18: El interrogatorio de los muertos

18

El interrogatorio de los muertos

Durante un brevísimo instante, Malus quedó petrificado de horror cuando los agudos chillidos reverberaron por la cámara débilmente iluminada. Los atacantes cargaron desde los pasadizos en sombras, pero en lugar de las rapaces bestias del Caos que esperaban, sus enemigos tenían forma de druchii. Vestían ropones y kheitans azules bajo largos camisotes, y llevaban la piel y el pelo embadurnados con una gruesa capa de hollín o ceniza. Iban armados con lanzas cortas de punta engarfiada o con espadas de filo serrado, y sus expresiones estaban contorsionadas en una mueca ferozmente sanguinaria.

Malus sabía que no eran monstruos mágicos que se encogieran de hombros ante el mordisco del acero afilado, y ese conocimiento lo colmó de vigor asesino. El noble alzó la espada y recibió la carga de los enemigos con una risa sedienta de sangre.

—¡Sangre y almas para Khaine! —gritó, y corrió hacia los druchii que iban hacia ellos.

El primero, con los ojos muy abiertos de sorpresa ante la intrépida carga de Malus, intentó ensartarlo con la lanza. El noble desvió el arma a un lado con el plano de la espada, y con el golpe de retorno la estrelló en la cara del atacante. Se oyó un crujido de hueso cuando la afilada hoja impactó justo debajo de la nariz del oponente y le cortó el cráneo en dos. El cadáver pasó junto al noble al dar unos pasos más llevado por su impulso antes de desplomarse en el suelo.

El estruendo de la batalla inundó la cámara en el momento en que los leales se lanzaron contra sus enemigos. Un atacante pálido lanzó un grito cuando Niryal se agachó por debajo de la estocada de lanza que le dirigía y le cortó la pierna derecha justo por debajo de la rodilla. Arleth Vann desenvainó una de las espadas que llevaba y penetró como un bailarín entre los enemigos que los acometían desde la izquierda, para matar a dos en medio de una brillante fuente roja.

Dos druchii acometieron a Malus con cuchillos de hoja serrada dispuestos a apuñalarlo. Sin dejar de reír furiosamente, cargó contra el primero de ellos, al que hizo retroceder con un barrido dirigido a la cara. El segundo vio que tenía una oportunidad y lo atacó por la derecha con un tajo ascendente destinado a destriparlo, momento en que descubrió que había caído en la trampa del noble. En el último momento, Malus pivotó para esquivar la puñalada y cercenó la mano que sujetaba el cuchillo con un tajo corto y fuerte. La sangre caliente salpicó el rostro de Malus mientras el guerrero mutilado caía de espaldas, pero él ya había desviado la atención hacia el segundo. El druchii dirigió a la garganta de Malus un tajo que este bloqueó con facilidad y desvió el arma, más pequeña, con la espada. Antes de que el druchii pudiera recuperarse, el noble plantó en el suelo el pie izquierdo al tiempo que reía, y acometió la garganta del atacante con el filo del arma. La punta de la hoja raspó contra la columna vertebral del druchii, que, herido de muerte, se desplomó sin vida.

De repente, Malus sintió que algo curvo y afilado le rodeaba el tobillo izquierdo. Miró hacia la izquierda justo a tiempo de ver que uno de los druchii le sonreía triunfalmente antes de tirar de la lanza. La curva hoja del arma hizo que Malus perdiera el equilibrio. El instinto y los reflejos desarrollados en la batalla lo hicieron rotar en el aire y le permitieron caer de espaldas en lugar de hacerlo sobre el brazo que llevaba la espada, pero el lancero era un luchador rápido y astuto; avanzó velozmente y estrelló la hoja de la lanza contra la mano con que Malus empuñaba el arma. El noble rugió de dolor y cólera cuando la espada salió girando por la habitación.

La lanza volvió a acometer, esta vez dirigida hacia el cuello de Malus, pero el noble atrapó el asta con ambas manos y tiró del druchii hacia sí. Cuando daba traspiés hacia él, le pateó la entrepierna con fuerza y estrelló el tacón contra la rodilla izquierda del atacante. El druchii cayó con una mueca de dolor, y Malus le arrebató la lanza de las manos. El noble hizo girar el arma y clavó la punta en una sien del enemigo. Luego se alejó a gatas del cuerpo que se estremecía y fue en busca de su espada.

