21
Cielos rojos
La bestia del Caos cayó sobre el lomo de Rencor y clavó las garras profundamente en los cuartos traseros del nauglir. El gélido rugió de sorpresa y dolor y se volvió instintivamente para morder al atacante. La pata posterior derecha del nauglir resbaló fuera del puente, y a Malus le pareció que el mundo se desplazaba vertiginosamente hacia la derecha. Se lanzó hacia la izquierda para alejarse del abismo sin fondo justo cuando el monstruo lo acometía con un par de tentáculos.
Uno de los apéndices provistos de garfios se le enroscó en torno al brazo izquierdo, y el otro lo envolvió por la cintura. Con un grito de miedo y furia, Malus les asestó unos tajos, pero apenas logró dejar marca sobre la gomosa piel. Sin esfuerzo aparente, la bestia lo arrancó del lomo de la montura.
Malus miró hacia abajo y no vio más que vacío y sombras. Entonces, Rencor le lanzó una dentellada al monstruo y atrapó los tentáculos con sus terribles fauces.
Los dientes del gélido cercenaron los tentáculos como si fueran de hilo, y salpicaron a Malus de icor pegajoso. El noble, que continuaba gritando, cayó como una piedra, golpeó contra el costado del puente y se precipitó de cabeza por el borde.
Por una mezcla de pura suerte y desesperación a partes iguales, Malus tocó con la mano izquierda el reborde del puente y se aferró a él como un náufrago. Las piernas le quedaron colgando, y se meció como un péndulo sobre el abismo mientras las dos bestias luchaban en lo alto. Oía garras raspando la piedra al esforzarse Rencor por hallar apoyo para la pata posterior derecha y volver a asentarse sobre el puente. Un reguero de piedra rota cayó hacia la negrura, y Malus oyó un crujido ominoso.
El brazo y la mano cubiertos de icor se le deslizaron por la piedra. Con un escalofrío de terror, se dio cuenta de que estaba resbalando. El noble pasó bruscamente la mano derecha por encima del borde del puente con la esperanza de impedir la caída sin perder la espada, pero no se había dado cuenta de lo resbaladizo que era el repugnante fluido que le cubría los brazos, y ese movimiento repentino hizo que la mano izquierda volviera a resbalar.
Se le contrajo el estómago al deslizarse un poco más. Sintió que algo pesado se apoyaba sobre su brazo izquierdo y lo frenaba bruscamente. Quedó suspendido sobre el vacío durante un instante, con las piernas balanceándose, inútiles. Entonces disminuyó el pánico que le embotaba la mente, y tuvo la presencia de ánimo para soltar la espada e intentar hallar algún asidero con la mano derecha.
El peso que tenía sobre el brazo izquierdo se movió ligeramente, y Malus sintió con claridad que el avambrazo acorazado cedía bajo la presión. El dolor comenzó a aumentar en el antebrazo y la muñeca, que soportaban una presión cada vez mayor. Malus apretó los dientes y se izó con la mano derecha hasta que pudo pasar el codo por encima del redondeado borde del puente.
Una pata delantera con garras, del tamaño del torso del noble, pasó junto a él y no le golpeó la cabeza por centímetros. Rencor había logrado apoyar la pata trasera en el puente y se daba la vuelta con fauces y zarpas para morder y desgarrar a su atacante. En el proceso, la bestia de guerra de una tonelada de peso había pisado el brazo de Malus.
La bestia del Caos continuaba aferrada a los cuartos traseros de Rencor y le desgarraba una pata con el afilado pico mientras azotaba la cara del gélido con los tentáculos que le quedaban. Las chasqueantes fauces del nauglir habían cercenado otros varios, y los muñones rociaban al gélido con borbotones de translúcido icor salobre. Rencor rugía y agitaba la cola con la esperanza de sacudirse al monstruo de los cuartos traseros, pero la bestia del Caos le clavaba más profundamente las garras y continuaba aferrada. La pata del nauglir se desplazaba ligeramente al mover la cola, y el dolor del brazo de Malus se intensificaba. Pasó una pierna por encima del borde del puente y logró subir la mayor parte del cuerpo. Entonces recogió la espada y golpeó la pata de Rencor con el plano de la hoja.
