21: En poder del demonio

21

En poder del demonio

Malus se dobló por la mitad mientras de su cuerpo ascendía humo: luchaba contra la presencia que se le había metido dentro. No era igual que la experiencia que había tenido con Ehrenlish; eso era mucho, muchísimo peor. El espíritu que lo poseía le impregnaba la carne y los huesos, se le enroscaba en torno al corazón como una serpiente y no dejaba más que vacío donde antes había estado su alma. Él se enfurecía contra el gélido toque del espíritu y concentraba toda la voluntad en expulsar de su interior a la presencia; pero no lograba absolutamente nada. Una risa feroz resonó dentro de su mente.

—¡Suéltame! —gimió Malus.

—¿Soltarte? Pero si acabo de adquirirte. ¿Sabes durante cuánto tiempo he esperado a un sirviente como tú?

Con un rugido, el noble se lanzó hacia el cristal. Sacó la espada de la vaina y descargó una lluvia de golpes sobre la relumbrante superficie. El acero y el cristal sonaron como un doblar de campanas, y cuando retrocedió con paso tambaleante, con las fuerzas agotadas; la facetada superficie estaba intacta.

—¡Vaya manera de tratar una espada tan buena, Malus! Si continúas haciendo eso, le estropearás el filo.

—¿Qué eres? —gritó Malus, frenético de furia.

—¿Yo? Comparado contigo, soy como un dios. —Una insensible risa entre dientes reverberó por toda la sala—. Tu raza, con sus rudimentarias percepciones, me llamaría demonio. No podrías pronunciar mi nombre aunque dispusieras de cien años para intentarlo. Para nuestros propósitos, puedes llamarme Tz’arkan. Con eso bastará.

—¿Un demonio? —Malus sintió vértigo ante el pensamiento. «¿Un demonio? ¿Dentro de mí? ¡No, no lo permitiré!» El noble cayó de rodillas y desenvainó la daga, cuya punta partida se apoyó contra la garganta—. ¡Yo no soy esclavo de nadie, ya sea demonio o dios!

—Si clavas esa hoja, mortal, no sólo morirás como esclavo, sino que continuarás siendo mi servidor por toda la eternidad —dijo el demonio con voz fría y severa.

—Estás mintiendo.

—Clávatela, entonces, y lo descubrirás.

La mente del noble trabajaba a toda velocidad. «Hazlo. Te miente. ¡Es mejor morir que vivir de este modo!» Pero la duda atormentaba su mente. «¿Y si dice la verdad? ¿Qué razón tiene para mentir?» Con un gruñido bestial, Malus dejó caer la daga al suelo.

—¿Has querido decir que podría dejar de ser tu esclavo?

—Eso está mejor —replicó el demonio, con tono de aprobación en la pétrea voz—. Eres un pequeño druchii listo. Sí, haré un trato contigo. Un intercambio: tu alma por mi libertad. Ponme en libertad, y yo renunciaré al poder que tengo sobre ti. ¿Qué podría ser más justo que eso?

Malus frunció el entrecejo.

—No soy brujo, Tz’arkan. ¿Cómo puedo ponerte en libertad?

—Deja la brujería para mí, pequeño druchii. Supongo que conoces la historia del templo; de ese gusano de Ehrenlish y los parásitos de sus compinches. Tienes que conocerla… Fueron los alaridos de Ehrenlish los que oí cuando la gran tormenta fue disipada. ¡Cómo he anhelado oír ese sonido, Malus! Sabía que antes o después aparecería el cráneo de ese estúpido, pero el modo en que tú lo usaste para abrir la puerta… fue glorioso. Por eso, tienes mi gratitud.

—Continúa, demonio —gruñó el noble—. A diferencia de ti, yo puedo morir de viejo… o de aburrimiento.

—No entre estas paredes, pequeño druchii…, al menos no durante mucho, muchísimo tiempo. Pero estoy divagando. Ehrenlish y sus compinches…, que eran viles gusanos pusilánimes…, consiguieron, a un alto precio, atraparme dentro de este cristal hace muchos millares de años.

—¿Cómo te atraparon?

—Cómo lo hicieron no tiene importancia, Malus. Basta con decir que lo hicieron. Me encerraron en este lugar y me convirtieron en su esclavo. Estoy seguro de que te das cuenta de lo horrible que fue eso.

