13: Entre los muertos

13

Entre los muertos

En ese momento estalló un coro de aterrorizados lamentos dentro del santuario interior, cuando el valor de los ancianos del templo cedió finalmente. La corriente de servidores del templo heridos y desmoralizados que salían al santuario exterior se transformó de pronto en una violenta marea, cuando decenas de druchii presas del pánico huyeron ante Urial y su temible novia.

—¡Marchaos! —le gritó Malus a Rhulan—. Reunid a vuestros guardias y dirigios a las puertas del templo. —Luego se volvió para mirar a la marea de servidores del templo en retirada, y alzó la espada manchada de sangre.

—¡Resistid! —rugió, con la cara transformada en una máscara de furia implacable. El grito casi se perdió en el rugido de la turbamulta en retirada, pero las primeras filas de druchii que huían vieron la furiosa expresión del noble y se detuvieron. Avanzó un paso hacia los atemorizados ancianos—. ¡Volveos y enfrentaos con los enemigos! ¡Defended a vuestros dignatarios y la santidad del templo, porque Khaine os observa!

Cada palabra fue como una daga que se clavara en el pecho de Malus. Sentía los pulmones pesados e hinchados, y tenía la sensación de que no podían inspirar suficiente aire. El demonio tenía razón, Urial le había herido gravemente. El pecho le subía y bajaba debido a la respiración trabajosa, y volvió la cabeza a un lado para escupir un coágulo de sangre sobre el suelo de mármol, pero en lugar de sentir miedo, se sintió invadido por una negra cólera hirviente.

Se adentró intrépidamente entre la muchedumbre y apartó a ambos lados a los ancianos temerosos.

—¡Cráneos para el Dios de la Sangre! —gritó, y una espuma sanguinolenta le manchó los labios. La primera fila de servidores del templo dieron la vuelta para seguirlo, y alzaron las armas mientras Malus se abría paso a través de la multitud hacia la estrecha puerta.

Sabía que si lograba llegar a la puerta podrían defenderla casi indefinidamente. Los vapuleados guardias del templo podrían formar un círculo cerrado ante la entrada y matar a los fanáticos uno a uno si intentaban abrirse paso. La puerta estaba a menos de seis metros de distancia, pero el camino se hallaba atestado de figuras de ropón negro que forcejeaban y le disputaban cada escalón que ascendía. Malus gruñía como un lobo atrapado mientras golpeaba a los ancianos que tenía ante sí con el plano de la espada, y observaba la entrada con temor creciente. Si los fanáticos llegaban a ella antes que él, todo estaría perdido.

—¡Resistid! —volvió a gritar, y logró reunir a los que tenía más cerca—. ¡Id hacia la puerta! —ordenó, y los ancianos que lo rodeaban intentaron abrirse paso escalera arriba, a contracorriente. Los druchii que huían los empujaban hacia atrás, chillaban y maldecían. Un guardia del templo que había ante Malus le lanzó una salvaje estocada, pero el noble le partió el cráneo sin vacilar lo más mínimo. Se metió por la brecha que había dejado el caído y continuó avanzando—. ¡Resistid en la puerta! —dijo—. ¡Los detendremos aquí!

Si hubieran sido soldados acostumbrados a obedecer órdenes en medio del caos de la batalla, el plan podría haber funcionado, pero se trataba de ancianos y acólitos del templo, muchos de los cuales no habían derramado sangre ajena como no fuera en los rituales. La muerte del Gran Verdugo y la matanza hecha entre ellos por los vengativos fanáticos habían reducido a polvo su valentía. Malus se encontraba a medio camino de la puerta cuando un coro de agudos gritos se alzó para desafiar sus órdenes vociferadas.

—¡El Portador de la Espada ha llegado! ¡Saludad todos a Urial, el Azote de Khaine!

Los druchii lanzaron alaridos cuando sus hermanos del templo se volvieron contra ellos, gritando el nombre de Urial, y les clavaron estocadas con la esperanza de salvarse. La multitud empujó con renovado vigor contra Malus y el puñado de soldados que había reunido, pero esta vez con puntas de cuchillo y hojas de hacha, además de codos y puños.

