3: Contemplar la oscuridad

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Contemplar la oscuridad

Una luz ajena al mundo de los vivos se filtraba a través del gran techo de cristal de la sala de audiencias, bañada por un espectáculo boreal de luz cambiante e inquieta. En lo alto de una plataforma circular, emplazada en el centro de la abovedada estancia, el drachau de Hag Graef, despiadado puño del Rey Brujo, se encumbraba como una pesadilla ante los súbditos.

Llevaba puesta la antigua armadura bruja del cargo, un intrincado conjunto de placas de ithilmar ennegrecidas, con afilados bordes curvos y garfios astutamente forjados. Una luz feroz y un humo acre emanaban de las junturas de la armadura y de los ojos de la máscara de demonio que cerraba el ornamentado casco, y cuando el drachau se movía, las articulaciones de la armadura gritaban como las almas de los condenados. Tres cabezas recién cortadas pendían de ganchos de trofeo en la cintura del drachau, y la pesada espada curva que sujetaba con la mano izquierda humeaba a causa de la sangre fresca coagulada. Llevaba la mano derecha enfundada en un guantelete rematado por garras, que tenía grabados centenares de diminutos sigilos relumbrantes. En la presa de esa mano provista de garras y fuerte como una prensa, un noble se retorcía en su propia sangre y suciedad, con los ojos encendidos de miedo y dolor.

El noble sólo veía oscuridad agónica y absoluta, pero no dejaba escapar un solo sonido. Los pálidos semblantes de los miembros de la corte brillaban como fantasmas en la oscilante luz de la sala, testigos de la desavenencia entre el noble y la noche antigua, y en espera de que les llegara el turno a ellos.

Era la culminación del Hanil Khar, la presentación del tributo y la renovación del juramento de fidelidad al drachau y, a través de él, al Rey Brujo. La corte interior estaba abarrotada de los verdaderos nobles de la ciudad, hidalgos prominentes y ricos en oro, esclavos u honores de batalla, con linajes y títulos vetustos. Las familias se hallaban reunidas en grupos separados, a prudente distancia de rivales e incluso de aliados, ya que los intentos de asesinato eran algo rutinario durante las reuniones públicas, en especial en los días de ceremonia como ése. Cada miembro de la familia era, a su vez, aislado por un círculo de oficiales de confianza, cosa que dejaba a cada druchii de alta cuna perdido en sus propios y solitarios pensamientos.

Malus observaba cómo el noble sufría sobre los escalones que había ante la plataforma, y deseaba ser él quien llevara puesto el terrible guantelete. La necesidad de atacar, de hender piel y carne y de derramar dulce sangre era tan intensa que le hacía rechinar los dientes. Sentía sobre sí los ojos de sus antiguos aliados, los nobles que habían invertido en su plan y habían corrido el riesgo de provocar la ira de sus hermanos y hermanas, por no hablar de la cólera de su temido padre. Lo contemplaban como lobos, esperando en las sombras el momento adecuado para clavarle los dientes en la garganta. Y podían hacerlo. Sabían exactamente lo débil que era.

Había roto la antigua tradición al buscar fuera de su propia familia los fondos y las alianzas que necesitaba para embarcarse en una incursión a finales de la temporada. Y lo peor era que había vuelto con las manos vacías. Entonces, tenía que pagar una cuantiosa deuda, y su padre podía desentenderse con toda facilidad de cualquier obligación en el asunto. El vaulkhar todavía no lo había hecho, pero sólo porque los señores druchii aún no habían insistido. Por supuesto, lo harían cuando pensaran que era el momento oportuno. Tenía poco apoyo al que recurrir; los lanceros mercenarios supervivientes habían abandonado su servicio en cuanto habían llegado a Hag Graef, y Malus se había visto obligado a pagarles todo el sueldo para no arriesgarse a un odio de sangre que difícilmente podía permitirse. Eso lo dejaba con no más de una veintena de oficiales y el doble de sirvientes domésticos.

Sólo había llevado tres guardias consigo a la corte: Lhunara, Dolthaic y Arleth Vann. Se encontraban en apretado semicírculo detrás de él, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Era una guardia simbólica en el mejor de los casos, pero contra la fuerza en masa de los acreedores no habría bastado ni con la totalidad de los guerreros que tenía a su servicio. Era mejor desconcertarlos con aquella exhibición de bravuconería que confirmar sus sospechas con una falange de guardaespaldas.

