6
Equilibrio de terror
El Arquihierofante Rhulan llenó de espeso vino color ciruela, hasta el borde, una de las copas de latón que había sobre la mesa, y bebió un largo sorbo antes de volverse a mirar a Malus. Tenía el rostro de un asceta, con largos rasgos demacrados y un cuello flaco que se contraía violentamente al beber. Al principio, el anciano del templo no dijo nada mientras observaba el macabro contenido de la estancia.
El noble estudió atentamente las reacciones del druchii. Los ojos de Rhulan se detuvieron primero en la anciana que yacía sobre un creciente charco de sangre. Sus finos labios se contrajeron en una fugaz sonrisa, y el destello de arrogante satisfacción que apareció en sus ojos de color latón fue inconfundible. La mirada del anciano pasó sobre los escribas muertos y la contorsionada forma del fanático, en busca de la desplomada figura del anciano de cara de zorro, momento en que hizo una mueca de evidente disgusto. Malus casi podía ver cómo giraban los engranajes del interior de la cabeza del hombre mientras estudiaba la carnicería y calculaba nuevas ecuaciones políticas dentro del templo. «A juzgar por tus reacciones, da la impresión de que te he puesto en las manos toda una oportunidad nueva», pensó el noble.
Justo cuando la inquisitiva mirada se posó sobre la vapuleada forma del maestre de asesinos, Rhulan se mostró realmente perplejo. El vino, al moverse dentro de la copa, se derramó ligeramente por el borde cuando el anciano le lanzó a Malus una mirada de preocupación.
—Tú no perteneces al templo —dijo—. De eso estoy seguro. ¿Quién eres?
—No importa quién soy —declaró Malus—. Mi identidad no alterará la situación en que te encuentras. —Incapaz de resistirse por más tiempo, Malus avanzó con rapidez hasta la mesa y se sirvió vino. Le dolían terriblemente las costillas, olas de dolor que le recorrían el pecho.
—¿Y qué situación es esa? —le espetó Rhulan. La conmoción de lo que acababa de ver estaba desvaneciéndose y el anciano comenzaba a recobrar la compostura.
—Ahórrate las bravuconadas, santo —le contestó Malus—. La única razón por la que continúas con vida es porque prefiero negociar contigo en lugar de matarte. Tu ciudad…, no, tu religión misma está bajo el asedio de un pequeño ejército de fanáticos que creen que estáis negando la sagrada voluntad de Khaine, y deben de tener razón, al menos a medias, dado que parecéis incapaces de actuar directamente contra ellos.
Era una finta destinada a alterar a Rhulan y hacerlo hablar, pero Malus se sintió secretamente conmocionado cuando el anciano rechinó los dientes y aceptó el insulto en silencio. El noble estudió atentamente a Rhulan. «Estás realmente desesperado —pensó—. Sospechas que los fanáticos tienen razón, pero intentas silenciarlos. ¿Por qué?».
—¿Cómo es que llevas sobre ti la bendición de Khaine pero te alias con los herejes?
Malus rió fríamente entre dientes.
—Rhulan, me dejas de piedra. ¿Durante cuánto tiempo los fanáticos se han opuesto a la voluntad del templo? ¿Crees honradamente que habrían podido sobrevivir durante tanto tiempo como lo han hecho si no contaran con el apoyo de algunos miembros del sacerdocio? El propio templo fortaleza ha sido infiltrado, Arquihierofante. ¿De qué otro modo crees que logré entrar aquí? —Era otro farol, pero, a juzgar por la expresión de terror que afloró a la cara del anciano, era una afirmación con cierto fundamento.
—¿Quién? —tartamudeó Rhulan, que apretó la copa con las manos.
«Esto es casi demasiado fácil», pensó Malus, y sonrió.
—A su tiempo, Arquihierofante. Consideremos primero la esencia de vuestro problema. ¿Cómo os van las cosas con Urial?
El anciano se irritó.
—Está engañado —le espetó Rhulan—. Deberíamos haber dispuesto su muerte hace mucho. Yo sabía que, antes o después, intentaría algo como esto.
—¿Por qué, entonces, continúa dentro del Sanctasanctórum de la Espada, si sus pretensiones son ilegítimas?
Los abultados músculos de la mandíbula del anciano se contrajeron como puños cerrados.
—Está el asunto de su hermana —concedió Rhulan— y su linaje. La situación es muy complicada.