El noble oyó un crujido seco de huesos partidos cuando el druchii que tenía delante fue golpeado en la espalda por el hacha de un guardia. Cayó con un alarido gorgoteante, y el agresor arrancó el arma del cadáver con ambas manos y se lanzó contra Malus con un brillo febril en los ojos oscuros. Malus bloqueó el frenético tajo del hacha con la espada alzada, y luego estrelló el redondo pomo del arma contra la cara del atacante. El guardia se tambaleó y chocó con los que tenía detrás, y Malus hundió la espada profundamente en el cuello del renegado.

Una daga lo acometió por la derecha y dejó una fina línea en el bíceps izquierdo de Malus. El noble tosió y escupió más sangre, mientras respiraba con jadeos gorgoteantes. Una espada corta le lanzó tajos desde la derecha, y Malus paró los torpes golpes sin ser consciente de que lo hacía. La multitud de lo alto de la escalera avanzó. Un druchii cayó hacia Malus y él le clavó una estocada en el pecho, incapaz de distinguir si se trataba de un amigo o un enemigo. Entonces lo vio: una manga blanca salpicada de rojo que sujetaba en alto un draich manchado de sangre ante la entrada del santuario interior. Los fanáticos habían tomado la puerta y ya no eran capaces de contenerlos.

Otra daga acometió a Malus. Dado que no podía discernir quién la blandía en el enredo de cuerpos, le asestó un tajo a la mano y le cortó dos dedos. Algo afilado se le clavó en la parte inferior de una pierna y lo hizo gritar de sorpresa. Miró rápidamente a izquierda y derecha, y vio que los que tenía detrás presentaban batalla, pero la mayoría se volvía contra ellos. Si se quedaban donde estaban, los vencerían en pocos minutos.

Malus inspiró tanto aire como pudo.

—¡Guerreros del templo! —gritó—. ¡Un paso atrás!

Los ancianos y sus guardias miraron a Malus con desconcierto, pero la fila desigual retrocedió un paso. Varios de los druchii que avanzaban hacia ellos perdieron el equilibrio y cayeron a los pies de los leales del templo que se retiraban, y Malus cobró ánimos al ver que estos despachaban a los renegados con rápidos golpes despiadados. El noble se arriesgó a lanzar una mirada por encima del hombro, y vio a Arleth Vann justo detrás de él, con las espadas bajas a ambos lados del cuerpo. Reparó en los hilos de sangre que salían de dentro de las dos mangas del asesino y goteaban desde sus puños, pero no dudó de que su guardia continuaría luchando y matando si él se lo ordenaba.

—¡Nos retiramos hacia la puerta! —gritó—. ¡Guárdanos la espalda y evita que los bastardos nos rodeen por los flancos cuando hayamos salido de la escalera!

Arleth Vann asintió, ceñudo, y se volvió de espaldas a Malus para mirar hacia el suelo de la capilla.

—¡Guerreros del templo! ¡Un paso atrás! —ordenó Malus, y la retirada comenzó de verdad.

Los ochenta pasos que los separaban de la puerta fueron los más largos de la corta vida de Malus. Todos los servidores leales del templo que se habían interpuesto entre Malus y la entrada del santuario interior estaban muertos, y ante él no había nada más que una multitud sedienta de sangre que pedía su cabeza a gritos. Uno cargó directamente hacia él, agitando un hacha, y el noble echó una rodilla en tierra y le clavó una estocada en la entrepierna. Otro lo acometió con un tajo de espada corta dirigido a la cara. Malus arrancó la espada del cuerpo del que empuñaba el hacha y paró el golpe, para luego obligar al enemigo a retroceder con una estocada dirigida a la cara. Volvió a ponerse de pie y retrocedió, al tiempo que provocaba a los que tenía delante para que probaran suerte contra su espada.

Y así continuó: retroceder un paso, parar un golpe, matar y retroceder otro paso. Cuando los leales del templo abandonaron la escalera, la turba descendió al suelo de la capilla y rodearon los extremos de la irregular formación, obligando a los luchadores que se retiraban a reunirse en un apretado grupo de druchii cansados. Las pilas de cráneos del suelo de la capilla fueron como un regalo para los leales, porque estorbaban los ataques de los renegados, que no podían acometer a los defensores desde todos lados. Fiel a su palabra, Arleth Vann mantuvo despejada la línea de retirada y mató a todos los renegados que se cruzaban en su camino.

