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El zurrón de huesos
Dos lunas llenas flotaban bajas en el cielo del anochecer, relucientes como perlas bruñidas en una mano de añil, justo por encima de los afilados riscos de las montañas situadas al oeste. Su luz iluminaba la inquieta superficie del Mar Maligno con un resplandor de oro pálido, y el aire que llegaba desde el agua era frío y húmedo. A lo largo de la rocosa costa se enroscaban jirones de niebla que se adentraban, inseguros, hacia el norte a través de los susurrantes campos de hierba amarilla y acariciaban levemente las oscuras piedras del camino de los Esclavistas. A medida que avanzara la noche, la niebla se haría cada vez más densa hasta ocultar completamente el camino y adentrarse con voracidad en los bosques de oscuros pinos situados al otro lado.
Los integrantes del pequeño grupo druchii que avanzaba por el sinuoso camino observaban la niebla creciente con algo parecido a desconfiado temor. Tras numerosos días de viaje a lo largo de la costa, sabían que el viento y la niebla penetrarían a través de las finas capas de verano como el cuchillo de un asesino, y les calarían los huesos. Eran todos jóvenes y fuertes —cosa que habían demostrado en más de una ocasión desde que habían salido del hogar—, pero les dolían los músculos y tenían las articulaciones rígidas tras semanas de dormir sobre la húmeda tierra fría. Así que cuando uno de ellos reparó en una pequeña zona despejada con un agujero para fuego de campamento en la linde de los árboles, los miembros del grupo se detuvieron de inmediato para hablar entre sí en voz baja y grave.
La jefa, una mujer alta que llevaba huesos de dedos sujetos en las trenzas de cabello negro, se volvió a mirar a lo largo del camino en dirección norte, en busca de algo que les indicara que su punto de destino podría estar a corta distancia. Ella quería continuar avanzando durante un rato más, pero cuando el hombre que había avistado el claro avanzó hacia el pozo para fuego y señaló un montón de leña preparada que había debajo de un pino cercano, acabó el debate. Con una última mirada inquisitiva hacia el norte, la mujer se reunió con sus compañeros junto al pozo, se echó atrás la capa y se deshizo de los zurrones que le colgaban de los hombros. Los troncos resonaron al ser arrojados a la pequeña depresión del suelo, mientras los druchii murmuraban tranquilamente unos con otros, complacidos ante el pensamiento de un fuego cálido que mantuviera la niebla a raya.
Debido a lo concentrados que estaban en el yesquero y la leña, y en desempaquetar lo que les quedaba de las magras raciones de comida, ninguno de ellos reparó en la delgada figura macilenta que se aproximaba silenciosamente desde las nieblas cercanas a la costa que la ocultaban. La pesada capa forrada de piel de Malus Darkblade estaba cubierta de gotas de agua que destellaban como esquirlas de vidrio y bajaban en regueros por sus gastadas botas de costuras reventadas. El largo pelo negro le colgaba en una espesa mata enredada, casi indistinguible de la piel de lobo que descansaba sobre sus estrechos hombros. La luz lunar le iluminaba el curtido rostro y afilaba los huesudos ángulos de los pómulos y el pálido mentón puntiagudo.
Con las sumidas mejillas y las hundidas cuencas oculares en sombras, se puso a estudiar a los cuatro hombres y dos mujeres que formaban un círculo en torno al pozo para fuego, a pocos metros de él. Uno de los druchii metió un manojo de ramas finas debajo de la leña apilada, cogió el yesquero e hizo saltar un reguero de chispas con unos cuantos golpes diestros, para luego inclinarse a soplar la leña menuda que ya humeaba. Al cabo de unos instantes, una lengua de fuego se alzó de las ramitas y lamió la leña seca, y todos los druchii se inclinaron hacia adelante con expectación al tiempo que tendían las delgadas manos pálidas para sentir el calor que no tardó en aparecer. Malus sonrió con frialdad y apenas notó en la cara los gélidos dedos húmedos con que lo acariciaba la brisa procedente del mar. Unos pocos momentos más, pensó, al tiempo que asentía con la cabeza para sí. Habían mordido el cebo, pero ahora tenía que poner el anzuelo.