—¡Fuera, enorme masa de escamas!
Ya fuera por accidente o porque le entendiera, el caso es que Rencor alzó la pata y el noble retiró el brazo. El avambrazo estaba abollado, y entre las uniones de las dos mitades manaba un fino hilo de sangre. Los bordes de las piezas metálicas le habían herido la piel, pero el noble no se encontraba en posición de quejarse.
Rencor volvió a desplazarse, y Malus oyó que sus fauces se cerraban en vacío por encima de su cabeza. Una ola de terror inundó al noble al ver una sombra que se extendía como una mancha por el puente en torno a él, y por puro instinto rodó hacia la izquierda, tan lejos como pudo, justo cuando un sofocante peso de carne maloliente se estrellaba contra él.
Por un momento no pudo respirar, y mucho menos ver, pero luego la bestia del Caos que lo había acometido se retiró, y Malus vio lo horrorosamente cerca que había estado de ser ensartado por el pico del monstruo. La carne que le rodeaba la boca se apartó de él; y al quedar libre de ese peso, el noble cayó de espaldas por el borde del puente. Gritó y manoteó, y se aferró a lo primero que pudo: un sangrante muñón de tentáculo que se retorcía. El noble sintió que las ventosas con garfios del monstruo le raspaban el guantelete mientras la criatura chillaba y sacudía la cabeza, agitando a Malus por el aire.
El noble se aferró desesperadamente mientras era lanzado de un lado a otro por la bestia. Otros tentáculos envolvieron las piernas de Malus e intentaron atraerlo hacia el afilado pico de la criatura. Se palpó el cinturón en un desesperado intento de hallar un arma que poder usar contra el monstruo. La enorme fuerza de la bestia lo arrastraba inexorablemente hacia el gran pico, y él no se hacía ilusiones respecto a que el peto de acero retrasara a la criatura más de un momento antes de que lo hiciera pedazos.
Pero, al atacarlo, la bestia se había estirado demasiado, y Rencor aprovechó la oportunidad. Se lanzó hacia adelante y cerró las fauces sobre el cuello del monstruo. La bestia del Caos se estremeció y chilló, con lo que regó a Malus de saliva y grandes gotas de icor pegajoso.
Oyó cómo los huesos de la criatura se rompían al apretar Rencor las mandíbulas, y supo qué estaba a punto de suceder: el nauglir partiría el cuello del monstruo con una salvaje sacudida de cabeza y lanzaría a la bestia a un lado, del mismo modo que lo había hecho en la cripta. Comenzó a patear y debatirse frenéticamente entre los tentáculos de la criatura, mientras le rogaba a la Madre Oscura que comenzaran a debilitarse por efecto de las heridas.
Con una patada feroz, Malus logró que le soltara la pierna izquierda. Sintió que la bestia comenzaba a moverse cuando Rencor afianzó las patas y empezó a alzarse. Por impulso, el noble encogió la pierna izquierda y le asestó una patada al monstruo en un lado del pico. Para su sorpresa, la criatura aulló y le soltó la otra pierna.
Con un gruñido profundo, Rencor alzó a la bestia en el aire y comenzó a sacudir la cabeza. Malus oyó el sonido de huesos al partirse y cómo la bestia quedaba laxa. Cuando las sacudidas del nauglir hicieron pasar a la criatura otra vez sobre el puente, el noble inspiró profundamente y soltó el muñón del tentáculo.
