartel del hotel, ¿verdad? ¿Viste algún camino?

Su marido abandonó el estado de contemplación en que había pasado casi todo el largo trayecto desde el aeropuerto de Manchester, dedicado a admirar el paisaje invernal de Lancashire, con su suave mezcla de páramos castaños y tierras de cultivo color salvia, al tiempo que meditaba sobre la posible herramienta utilizada para cortar un grueso cable eléctrico antes de utilizarlo para atar de pies y manos el cadáver femenino encontrado la semana anterior en Surrey.

—¿Un camino? —preguntó—. Puede que hubiera uno. No me fijé, pero el letrero anunciaba a una quiromántica y médium residente en la población.

—¿Bromeas?

—No. ¿Es una característica del hotel que me habías ocultado?

—No que yo sepa.

Deborah miró por el parabrisas. La carretera empezaba a descender, y las luces de un pueblo brillaban a lo lejos, tal vez a unos dos kilómetros.

—Supongo que aún no hemos llegado.

—¿Cómo se llama el sitio?

—Crofters Inn.

—El letrero no ponía eso, decididamente. Debía ser el anuncio de una profesional. Al fin y al cabo, estamos en Lancashire. Me sorprende que el hotel no se llame «El Caldero».

—En ese caso, no habríamos venido, amor. Me hago supersticiosa a medida que envejezco.

—Entiendo.

St. James sonrió en la creciente oscuridad. «A medida que envejezco». Solo tenía veinticinco años. Poseía toda la energía y la promesa de su juventud.

Aun así, parecía cansada —sabía que no dormía bien en los últimos tiempos— y estaba pálida. Lo que necesitaba eran unos días en el campo, largos paseos y descanso. Había trabajado demasiado durante los pasados meses, más que él, encerrada hasta altas horas de la madrugada en el cuarto oscuro, y se levantaba demasiado temprano para realizar encargos apenas relacionados con sus verdaderos intereses. Intento ensanchar mis horizontes, decía. Paisajes y retratos no bastan, Simon. Necesito hacer más. Estoy pensando en darme publicidad, quizá una nueva exposición de mi trabajo en verano. No la tendré preparada si no salgo por ahí, miro lo que hay, pruebo cosas nuevas, pongo toda la carne en el asador, consigo más contactos y… Él no discutía ni trataba de disuadirla. Se limitaba a esperar que la crisis pasara. Habían capeado varias durante los dos primeros años de su matrimonio. Siempre intentaba recordar aquella circunstancia cuando empezaba a desesperar de superar la actual.

Deborah colocó un mechón cobrizo detrás de la oreja y cambió de marcha.

—Sigamos hasta el pueblo, ¿vale?

—Si no quieres que te lean antes la palma.

—¿El futuro, quieres decir? No, gracias.

Lo había dicho sin la menor intención. A juzgar por la falsa desenvoltura de su respuesta, comprendió que ella no lo había interpretado así.

—Deborah… —dijo.

Deborah cogió su mano. Sin apartar los ojos de la carretera, la apretó contra la mejilla. Tenía la piel fría. Era suave, como el amanecer.

—Lo siento —dijo—. Es nuestra escapada. No la estropeemos.

Habló sin mirarle. Cada vez con más frecuencia, en los momentos de tensión, esquivaba sus ojos. Era como si creyera que le concedía una ventaja indebida, cuando él pensaba en todo momento que la ventaja era de Deborah.

Dejó pasar el momento. Acarició su cabello. Apoyó la mano sobre su muslo. Deborah siguió conduciendo.

El pueblo de Winslough, construido alrededor de la cuesta de una colina, solo distaba unos dos kilómetros del letrero de la quiromántica. Primero, pasaron ante la iglesia, un edificio normando con almenas en la torre y a lo largo del tejado, y un reloj azul perpetuamente detenido en las tres y veintidós; después dejaron atrás la escuela primaria y una hilera de casas adosadas encaradas a un campo. Crofters Inn se alzaba en lo alto de la colina, en un triángulo de tierra donde la carretera de Clitheroe se encontraba con los cruces oeste-este que conducían a Lancaster o Yorkshire.

