16: Oscuridad y duda

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Oscuridad y duda

—La herida es grave, mi señor.

Malus abrió los ojos. Yacía sobre la losa de piedra de la antecámara de las tumbas de los enanos. Alguien le había quitado el kheitan y los ropones, y tenía la carne de gallina en los hombros y la espalda.

La luz de las llamas que danzaba en las paredes iluminaba a una figura ataviada con ropones y capucha que trabajaba ante una de las largas mesas, a la derecha del noble. Malus oyó un débil tintineo de metal contra piedra cuando la figura desplegó ordenadamente una serie de pequeños instrumentos. La voz que había oído le resultaba familiar, pero no podía identificarla.

Intentó levantarse, temeroso de que la figura pudiera ver la contaminación del demonio que pesaba sobre él, pero unas cuerdas se tensaron en sus muñecas, hombros y frente. Los recuerdos de los días pasados en la torre de su padre hicieron que un escalofrío de pánico le recorriera la espalda.

—¿Qué está sucediendo?

—Hay infección —dijo la figura—. El pulmón se ha colapsado y la herida está… corrompida. Debe hacerse algo pronto, o morirás.

Un estremecimiento de miedo le recorrió el cuerpo. Sabía qué intentaba decir la figura.

—Vas a tener que cortar el tejido infectado —dijo Malus, incapaz de evitar que una nota de pavor aflorara a su voz—. ¿Tienes algo de hushalta?

—No —respondió la figura, que alzó hacia la luz un pequeño cuchillo curvo—. Debes prepararte para lo que hay que hacer, mi señor. Es el único modo.

La figura se volvió hacia él y tendió hacia su pecho una mano de largos dedos. La luz anaranjada se reflejó en la afiladísima hoja. Malus sintió que la herida del costado comenzaba a palpitar, y su corazón se aceleró de miedo.

—Trabajaré muy rápidamente —le aseguró la figura. Los dedos pasaron sobre las costillas de Malus y rozaron como patas de araña la herida sangrante y abierta—. Puedes gritar si quieres. No me molestará.

Malus abrió la boca para responder, sin embargo las palabras se transformaron en un gemido terrible en el momento en que los dedos desnudos de la figura se metieron en el tajo y lo abrieron para ensancharlo. Por la herida manó sangre caliente que le corrió por el costado mientras el cuchillo comenzaba su obra. Fue como si le clavaran una y otra vez en el pecho una lanza de agudo dolor al rojo blanco que lo dejaba sin respiración. Justo cuando le parecía que no podía soportarlo más, la figura se enderezó con un trozo de carne rosada y brillante en una mano. La cabeza encapuchada se inclinó para mirarlo.

—¿Ves? Casi del tamaño de un puño. Como he dicho, muy grave.

A Malus lo recorrió un estremecimiento.

—Tengo… frío…

—Claro —replicó la figura, que dejó caer el trozo de carne al suelo—. Era de esperar, pero se trata de un bajo precio que pagar a cambio de la salud, ¿no crees?

La figura volvió a alzar el cuchillo, pero esta vez la mano ensangrentada tiró de su propio ropón y, con un giro de muñeca, lo apartó a un lado para dejar a la vista sus desnudas costillas lustrosas manchadas de negra corrupción. Faltaban casi todos los órganos internos, salvo un arrugado saco de carne que palpitaba cerca del esternón.

—Ya casi he acabado —dijo la figura. Mientras hablaba, se llevó el cuchillo a la cavidad del pecho y cortó aquel marchito resto supurante—. La herida es dolorosa, pero cicatrizará, y entonces tú y yo seremos más fuertes que nunca.

Malus intentó moverse, pero las ataduras lo sujetaban con firmeza. Chilló y maldijo a la figura que se inclinaba para meter el tejido corrupto dentro de la herida abierta del costado del noble. De inmediato sintió cómo la carne invasora se retorcía y reptaba en su interior y, peor aún, sintió que sus órganos se hinchaban y ascendían para encontrarse con ella.

