17: Los secretos de la Espada

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Los secretos de la Espada

Cuando Arleth Vann regresó al pabellón, encontró a Malus sentado sobre la tumba de Gothar Grimmson, cogiendo con los dedos unas migas de pan rancio y un trozo de carne astillosa que tenía esparcidos en un paño grasiento, sobre el regazo. Encima del ataúd de piedra, cerca de los pies del enano, ardía una lámpara de aceite.

El noble alzó la mirada cuando el asesino se escabulló silenciosamente dentro de la pequeña cripta.

—¿Dónde encontraste esta porquería? —preguntó, con una mueca de asco. Cogió una tira de la oscura carne astillosa del paño, y se la metió en la boca a regañadientes—. Si no te conociera, diría que la robaste de las perreras del templo.

—No ha sido nada tan elegante —replicó Arleth Vann.

Malus se detuvo a medio masticar.

—¿Me interesa saberlo?

—Casi seguro que no.

El noble miró el resto de la comida con expresión consternada.

—Maldición —murmuró con cansancio, y se obligó a continuar comiendo.

—¿Cómo están tus heridas, mi señor?

—Mejor —respondió el noble, con la esperanza de parecer sincero—. O, en cualquier caso, lo bastante bien para que pueda salir de este condenado mausoleo. ¿Qué has averiguado?

El asesino se volvió a mirar hacia la otra cámara para ver si alguien podía estar escuchando. Aparentemente satisfecho, se acuclilló y unió las puntas de los dedos de ambas manos debajo del mentón mientras organizaba los pensamientos.

—Cada vez resulta más difícil moverse por los terrenos del templo —comenzó—. Los fanáticos han matado a la mayoría de novicios y esclavos, y convertido al resto. A los que han sobrevivido los han marcado en el centro de la frente con un hierro candente en forma de espada. Pienso que Tyran lo ha hecho para que los infiltrados sean más fáciles de identificar.

Malus consideró todo esto.

—¿Aún hay fanáticos en los terrenos de la fortaleza?

—Sí. No sé cuántos, pero a estas alturas la mayoría se conocen de vista.

—Entiendo —dijo el noble. Sacó la daga y comenzó a cortar el pan rancio—. ¿Se sabe algo de los asesinos del templo?

Arleth Vann negó con la cabeza.

—Por increíble que parezca, continúan en cónclave. Supongo que la jugada de Urial ha complicado un poco la decisión que deben tomar.

—Eso no tiene buen aspecto. Si estuvieran resueltamente de parte de Rhulan y los leales, ya habrían tomado una determinación, a estas alturas.

El guardia se encogió de hombros. De entre los pliegues del ropón sacó otro paquete manchado y lo abrió sobre el regazo. Dentro había un trozo de pan sin levadura y un puñado de pequeños peces secos.

—Es verdad, pero al menos no se nos oponen de forma activa, todavía.

—Muy cierto —reconoció Malus. Dejó de aserrar el pan y lo inspeccionó, sorprendido de haber dejado apenas una línea en la dura corteza. Con el ceño fruncido, dejó el pan sobre la tumba y lo golpeó con el pomo del cuchillo. Los golpes no le dejaron marca alguna. Alzó el pan hacia la luz de la lámpara—. Si pudiera ponerle una correa a esto, lo usaría como escudo —murmuró, sombrío.

Arleth Vann sacó un frasco de agua que llevaba en el cinturón y lo dejó junto a sus rodillas. Luego metió una mano dentro de uno de los voluminosos pliegues de las mangas y sacó una pequeña jarra de arcilla. El asesino rompió el sello de cera que rodeaba la tapa de la jarra, la retiró y olió el contenido. Satisfecho, hundió uno de los pescados en la jarra y se lo metió en la boca, para luego masticarlo, contento.

—¿Qué has averiguado sobre Urial y Yasmir?

El asesino frunció el entrecejo y volvió a concentrarse en la conversación.

—Me temo que nada bueno. Parece que tu medio hermano ha cogido a su futura esposa y se ha retirado con ella de vuelta al Sanctasanctórum de la Espada. Sólo a Tyran y a otros pocos fanáticos se les permite entrar para hablar con él, y el templo está fuertemente custodiado.

Malus se reclinó contra los pies del ataúd.

—¿Cómo de fuertemente?