Deborah detuvo el coche en el cruce. Frotó el vaho que cubría el parabrisas, escudriñó el edificio y suspiró.

—Bueno, no hay mucho que decir, ¿verdad? Pensaba… Esperaba que… Parecía muy romántico en el folleto.

—Está bien.

—Es del siglo catorce. Tiene un gran salón donde se alojaba un tribunal de la Magistratura. El techo del comedor es de madera, y el bar no ha cambiado en doscientos años. El folleto también decía que…

—Está bien.

—Pero yo quería que fuera…

—Deborah. —Ella le miró por fin—. El hotel no es el motivo de haber venido, ¿verdad?

Deborah volvió a mirar el edificio. Pese a sus palabras, lo estaba viendo por la lente de su cámara y evaluaba la composición. Cómo estaba situado en el triángulo de tierra, el lugar que ocupaba en el pueblo, el diseño. Era algo tan natural como respirar.

—No —dijo al fin, aunque algo a regañadientes—. No, no es el motivo. Supongo.

Condujo a través de una puerta que se abría en el extremo oeste del hostal y frenó en el aparcamiento. Como los demás edificios del pueblo, el hostal combinaba la piedra caliza color tostado típica del condado y piedra arenisca. Incluso desde atrás, aparte de la madera blanca y las jardineras verdes de las ventanas, henchidas de un despliegue abigarrado de pensamientos invernales, el hostal carecía de adornos y rasgos distintivos. Su característica más significativa era una ominosa sección de techo de pizarra cóncavo. St. James confió en que no estuviera sobre su habitación.

—Bien —dijo Deborah, con cierta resignación.

St. James se inclinó hacia ella, giró su cara hacia él y la besó.

—¿Te he dicho alguna vez que deseaba ver Lancashire desde hace años?

—En tus sueños —contestó Deborah sonriendo, saliendo del coche.

St. James abrió la puerta. Notó que el aire frío y húmedo se derramaba sobre él como agua; olía a leña, a tierra húmeda y a hojas podridas. Levantó su pierna mala y la dejó caer sobre los guijarros. No había nieve en el suelo, pero la escarcha cubría el césped de lo que sería en verano una terraza al aire libre. Ahora estaba abandonada, pero la imaginó llena de turistas, armados con jarras de cervezas, que venían a pasear por los páramos, subir a las colinas y pescar en el río que oía pero no veía, a unos treinta metros de distancia. Un sendero conducía hacia él —lo pudo ver porque sus losas escarchadas reflejaban las luces del hostal—, y aunque el terreno del hostal no abarcaba el río, se había practicado una puerta en el muro que hacía las veces de frontera. La puerta estaba abierta y, mientras miraba, una joven salió corriendo, al tiempo que encajaba una bolsa de plástico blanca dentro del enorme anorak que llevaba. Era naranja fluorescente y, pese a la considerable estatura de la muchacha, colgaba hasta sus rodillas y llamaba la atención sobre sus piernas, embutidas en unas gigantescas botas Wellington verdes manchadas de barro.

Se sobresaltó cuando vio a Deborah y St. James, pero en lugar de pasar de largo, se encaminó hacia ellos y, sin más ceremonias, cogió la maleta que St. James había sacado del maletero. Escudriñó en el interior y se apoderó también de las muletas.

—Aquí están —dijo, como si les hubiera buscado junto al río—. Un poco tarde, ¿no? ¿No ponía en el registro que llegarían a las cuatro?

—Creo que no dijimos la hora —contestó Deborah, algo confusa—. Nuestro avión no aterrizó hasta…

—Da igual. Ya han llegado, ¿no? Aún falta mucho rato para la cena. —Desvió la vista hacia las brumosas ventanas inferiores del hostal, tras las cuales se movía una forma amorfa, bajo las luces brillantes de una colina—. Es necesaria una advertencia. Eviten el buey a la bourguignonne. Así llama al estofado el cocinero. Sígame.