Durante un momento aterrorizador, Malus tuvo la certeza de haber calculado mal. En lugar de ser arrojado de vuelta al puente, le pareció que era lanzado a lo largo de este, y agitó desesperadamente los brazos al comenzar a caer. En el último instante, su mano izquierda golpeó contra el borde del puente y se aferró, al tiempo que sentía un dolor tremendo en el hombro que recibió de lleno el impacto. Sin vacilar, Malus pataleó hacia arriba y logró pasar por encima del borde del puente, justo a tiempo de ver que Rencor arrojaba al abismo el quebrantado cuerpo de la bestia del Caos.
Jadeante y mareado de terror, Malus rodó cuidadosamente hasta quedar de espaldas, y saboreó la sensación de estar tumbado sobre algo que no se retorcía ni intentaba arañarlo. Un poco más lejos, sobre el puente, Rencor alzó el hocico y lanzó un rugido de triunfo, y el noble sintió que el curvo puente comenzaba a moverse.
—Maldita sea —jadeó, y rodó para ponerse de rodillas. Vio que unas anchas grietas se abrían a lo largo de puente y corrían hacia él desde la sección debilitada en la que aún estaba el nauglir—. ¡Rencor! —gritó, mientras agitaba los brazos—. ¡Camina! ¡Muévete!
El gélido miró a su amo con curiosidad. Sopló por la nariz para expulsar una masa de icor, y desplazó el peso para comenzar a avanzar poco a poco hacia él.
—¡No! ¡Hacia aquí no, lagarto estúpido! ¡Atrás! ¡Ve hacia atrás! —le chilló. Corrió por el puente al tiempo que agitaba los brazos como loco hacia el gélido. Con un gruñido, el nauglir acabó por entenderle y dio media vuelta para avanzar pesadamente hacia la Puerta Bermellón.
El puente crujía y rechinaba con cada espeluznante paso, pero Malus logró recuperar la espada y avanzar con cautela hasta la aguja de piedra sin más incidentes. Cayó de rodillas junto al gélido, temblando de agotamiento.
—Bueno, creo que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que no regresaremos por donde hemos venido —jadeó Malus.
El nauglir gruñó y se volvió a olfatear el arco de piedra roja. Pasado un momento, Malus logró recuperar el aliento y, tras ponerse de pie con piernas inseguras, pasó a examinar las heridas del gélido. Contó más de una docena de desgarrones profundos hechos por el pico del monstruo, y antes de volver a montar, le aplicó a cada uno un ungüento curativo que llevaba en las alforjas.
Acababa de coger las riendas cuando oyó una conmoción en la galería que habían dejado atrás. Al volverse, vio alrededor de una docena de fanáticos que se habían detenido al otro lado del puente y lo miraban con furia. Al parecer, habían visto los desperfectos del tramo central y no sentían ningún interés por poner a prueba su resistencia.
El noble les dedicó un saludo burlón con la espada y luego taconeó a Rencor para que avanzara hacia el arco. Tras inspirar profundamente, le habló al demonio.
—Supongo que tú no sabes nada con respecto a esta puerta.
—Sé algo —respondió Tz’arkan.
Malus reprimió una maldición de enojo.
—Bueno, ¿y por qué no me cuentas cómo funciona?
El demonio se removió dentro de su pecho.
—Hay poco que contar. Pasa por debajo del arco y fija mentalmente tu punto de destino con firmeza.
—No tengo un punto de destino, como sabes condenadamente bien —le espetó Malus.
—No seas infantil, pequeño druchii —se burló Tz’arkan—. Yo os guiaré hacia donde debemos ir.
Avanzaban hacia la arcada. Malus la estudió atentamente mientras se aproximaban. No había ni una sola runa ni un sigilo. Lo que fuera que influía en ella, era invisible para sus inexpertos ojos. Pero percibía el poder que lo bañaba en palpitantes olas, le hacía zumbar los oídos y le daba escalofríos.
Cuando pasaron bajo el arco, el noble esperaba ver un portal de humo o luz, pero no apareció nada.
—¿Estás seguro de saber cómo funciona esto? —preguntó.
Entonces, el mundo se tornó del color de la sangre y Malus se sintió como si lo volvieran del revés.