Al cabo de pocos momentos, los druchii ya habían logrado un rugiente fuego que iluminaba el claro y pintaba con oscilante luz anaranjada los troncos de los oscuros pinos. Los druchii tomaron una comida fría de galletas duras, pescado seco y queso, y extendieron los pies con cautela hacia las llamas. Tras un largo y duro día de viaje, los hombres y mujeres parecieron relajarse con la embriagadora sensación del calor y la comida en el estómago. Ninguno reparó en que Malus se aproximaba hasta que entró cojeando como un muerto ambulante en el círculo de luz del fuego.
Las conversaciones cesaron. Varios de los druchii se irguieron al tiempo que tendían una mano hacia la espada. Las expresiones de los rostros eran cuidadosamente neutras, pero Malus percibió el destello calculador de los ojos. Estaban midiéndole, decidiendo si debían tratarlo como a un depredador o como a una presa. Sacó ambas manos de debajo de los pliegues de la capa para enseñarles las palmas vacías.
—Bienhallados, hermanos y hermanas —dijo, cautelosamente, con voz baja y ronca; tras dos meses y medio de vivir como un animal en los bosques que flanqueaban el camino de los Esclavistas, había perdido el hábito de conversar—. ¿Podría un compañero de viaje compartir durante un rato vuestro fuego?
Sin aguardar respuesta, se soltó el broche de la capa y se la quitó de los hombros. Debajo llevaba una andrajosa cota de malla ennegrecida y un vapuleado kheitan de piel humana, cortado al estilo rústico del territorio del norte. Una ancha espada recta de la misma procedencia, además de un juego de cuchillos, pendía del cinturón encima de un conjunto de ropones de lana desgarrados y desteñidos. Las negras botas también estaban en pésimas condiciones, con la suela desprendida en las afiladas puntas. Salvo por el anillo grande de rubí que brillaba intensamente en la mano derecha y la banda de plata que destellaba en la izquierda, parecía un autarii medio muerto de hambre o un demente eremita de la montaña.
Malus extendió cuidadosamente la capa sobre el suelo y se descolgó del hombro el zurrón de tela lisa que llevaba. Agudos ojos calculadores fueron de la cara de Malus al zurrón pardo y manchado, para regresar luego a su rostro. Todos los viajeros llevaban zurrones similares que mantenían junto a sí. Al igual que Malus, los druchii vestían ropa sencilla: ropón liso y kheitan, unos con armadura ligera, otros sin ella, y una sola espada o un cuchillo ancho para tratar con los malos encuentros del camino. Si hubieran llevado caballos y tintineantes manojos de grilletes de hierro para esclavos, habrían podido ser comerciantes que se dirigían a Karond Kar en previsión de la cosecha de carne del otoño.
Pasado un momento, la jefa del pequeño grupo se inclinó hacia adelante con un suave susurro de lana, y estudió pensativamente a Malus. Llevaba el cabello recogido en la nuca en una serie de apretadas trenzas que acentuaban su largo rostro de facciones severas. Los ojos color latón de la mujer brillaban como monedas pulimentadas a la luz del fuego.
—¿Has viajado desde muy lejos, hermano? —preguntó.
El noble miró a la mujer a los ojos y se esforzó por ocultar la sorpresa que sentía. Aquellos ojos la señalaban como una suma sacerdotisa de Khaine, el Dios de Manos Ensangrentadas. La distinguían incluso entre otros miembros del templo de Khaine como alguien especialmente favorecida por el Señor del Asesinato.
Malus asintió con lentitud.
—Desde Naggor —replicó, pensando en describir la ruta por el camino de la Lanza hasta más allá de Naggarond, pero se contuvo en el último momento. «No digas más de lo imprescindible», se advirtió a sí mismo—. ¿Y vosotros?