Los hijos del vaulkhar formaban por orden de edad y poder ostensible, aunque calibrar las fuerzas relativas dentro de una familia noble era un asunto siempre complicado. Había un vacío evidente entre la alta figura acorazada de Lurhan Espada Cruel y su segundo hijo, Isilvar.

Bruglir el Pirata, el mayor de los hijos varones del gran señor de la guerra, aún estaba en el mar con su flota de incursión, llenando sus bodegas con los saqueos y los mejores esclavos de Ulthuan y el Viejo Mundo. No regresaría hasta los primeros deshielos de la primavera, y pasaría la mayor parte del año en el mar. Se trataba de una hazaña que sólo un puñado de señores corsarios podían lograr, y el vaulkhar sentía tal predicción por aquel hijo que había dejado claro que ninguno de los hermanos o hermanas era adecuado para ocupar el lugar de Bruglir, con independencia de cuáles fueran las circunstancias. Esto también tenía el efecto de concentrar especialmente sobre Bruglir el resentimiento de los demás hijos de Lurhan, hecho que Malus no había pasado por alto.

No había druchii gordos; como en el caso de sus envejecidos primos, los elfos de Ulthuan, la gente de Naggaroth era típicamente esbelta y musculosa, dura y rápida como el látigo. Isilvar, sin embargo, era algo carnoso. Su piel tenía la palidez verdosa del libertino, abolsada e hinchada debido a demasiados años de potentes licores y polvos alteradores de la mente.

Llevaba el pelo negro trenzado con docenas de diminutos ganchos y púas, y el largo bigote caído pendía, como dos finos colmillos más, por debajo de la línea del puntiagudo mentón. Las manos de largos dedos, con las afiladas uñas pintadas con laca negra, estaban en constante movimiento; incluso cuando estaban en reposo, los dedos se agitaban y danzaban como las blancas patas de una araña cavernícola. Isilvar no había hecho ninguna incursión aparte del crucero hakseer, en efecto, a menudo declinaba llevar espada en público y confiaba en la protección de sus guardias pródigamente pagados.

En algún momento del pasado, él y su hermano mayor habían llegado a una especie de acuerdo: Bruglir recogía una cosecha de carne y dinero de los cobardes reinos allende Naggaroth, e Isilvar supervisaba la inversión en Hag Graef y cualquier otro lugar de la Tierra Fría. Esto mantenía a Bruglir en el mar, derramando sangre, y le proporcionaba a Isilvar todo el oro y los esclavos que necesitaba para saciar sus prodigiosos apetitos.

En la base de ese extraño acuerdo estaban las implacables ansias de Isilvar, o eso decían los rumores; se afirmaba que sus dependencias de la torre del vaulkhar eran un matadero que rivalizaba con el templo de Khaine que había en la ciudad. Siempre que pudiera bañarse en la sangre de los torturados cada día de su vida, se mantendría leal a su hermano y proveedor. Isilvar estaba rodeado por una veintena de druchii fuertemente armados y acorazados; las armaduras, lacadas en colores rubí y esmeralda, resplandecían. Lo rodeaban en formación de herradura y cuidaban de no privar a su señor de una clara visión de las atrocidades que tenían lugar sobre la plataforma. Isilvar observaba las agonías del noble con embelesada atención y ojos febriles. Sus largas manos, salpicadas de gotas de sangre seca, se contraían codiciosamente a cada convulsión del suplicante.

Si Isilvar exhibía sus deseos como si fueran un rico ropón manchado, el tercer vástago de Lurhan, una hija, exhibía una máscara de frío mármol perfecto que no revelaba ni uno solo de sus pensamientos íntimos. Se decía que la esposa de Lurhan, muerta hacía ya mucho, había sido una criatura de pasmosa belleza letal; las historias daban cuenta de duelos librados por una sola caricia fugaz ofrecida en la corte, o de rivales hechos pedazos por ansiosos jóvenes nobles que vivían y morían a capricho de ella.