Tz’arkan había olvidado mencionarle el dolor.
Malus estaba ciego, se precipitaba a través de una aullante oscuridad, y se sentía como si unos cuervos le devoraran las entrañas. El noble sentía los afilados picos que le desgarraban el corazón y los pulmones, arrancaban pequeños pedacitos y picoteaban minuciosamente su carne trémula como si saborearan una comida deliciosa. No podía moverse ni gritar. Lo único que pudo hacer fue sufrir los destrozos de las aves carroñeras durante lo que pareció una eternidad.
Luego, se oyó un restallar de rayo, y un viento caliente le golpeó la cara. Rencor bajaba a trompicones por una ladera baja de piedras sueltas y tierra requemada.
El nauglir bramó de confusión y dolor. Malus se balanceaba sobre el lomo del gélido, y sentía la cara mojada de algo pegajoso. Se le contrajo el estómago, y durante un momento aterrorizador tuvo la sensación de que algo quería abrirse paso fuera de él.
Rencor resbaló hasta detenerse al pie de la colina, y Malus prácticamente cayó del lomo del gélido. Se desplomó brutalmente de rodillas y vomitó una fuente de sangre oscura y lustrosas plumas negras sobre el suelo inerte.
—Madre de la Noche —gimió, mientras se limpiaba la boca con el dorso del guantelete, que retiró brillante de sangre. Jadeando, se irguió e intentó descubrir dónde estaba.
La ladera por la que habían descendido acababa en un llano seco y desolado que cubría un arremolinado cielo color sangre. En el horizonte septentrional se alzaban unas enormes montañas negras en cuyas laderas de hierro pintaban claroscuros zigzagueantes rayos amarillos. El viento caliente parecía soplar desde todas las direcciones y girar enloquecidamente entre los puntos cardinales a capricho de algún dios lunático. Gemía y susurraba en los oídos del noble con un murmullo de extrañas voces para insinuar cosas que apenas lograba discernir, pero lo que entendía le helaba las entrañas.
Una ciudad de negro hierro y piedra desgastada se extendía por el llano como una enorme araña negra. Altas torres como espadas se alzaban iracundas hacia el cielo rojo por detrás de las ruinosas murallas y almenas. Dispersas aquí y allá por la ciudad, ascendían columnas de humo negro mezclado con ceniza que formaban un dosel sofocante. Hacia el este, gigantescas formas del tamaño de ciudadelas se contorsionaban y movían pesadamente a lo largo del horizonte, con los brazos alzados hacia el cielo, como si quisieran atrapar los destellantes rayos, bramando su locura y su furia.
La puerta lo había transportado hasta el lejano norte, a los desiertos del Caos. En ninguna otra parte del mundo podía existir semejante visión de tormento.
¿Por qué habrían llevado los fanáticos la espada hasta allí?, se preguntó. ¿Qué los había poseído? ¿Era por miedo a ser descubiertos por el templo, o la propia espada había escogido su lugar de reposo?
—¿Dónde está la espada, demonio? —preguntó Malus con voz ronca, la garganta dolorida después de la dura prueba pasada—. Ya basta de tus malditos juegos. ¡Simplemente dime dónde encontrarla para poder marcharnos de este condenado lugar!
—Está allá, creo —respondió Tz’arkan. Malus supo que se refería a la inmunda ciudad del llano.
—¿Crees?
—¿Qué piensas que soy, un sabueso que olfatea espadas? —le espetó Tz’arkan—. La puerta no es tan precisa como yo imaginaba, o bien mi control no fue tan perfecto como podría haberlo sido. Nos encontramos en la zona correcta, y percibo una fuente de gran poder situada al norte. ¿Qué otra cosa podría ser?
—¿Aquí? ¿En los desiertos del Caos? Podrían ser muchísimas cosas. —Pero antes de que Malus pudiera especificar, Rencor miró en la dirección por la que habían llegado y husmeó el aire con desconfianza.
