11
La Espada de Disformidad
El cielo de Har Ganeth era del color de la sangre cuando las puertas de la Ciudadela de Hueso se abrieron y Malus siguió a los ancianos del templo que salieron a la noche desgarrada por la batalla. Abajo, en la ciudad, ardían edificios que lanzaban altos penachos de cenizas hacia el cielo, y el aire reverberaba con el lejano entrechocar de las armas. Malus sabía que las calles estarían atestadas de cadáveres al llegar el alba, pero que la locura y la matanza de la ciudad no era más que una mascarada. La verdadera batalla sería librada entre unas pocas decenas de hombres y mujeres dentro de la alta estructura situada a apenas treinta metros de las cámaras del consejo.
Una vanguardia de verdugos del templo encabezaba la marcha con globos de luz bruja que se mecían en el extremo de pértigas, y sus espadas destellaron fríamente cuando se desplegaron en la calle desierta del exterior de la relumbrante ciudadela. Detrás de ellos iban los ancianos del templo, con el Gran Verdugo de brillante máscara en forma de calavera en cabeza. Los demás dignatarios maniobraban para ocupar posiciones detrás del jefe, armados con anchos cuchillos y hachas que agitaban ante la perspectiva de cobrar cráneos para su hambriento dios.
Todos excepto Rhulan. El anciano de cara alargada se había puesto obedientemente la máscara, pero dejó que los demás lo adelantaran hasta quedar rezagado entre los guardias que escoltaban a Malus y a Arleth Vann. La escolta de verdugos miró a Rhulan con curiosidad cuando echó a andar junto al noble, pero no hicieron intento ninguno de intervenir.
—¿Por qué no me advertiste? —susurró el anciano. A diferencia del Gran Verdugo, su voz quedaba amortiguada por la pesada máscara.
—No había tiempo —replicó Malus—. El jefe de los fanáticos ocultó con cuidado sus planes. No se los contó a nadie hasta última hora de esta tarde.
Rhulan no dijo nada durante un momento, con la vista fija en la noche. Luego, la cara de calavera se volvió hacia Malus.
—Si Tyran y sus tenientes mueren esta noche, hay que matar también a sus agentes. Debemos acabar con todos ellos de una sola vez. ¿Lo entiendes?
«Entiendo que nuestro acuerdo toca a su fin», pensó Malus, ceñudo.
—Ya lo sospechaba —dijo con frialdad. Era inevitable. Tyran lo había obligado a enseñar las cartas, del mismo modo que él había obligado a los ancianos a mostrar las suyas.
Si lograban detener a Tyran y a Urial, Rhulan lo obligaría a revelar lo que sabía acerca de la red que tenían dentro del templo. Cuando se dieran cuenta de que era un farol, estaría acabado.
Malus contempló el edificio de piedra blanca que se alzaba hacia el cielo, iluminado por las llamas como una espada alzada, y pensó que percibía la brujería que se practicaba dentro. De algún modo, en medio de la batalla, tendría que hacer su jugada.
—Cuando tengas la espada, ¿qué harás? —susurró el demonio—. ¿Te abrirás paso con ella entre los ancianos hacia la ciudad?
—Lo primero es lo primero —murmuró Malus. Rhulan negó con la cabeza, al pensar que se lo decía a él.
—No temas —dijo el anciano—. Por muchos agentes que tenga ese Tyran, es imposible que se haya escabullido dentro del templo con algo más que un destacamento reducido sin ser visto. Nosotros somos casi un centenar. Podemos sepultar a los herejes sólo con nuestros cuerpos, en caso necesario. El levantamiento de los fanáticos acabará esta noche.
—¿Y Urial? —preguntó Malus—. Estoy seguro de que sabíais que intentaría algo como esto, tarde o temprano. El templo pensó que estaba marcado por Khaine desde el momento en que salió con vida del caldero de sacrificios.
—No sabíamos nada de eso —le espetó el anciano—. Sí, está claro que fue bendecido por el Señor del Asesinato, pero ninguna de las brujas pudo adivinar su destino. Ciertamente, nadie creyó que Khaine fuera a ungir a un tullido como su Azote. La ambición se le ha subido a la cabeza.