Cuando se encontraban a poco más de medio camino de la puerta, Malus jadeaba como un perro y en la periferia de su visión aparecían puntos rojos. Recogió la daga de un renegado muerto y continuó luchando con ambas manos, parando golpes con la pesada espada nórdica y apuñalando enemigos con el cuchillo. Había perdido la cuenta de cuántos había matado. Los demás le seguían los pasos como lobos porque percibían que estaba debilitándose y aguardaban el momento oportuno para acometerlo. El noble boqueaba como pez fuera del agua, y apenas se atrevía a apartar los ojos de los oponentes para ver qué tal le iban las cosas al resto de los leales.

Con cada inspiración entrecortada sentía que el demonio se removía dentro de él, sin decir nada pero recordándole su presencia. En varias ocasiones, Malus se reprimió cuando ya tenía el nombre del demonio en los labios, sabedor de que una sola palabra le llenaría los pulmones de aire fresco y le transformaría la sangre en hielo mortal. En cada ocasión apartó de sí la tentación con un gruñido, aunque no sabía si lo hacía por miedo o por puro rencor sanguinario.

Sólo cuando los renegados redoblaron los ataques, Malus supo que se encontraban cerca de la puerta. Oyó que el tempo de la lucha se aceleraba a ambos lados, y los tres enemigos que habían pasado los últimos minutos poniendo a prueba sus defensas decidieron acometerlo todos a la vez. Dos de ellos empuñaban estoques cortos, mientras que el druchii situado más a la derecha blandía una gran hacha de un solo filo.

El hombre del hacha estuvo a punto de herirlo al acometerlo justo cuando Malus parpadeó para librarse de una nube de puntos rojos que tenía en el campo visual. Sintió más que vio la enorme forma del atacante, y por puro instinto saltó hacia adelante y a la derecha, cosa que lo situó por dentro del arco del barrido del hacha. El atacante pivotó más hacia la derecha para intentar corregir la dirección del arma, pero lo hizo un segundo demasiado tarde y apuntó mal, de modo que la hoja impactó en la parte posterior de la cabeza de uno de los espadachines. Antes de que el que blandía el hacha pudiera recuperarse, Malus le clavó una estocada en el pecho y otra en el cuello. Luego se lanzó hacia el último de los tres atacantes, que en ese momento pasaba por encima del compañero caído y dirigía una estocada a la garganta del noble. El hecho de que la espada del renegado fuera más corta lo obligó a lanzarse demasiado a fondo para llegar al objetivo, y Malus se lo hizo pagar muy caro; se apartó a un lado para evitar la estocada y le estrelló el filo de la espada en un costado del cuello.

Malus se arriesgó a echar una rápida mirada atrás y vio que la puerta se encontraba a apenas unos pocos pasos. Alguien —probablemente uno de los guardias de Rhulan—, había entrecerrado la puerta de modo que por ella pudieran pasar sólo uno o dos druchii por vez. En el interior ya sólo quedaba un reducido puñado de leales comandados por Arleth Vann, que apenas lograban mantener abierta la ruta de huida. El noble se habría echado a reír si hubiese tenido el aliento necesario para hacerlo. En cambio, se volvió otra vez hacia los renegados y se encontró cara a cara con uno de los fanáticos de Tyran. El espadachín tenía preparado el draich incrustado de sangre y una sonrisa embelesada en los labios.

«No puedo vencerlo, maldición. Apenas si puedo respirar», pensó. A pesar de todo, saltó hacia el fanático al tiempo que lanzaba un grito ronco, con la daga cerca del torso, e hizo una finta con la espada para calibrar la destreza del oponente. El espadachín estaba claramente agotado a causa del esfuerzo realizado para llevar a cabo el ritual del Portador de la Espada, porque el golpe destinado a matar a Malus fue lo bastante lento para que el noble lo parara con el plano de la daga. Malus retrocedió ante el espadachín, jadeando, y el fanático lo siguió grácilmente, con expresión voraz y atenta.

Malus se desvió para ir hacia la puerta, con la esperanza de que la memoria y la vista borrosa no lo hubieran engañado. Lanzó otra estocada corta a los ojos del fanático, y retrocedió justo a tiempo de evitar que le cortara el brazo de la espada a la altura del codo.

El fanático rió.

—Te deshonras, blasfemo —dijo—. Había esperado que fueras un enemigo digno, pero jadeas y das traspiés como un borracho. ¿Por qué no arrojas la espada y aceptas la fría misericordia de Khaine?

