12: Nacida del caldero

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Nacida del caldero

Malus sintió que el corazón se le encogía de dolor cuando la larga espada pasaba entre sus costillas. Un espasmo le contrajo el pecho y lanzó un grito ahogado, tosió y escupió sangre. La sepulcral risa de Urial resonó en sus oídos.

—¡Gloria a Khaine, el más grande de los Dioses! —gritó el medio hermano de Malus, con el pálido semblante iluminado por una expresión de triunfo—. En verdad que es un regalo encontrarte aquí en el momento de mi ascenso. —El antiguo acólito se acercó más a él, arrastrando ligeramente el deforme pie izquierdo por el pulimentado mármol. Llevaba apretado contra el peto el atrofiado brazo derecho cuya deformidad quedaba oculta bajo el acero negro. La cara flaca y aquilina de Urial estaba iluminada por una sonrisa salvaje, y su espeso cabello blanco caía, suelto, en torno a los hombros. Parecía un príncipe brujo de las leyendas antiguas que radiaba gélida crueldad e implacable poder.

—Es muy apropiado que seas el primero en morir —dijo Urial, casi susurrando—. Después de todo lo que tú y esa puta de Eldire me habéis hecho, esto será realmente dulce. —Sonrió y flexionó la mano sana sobre la empuñadura de la Espada de Disformidad—. Voy a abrirte desde la entrepierna al mentón y dejaré que te desangres sobre estos escalones. Luego ordenaré a las brujas de Khaine que te traigan de vuelta, y te miraré a los ojos mientras te devoro el hígado. —La sonrisa se ensanchó hasta transformarse en una mueca de burla—. Cuando me haya comido tu espíritu, Darkblade, dejarás de existir. Me apoderaré de tu fuerza, de la poca que tengas, y lo que quede se perderá en el abismo para siempre.

Con un solo movimiento grácil, Urial arrancó la Espada de Disformidad del torso de Malus. Una ola de dolor se propagó como hielo por el cuerpo del noble, tan fuerte que lo dejó sin aliento. Se balanceaba, aún de pie, y de la boca abierta le caía un hilo de sangre. Luego, las rodillas cedieron, cayó de espaldas y se deslizó, laxo, escalera abajo. Su espada, aferrada en una presa de muerte, raspó y tintineó al ser arrastrada con él.

Malus se detuvo en la base de la plataforma mientras su corazón, que latía trabajosamente, enviaba olas de dolor que le recorrían el pecho. Tz’arkan se removió, y por un breve instante desapareció el terrible dolor.

—Estoy aquí, Malus —susurró el demonio—. Pídemelo, y te curaré. La herida es profunda y morirás a menos que yo intervenga.

Era difícil pensar, y aún más difícil respirar.

—No es… posible —jadeó Malus, en las comisuras de cuya boca se acumulaba espuma sanguinolenta—. La profecía…

Urial miró a los ancianos del templo y alzó la espada manchada de sangre mientras saboreaba sus gritos de consternación. Detrás de él apareció una lenta procesión de fanáticos de blanco ropón, entumecidos y exhaustos a causa del esfuerzo realizado. Tyran encabezaba la marcha, con el draich desenvainado a un lado. Miró a la multitud de ancianos y les dedicó la serena sonrisa de un verdugo.

—¡El Tiempo de Sangre se avecina! —proclamó el jefe de los fanáticos—. ¡Llorad por el fin de vuestro mundo, perros infieles! La verdad de Khaine destella en el filo de la espada del Azote. ¡Postraos a sus pies e implorad su perdón!

—Sí. Implorad una muerte limpia que lave vuestros pecados —le siseó Urial a la conmocionada multitud. Agitó la Espada de Disformidad hacia ellos como si fuera un tizón encendido—. Cuando el caldero me devolvió con vida, supisteis que había sido bendecido por el Señor del Asesinato. ¡Conocíais las profecías antiguas, y sin embargo os negasteis a creer en las señales que teníais ante vuestros propios ojos porque yo era un tullido —escupió—, un ser deforme y retorcido, indigno de blandir una daga, más aún esta espada sagrada! —Urial bajó lentamente otro escalón. Tenía la cara contraída por una cólera asesina y los ojos le brillaban de salvaje regocijo.