Cargó las maletas hacia una puerta trasera. Con una maleta en una mano y las muletas de St. James bajo el brazo, caminaba con un peculiar cojeo, y sus Wellington resbalaban sobre los guijarros. Por lo visto, la única solución consistía en seguirla, como así hicieron St. James y Deborah. Cruzaron el aparcamiento, subieron un tramo de escalera y pasaron por la puerta posterior del hostal, que daba acceso a un pasillo en el que se abría una puerta, con un letrero escrito a mano que rezaba: «Salón de Residentes».

La chica dejó caer la maleta sobre la alfombra y apoyó las muletas sobre ella, con los extremos apretados contra una descolorida rosa Axminster.

—Ya está —anunció, y se frotó las manos como indicando que su cometido terminaba allí—. ¿Le dirán a mamá que Josie les estaba esperando fuera? Josie. Soy yo. —Apoyó un dedo contra su pecho—. Me harán un favor, en realidad. Se lo devolveré.

St. James se preguntó cómo. La chica les miró con ansiedad.

—De acuerdo —dijo—. Sé lo que están pensando. Para ser sincera, la tiene tomada conmigo, si saben a qué me refiero. No es que haya hecho nada, cosas muy tontas, pero sobre todo es por culpa de mi pelo. No suele tener este aspecto, aunque creo que aguantará un tiempo.

St. James no supo si estaba hablando del estilo o el color, pero ambos eran execrables. El primero pretendía adoptar forma de cuña, y parecía ejecutado por las tijeras para las uñas de alguien y la máquina de afeitar eléctrica de otra persona. La dotaba de una notable semejanza con Enrique V, tal como está plasmado en la Galería Nacional de Retratos. El segundo consistía en un desafortunado tono salmón que luchaba a brazo partido con la chaqueta fluorescente. Sugería un teñido realizado con más entusiasmo que experiencia.

—Pasta —dijo la muchacha, sin venir a cuento.

—¿Perdón?

—Pasta de colorante. Ya sabe, esa cosa que se pone en el pelo. Se suponía que iba a proporcionarme reflejos rojos, pero no funcionó. —Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Todo se vuelve contra mí, créanme. Traten de encontrar a un tío de primero de bachiller con mi estatura. Pensé que si me arreglaba el cabello, quizá lograría que alguno de quinto o sexto se fijara en mí. Estúpida. Lo sé. No hace falta que me lo digan. Mamá no cesa de repetirlo desde hace tres días. «¿Qué voy a hacer contigo, Josie?». Josie. Soy yo. Mamá y el señor Wragg son los propietarios del hostal. Por cierto, su pelo es bestial. —Esta frase iba dirigida a Deborah, a la que Josie estaba inspeccionando con no poco interés—. Y también es alta, pero supongo que habrá parado de crecer.

—Creo que sí.

—Yo no. El médico dice que sobrepasaré el metro ochenta. Una regresión a los vikingos, dice, se ríe y me palmea el hombro como si yo tuviera que captar el chiste. Lo que me pregunto es qué hacían los vikingos en Lancashire.

—Y tu madre, sin duda, querrá saber qué estabas haciendo junto al río —comentó St. James.

Josie pareció confusa y agitó las manos.

—No era en el río, exactamente, y tampoco nada malo. De veras. Y solo se trata de un favor. Bastará con que mencionen mi nombre. «Una joven salió a recibirnos en el aparcamiento, señora Wragg. Alta. Un poco desgarbada. Dijo que se llamaba Josie. Era muy agradable». Si lo dejan caer así, mamá se calmará un ratito.

—¡Jo-se-phine! —gritó una voz de mujer en algún lugar del hostal—. ¡Jo-se-phine Eugenia Wragg!

Josie se encogió.

—Detesto que haga eso. Me recuerda al colegio. «Josephine Eugene. Parece una judía».