—Más razón aún para que me sueltes —gruñó Malus.

—No te tomes a la ligera mis trágicas circunstancias, pequeño druchii —replicó el demonio con frialdad—. Los cinco brujos se alimentaron de mi vasto poder para lograr sus insignificantes planes. Pero jugaron con poderes que están muy por encima del saber de los mortales, y eso acabó siendo su perdición. Uno a uno tuvieron un final terrible, hasta que al fin ese estúpido de Ehrenlish se encerró dentro de su propio cráneo y desapareció de la historia del mundo durante milenios. Sin embargo, aún perduran las protecciones que esos necios pusieron sobre mí. ¡Maldigo sus nombres por toda la eternidad, pero debo admitir que hicieron un buen trabajo cuando construyeron esta espantosa prisión! En cuanto desapareció Ehrenlish, comencé a arañar las paredes de mi celda. Logré divertirme con los acólitos y esclavos que los brujos dejaron aquí, pero poco más. Lenta, muy lentamente, conseguí extender mi influencia algo más lejos de la prisión. Durante los últimos cien años he logrado extender los límites de mi percepción hasta las paredes del templo, pero no me ha sido posible ir más allá. Las protecciones eran demasiado potentes, incluso para alguien como yo.

—¿Así que admites tener límites? Vaya dios que estás hecho —se burló Malus.

El demonio no le hizo el más mínimo caso.

—La protecciones pueden anularse, pequeño druchii. La brujería implicada supera las insignificantes habilidades de cualquier brujo mortal que viva en la actualidad, pero conozco las palabras y los rituales que hay que llevar a cabo. Sin embargo, necesito una prenda de cada uno de los cinco brujos desaparecidos, cinco talismanes que pueden usarse para deshacer los hechizos que forjaron ellos. Cada uno es un potente artefacto mágico por derecho propio: el Octágono de Praan, el ídolo de Kolkuth, la Daga de Torxus, la Espada de Disformidad de Khaine y el Amuleto de Vaurog.

—¿Qué sé yo de talismanes, demonio? Soy guerrero y señor de esclavos, no brujo o erudito de cuello flaco. Esos hombres murieron hace milenios. ¿Cómo voy a encontrar esas cosas, si es que existen aún?

—Por tu bien, pequeño druchii, será mejor que reces para que aún puedan ser encontrados. Las arenas ya caen en el reloj. Incluso mientras hablamos, la vida escapa de ti.

Malus se irguió.

—¡¿Qué?! ¿De qué estás hablando?

—Me he apoderado de tu alma, Malus. ¿No lo recuerdas? Te he vaciado como un melón para meter la más leve gota de mi esencia dentro de tu frágil cuerpo. Así es como podemos comunicarnos en este momento, y como yo puedo conocer todos tus pensamientos. No soy de los que dejan que sus sirvientes anden por ahí abandonados, ¿sabes?

—Y sin embargo, estás matándome, ¿no es cierto?

—Sería más justo decir que tú te mataste en el momento en que permitiste que la codicia gobernara tus actos —respondió el demonio, presuntuoso—. Cuando me apoderé de tu alma, tu cuerpo empezó a morir. De hecho, estarías ya muerto si no fuese por mi poder. Pero ni siquiera yo puedo detener lo inevitable. Si no te devuelvo el alma en el plazo de un año, tu cuerpo perecerá y tu espíritu será mío para siempre.

—¿Un año? —exclamó Malus—. ¿Dispongo sólo de un año para encontrar cinco reliquias perdidas hace milenios? ¡Me pides un imposible!

—Tal vez —consintió el demonio, al instante—. Pero no hay forma de saberlo hasta que lo intentes. Y si fracasas, bueno, estoy seguro de que habrá otros que vendrán en busca del templo, teniendo en cuenta que la Puerta del Infinito ya no existe.

Malus apretó los dientes con frustración.

—Podría limitarme a permanecer aquí —dijo con tono desafiante—. Tú mismo has dicho que podría perdurar durante mucho, mucho tiempo.