La cabeza encapuchada se dio la vuelta y se le acercó lo bastante para que pudiera ver la cara oculta en el interior. Era su propio rostro, pálido y perfecto, desprovisto de toda contaminación demoníaca. Sólo los ojos, globos negros como esquirlas de la mismísima Oscuridad Exterior, sugerían la profundidad de la corrupción que hervía en su interior.

Tz’arkan sonrió y dejó a la vista unos puntiagudos colmillos de obsidiana.

—Serás un hombre nuevo antes de darte cuenta —dijo el demonio, con una horripilante risa entre dientes.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Sujetadlo bien!

Malus despertó con un grito y luchando contra cuatro druchii que lo sujetaban contra la losa de piedra. Arleth Vann estaba inclinado sobre él, le presionaba la frente fría y húmeda con una mano y le metía el gollete de un pequeño frasco entre los labios.

—Bebe —dijo con voz dura e inflexible.

El sabor a cobre quemado inundó la boca de Malus. Sufrió una arcada e intentó escupir la hushalta, pero el asesino maldijo con ferocidad y le tapó la boca. Mientras miraba coléricamente a su guardia, se tragó la droga a regañadientes y se obligó a relajarse.

Arleth Vann estudió de cerca los ojos de Malus durante un momento, y asintió con satisfacción.

—Muy bien. Podéis soltarlo —les dijo a los druchii. Los leales se retiraron y miraron a Malus con ojos atemorizados mientras regresaban a sus puestos de vigilancia, situados al otro lado de la entrada de la cripta de los enanos.

Malus alzó una mano temblorosa y se tocó el costado. La herida le dolía terriblemente. Se abrió el ropón mugriento, y al mirarse las costillas descubrió que se había formado una costra sobre el tajo, que ya comenzaba a encogerse. Sin embargo, los cardenales negros que le conferían el aspecto de un cadáver de una semana seguían allí. Aún le escocía en la boca el amargo sabor a cobre, y las articulaciones le crujían como cuero viejo.

—Agua —pidió con voz ronca.

El guardia alzó una botella de cuero hasta los labios del noble y Malus bebió ansiosamente el agua que contenía. Era tibia y salobre, pero la saboreó como si fuera vino. Cuando la ardiente sed se apagó un poco, posó una mirada feroz en el asesino de severo rostro.

—Has estado dragándome —dijo con voz ronca.

—De no haberlo hecho, habrías muerto, tanto si eres el Azote como si no —replicó Arleth Vann.

Malus inspiró someramente, y sus ojos se entrecerraron mientras evaluaba la extensión de la herida.

—¿Durante cuánto tiempo me has mantenido sin conocimiento?

—Tres días.

—¡Madre de la Noche! —exclamó Malus aferrando al guardia por el ropón—. ¿Tienes alguna idea de lo que has hecho? ¡Durante todo este tiempo, Rhulan ha estado esperando en el exterior de la muralla! ¡Podrías habernos condenado a todos!

—Rhulan no está ante la muralla —replicó el asesino—. De hecho, ni siquiera puedo afirmar que continúe dentro de la ciudad.

El enojo del noble se desvaneció.

—¿No ha reunido a los guerreros del templo?

Arleth Vann se encogió de hombros.

—Si lo intentó, es evidente que no lo escucharon —respondió con tono grave—. A la noche siguiente de nuestra llegada a la cripta salí a través de la casa de Curvan Thel con la esperanza de encontrar comida y otras cosas —explicó—. La ciudad se ha vuelto loca. En las calles había tumultos sangrientos, y una gran parte de los edificios estaban en llamas. Por lo que he podido discernir, los guerreros del templo están acorralados en grupos dispersos por toda Har Ganeth, aislados unos de otros por la turba enfurecida. Desde luego, nadie está dirigiendo el intento de reagruparse y llegar al templo.

Malus apartó lentamente la mano de Arleth Vann y, dolorido, se obligó a levantarse. El dolor le dio algo en lo que concentrarse, aparte de la creciente ola de consternación que le inundaba el cerebro.

—Así que Rhulan y Mereia han chocado con los disturbios —dedujo.