—Sólo puedo hacer conjeturas basándome en lo que oí a hurtadillas, pero diría que al menos una docena de fanáticos hacen guardia en la entrada del sanctasanctórum, y que el doble de ese número guardan la escalera que asciende desde la capilla de la planta baja. —El asesino negó con la cabeza—. No podemos abrirnos paso con las armas a través de todos ellos sin que se dé la alarma.

El noble clavó los ojos en el suelo de piedra. Sabía que había un modo de lograrlo. Con ayuda del demonio podría atravesar las fuerzas de verdaderos creyentes como un torbellino, pero lo perseguían las palabras de Eldire. «Caminas por el filo de un cuchillo».

—Seguro que hay pasadizos secretos que llevan al interior del sanctasanctórum. Todos los demás edificios de la cumbre de la colina parecen acribillados de ellos.

Arleth Vann negó con la cabeza.

—El sanctasanctórum fue construido específicamente para salvaguardar la espada y albergar los más sagrados rituales del templo. Existe sólo una entrada.

La frustración que corroía a Malus le hizo rechinar los dientes. Al inclinar la cabeza hacia atrás, se dio un leve golpe contra la tumba.

—Tiene que haber otra entrada. ¡Piensa, maldito!

—No la hay, a menos que conozcas una manera de abrirte paso a través de la piedra tallada por enanos —replicó el asesino, ceñudo.

Malus se inmovilizó.

—¿Qué has dicho?

El asesino frunció el entrecejo.

—No intentaba ser impertinente. Sólo he dicho que a menos que conozcas una manera de abrirte paso a través de la piedra tallada por enanos…

—¡Eso es! —exclamó Malus, que se inclinó hacia adelante, concentrado—. Piedra tallada por enanos. —El noble se dio unos pensativos golpecitos con un dedo en el labio inferior. Lentamente, se volvió a mirar la tumba—. Bendita Madre de la Noche —susurró, asombrado.

Arleth Vann observó a su señor con desconfianza. Disimuladamente, cogió la jarra de salsa amarilla y la olió subrepticiamente antes de dejarla otra vez en el suelo.

—¿Va todo bien, mi señor?

Malus clavaba una pensativa mirada en los pies del ataúd.

—¿Por qué llaman cámara principal a esta habitación? —preguntó.

El asesino se encogió de hombros.

—No es su nombre real. Los rituales de enterramiento de los enanos son ceremonias muy secretas. Preparan los cuerpos en la antecámara del otro lado, alejados de los ojos curiosos que no sean los de sus parientes, y luego los meten en las criptas. —Recorrió la pequeña habitación con la mirada—. Yo llamé a esta la cámara principal porque hay sólo una tumba dentro, a diferencia de las otras.

—¿Así que este esclavo era alguien importante?

—Muy probablemente. Un maestro de su oficio, tal vez.

Malus asintió con la cabeza y notó que el corazón se le aceleraba.

—¿Y el sanctasanctórum está hecho de piedra? ¿Todo él?

Arleth Vann no pudo evitar dirigir a su señor una mirada condescendiente.

—Por supuesto, mi señor. Los enanos no construyen con madera. Todo él es de piedra tallada hábilmente encajada. ¿Adónde quieres llegar?

Una vez más, las palabras de Eldire resonaron en los oídos de Malus: «¿Por qué tantas molestias por unos enanos?».

El noble tendió una mano y tocó la inscripción de la tumba.

—Dime —dijo, con una sonrisa que indicaba que acababa de descubrir algo—, si el templo fue construido de piedra en su totalidad, ¿qué necesitaban los ancianos de un maestro herrero?

Los ojos de Arleth Vann se entrecerraron con desconfianza.

—No entiendo.

—Gothar Grimmson, aquí presente, es maestro herrero, no cantero —dijo Malus. Su mente empezó a trabajar a toda velocidad a medida que encajaba las piezas. Se puso de pie y comenzó a pasearse por la pequeña habitación—. ¿Y si la espada que Urial cogió del sanctasanctórum no es la verdadera Espada de Disformidad de Khaine?

Por un momento, el asesino quedó demasiado pasmado para pronunciar palabra.

—Eso es absurdo —barbotó.

—¿De verdad? —preguntó Malus—. Dices que el sanctasanctórum fue construido para salvaguardar la espada, pero ¿de qué? La reliquia había estado en poder de los ancianos durante siglos. ¿Por qué esa repentina necesidad de encerrarla bajo capas de protecciones mágicas?

—Yo… —la voz del guardia se apagó mientras él luchaba con la idea—. No lo sé. Tal vez los ancianos temían que los jefes del cisma intentaran robar la espada en un momento u otro.