Una fantasmal sonrisa apareció y desapareció en los labios de Malus.

—Porque yo sé algo que tú ignoras.

El fanático frunció el entrecejo.

—¿Y es?

—Y es que mi guardia está a punto de clavarte una estocada en un costado del cuello.

El espadachín rotó y alzó la espada en un velocísimo movimiento defensivo. Malus saltó al mismo tiempo para asestarle un tajo en la curva interior del codo, y cercenó limpiamente el brazo. El fanático dio un traspié, pero antes de que pudiera recobrarse, el noble lo remató con una estocada en el cuello.

Arleth Vann acabó con el renegado que tenía delante y dio un paso atrás para situarse junto a Malus. Le dirigió a su señor una mirada acusadora.

—He oído lo que dijiste —declaró con severidad—. ¡Mira que sugerir que yo interferiría en un duelo sagrado!

—Yo mismo estoy un poco sorprendido de que se lo haya creído —replicó Malus. Cogió al asesino por una manga empapada de sangre y lo hizo retroceder a través de la entrada. A ambos lados de la puerta había druchii con los ojos muy abiertos cuyas manos sujetaban los bordes de las altas puertas de roble.

—¡Cerradlas! ¡Rápido! —ordenó Malus—. ¡Los tenemos casi encima!

Los guardias obedecieron de inmediato y tiraron con fuerza de las pesadas hojas de madera. En la abertura que se estrechaba aparecieron rostro frenéticos, manchados de sangre, y se oyeron los terribles golpes contra las puertas que se cerraban. Una mano pálida asomó por la abertura, desesperada por coger a Malus. Con una maldición, el noble se desvió a un lado y descargó la espada sobre la mano agresora, cercenándola en medio de una fuente de sangre. El agónico alarido del renegado fue ahogado por el pesado ruido de las puertas al cerrarse.

Malus se volvió para buscar a Rhulan, que se encontraba al pie de la escalera del templo, con la cara cenicienta.

—¿La puedes dejar cerrada?

El anciano del templo se sobresaltó al oír la voz de Malus, como si estuviera perdido en ensoñaciones.

—¿Dejarla cerrada? —preguntó, mientras parpadeaba como un búho.

—¡La puerta, maldito seas! —le espetó el noble, con una voz tan dura que tanto Rhulan como sus guardias dieron un respingo—. ¿Conoces algún hechizo para dejar la puerta cerrada?

—Ah, sí. Por supuesto. —Rhulan avanzó y alzó la mano derecha—. Apartaos de la puerta —dijo.

Malus y Arleth Vann bajaron de la escalera, y el resto de servidores del templo se apartaron a los lados. Las pesadas puertas comenzaron a abrirse casi de inmediato y dejaron salir un coro de feroces gritos y puñetazos. Una cabeza cortada pasó rodando por la abertura cada vez más amplia y bajó rebotando por la escalera hasta detenerse a los pies de Malus.

Entonces, Rhulan se irguió en toda su estatura y pronunció una sola palabra de poder que restalló en el aire como un golpe de látigo. Cerró en un puño la mano alzada, y las puertas gemelas se cerraron con un golpe sonoro.

Malus asintió con cansada satisfacción mientras revisaba, hasta cierto punto, la opinión que tenía del frágil Rhulan. Con rapidez, hizo recuento del variopinto grupo de leales que habían escapado a la debacle del interior del templo. Rhulan tenía seis hombres y mujeres que formaban un amplio círculo en torno a él, y vio que la anciana tatuada, que se hallaba a cierta distancia, estaba rodeada por su propio círculo de guardias y parásitos, incluida la sacerdotisa armada con un hacha a la que había visto luchar antes. Otros cuatro leales se encontraban cerca de Malus, al pie de la escalera. Eran los únicos que quedaban del reducido destacamento que había conducido al exterior del edificio.

Del centenar de druchii que habían seguido al Gran Verdugo desde la Ciudadela de Hueso, quedaban menos de veinte. Malus sacudió amargamente la cabeza e intentó maldecir, pero lo único que logró fue una violenta tos húmeda que le provocó espasmos de dolor en el pecho. Se tambaleó, y Arleth Vann lo sujetó con una mano manchada de sangre.

—¿Estás bien? —preguntó Rhulan, cuyo semblante palideció aún más.

Malus tuvo que esforzarse para reprimir una réplica grosera. Escupió la sangre que le llenaba la boca e inspiró como un estrangulado.