El noble ladeó la cabeza al percibir el temblor de la voz de Rhulan, y lo estudió con los ojos entrecerrados.
—Tú no estás demasiado seguro de eso.
—No hagas suposiciones —replicó Rhulan con astucia—. Ya me has oído. Es un tullido. Es inconcebible que pueda tratarse del elegido de Khaine.
—Entonces, ¿por qué pareces tan asustado?
Justo en ese momento, se oyó el reto proclamado desde la puerta del templo, feroz y jubiloso.
—¡Llorad, infieles, porque se avecina el gran ajuste de cuentas! ¡Los fieles se hallan en presencia de la espada y se aproxima el Tiempo de Sangre! Vuestra maldad será pronto expuesta para que el pueblo la contemple, pero ved el regalo de la misericordia de Khaine que tenemos en las manos. ¡Venid a redimiros bajo nuestras espadas hambrientas!
La procesión de ancianos se detuvo en medio de una confusión de gritos coléricos y maldiciones bramadas. Al ver su oportunidad, Malus le hizo un gesto de asentimiento a Arleth Vann y apresuró el paso para meterse en la agitada muchedumbre de ancianos y abrirse paso hacia el Gran Verdugo. Rhulan gritó algo que Malus no entendió. Luego se produjo un estruendo de pies que corrían cuando los escoltas del noble dieron un amplio rodeo en torno a los ancianos y avanzaron para unirse al semicírculo de guerreros que formaban en cordón entre el Gran Verdugo y los cinco fanáticos de blanco ropón que se interponían en su camino.
Parecían esquirlas vivientes de la relumbrante torre en forma de espada que se alzaba detrás de ellos. La luz lunar brillaba sobre su cabello suelto y destellaba en el filo de sus temibles draichs. Los oscuros ojos de los fanáticos ardían de sagrada determinación. Estaban dispuestos a derramar su sangre en un sagrado sacrificio dedicado al Señor del Asesinato. Malus pensó que en toda su vida no había visto a cinco guerreros más peligrosos.
Sin embargo, el Gran Verdugo no estaba impresionado. Alzó hacia el cielo el hacha encantada y su voz tembló de cólera.
—¡Silencio, infieles! ¡Cada vez que respiráis, profanáis este lugar sagrado! —El anciano abrió los brazos para dar una orden a los verdugos—. ¡Haced pedazos sus cuerpos y purificad esta tierra sagrada con libaciones de sangre!
Con un grito, los guardias del templo alzaron las largas espadas y cargaron hacia los fanáticos que aguardaban, y que respondieron con gritos triunfantes y una intrincada danza de muerte.
Malus observó con horrorizado asombro cómo los cinco fanáticos se abrían paso entre un número de enemigos cuatro veces superior. Sus espadas eran un brillante borrón cuando ellos acometían, se agachaban y rotaban; daba la impresión de que pasaban flotando a través de una red de furiosos tajos de espada, y compensaban las pesadas armaduras de sus oponentes con veloces golpes precisos. Los verdugos caían, aferrándose los muñones de brazos o manos cercenados, o se doblaban por la mitad al ser destripados por tajos que se deslizaban por debajo de sus petos. Gritos de cólera y dolor reverberaban en la noche teñida de rojo, algunos interrumpidos en seco por una tintineante nota de acero.
La lucha acabó en cuestión de momentos. Con un estruendo de su armadura de acero, el último verdugo se apartó con paso tambaleante de la pila de cuerpos caídos, con una mano tendida hacia el relumbrante templo de Khaine. El draich se soltó de su mano cuando cayó de rodillas. Luego se desplomó, sin vida.
Uno de los fanáticos yacía entre una veintena de guardias del templo muertos. El resto estaban salpicados de sangre, pero los blancos ropones dejaban claro que ni una sola gota de esa sangre les pertenecía. El jefe alzó la goteante arma hacia el Gran Verdugo, y sonrió.
—Tus hombres han sido perdonados —dijo el fanático con una sonrisa. Acababa de matar a cuatro en igual número de segundos, y ni siquiera jadeaba—. ¿Por qué vacilas, Gran Verdugo? ¿Acaso temes que el Dios de Manos Ensangrentadas no tenga fría misericordia en su corazón para alguien como tú? Te aseguro que sí la tiene.