—Vaya, qué listo, pequeño druchii —asintió el demonio—. Tienes razón, por supuesto. Podrías perdurar aquí durante cientos y cientos de años, secándote lentamente hasta convertirte en un despojo marchito como esos desgraciados contra los que luchaste al otro lado de la puerta. Por supuesto, quédate si quieres. Esperaré a que aparezca otro sirviente bien dispuesto. Siéntete en libertad de divertirte con las chucherías que Ehrenlish y sus compinches apilaron a mi alrededor, aunque debo confesar que incluso una cantidad tan enorme de oro pierde su atractivo después del primer siglo, poco más o menos.

—¡Te maldigo, demonio! —gruñó Malus—. ¡De acuerdo, encontraré tus baratijas!

—¡Excelente! Sabía que cambiarías de opinión antes o después. —El demonio hablaba como si hubiera logrado enseñarle un truco difícil a una mascota—. Cuando hayas encontrado todos los talismanes, debes regresar aquí antes de que haya pasado un año, y yo me ocuparé del resto.

—Y entonces ¿me dejarás en libertad?

—No sólo te pondré en libertad, sino que tienes mi palabra de que nunca más intentaré esclavizarte. Y sólo para demostrarte que tengo las mejores intenciones hacia ti, te revelaré que uno de los talismanes, el Octágono de Praan, está muy cerca. Puedo percibirlo, aun en mi estado de confinación.

—¿Y dónde está la chuchería?

—Sobre la ladera de la montaña —replicó el demonio—. Los hombres bestia lo veneran. Por la noche oigo las salmodias que rebuznan para pedir la protección del talismán. Criaturas estúpidas. Resulta irónico que tal vez tengas que matarlas a todas para arrancarles de las mugrientas patitas el talismán que consideran protector. —El demonio parecía insólitamente complacido con la perspectiva.

Con gestos lentos y estudiados, Malus recogió la daga y la metió en la vaina. Luego, se puso de pie.

—Haré lo que deba —declaró con frialdad, mientras su fuerza de voluntad volvía a reafirmarse—. En el plazo de un año volveré aquí, y acabaremos lo que hemos comenzado.

—Desde luego que lo haremos, Malus Darkblade. Desde luego que lo haremos.

—¡No me llames así! —se encolerizó Malus.

—¿Por qué no? ¿Estoy equivocado en algo? Las espadas oscuras son cosas defectuosas, ¿no es cierto? Ponte delante del cristal, Malus. Hay algo que debes ver.

El noble frunció el ceño, consternado, pero pasado un momento cedió y avanzó hasta el cristal.

—Bien. Ahora, mira con atención.

El resplandor azul se desvaneció y dejó a la vista un cristal facetado que brillaba como la plata. Era como mirar un espejo.

Y Malus vio en qué se había convertido.

La piel se le había vuelto pálida como la tiza. Distendidas venas negras que parecían latir con un flujo constante de corrupción corrían por el dorso de la mano en la que llevaba el anillo de rubí y desaparecían bajo el borde del avambrazo. Sus ojos eran esferas del más puro azabache.

—Mira en qué te has convertido… Eres un hombre sin alma, sometido al servicio de un demonio. ¿Y dices que no eres algo defectuoso, Malus Darkblade?

La risa del demonio resonó como el trueno mientras el noble huía de la prisión.

Atravesó corriendo los recintos del templo y resbaló en el polvo de las deshechas momias al lanzarse rampa abajo hacia las dependencias de los brujos condenados. Los cuerpos de los acólitos se burlaban de él con sus mandíbulas flojas y sus grandes cuencas oculares fijas. Parecían tender las manos hacia él para ofrecerle cuchillos o ropones vacíos. Le brindaban la caridad de los malditos.

Las botas del noble repiqueteaban contra la piedra. Bajó corriendo la escalera de caracol, y al sentir el calor del magma en la cara tuvo que luchar contra el impulso de arrojarse a las llamas. Al llegar al cadáver momificado de la escalera, lo lanzó de una patada al fuego, y sintió envidia al verlo caer.

Las rocas estaban esperándolo cuando llegó al pie de la escalera, ya que habían levitado hasta la posición correcta por voluntad del demonio de lo alto. ¡Qué estúpido había sido al creer que había sido él quien las había hecho ascender desde las profundidades! Pasó de una roca a otra con tan poco cuidado como si hubieran estado en el lecho de un río.