El noble se volvió a mirar por encima de un hombro. En lo alto de la larga ladera rocosa, tal vez a unos doscientos metros de distancia, un grupo de jinetes lo contemplaban desde la cima.
Malus le dirigió al nauglir una colérica mirada de soslayo.
—Tú y tus condenados bramidos —murmuró, mientras se ponía de pie. En ese momento, los jinetes tocaron a los caballos con las rodillas para que avanzaran, y los hicieron bajar con precaución por la traicionera pendiente.
—Es hora de ponerse en marcha —dijo el noble, y alzó las manos hacia la silla de montar. Subió al lomo de Rencor y le clavó los tacones para que se pusiera al trote. Mientras pensaba a toda velocidad, dejó que la bestia avanzara a su antojo por el llano.
Las patas del gélido levantaban nubecillas de polvo gris al trotar por el páramo hacia la ciudad ruinosa. Los jinetes mantuvieron con facilidad el paso del gélido, y se desplegaron expertamente en formación semicircular una vez que llegaron al pie de la ladera. Malus los estudiaba atentamente, pero no logró distinguir muchos detalles, salvo las lanzas que se alzaban por encima de las cabezas de los jinetes y la destreza con que estos cabalgaban. Hasta donde podía calcular el noble, eran al menos una veintena. Eso representaba una patrulla numerosa o una pequeña fuerza incursora. Malus no estaba seguro de cuál de las posibilidades prefería.
Al principio, Rencor iba a buen paso, pero con el transcurso de los minutos el noble reparó en que la gran bestia comenzaba a cansarse. Su paso se hizo irregular, y Malus soltó una maldición. El nauglir estaba cojeando a causa de las profundas heridas de las patas posteriores. Era mucho más difícil lisiar a un nauglir que a un caballo, pero, cuando sucedía, los efectos eran mucho peores porque corría sobre dos patas. El noble gruñó. No se atrevía a detenerse para dejar descansar a la bestia, pero si no ralentizaba la marcha el gélido acabaría por desplomarse. Dado que tenía pocas alternativas, tiró de las riendas y continuó al paso.
Los jinetes ganaban terreno constantemente, aunque no parecían especialmente ansiosos por acercarse al solitario druchii para tenerlo al alcance de las lanzas. Sin embargo, cuanto más se aproximaban, más cercaban a Malus por la derecha y por la izquierda. Al cabo de poco, sus intenciones resultaron claras: lo conducían hacia la ciudad del llano.
Mientras continuaban adelante, Malus consideró las opciones que tenía. Hasta donde él sabía, la espada se encontraba en algún lugar de la ciudad, y era perfectamente posible que quienquiera que comandara a los jinetes conociera su paradero. Sin embargo, dudaba de que alguien de ese páramo dejado de la mano de la diosa tuviera algún interés en ayudarlo. Era muchísimo más probable que estuvieran pastoreándolo como a una vaca camino del matadero. Eso le dejaba las alternativas de luchar o huir, y en ese momento no podía hacer ninguna de las dos cosas a menos que recurriera al demonio.
Con la ayuda de Tz’arkan podría matar hasta al último de los jinetes, con o sin Rencor, pero ¿a qué precio? «¿Acaso tengo alternativa, aún?», pensó.
Detrás de él, los jinetes hicieron sonar un extraño cuerno estridente. El corazón de Malus se aceleró al pensar que los jinetes estaban a punto de cargar, pero cuando se volvió a mirarlos, vio que continuaban manteniendo la distancia de unos cuantos centenares de metros.
Se encontraban a pocos kilómetros de la ciudad. El noble sabía que pronto tendría que actuar. No tenía la más mínima intención de convertirse en prisionero de aquellos retorcidos salvajes del Caos. Cuanto más pensaba en pedirle ayuda al demonio, más le dolía el cuerpo de deseo de probar el poder de Tz’arkan. ¿Cuánto más poderoso sería el demonio allí, donde las energías del Caos se agitaban en el cielo mismo? ¡Cómo podría llegar a parecerse a un dios!