Malus miró el espeso líquido de la copa. Bebió un pequeño sorbo para catarlo e hizo una mueca: demasiado dulce.
—Aceptáis que ella es una santa viviente. Los fanáticos lo saben.
Rhulan se movió con incomodidad.
—De eso no puede haber ninguna duda —admitió—. Entre los druchii no se ha visto a nadie como ella desde que se perdió Nagarythe —dijo el anciano, con la voz tensa—. Puede enseñarnos mucho, una vez que este… incidente se haya resuelto.
—¿Es el deseo de conservar a Yasmir lo que os impide rechazar las pretensiones de Urial, o en realidad se debe a lo que él pretende ser? Tenéis que comprender que cuanto más se prolongue esto, más les hacéis el juego a los fanáticos.
Rhulan le lanzó a Malus una mirada feroz. Hacía muchísimo tiempo que nadie se atrevía a hablarle con semejante insolencia.
—Sus pretensiones son lo bastante elevadas como para exigir un estudio exhaustivo antes de poder tomar una decisión.
Malus agitó una mano en el aire para interrumpirlo.
—El meollo del asunto es que pensáis que podría tener razón, pero no queréis entregarle la espada, y sospecho que las razones que os mueven no tienen nada que ver con la voluntad de Khaine.
Un tenso silencio descendió sobre la habitación. Rhulan se había quedado muy quieto, y había entrecerrado los ojos para estudiar a Malus con desconfianza. El noble, con aire contemplativo, bebió un sorbo de vino. «He dado en un punto delicado», pensó. ¿Cuál era, entonces, el programa del templo?
—El templo se reserva su opinión en temas de fe —replicó Rhulan con prudencia—. Has dicho que querías negociar. Te escucho.
Malus se dio fuerzas con un sorbo del empalagoso vino y asintió brevemente con la cabeza.
—Vuestra posición es insostenible —dijo—. Se os acaba el tiempo, Arquihierofante. Hasta ahora habéis podido negaros a acceder a las pretensiones de Urial, pero sus aliados se preparan para tomar el asunto en sus propias manos.
—¿Cómo?
El noble negó con la cabeza.
—Lo primero es lo primero. Puedo poner al jefe de los fanáticos en tus manos, pero a cambio debes acceder a concederme refugio dentro de la fortaleza del templo. Cuando hayamos acabado con los fanáticos de la ciudad, podré comenzar a investigar qué simpatizantes tienen dentro del templo, lo que os permitirá a vosotros concentraros en Urial y su hermana.
Rhulan no respondió de inmediato, y se quedó contemplando el fondo de la copa.
—Será necesario que hable de esto con el consejo de ancianos —dijo.
Malus sobresaltó al druchii con una sonora carcajada.
—Rhulan, hace diez minutos estabas seguro de que los herejes no podían tener, de ningún modo, agentes dentro de la fortaleza del templo. ¿Estás completamente seguro de que puedes confiar en el consejo de ancianos? Cuanta menos gente esté enterada de este acuerdo, más probabilidades tendrás de volver las tornas contra los fanáticos. —Malus avanzó un paso hacia el druchii—. Escoge ahora mismo.
—¡De acuerdo! —le espetó Rhulan—. Acepto el trato. Pobre de ti si intentas engañarme.
—Lo mismo podría decir yo, Rhulan —replicó Malus, y dejó la copa a un lado. Buscó la segunda espada entre los cadáveres y luego sujetó el arma en la mano mientras estudiaba a los dos ancianos muertos—. No consideres esto como un acuerdo no provechoso, Arquihierofante. Ambos podemos beneficiarnos. Cuando hayamos acabado, los fanáticos habrán recibido un golpe que los dejará desarticulados, el templo quedará limpio de herejes y Urial ya no será un problema.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Qué piensas ganar tú con esto?
Malus sonrió mientras avanzaba hacia el cuerpo de la anciana.
—Paso a paso, Rhulan —respondió—. Por el momento, concentrémonos en ti. —Cogió a la anciana por el cabello y le alzó la cabeza. La corta espada destelló al descender y penetrar en el cuello del cadáver, pero estaba demasiado rígido para poder cortárselo. Malus tuvo que asestar varios tajos para cercenar carne y vértebras, mientras hacía muecas debido a lo chapucero de la decapitación.
—En el nombre de Khaine, ¿qué estás haciendo? —preguntó Rhulan, con voz ahogada.