Junto a él pasaban druchii corriendo. Los atacantes de rostro cubierto de ceniza estaban en plena retirada, desmoralizados por la ferocidad del contraataque enemigo. Algo con el brillo del acero pasó girando por el aire, se oyó un impacto sordo y uno de los druchii fugitivos lanzó un grito estrangulado antes de caer al suelo con la espada de Arleth Vann clavada en la espalda. Malus llegó hasta su espadón y se puso en pie de un salto, pero para entonces se había desvanecido el resto de los atacantes y sus pasos se alejaban con rapidez en la oscuridad.

Arleth Vann corrió hasta su víctima y le arrancó la espada al tiempo que mascullaba una maldición. Malus pasó revista al grupo y se encontró con que ninguno de ellos había resultado herido en el breve combate. Se volvió a mirar al guardia.

—En el nombre de la Oscuridad Exterior, ¿quiénes eran?

—Señores de las Bestias —replicó el asesino—. El templo los contrata para que le proporcionen animales para los juegos de las festividades y para que entrenen a sus guerreros. —Dirigió la mirada hacia el pasadizo lateral con expresión preocupada—. Debemos de haberlos sorprendido tanto como ellos a nosotros, pero en cualquier momento llamarán a las bestias para que acudan. ¡Tenemos que entrar en la ciudadela, ahora!

—Guíanos —dijo Malus, y Arleth Vann corrió rampa arriba sin decir nada más.

La rampa atravesaba una serie de espaciosos almacenes y giraba ciento ochenta grados después de cada nivel. Pasaron ante cajones polvorientos y urnas de cerámica rajadas que en otros tiempos habían contenido costosa tinta; balas de tela medio podrida y haces de varitas de incienso que cargaban el aire de sofocantes esencias especiadas. No vieron a nadie durante la carrera hacia los niveles superiores de la torre, aunque en algunos sitios Malus observó en las capas de polvo las huellas de unas botas que iban por delante de ellos.

Tras varios largos minutos, llegaron a la cámara situada en lo más alto de la rampa, con la nariz cargada de polvo y extraños perfumes. Al otro extremo de la estancia había un par de puertas anchas con bandas de hierro, y una de las pesadas hojas estaba ligeramente entreabierta. Arleth Vann corrió por un pasillo formado por cajones apilados y la abrió más, como si temiera que pudiera cerrarse en cualquier momento. Al otro lado, Malus vislumbró una amplia habitación mortecinamente iluminada donde también había grandes pilas de suministros. A lo largo de las altas paredes de piedra ascendía una escalera hacia la torre.

El asesino suspiró de alivio y apagó la luz bruja.

—Estamos de suerte. Los necios no han pensado en barrar la puerta. ¡Rápido!

Malus y los leales al templo cruzaron el dintel y Arleth Vann cerró la puerta tras ellos. Junto a ella había una gran rueda de madera montada sobre un eje encajado en la pared de piedra. El asesino se aferró a un radio de la rueda y se apoyó en él para empujar con todas sus fuerzas. Desconcertado, el noble se situó en el lado contrario de la rueda y tiró. Hizo una mueca por el dolor que despertó en su pecho. Al principio, la rueda se negó a moverse. Luego, centímetro a centímetro, comenzó a girar. Se oyó un crujido cada vez más fuerte de hierro oxidado, y al fin la puerta se estremeció con un golpe sordo.

—Ya está —dijo Arleth Vann, sin aliento, al tiempo que se reclinaba contra la rueda—. Los enanos construyeron este artilugio para asegurar la ciudadela en tiempos de guerra. —Señaló la parte superior del marco de la puerta—. Hay unas barras de hierro que bajan para encajarse en unos orificios abiertos en lo alto de las puertas e impedir que se muevan. Ahora las bestias no pueden llegar hasta nosotros.

—¿Y cómo se supone que vamos a regresar al pabellón? —preguntó Malus.

Para su sorpresa, Arleth Vann le dedicó una de sus fantasmales sonrisas.

—Honradamente, no tengo ni idea. Podría decirse que voy decidiendo sobre la marcha.

Malus hizo una mueca de dolor.

—Ah, bueno, eso es tranquilizador.