—Es posible. Hay cuerpos por todas partes —replicó el asesino—. O podrían encontrarse atrapados con uno de los destacamentos de guerra aislados y no logran hallar un modo de comunicarse con el resto.

El noble miró a su guardia con expresión pensativa.

—Tú no crees que sea así, ¿verdad? —preguntó.

Arleth Vann midió cuidadosamente la réplica.

—Si no está muerto, creo que ha huido de la ciudad —respondió, con un suspiro—. Tal vez le falló el valor. ¿Quién sabe? Ya lo oíste en las criptas. Pensaba que Urial no podía ser derrotado.

—¡Condenación! —maldijo Malus—. Pensaba que al menos Mereia estaría hecha de una madera más dura. Necesitamos esa distracción para que nos ayude a llegar hasta Urial.

El asesino se incorporó y dejó la botella de agua en una mesa cercana.

—En un sentido, los guerreros del templo podrían estar haciéndonos un mejor servicio dentro de la ciudad del que nos harían si estuvieran ante las puertas del templo —dijo—. Mientras continúe la lucha, Urial tendrá que dividir sus fuerzas entre la fortaleza y los disturbios de las calles. No se atreve a reducir la presión y permitir que los destacamentos de guerreros se unan.

Malus consideró lo que acababa de decirle.

—¿Con qué facilidad puedes moverte por las catacumbas?

—Puedo ir y venir a mi antojo, siempre que tenga cuidado —respondió el asesino—. La red de túneles es demasiado vasta y compleja para poder patrullarla de modo efectivo. Aún se oye a las bestias de Urial deambular por las criptas, pero la verdad es que son malas rastreadoras. Siempre que uno sea paciente y silencioso, se las puede esquivar.

—Muy bien —dijo el noble con un suspiro. De pronto se sintió completamente agotado, como si el mero esfuerzo hecho para sentarse le hubiera consumido hasta la última pizca de energía—. ¿Cuántos quedan de los nuestros?

—Ocho, si nos contamos a ti y a mí —informó Arleth Vann—. Después de la huida de la cripta, logré descubrir dónde se ocultaban seis de los voluntarios y los conduje aquí abajo, uno por uno. Sólo Khaine sabe qué sucedió con los otros dos.

El noble asintió con la cabeza. Comenzaban a pesarle los párpados, y se dio cuenta de que era culpa de la maldita hushalta.

—Hay que pasar a la acción —masculló—. No tenemos tiempo que perder. Averigua dónde se oculta Urial…, cómo lo protegen…

Arleth Vann respondió algo, pero su voz pareció desvanecerse en la distancia a medida que la droga curativa hacía su efecto.

Cuando volvió a despertar, Arleth Vann se había marchado.

Malus estaba hambriento, y lo interpretó como una buena señal. El noble permaneció tumbado sobre la losa de piedra de la tumba de los enanos durante varios largos minutos, mientras evaluaba la rigidez de las extremidades y el grado de dolor del pecho. Finalmente, se armó de resolución y bajó las piernas por el borde de la mesa.

Las rodillas estuvieron a punto de aflojársele cuando se puso de pie en el suelo de piedra. Los guardias de la puerta se movieron al ver que Malus se aferraba al borde de la mesa.

—Estoy bien —dijo, y con un gesto les indicó que volvieran a sus puestos. La verdad es que se sentía cualquier cosa menos bien.

Recorrió la sala con la mirada. Varias pequeñas lámparas de aceite ardían en tres de las largas mesas laterales, y la botella de agua del asesino continuaba donde la había dejado. La puerta opuesta a la entrada estaba abierta, y creyó oír ruidos débiles que resonaban al otro lado.

Cogió la botella de agua y bebió varios sorbos, aunque hizo muecas ante el desagradable sabor.

—¿Qué hora es? —les preguntó a los centinelas.

Los leales se miraron unos a otros y se encogieron de hombros.

—Es de noche, creo —dijo uno de ellos—. Ya no sé qué hora es.

Malus asintió pensativamente con la cabeza. Luego, con los dientes apretados a causa del esfuerzo, avanzó hacia la puerta abierta.

