20: El templo de Tz’arkan

20

El templo de Tz’arkan

«Ya hablaste antes a través de mi cuerpo, cuando temías perderte en el territorio de los muertos —pensó Malus mientras avanzaba para situarse debajo del tosco arco del portal—. Ese peligro no era nada comparado con el que ahora tienes ante ti. ¡Actúa, Ehrenlish! ¡Abre la puerta o perece en la tormenta!»

El noble sintió un hormigueo de poder naciente que le recorría el cuerpo al llegar a la puerta. A pesar de su aspecto de talla tosca, percibió que dentro de la piedra había incorporados mecanismos arcanos que aguardaban a que la mano adecuada los hiciera funcionar otra vez. Malus sostenía el cráneo ennegrecido hacia adelante mientras avanzaba muy poco a poco hacia el furioso remolino que giraba al otro lado del arco.

«¿Acaso me crees débil, Ehrenlish? ¿Piensas que no entraré en el fuego? En ese caso, eres un estúpido. ¡Arderé, y tú conmigo! Los druchii buscamos la muerte cuando nos enfrentamos con la derrota. ¡Abre la puerta o muere conmigo!» En el aire sonó un zumbido, y Malus sintió que el cráneo comenzaba a temblar entre sus manos. A tan poca distancia de la tormenta, Malus sentía en la piel el influjo de disformidad como si intentara apoderarse de él. Había rostros que iban y venían por las cambiantes nubes, crueles semblantes contorsionados que sonreían vorazmente a través de la arcada. Malus no sabía qué ansiaban más: si su propia alma, o la sombra encerrada dentro del cráneo envuelto en alambre.

Un fuego azul comenzó a lamer la superficie de la reliquia y pasar ardientemente por las curvas del cráneo como si estuvieran metiéndolo dentro del fuego de una forja. Malus sentía que el alambre de plata se calentaba en sus manos. «¡Se acerca el fin, sombra antigua! ¿Estás preparado para enfrentarte con los que esperan al otro lado?»

Las violentas energías que cerraban la puerta tocaron la parte posterior del cráneo, y las negras cuencas oculares vacías ardieron con furiosa vida.

Ehrenlish clavó púas de fuego en el cerebro de Malus y se metió a la fuerza dentro del noble como la punta de una lanza, donde se debatió coléricamente en los torturados senderos de su mente. El cuerpo del noble se puso rígido y echó atrás la cabeza como lo había hecho dentro del círculo de piedra de Kul Hadar. La boca se abrió en un grito petrificado, pero por ella salieron ásperas maldiciones cáusticas.

Malus sintió que el espíritu de Ehrenlish se apretaba como un puño dentro de su cráneo, y que el cuerpo comenzaba a inclinársele hacia atrás para apartarse de la tormenta ultraterrena. «¡No! —se enfureció, y se puso a forcejear con Ehrenlish en un combate de voluntades terribles—. ¿Piensas que puedes dominar mi cuerpo, espíritu inmundo? ¡Estúpido! No puedes dominarme. Soy Malus, de Hag Graef, y no me someto ante nadie. ¡Haz lo que te ordeno, brujo, o será tu perdición!»

Por un momento, el cuerpo del noble tembló, atrapado entre fuerzas opuestas. Luego, dolorosamente, centímetro a centímetro, Malus comenzó a erguirse otra vez. El torrente de violentas maldiciones se deshizo en un gruñido inarticulado de determinación cuando Malus se esforzó para avanzar apenas medio paso y hacer que el cráneo penetrara más en el remolino.

Un alarido agónico hendió el aire. La tormenta impregnó el cráneo para golpear a Ehrenlish y, por extensión, el interior de Malus. El espíritu del brujo farfullaba y gemía al contacto con la tormenta, y Malus se acobardó ante las visiones imposibles que se desplegaban dentro de su mente. Cielos de fuego líquido y mares de superficies hirvientes. Terribles criaturas con huesos de hielo y ojos que habían contemplado la primera noche del mundo. Y más allá de ellos, espíritus aún más terribles, seres antiguos de incalculable sabiduría y crueldad que despertaban de su meditación y miraban al otro lado de la inmensa vorágine de la tormenta, hacia los dos seres que forcejeaban convulsivamente en el borde.