—¿Serviría de algo si te dijera que podría no ser un problema?

—¿Y eso por qué?

—Hay muchas probabilidades de que muramos todos cuando lleguemos a la biblioteca.

El noble le dirigió a su guardia una mirada funesta.

—Creo que en Hag Graef pasaste demasiado tiempo con Hauclir. Ha sido una mala influencia.

Arleth Vann se irguió.

—¿De verdad? Eso es interesante.

—¿Por qué?

—Él dijo lo mismo acerca de ti.

Malus frunció el entrecejo.

—Desgraciado impertinente…

—Resulta gracioso. Él dijo lo mismo…

—¡Basta! —gruñó el noble—. ¡Vayamos a ver esa condenada biblioteca!

Arleth Vann le hizo a Malus una ligerísima reverencia y se alejó a paso rápido hacia la escalera que había al otro lado de la estancia.

Ascendieron dos pisos más antes de salir a un corredor iluminado por globos de luz bruja. El aire olía a limpio, y Malus lo bebió como si fuera vino. Por fin se encontraban en la superficie.

En un extremo del corredor resonaron gritos sordos, y Malus se volvió a mirar a Arleth Vann.

—¿Qué es eso?

—Urial debe de tener hombres de guardia en la ciudadela —replicó el asesino—. Los Señores de las Bestias deben de estar dando la alarma. —Miró hacia el otro extremo del pasillo, y por un momento pareció perdido en sus propios pensamientos—. Iremos por la escalera de servicio —dijo a continuación—. ¡Por aquí!

Malus y los demás corrieron tras el asesino a través de un laberinto de pasillos, antes de llegar a una estrecha escalera curva que ascendía hacia los niveles superiores de la torre. Subieron durante largo rato por el estrecho espacio donde resonaba la respiración jadeante de los miembros del grupo. El noble esperaba que en cualquier momento cayera sobre ellos una ola de fanáticos vociferantes, pero varios minutos más tarde salieron a un pasillo brillantemente iluminado. Arleth Vann alzó una mano para prevenirlos, avanzó silenciosamente hasta el extremo del pasillo y se asomó al otro lado. Un momento más tarde, llamó al grupo con un gesto.

El pasillo los llevó a una espaciosa sala abierta, semejante al vestíbulo de la casa de un noble. Una amplia escalera ascendía hasta una galería que daba a la estancia en cuyo centro había una plataforma circular con una alta pila de cabezas cortadas encima. El aire estaba cargado de incienso en un intento de disimular el hedor a podrido que manaba de los trofeos. Un par de puertas doradas cerraban una umbría alcoba situada bajo la galería, frente a una arcada abierta que conducía a una antecámara situada al otro lado de la torre. El suelo de mármol estaba recubierto por trozos de basto papel marrón. Malus frunció el ceño y movió con la punta del pie una pila de papeles. Las hojas estaban llenas de una fina letra arcaica.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja.

—Poderes para solicitantes —respondió Arleth Vann—. Los miembros del templo pueden solicitarle acceso a las bibliotecas al Haru’ann, y si se lo conceden les entregan una hoja donde figura la firma del anciano y uno o dos versos de las Parábolas de carne rasgada. Luego los solicitantes permanecen aquí para meditar los versos y esperar hasta que los bibliotecarios los llaman por su nombre. —Hizo un gesto hacia la pila de trofeos—. Muchos solicitantes traen ofrendas con la esperanza de que los bibliotecarios aceleren su acceso, pero los guardianes de los textos sagrados se dejan impresionar muy raras veces. —El asesino señaló la doble puerta—. Este nivel no contiene más que libros de historia y copias de textos sagrados —dijo, y señaló la galería—. Lo que nosotros queremos está ahí arriba.

Arleth Vann atravesó la estancia hacia la escalera, cuyos escalones subió de dos en dos. Malus fue tras él, no sin reparar en que Niryal y los otros lo seguían con considerable reticencia. Las sacerdotisas y los meros novicios no eran bien recibidos en aquel lugar.

La galería estaba provista de gruesas alfombras y mullidas sillas de alto respaldo dispuestas en hileras gemelas ante una sola puerta de magnífico roble. Los aparadores situados en los rincones opuestos estaban provistos de copas de plata y botellas de vino, claramente destinadas al placer de los ancianos del templo. Arleth Vann se volvió a mirar a Niryal y los demás leales del templo.