—Bastante bien —logró decir.

—No tenemos mucho tiempo —dijo el anciano con voz hueca—. ¿Qué hacemos?

El demonio se removió.

—Escúchalo —susurró Tz’arkan—. Se te acaba el tiempo, pequeño druchii. Debes escoger.

Una punzada de lacerante dolor recorrió el pecho de Malus, tan intenso que casi lo hizo doblarse por la mitad. La mano de Arleth Vann volvió a sujetarlo, pero Malus retiró el brazo de un tirón. Sin nada más que la amarga furia para sostenerlo, se obligó a enderezarse.

—Vamos a hablar con esos asesinos vuestros —dijo, con los dientes apretados—, y luego acabaremos con esos fanáticos de una vez y para siempre.

Después de la ebúrnea eminencia de la Ciudadela de Hueso y la gloria del templo labrado por enanos, Malus no sabía qué esperar en el caso del sanctasanctórum de los asesinos sagrados. ¿Una afilada torre enteramente forjada en acero? ¿Un palacio de rubíes y granates? Muchas visiones fantásticas pasaron por su mente mientras Arleth Vann los conducía a través de los terrenos del templo.

Resultó ser un agujero en el suelo.

Para ser más precisos, se llegaba a él por un sendero en espiral de casi ciento veinte pasos de diámetro que se adentraba en la tierra. Grandes globos de luz bruja rodeaban el perímetro de la amplia espiral y proyectaban sombras móviles de luz sobre el estrecho sendero. Tenía la anchura justa para que lo recorriera sólo un druchii por vez, y estaba formado de vidrio rojo oscuro que brillaba como sangre en la luz bruja.

Rhulan encabezó la marcha. Los guardias del templo —incluso la temible sacerdotisa del hacha manchada de sangre—, se miraron aprensivamente unos a otros cuando echaron a andar en fila detrás de su señor. Incluso Arleth Vann pareció vacilar a la hora de iniciar el descenso, aunque Malus sospechaba que tenía razones muy concretas para evitar a sus antiguos camaradas. Suponía que los silenciosos cuchillos de Khaine no abrigaban compasión alguna para aquellos que rompían sus votos y desertaban de la orden.

El descenso le pareció interminable. Pasaron cinco minutos completos de lento paso metódico antes de que completaran el primer circuito y comenzaran a penetrar bajo tierra. Malus apretaba los dientes, se presionaba la herida del pecho con una mano, y esperaba oír sonidos de persecución en cualquier momento. Imaginaba que Urial no se vería demorado durante demasiado tiempo por el hechizo de Rhulan, ni tardaría un solo instante en lanzar a los sabuesos tras su pista.

Pasaron casi cinco minutos más antes de que se encontraran del todo bajo tierra. ¿Qué, en el nombre de la Madre Oscura, requería tanto tiempo para recorrer el camino?, se preguntó. ¿Acaso había trampas dispuestas para los incautos? ¿Agujas envenenadas o espíritus voraces? Todos los que lo precedían parecían estudiar el sendero que tenían por delante con intenso interés. Concentrado en respirar regularmente, Malus los imitó y se puso a observar las brillantes piedras rojas en busca de reveladoras placas de presión o alambres que pudieran activar trampas.

Continuaron avanzando y avanzando. El olor de la tierra húmeda le inundaba la nariz, y cuando dejaron atrás la luz bruja, el camino quedó iluminado por musgo de sepultura que crecía en nichos abiertos en las brillantes paredes de piedra.

No tardó en perder la noción del tiempo. Un paso llevaba al siguiente, a una velocidad que ni disminuía ni aumentaba. Comenzó a sentirse como si una fuerte mano de dolor le apretara el pecho, y de vez en cuando una gota de sangre salía por sus labios y caía pesadamente en el sendero. Cada vez que respiraba sentía un burbujeo en la garganta, como si sufriera una terrible fiebre. Oía que el demonio le susurraba en los oídos, pero el sonido era extrañamente débil, como el murmullo de las mareas, y le prestaba poca atención.

Pasado un tiempo, Malus comenzó a sentir que el curvo sendero se encogía, se cerraba cada vez más con cada giro. Se animó al comprender que tenían que encontrarse cerca del lugar de destino, pero tuvo cuidado de no disminuir la atención hasta el punto de apartar los ojos del peligroso suelo.