Al otro lado de la entrada se encontró en una larga cámara irregular que se extendía hacia la derecha. Era una extraña mezcla de columnas de talla cuadrada y paredes rectas que conectaban pequeños nichos redondos que habían sido cuidadosamente labrados para que parecieran cavernas naturales. En cada nicho, el suelo se elevaba para formar una tumba rectangular, ancha y baja, que tenía grabadas runas enanas y estaba recubierta de mágicos sigilos arcanos que destellaban a la luz de las lámparas. No había adornos dorados ni gemas preciosas, ningún objeto mortuorio ni esclavos momificados, pero la enorme extensión y maestría de las tumbas era asombrosa. Las cavernas y los pasillos que las conectaban habían sido tallados en la roca viva, y las criptas construidas con destreza sobresaliente.

Malus vio que las cuatro tumbas que tenía más cerca estaban abiertas. Cojeó lentamente hasta la más próxima y reparó en el nombre inscrito en druchast a los pies del ataúd de piedra: «THOGRUN MANOMARTILLO, MAESTRO CANTERO», decía. Dentro del ataúd yacía un enano ancho de hombros, ataviado con el sencillo ropón de lana de los esclavos. Tenía la espesa barba roja tiesa como el alambre y la piel del color del granito. Sólo los más leves signos de corrupción se apreciaban en torno a los párpados cosidos y la nariz del maestro cantero. Era como si lo hubieran metido en el ataúd apenas unos días antes. Los bordes del tajo abierto que había seccionado la garganta del enano apenas comenzaban a marchitarse. Un auténtico palio de brujería flotaba sobre el cuerpo y lo encerraba en un apretado tejido de energía mágica.

Desde el otro lado de la sala le llegaron más ecos: raspar de piedra, murmullos, débiles maldiciones cansadas. Con el entrecejo fruncido, el noble buscó el origen del ruido.

La sala se curvaba ligeramente hacia la derecha, siguiendo una lógica que tal vez sólo un enano podía apreciar. Malus pasó ante otras nueve criptas antes de que las paredes de la habitación se estrecharan para formar una entrada baja que conectaba con otra cámara. Dos leales que trabajaban ante ella cargaban pesadas losas rectangulares de piedra para colocarlas de modo que formaran una especie de parapeto defensivo orientado en la dirección por la que había llegado Malus. Al acercarse el noble, alzaron la mirada y dejaron de trabajar para enjugarse la cara con trapos mugrientos.

Malus examinó la obra y asintió apreciativamente, no sin reparar en que las losas de piedra eran las gruesas tapas usadas para sellar las tumbas de los enanos.

—Veo que mi guardia ha mantenido a todo el mundo ocupado —comentó.

Uno de los druchii asintió con la cabeza.

—Esta es la última, mi temido señor —dijo, un poco corto de aliento—. Hay otras como esta que llegan hasta la cámara principal. No teníamos mucho que hacer, porque este lugar ya está construido prácticamente como una fortaleza. Un puñado de guerreros podría contener a un ejército, aquí abajo, si quisieran.

Malus observó las toscas fortificaciones y no pudo disentir. Con múltiples bastiones bien protegidos tras los cuales retirarse, podían causar enormes estragos entre los fanáticos de Urial, si los descubrían. El monstruo engendrado por el Caos que era su medio hermano, sin embargo, era otra cosa, pero no le pareció prudente señalarlo.

—¿Dónde está nuestro campamento? —preguntó.

El leal hizo un gesto por encima del hombro.

—Cinco cámaras más atrás, mi señor —dijo—. Justo fuera de la cámara principal. Hay algo de comida y agua, si tienes hambre. Tu guardia trajo provisiones hace un par de días.

Malus volvió a asentir con la cabeza y pasó con cuidado por encima de las barreras defensivas.

—Con un poco de suerte, no tendremos que ponerlas a prueba —comentó—. Pero continuad de todos modos.

Los druchii volvieron al trabajo, y el noble desapareció en la cámara adyacente.