Y entonces, las palabras salieron precipitadamente a través de los ensangrentados labios de Malus. Fueron broncas palabras de poder y decisión que intentaban despertar el mecanismo arcano del portal y mantener a distancia la descomunal tempestad. El cráneo se sacudió en las manos del noble, que sintió, más que oyó, la rajadura que corrió a lo largo de la curva de la caja craneal. Por el tejido metálico descendían calientes gotas de plata fundida que, impulsadas hacia fuera de la tormenta, caían hacia Malus y le salpicaban el peto.

El noble sintió vagamente que los mecanismos del portal intentaban despertar a la vida, pero algo iba mal. Habían permanecido inactivos durante demasiado tiempo sin que nadie se ocupara de ellas, y entonces, los senderos que canalizaban el poder de la sombra estaban descontrolándose. Se oyó un gemido, y Malus vio que el irregular arco empezaba a retorcerse y deformarse como cera caliente.

Un estremecimiento recorrió el alma de Malus. La terrible tormenta empeoraba. Al principio pensó que era debido a que el arco estaba cediendo, pero luego se dio cuenta de que las violentas energías eran apartadas a un lado por el avance de aquellos seres eternos que, como dragones marinos que se abrieran paso a través de las congeladas aguas del océano, intentaban atravesar la tempestad.

Intentaban llegar hasta él.

Los gritos de Ehrenlish habían alcanzado un crescendo agónico. De la garganta de Malus manó espuma sanguinolenta cuando un torrente de encantamientos estalló en el aire. Sentía el terror cerval de la sombra. También ella sentía que despertaban los seres eternos, y en un momento de claridad, Malus atisbó el destino que le aguardaba a Ehrenlish, e incluso su endurecida alma se acobardó ante el pensamiento.

La puerta osciló en el aire y estalló en trozos de roca fundida, que fueron absorbidos por las hambrientas fauces de la tormenta. Los grandes mecanismos mágicos de la puerta quedaron inutilizados en un estallido de trueno y una explosión de luz terrible, y una gigantesca zarpa se solidificó en las energías de la propia tormenta para cerrarse en torno a la siseante superficie del cráneo. El hueso se pulverizó bajo el contacto de aquella mano imposible y el alambre de plata se evaporó en forma de niebla; en ese momento, la tempestad del otro lado de la puerta se desvaneció como si jamás hubiese existido y se llevó consigo la sombra de Ehrenlish.

Malus cayó de rodillas en el lugar en que había estado la Puerta del Infinito. De las junturas de su armadura ascendía vapor. Le pareció que transcurría una eternidad antes de que pudiera volver a oír los latidos de su propio corazón, o transformar la voluntad en pensamientos coherentes dentro de su mente entumecida.

Cuando pudo enfocar la vista otra vez, Malus vio un blanco camino de cráneos que se extendía ante él hasta un enorme edificio de piedra construido con enormes losas del más negro basalto. Se trataba de una estructura cuadrada y escalonada, sin ventanas ni imágenes talladas que insinuaran las glorias que había contenidas en ella. Era un templo de poder, un lugar que no se había construido para venerar lo invisible, sino para servir a las ambiciones de lo mundano. La simple visión del templo avivó las llamas del deseo en el salvaje pecho de Malus.

El noble se puso de pie y reprimió las punzadas de dolor con implacable fuerza de voluntad. Allí tenía un triunfo que escapaba a todo lo imaginable. Podía sentir cómo lo llamaba. Con el poder que había oculto en el templo sometería el mundo entero a su voluntad.

Alguien lo llamaba por su nombre, y Malus se volvió a fin de determinar la procedencia de la llamada.

—¡Mi señor! ¡Ya vienen!

Era Lhunara. Ella y los otros miembros de la partida de guerra estaban montados sobre los gélidos, vueltos hacia el camino por el que habían llegado. Justo en el primer recodo, a casi cien metros de distancia, Malus vio que se había reunido la manada de hombres bestia. Un temblor recorrió las apiñadas filas, y voces aisladas aullaron de forma desafiante a los jinetes. Malus supuso que habían visto cómo se deshacía la tormenta, y entonces, estaban reuniendo valor para atacar.