—Esperad aquí —dijo.

Para sorpresa de Malus, Niryal le lanzó una mirada feroz.

—Sabemos cuál es nuestro lugar —replicó—. Eres tú el que sobrepasa sus límites. ¡Esto no es correcto!

—Se lo puedes explicar al Gran Verdugo, si quieres —contestó el asesino, con frialdad. Abrió la puerta y entró en la sala del otro lado como si estuviera en su propio elemento. Malus lo siguió de cerca.

La biblioteca superior era enorme, con las curvas paredes cubiertas de librerías que se alzaban hasta tres pisos de altura. Por unas vías de latón pulimentado que circunvalaban las altísimas librerías, corrían unas altas escaleras de roble para permitir que los aprendices de bibliotecario subieran a buscar los volúmenes que solicitaban sus señores. Los cubículos de madera, cuya superficie de trabajo iluminaban con brillante luz un conjunto de globos de luz bruja suspendidos mediante una cadena del techo abovedado, estaban rodeados de gruesas alfombras. En el aire flotaba un fuerte olor a polvo, cuero viejo y papel antiguo. A Malus le recordó a la antigua biblioteca que su hermana Nagaira tenía en Hag Graef.

—Estos sitios no traen más que problemas —murmuró sombríamente.

Arleth Vann avanzó con rapidez hasta el otro lado de la estancia. Allí, detrás de la última hilera de cubículos de lectura, las alfombras acababan bruscamente para dar paso a una extensión de negro mármol pulimentado. En la piedra había grabado un amplio círculo de sigilos arcanos, y más allá de este se veía una serie de altos armarios de madera dispuestos aproximadamente en semicírculo. El asesino estudió cada armario por turno, antes de detenerse ante el cuarto de la línea y abrir las puertas.

Dentro había docenas de cráneos lustrosos que descansaban sobre estantes cubiertos de terciopelo negro. Parecían todos muy viejos, y muchos estaban atados entre sí por intrincadas redes de alambre de oro y plata.

—¿Qué es esto? —preguntó el noble.

Arleth Vann miró a su señor por encima de un hombro y sonrió débilmente.

—Estos son los auténticos tesoros de la biblioteca —dijo—. Los textos sagrados están muy bien, pero el templo siempre ha depositado su máxima fe en la sabiduría y perspicacia de sus ancianos. Estos armarios contienen los cráneos de más de cuatrocientos de los más grandes hombres y mujeres del templo, que se remontan hasta más de cuatro mil años. Los espíritus permanecen unidos a los cráneos mediante poderosos hechizos para que puedan continuar sirviendo a los fieles mucho después de morir.

El asesino tendió las manos hacia el interior del armario y levantó reverentemente uno de los cráneos de su sitio de descanso. Malus reparó en que había varios espacios vacíos en los estantes, y pensó en el cráneo que Urial le había enseñado cuando estaban en el camarote del Saqueador. Se le ocurrió una idea.

—¿Por qué Urial renegó del templo como los otros fanáticos? Tenía que saber que los ancianos no se atreverían a reconocerlo, aunque hubiese sido el verdadero Azote.

Arleth Vann se encogió de hombros.

—Supongo que por codicia. Ya has visto la riqueza y el lujo de que disfrutan los ancianos aquí. Sospecho que Urial mantuvo a los fanáticos a distancia durante años, sabedor de que los necesitaría cuando llegara el momento de hacer su jugada por la espada, pero deseoso de aumentar su influencia dentro del templo al mismo tiempo. Tal vez intenta reconciliar a ambos bandos de algún modo, cosa que le permitiría disfrutar de lo mejor de cada mundo.

Malus dejó oír un gruñido escéptico.

—Vaya con la pureza de la fe —comentó—. Al menos, los adoradores de Slaanesh son honrados respecto a sus apetitos.

El asesino le lanzó al noble una mirada de advertencia.

—No blasfemes —dijo—, especialmente en presencia de cuatro mil fantasmas muy piadosos y muy salvajes.

—Tienes razón —replicó Malus, mientras observaba cómo el guardia llevaba el cráneo al interior del círculo mágico—. Para ser un asesino, pareces saber muchísimo acerca del templo y su historia —añadió.