—No puedo volver junto a los fanáticos con las manos vacías —explicó Malus. Con el macabro trofeo sujeto a un lado, avanzó hacia el anciano de cara de zorro—. Por lo que respecta a ti, quiero que permanezcas aquí y te sirvas un poco más de vino mientras vuelvo a salir a la ciudad. Espera media hora antes de dar la alarma, y luego cuéntale a quien sea necesario que llegaste tarde a la reunión y encontraste las cosas tal y como están ahora.
—Muy bien —replicó Rhulan, y lanzó un sonoro suspiro al tiempo que tendía la mano hacia la botella de vino—. ¿Cómo vamos a comunicarnos? ¿Voy a encontrarte al acecho dentro de mis aposentos, mañana por la noche?
Malus rió entre dientes.
—Nada tan teatral. Tendré que hacer algunas averiguaciones más entre los fanáticos. Cuando tenga alguna noticia digna de ser comunicada, te haré llegar un mensaje a través del santuario del barrio de los nobles. Escoge a un sirviente de confianza y haz que compruebe cada noche las ofrendas que haya en el santuario.
—¿Qué deberá buscar?
El noble gruñó de dolor cuando se puso a trabajar otra vez con la espada.
—Dile que busque una cabeza a la que le falte la punta de ambas orejas —dijo, al tiempo que alzaba la cabeza del anciano de cara de zorro—. Creo que tendré abundancia de candidatos entre los que escoger durante los próximos días.
Los alaridos y el entrechocar de acero flotaban en el aire por encima de Har Ganeth, y resonaban como gritos de fantasmas bajo las relumbrantes lunas.
Había menos de un kilómetro y medio entre la Puerta del Asesino y la casa de Sethra Veyl, pero Malus tardó más de cuatro horas en recorrer esa distancia. Grupos armados recorrían las calles con espadas y hachas en las manos en busca de ofrendas para el Dios de la Sangre. Nobles armados y acorazados, con séquitos de guardias personales bien armados, pasaban junto a grupos de vasallos que blandían cuchillas para carne y garrotes nudosos, y cada uno medía las fuerzas del otro como manadas de lobos hambrientos. La noche aún era joven, pero muchas de las bandas ya exhibían uno o dos trofeos ensangrentados. Por lo que Malus podía determinar, parecía existir un acuerdo tácito de caer sobre los viajeros solitarios en lugar de trabarse en grandes batallas callejeras. Ciertamente, para los asesinos era menos peligroso hacerlo así.
Malus se movía con cautela y se valía de los ropones oscuros para fundirse con las sombras siempre que oía acercarse un grupo de druchii. No había manera de saber con certeza si los merodeadores le perdonarían la vida ni siquiera a un asesino del templo una vez que tenían la sangre encendida. En una ocasión, el noble se metió dentro de un callejón sombrío y se encontró cara a cara con un fanático de ropón blanco. El verdadero creyente estaba salpicado de sangre y media docena de trofeos le pendían del ancho cinturón de cuero. El fanático se había deslizado silenciosamente hacia Malus y alzado la espada manchada, pero en el último momento reconoció el rostro del noble y se inclinó profundamente, pasó ante Malus y reanudó su cacería por las calles de la ciudad.
Malus no lamentaba que el recorrido se prolongara tanto. Le daba tiempo para pensar. Ahora que contaba con un medio de entrar en el templo, tenía que cumplir con su parte del trato y entregar a los fanáticos en manos de Rhulan. Una vez hecho eso, podría dedicar sus esfuerzos a penetrar en los confines del Sanctasanctórum de la Espada y localizar la maldita Espada de Disformidad. Mientras avanzaba con cuidado por el barrio noble, consideró las opciones de que disponía. Aún había muchas cosas que no sabía, pero por primera vez veía una senda clara hacia la meta. Por el momento, al menos, llevaba ventaja, y tenía intención de aprovecharla.
Era cerca de medianoche cuando giró en la calle de la puerta blanca de Veyl. Una pila de cadáveres decapitados yacían en medio de la calle, y en el exterior de la puerta montaba guardia un solo fanático manchado de sangre, con la goteante espada atravesada ante el pecho. Al acercarse Malus, le hizo una reverencia y se apartó a un lado mientras él abría la puerta y desaparecía en el patio del otro lado.