—¡Yo os digo que estas extremidades contrahechas eran una advertencia que revelaba vuestra ceguera y falta de fe! ¡Escogisteis la mentira placentera antes que la severa verdad de la voluntad de Khaine, y cosecharéis el amargo fruto de vuestra falta de fe! —El Portador de la Espada lanzó una carcajada sedienta de sangre—. Yo he reclamado la espada, y pronto tomaré a mi magnífica novia. Entonces el mundo arderá…, ¡ah, cómo arderá!…, y nos elevaremos sobre una ola de sangre tan alta como las estrellas mismas. —Urial apuntó a los ancianos del templo con la Espada de Disformidad—. Pero esas glorias no son para los de vuestra clase. ¡Las brujas de Khaine os traerán de vuelta y alimentaremos a los cuervos con vuestras entrañas!

—¡Silencio, hereje! —tronó la voz del Gran Verdugo.

La multitud de ancianos se apartó a ambos lados para dejar pasar al temible maestre del templo, que entró en la capilla y subió a la plataforma para detenerse junto al hirviente caldero. La cara del Gran Verdugo era una máscara de temible y justa cólera, y de la hoja con runas grabadas de su hacha goteaba sangre fresca. Llevaba en el puño derecho las cabezas de los fanáticos muertos en el exterior del templo, y el kheitan recubierto de oro estaba manchado de oscuras salpicaduras de sangre. Era la imagen de un héroe vengador ungido con sangre sagrada, y la furiosa mirada que posó sobre Urial detuvo en seco al Portador de la Espada.

—Eres una abominación, Urial de Hag Graef —proclamó el maestre del templo—. ¡Tú afirmas que el caldero te devolvió como un regalo de Khaine, pero yo digo que el Señor del Asesinato te perdonó la vida para poner a prueba nuestras creencias, no para darles cumplimiento! —El Gran Verdugo recorrió con los ojos a los ancianos reunidos en los que clavó, por turno, una severa mirada—. La voluntad del Dios de Manos Ensangrentadas está clara para los fieles: ¡Malekith es el Azote elegido, el que conducirá a los fieles a la gloria! —Arrojó las cabezas cortadas dentro del caldero y alzó el hacha hacia Urial—. Eres un mentiroso y un falso profeta —declaró—. Has profanado el sanctasanctórum y puesto las manos sobre la espada sagrada del Azote. —El maestre del templo bajó de la plataforma y ascendió por la escalera con el hacha cogida a dos manos—. ¡Yo te condeno y repudio, y es mi jubiloso deber matarte en nombre del Dios de la Sangre!

Para sorpresa de Malus, Urial sonrió y negó con la cabeza.

—El primero que morirá por esta espada será mi medio hermano. Tú no eres digno de sangrar sobre mis botas; eres un fraude.

—¡Matad al blasfemo! —gritó Tyran, y dos fanáticos que respondieron al potente rugido cargaron escalera abajo y pasaron junto a Urial blandiendo sus mortíferas armas. El Gran Verdugo los recibió con un aullido de justa furia y, con el hacha girando, avanzó hacia Urial.

Los fanáticos a la carga fueron los primeros en llegar hasta el Gran Verdugo, con las espadas destellando como rayos. El maestre del templo calculó el avance de ambos y, con una destreza nacida de incontables batallas, cambió de postura y dio un paso a un lado para enfrentarse, arma con arma, con el de la izquierda. La espada del fanático se partió al chocar con el hacha hechizada del maestre, y el Gran Verdugo respondió con un velocísimo golpe de retorno que cercenó el torso del oponente con un tajo oblicuo, justo por debajo de las costillas. El movimiento repentino que hizo a continuación para esquivar la acometida del fanático de la derecha bastó para que no lo matara, pero no para ponerlo completamente fuera del alcance de la larga hoja. Malos sintió el calor de las gotas de la sangre del viejo druchii que lo salpicaron cuando la espada del fanático le abrió un profundo tajo en un costado.