Al otro lado de la plaza y del foso de fuego, las estatuas de los dioses parecían reírse de su angustia, burlarse de la estupidez de invadir la madriguera de un demonio. «Esto es lo que obtienes por desdeñarnos —parecían decir los abominables rostros—. ¡Tú y tu Madre Oscura! ¿Escuchó ella tu plegaria en los salones de piedra de lo alto? ¿Te concedió la victoria sobre tus enemigos?»

Se lanzó hacia las estatuas, aullando como una furia, pero no tenía la fuerza necesaria para derribar tan enormes moles. En todo caso, pareció que los ídolos se burlaban aún más de él.

Malus huyó de la presencia de los cuatro dioses, dando traspiés entre las hileras de sirvientes eternos. Deshizo en polvo a los obedientes cuerpos mientras les gritaba maldiciones a las cobardes posturas en que estaban.

Desde lejos le llegaban gritos y estruendo de acero contra acero. Hombres bestia y druchii lanzaban alaridos de rabia y dolor. Malus desenvainó la espada y corrió hacia la promesa de batalla.

«¿Podré derramar algún día la sangre suficiente para ahogar el recuerdo de mi propio reflejo?»

Malus salió con paso tambaleante a la fría luz diurna y contempló la carnicería que tenía lugar en la entrada del templo. Los hombres bestia habían abierto una brecha con los pesados martillos a dos manos, y montones de cadáveres yacían al otro lado de la abertura. Dos de los cuatro nauglirs estaban muertos, con el cuerpo atravesado y desgarrado por tajos de espada y hacha. Un tercero temblaba y sangraba a través de heridas mortales que le arrebataban lentamente la vida. Sólo Rencor sobrevivía. Más delgado y rápido que sus compañeros, presentaba no obstante una veintena de tajos en la acorazada piel.

Los tres guardias de Malus recorrían el campo de batalla como cuervos, con la negra armadura salpicada y veteada de sangre enemiga. Hacía ya mucho que habían abandonado las descargadas ballestas, y en las manos llevaban rojas espadas de las que goteaba sangre. Trabajaban con la desapasionada habilidad de los carniceros, mirando entre los cadáveres y rematando a los heridos que encontraban. No había manera de saber cuántos asaltos habían rechazado ya, ni el tiempo que había mediado entre uno y otro. Estaban tan concentrados en la tarea que no repararon en Malus hasta que lo tuvieron casi encima.

Lhunara fue quien lo vio primero. Estaba cubierta de sangre, con el pelo apelmazado y la cara teñida de rojo como una de las novias asesinas de Khaine. Tenía decenas de abolladuras y arañazos en la armadura, y en cada mano llevaba una vapuleada espada. La fatiga le cubría el rostro como una máscara.

—No llegas demasiado pronto, mi señor —comenzó—. Ya han intentado acometernos tres veces, y acaban de retirarse. Entre nosotros y los gélidos hemos matado alrededor de ochenta, pero…

Las palabras murieron en los labios de la teniente al reparar en el cambio operado en la cara de su señor. Los ojos de Lhunara se encontraron con los de él, y se abrieron de par en par con expresión de horror.

—Mi señor, ¿qué…?

Malus bramó como una bestia herida y hundió la espada en el cráneo de Lhunara.

Dalvar y Vanhir vieron cómo descargaba el golpe y gritaron de horror y consternación. El noble saltó hacia ellos cuando el cuerpo de Lhunara aún estaba desplomándose.

El hombre de Nagaira se desplazó a la izquierda al mismo tiempo que echaba una mano atrás y la llevaba hacia adelante en un movimiento velocísimo. Sin pensar, Malus hizo un barrido con la espada y apartó a un lado la daga que acababa de lanzarle. Acometió al bribón con un golpe dirigido a la cabeza, y Dalvar lo bloqueó con el largo cuchillo que tenía en la mano izquierda. La mano derecha del bribón desenvainó otro largo cuchillo de lucha y acometió al noble, a quien intentó apuñalar a través de una de las junturas del articulado peto.