Se decía que su hija Yasmir era la viva imagen de la madre. Alta y de postura naturalmente elegante, esbelta y musculosa como una de las novias de Khaine envueltas de sangre, la hija mayor de Lurhan llevaba un vestido de seda color añil bajo un manto de delicados huesos dactilares amarillos unidos con fino alambre de plata. Su espeso y lustroso cabello negro estaba peinado hacia atrás, apartado del perfecto óvalo de la cara. Tenía grandes ojos violeta —distintivo de un linaje antiguo que se remontaba a la anegada Nagarythe—, que añadían un toque exótico al semblante, por lo demás clásico.

Un par de dagas de empuñadura de hueso pendían de un fino cinturón de piel de nauglir, y era bien sabido que ella era capaz de usarlas tan bien como cualquier hombre manejaba la espada, o mejor. Estaba estrechamente protegida por una docena de guardias, ricos y poderosos hijos de las familias nobles de la ciudad.

Yasmir era para ellos un tesoro vivo que respiraba: una fortuna en poder, influencia y belleza que parecía ya madura para cogerla. Pero Malus conocía la realidad. Esos jóvenes eran las chucherías de ella, algo con lo que jugar y de lo que prescindir según sus necesidades. Y durante los pocos meses que Bruglir pasaba en Hag Graef, Yasmir y él eran inseparables y vivían juntos en las espartanas dependencias que él tenía en la torre del vaulkhar. Mientras Yasmir contara con la total atención del hermano, ningún otro hombre se atrevería a lanzar un desafío para casarse con ella.

Otras druchii tendían a desaparecer cuando estaban en presencia de la resplandeciente belleza de Yasmir, pero ninguna tanto como la hermana que le seguía en edad. Nagaira era, sobre todo, hija de su melancólico padre: tenía la piel más oscura, era de constitución más pequeña y tenía una figura más rellenita y menos atlética. Poseía los ojos negros y la nariz fuerte de Lurhan, y sus finos labios estaban a menudo apretados formando una línea comprimida, bien perfilada.

A diferencia de su hermana, Nagaira prefería los ropones de color añil y rojo oscuro sobre un kheitan ligero labrado con el sigilo del nauglir de la casa del vaulkhar. Llevaba el pelo negro recogido en una gruesa trenza que sólo le llegaba a la cintura, y estaba veteado por mechones de brillante gris y blanco, signo que delataba a alguien que se dedicaba a la magia oscura. Los rumores de sus secretas investigaciones habían circulado por la corte durante muchos años, pero si le preocupaba la amenaza del escándalo, la verdad era que no había hecho nada por mitigarla. Al igual que sus hermanos y hermanas, estaba bien protegida, aunque sus guardias eran más una concesión a la funcionalidad y la conveniencia que una demostración de fuerza o vanidad.

Los diez druchii que la rodeaban formaban un grupo variopinto —una mezcla de sacerdotes, bribones y espadas de alquiler—, pero ella los escogía bien y sabía cómo usarlos cuando decidía hacerlo.

Pero si Nagaira era la sombra del frío brillo de Yasmir, el auténtico hijo de Lurhan, el más joven, era un trozo de la más oscura de las noches. Urial era erguido y casi tan alto como el padre, aunque el grueso ropón negro ocultaba el seco brazo derecho y la pierna torcida que lo habían desfigurado desde el nacimiento. Los druchii no tenían en sus casas sitio para los tullidos; los deformes eran asesinados al nacer o, si eran varones, entregados al templo de Khaine como víctimas de sacrificio.

El neonato Urial había sido echado al caldero del Señor del Asesinato, y si las historias eran ciertas, el latón antiguo se había rajado; la detonación, a modo de un trueno, había dejado inconscientes a las sacerdotisas. No era insólito que una víctima de sacrificio sobreviviera al hirviente caldero; esos niños eran considerados como señalados por el Señor del Asesinato y acogidos por el templo para instruirlos en las artes de matar. Pero el cuerpo de Urial era demasiado deforme para convertirlo en el de un guerrero sagrado. Lo habían criado en el templo como acólito, aunque lo que aprendía allí era un misterio sobre el que se especulaba a menudo.

Pasados quince años, las vírgenes lo devolvieron a la casa del vaulkhar sin dar ninguna explicación, y desde entonces había ocupado una torre para él solo, atendido por un puñado de servidores anónimos. Media docena de ellos se encontraban en apretado grupo detrás de su señor, provistos de máscaras nocturnas de bruñido acero en forma de calavera. Al igual que Urial, vestían ropones negros sobre los camisotes de fina malla, y llevaban grandes espadas curvas dentro de vainas de cuero y hueso sujetas a la espalda. Permanecían inmóviles como estatuas.