Un torrente de sangre y visceras cayó por los escalones en torno a los pies del maestre del templo cuando las dos mitades del fanático que acababa de matar vaciaban su contenido sobre la escalera.

—¡Sangre y almas para Khaine! —gritó el Gran Verdugo, que pivotó grácilmente para hacer frente a la carga del fanático que quedaba. El viejo druchii paró un diestro tajo dirigido hacia uno de sus muslos y respondió con un golpe de revés lanzado hacia la cabeza del fanático, pero el guerrero se agachó ágilmente y la hoja pasó por encima de él. El fanático rotó a gran velocidad y penetró la guardia del maestre del templo para dirigir un tajo hacia el vientre del Gran Verdugo; sin embargo, el viejo druchii cedió terreno y paró el golpe con el largo mango del hacha. El espadachín resbaló ligeramente en la espesa sangre que cubría los escalones, pero con agilidad sobrenatural detuvo el movimiento y saltó atrás para tener espacio donde blandir la espada a dos manos y descargar un golpe descendente sobre la pierna derecha del Gran Verdugo. La larga espada abrió un profundo tajo en el muslo del maestre del templo, pero al igual que un viejo jabalí canoso, el Gran Verdugo bramó de cólera y redobló el ataque. Tras girar ligeramente para que la espada quedara atrapada en la herida, el viejo druchii acometió con el hacha sujeta con una sola mano y cercenó el brazo derecho del fanático justo por encima del codo.

El fanático lanzó un agudo grito de dolor mientras la sangre manaba a borbotones por el muñón, pero con la mano izquierda arrancó la espada de la pierna del maestre del templo y situó la larga arma en posición defensiva cuando el Gran Verdugo se lanzó hacia él. Las gotas de sangre se dispersaron como lluvia cuando el viejo druchii descargó una andanada de golpes contra la débil guardia del fanático. Al tercer golpe tintineante, el hacha con runas grabadas partió el draich justo por encima de la empuñadura y la curva hoja se clavó en la cara del fanático. Ebrio de dolor y matanza, el Gran Verdugo arrancó el hacha y se volvió hacia Urial. Mientras reía como un demente, pasó la lengua por el filo de la hoja manchada de sangre.

—¡La sangre de los guerreros que uno mata es dulce —proclamó—, pero la cobardía es amarga! Huelo cómo tu sangre se transforma en vinagre, Urial. ¡El verdadero Azote de Khaine no se acobardaría ni dejaría que otros lucharan en su lugar!

Los ancianos del templo gritaron su acuerdo y los fanáticos respondieron con gritos enloquecidos cuando ambos bandos se lanzaron el uno contra el otro. Figuras ataviadas con ropones rodearon la plataforma como una marea negra y subieron por la escalera junto con su maestre, mientras los fanáticos de blanco ropón estremecían el aire con aullidos sedientos de sangre y corrían a hacerles frente. Las espadas hendían el aire y chocaban, y por la negra escalera corrió más sangre al trabarse la batalla.

En medio de la carnicería, Malus sintió que unas manos fuertes lo aferraban e intentaban levantarlo. Con un alarido de dolor y mientras tosía y escupía sangre, el noble intentó zafarse de la presa invisible, y al recobrar la serenidad se encontró mirando la cara manchada de sangre de Arleth Vann.

—¡Suéltame! —gritó con voz ronca—. ¡Suelta! Tienes que llegar hasta el Gran Verdugo. Cuando Urial fracase, debes coger la espada y traérmela.

El antiguo asesino negó con la cabeza.

—No hay esperanza —dijo con voz átona—. Urial tiene la Espada de Disformidad. Ni siquiera el maestre del templo puede prevalecer contra él.