Arleth Vann se detuvo y bajó la mirada hacia el cráneo.

—Nunca quise ser un asesino —dijo con voz queda—. Era aquí donde quería estar, entre los libros y los viejos huesos.

—¿Querías ser bibliotecario? —se extrañó Malus, sin molestarse en ocultar su desdén.

El guardia se encogió de hombros.

—Crecí aquí. Mis padres me entregaron al templo cuando no era más que un bebé, como muchos otros. Crecí en las celdas cercanas a la Puerta del Asesino, y cuando tenía cinco años me entregaron a los bibliotecarios para que llevara los libros de un sitio a otro e hiciera recados. Las letras se me daban bien y sabía escribir a los siete años. —Alzó los ojos hacia las librerías—. También era bueno con las escalerillas, cosa que los bibliotecarios ancianos agradecían. Me enorgullecía de subir y bajar por ellas tan rápida y silenciosamente como podía. —Su expresión se ensombreció—. Y, en un sentido, eso fue mi perdición. Los bibliotecarios me asignaron a una bruja que trabajaba en un importante proyecto, y ella pensó que mi destreza se estaba desperdiciando en el acarreo de libros y la recogida de basura. Así que habló con el maestre bibliotecario, y a los diez años de edad comenzó mi tutelaje con los asesinos del templo.

Arleth Vann se arrodilló y depositó suavemente el cráneo en el centro del círculo.

—Una vez que ingresé en la orden de los asesinos, se me prohibió la entrada en la biblioteca, por supuesto. Así que me escabullía al interior de las criptas por la noche y volvía a entrar en la ciudadela, donde pasaba horas sumido en la lectura de los viejos tomos. Así me enteré de todo lo relativo al cisma, y del engaño que los ancianos habían mantenido durante milenios. La verdad está aquí, en vagas referencias y pequeños detalles dispersos por decenas de libros que no están relacionados entre sí. —Se irguió y señaló uno de los cubículos situados cerca del fondo de la sala—. Estaba sentado justo allí la noche en que reuní todas las piezas. Fue a la vez la mejor y la peor noche de mi vida. Nada fue igual a partir de entonces.

—Así que apostaste por los fanáticos.

El asesino le lanzó a Malus una mirada de indignación.

—No estamos hablando de una insignificante intriga de nobles, donde las lealtades cambian con el viento. Yo era un servidor de Khaine, y había estado practicando la herejía desde el momento en que entré en el templo. ¿Qué otra alternativa tenía que no fuera abandonar Har Ganeth y buscar la sabiduría de los fanáticos?

—¿Por eso te enviaron a Hag Graef en busca del Azote?

—No —replicó el asesino—, a pesar de todo lo que has visto de Tyran y sus intrigas aquí, en la ciudad, el verdadero culto no es tan dogmático ni rígido como el templo. Los maestres recorren el territorio, donde practican sus devociones y perfeccionan sus artes de matar, y los aspirantes al culto deben buscarlos si desean instrucción. Cuando el maestre considera digno al estudiante, se le envía en solitario al mundo para que adore al Dios de Manos Ensangrentadas y espere la llegada del Azote. —El asesino sonrió débilmente—. A diferencia de la mayoría de verdaderos creyentes, yo no me contenté con aguardar simplemente a que se anunciara el Tiempo de Sangre. Comencé a buscar señales del Azote en cada ciudad a la que iba.

—¿Por qué?

El asesino se encogió de hombros.

—Porque buscaba redención, supongo, o por venganza contra el templo. En cualquier caso —añadió con un suspiro—, así fue como me encontré en la choza de una vidente de las afueras de Karond Kar, hace varios años, apostando mi alma en una partida de dientes de dragón, a cambio de que me adivinara el futuro. La mujer estaba completamente loca, pero sus visiones eran certeras. Me dijo que el Azote nacería de una bruja en la Ciudad de Sombras, y que moraría en la casa de las cadenas. —Sacudió la cabeza tristemente—. Después, la vieja desdichada intentó servirme vino envenenado. Los de la ciudad me habían advertido de que era mala perdedora.