La cripta serpenteaba de aquí para allá como el rastro de una serpiente por el interior de la colina. Cada cámara mortuoria era ligeramente curva y se alejaba en diagonal de la anterior. Tal vez se trataba de una técnica que permitía que un número tan elevado de tumbas cupieran en los confines de piedra de la zona, pero Malus sospechaba que había un propósito ritual en aquel trazado, como si las líneas curvas de las cámaras formaran un sigilo o runa sagrada tallada en la roca imperecedera. En cada entrada, los druchii habían alzado defensas con las tapas de los ataúdes halladas en las inmediaciones. En cada cámara ardían una o dos lámparas de aceite que proporcionaban la luz suficiente para recorrerlas.

Para cuando atravesó la segunda cámara mortuoria, los sonidos de los que trabajaban detrás de él quedaron ahogados por los muros de piedra, y Malus quedó envuelto en un fúnebre silencio. Durante breves instantes se sintió realmente solo mientras iba de una sombra a otra como un fantasma en medio de las tumbas rotas, y, de algún modo, esto lo tranquilizó.

—¿Has tenido sueños agradables? —susurró el demonio dentro de su cabeza.

Malus se detuvo en la entrada de la cámara siguiente. ¿Era la cuarta o la quinta? No había llevado la cuenta.

—Soñé con meterte en un orinal y arrojarte a las profundidades del mar —gruñó.

Tz’arkan rió entre dientes.

—Sueños de venganza y rencor. No debería haber esperado menos. —El demonio se desenroscó dentro del pecho del noble—. ¿Qué tal la herida? ¿Te estás curando bien, pequeño druchii?

Malus cerró los puños.

—Tú deberías saberlo mejor que yo, demonio. Dentro de poco no estaré en mejores condiciones que los despojos de estas tumbas, empapado de tanta brujería que ni siquiera los gusanos me tocarán.

Una carcajada obscena estremeció las costillas de Malus.

—¡Qué niñerías! ¡Qué vanidad! Tu cuerpo se ha recuperado de una herida mortal en menos de una semana. Algunos considerarían eso un pasmoso regalo por el que merecería la pena pagar casi cualquier precio.

El noble entró en la cámara siguiente y aceleró el paso.

—La diferencia reside en que yo me doy cuenta de tus engaños —replicó—. Cada vez que me abro a tu poder, permito que aumentes tu dominio sobre mí.

—Tengo tu alma, Darkblade. —El demonio parecía divertido de verdad—. ¿Qué mayor dominio que ese me hace falta?

—Entonces, ¿por qué esto? —Se abrió los ropones para dejar a la vista las negras costras lustrosas que tenía en el pecho y los profundos moretones—. ¡Tus regalos están convirtiéndome en una abominación!

Tz’arkan suspiró.

—No, están convirtiéndote en alguien digno del destino que te aguarda. No disimules, Malus. Conozco los más profundos deseos de tu corazón. Codicias el poder. Sueñas con el día en que todo Naggaroth se incline ante ti.

Furioso, Malus continuó pasando en silencio ante las tumbas de los enanos.

—¿Pensabas que sólo la traición y la astucia bastarían para suplantar a alguien como el Rey Brujo? Necesitarás un poder muchísimo mayor que el de los grandes héroes druchii. Eso es lo que yo te ofrezco y, sin embargo, lo rechazas a cada paso.

—No me siento más fuerte, demonio. Me siento… vacío —replicó Malus—. Me siento retorcido y enfermo. Me estás corrompiendo.

—¿Con qué propósito?

—¡Con el de esclavizarme! ¿Con cuál, si no?

El demonio rió.

—¡Estúpido, estúpido Darkblade! ¿Por qué iba a hacer algo semejante? Conozco tu destino, del que puse los cimientos hace milenios. En ese sentido, fuiste esclavo de mis deseos desde el momento en que naciste.

»En bien de la discusión, supongamos que estás en lo cierto. Digamos que estoy subvirtiendo tu voluntad con cada toque de mi poder. Ahora, dime: ¿cómo es que continúas estando resentido conmigo, aunque tu cuerpo se debilita y tus enemigos aumentan su fuerza? ¿Has perdido tan sólo un ápice de tu obstinada personalidad desde que entraste en mi templo del norte?