Malus tenía el nombre del demonio en los labios cuando coronaron una suave elevación del terreno y vio a los jinetes que lo esperaban más adelante.
No había habido advertencia alguna de su llegada, ni toques de cuerno ni reveladoras nubes de polvo. Habían aprovechado con diabólica astucia el terreno, de cuyos pliegues se habían valido para maniobrar y situarse directamente en su camino. Y así la trampa se cerró en torno a él. Los jinetes de la patrulla que lo seguía ya habían llegado a la elevación por ambos lados, y le cortaban la retirada. Los jinetes de delante se encontraban a menos de cien metros de distancia, y aguardaban pacientemente.
Estudió a los hombres que lo esperaban mientras hacía que Rencor descendiera la pequeña loma. Eran hombres fuertes, de anchos hombros, ataviados con pieles de animales y piezas de malla maltrecha. Se adornaban los brazos con brazaletes de plata o latón batido, y cubrían sus peludas cabezas con cascos de acero con gorguera de malla. Eran de piel cetrina, casi como cuero pardo, y tenían los cuerpos deformados por los años de vida bajo el hirviente cielo. Malus vio que de las sienes de uno de los guerreros crecían cuernos, mientras que otro miraba fijamente al noble con un único ojo gatuno situado en el centro de la frente. Otro hombre tenía dos cabezas al final del cuello, una ancha y con la nariz chata y la otra arrugada, escamosa y bestial. Incluso los caballos presentaban signos de terribles mutaciones, con cascos hendidos y roñosos cuerpos de músculos como cables. De las bocas flojas les sobresalían colmillos, y las lenguas que colgaban eran bífidas, como en el caso de las serpientes.
Al aproximarse más a ellos, tres de los jinetes tocaron con las rodillas a los caballos para que avanzaran de acuerdo con una orden tácita. Los tres sacaron sus armas, que destellaron en la luz sangrienta. El hombre de un solo ojo preparó una larga espada curva y una rodela de acero, mientras que el de dos cabezas empuñó un par de hachas de mango largo. Un tercero, con penetrantes ojos azules y un babeante agujero de bordes desiguales donde debería haber tenido la boca, desenrolló un largo látigo con la siniestra y alzó una corta maza con púas en la diestra.
Ninguno de los otros jinetes se movió. Malus se volvió a mirar a los hombres de detrás, y vio que observaban la escena desde la loma situada a muchos metros de distancia. El noble se preguntó si se trataría de algún tipo de desafío. Había oído contar que algunas tribus bárbaras practicaban el juicio por combate y enfrentaban a sus campeones con los del enemigo. Si esa era la intención que tenían, estaría encantado de complacerlos y ver adonde iba a parar la cosa. En el peor de los casos, podría pronunciar el nombre del demonio y abrirse paso luchando.
Los tres guerreros se desplegaron y avanzaron muy despacio. Rencor, al oler la carne de caballo, aceleró el paso y lanzó un furioso rugido, pero los animales mutantes se mostraron impertérritos ante el grito de caza del nauglir.
Malus se dio cuenta de que iban a atacarlo todos a la vez. Dedujo que eso era, supuestamente, una especie de elogio. Desenvainó la espada y decidió cambiar las reglas del juego.
Clavó con fuerza los tacones en los flancos de Rencor y lo hizo girar bruscamente hacia la derecha para cargar contra el hombre de dos cabezas. El gélido cubrió la distancia en un abrir y cerrar de ojos, pero el jinete reaccionó con asombrosa rapidez, lanzó la montura al galope y se apartó ágilmente del camino del nauglir. Luego corrió otra vez hacia Malus y lo atacó con las dos mortíferas hachas. Sorprendido por la diestra maniobra, el noble apenas logró alzar la espada a tiempo de parar la lluvia de tajos. Aun así, el último golpe del jinete resonó con fuerza contra una de las hombreras de Malus y le arrancó un gruñido de dolor.