—Venimos del templo de Clar Karond —respondió la mujer, y luego inclinó la cabeza hacia dos hombres que tenía a la derecha—. Y ellos, desde Hag Graef.
Malus continuó asintiendo con la cabeza y mantuvo una expresión cuidadosamente neutra, al tiempo que les dedicaba a ambos la más breve mirada. Su mente trabajaba a toda velocidad y un puño se cerró en torno a su corazón. Dentro de la cabeza le susurró una voz como el sonido de una espada deslizándose sobre hueso desnudo.
—Te advertí sobre esto, pequeño druchii —dijo el demonio, con una voz que destilaba desprecio—. Te reconocerán de un momento a otro, y tu patético plan quedará desbaratado.
—Después de esta noche, no podrás regresar a Hag Graef —le había dicho su madre, cuya voz atravesaba el aullante viento mientras la ciudad ardía en torno a ellos—. Debes buscar la Espada de Disformidad de Khaine en la ciudad de Har Ganeth. Tu hermano Urial te espera allí, con la intención de quedarse con la espada.
Así que se había encaminado al nordeste, tras escabullirse fuera del Valle de las Sombras sembrado de cadáveres, con provisiones recogidas entre las ruinas del campamento Naggorita. Viajaba de noche y se mantenía fuera del camino siempre que podía, sabedor de que los suyos irían tras su rastro en cuanto les fuera posible. Una vez que se hubieran apagado los incendios y restaurado el orden en la ciudad, su medio hermano Isilvar enviaría a sus soldados al valle para que examinaran cada cuerpo desgarrado e hinchado con el fin de ver si él yacía entre los caídos. Cuando se dieran cuenta de que había escapado, correría la voz y todos los druchii de la Tierra Fría estarían alerta, porque el hombre o la mujer que entregara a Malus Darkblade —vivo o muerto— a las garras del Rey Brujo, recogería un rescate de drachau en riquezas y favor. No por el hecho de que Malus hubiese conducido un ejército contra su antigua ciudad de origen, sino por el crimen de haber acabado con la vida de su padre, Lurhan, el Vaulkhar de Hag Graef y, por extensión, de un vasallo jurado del propio Malekith. Nadie mataba a alguien propiedad del Rey Brujo sin su licencia, y por eso Malus lo había perdido todo: posición, propiedades, riqueza y ambición, todo le había sido arrebatado por un solo tajo de espada.
Se había creído listo, pero al final les había hecho el juego a sus enemigos. Ahora, Isilvar era el Vaulkhar de Hag Graef, y no sólo poseía las riquezas de Lurhan, sino también las de Malus. Su media hermana Nagaira había conspirado con Isilvar; entre ambos sabían más de lo que Malus había imaginado acerca de su secreta búsqueda por cuenta del demonio Tz’arkan. Tenían conocimiento de las cinco reliquias que necesitaba encontrar con el fin de liberar al demonio de su prisión y recobrar su alma robada. Sabían que buscaría la Daga de Torxus en la tumba de Eleuril el Maldito, así que dispusieron las cosas para que Lurhan la consiguiera antes. Y él, ciego ante cualquier cosa que no fuera recuperar las reliquias y librarse del demonio, había rematado los planes de ellos como un perro bien adiestrado.
Había tardado una semana en llegar al camino de los Esclavistas, y dos más hasta Har Ganeth, Ciudad de Verdugos. Allí se había detenido, dudando con desconfianza ante las puertas abiertas de la ciudad y las sombrías calles.
Las puertas de Har Ganeth nunca se cerraban porque la Ciudad de Verdugos estaba hambrienta de carne y sangre. Era la Ciudad de Khaine, sede del poder mundano del templo, y nadie entraba ni salía de ella sin la aprobación de los sacerdotes que la gobernaban.