Malus reparó en que no hacían ningún ruido al moverse. No podría haber afirmado con seguridad que respiraran siquiera. Urial tenía una piel tan pálida que casi era azul; las facciones eran demasiado flacas para resultar atractivas, y el largo cabello estaba casi completamente blanco. Era bien sabido que lo único que despertaba las pasiones del druchii, aparte de los estudios y las ceremonias del templo, era su hermana Yasmir, pero era igualmente bien sabido que ella detestaba tenerlo delante. Durante muchos años, Malus había esperado que Yasmir le contara a Bruglir las historias de los torpes avances amorosos de Urial, y que aquél hiciera pedazos al deforme hermano en un arranque de celos, como les había sucedido antes a otros pretendientes mal aconsejados. No obstante, a pesar del famoso temperamento de Bruglir, el hijo mayor del vaulkhar jamás había levantado la mano contra el hermano más pequeño.

«Urial el Rechazado —pensó Malus—, abandonado por tu padre y vomitado por el caldero del propio Khaine. No haces incursiones, no tienes influencia ninguna en la corte y tus servidores son pocos y carecen de rostro. Y sin embargo, cuentas con el favor del drachau. ¿Qué presentes pones a sus pies?»

Como si percibiera la mirada de Malus, la cabeza de Urial se volvió ligeramente hacia él. Unos ojos del color del latón fundido, brillantes pero carentes de sentimientos, se clavaron en los suyos. Malus sintió un escalofrío y lo acobardó descubrir que no podía sostener la mirada de Urial. «El hombre tiene ojos de dragón», maldijo para sí.

Y luego, estaba él: el hijo bastardo, nacido de una bruja. Incluso Urial contaba con el favor del padre más que él, o al menos le inspiraba un miedo excesivo. Malus no representaba más que una carga que Lurhan tenía que soportar, o eso había llegado a creer el noble. Era la única explicación que se le ocurría para el hecho de no haber sido estrangulado al nacer. Sus medio hermanos y hermanas parecían pensar lo mismo; eran todos mucho mayores que él y podrían haberlo asesinado en cualquier momento. En cambio, se contentaban con monopolizar la riqueza de la casa y dejar que se consumiera.

Uno de ellos le había preparado la trampa de Clar Karond; de eso, estaba seguro.

Había sido un estúpido al pensar que estarían demasiado ocupados en otras intrigas para interesarse por su repentina ausencia. Pero ¿cómo habían sabido que atracaría en la Ciudad de los Barcos? La pregunta lo había atormentado durante el largo camino de regreso. La costumbre y el comercio exigían que todos los barcos corsarios atracaran en la Torre de los Esclavos de Karond Kar y subastaran el cargamento entre los señores de esclavos que allí residían.

Evitar la torre y navegar directamente hasta Ciar Karond había sido otro acto temerario y poco ortodoxo, y sin embargo, los enemigos habían estado esperándolo. «Incluso estaba aquella maldita carta», pensó con repulsión. Karond Kar se encontraba a centenares de leguas al noreste; era una de las más remotas y aisladas ciudadelas de Naggaroth. ¿Acaso un mensajero podría haber adelantado al Espada Espectral, reventando caballos a lo largo del camino costero mientras el barco corsario atravesaba primero el Mar Frío y luego el Mar Maligno? ¿Era posible algo semejante?

Si se enteraba de quién era el responsable, ¿qué podría hacer al respecto?

«Lo que deba hacer —se respondió a sí mismo. Aún tenía las espadas y un puñado de nobles leales. Con eso bastaría—. Que vengan los lobos —pensó—. Les prepararé un buen banquete».

—¡Malus, de la casa del vaulkhar Lurhan!

La voz pareció raspar el aire y le reverberó en los huesos. Modelada por el poder de la armadura del drachau, la voz se le hundió en el cuerpo como un lento cuchillo embotado en busca de su corazón. Sobre la plataforma, el noble vasallo se desplomó tras la dura prueba; sus pies resbalaron en la sangre que ya se coagulaba y manchaba los escalones de mármol, y rodó como una muñeca de trapo hasta el suelo de la sala de audiencias. Los guardias del noble avanzaron con rapidez para retirarlo de la presencia del drachau y regresar al patio exterior, donde aguardaban los inferiores en rango.