Malus hizo girar a Rencor en redondo, pero el jinete de dos cabezas ya se alejaba a toda velocidad sobre su caballo, que respondía a las órdenes como si ambos tuvieran una sola mente. El noble se disponía a lanzar a Rencor tras él, cuando un movimiento atrajo su mirada hacia la derecha. El espadachín de un solo ojo cargaba en su dirección desde el flanco, con la espada reflejando la luz roja. Malus maldijo y giró sobre la silla de montar para bloquear el golpe del jinete, pero el ataque fue muy violento y casi le arrancó la espada de la mano.
El jinete de un solo ojo pasó de largo, y Malus sintió que algo se enroscaba en torno al brazo con que sujetaba la espada y tiraba de él forzando dolorosamente la articulación. El hombre de ojos azules, que se encontraba detrás de Rencor, tiró de las riendas e intentó derribar al noble.
Malus apretó los dientes de dolor, tiró a su vez de las riendas y taconeó con la bota izquierda, y Rencor lanzó un latigazo con la poderosa cola. El hombre de ojos azules tuvo el tiempo justo para comprender su error antes de que el musculoso apéndice impactara contra el costado del caballo, al que le partió las costillas junto con la pierna del hombre. El caballo se desplomó con un extraño alarido humano, pero el guerrero herido no soltó el látigo que sujetaba con ambas manos y comenzó a arrastrar a Malus hacia el suelo.
Un dolor lacerante nacido de la clavícula atravesó el estrecho pecho del noble cuando hizo girar a Rencor. Miró por encima de un hombro y vio que el espadachín de un solo ojo arremetía contra él por el flanco izquierdo, y que el de dos cabezas armado con hachas se le acercaba a toda velocidad justo detrás del primero por el flanco derecho. Tiró del látigo que le aprisionaba el brazo, pero el trenzado cuero sin curtir no cedió.
Encarado con el bárbaro caído, Malus lanzó a Rencor al trote. El guerrero de ojos azules intentó rodar para apartarse de la embestida, pero el látigo que retenía al noble también obró en su contra. El bárbaro lanzó un terrible alarido gorgoteante cuando el nauglir lo aplastó con las patas.
Se oyó el pataleo de un caballo cuando el hombre de un solo ojo acometió a Malus por la izquierda con un tremendo tajo dirigido a la nuca. Malus calibró la llegada del hombre, y en el último momento clavó con fuerza las rodillas en los costados de Rencor y alzó el brazo izquierdo. El nauglir avanzó de lado hacia el caballo que cargaba, con lo que acortó distancia a mayor velocidad de lo que el hombre esperaba, y lo hizo errar el blanco. La destellante espada impactó en la parte posterior del hombro de Malus con la fuerza suficiente para que el noble oyera el ruido de la hombrera al abollarse. Entonces cerró la mano izquierda en torno a la muñeca del bárbaro y bajó el brazo, con lo que atrapó la espada contra su pecho.
El espadachín de un solo ojo lanzó una salvaje maldición e intentó pasar de largo, pero se encontraba demasiado cerca del gélido como para poder escapar. Las fauces del nauglir se cerraron sobre la cabeza del caballo y la reventaron como si fuera un huevo. Cuando el animal se desplomó y desarzonó al jinete, Malus le soltó la muñeca. Rodó de manera admirable al llegar al suelo, y se detuvo a más de tres metros y medio de distancia. Rencor saltó hacia el hombre como un gato salta sobre un ratón. El espadachín apenas tuvo tiempo de gritar antes de que las ensangrentadas fauces del nauglir se cerraran y lo partieran por la mitad.
Malus estaba dándose la vuelta para buscar al tercer jinete, justo cuando un par de golpes impactaron contra su espalda. Uno le dio de lleno entre los omóplatos y lo hizo oscilar, mientras que el otro le dio de refilón en la cabeza. El dolor estalló detrás de los ojos de Malus y su cuerpo quedó flojo. Lo siguiente que sintió fue el demoledor impacto al dar contra el suelo polvoriento.