Poco después de ver que sus pasos atravesaban un estrecho umbral, alzó la mirada y vio que habían llegado a una pequeña cámara circular excavada en piedra oscura. En las paredes brillaban globos de luz bruja tallados en forma de dragones y burlones demonios. Al otro lado del círculo había unas puertas dobles. Rhulan echó una sola mirada atrás, hacia el grupo, con una expresión que indicó claramente que debían aguardar allí; luego fue a detenerse ante las puertas. No dijo una sola palabra ni golpeó los paneles de madera, pero a pesar de eso, se abrieron silenciosamente para dejarlo entrar.

Después de que Rhulan se marchara, muchos de los extenuados leales se dejaron caer sentados en el suelo de piedra. Algunos se examinaron las heridas, mientras que otros se sumieron en un sopor de agotamiento. La anciana tatuada se apartó del resto, se sentó con la espalda contra la curva pared y cerró los ojos como para meditar o rezar. La sacerdotisa del hacha se sentó, luego se levantó, y finalmente se puso a pasear como un león enjaulado, con expresión distante y vengativa.

Malus también declinó sentarse, no tanto por nerviosismo como por no estar seguro de poder levantarse otra vez si lo hacía. Ya era bastante malo que Arleth Vann tuviera que verlo en un estado tan lamentable; maldito si alguien iba a tener que cargar con él. El asesino se recostó contra la pared junto a la entrada y apoyó la cabeza en la piedra curva. Tenía el macilento rostro sucio de sangre seca, y también la parte frontal del kheitan y las mangas acartonadas y oscurecidas por ella.

El noble volvió los ojos en la dirección por la que habían llegado.

—Tantas precauciones, y no había ni una sola trampa ni alarma —dijo—. Parece que los asesinos son menos temibles de lo que sugiere su reputación.

Arleth Vann alzó los ojos para mirarlo con expresión aturdida.

—¿De qué estás hablando?

Malus señaló hacia el sendero en espiral.

—Todas esas precauciones para no activar trampas eran innecesarias —dijo.

—¿Trampas? —dijo el guardia—. Eso era un laberinto, mi señor. Un viaje de meditación. ¿Quién pone trampas en un laberinto?

El noble parpadeó.

—Sí, bueno, nadie, supongo. —Frunció el ceño—. ¿Qué orden de asesinos te obliga a recorrer un laberinto para llegar hasta ellos?

Arleth Vann estudió a su señor durante largos momentos, sin saber si se estaba burlando de él.

—No somos meros degolladores, mi señor —dijo al fin—. La Shayar Nuan es una orden sagrada, muy parecida a las órdenes de los verdugos o las brujas del templo.

Malus alzó una ceja al oír el nombre.

—¿La Bendita Muerte? ¿Así se llaman a sí mismos?

—Es el nombre que nos damos a nosotros mismos —asintió el asesino, y le dedicó a Malus una de sus sonrisas espectrales—. Ahora que lo sabes, tengo que matarte, por supuesto.

El noble le gruñó a su servidor.

—Hablas como si todavía fueras uno de ellos.

Arleth Vann se encogió de hombros. Sus ojos color latón tenían una mirada obsesiva.

—Somos Shayar Nuan cuando emergemos del caldero, mi señor. Nada puede cambiar eso.

—No lo entiendo. Pensaba que el caldero estaba reservado para los sacrificios.

El asesino suspiró, mientras intentaba hallar un modo de explicarlo.

—Sí y no, mi señor. Las brujas del templo se bañan en el caldero. Es la fuente de su terrible atractivo y su vigor intemporal —dijo—. Ese poder nace, de hecho, del sacrificio: prisioneros, delincuentes, débiles y tullidos, así como todos los asesinos neófitos. Es el paso final del rito. Morimos y, sin embargo, vivimos al servicio de Khaine.

Malus miró al asesino con más atención.

—No querrás decir que, de hecho, estás muerto.

—Es una metáfora, mi señor. ¿Estás familiarizado con ese término?

—No te pongas frívolo conmigo —gruñó Malus débilmente—. En caso de que lo hayas olvidado, me clavaron una estocada de espada hace poco, y no estoy de buen humor.

—Te pido disculpas, mi señor —replicó el guardia.

—Por otra parte, con todo lo que he visto en esta maldita ciudad, no me sorprendería en lo más mínimo.