«El final ha sido un espectáculo mediocre», observó Malus. Durante el año siguiente, eso le pasaría una costosa factura al noble. Se irguió, se quitó de los hombros la capa y se la entregó a Dolthaic. Al igual que Nagaira, llevaba sólo un kheitan ligero, de piel humana, sobre negro ropón de lana.

—Aquí estoy, terrible —dijo, según la respuesta ritual—. Tu sirviente aguarda tus órdenes.

—Comparece ante mí y entrégame tus regalos.

Cuando los ojos de los presentes se volvieron a mirarlo, sintió el voraz escrutinio a que lo sometían. ¿Él era depredador o presa? Malus cuadró los hombros y se acercó a la plataforma. Grupos de nobles y sus guardias se apartaron a los lados para dejar que pasara. Durante un breve instante se encontró cara a cara con el señor Korthan, uno del grupo de ambiciosos nobles a los que había convencido para que invirtiera en su incursión. El druchii clavó en él unos ojos que traslucían odio puro, y Malus le devolvió desafiantemente la mirada al pasar.

El charco de sangre que había en la base de la plataforma comenzaba a secarse, y se le adhirió a los tacones cuando pasó por encima y ascendió los escalones hasta detenerse frente al drachau, que tenía poder de vida y muerte sobre todos los druchii de Hag Graef; uno o más perdían la cabeza al final de cada Hanil Khar. Unos morían a causa de delitos, otros por insultar al drachau con regalos insignificantes. Algunos morían simplemente porque el drachau deseaba hacer una demostración de su poder.

Tres escalones antes de llegar a lo alto, Malus se detuvo con el cuello al alcance de la enorme espada curva.

—Otro año ha pasado en el exilio, otra deuda de sangre para los usurpadores de Ulthuan —salmodió el drachau.

—No perdonamos y no olvidamos —respondió Malus.

—Somos el pueblo del hielo y la oscuridad, sustentados por nuestro odio. Vivimos para el Rey Brujo y para vengar las viejas injusticias.

—Mediante fuego, sangre y destrucción.

El drachau se encumbraba sobre él, con los ojos ocultos tras el rojo resplandor que surgía de la visera del casco.

—El vasallo leal le ofrece tributo a su señor. ¿Qué regalos pones a mis pies, leal vasallo? —La mano del drachau apenas apretó la empuñadura de la espada.

Malus clavó los ojos en la feroz mirada del drachau. Se le ocurrió una idea: «¿Estará enterado de mi fracaso? ¿Buscará dejarme en mal lugar ante la corte?» Reprimió un impulso de cólera asesina.

—Grande y terrible señor, todo cuento tengo es tuyo: mi espada, mis sirvientes, mi odio. Son todo cuanto poseo. —«Y haríais bien en temerlos», insinuó su mirada desafiante.

Durante un momento, la acorazada figura guardó silencio. A tan corta distancia, Malus oía la respiración del drachau, que salía como el aire de un fuelle por las ranuras del casco.

—Cada año la respuesta es la misma —atronó la amenazadora voz del drachau—. Otros señores ponen oro, carne y maravillosas reliquias a mis pies. Sirven a la ciudad y al Rey Brujo e infligen tormentos a nuestros enemigos. Naggaroth no tiene sitio para los débiles ni para los cobardes, Malus Darkblade.

Un temblor sutil recorrió a los reunidos. Malus se tensó ante el menosprecio de aquel ser antiguo.

—Entonces, acabad conmigo, terrible señor —gruñó—. Mojad vuestro plateado acero en mi sangre. Pero la mano amputada no puede golpear al enemigo ni defender las leyes del reino. No puede servir al Estado.

—Excepto como ejemplo para los demás.

—Creo que mi señor y amo no carece de ejemplos, pero la devoción es algo precioso, y el señor sabio no la desperdicia. Los druchii bebemos abundantemente del mundo. Nos hallamos en la frontera de la Oscuridad Exterior y nos complacemos de ello como no lo haría ningún otro. Derramamos océanos de sangre y segamos reinos de almas según nuestro deseo, pero no desperdiciamos cosas que nos resultan útiles.