El pequeño recinto estaba casi desierto; evidentemente, habían enviado a los fanáticos al exterior para cosechar ofrendas para Khaine durante las horas de la noche. Para sorpresa de Malus, encontró a Tyran de pie cerca de los escalones de la casa, hablando con un pequeño grupo de recién llegados. Cuando el jefe de los fanáticos vio a Malus, sus ojos se iluminaron de interés.
—Bienhallado, santo —dijo con gravedad—. Regresas solo.
Malus asintió con la cabeza y se quitó la capucha.
—Mis compañeros murieron en gloriosa batalla —replicó. Parecía la frase apropiada.
—Y tú no —observó Tyran, con la pregunta tácita claramente expresada por el tono de voz.
El noble echó atrás la capa y la luz lunar rieló sobre la pálida piel y oscura sangre seca cuando Malus descolgó los trofeos del cinturón y se los presentó a Tyran.
—Alguien tenía que regresar con la buena noticia —dijo. Tyran se acercó para mirar más de cerca las caras manchadas de sangre.
—Veo a Aniya la Torturadora —dijo, señalando la cabeza de la anciana—; y este es Maghost —añadió, al mirar al anciano de cara de zorro. Frunció el ceño ante la masa vapuleada que era el tercer trofeo—. ¿Y este?
—El maestre de asesinos, tal y como ordenaste —replicó Malus—. No fue tan complaciente como los otros dos.
Una lenta sonrisa apareció en el rostro de Tyran, y sus sospechas quedaron olvidadas mientras consideraba esa última noticia.
—El Haru’ann del templo ha quedado desbaratado, mientras que el nuestro está casi completo —dijo—. Esta es una gran victoria para los fieles. —Le dedicó a Malus una ancha sonrisa—. ¡Estás verdaderamente bendecido, santo! Has acelerado la llegada del día en que el Portador de la Espada caminará entre nosotros.
—Esa es mi ferviente esperanza —declaró Malus, con sinceridad convincente—. ¿Cuál será nuestro siguiente movimiento?
Tyran cogió las cabezas de manos de Malus, y las miró a los ojos vacuos con una sonrisa de orgullo.
—Ahora podemos competir con el templo por los corazones del pueblo —dijo—. Los ancianos supervivientes estarán desorganizados, y los asesinos permanecerán paralizados hasta que escojan un nuevo maestre. —El jefe de los asesinos señaló a los recién llegados con la mano libre—. Cada día llegan más y más verdaderos creyentes —añadió—. Somos lo bastante fuertes para presentar nuestra causa abiertamente en las calles de la ciudad. —Con un gesto, llamó a los druchii que aguardaban, para que se reunieran con ellos—. Incluso podemos contar en nuestras filas con otra alma bendecida como tú.
Malus apenas le prestaba atención.
—Es una noticia realmente buena —dijo, ausente, mientras meditaba qué sería el Haru’ann y cómo encajaba eso en los planes de Tyran.
Tyran le hizo una reverencia a una de las figuras encapuchadas.
—Santo, este es Hauclir, un verdadero creyente de Naggor —dijo, al tiempo que señalaba a Malus—. Es en verdad un poderoso presagio que dos almas bendecidas de ciudades enemistadas se reúnan en nombre de la gloria de Khaine.
El fanático alzó una pálida mano y se quitó la capucha. Su largo cabello blanco relumbró como una mortaja fantasmal a la luz de la luna, y sus ojos color latón destellaron como monedas calientes al clavarse en Malus con una enigmática mirada.
—En verdad que los caminos del Señor del Asesinato son realmente misteriosos —declaró Arleth Vann, al clavar la mirada en los ojos de su antiguo amo.
—¡Preparaos, oh, sirvientes de Khaine! ¡El Tiempo de Sangre se avecina!
El fanático se encontraba de pie sobre un sucio bloque de piedra blanca, con las espadas gemelas que destellaban al sol alzadas hacia el cielo de la tarde. A ambos lados del verdadero creyente había pirámides gemelas de cráneos manchados que ofrecían un banquete a la bandada de cuervos que asentían con la cabeza y escuchaban con distraído interés el entusiasta discurso del fanático.
Apenas un puñado de druchii se habían detenido a escuchar lo que tenía que decir el verdadero creyente, al principio convencidos de que se trataba de un novicio del templo que estaba predicando para los ciudadanos en el exterior del santuario de mármol con columnas que había en el barrio noble. Una corriente de elfos y elfas oscuros pasaban por la pequeña plaza con ofrendas que depositaban ante el altar que había al otro extremo del edificio bajo. Un par de novicios auténticos que se hallaban de pie ante la entrada del santuario mortecinamente iluminado acariciaban con los dedos las hoces ceremoniales que les colgaban del cinturón y miraban a los fanáticos del otro lado de la plaza con desprecio evidente.