El noble se volvió a mirar el templo. En efecto, una muralla baja rodeaba la estructura, interrumpida únicamente por lo que parecía ser una puerta. Echó a correr y saltó sobre Rencor.

—¡Hacia el templo! —gritó al mismo tiempo que tiraba de las riendas.

La partida de guerra giró como un solo hombre y se lanzó camino abajo. En ese momento, la manada de hombres bestia estalló en gritos sedientos de sangre y cargó tras ellos.

Poco después, los gélidos atravesaban a la carrera la sencilla puerta de la muralla del templo y se desviaban a izquierda y derecha sobre las anchas losas de piedra que tenían grabadas runas y cráneos demoníacos.

—¡Barrad la puerta! —ordenó Malus.

Comprobó la altura de las murallas. No había parapeto alguno, pero un druchii podía mirar si se ponía de pie sobre un gélido.

—¡Lhunara, que los hombres se sitúen contra la muralla! Estarán bien situados para disparar cuando la manada intente forzar la puerta.

Vanhir y Dalvar empujaron las pesadas puertas hechas con losas de basalto, hasta cerrarlas. Gruesas barras de hierro que había encajadas en agujeros abiertos en la parte inferior de cada puerta entraron con un golpe sordo dentro de los orificios correspondientes, abiertos en las losas del camino.

—Esto no los detendrá de modo definitivo si llevan martillos —le dijo Vanhir a Malus—. ¿Qué haremos cuando rompan la puerta?

Al otro lado de la entrada, el camino continuaba en línea recta hasta una puerta sencilla situada en un lateral del gran templo. Malus ya había bajado de la montura y caminaba apresuradamente hacia el portal.

—Rechazarlos —fue la simple respuesta del noble, y desapareció en el interior.

Los pasos de Malus resonaban, huecos, en el estrecho corredor que llevaba al propio templo. A lo largo de los muros no había antorchas ni sujeciones de hierro con globos de verdosa luz bruja, sino que las negras paredes parecían irradiar una especie de poder que, de algún modo, reducía la oscuridad, como agua añadida a la tinta. Podía ver claramente en todas direcciones, pero a pesar de eso sentía sobre los hombros el peso de la abismal negrura.

El silencio era palpable dentro del gran templo, como la quietud funeraria de una tumba, y sin embargo, el noble percibía un leve estremecimiento de poder en el aire. No era tan feroz ni incontrolable como la tormenta que había presenciado en el exterior; por el contrario, parecía despiadadamente contenido e infinitamente paciente, como si esperara ser llamado a la vida.

El corredor conducía hasta una gran cámara cuadrada, también desprovista de ornamentación. Hileras y más hileras de formas encorvadas cubrían el suelo a ambos lados de la entrada, y Malus necesitó un momento para darse cuenta de que habían sido sirvientes. En vida habían llevado atavíos de metal y mantos de algún tipo, y esas prendas ceremoniales aún perduraban, dobladas en posición de súplica hacia el estrecho corredor. El noble se preguntó qué clase de poder —o pasmoso terror paralizante— podía obligar a más de un centenar de esclavos a inclinarse hasta el suelo y permanecer allí en espera del regreso de sus terribles señores, de modo que habían acabado muriendo en el sitio. Lo mismo podía decirse de las dos enormes armaduras que aún se hallaban a ambos lados de la entrada del otro lado de la cámara. Sus dueños se habían transformado en polvo hacía mucho, pero las armaduras vacías continuaban con su interminable vigilia.

Malus atravesó la entrada y penetró en lo que parecía ser una gran sala de plegaria y sacrificio dedicada a los cuatro dioses del norte. Enormes estatuas se alzaban en cuatro puntos diferentes de la estancia, cada una con su propio altar manchado. Allí la oscuridad era palpable y se le adhería como un centenar de húmedas manos pegajosas de sangre.

Las grandiosas estatuas de los Poderes Malignos lo miraban desde lo alto con odio implacable para exigir su sometimiento y adoración. Mientras murmuraba una plegaria dirigida a la Madre Oscura, el noble cruzó la sala sin dedicarles a los ídolos más que una mirada fugaz, y atravesó otra puerta.