—¡O tal vez ya lo habían hecho! —exclamó el noble—. Dices que nunca volvió a tenerse noticia de los cinco fanáticos que se ofrecieron voluntariamente para matar a los dignatarios del templo. ¿Eso no te parece raro? Si los hubieran atrapado o matado, ¿acaso los ancianos no habrían querido convertir sus muertes en un espectáculo público?

—Supongo que sí.

—Entonces, es razonable suponer que no los atraparon. Así pues, ¿qué les sucedió? —Malus giró sobre un talón y su paso se aceleró junto con sus pensamientos—. ¿Y si se dieron cuenta de que el intento de asesinato estaba condenado a fracasar y decidieron seguir otra línea de acción? ¡Tal vez no podían matar a los ancianos, pero podían privarlos de la más preciada reliquia del culto! Así que se apoderaron de la espada y desaparecieron. —El noble asintió con la cabeza para sí—. Por eso los ancianos enviaron después a sus guerreros a asolar la ciudad. ¡No buscaban tanto a los jefes de los fanáticos como la propia Espada de Disformidad!

—Pero sabemos que los asesinos que fueron a la fortaleza no regresaron nunca —repuso el guardia—. ¿Adónde fueron, entonces?

—¿Adonde? Atravesaron la Puerta Bermellón.

Arleth Vann quedó petrificado, y una refutación murió en sus labios.

—Por el Bendito Asesino —juró en voz baja—. Por supuesto.

—Es fácil imaginar lo frenéticos que se pusieron los ancianos al enterarse de que la espada había sido robada —dijo Malus—. ¿Cómo podían afirmar ser los verdaderos servidores de Khaine sin tener la espada en su poder? ¿Qué sería de la alianza con el Rey Brujo? Puede que hubieran sobrevivido al intento de asesinato, pero de todos modos los fanáticos les habían asestado un golpe mortal.

»Entonces sucedió algo muy extraño. Los días se transformaron en semanas y las semanas en meses, y no volvió a tenerse noticia de la espada. Si los fanáticos la hubiesen tenido, la habrían usado para desacreditar públicamente al templo. Así que los ancianos se dieron cuenta de que se les había otorgado una especie de respiro. Por el momento, nadie en Naggaroth conocía la suerte corrida por la Espada de Disformidad, así que pergeñaron un plan desesperado para salvarse.

—Hicieron una copia de la espada —dijo Arleth Vann, con voz cargada de asombro.

—Exacto —asintió el noble. Dio unos golpecitos en la base de la tumba—. Hicieron que Gothar forjara una copia perfecta de la reliquia, y luego la instalaron en el templo con grandes aspavientos. El sanctasanctórum no fue construido para salvaguardar la espada en lo más mínimo, sino para proteger el más oscuro secreto del templo.

—Por eso mataron a los esclavos enanos —razonó el asesino—. Tenían que silenciar a Gothar para que no pudiera traicionarlos, y asesinaron al resto para encubrir ese acto.

—Los ancianos llegaron incluso hasta el punto de retener a los espíritus en estas tumbas para que ningún brujo pudiera interrogarlos más tarde —dijo Malus con admiración—. Por eso los ancianos mantenían a Urial a distancia durante todo el tiempo. Aunque hubiera sido el verdadero Azote, no podían darle lo que no tenían.

—¿Así que Rhulan y los otros ancianos conocían la verdad?

—Sí. Por eso nos dijo que no podíamos luchar directamente con Urial: porque la leyenda dice que el Portador de la Espada de Disformidad no puede ser derrotado en combate. Si hubiéramos demostrado que esa afirmación era mentira, el resto del engaño se habría venido abajo.

El asesino asintió con aire pensativo.

—Todo tiene sentido —reconoció, aunque, por el sonido de su voz, detestaba creerlo. De repente, se irguió—. ¿Piensas que Urial sabe que no tiene la verdadera espada?

—Honradamente, pienso que no —respondió Malus—. Al menos, todavía no. Hasta que la espada no haya sido puesta a prueba, no tiene ninguna razón para pensar que es una copia.

—Por eso Rhulan no ha reunido a los guerreros del templo. No se atreve a entablar una verdadera confrontación con los fanáticos, a pesar de saber que tiene una buena posibilidad de derrotarlos. —El asesino negó tristemente con la cabeza—. ¡Qué locura!