No era cierto, pero era alta y se movía con la torpeza de una adolescente que ha cobrado conciencia súbitamente de su cuerpo antes de haberse acostumbrado a él. St. James pensó en su hermana a la misma edad, maldecida por la estatura, unas facciones aguileñas que aún no se habían desarrollado del todo y un nombre andrógino. Sidney, se presentaba con sarcasmo, el último chico St. James. Había soportado las burlas de sus compañeras durante años.

—Gracias por esperarnos en el aparcamiento, Josie —dijo muy serio—. Es agradable que te reciban cuando llegas a un sitio.

El rostro de la muchacha se iluminó.

—Sí. Oh, sí —dijo, y se dirigió hacia la puerta por la que habían venido—. Se lo devolveré. Ya lo verá.

—No lo dudo.

—Pasen por el pub. Alguien les atenderá allí. —Agitó la mano hacia otra puerta, en el extremo opuesto de la sala—. He de sacarme estas botas, y deprisa. —Les dirigió otra mirada suplicante—. No hablarán de mis botas, ¿verdad? Son del señor Wragg.

Lo cual distaba mucho de explicar por qué había caminado como un nadador con aletas.

—Mis labios están sellados —dijo St. James—. ¿Deborah?

—Lo mismo digo.

Josie sonrió a modo de respuesta y salió por la puerta.

Deborah recogió las muletas de St. James y contempló la estancia en forma de L que servía de salón. Su colección de muebles recargados era poco distinguida, y algunas pantallas de lámpara estaban torcidas, pero un aparador albergaba una serie de revistas a disposición de los huéspedes, y en una librería se apretujaban hasta cincuenta volúmenes. El papel pintado (margaritas y rosas entrelazadas) se veía recién puesto sobre el revestimiento de pino, y una mezcla de perfume flotaba en el aire. Deborah se volvió hacia St. James. Este sonrió.

—¿Qué? —dijo ella.

—Como en casa.

—En la de alguien, al menos.

Deborah se encaminó al pub.

Por lo visto, habían llegado durante el período de cierre, porque no había nadie tras la barra de caoba ni en las mesas estilo pub, cuyos posavasos para apoyar las jarras de cerveza moteaban la madera de naranja y beige. Dejaron atrás las mesas, con sus correspondientes taburetes y sillas, y caminaron bajo un techo bajo, de robustas vigas ennegrecidas por generaciones de humo y decoradas con un despliegue de complicadas herraduras de caballo. En la chimenea todavía fulguraban los restos del fuego de la tarde, que chasqueaban cuando las últimas bolsas de resina estallaban.

—¿Dónde se habrá metido esa condenada chica? —preguntó una mujer.

Hablaba desde lo que aparentaba ser un despacho. La puerta estaba abierta a la izquierda de la barra. Al lado, subía una escalera de peldaños extrañamente inclinados, como agobiados por algún peso. La mujer salió, aulló «¡Jo-se-phine!» hacia lo alto de la escalera, y entonces vio a St. James y su mujer. Al igual que Josie, se sobresaltó. Al igual que Josie, era alta y delgada, y sus codos eran aguzados como puntas de flecha. Se llevó una mano tímida al cabello y se quitó una hebilla de plástico adornada con capullos de rosa que lo apartaba de sus mejillas. Bajó la otra hasta la falda y sacudió unas hilas.

—Toallas —dijo, como para explicar la última actividad—. Tenía que doblarlas. No lo hizo. Yo tuve que hacerlo. Eso resume la vida con una chica de catorce años.

—Nos estaba esperando —dijo Deborah—. Nos ayudó a cargar nuestras cosas.

—¿De veras? —Los ojos de la mujer se desviaron hacia la maleta—. Ustedes deben ser el señor y la señora St. James. Bienvenidos. Les daremos Tragaluz.

—¿Tragaluz?

—La habitación. Es la mejor. Me temo que un poco fría en esta época del año, pero hemos puesto una estufa más.