El espacio del otro lado era amplio y tenebroso. Su cara y cuello fueron azotados por calor y hedor a azufre. Avanzó sobre un suelo de losas de pizarra que abarcaba una área abierta del tamaño de una plaza pequeña de Hag Graef. A través de las cortinas de tinieblas que tenía delante, veía un débil resplandor rojo que silueteaba una forma enorme que parecía descender de la inmensidad del techo.

Malus avanzó casi cincuenta metros hasta que llegó a un precipicio. La estatua de un inmenso demonio alado se encontraba acuclillada justo en el borde, con la cornuda cabeza inclinada hacia el suelo en un gesto de súplica. Con el entrecejo fruncido, el noble rodeó la estatua y se asomó al abismo. Centenares de metros más abajo no había más que fuego e hirviente piedra fundida…, y una hilera de rocas de superficie plana que parecían flotar en el aire por encima del magma.

El noble miró la enorme forma que colgaba sobre el ardiente pozo y vio que también era una tosca y enorme columna de piedra que tenía tallados anchos escalones que ascendían en espiral hasta el siguiente nivel del templo. Por desgracia, se encontraban a más de treinta metros de distancia.

Malus retrocedió y volvió a mirar la estatua del demonio. Reparó en que el nudoso lomo también podía considerarse como una escalera astutamente tallada. Con cuidado, apoyó una bota sobre la cabeza del demonio y subió. La piedra soportó su peso sin problemas.

El noble salvó el corto tramo que permitía el ascenso a lo largo del lomo del demonio, hasta que no tuvo delante más que aire hediondo. Al bajar la mirada, vio que la primera de las rocas flotantes estaba perfectamente alineada con el lomo de la estatua. «Un poco ostentoso —pensó Malus al mismo tiempo que alzaba la vista hacia la distante escalera—, pero eficaz». Los brujos guardaban su poder con verdadero celo. En ese momento, la pregunta era cómo lograr que las rocas ascendieran.

«Fuerza de voluntad —pensó Malus—. ¿Qué es la brujería, después de todo, sino el sometimiento del mundo a la propia voluntad? ¿De qué otro modo lucharon Kul Hadar y Ehrenlish? ¿De qué otro modo obligué a Ehrenlish a obedecer mis órdenes?»

Malus bajó la mirada hacia las rocas. «Elevaos —pensó, y concentró en ellas su voluntad—. ¡Elevaos!»

Las rocas continuaron donde estaban.

«¡Elevaos, malditas! —pensó Malus con ferocidad, al sumar la rabia a la fuerza del pensamiento—. En el nombre del difunto Ehrenlish, obedeced a vuestro nuevo señor. ¡Elevaos!»

No sucedió nada.

Por los labios de Malus escapó un gruñido. Buscó mentalmente otro nombre para lanzarlo contra las implacables rocas.

—¡En el nombre…! ¡En el nombre de Tz’arkan, elevaos!

Al instante, sintió que el poder del aire vibraba como una cuerda tañida. Las rocas temblaron y comenzaron a ascender.

El noble sonrió triunfalmente. «Tz’arkan, ¿eh? Me pregunto qué clase de nombre es ése».

Las rocas ascendieron suave y silenciosamente por el aire, con la facetada parte inferior relumbrando a causa del calor del magma de abajo. Formaron una escalera perfecta, que describía una curva ascendente y se encontraba con los escalones situada muy por encima del ardiente pozo. Malus reunió todo su valor y pasó del lomo del demonio a la primera roca, donde se sintió agradecido al descubrir que era estable como la mismísima tierra.

En cuestión de minutos, el noble subió por las rocas flotantes hasta la escalera. En cuanto abandonaba una, ésta descendía hasta su posición original en las profundidades del pozo. Para cuando llegó a la escalera de caracol, Malus se sentía como un dios menor. Los escalones parecían tallados en alabastro; cada contrahuella estaba adornada con un astuto relieve de docenas de pequeñas figuras desnudas que se retorcían de sufrimiento. Tenían la cara vuelta hacia lo alto para implorar misericordia, mientras que los hombros y la espalda soportaban el peso de cada peldaño. «Éste es un edificio hecho para conquistadores», pensó Malus.