Ruidos vagos iban y venían mientras recobraba el sentido con lentitud. Oyó pataleo de cascos y el rugido del gélido, y ambos sonidos le reverberaron de modo extraño dentro de la cabeza. Al abrir los ojos vio que el hombre de dos cabezas daba un amplio rodeo en torno al gélido para luego desviarse hacia él.
Intentó sentarse, y gritó cuando un punzante dolor le atravesó el cráneo. Sintió que por una mejilla y la parte posterior de la cabeza le corría sangre caliente. Vio un destello metálico en el suelo, cerca, y lo reconoció vagamente como su espada. Rodó sobre sí mismo y gateó hacia ella en el momento en que el hombre de dos cabezas lanzaba al caballo al galope y cargaba hacia él. El suelo se estremeció al aproximarse el caballo, y supo que no había forma de que pudiera llegar a tiempo hasta el arma.
Cuando el atronar de cascos se le echó encima, Malus se tendió cuan largo era y rodó para quedar de espaldas, mirando al bárbaro que se inclinaba fuera de la silla de montar para golpearlo con el hacha. La hoja pasó como un borrón por el aire. Malus alzó los brazos y los cruzó para formar una X, y el mango de la larga hacha impactó contra ellos. El noble atrapó el mango envuelto en cuero y se aferró a él con todas sus fuerzas. El bárbaro, ya al límite del equilibrio, cayó de la silla al suelo, cerca de Malus.
El noble tiró con fuerza del hacha, que se soltó de las manos del bárbaro, y luego rodó y se puso de pie con la inseguridad de un borracho. Su oponente yacía de espaldas, aún con la segunda arma bien sujeta. Sin vacilar, Malus se lanzó hacia el hombre y descargó el hacha sobre una de las cabezas. El hombre alzó la segunda hacha y paró el tajo, pero el noble hizo girar el arma y con la hoja de su hacha enganchó el mango de la que empuñaba su enemigo para apartarla. Avanzó y estrelló una bota acorazada en la entrepierna del bárbaro, y a continuación le partió varias costillas. Luego, sujetó el hacha con ambas manos e hizo un movimiento de torsión para arrancar el arma de las manos del guerrero aturdido, y procedió a cortarle, una tras otra, ambas cabezas.
El noble se irguió, jadeando violentamente, y buscó alguien más a quien matar. El grupo de jinetes situados en el fondo de la depresión se habían desplazado durante la lucha. Ahora, uno de ellos bajó grácilmente del caballo y se acercó a Malus.
Era un enorme guerrero de anchos hombros, con oscuros tatuajes que trazaban espirales por su poderoso pecho. Su piel era de color caoba pulida, y uno de sus ojos tenía un brillo verde nacarado, como una luz bruja atrapada. Le colgaban dos espadones de un ancho cinturón, pero el hombre no hizo gesto alguno de desenvainarlos.
Un hilo de sangre bajó por una mejilla de Malus y le llegó a los labios. Escupió la sangre al polvoriento suelo.
—Si no quieres morir con las manos vacías, será mejor que saques una de esas espadas —gruñó.
Para su sorpresa, el guerrero se detuvo y le habló en un druhir pasable.
—Estuviste magnífico, santo. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
El noble frunció el entrecejo. Eso era casi lo último que esperaba.
—Soy Malus, de Hag Graef, un guerrero de los druchii.
El hombre le hizo una profunda reverencia.
—Llevas la bendición del Señor del Asesinato en los ojos. —Se irguió y habló con tono grave—. Has venido a buscar la espada.
La franqueza de la pregunta dejó a Malus pasmado.
—Sí. Sí, así es. ¿Cómo lo has sabido?
—Fue anunciado —replicó el guerrero con una horrenda sonrisa que mostraba los dientes limados en punta—. Eres el Azote. Hace mucho tiempo que estamos esperándote.