Malus se había apostado en la entrada de una estrecha calle que desembocaba en la plaza y que le permitía una visión clara tanto del santuario como del enérgico sermón del fanático. Hacía una hora que el druchii predicaba. Poco después de que comenzara, Malus vio a un mensajero que bajaba corriendo los escalones del santuario y se dirigía al norte, hacia la fortaleza del templo. El noble calculaba que no tendrían que esperar mucho más.
Durante los últimos tres días, los fanáticos habían enviado elfos y elfas oscuros al interior de la ciudad para que proclamaran sus creencias ante las gentes de Har Ganeth. Antes del presente día, habían permanecido en movimiento, recorriendo las calles para propagar sus ideas, pero sin proporcionarle al templo un objetivo estacionario en el que descargar su disgusto. Hoy, Tyran había decidido darles lo que deseaban, y había enviado a un druchii a predicar la fe verdadera ante cada santuario de la urbe.
—¡La Novia de Destrucción aguarda en el Sanctasanctórum de la Espada! —declaró el fanático ante su escaso público—. Espera a su compañero, pero los ancianos del templo no le dan satisfacción. ¡Desafían la voluntad del Dios de Manos Ensangrentadas, y no tardarán en sufrir su cólera!
Malus recorrió la plaza con los ojos para intentar ver a los otros fanáticos que acechaban la reacción del templo. Ataviados con ropones corrientes y kheitan sin adornos, eran invisibles en el constante flujo de sirvientes y guardias personales que atravesaban la plaza dedicados a los asuntos de sus amos.
Malus sabía que Arleth Vann estaba allí, en alguna parte, y el pensamiento le heló la sangre.
Había estado a punto de delatarse cuando el asesino había mostrado su rostro aquella noche. Por un momento, había sentido pánico al pensar que se había metido en una trampa diabólica. Sorprendentemente, había sido el demonio quien lo había contenido y desterrado el frío terror con una voz de hierro y hueso.
—Míralo a los ojos, Darkblade —había ordenado Tz’arkan—. ¡Míralo! Está tan conmocionado como tú.
Y era verdad. Por un fugaz instante, se habían mirado el uno al otro con prevención, pero luego Tyran invitó a los recién llegados a entrar con él en la casa, y Arleth Vann se había limitado a dar media vuelta y echar a andar junto al jefe de los fanáticos, sin volverse una sola vez a mirar a Malus. Con la mente hecha un torbellino, Malus se había encaminado con paso tambaleante hacia la celda sin muebles que le habían adjudicado en la casa de Veyl, y se había sentado con la espalda contra la robusta puerta de madera y la recta espada nórdica desnuda sobre el regazo. Permaneció sentado a oscuras durante horas; el sueño iba apoderándose de su mente exhausta mientras él intentaba decidir qué iba a suceder. ¿Estarían esperando a que llegaran más fanáticos antes de enfrentarse a él? El instinto le había dicho que huyera mientras podía, que se escabullera al interior de la ciudad antes de que Arleth Vann pudiera revelarle a Tyran su verdadera identidad. Pero los fanáticos eran su moneda de cambio en el trato hecho con Rhulan. Si rompía el acuerdo con el Arquihierofante, dudaba que pudiera acercarse en lo más mínimo al Sanctasanctórum de la Espada. Estaba completamente enredado en una tela que había tejido él mismo. Así pues, había aguardado en la oscuridad mientras se preguntaba cómo y cuándo intentaría vengarse Arleth Vann. Lo siguiente que recordaba era que parpadeaba ante los primeros rayos del amanecer, con los ojos pegajosos de sueño y la charada que representaba aún intacta.