—Pero tú sí puedes —susurró Tz’arkan dentro de la cabeza de Malus—, con mi ayuda. ¡Acéptala, Malus! ¡Rápido, antes de que sea demasiado tarde!

El noble negó con la cabeza, furioso.

—¡No necesito tu maldita ayuda! —jadeó. Se le aflojaron las rodillas y cayó contra Arleth Vann, que se esforzaba por mantenerlo erguido. El dolor de su vientre desmentía las desafiantes palabras que acababa de pronunciar. Sentía los pulmones pesados, como si tuviera una carga enorme sobre ellos, y un frío entumecedor se le propagaba por el pecho. Resoplando de frustración, intentó volver a erguirse y ver a Urial entre la furiosa refriega de la escalera.

Urial y el Gran Verdugo se acometían el uno al otro como semidioses, a menos de cinco metros de distancia, y de las armas brujas saltaban lluvias de ardientes chispas al chocar una y otra vez en un torbellino de toscos golpes brutales. El maestre del templo acometía implacablemente a Urial, pero el antiguo acólito blandía la Espada de Disformidad con una sola mano y paraba con facilidad los golpes a dos manos del Gran Verdugo. A pesar de esto, el Portador de la Espada estaba cediendo terreno, retrocediendo lentamente hacia el interior del sanctasanctórum, paso a paso. Malus habría interpretado eso como una buena señal de no haber sido por la malévola sonrisa que había en el flaco rostro de Urial.

El maestre del templo estaba debilitándose. Debido a la sangre que manaba de sus profundas heridas, cualquiera de las cuales habría bastado para matar a alguien inferior a él, los golpes asesinos del viejo druchii eran cada vez un poco más lentos. Cualquiera que fuese la fuerza que el Gran Verdugo había extraído de sus enemigos, estaba casi agotada, y Malus se dio cuenta de que con cada paso que avanzaba hacia Urial quedaba más aislado de sus compañeros ancianos. Ya era una solitaria figura negra en un mar blanco.

Con un grito sanguinario, el viejo druchii hizo una finta hacia la cintura de Urial, y luego detuvo el golpe y lanzó un tajo de revés hacia las rodillas del Portador de la Espada. Urial bloqueó también este tremendo golpe con una velocidad atemorizadora, como si no blandiera más que una vara de sauce. El Gran Verdugo se tambaleó ligeramente, y Urial pasó la espada por la cara del maestre del templo e hizo manar una fina lluvia de sangre. El viejo druchii apenas si respingó con el tajo, y redobló el ataque con un mandoble dirigido al brazo con que Urial sujetaba la espada. Mientras reía, el antiguo acólito se inclinó hacia atrás y dejó que la hoja del hacha silbara al atravesar el aire vacío. Luego se enderezó y abrió un tajo en el brazo izquierdo del maestre del templo, desde la muñeca hasta el codo.

Malus se dio cuenta, con el corazón encogido, de que Urial estaba jugando con él. Buscó a tientas el cuchillo arrojadizo que le quedaba en el cinturón, pero la empuñadura estaba empapada en su propia sangre y le resbaló de los dedos. La amarga maldición se perdió en el estruendo de alaridos y espadas que chocaban en el aire cargado de vapor.

El Gran Verdugo osciló cuando Urial le pasó la hoja de la espada por la frente. Otro tajo cercenó la oreja izquierda del maestre del templo. El anciano herido se balanceó sobre los pies, mientras su pecho subía y bajaba a causa de la agitada respiración. La sangre le había empapado el ropón, que ahora brillaba en la luz rojiza. Malus vio que Urial le decía algo al Gran Verdugo, pero las palabras se perdieron en el tumulto. El maestre del templo respondió con un grito colérico y dirigió un tremendo golpe al centro mismo del pecho del Portador de la Espada.