Malus pensó en ello e intentó ocultar su incomodidad. Nunca había inquirido acerca de las creencias de Arleth Vann cuando el asesino estaba a su servicio en Hag Graef, y ahora toda esa charla sobre servicio y devoción le resultaba algo más que inquietante.

—Espero que no desees algún tipo de perdón divino por mi parte —dijo—, porque no hago ese tipo de cosas.

El asesino negó con la cabeza y rió suavemente entre dientes.

—¡Khaine no lo permita! —bromeó—. No, yo simplemente sirvo, mi señor. Si el Señor del Asesinato así lo quiere, hallaré mi propia redención. Y hablando de eso —inspiró profundamente y añadió—, estamos perdiendo el tiempo. Los guardias de Urial podrían estar registrando la ciudadela mientras hablamos, y no sé cuánto tiempo requerirá esta invocación.

—Pensaba que habías dicho que la orden de los asesinos os enseñaba sólo brujería menor —comentó Malus.

Arleth Vann asintió con la cabeza.

—Es cierto, pero he observado rituales similares en el pasado.

—Quieres decir que nunca antes has hecho esto.

El asesino vaciló.

—Estrictamente hablando, sí.

—Madre de la Noche —maldijo Malus—. ¿Qué sucederá si la invocación sale mal?

—Bueno —replicó Arleth Vann con cautela—, existe una posibilidad muy pequeña de que pueda perder el control de las fuerzas mágicas y provocar una pequeña explosión.

—Ah —dijo el noble—. En ese caso, esperaré en la galería.

—Muy bien, mi señor.

Malus giró sobre los talones, salió rápidamente de la sala y cerró las puertas de roble tras de sí. Niryal y los otros dos leales del templo se encontraban en la periferia de la galería, asomados a la balaustrada observando al espacio de abajo. La sacerdotisa se volvió al aproximarse él.

—¿Encontrasteis lo que buscabais? —preguntó.

—Mi guardia aún está buscando —respondió el noble—. No debería tardar mucho más. —Se reunió con ella ante la balaustrada. Los dos servidores del templo se apartaron y retrocedieron hasta el inicio de la escalera.

Niryal reanudó la vigilancia con expresión turbada. Era alta y delgada, con una piel curtida y muy tensa sobre músculos duros como cables. Tenía unas leves cicatrices en el dorso de las manos y los lados de la delgada cara y el cuello, y su pequeña boca estaba contraída en una línea de determinación.

—¿Cómo debo dirigirme a ti? —preguntó.

Él le lanzó una mirada de soslayo.

—¿Qué?

Los oscuros ojos de ella se posaron en los de Malus.

—Tienes un guardia…, alguien que tiene la bendición de Khaine sobre sí y lleva las espadas de un asesino, nada menos… Salvo Rhulan, ninguno de los otros ancianos tenía la más remota idea de quién eras. No sabes casi nada sobre el templo, pero de la Espada de Disformidad y de Urial sabes cosas que no conoce nadie más. —Lo miró de arriba abajo—. Vistes como un mendigo pero das órdenes como un noble, y de algún modo pasaste varios días en compañía de Tyran y sus fanáticos, para luego presentarte en las cámaras del consejo sin ser anunciado y hacerle una advertencia anónima al Gran Verdugo. —Ladeó la cabeza con gesto inquisitivo—. Así que, ¿quién…, o qué, eres?

El noble desplegó las manos ante sí y logró sonreír para ocultar la preocupación.

—Como le dije al consejo, soy un servidor de Khaine. ¿Qué más importa?

Niryal alzó una ceja fina como un látigo.

—Se me ocurren muchísimas cosas, pero comencemos por esta: ¿Cómo puedes estar tan seguro de que Urial no es el Portador de la Espada, después de todo? Cuanto más lo pienso, más me cuesta creer que encontró un medio para burlar la voluntad de Khaine y apoderarse de ella.

Malus vaciló.

—Malekith es el Azote de Khaine, así está escrito.

—Sí, pero ¿escrito por quién? Lo único que yo sé es que el Rey Brujo está en su torre de Naggarond, y Urial está aquí con la Espada de Disformidad en las manos. Lo vi con mis propios ojos, del mismo modo que lo vi matar al Gran Verdugo en combate singular. ¡Al Gran Verdugo! ¿Cómo es posible eso, si Urial no es el elegido de Khaine?