—En efecto —asintió Malus. Continuaba paseando y dándose golpecitos en el mentón como un loco—. ¡Madre de la Noche! —juró—. La espada podría estar en cualquier parte del mundo. ¿Cómo vamos a averiguar adonde la llevaron los asesinos?

La ola de triunfo que lo había invadido cuando todas las piezas del rompecabezas encajaron en su sitio se transformó en amarga frustración. Por un momento pensó que había hallado un modo de burlar al demonio y recuperar la espada sin tener que enfrentarse para nada con Urial y Yasmir. Ahora luchaba con una ola de furia desesperanzada tan enorme que al principio no reparó en que Arleth Vann había dicho algo. Al ver la expresión interrogativa de la cara del asesino, se detuvo en medio de un paso.

—¿Qué? —preguntó.

—He dicho que creo que sé cómo lograrlo —respondió Arleth Vann.

La mano derecha del asesino se alzó bruscamente, y el pequeño grupo se detuvo en seco. Malus y tres de los seis leales supervivientes se agacharon, y sus manos apretaron las armas con más fuerza. La oscuridad los envolvió cuando Arleth Vann cerró la mano izquierda para ocultar el pequeño globo de luz bruja que había conjurado.

Durante largos momentos, Malus no percibió nada más que los trabajosos latidos de su propio corazón en los oídos. Luego oyó un débil lamento agudo que merodeaba por la negrura en algún punto situado ante ellos. Dos de los druchii que estaban detrás de Malus se movieron con nerviosismo al oír el ominoso aullido. Uno dejó escapar un gemido de miedo.

—¡Shhh! —chistó Malus, amenazador—. ¡Silencio!

Nadie se movió. Malus se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento y aguzando el oído por si llegaban hasta él ruidos que indicaran que los habían descubierto.

Al fin, Arleth Vann se relajó y abrió la mano, momento en que el estrecho túnel se inundó de fría luz. Giró ligeramente el cuerpo para mirar a Malus.

—Las bestias del Caos están merodeando en algún sitio de ahí delante, pero no parecen estar en nuestro camino —le susurró al noble.

Malus asintió con la cabeza. No tenía ni idea de cómo podía saberlo el asesino, pero sabía que era mejor no poner en duda los agudos sentidos del druchii.

—¿A qué distancia está la ciudadela? —preguntó.

—Unos pocos minutos más, si todo va bien.

—Entonces, adelante.

El guardia se puso silenciosamente de pie, y Malus lo imitó. Detrás de él, la sacerdotisa del hacha —cuyo nombre, según había averiguado por fin, era Niryal— y otros dos leales se dispusieron a marchar. Hacía más de una hora que recorrían los túneles del interior de la colina; habían ascendido desde los niveles más profundos, donde estaba situado el pabellón de los enanos, y seguido una sinuosa ruta hacia las cámaras subterráneas de la Ciudadela de Hueso. Muchas veces habían tenido que agacharse en la oscuridad y contener la respiración mientras las criaturas de Urial merodeaban por las proximidades, pero hasta el momento el asesino había logrado mantenerlos alejados de las horrendas bestias. El juicio de Arleth Vann había sido correcto: los monstruos eran depredadores terribles pero malos rastreadores. Si los fanáticos hubiesen dejado suelta una manada de nauglirs en los túneles, los leales se habrían hallado en serios problemas.

No por primera vez, Malus se preguntó cómo le irían las cosas a Rencor en la ciudad desgarrada por la guerra. ¿Aún lo alimentarían y alojarían en los corrales para nauglirs del distrito de los nobles, o acaso el hambre o la desventura habrían impulsado al gélido a salir a las calles? No sentía ningún temor real por la seguridad del nauglir, ya que la bestia de guerra era rival más que digno para cualquiera que no fuesen los grupos más pesadamente armados que merodeaban por Har Ganeth. Era la seguridad de las reliquias que había dentro de las alforjas del gélido lo que le daba motivo de preocupación. Lo obsesionaban visiones del gélido que se abría paso con las zarpas a través de las puertas del corral, y las alforjas le eran arrancadas del lomo en el proceso; o se las desgarraban en una lucha y el contenido se esparcía por la calle.

Una cosa que comenzaba a comprender sobre las reliquias mágicas era que encontrarlas constituía sólo la mitad del desafío. Conservarlas, durante el tiempo que fuera, resultaba igual de difícil, si no más.