El drachau estudió a Malus en silencio. Por primera vez en la vida, el noble sintió que caminaba por el filo de una navaja y se tambaleaba hacia el abismo. Luego, bruscamente, el señor supremo de los druchii tendió hacia el noble el gran guantelete provisto de garras.

—Acepto tu juramento de lealtad, Malus, hijo de Lurhan. Pero no basta con ser leal; el esclavo también debe temer a su señor y saber respetar el golpe del látigo. Puesto que tus regalos son exiguos, tu sufrimiento debe ser tanto mayor.

Malus apretó los dientes. Mediante la fuerza de voluntad se obligó a avanzar un paso más hacia el drachau. «Me has perdonado la vida, pero has declarado que soy una presa ante toda la corte —pensó hirviendo de furia—. Muy bien, pues, demostrémosles qué clase de bestia soy».

—Haz tu voluntad, terrible señor —dijo, e incluso llegó a posar la cabeza en el guantelete del drachau—. La oscuridad espera.

«Y aprenderé de ella —pensó Malus, cuya mente hervía de odio—. Sorberé de ella. Me llenaré las venas del más negro veneno y cargaré de odio mis músculos, y llegado el momento, te retorcerás y te lo harás todo encima, y pedirás misericordia a gritos ante mí».

La conciencia volvió como la marea, llenando los rincones y las grietas de su mente. Caminaba con paso torpe y vacilante. Tenía la ropa empapada en sudor, orines y sangre. Sentía el sabor de la sangre en la boca y la lengua hinchada en el sitio en que se la había mordido. Por ambos lados, pasaba multitud de gente cuyos rostros pálidos y borrosos flotaban en la periferia de su percepción.

Dentro de la mente tenía sombras que retrocedían furtivamente ante la conciencia. Eran cosas oscuras, frías y provistas de garras, antiguas más allá de lo comprensible. Lo tentaban y acobardaban. Si se concentraba demasiado en los recuerdos, sentía que comenzaba a deteriorarse la tenue posesión de su cuerpo.

De repente, se detuvo. Percibía figuras muy cercanas que lo rodeaban por tres lados. No lo tocaban ni le ofrecían mano alguna para que se sujetara. Malus inspiró profundamente, y el mundo volvió a ser nítido.

—¿He gritado? —susurró.

—Ni un solo sonido —le murmuró Lhunara al oído, y sintió la respiración cercana y cálida de ella—. Ni te tambaleaste.

Malus se irguió y se encaró con las puertas que llevaban al patio exterior. Oía la distante voz de Urial, que, a su vez, le dirigía la palabra al drachau.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Malus.

Lhunara hizo una pausa.

—Ha sido el más largo que he presenciado jamás. Oí que Isilvar le decía a uno de sus hombres que pensaba que ibas a morir.

El noble logró sonreír como un lobo.

—En ese caso, me complace decepcionarlo una vez más.

Con pasos más firmes y decididos, Malus avanzó a grandes zancadas hacia las enormes puertas de roble ennegrecido, que se abrieron ante él sin hacer el más leve ruido. Al otro lado, una multitud de nobles menores aguardaban con sus sirvientes. Les llegaría el turno de encararse con el drachau, pero la caricia del guantelete no era para ellos. En cambio, se infringían sus propias formas de mortificación, cortándose y perforándose la carne para demostrar su lealtad.

El aire estaba cargado del olor de tanta sangre derramada. Entre los estamentos sociales inferiores que se encontraban en el patio exterior, la atmósfera era más bien de celebración, con sirvientes que transportaban bandejas de comida y vino o sufrían a capricho de sus amos. Risas, suspiros de placer y agudos gritos de dolor se alzaban como apoyaturas por encima del murmullo general de conversación.

Entre las multitudes había abierta una larga avenida flanqueada por los guardias de la ciudad para que los nobles pudieran ir y venir sin impedimentos. Los hidalgos druchii se apiñaban a lo largo del recorrido para observar los semblantes demudados de los nobles que se marchaban y susurrarse al oído. Malus contempló con desdén los rostros de los reunidos y obligó a su cuerpo a funcionar como debía hasta recorrer toda la avenida.

Al final, aguardaba otro grupo más pequeño de druchii. Pasado un momento, reparó en que uno de los tres nobles en particular lo contemplaba con considerable interés. Forzó su maltratada mente para que intentara reconocer la cara, pero no le vino a la cabeza ningún nombre.