—No, supongo que no —replicó Arleth Vann—. Bien, considera esto: ¿cómo matas a un hombre que ya está muerto?

Malus lo pensó.

—Le cortas la cabeza y las extremidades y quemas los trozos. Es el único modo de asegurarse.

El asesino frunció el entrecejo.

—Comienzo a entender por qué tu padre nunca consideró la posibilidad de enviarte al templo —dijo—. Permíteme que sea directo: el mayor poder que puede tener alguien es la capacidad de arrebatarle la vida a otro. Es el dogma central de los verdugos. No obstante, si alguien ya está muerto, ni siquiera las espadas benditas de Khaine pueden tocarlo. Es un fantasma que no teme a nada de este mundo ni del otro.

Malus gruñó, y eso le provocó un espasmo de tos.

—Interesante —dijo, mientras se limpiaba la boca con el reverso de una mano—. Si no recuerdo mal, dijiste que la orden era de reciente creación, que originalmente no formaba parte del culto del Señor del Asesinato.

Arleth Vann observó con cautela a los otros khaineítas.

—Así es —admitió en voz baja—. El Rey Brujo necesitaba un medio de eliminar las amenazas contra el Estado sin arriesgarse a una guerra abierta con las casas nobles, y el templo necesitaba una razón nueva para justificar su autoridad después de que hubiera sido asesinado el último de los brujos. —Se encogió de hombros—. En el pasado, a los que sobrevivían a la inmersión en el caldero se los llevaban las brujas y los educaban en la doctrina del culto. Muchos se hacían sacerdotes, y otros vivían como oráculos o eruditos superiores. Los ancianos del templo crearon para ellos una nueva vocación: el arte del asesinato sigiloso y silencioso, una combinación de la magia de las brujas y la destreza de los verdugos.

—¿Y Urial fue educado en esas artes?

El asesino negó con la cabeza.

—No. Según todos los informes, era un erudito voraz y un poderoso brujo, pero nada más. Sus deformidades le impedían dominar las artes del combate. Hasta donde yo sé, nunca se consideró incluirlo en la orden, ni tampoco podían considerarlo de verdad como sacerdote, porque incluso los ancianos como Rhulan deben estar preparados y capacitados para marchar a la guerra. Honradamente, no creo que nadie supiera muy bien qué hacer con tu hermano.

—Es una lástima que nunca me lo preguntaran a mí. Podría haberles hecho una serie de agudas sugerencias. —Malus estudió las puertas cerradas—. ¿Crees que nos ayudarán, ahora que Urial tiene la espada?

Arleth Vann se encogió de hombros.

—La verdad es que resulta difícil saberlo. Al igual que las brujas de Khaine del pasado, la orden profesa el desinterés por los asuntos del templo. De hecho, una gran parte del prestigio y la autoridad de las brujas ha sido cedida a los asesinos a lo largo de los siglos. Podrían considerar que Urial está usurpando el papel de Malekith como Azote, o podría no importarles quién empuñe la espada, siempre y cuando se cumpla la voluntad de Khaine.

Malus sintió otra terrible punzada de dolor. Respiraba someramente y las sombras se cerraban desde la periferia de su campo visual. Sabía que estaba quedándose sin tiempo. ¿Dónde estaba Rhulan? ¿Por qué tardaba tanto?

—Da la impresión de que necesitan algo de persuasión —dijo, ceñudo, y corrió hacia las puertas.

Arleth Vann lanzó un grito de sobresalto, pero Malus llegó a la entrada antes de que pudiera reaccionar. Apoyó las manos contra la húmeda madera de roble, y empujó.

Las puertas se abrieron fácilmente y dejaron a la vista una oscuridad de caverna. Sin vacilar, Malus entró. Avanzó a ciegas, esperando chocar contra una pared o caer por el borde de un pozo en cualquier momento. Vagamente oyó que Arleth Vann gritaba su nombre, pero no le hizo caso.

Pasados escasos momentos, vio una luz mortecina ante sí. Pocos pasos después distinguió tres figuras, dos de pie y una tercera arrodillada ante ellas. Malus dedujo que la figura arrodillada tenía que ser Rhulan, y una docena de pasos más tarde se confirmó la sospecha.