Si los fanáticos habían robado la espada y escapado a través de la Puerta Bermellón hacía cientos de años, Malus no tenía ni la más remota idea de cómo seguirles el rastro, pero Arleth Vann conocía una biblioteca, situada dentro de la Ciudadela de Hueso, que podría contener algunos indicios útiles. Lo único que tenían que hacer era dejar atrás a las bestias de Urial y las patrullas de fanáticos y escabullirse sin ser vistos dentro de uno de los más importantes edificios de la fortaleza. Como siempre, el asesino se ofreció a intentarlo en solitario, pero Malus había insistido en enviar a un pequeño grupo. Simplemente, había demasiado en juego como para arriesgarse a enviar a uno sólo, aunque fuera tan diestro como Arleth Vann. Si algo salía mal y Urial adivinaba qué interés tenían en la biblioteca, el pretendido Azote podría ponerla bajo una vigilancia tan estrecha que no lograrían ni acercarse; o peor aún, pondría una trampa mágica para cogerlos desprevenidos la próxima vez que intentaran llegar a ella.

Con el globo de luz bruja por encima de la cabeza, Arleth Vann echó a andar por el estrecho corredor sembrado de huesos. Muchos de los pasadizos habían quedado sumidos en el desorden a causa del paso de las bestias del Caos. De los nichos habían caído esqueletos que las patas leoninas de los monstruos habían reducido a polvo. Algunos de los más recientes incluso tenían el cráneo y los huesos largos partidos debido a que las bestias buscaban carne en vano. El asesino pasó con cuidado entre los huesos y la tela podrida, y Malus y los leales le seguían los pasos y observaban cada nicho y pasadizo lateral con creciente sensación de inquietud. Nadie hablaba, pero todos compartían la misma sensación de miedo. Cuanto más tiempo pasaban en los túneles, mayor era la posibilidad de que las bestias olfatearan su olor. Antes o después, se les acabaría la suerte.

Arleth Vann avanzaba con seguridad por el laberinto de túneles, y sólo de vez en cuando se detenía para comprobar su orientación en los cruces de pasadizos o en las antecámaras. Por lo que Malus podía ver, Niryal y los otros servidores del templo estaban tan desorientados como él. Lo único que sabía con certeza era que se encontraban cerca de la superficie. Los corredores mostraban señales de tráfico frecuente, y en su mayor parte estaban libres de telarañas y capas de polvo. El noble se sorprendió ante lo ansioso que estaba por salir de debajo de la tierra, aunque fuera durante poco tiempo. Habían pasado seis días desde que había estado al aire libre por última vez, y el claustrofóbico peso de las catacumbas comenzaba a afectarle los nervios.

Pasaban largos minutos, y la impaciencia de Malus aumentaba. Un pasadizo conducía a otro, y cualquier sonido lo ponía nervioso. No oyeron resonar más aullidos de cacería en la negrura. ¿Significaba eso que las bestias se habían alejado, o que se les aproximaban sigilosamente y esperaban hasta el último instante para lanzarse sobre ellos en medio de un estruendo de terribles chillidos sibilantes?

Al fin, Malus no lo pudo aguantar más. Aceleró ligeramente el paso, lo suficiente para dar alcance a Arleth Vann, y le tironeó de la ropa. El asesino se detuvo.

—Dijiste que faltaban apenas unos minutos más —susurró Malus.

—Ya casi hemos llegado —replicó el guardia, y señaló hacia la negrura de delante—. Hay una cámara situada a pocos metros, en esa dirección. Al otro lado encontraremos una rampa que asciende hasta las habitaciones inferiores de la ciudadela.

Malus inspiró profundamente y se obligó a relajarse.

—De acuerdo —dijo—. Adelante.

El asesino avanzó silenciosamente por el corredor y, al cabo de pocos minutos más, Malus vio que el resplandor de la luz bruja se expandía para llenar una amplia cámara situada justo delante. Se trataba de una habitación rectangular de casi veinte pasos de largo, y contra paredes y rincones se apilaban esqueletos y cráneos medio deshechos. A derecha e izquierda partían pasadizos, y al otro lado de la cámara ascendía una rampa. Arleth Vann se apartó a un lado al entrar, y Malus se precipitó al interior junto con los leales, justo detrás de él.

—¡Espera, mi señor! —le advirtió el asesino con un susurro—. Hay algo raro…

Con el entrecejo fruncido, el noble se volvió para preguntar de qué hablaba, pero la pregunta quedó sin formular cuando un coro de alaridos agudos hizo estremecer el aire húmedo.