Para sorpresa de Malus, el Gran Verdugo echó atrás la cabeza y rió. Esa risa era un terrible sonido burbujeante cargado de odio y furia. El Gran Verdugo alzó una mano y se quitó la máscara ceremonial, que dejó a la vista una masa informe de huesos rotos y profundas cicatrices retorcidas. El maestre del templo era muy anciano y estaba marcado por siglos de guerra brutal. El terrible golpe de un hacha de guerra le había hundido el lado derecho de la cara y deformado su boca en una feroz mueca de dientes partidos. La punta de la nariz no era más que un bulto de carne destrozada, y la frente conformaba una colección de cicatrices superpuestas. El jefe de los fanáticos sostuvo la funesta mirada del Gran Verdugo y Malus vio en sus ojos un leve destello de miedo.
El Gran Verdugo sopesó el hacha encantada.
—Mi dios nada sabe de la misericordia, necio bizco —siseó—. El no perdona. No le importa en lo más mínimo la redención. Simplemente, siente hambre, y yo vivo para alimentarlo.
Eso ya estaba mejor, pensó Malus, y desenvainó la espada.
—¡Sangre y almas para Khaine! —rugió, y los ancianos recogieron el grito justo cuando el Gran Verdugo cargaba contra el jefe de los fanáticos.
Malus miró a Arleth Vann.
—Quédate cerca de mí —le gritó, mientras desenvainaba un cuchillo arrojadizo.
El asesino negó con la cabeza.
—No puedes esperar luchar contra esos, mi señor. Son los mejores guerreros que tiene Tyran, y no temen a la muerte. Su destreza…
—No voy a luchar con ellos, estúpido. Voy a matarlos —gruñó Malus, y cargó hacia la refriega.
Los fanáticos habían reanudado su danza mortífera y dejaban una senda de sangre entre los ancianos y sus guardias. Estaban en constante movimiento, girando y asestando tajos con sus largas espadas curvas mientras pasaban entre la aullante multitud. Su destreza era trascendente y gloriosa en pureza y capacidad letal. Eran obras vivientes del arte de matar. Cualquiera que se detenía al alcance de sus veloces armas moría en segundos.
Malus observó cómo el fanático que tenía más cerca decapitaba a un aullante acólito y luego rotaba grácilmente sobre los talones para destripar a una sacerdotisa que cargaba hacia él. En ese momento, el noble mató al espadachín desde quince pasos de distancia, al lanzarle un cuchillo que se le clavó en la parte posterior del cráneo.
Mientras sacudía la cabeza, el noble miró entre la refriega en busca de la siguiente víctima. A cinco metros de distancia, el Gran Verdugo luchaba en combate singular con el jefe de los fanáticos. El señor del templo ya tenía media docena de heridas, pero no habían disminuido ni la velocidad ni la ferocidad de sus acometidas. Sabedor de que era mejor no interferir, el noble apartó los ojos de ellos y localizó a un tercer fanático acorralado por un círculo de prudentes ancianos. Acometían al espadachín desde todos lados, como lobos que rodearan a un león de montaña. Cuando el fanático atacaba, ellos retrocedían, sin proporcionarle ninguna abertura en la que emplear la mortífera arma, pero dando a los druchii situados detrás de él la oportunidad de herirlo por la espalda.
Malus acompasó sus movimientos justo cuando el fanático iniciaba otra feroz acometida. Los ancianos retrocedieron como antes, pero el noble avanzó por detrás de ellos y cogió a uno por el pescuezo. El anciano lanzó un grito cuando Malus lo empujó hacia la espada del fanático. La hoja afilada como una navaja se clavó profundamente en el pecho del anciano, y Malus continuó empujando para dejar el draich atrapado bajo el cuerpo que se desplomaba. El fanático tuvo el tiempo justo para gritar una amarga maldición antes de que el noble le partiera el cráneo como un melón.
Un bramido salvaje hendió el aire. Al volverse, Malus vio que la sacerdotisa que se había enfrentado a él en la Ciudadela de Hueso alzaba un hacha ensangrentada y hacía volar la cabeza cortada de un fanático hacia el cielo iluminado por las llamas. Tenía una profunda herida en el hombro izquierdo, pero una salvaje sonrisa le iluminaba el rostro.