La sonrisa presuntuosa se le desvaneció cuando había ascendido un tercio de la escalera y tropezó con un cuerpo. El aire caliente y seco había momificado casi perfectamente el cadáver, que llevaba un ropón de corte elegante y un manto enjoyado similar a los que cubrían a las figuras de la cámara de entrada, aunque mucho más lujoso. Malus quedó impresionado por la boca abierta del cadáver, petrificada en un rictus de terror. Tampoco pasó por alto la curva daga que había en la mano derecha del muerto, ni los largos y limpios tajos que abrían las resecas venas de los dos antebrazos.

Había cuerpos por todas partes, perfectamente conservados por el calor. Todos habían tenido una muerte violenta; asesinados unos por otros, o muertos por su propia mano.

El segundo piso del templo estaba ocupado por cinco grandes santuarios y otras dependencias, más pequeñas, para los sirvientes que atendían las necesidades de Ehrenlish y su grupo. Enormes y anchas columnas de basalto, talladas a semejanza de demonios terribles, soportaban el techo abovedado, y braseros apagados hechos de bronce y oscuro hierro reposaban a intervalos regulares a lo largo de los amplios corredores. Había detalles de piedra arenisca encajados entre los bloques de granito negro de las paredes. Cada panel contenía un bajorrelieve con campos abarrotados de cadáveres o ciudades en ruinas que ardían bajo las lunas gemelas.

En la entrada de cada santuario había talladas anchas fajas de runas mágicas, aunque la violencia que se evidenciaba en todo el nivel también se había hecho sentir contra esas protecciones. Las fajas de runas estaban rotas por golpes de martillos y hachas; en dos ocasiones, Malus encontró los restos ennegrecidos de los sirvientes que habían tentado a los poderes arcanos de sus señores. Las estancias estaban destrozadas; manchas marrones de sangre antigua teñían los gruesos tapices que cubrían las paredes y formaban charcos sobre los suelos de mármol. Todas las habitaciones estaban llenas de riquezas: urnas cargadas de monedas de plata y oro descansaban en medio de librerías rotas y montones de libros antiguos. Malus sólo podía imaginar la sabiduría mágica que contenían aquellas páginas, y pensar en lo que Nagaira o Urial habrían dado por pasar una hora a solas en esas salas. Armaduras y armas de buena calidad yacían en el suelo, evidentemente olvidadas en el frenesí carnicero que se apoderó de los sirvientes de los brujos.

En una ocasión, Malus tropezó con una habitación de servidumbre que había sido transformada en matadero. En el centro de la sala, escasamente amueblada, se había colocado una gran mesa de roble, y a un lado se había desplegado una amplia colección de cuchillas y sierras. Sobre la mesa aún había atado un cuerpo momificado al que le habían cortado la pierna y el brazo derechos. «Se quedaron sin comida cuando Ehrenlish y su ejército no regresaron —pensó Malus—. ¿Por qué las rocas no se elevaron para ellos? Sin duda, conocían mejor que yo el funcionamiento de este lugar».

El aura de poder era más potente allí. Latía a lo largo de las paredes y vibraba en los huesos. «Tal vez fue eso lo que acabó por volverlos locos —pensó Malus—. Atrapados aquí, muriendo lentamente de hambre, con ese temblor recorriéndoles constantemente el cuerpo. Bastaría para arrastrarme a mí al asesinato».

Al ver los santuarios de los brujos perdidos comprendió, finalmente, que cualquiera que fuese el poder contenido en el templo, no estaba destinado a viajar. No era una espada mágica ni una reliquia arcana como el Cráneo de Ehrenlish. ¿Tal vez una fuente de poder unida a la tierra, como los cristales de Hadar? Estaba claro que los brujos eran capaces de alimentarse de su fuerza desde una gran distancia, pero el hecho de que tuvieran habitaciones en el templo parecía indicar que no podían permanecer durante demasiado tiempo alejados de él.