Urial bloqueó fácilmente el golpe, con una sonrisa presuntuosa en los labios; sonrisa que se transformó en expresión de horror cuando el astuto viejo druchii atrapó la hoja de la espada con la de su hacha y tiró del antiguo acólito. El Portador de la Espada se estrelló contra el Gran Verdugo, boquiabierto como un pez ensartado en un arpón, y el viejo druchii cerró una fuerte mano en torno a la flaca garganta de Urial. El hacha ascendió hacia el cielo, temblando en la mano del maestre del templo, y luego descendió sobre el hombro izquierdo del antiguo acólito. Urial gritó de dolor y miedo cuando el arma bruja le atravesó la armadura y penetró en la carne y el hueso.

Por un momento, Malus pensó que Urial había soltado la espada. Vio que la hoja manchada de sangre descendía, pero luego ascendió velozmente para penetrar en el vientre del maestre del templo y subir por detrás de las costillas hasta que la punta salió por la clavícula derecha del anciano. Ambos hombres quedaron inmóviles durante varios largos segundos; luego, el viejo druchii se desplomó y cayó de rodillas.

Los ancianos del templo gritaron de horror al ver caer al maestre, gritos que se transformaron en lamentos de terror cuando Urial apretó los dientes y elevó la empuñadura de la espada para situarla en posición horizontal, con lo que abrió el pecho del viejo druchii como si fuera un ciervo muerto. El hacha manchada de sangre cayó de los dedos sin vida del maestre del templo, y su cuerpo destrozado se desplomó de costado.

—Bendita Madre de la Noche —susurró Malus cuando los fanáticos redoblaron el ataque y los ancianos del templo retrocedieron horrorizados. Vio que Urial recorría atentamente la refriega con la mirada, y supo a quién estaba buscando. El noble miró a Arleth Vann.

—Esto está a punto de convertirse en una fuga desordenada —gruñó—. ¡Tenemos que salir de aquí!

El antiguo asesino asintió con la cabeza y, sin previo aviso, subió a Malus otra vez sobre la plataforma. Gimiendo de dolor, el noble se arrastró por la tarima de mármol negro y pasó lo bastante cerca del caldero como para rozarle el borde. Oyó un grito exaltado por encima del estruendo: ¿lo había visto Urial? Mientras luchaba contra las oleadas de dolor lacerante, se obligó a gatear por la plataforma y adentrarse en la multitud del otro lado.

Detrás de Malus se oyeron alaridos de pánico y los frenéticos gritos de los fanáticos, y sintió que la multitud que lo rodeaba retrocedía como una marea negra que se alejaba hacia la entrada. Se dejó llevar por la muchedumbre hasta que se dio cuenta de que los gritos de los agonizantes se propagaban en torno a los lados de la plataforma como el fuego en la leña. Tyran y los suyos los rodeaban como una manada de lobos. Mientras gruñía coléricamente y escupía regueros de sangre oscura, el noble se lanzó hacia adelante y se valió de la hoja de la espada para apartar de su camino a los ancianos sumidos en el pánico. Tropezó y pateó para pasar entre pilas de cráneos resecos.

—¡Resistid! —logró gritar—. ¡Vengad a vuestro maestre y matad a los infieles!

No sabía si sus palabras habían tenido algún efecto en los ancianos y sus guardias, pero los que estaban delante de él se apartaban para no sentir el mordisco de su espada. Arleth Vann apareció a su lado con las espadas desnudas y se situó mirando en dirección contraria al avance, por si los fanáticos lograban acercarse demasiado.

Al cabo de poco se habían abierto paso a través de la entrada. Malus se detuvo en el umbral y se arriesgó a mirar atrás justo en el momento en que un tremendo lamento de desesperación se alzaba entre los servidores del templo. Vio que los fanáticos habían dejado atrás la plataforma y llevaban a cabo una terrible matanza entre los desmoralizados ancianos presas del pánico. En lo alto de la plataforma de mármol, envuelto en vapor carmesí, Urial el Rechazado se erguía ante el gran caldero adonde lo habían echado como víctima de sacrificio cuando era un bebé, pero del que había renacido como uno de los elegidos de Khaine. Sujetó la cabeza cortada del Gran Verdugo sobre la gran olla y dejó que los regueros de sangre oscura cayeran en el siseante líquido del interior. Los ojos del Portador de la Espada estaban febrilmente brillantes de locura divina, y su mirada cargada de odio se clavaba, voraz, en Malus.