Eso dejaba sólo al jefe de los fanáticos. Si sabía que sus compañeros estaban muertos, no lo demostró. El espadachín sujetaba el draich ante sí, con la punta dirigida hacia la garganta del Gran Verdugo. Tenía el cuerpo tenso como una trampa de acero preparada para dispararse. El jefe del templo clavaba una mirada formidable en el joven guerrero mientras flexionaba los dos brazos con los que aferraba la enorme hacha y se balanceaba levemente de un pie a otro. La sangre manaba en abundancia de las profundas heridas que tenía en brazos, pecho y piernas.
Los dos guerreros se encararon el uno con el otro durante largos momentos, sin que ninguno le dejara una brecha al oponente. Ninguno de ellos se movía. Los ancianos del templo observaban la lucha con reverente silencio. Malus desvió los ojos hacia el templo y reprimió un gruñido mientras se llevaba una mano a la otra daga arrojadiza que portaba en el cinturón.
—Acabad de una vez, por amor de la Madre Oscura —murmuró—. No tengo tiempo para esto.
Fue el fanático quien perdió la prueba de voluntades. Al pensar que el oponente estaba débil por la pérdida de sangre, y tal vez por codiciar la gloria que obtendría si mataba al maestre del templo, el espadachín se convirtió en un repentino borrón de movimiento y dirigió un temible tajo hacia el cuello del Gran Verdugo. Pero el maestre lo estaba todo menos débil, y cuando la larga espada silbaba al hender el aire, la golpeó con un revés del hacha. El acero encantado rompió la espada en tres pedazos. Y el golpe de retorno del Gran Verdugo decapitó al fanático.
El maestre del templo se inclinó para recoger la cabeza que yacía en el suelo.
—Coged las cabezas de los otros —ordenó, mientras se ataba el trofeo al cinturón—. Cuando esto acabe, haremos una alta pila con ellas sobre el altar del templo.
Malus observó los macabros restos de la batalla. Casi cuarenta miembros de su bando yacían muertos o agonizantes, y sabía que aún estaba por llegar lo peor.
—Démonos prisa —dijo el noble—. Podemos sorprender a Tyran y su consejo de herejes mientras intentan llevar a cabo el ritual.
—¡Sangre y almas! —gritó la sacerdotisa que blandía el hacha, y el resto de los ancianos recogieron el grito. Tenían la sangre encendida y corrieron hacia el templo en desordenada turba, ansiosos por demostrar su devoción para con el Señor del Asesinato. Pronto dejaron atrás al Gran Verdugo al ascender los blancos escalones del templo y atravesar las altas entradas estrechas. Malus iba detrás de ellos, no sin asegurarse de que Arleth Vann permanecía cerca de él. Asintió para sí. Esto iba a salir bien.
El templo estaba construido con el mismo alabastro que el resto de la ciudad, pero allí acababan las similitudes. En el diseño se evidenciaba la obra de esclavos enanos, decenas de ellos, tal vez incluso centenares. La construcción se centraba en una sola torre estrecha, que se alzaba como una espada hacia el cielo iluminado por el fuego, construida sobre una amplia base octogonal a la que daba soporte una ingeniosa red de gráciles contrafuertes que se elevaban a más de nueve metros de altura. Los bloques de mármol encajaban unos con otros con tal precisión que la totalidad de la estructura parecía más una escultura que un edificio, tallada en la cima de la colina por las manos de un dios. El templo era un símbolo de riqueza y poder capaz de hacer sentir humilde a un drachau, mucho más a alguien como Malus. Alzó los ojos hacia la grandiosa torre, y no pudo evitar sentirse invadido por una ola de negra avaricia.
El noble subió a la carrera por los escalones del templo mientras escuchaba los gritos de los ancianos que resonaban, iracundos, en el cavernoso espacio interior. Las puertas de roble negro, chapadas de latón, habían sido abiertas de par en par y dejaban ver la negrura teñida de rojo del interior del templo.
Malus atravesó el umbral y sintió sabor a sangre en el aire. A la piel se le adhirieron energías brujas que palpitaban a un ritmo inaudible. Tz’arkan se removió en el interior de su pecho, al reaccionar con ansia ante el poder que reverberaba en el templo.