Malus sabía que estarían alerta por si lo veían. Su medio hermano Urial se habría asegurado de eso, como mínimo. Urial tenía todas las razones posibles para odiar y temer a Malus, y deseaba la Espada de Disformidad por razones propias. Aparecía en una profecía antigua que el tullido noble creía que era su derecho de nacimiento.
Malus tenía motivos para creer que no era así. Las profecías a menudo eran engañosas y tenían la tendencia a volverse contra aquellos que creían controlarlas.
No obstante, no sabía nada de la ciudad ni tenía una sola moneda con la que poder sobornar a nadie, así que no confiaba en poder escabullirse discretamente al interior de la población y permanecer oculto bajo las mismísimas narices de Urial, mucho menos andar hurgando por la fortaleza del templo en busca de una reliquia sagrada. En más de una ocasión le resultó amargamente divertido el hecho de que antes, cuando podía perderlo todo, se había lanzado de cabeza al interior de la ciudad con la convicción de que podría hallar la salida de cualquier lío en que se encontrara, mediante la inteligencia. Ahora, sin embargo, desde que lo había perdido todo, era mucho más circunspecto.
Decidió que necesitaba más información acerca de la ciudad y sus habitantes. Se había retirado a las boscosas estribaciones de las montañas situadas al norte de la ciudad, y aguardado a que alguien saliera.
Lo primero de lo que se enteró fue que, a diferencia de todas las otras ciudades de Naggaroth, pocos eran los que iban y venían de Har Ganeth. Pasó casi una semana antes de que un viajero solitario saliera por las puertas de la población y se encaminara hacia el oeste a lomo de caballo. Malus siguió a la solitaria figura hasta que cayó la noche, cuando el hombre abandonó el camino y encendió una hoguera en un sitio de acampada situado en la linde del bosque. Después de observar al hombre durante media hora, Malus entró en el campamento y le ofreció vino a cambio de un sitio junto al fuego. Después de probarlo, el hombre accedió a regañadientes.
Resultó ser un forastero en la ciudad; había ido a visitar a un primo que tenía una cerería cerca de la fortaleza del templo de Har Ganeth. Como Malus había temido, todos los forasteros que entraban en la ciudad tenían que presentarse de inmediato en el templo para recibir la bendición de las sacerdotisas, o bien ponían en riesgo su vida. En la Ciudad de Verdugos había sólo tres clases de personas: los servidores del templo, los huéspedes del templo y las víctimas de sacrificio para Khaine. A un druchii sorprendido en las calles —de día o de noche—, que no tuviera la bendición del templo, podían darle muerte de inmediato como ofrenda al Señor del Asesinato, y la gente de la ciudad era fanática en su devoción al Dios de Manos Ensangrentadas.
El viajero nada sabía de la fortaleza a la que sólo se permitía la entrada a los miembros del templo, y los devotos tenían que conformarse con cualquiera de los doce santuarios más pequeños situados en diversos lugares de la ciudad. Sin embargo, se había enterado de un chisme reciente. Por toda la población corrían rumores de que un hombre santo había aparecido ante los ancianos del templo, con señales y portentos que indicaban que la culminación de una grandiosa profecía era inminente. El hombre no sabía qué quería decir eso, pero por las calles había acólitos que exhortaban a los fieles a prepararse para una época de sangre y fuego, y habían comenzado a aparecer cráneos ensangrentados apilados en todas las esquinas. Temeroso de que su cabeza no tardara en sumarse a las apiladas, el hombre había huido para salvar la vida.
Esta noticia turbó profundamente a Malus. Acabaron el vino en triste silencio, y luego apuñaló al hombre en el corazón y registró sus pertenencias en busca de cualquier cosa de utilidad. Rencor se dio esa noche un banquete con el hombre y el caballo, y Malus comió pan y salchicha durante toda una semana.