Los ojos del noble se entrecerraron, cautelosos.

—Porque Urial es un brujo de formidable poder, y ha codiciado la Espada de Disformidad durante muchos años. El Arquihierofante comprendió eso. ¿Por qué razón no puedes hacerlo tú?

Niryal se inclinó hacia Malus.

—El Arquihierofante ha huido de la ciudad —susurró—. Se lo oí decir a tu guardia.

Malus se puso rígido.

—Rhulan es un cobarde —susurró.

—O no tiene ninguna fe en ti, y si él no la tiene, ¿por qué debería tenértela yo?

Con el rabillo del ojo, Malus vio que los leales del templo que vigilaban desde la escalera se ponían en cuclillas. Pero este movimiento de advertencia lo captó un momento demasiado tarde. Antes de que pudiera reaccionar, oyó gritos de alarma en la cámara de abajo. El noble gruñó en silencio al ver al trío de Señores de las Bestias del templo de pie justo en la entrada de la estancia. Uno de ellos miró a Malus a los ojos y lo apuntó a la cara con una lanza corta.

—¡Maldición! —exclamó Malus, y el aire se estremeció con roncos gritos de guerra cuando los Señores de las Bestias echaron a correr hacia la escalera de la galería. Cinco de los fanáticos de Tyran los seguían de cerca, con los brillantes draichs en alto.

—¡Detenedlos en la escalera! —les gritó el noble a los leales del templo. La escalera era lo bastante amplia para que dos hombres subieran juntos por ella. Si podían impedir que los enemigos entraran en la galería, los fanáticos se encontrarían en desventaja con aquellas espadas largas. Al pasar corriendo junto a Niryal, Malus lanzó una mirada nerviosa a la puerta de la biblioteca superior, pero no se veía nada que indicara qué podía estar sucediendo en el interior. Lo único que podía hacer era esperar que Arleth Vann averiguara con rapidez lo que necesitaba saber. No podrían resistir durante mucho tiempo.

Los Señores de las Bestias se lanzaron hacia los leales del templo y los acometieron ferozmente con las lanzas, con la esperanza de hacerlos retroceder. Uno de ellos comenzó a ceder terreno, pero Malus llegó a lo alto de la escalera y aferró al druchii por los ropones para obligarlo a volver. El noble se situó cerca de los leales del templo, justo detrás y por encima de ellos, y buscó una oportunidad para golpear.

Uno de los Señores de las Bestias paró un lanzazo con la espada y abrió un tajo de través en el brazo del oponente. Al ver que se presentaba la oportunidad, el segundo Señor de las Bestias le hizo una finta al druchii que tenía delante y acometió con una rápida estocada al espadachín que se había lanzado demasiado a fondo, pero la espada de Malus descendió como un rayo y penetró profundamente en el antebrazo del agresor. Los huesos se partieron con un crujido, y el alarido de dolor del Señor de las Bestias se transformó en un gorgoteo ahogado cuando su oponente se recobró de la finta y le clavó la espada en la garganta.

El Señor de las Bestias moribundo se desplomó hacia la izquierda y cayó rodando por la escalera. Su compañero avanzó para llenar la brecha, y dirigió un golpe bajo a las piernas del enemigo. El leal del templo intentó bloquear la estocada, pero lo hizo a destiempo y la punta de acero de la lanza le abrió un profundo tajo en un muslo. Con un grito de dolor, el servidor del templo acometió salvajemente la cabeza del Señor de las Bestias, pero el guerrero se agachó por debajo del arma y clavó profundamente la lanza en el abdomen del druchii. Malus vio que la afilada punta de acero salía por la espalda del leal del templo, que murió lanzando un gemido terrible.

El noble gruñó como un lobo y le dio al muerto una patada en la espalda para lanzarlo contra su asesino. El Señor de las Bestias gritó, colérico, y sacó al cadáver de la escalera de un empujón, pero cuando intentaba arrancar la lanza del cuerpo que caía, Malus bajó corriendo por los escalones y le partió el cráneo de un tajo. El Señor de las Bestias se desplomó mientras la sangre le corría por la cara dividida en dos, y el noble pivotó sobre la punta de un pie y clavó la espada en el pecho del tercer Señor de las Bestias.