Malus contuvo la lengua. Una parte de él ansiaba el poder del demonio como un borracho anhela desesperadamente un sorbo de vino. Si Tz’arkan no lo sabía, él no iba a darle voluntariamente esa información.

—¿No tienes nada que decir? Es lo que pensaba —continuó el demonio.

El noble atravesó la cámara funeraria mortecinamente iluminada y entró en la siguiente. Allí, las cosas eran diferentes. Había más lámparas que ardían a lo largo de la curva cámara y dejaban ver un improvisado campamento de mantas en el suelo y sacos de tela que habían sido dejados de cualquier manera en apretado montón en el centro de la estancia. La sacerdotisa y un novicio druchii yacían envueltos en las capas, profundamente dormidos sobre el suelo de piedra. Malus se dio cuenta de que, después de todo el tiempo pasado, aún no sabía el nombre de la joven sacerdotisa.

—¿Y qué harás, Malus? —preguntó Tz’arkan—. ¿Continuarás sufriendo innecesariamente, o me permitirás renovar tus fuerzas?

Malus avanzó en silencio y con cuidado de no molestar a los leales que roncaban, y se encaminó al otro extremo de la cámara. Allí habían alzado otra barricada, pero Malus vio que también una gran puerta de piedra sellaba esa entrada. En la superficie de la puerta se destacaban unas runas que habían sido rellenadas con plata fundida. De esta barrera radiaban poderosos hechizos y protecciones espirituales que al noble le causaron hormigueo en la piel.

Malus pasó por encima de la barricada y empujó la puerta con precaución.

Dentro no había ninguna lámpara de aceite. Abrió la puerta de par en par para dejar que la iluminación de la cámara que abandonaba penetrara en la pequeña habitación que tenía ante sí. Era similar a los nichos funerarios ante los que había pasado cuando iba hacia allí, excavada como una caverna artificial y con una sola tumba dentro. A diferencia del resto, el ataúd de piedra continuaba cerrado y estaba cubierto por una profusión de sigilos y hechizos. «GOTHAR GRIMMSON, MAESTRO HERRERO», decía la inscripción.

Malus entró en la cámara principal y, pasado un momento, cerró la puerta. La oscuridad y el silencio lo envolvieron totalmente.

—¿Cómo sé que me dices la verdad?

El demonio rió entre dientes.

—Las mentiras son para los débiles y los estúpidos, Darkblade. Yo tengo poca necesidad de ellas. Ya lo he dicho antes, y volveré a decirlo: nunca te he mentido; jamás.

—Tampoco me has dicho toda la verdad.

—Eso, Malus, es algo muy diferente —replicó Tz’arkan con sorna—. Te he dicho todo lo que necesitas saber de momento.

—¿Y qué no me estás diciendo ahora?

El demonio tardó un instante en responder.

—Nada de importancia, te lo aseguro.

Malus sonrió fríamente.

—En ese caso, comprenderás que busque respuestas en otra parte.

—¿Qué significa eso? —siseó el demonio.

Envuelto en la oscuridad, Malus alzó las manos y se palpó la fría banda de plata que le rodeaba un dedo de la mano izquierda. El centinela le había dicho que en el exterior era de noche, y hasta donde podía determinar, la luna estaría en cuarto creciente y brillante.

Por supuesto, Eldire no se había molestado en explicarle cómo funcionaba el condenado anillo. A falta de otras ideas, cerró el puño y se concentró en una sola palabra.

Madre.

Sintió que una brisa fantasmal le rozaba la cara. Percibió un débil olor a ceniza. De repente, el demonio se envolvió apretadamente en torno a su corazón y le hizo dar un respingo.

—Malus, ¿qué estás haciendo? —preguntó Tz’arkan con brusquedad—. ¿Qué necedad es esta?