A medida que pasaron los días, Malus desarrolló una rutina inflexible; seguía a los viajeros que abandonaban la ciudad, y por ellos se enteraba de todo lo posible. A veces, las conversaciones acababan en la punta de un cuchillo; otras prefería la discreción y se escabullía oscuridad adentro cuando se acababa el vino. En una ocasión, las tornas estuvieron a punto de volverse contra él, y sólo la suerte de la propia Madre Oscura y su familiaridad con el bosque le permitieron escapar con el pellejo intacto. Poco a poco, su conocimiento de la ciudad fue en aumento, pero nada de lo que averiguaba lo ayudaba a resolver los enigmas más cruciales de todos: cómo pasar inadvertido para el templo sin acabar en un indeseable sacrificio, y cómo encontrar la Espada de Disformidad de Khaine.
No se le ocurrió ni una sola vez pedir ayuda a Tz’arkan o a su madre, Eldire. El anillo de plata que llevaba era un regalo de ella, una de las hechiceras y videntes más poderosas de la Tierra Fría. Podía usarlo para hablar con ella las noches en que las lunas estaban brillantes. En cuanto al demonio, nunca había dejado pasar una ocasión de tentarlo con pequeñas demostraciones de sus poderes sobrenaturales, pero tras aquella noche en la ciudad en llamas, su comportamiento había cambiado. Ahora se mostraba más cauto, cuestionaba cada movimiento de Malus y no le ofrecía nada a menos que se lo pidiera. Por alguna razón, el demonio le tenía miedo al poder de Eldire, y eso complacía a Malus tanto como lo inquietaba.
Al avanzar el verano, cambió el ritmo de los viajeros. Comenzaron a llegar druchii a Har Ganeth, primero de uno en uno, y luego en pequeños grupos de hasta media docena, a cualquier hora del día y de la noche. Llegaban por el camino de los Esclavistas desde el oeste, o atravesaban el Mar Maligno en barcas, y todos viajaban subrepticiamente, sin fanfarria ni lujos. Procedían de todas las clases sociales, hasta donde Malus podía determinar: nobles y plebeyos, príncipes, panaderos y ladrones, y todo lo que había en medio, y una vez que entraban en Har Ganeth, no volvían a salir. Malus se sorprendió pensando otra vez en Urial y su profecía, y se preguntó si quizá habría algo de cierto en el asunto, después de todo.
En busca de respuestas, Malus se puso en marcha por el camino para ver si hallaba un viajero solitario con quien compartir una botella de vino.
El primero con quien se encontró lo recibió como a un hermano perdido hacía mucho, y apenas bebió un sorbo de vino antes de intentar cortarle la garganta. Se había reído como un lunático mientras rodaban por el suelo húmedo, forcejeando con el cuchillo serrado del viajero. Cuando Malus logró por fin imponerse y registró el cuerpo, encontró un zurrón de tela color marrón lleno de trozos de cuerpos: manos, orejas, narices y genitales, muchos aún pegajosos de sangre.
Al día siguiente, Malus abordó a otro viajero y obtuvo otra cálida acogida. Esta vez estaba preparado cuando el druchii saltó hacia él con un cuchillo. También este llevaba un zurrón lleno de trozos de cuerpos. Movido por la irritación, Malus echó la cabeza del druchii dentro del zurrón y se lo llevó.
Después de eso, observó con mucha mayor atención a los viajeros que pasaban por el camino. Hombres o mujeres, jóvenes o viejos, todos llevaban espada o cuchillo de hoja ancha y un zurrón manchado que les colgaba de un hombro o del cinturón.
¿Habría en perspectiva alguna ceremonia sagrada que llamaba a los fieles a la ciudad para que presentaran sus ofrendas ante Khaine? Nunca antes había oído hablar de algo parecido. Sin embargo, una cosa estaba clara: los viajeros parecían encantados de matar a cualquier desconocido con quien se encontraran, salvo a los que también llevaban zurrón. Malus no tenía ni idea de por qué importaba aquello, pero finalmente, un atisbo de plan comenzó a tomar forma en su mente.