El espacio del otro lado de la puerta era cavernoso, iluminado por docenas de braseros que pintaban en las paredes y el techo saltarinas formas carmesí y sombras amenazadoras. Sobre el suelo de mármol negro había pirámides de cráneos, centenares de ellas, colocadas según una compleja disposición. En lo alto, una niebla de humo teñido de rojo propagaba el sangriento resplandor del fuego. El aire olía a podredumbre y al perfume dulzón de la carne asada. A Malus le escocían los ojos y le dolía la garganta, y por un momento tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo y estar avanzando trabajosamente por el reino teñido de rojo de la torre de Urial, en Hag Graef.
En el extremo opuesto de la nave, Malus vio una amplia escalera que ascendía hasta otra estrecha puerta. Se volvió a mirar a Arleth Vann.
—¿Hacia dónde debemos ir? —preguntó.
El asesino inclinó la cabeza hacia la escalera.
—El templo tiene tres sanctasanctórums. Esta sala está reservada a los acólitos y visitantes. Al final de la escalera, al otro lado, encontraremos una capilla más pequeña donde los sacerdotes y ancianos del templo hacen sacrificios y rinden culto. Más allá de esa capilla se encuentra el Sanctasanctórum de la Espada.
Malus asintió con la cabeza y echó a andar a paso ligero hacia la escalera.
—Cuando lleguemos al sanctasanctórum, necesitaré tener el camino despejado hasta la espada. Haz lo que tengas que hacer.
—Entiendo —replicó el asesino, ceñudo—. Se hará la voluntad de Khaine.
El aire se hizo más denso cuando Malus se aproximó a los escalones. Notó un zumbido en los oídos, como los distantes gritos de una multitud. Una vez más recordó la torre de Urial, y se preparó para lo que podría encontrar más adelante.
—Necesitarás mi poder —susurró el demonio—. Tómalo, o morirás.
El noble se detuvo en medio de la amplia escalera.
—No —siseó.
—Este no es momento para ser orgulloso, Malus. Estás débil, y lo sabes. Yo puedo ayudarte. Si no compartes mi poder, serás derrotado. Son demasiado fuertes para ti.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Malus. De pronto, se sintió encogido y hambriento, con los músculos atrofiados y los huesos doloridos por la fatiga. Entonces pensó en Urial y su brujería, y en la temible destreza de Tyran con la espada.
—Tengo mi odio —susurró—. Tengo mi ingenio. Con eso bastará, demonio. Siempre ha sido así.
—Sabes que eso no es verdad. ¿Cuántas veces habrías estado perdido de no haber sido por mí?
Malus enseñó los dientes al desterrar la duda y el miedo de su mente mediante un puro y sanguinario esfuerzo de voluntad. Entonces oyó los gritos de guerra y los alaridos de los agonizantes que llegaron desde la capilla de lo alto de la escalera, y corrió hacia ellos.
La capilla era una sala más pequeña, de forma ovalada, de unos ochenta pasos de largo, rodeada de braseros encendidos de los que manaban columnas de humo perfumado que ascendían en espiral hasta el punto más alto del techo de bóveda. Entre los braseros había profundos nichos abovedados llenos de pilas de cráneos dorados, y una gran cantidad de trofeos similares sin adornos formaban altos montones en torno a la tarima que se alzaba en el otro extremo de la capilla. Por encima de la plataforma de mármol flotaba un dosel de vapor ondulante y rojizo que manaba de la boca de un enorme caldero de latón empotrado en la piedra hasta la altura de las rodillas. De la olla surgía un poder terrible y el burbujeante líquido que contenía siseaba y salpicaba como si la desesperada batalla que se libraba cerca de él lo despertara a la vida.
Otra escalera, esta más estrecha que la anterior, ascendía desde detrás de la plataforma hacia la enorme escultura del gran dios Khaine sentado en un terrorífico trono de latón. En la base de la temible estatua relumbraba una puerta iluminada de rojo, a pocos pasos de la cual se libraba una feroz refriega.