El noble era de mediana estatura y algo huesudo, como si la desgarbada época de la adolescencia no hubiese acabado del todo al llegar por fin a la edad adulta. Llevaba la cabeza afeitada, excepto por el nudo al estilo corsario, y en las orejas puntiagudas destellaban aros de plata. El estrecho mentón quedaba parcialmente oculto por una perilla rala, y los oscuros ojos estaban muy abiertos de emoción y brillaban con conocimiento oculto.

«¿Quién se cree que es este estúpido?», se preguntó Malus con el entrecejo fruncido. El ropaje y el kheitan del druchii eran de bastante buena calidad, pero tenían un corte rústico, y el cuero llegaba casi hasta las rodillas del elfo. La piel rojo oscuro tenía grabado el sigilo de un pico de montaña. Malus se detuvo en seco.

«Fuerlan, por supuesto».

—Bien hallado, mi señor —dijo Fuerlan con tono untuoso al mismo tiempo que hacía una profunda reverencia.

Antes de que Malus pudiera responder, el naggorita corrió hacia él con total desprecio hacia cualquier pretensión de conducta adecuada. Los dos hombres que lo acompañaban, evidentemente caballeros locales sin ninguna otra perspectiva o quizá mercenarios, siguieron a su señor de mala gana. Lhunara siseó de forma amenazadora, pero Malus la contuvo con un ligero gesto de la mano.

—¿Recibiste la carta mi señor? —preguntó Fuerlan en voz baja—. No fue insignificante el coste de lograr que se entregara en Ciar Karond antes de tu llegada.

Malus estudió con cautela al rehén naggorita. Su presencia en la corte tenía por finalidad garantizar la paz entre Hag Graef y Naggor, un acontecimiento reciente tras décadas de amargas y sangrientas hostilidades. Como tal, el estúpido gozaba de un grado de protección con el que podían contar pocos miembros de la corte. La cautela luchaba con la negra furia en el corazón de Malus.

—¡Ah, sí!, la recibí —respondió con frialdad.

—¡Excelente! —Fuerlan se inclinó aún más hacia él, y su voz adoptó un tono de conspiración—. Tenemos mucho de lo que hablar, temido señor. Como ya sabes, hace algún tiempo que estoy en la corte y entre tus parientes —e intentó sonreír con humildad—, y me precio de tener algo de destreza en el arte de la intriga. Me he enterado de algunas cosas, cosas muy interesantes que creo que tendrán importancia para ti. —Fuerlan posó una mano sobre un brazo del noble—. Podríamos sacar mucho provecho si formáramos una alianza de iguales… ¡Ah!

La mano izquierda de Malus se cerró en torno a la garganta de Fuerlan en un movimiento tan mortal y veloz que apenas se vio como un borrón. El naggorita palideció y se le salieron los ojos de las órbitas. Uno de los guardias avanzó corriendo y lanzó un grito al mismo tiempo que tendía una mano hacia la muñeca de Malus, pero la espada de Lhunara silbó en el aire y le cortó la cabeza al caballero, de cuyo cuello manó una fuente de sangre. El segundo guardia de Fuerlan retrocedió con paso tambaleante a la vez que alzaba una mano en señal de rendición, y desapareció con rapidez entre la multitud.

—¡Ah, sí! Fuerlan, tú y yo tenemos algunas cosas de las que hablar —siseó Malus mientras le apretaba más el cuello.

La cara de Fuerlan estaba volviéndose de un tono rojo pálido y sus manos intentaban inútilmente apartar la presa de hierro del noble.

—Hablaremos después de que te haya arrancado la piel del mugriento pecho a latigazos, te haya separado los músculos de los huesos con finos cuchillos afilados y te haya abierto las costillas para enseñarte los arrugados órganos que tienes dentro. Después de que haya dado nueva forma a tu lastimosa cara con mis ganchos y púas y me la haya puesto como una máscara ante tus propios ojos, entonces me dirás cómo supiste cuándo y por dónde regresaría yo a Naggaroth. Me dirás quién te dio esa información y por qué. Me lo dirás todo. Y luego, implorarás con labios destrozados que evite enseñarte hasta qué profundidad llega realmente la oscuridad dentro de mí.

«Nadie lo sabe —pensó Malus, salvajemente—. Pero, ay, yo se lo enseñaré a todos».