El contenido del caldero hizo erupción y regó a Urial y sus fanáticos con una lluvia de fluidos hirvientes cuando Yasmir salió de las profundidades. El calor rielaba al alzarse de su cuerpo desnudo, y la sangre corría como mercurio sobre su piel de alabastro. El pelo negro como ala de cuervo se le había vuelto blanco como la nieve, y cuando abrió los ojos, Malus vio que eran luminosos y dorados. Lo hipnotizaron al clavársele como garfios en el corazón, que latía trabajosamente.

Yasmir sonrió y dejó a la vista unos curvos colmillos leoninos. Largas garras negras destellaron en la luz rojiza cuando aferró el borde del caldero y salió grácilmente de él a la plataforma. La bruja de Khaine recién nacida extendió los esbeltos brazos hacia Malus y lo llamó a su lado mediante un gesto.

Malus ya huía, tropezando como un niño, al santuario inferior, con los ojos cerrados de miedo. Aún sentía la mirada de ella, como metal caliente que le quemara la piel.

Sintió que alguien lo cogía por un brazo cuando tropezó en la amplia escalera. Después de una docena de pasos se atrevió a abrir los ojos, y vio que Arleth Vann estaba a su lado. Rhulan lo observaba con miedo desde el centro de la sala. El Arquihierofante se encontraba de pie junto a una esbelta anciana que llevaba la cabeza afeitada y tenía el cuero cabelludo tatuado con una miríada de intrincados dibujos que parecían moverse incesantemente a la luz del fuego. Recordaba haberla visto fugazmente en la Ciudadela de Hueso, sentada en un trono situado casi directamente frente al del Gran Verdugo. Debía de ser el quinto miembro del Haru’ann del templo. De repente se dio cuenta de que, tras la muerte del Gran Verdugo, ella y Rhulan eran los únicos máximos dignatarios del templo que quedaban con vida. Estaban rodeados por un fino cordón de guardias, bajo el ojo vigilante de la joven sacerdotisa que Malus había visto antes.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Rhulan, aunque por la expresión de su cara estaba claro que ya sospechaba lo peor.

—Hemos fracasado —respondió Malus con amargura—. El Gran Verdugo ha muerto, y nosotros seremos los siguientes si no salimos de aquí.

La anciana tatuada miró a Malus con desprecio.

—¿Esperas que le entreguemos el templo a una banda de herejes y ladrones? —le espetó, con una voz de fuerte acento rústico septentrional.

—Eso no es un tema de debate —le contestó el noble—. Ya hemos perdido el templo. Las únicas alternativas que tenéis son quedaros aquí y desperdiciar vuestras vidas, o retiraros y hallar otro modo de contraatacar. —Miró a Rhulan—. Necesitamos auténticos soldados, y rápido. ¿Queda algún guerrero dentro de la fortaleza?

Rhulan negó con la cabeza.

—Enviamos a todos los espadachines y brujas a las calles con la esperanza de vencer a los fanáticos. Si los llamamos de vuelta, los soldados del distrito noble podrán llegar aquí en una hora.

—Para entonces, será demasiado tarde —gruñó Malus, y se volvió para formularle una pregunta a Arleth Vann, pero esta murió en sus labios. Miró otra vez a Rhulan—. ¿Y qué me dices de los asesinos del templo? —preguntó.

El Arquihierofante frunció el entrecejo.

—Se han retirado a su torre para escoger un nuevo maestre —dijo—. Después de eso, jurarán vengarse del hombre que mató al anterior, y no descansarán hasta haberlo matado.

Malus sonrió.

—¿De verdad? —preguntó—. Bueno, entonces tenemos una propuesta para ellos. Si quieren venganza, primero deberán impedir que Urial se vengue antes que ellos. Vamos.