La presa del demonio estaba relajándose y su voz se desvanecía. Un extraño resplandor plateado, como un débil claro de luna, comenzó a inundar la pequeña cámara. Malus sintió que sus dolores disminuían, y sin embargo el cuerpo se le volvía pesado y frío al mismo tiempo.

La luz se intensificó, hizo retroceder las sombras y silueteó nítidamente una figura que se encontraba de pie cerca de la antigua tumba. Con cada momento transcurrido la figura adquiría solidez, pasando de ser poco más que una silueta a transformarse en una mujer alta, de hombros cuadrados, que iba ataviada con los ropones negros de las videntes. El largo cabello blanco le caía hasta más abajo de la cintura, recogido en una trenza rematada por una banda de oro. Era escultural y regia, con un rostro a la vez hermoso y fríamente formidable. Envuelta en perlada luz, estudió el entorno con interés distante, completamente impasible ante la mágica llamada.

—Eldire —dijo Malus, e inclinó respetuosamente la cabeza.

Ella se volvió al oírlo.

—Hola, hijo mío —respondió. La voz de la mujer sonaba con claridad en la habitación, aunque tenía un eco curioso, como si hablara desde el fondo de un pozo. El cuerpo de Eldire continuaba siendo algo etéreo, como el de un fantasma, y Malus vio la débil silueta de la tumba del enano a través de la vaporosa forma.

—Ha pasado algún tiempo, Malus —continuó Eldire—. Había comenzado a temer lo peor.

El comentario hizo que Malus riera entre dientes.

—Como si una vidente con tu poder tuviera alguna necesidad de preocuparse.

—Nada es nunca seguro, hijo, en especial por lo que concierne a la adivinación —replicó con frialdad—. Manejamos posibilidades. En lo que te concierne a ti, las hebras están más enredadas que en la mayoría de los casos.

El noble frunció el entrecejo.

—Eso no parece alentador.

—Por el contrario, significa que estás intentando crear tu propio destino, en lugar de tener uno ya asignado —dijo ella—. Por supuesto, eso significa que las cosas son menos seguras que antes.

—Estás diciendo que coqueteo con el desastre.

—Más de lo habitual, sí —afirmó Eldire, cuyos labios se estremecieron en la más fugaz de las sonrisas.

—Intentaré que eso me anime.

—Bien —aprobó ella, que se volvió a mirar la tumba que tenía al lado—. Ahora, tal vez puedas explicar qué estamos haciendo en una cripta de enanos, cuando deberías estar en Har Ganeth, buscando la Espada de Disformidad.

Se lo explicó lo mejor que pudo y narró cómo por fin había logrado entrar en la Ciudad de Verdugos para luego encontrarse atrapado en la guerra santa que libraban los leales al templo y los fanáticos de Tyran. Le habló de la debacle del sanctasanctórum y de la retirada a las catacumbas.

Luego habló de la herida que había sufrido, y del poder que Tz’arkan tenía sobre él.

—Afirma que está fortaleciéndome —dijo Malus con amargura—. Tiene algo de sentido, si piensas en ello, pero ¿es la verdad? ¿Qué otra razón puede haber que no sea la de esclavizarme por completo?

Eldire pensó en todo lo que Malus acababa de decirle.

—El demonio dice la verdad, hasta cierto punto —replicó ella con cuidado—. Es verdad que Tz’arkan te ha robado el alma, y que corromperte el cuerpo no le daría más influencia sobre ti de la que ya tiene, pero no creo que a estas alturas intente controlarte. Lo que intenta es convertirse en ti.

Un escalofrío recorrió la espalda del noble.

—¿Qué quieres decir?

—Tz’arkan está transformándote, lenta e inexorablemente, para que te conviertas en un huésped de demonios —explicó la vidente—. Normalmente, un proceso semejante requiere muchísimo tiempo, pero tu caso no es nada normal, ¿verdad?

—Así que el demonio pretende… ¿qué? ¿Vestirme como si yo fuera un traje?

—Por decirlo de algún modo, sí. Tu alma será destruida y Tz’arkan ocupará su lugar.

Malus bajó los ojos hacia su pecho.

—Si las energías del demonio pueden curarme de esta manera, ¿hasta qué punto he llegado?