Desde entonces, había visto poco a su antiguo guardaespaldas. Tyran pasó los días siguientes enviando fanáticos a las calles para que intentaran averiguar noticias referentes a los ancianos muertos. Malus atisbaba al antiguo asesino al amanecer y al anochecer, cuando salía de la casa y entraba en ella como uno de los ubicuos cuervos de la ciudad. No sabía dónde dormía Arleth Vann, ni siquiera si dormía en absoluto, pero era evidente que cuando estaba en la casa pasaba la mayor parte de su tiempo en compañía de Tyran. Era una situación que a Malus le causaba una inquietud infinita, pero no tenía la más remota idea de qué hacer al respecto, teniendo en cuenta que el antiguo asesino podía traicionarlo cuando le diera la gana. Así que el noble se había mantenido a distancia y le había pasado a Rhulan breves mensajes que no hacían más que confirmar lo obvio: los fanáticos estaban agitando a la población de la ciudad con el fin de forzar una confrontación con el templo.
Pasaron dos días antes de que Malus se diera cuenta de que no corría un peligro inmediato. Nadie había hecho nada contra él, en realidad, y Tyran no lo trataba de modo diferente. Se dio cuenta de que Arleth Vann podría sentirse tan inquieto como él. A fin de cuentas, también él era un renegado, un asesino que había roto sus votos y abandonado el templo hacía años. El tratamiento que el templo daba a los pródigos era legendario. Nunca perdonaban ni olvidaban a los druchii que traicionaban su confianza. Si supieran que Arleth Vann estaba en la ciudad, no repararían en esfuerzos para capturarlo o matarlo. Unas pocas palabras condenatorias pronunciadas en uno de los santuarios de la ciudad serían suficientes. Momentáneamente, estaban en tablas.
Pero ¿por qué estaba Vann allí?, se preguntaba Malus. «¿Acaso ha sido desde siempre un fanático que mantenía en secreto su herejía, o me ha seguido hasta aquí para intentar acabar la obra que comenzó en el Valle de las Sombras?». Lo único que sabía con certeza era que no podía aguardar a que Arleth Vann mostrara las cartas. Debía hallar un modo de matarlo sin delatarse a sí mismo con ese hecho.
Un movimiento que se produjo en un lado de la plaza captó la atención de Malus. Un trío de druchii vestidos con negros ropones avanzaba hacia el fanático que predicaba, y la luz del sol destellaba en el filo de los largos droichs que llevaban. Malus se irguió y bajó la mano hacia la espada. El templo había oído el mensaje de Tyran, y allí estaba la respuesta que habían esperado los fanáticos.
Los tres guerreros no eran solamente espadachines: eran druichnyr no Khctine, asesinos incomparables famosos por matar a los enemigos con un solo y perfecto tajo de sus enormes espadas. Había visto druchii como ellos en acción cuando Urial había llevado a los guerreros del templo a la batalla contra su hermana Nagaira. Su reputación era sobradamente merecida. El noble echó a andar tras ellos mientras deslizaba la espada fuera de la vaina y la ocultaba bajo la capa. Reparó en que otras dos figuras embozadas también se habían puesto en movimiento y avanzaban tras los verdugos del templo como ágiles lobos hambrientos.
—¡En este preciso momento, los cobardes del templo lanzan sus perros contra mí! —gritó el fanático desde el pedestal, y señaló a los espadachines que se aproximaban—. ¿Por qué? ¡Porque no quieren que se descubran sus mentiras! ¡Os han engañado, hermanos y hermanas! ¡Os han engañado y robado, y deformado las palabras del Dios de la Sangre para alimentar su propia codicia! ¡La Novia de Destrucción ha llegado! ¡El Tiempo de Sangre está cerca, hijos e hijas de la perdida Nagarythe! ¿Os erguiréis con orgullo ante el Azote, o seréis barridos a un lado?
—¡Hereje! —bramó el jefe de los verdugos, cosa que hizo que el reducido público del fanático se dispersara—. Blasfemas en la ciudad sagrada de Khaine e insultas el honor de sus devotos servidores. —Alzó la espada—. Incluso el Señor de la Sangre te repudia. Tu cráneo no es adecuado para yacer a los pies de Khaine. Después de que te hayamos destripado como a un novillo, serás arrojado al mar para que te devoren los peces.
Malus se encontraba a menos de diez pasos de la retaguardia de los verdugos. Se llevó una mano al broche de la capa, lo soltó y dejó que la prenda cayera sobre el adoquinado. Con el rabillo del ojo vio que sus compañeros también se preparaban. La mano del noble apretó la empuñadura de la espada cuando inspiró profundamente y gritó con una voz apropiada para un campo de batalla.
—¡El Portador de la Espada ha llegado! ¡Sangre y almas para el Portador de la Espada!