«Fría» no hacía justicia a la temperatura de la habitación donde les condujo, dos tramos de escalera más arriba, en la parte más alta del hotel. Aunque la estufa funcionaba a tope y enviaba palpables oleadas de calor, las tres ventanas y los dos tragaluces adicionales de la habitación actuaban como transmisores del frío exterior. Acercarse a medio metro de ellas suponía penetrar en un campo de hielo.

La señora Wragg corrió las cortinas.

—La cena se sirve desde las siete y media hasta las nueve. ¿Quieren algo antes? ¿Han tomado té? Josie les preparará una tetera, si lo desean.

—Yo no quiero nada —dijo St. James—. ¿Deborah?

—No.

La señora Wragg asintió. Frotó los brazos con sus manos.

—Bien —dijo. Se agachó para coger un hilo blanco de la alfombra. Lo anudó alrededor de un dedo—. El baño es aquella puerta. Cuidado con la cabeza. El dintel es un poco bajo, pero todos lo son. Es el edificio. Es antiguo, ya saben.

—Sí, por supuesto.

La mujer se acercó a la cómoda, situada entre las dos ventanas delanteras, y efectuó mínimos ajustes en un espejo móvil, y algunos más en el pañito de encaje sobre el que descansaba.

—Aquí tienen más mantas —explicó, mientras abría el ropero. Palmeó el tapizado de zaraza de la única silla de la habitación—. De Londres, ¿verdad? —añadió, cuando resultó evidente que no podía hacer nada más.

—Sí —contestó St. James.

—No viene mucha gente de Londres.

—La distancia es bastante grande.

—No, no es eso. Los londinenses van al sur. Dorset, Cornualles. Todo el mundo lo hace.

Se acercó a la pared situada detrás de la silla y movió uno de los dos grabados que colgaban, una copia de Dos chicas al piano, de Renoir, montada sobre un tapete blanco que empezaba a amarillear por los bordes.

—Hay muy poca gente a la que le guste el frío —dijo.

—Tiene mucha razón.

—Los del norte también van a Londres. Persiguen sueños, creo. Como Josie. ¿Les…? Supongo que les hizo preguntas sobre Londres.

St. James miró a su mujer. Deborah había abierto la maleta sobre la cama. Al oír la pregunta, dejó lo que estaba haciendo y se levantó, con una bufanda gris en las manos.

—No —dijo—. No habló de Londres.

La señora Wragg cabeceó, y después alumbró una fugaz sonrisa.

—Bien, eso es bueno, ¿no? Porque a la muchacha se le ocurren toda clase de maldades cuando se trata de algo que pueda alejarla de Winslough. —Se frotó las manos y las enlazó sobre la cintura—. Bien. Han venido en busca de aire puro y buenas caminatas. Tenemos en abundancia. Por los páramos, los campos, las colinas. El mes pasado nevó. La primera vez que nevaba en estos parajes desde hacía años, pero ahora solo hay escarcha. «La nieve de los tontos», como decía mi madre. Todo se llena de barro, pero espero que hayan traído botas.

—Así es.

—Estupendo. Pregunten a mi Ben, el señor Wragg, cuál es el mejor sitio para ir a pasear. Nadie conoce esta tierra como mi querido Ben.

—Gracias —dijo Deborah—. Lo haremos. Tenemos ganas de dar paseos, y también de ver al vicario.

—¿Al vicario?

—Sí.

—¿Al señor Sage?

—Sí.

La mano derecha de la señora Wragg se deslizó desde su cintura hasta el cuello de la blusa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Deborah. St. James y ella intercambiaron una mirada—. El señor Sage sigue en la parroquia, ¿verdad?

—No. Está… —La señora Wragg apretó los dedos contra el cuello y completó su pensamiento a toda prisa—. Supongo que habría ido a Cornualles. Como todo el mundo, por así decirlo.

—¿Qué significa eso? —preguntó St. James.

—Es… —La mujer tragó saliva—. Es el lugar donde está enterrado.