Malus atrapó la muñeca de Dalvar con la mano izquierda y le dio un golpe en la cara con el pomo de la espada. Aturdido, el bribón intentó apuñalarlo en la garganta, pero calculó mal, y el cuchillo abrió un tajo desigual a lo largo de la línea de la mandíbula de Malus. El noble gruñó y clavó la punta de la espada en la axila izquierda de Dalvar, zona que la armadura no protegía. La hoja se atascó en la articulación del hombro, y Dalvar se puso rígido al mismo tiempo que palidecía de dolor. Malus se apoyó contra la espada, que rajó cartílago y hueso al hundirse lentamente en el pecho del druchii.

Dalvar chillaba y sufría violentos espasmos mientras intentaba apartarse, pero Malus continuaba sujetándolo con fuerza por la otra muñeca y no lo dejaba moverse. El bribón le lanzó enloquecidas puñaladas con la daga, pero el brazo extendido con que Malus sujetaba la espada estaba en medio; la punta de la daga del guardia le abrió profundos tajos en una mejilla, una sien, una oreja y la garganta, pero ninguno fue lo bastante hondo para matarlo. Con cada corte, cada nuevo dolor, Malus simplemente empujaba la espada con más fuerza. La punta se zafó de la articulación, penetró entre las costillas y atravesó músculo, pulmón y corazón. Dalvar lanzó un grito ahogado, vomitó un torrente de sangre y cayó al suelo.

Cuando Malus giró sobre sí mismo para encararse con Vanhir, encontró al guardia esperándolo a varios metros de distancia.

—Quiero mirarte a los ojos cuando te mate —dijo el caballero, y le enseñó los dientes aguzados—. Tenía planes mucho más grandiosos para destruirte, Darkblade… Eran creaciones maravillosas que habrían tardado años enteros en acabar con tu miserable vida. Si van a serme negadas esas glorias, al menos quiero ver cómo la vida escapa de tus lastimosos ojos.

Malus se lanzó contra el noble caballero y descargó una lluvia de golpes dirigidos hacia la cabeza, los hombros y el cuello. Vanhir se movía como una víbora y bloqueaba cada golpe con la destreza de un duelista experto. La daga que tenía en la mano izquierda tamborileó un staccato sobre el peto, el avambrazo y el quijote de Malus, en busca de puntos débiles de la armadura. Cuando el noble retrocedió para asestar otra combinación de golpes, la espada de Vanhir salió disparada y le abrió en el cuello un largo tajo que no acertó por muy poco la arteria. El noble era un espadachín diestro, pero Vanhir era un maestro, un artista de la espada.

Entonces, Vanhir aprovechó la ventaja para alternar ataques con espada y daga. Malus bloqueó el primer tajo de espada, pero sufrió una herida superficial de la daga que penetró por una juntura del avambrazo derecho. Desvió una estocada veloz como el rayo, y luego se lanzó contra el caballero y le clavó los blancos dientes en la garganta.

Vanhir gritó y se retorció mientras golpeaba a Malus en un lado de la cabeza con el pomo de la espada, pero el noble no estaba dispuesto a que se lo quitara de encima con tanta facilidad. Mordió profundamente y saboreó el gusto a cobre de la sangre que manaba, para luego dar un brusco tirón lateral con la cabeza y arrancar un lado de la garganta de Vanhir. El caballero cayó de espaldas mientras presionaba las manos sobre el torrente de sangre que le manaba del destrozado cuello, pero era un gesto fútil para una herida mortal. Al cabo de un rato, la vida se desvaneció de los ojos de Vanhir, que quedaron congelados en una eterna expresión de odio implacable.

Malus Darkblade echó atrás la cabeza y aulló como un lobo demente. Fue un grito tan salvaje y desquiciado que incluso la manada de endurecidos hombres bestia que entonces avanzaba lentamente por el camino para atacar la entrada por cuarta vez se detuvo con miedo y asombro al oírlo.

La visión de la cara de Lhunara aún flotaba ante los ojos del noble y lo torturaba. La expresión de horror que le había aflorado al rostro al darse cuenta del fracaso de Malus había sido más de lo que él podía soportar.

El noble se levantó con pies inseguros y se limpió la sangre de Vanhir de los labios con el dorso de una mano de negras venas.

Todos lo habían servido bien y fielmente, tanto amigos como enemigos, pensó. Era mejor que murieran antes que presenciar su espantosa vergüenza.