—¿Vino, hermanos y hermanas? —Malus sacó una botella de barro de un segundo zurrón y se la ofreció al grupo. Uno de los de Hag Graef se inclinó hacia adelante y cogió la botella con ansia. Malus miró al hombre a los ojos en el momento de entregarle la botella, pero no vio en ellos ningún destello de reconocimiento.
—No me había dado cuenta de que hubiera seguidores de la fe verdadera viviendo en el Arca Negra —dijo la doncella del templo.
¿La fe verdadera? ¿Qué significaba eso?, se dijo Malus.
—Tampoco yo tenía noticia de que los hubiera en Karond Kar —replicó—. Supongo que eso nos deja en tablas. —Ansioso por cambiar de tema, inclinó la cabeza hacia el este—. Llegaremos a Har Ganeth a mediodía de mañana.
Los otros viajeros de Karond Kar murmuraron su aprobación.
—Tendríamos que haberte escuchado, después de todo, santa —le dijo el segundo druchii a la doncella del templo—. Si hubiéramos continuado camino, habríamos llegado a la ciudad santa a medianoche.
—Pongámonos en marcha, entonces —dijo otro de los viajeros—. Tenemos un deber sagrado, ¿no es cierto? El hereje y sus secuaces podrían estar batallando contra los fieles ahora mismo…
La doncella del templo silenció al hombre con un brusco gesto de una mano. En ningún momento apartó los ojos de Malus.
—Por tu aspecto, parece que hayas estado deambulando por las montañas durante semanas —le dijo al noble.
Malus se encogió de hombros para disimular, pero su mente era un torbellino. ¿El hereje? Eso tenía que referirse a Urial. ¿Quién más había acudido recientemente a Har Ganeth, vociferando sobre el fin del mundo?
—Yo… bueno —tartamudeó Malus, y apartó la vista—. Confieso que me he entretenido durante algún tiempo en el camino, santa. —Tendió una mano y alzó el zurrón manchado de sangre—. Hay poco que recoger en el camino de la Lanza en esta época del año, y no quería llegar a Har Ganeth con una ofrenda pobre para el dios.
Varios de los fieles asintieron con gesto de aprobación. Había hecho una conjetura arriesgada respecto al contenido del zurrón, y había acertado. La doncella del templo lo estudió durante un momento más, y luego se recostó contra un tronco caído y reanudó la cena.
El de Ciar Karond miró a Malus.
—¿Has visto a muchos otros fieles en el camino, hermano?
—Ya lo creo que sí —asintió Malus—. Llegan de todas partes. Apuesto a que hay millares dentro de la ciudad santa, preparados para luchar contra el hereje.
Al oír esto, los ojos del hombre destellaron con luz salvaje.
—¡Al fin! El día del ajuste de cuentas está cerca. ¡Ya hemos sufrido las mentiras del hereje durante suficiente tiempo!
—No podría estar más de acuerdo, hermano —declaró Malus con sentimiento. El de Hag Graef le devolvió la botella, y él bebió un buen sorbo. Esto iba a salir bien. Si conservaba el control, podría escabullirse al interior de la ciudad con el resto de los fieles y nadie, menos aún Urial, se enteraría de nada.
Con una ancha sonrisa, el de Ciar Karond tendió la mano para que le diera la botella.
—Cuando son tantos los de la fe verdadera que corren a la ciudad, las calles deben estar realmente concurridas —dijo—. Tenemos alojamiento preparado en la casa de Sethra Veyl. ¿Dónde te alojarás tú?
—Con mi primo —replicó Malus—. Es velero, y tiene una tienda cerca de la fortaleza del templo.
El hombre de Ciar Karond quedó petrificado, con la mano tendida hacia la botella. La sonrisa desapareció de su rostro. De repente, Malus reparó en que todos habían guardado silencio.
La doncella del templo se puso de pie, con una daga curva en una mano.
—Apresad al hereje —siseó.