Otra retaguardia, pensó Malus, colérico. La multitud de ancianos del templo con sus guardias habían ascendido por la corta escalera para apiñarse en torno a la lucha, justo delante de la entrada. No podía ver mucho de lo que sucedía debido a la niebla de burbujeante sangre que ascendía del caldero, pero oía con claridad el entrechocar del acero y los alaridos de los agonizantes.
En el aire zumbaba el poder. Malus sintió las entrañas atravesadas por fuertes dolores, y una lágrima caliente le bajó por una mejilla. La gota se detuvo en sus labios y, al lamérselos, notó el sabor de la sangre. «Ya casi estoy —pensó—. ¡Un poco más!».
Se abrió paso entre los rezagados que estaban en su lado de la plataforma, y subió sobre ella. Se encontró mirando la hirviente superficie del caldero, donde se arremolinaban cráneos pequeños y huesos delicados en el líquido hirviente. Detuvo a Arleth Vann cuando subía detrás de él, y negó con la cabeza.
—Rodéala por el lado —le ordenó con voz ronca—. Yo atraeré la atención de la retaguardia. Tú atácalos por detrás.
El asesino asintió con la cabeza y bajó de la plataforma. Malus se volvió hacia el caldero, inspiró profundamente y saltó hacia el dosel de sangre vaporizada. Con la espada a punto, pasó por encima de la boca del caldero brujo y cayó en cuclillas al otro lado.
Se encontró mirando por encima de las cabezas de los ancianos que gritaban e intentaban abrirse paso escalera arriba para unirse a la refriega. Se empujaban y tropezaban con los cuerpos de los muertos, y con manos pálidas arrastraban los cadáveres ensangrentados afuera de la batalla y los dejaban recostados contra el pie de la plataforma. Malus se quedó quieto y observó atentamente la feroz lucha que se libraba en lo alto de la escalera. Una figura solitaria giraba y asestaba puñaladas dentro de un enfurecido círculo de ancianos del templo.
Atisbó una larga trenza apretada de lustroso cabello negro y unos delgados brazos de alabastro que se movían con un veloz y regular ritmo de matanza.
Entonces, la multitud retrocedió ante el feroz ataque y pareció que toda la primera fila de ancianos simplemente se desplomaba como trigo segado. Apareció un semblante pálido y salpicado de sangre, y Malus se encontró mirando los ojos violeta de Yasmir.
Llevaba el atuendo ritual de las brujas del templo: un largo taparrabos carmesí de seda sujeto por un cinturón de cráneos de oro que le rodeaba las esbeltas caderas. Su torso estaba desnudo, decorado con listas y bucles de sangre pegajosa, al igual que los largos brazos y delicados dedos. Tenía una gargantilla de cráneos de oro en torno al esbelto cuello, y en las muñecas destellaban brazaletes de oro y rubíes. Bajo el peinado anguloso de las brujas del templo, el semblante ovalado estaba sereno y dolorosamente hermoso, como el de una escultura perfecta animada por el aliento del mismísimo Dios de la Sangre. En las manos, de las que goteaba sangre, destellaban dos dagas finas como agujas que lamían el aire como lenguas de víbora para desviar estocadas de espada y hender profundamente la carne blanda.
Cuando los ojos de la mujer se clavaron en los de Malus, este sintió que lo atravesaba una conmoción fría. Era como mirar los ojos de la muerte misma, y en ese momento no deseó otra cosa que perderse en su abrazo.
La multitud de ancianos volvió a subir la escalera, sólo para perder a tres más a los que mataron las veloces armas de Yasmir. Cuando cayeron, adelantó uno de sus pequeños pies y avanzó un paso. Sus ojos no se apartaban de los de Malus.
—Viene por ti, Malus —susurró Tz’arkan—. ¡Acepta mi poder, o te matará!
Si llegaba hasta él, acabaría con su vida; se lo decía con los ojos. Sentía su deseo como un aliento gélido en la piel. La mano de Malus apretó la empuñadura de la espada, pero no le causó mejor sensación que si hubiera asido una barra de plomo.
Otros tres ancianos saltaron hacia Yasmir y la acometieron casi simultáneamente. Murieron antes de que sus golpes llegaran a medio camino del objetivo, con la garganta, un ojo y el corazón atravesados. Ella avanzó otro corto paso cuando los muertos cayeron a sus pies.