Este segundo ataque estuvo a punto de hacer que lo mataran. Justo cuando arrancaba la espada del druchii moribundo, vislumbró un destello de acero y el instinto lo hizo retroceder para apartarse del velocísimo tajo de draich. La espada pasó por el lugar que había ocupado su cabeza y continuó descendiendo hasta abrir un tajo en el antebrazo del noble. Hizo una mueca al sentir el repentino dolor, pero no había tiempo para preocuparse porque el fanático continuaba con el ataque: invirtió el movimiento de la espada curva y dirigió una estocada ascendente al cuello de Malus. El noble rodó hacia la derecha y sintió que la afiladísima hoja cortaba el aire a un par de centímetros de su mandíbula. Entonces se oyó un golpe sordo y le saltó un reguero de sangre a la cara. Abrió los ojos a tiempo de ver al fanático caer por la escalera con la parte superior de la cabeza rebanada por un tajo del hacha de Niryal.

Con las piernas palpitándole furiosamente, Malus gateó escalera arriba. Los fanáticos se lanzaron hacia ellos. A la izquierda del noble, el leal del templo superviviente también se retiraba con una herida profunda en el hombro que sangraba en abundancia. Niryal estaba situada más arriba que Malus, y hacía girar el hacha en mortíferos molinetes para mantener a los enemigos a distancia. Entonces, un movimiento que se produjo en el piso de abajo atrajo la mirada del noble. Un torrente de fanáticos y conversos del templo con ropones negros entraban en la sala y se sumaban al grupo que intentaba subir por la escalera.

—¡Atrás! —gritó Malus, furioso—. ¡A la biblioteca!

Al oír la orden, el leal del templo herido lanzó una mirada rápida a Malus, y ese error le costó la vida. Su oponente saltó hacia él con un grito y le descargó la enorme espada en la unión del cuello con el hombro. El tajo cercenó clavícula y costillas, partió el esternón y penetró en los órganos vitales. Una fuente de sangre manó por la boca abierta del druchii, que cayó en total silencio. Ya fuera por suerte o intencionadamente, su cuerpo chocó contra la primera línea de fanáticos y los enlenteció durante el tiempo suficiente para que Malus pudiera ponerse de pie y correr hacia la puerta de la biblioteca.

El picaporte estaba frío como el hielo. Malus abrió la puerta y una bocanada de aire gélido le azotó el rostro. En la cara interior de la puerta brillaba la escarcha, y la sala estaba inundada por un oscilante resplandor azul. Al otro extremo de la estancia, Arleth Vann se encontraba de pie ante el cráneo del anciano, el cual flotaba en el aire a más de dos metros por encima de su cabeza. En las cuencas vacías del cráneo ardían llamas azules, y estaba unido a un cuerpo vaporoso que se contorsionaba y retorcía suspendido en el aire.

Al atravesar la sala a la carrera, Malus sintió en la piel la tensión invisible de la lucha bruja que se libraba. Arleth Vann tenía la espalda arqueada y la cabeza echada hacia atrás, y su boca se movía silenciosamente en una lucha de voluntades contra el espíritu del anciano. Niryal dio un traspié al atravesar la puerta detrás de Malus, y sus ojos se abrieron de asombro al ver la escena que se representaba ante ella.

—¡Al interior del círculo! —le gritó Malus, mientras él atravesaba la línea mística. El poder lo envolvió y crepitó. Sintió una ola de frío gélido en la cara, y se le erizó el cabello. Una borboteante crepitación le inundaba los oídos. Al volverse, se encontró con que la sacerdotisa le pisaba los talones. Cuando ella entró en el círculo, ambos fueron sacudidos por un ciclón de energías inestables. La cabeza de Arleth Vann se enderezó de golpe, con la cara marcada por el esfuerzo y los ojos muy abiertos.

—¡Deja la energía en libertad! —gritó Malus, para hacerse oír por encima de la creciente tormenta—. ¡Marchémonos!

La puerta de la biblioteca se abrió bruscamente cuando el primero de los fanáticos irrumpió en la sala. Media docena de pasos llevaron a los espadachines hasta la mitad de la sala. Malus iba a gritarle otra vez al asesino, cuando oyó que Arleth Vann bramaba de dolor. El mundo estalló, entonces, en una detonación de llamas azuladas.