Había que reconocer que los verdugos reaccionaron con rapidez y destreza ante el ataque sorpresa. El que iba delante de Malus giró en redondo al oír el grito, y su droich dibujó un abanico de luz reflejada al desplazarse en torno al espadachín en un círculo defensivo. A la izquierda, Malus oyó el agudo tintineo del acero templado, y luego el estertor de muerte de alguien. Un cuerpo cayó sobre el adoquinado con un golpe sordo, pero el noble no se atrevía a apartar los ojos del druchii con quien se enfrentaba. Un solo movimiento equivocado, y el verdugo le cortaría la cabeza.
Malus lanzó un terrible grito de guerra y arremetió contra el guerrero. La curva arma del verdugo detuvo sus movimientos circulares y por un momento Malus recordó a Tyran, completamente inmóvil ante el furioso ataque de Sethra Veyl. «Quiere que me arriesgue, para luego asestarme el golpe mortal», pensó Malus. Contuvo el golpe mientras se acercaba aún más y hacía descender la punta de la espada. Si el verdugo no reaccionaba con rapidez, sería atravesado.
En el último instante, el verdugo se transformó en un torbellino: se apartó a un lado para esquivar la estocada del noble y dirigió un tajo hacia su cuello. Pero en el momento en que el guerrero quedó entregado al movimiento, Malus detuvo el avance apoyando con firmeza el pie que tenía más adelantado y pivotó para dirigir un tajo corto y violento hacia el estómago del guerrero. La pesada espada hendió el grueso kheitan y la dura musculatura de debajo, hizo que el druchii diera media vuelta debido a la fuerza del golpe y desbarató su ataque. Antes de que el guerrero pudiera recobrarse, Malus le arrancó la espada del estómago y le clavó la punta en un lado de la garganta. De la herida manó un chorro de brillante sangre y el verdugo tropezó mientras se ahogaba en sus propios fluidos. Con ojos destellantes de odio, el guerrero barrió con la larga arma en un torpe tajo dirigido a la cabeza de Malus, pero el noble le arrancó la espada del cuello y lo bloqueó con facilidad antes de acometerlo con el golpe de retorno, que decapitó al druchii mortalmente herido.
Malus se apartó del camino cuando el cadáver sin cabeza caía, y evaluó la situación con rapidez. Un segundo verdugo yacía muerto, con el torso abierto por un terrible tajo que iba desde una clavícula hasta la cintura. El cuerpo decapitado del fanático que lo había atacado yacía a varios pasos de distancia. El jefe de los verdugos y otro fanático se movían en círculos el uno ante el otro, cautelosos, cada uno en busca de un punto débil en la guardia del oponente. Malus avanzó un paso hacia ellos con la intención de matar al hombre por la espalda, pero entonces recordó la extraña sensibilidad de los verdaderos creyentes. «Lejos de mí la intención de negarle la oportunidad de morir», pensó Malus amargamente, y dejó al fanático librado a su suerte.
Se volvió hacia el que había matado y recogió la cabeza manchada de sangre. Envainó con rapidez la espada y sacó un cuchillo corto mientras avanzaba hacia una de las pirámides de trofeos que se alzaban junto al bloque de piedra del predicador. De espaldas a la plaza, cortó las puntas de las orejas de la cabeza del verdugo antes de guardar el cuchillo y sacar del cinturón una tira de hule. Metió la nota de hule entre los dientes del verdugo con un solo movimiento diestro, y luego dejó ostentosamente la cabeza sobre la pila.
Justo en ese momento oyó el sonido de una espada que se clavaba, y al volverse vio que el verdugo se apartaba del oponente con paso tambaleante y se aferraba una herida terrible que tenía en el pecho. El largo droich cayó de sus dedos insensibles mientras él se alejaba hacia el santuario. Los novicios de lo alto de la escalera observaron con horror cómo el guerrero caía boca abajo y moría.
—¡El Tiempo de Sangre está cerca! —volvió a gritar Malus, que repitió las palabras que Tyran le había dicho que pronunciara. Miró con el rostro encendido de cólera justiciera a los ciudadanos que aún se encontraban en la plaza—. ¡Haced que se estremezcan las puertas del templo y ordenadles que obedezcan al Portador de la Espada! ¡El Azote está aquí, y arrancará el alma a los indignos y los arrojará a la oscuridad exterior!
La gente de Har Ganeth miró los oscuros ojos de Malus, y él comprendió que le creían.