Malus no podía apartar los ojos de ella. Unos pocos más y estaría casi lo bastante cerca para tocarla. Sin embargo, no podía moverse, fascinado por la mirada violeta como un pájaro ante una sinuosa serpiente.
—¡Escúchame, Darkblade, este es el momento de la verdad! La Novia de Destrucción se aproxima, y sin mí no puedes vencerla. ¡Acepta lo que te ofrezco! ¡Acéptalo!
Entre los ancianos se oyó un grito terrible, y todos retrocedieron ante la acometida de la santa viviente. Uno se dio cuenta de que no podía escapar, así que se dejó caer de rodillas ante Yasmir y recibió la punta de una daga en un ojo con una plegaria en los labios. Otros que se encontraban al pie de la escalera dieron media vuelta y huyeron.
Los separaban menos de tres metros. De pronto, el aire mismo resonó como golpeado por el martillo de un dios, y Malus sintió que el Ritual del Portador de la Espada había culminado. Supo que en algún punto más allá de la entrada iluminada de rojo, Urial tendía una mano hacia la Espada de Disformidad de Khaine, y el pensamiento de verse frustrado cuando estaba tan cerca de la meta encendió una chispa de amargo odio en su pecho.
La muerte se aproximaba, con sus cuchillos oscuros, y la condenación se enroscaba dentro del pecho de Malus. ¿Qué podía hacer?
Con un grito de desesperación, tres ancianos cayeron y derramaron su sangre sobre los escalones de mármol, y Yasmir saltó como un venado hasta el borde de la plataforma. Malus inspiró temblorosamente y la miró a la cara.
—Hola, hermana —dijo.
Fue entonces cuando apareció Arleth Vann, gritando el nombre del Dios de la Sangre al saltar hacia la espalda de Yasmir. Más rápidas que el rayo, las espadas cortas del asesino lanzaron estocadas a la garganta y los brazos de la mujer, pero Yasmir giró con extraordinaria rapidez, como si fuera agua que fluyera en torno a las estocadas, y apuñaló al asesino una, dos, tres veces. La larga trenza se agitó como un látigo y rozó una mejilla de Malus.
Sin pensarlo, el noble aferró la gruesa cuerda de cabello y el hechizo se rompió. Su odio ardió como un alto horno y tiró de ella con toda su fuerza al tiempo que giraba y clavaba una rodilla en tierra. Yasmir cayó, chocó contra Malus, pasó por encima de él y se precipitó de cabeza en los hirvientes fluidos del caldero de Khaine.
Tz’arkan se retorció y gritó de furia, arañó el interior de las costillas de Malus, que lanzó un involuntario grito de dolor al tiempo que enseñaba los dientes en una mueca de triunfo. Arleth Vann se dejó caer contra un costado de la plataforma, con una mano apretada contra el pecho. De la comisura de la boca le caía un hilo de sangre.
—Se ha cumplido la voluntad de Khaine —jadeó el asesino.
El camino hacia el sanctasanctórum estaba despejado, y Malus sabía que ahora la velocidad era de la máxima importancia. Tyran y sus compañeros de ritual estarían casi agotados por el esfuerzo que requería la ceremonia. Se enfrentaría con Urial ahora, y reclamaría la Espada de Disformidad para sí.
Con un aullido de sed de sangre, saltó por encima de Arleth Vann y corrió escalera arriba con la espada preparada.
En la entrada apareció una sombra justo cuando llegó a ella. Sintió que una conmoción gélida lo atravesaba cuando su medio hermano Urial, recubierto por una brillante armadura negra, cruzó el portal. Sus ojos de color latón relumbraban de triunfo y tenía los finos labios tensos en una sonrisa salvaje.
Malus intentó alzar la espada, pero el cuerpo se negaba a obedecerle. Se tambaleó ligeramente, aún sin equilibrio, pero algo lo mantuvo en pie.
El noble bajó los ojos hacia la hoja de oscuro acero destellante que se le hundía en el pecho. Un fino hilo de sangre corría por la superficie de la Espada de Disformidad y llenaba las runas grabadas en ella.
—¿Buscas esto? —preguntó Urial, y clavó la espada más profundamente en el pecho de Malus.