Eldire se deslizó silenciosamente hacia él y tendió una mano fantasmal hacia la herida. Su expresión se ensombreció.

—Caminas por el filo de un cuchillo, hijo mío —le advirtió—. Las energías del Caos hierven en tu carne, pero aún no te han consumido del todo. Tu voluntad continúa siendo fuerte, y mientras sea así podrás mantener controlado al demonio durante un poco más de tiempo.

Malus asintió con la cabeza, aunque se sentía todo menos fuerte. ¿Se atrevería a decirle cómo le temblaba el cuerpo cuando pensaba en el poder del demonio? Anhelaba la gélida inundación de los dones de Tz’arkan, y temía, en lo profundo de los huesos, que no podría derrotar a su medio hermano sin contar con él.

—La batalla que se avecina será difícil —dijo—. ¿Cómo podré enfrentarme con Urial en combate singular y vencerlo, cuando empuña la Espada de Disformidad?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —preguntó Eldire, irritada—. Estoy a cientos de kilómetros de distancia. Nunca he puesto los pies en Har Ganeth, y mucho menos examinado la espada. Simplemente, tendrás que hallar el modo.

Malus suspiró y se rodeó el pecho con fuerza.

—¿Por qué no puedes aparecer y resolverlo todo sencillamente con un poco de sabiduría arcana, como los brujos de todas las leyendas?

Eldire se inclinó hacia él.

—Si de verdad pudiéramos hacer eso, hijo mío, no tendríamos necesidad de gente como tú —replicó la vidente—. Encuentra el modo de hacerlo. Tu alma depende de eso.

—Con el odio, todo es posible —dijo él, y deseó que la frase aún tuviera el poder de tranquilizarlo.

Eldire sonrió y le acarició una mejilla con una mano insustancial, para luego retroceder. Estudió la tumba una vez más.

—¿Por qué tantas molestias por unos enanos? —preguntó.

—Fue una recompensa por construir el templo —explicó Malus con acritud—. Ciento veinte esclavos enanos en la flor de la vida. Qué desperdicio de una carne tan valiosa como esa.

La vidente extendió un largo dedo con el que recorrió los sigilos inscritos en la tumba.

—Están muertos, pero sus espíritus perduran —dijo—. Estas son poderosas protecciones de retención. En estas tumbas se invirtió una gran cantidad de brujería.

—¿Quién puede entender la sabiduría de los sacerdotes? —preguntó Malus, con un encogimiento de hombros.

—En efecto —admitió Eldire, y suspiró.

—¿Han llegado a Hag Graef noticias de Urial?

—No, aún no —respondió ella—. Si las sacerdotisas del templo saben algo, no lo cuentan. Tú tienes razón, por supuesto. Cuando Malekith se entere de que Urial tiene la espada, marchará sobre Har Ganeth. Un jinete veloz puede llegar al Camino Odioso en menos de una semana.

Malus imaginó a Rhulan galopando a toda velocidad por el camino de los Esclavistas.

—¿E Isilvar?

Eldire se volvió para mirar a Malus.

—El drachau lo ha proclamado héroe por salvar la ciudad —le explicó—. Su poder aumenta día a día.

—¿Es tan poderoso como Lurhan?

—No, pero será lo bastante poderoso, llegado el momento —afirmó ella—. Olvídate de él y de Hag Graef, hijo mío. Tu futuro está en otra parte.

—Mi futuro debo decidirlo yo, madre —la contradijo Malus—. Tú misma me lo has dicho. Cuando llegue el momento adecuado, regresaré a Hag Graef. Tengo asuntos pendientes allí.

Eldire abrió la boca para responder, pero lo pensó mejor y se encogió de hombros.

—Como quieras, hijo. Antes, sin embargo, debes ocuparte de Urial. Me temo que eso será un reto lo bastante importante.

Dicho esto, desapareció. No hubo ningún gesto de despedida. Eldire simplemente se desvaneció como un fantasma y se llevó consigo la luz mortecina.

Malus quedó sumido en dudas y oscuridad.