El Arquihierofante se encontraba arrodillado dentro de un círculo de suave luminiscencia que parecía manar del aire mismo. Dos figuras que estaban ataviadas con ropón permanecían de pie ante él, con la cara oculta dentro de profundas capuchas.

Al acercarse Malus, Rhulan se volvió a mirar con temor, y sus ojos se abrieron más al reconocerlo.

—¡Por el Bendito Asesino! ¿Qué haces aquí? ¡Tenías que esperar!

—En este momento, el tiempo es más precioso que el oro —replicó Malus, impaciente—, y somos más pobres con cada momento que pasa. —Se encaró con los encapuchados—. ¿Pertenecéis a los ancianos de la orden?

Uno de ellos dio un paso en su dirección.

—Los ancianos están reunidos en cónclave —replicó una voz joven. Alzó una mano para quitarse la capucha y dejó a la vista el rostro aniñado y los oscuros ojos de un iniciado.

Malus señaló a Rhulan.

—¿Sabes quién es, muchacho?

—Por supuesto —replicó el iniciado—, pero no ha traído ningún diezmo de sangre, y tú tampoco. Ni siquiera el Gran Verdugo puede hablar con los ancianos sin una ofrenda adecuada. Las reglas de la orden son claras…

La daga arrojada por el noble se clavó en la frente del iniciado con un golpe sordo. El cuerpo del muchacho tembló durante un momento, con la boca petrificada a media frase, y luego se desplomó.

Malus se volvió hacia la segunda figura encapuchada.

—Muy bien —dijo con frialdad—. Ahí tienes mi diezmo de sangre. Llévame ante los ancianos.

Rhulan dejó escapar un grito ahogado. El otro encapuchado observó al acólito muerto durante un momento, y luego se encaró con Malus.

—Tu diezmo es… aceptable —dijo—, pero los ancianos están escogiendo un nuevo maestro. No hablarán con nadie hasta que hayan cumplido con su sagrado deber.

—¿No os dais cuenta de que un usurpador ha robado la Espada de Disformidad de Khaine y matado al Gran Verdugo? ¡Si no actuáis con rapidez contra él, se apoderará del templo, y luego de la ciudad!

La figura no dijo nada.

Furioso, Malus probó con otro argumento.

—¿No estáis obligados a vengar la muerte de vuestro maestre caído?

—Sí —replicó la figura.

—¡Bueno, pues fui yo quien lo mató! —declaró el noble—. Le reventé los sesos al gordo patán con un trozo de mármol roto. Si vuestros malditos ancianos no mueven el culo y hacen algo respecto a Urial, él me matará y los privará de su venganza.

Alguien gritó, iracundo. Malus no estaba seguro de quién. La sala comenzó a rotar. Lo recorrió un dolor tremendo, pero con un alarido de rabia luchó para permanecer de pie. Manoteó en busca de la espada, pero unas manos poderosas lo aferraron por los brazos y lo derribaron.

Malus no llegó a sentir cómo impactaba contra el suelo.

Flotaba por la oscuridad. Un viento caliente le soplaba en la cara y oía sonidos extraños.

Las visiones aparecían y desaparecían en fugaces destellos rojos. Vio paredes de piedra y druchii ataviados con ropones, pasadizos sinuosos y estrechas escaleras. Pasado un rato, se dio cuenta de que lo transportaban, pero no logró adivinar adonde ni por qué.

A veces, los sonidos se resolvían en voces que resonaban en espacios estrechos y oscuros. A veces susurraban y otras gritaban. Intentaba responderles, pero de sus labios no salían las palabras.

Lo siguiente de que se dio cuenta fue que tenía frío. No, que estaba tendido sobre algo frío. Sentía sabor a sangre. Se produjo otro destello rojo, y Malus dio un respingo y parpadeó en la luz repentina. Arleth Vann lo miraba desde arriba, con el pálido semblante a pocos centímetros del suyo. Los ojos de color latón penetraban profundamente en los de él.

Malus intentó hablar. Los sonidos que produjo como respuesta al esfuerzo apenas eran reconocibles.

—¿Dón… dónde estamos?

El rostro del asesino se alejó. La luz de antorcha hizo visible una pared de roca a la derecha de Malus, con nichos profundos abiertos a intervalos regulares desde el techo al suelo. Bajo la oscilante luz brillaron cráneos y pilas de huesos.

—Entre los muertos —replicó Arleth Vann. Luego, la oscuridad se cerró sobre él una vez más.