Esa noción irritó a Malus. «Tendré que encontrar un medio de hacer que funcione también para mí —pensó, pero no lograba imaginar cómo—. Quizá, después de todo, tenga que tratar con ese macho cabrío de Hadar; permitirle acceder al templo y el poder, y confiarle su salvaguarda». Depositar tanta confianza en el hombre bestia parecía el colmo de la demencia, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Saborearía el poder sólo durante un rato, lo bastante para encargarse de su familia y convertirse en vaulkhar, «y con eso tendré suficiente», pensó Malus. Era un trago amargo, pero la historia de Ehrenlish y sus compañeros dejaba entrever que el poder tenía un precio. Era preferible coquetear brevemente y escapar a acabar con el tipo de obsesión que lo consumía a uno desde dentro.

En un extremo de la planta había una rampa rodeada por las habitaciones de los cinco brujos, la cual ascendía hacia el tercer nivel del templo. La rampa tenía tallados cráneos y centenares de runas, y las puertas estaban hechas de oro macizo. «Diez años de incursiones no bastarían para comprar todo ese oro —pensó Malus con avaricioso asombro—. Podría arrancarlas, dividirlas en pedazos y regresar a Hag Graef convertido en un hombre rico. Pero si las puertas ya son así, ¿qué glorias no habrá al otro lado?» Las grandes puertas estaban perfectamente equilibradas y se abrieron al más ligero toque.

Al otro lado había una gran estancia dominada por un alto par de puertas de basalto flanqueadas por enormes estatuas de aterradores demonios alados. El suelo estaba hecho de pulidas losas de basalto, más negras que la noche e incrustadas de una intrincada serie de protecciones mágicas entrelazadas, hechas de oro, plata y gemas molidas. La más grande de las protecciones estaba formada por la tercera parte de un círculo mucho más grande, que evidentemente pasaba por debajo de la pared opuesta y abarcaba parte de la sala que había al otro lado de las puertas de basalto.

Al pie de las altas puertas vio un montón de cuerpos momificados; había uno con los brazos aún estirados contra una losa de basalto. Largas rayas marrones de sangre seca trazaban cuatro líneas perfectas que iban desde el picaporte de oro de la puerta hasta las destrozadas puntas de los dedos de la momia.

El aire del lugar temblaba con un poder que sabía a cobre y ceniza en la boca de Malus, y que fue recorrido por pequeñas ondas cuando él cruzó el umbral, como si se adentrara en un océano de energía invisible que chapoteaba a su alrededor, le tiraba del pelo y se agitaba con su respiración. La sensación despertó en Malus una codicia que le hizo sentir vértigo, pero una pequeña parte de él también se sintió turbada. «¡Cuánta fuerza hay aquí! ¿Por qué estos desgraciados no pudieron someterla a su voluntad?»

Atravesó las líneas de protecciones con extremo cuidado, aunque habían sido hechas de tal modo que un mero hombre no podía dañarlas. Cuando cruzó la primera de las barreras de runas incrustadas, notó que sobre él descendía un nuevo tipo de poder, como un puño de hierro que se cerrara en torno a su pecho. Era tan potente que, por un momento, pensó que le era imposible respirar…, y luego se dio cuenta de que su corazón no latía.

Una vez, durante los primeros años de coqueteos con Nagaira, ella lo había llevado hasta su sanctasanctórum y le había mostrado algunos de sus viejos libros de magia. Uno de ellos trataba de protecciones de estasis y retención, las artes mágicas de atrapar espíritus y objetos dentro de un lugar y retenerlos allí hasta que expirara el hechizo.

Entonces, se encontraba dentro de una protección de ese tipo…, dentro de varias capas, de hecho; cada una suministraba energía a las otras, y entre todas, formaban una trama de complejidad y fuerza increíbles. El hecho de hallarse dentro de las protecciones detenía su cuerpo entre un latido del corazón y el siguiente. Podría permanecer allí durante miles de años sin morir.

Con un crujido de piel antigua y correosa, una de las momias se volvió a mirar a Malus con legañosos ojos amarillentos.

El noble desenvainó la espada mientras observaba con horror cómo los cinco cuerpos —no vivos, pero ciertamente tampoco muertos—, se ponían con torpeza de pie. Dos de las figuras blandían cuchillos, mientras que las otras tendían hacia él engarfiadas manos arrugadas. Intentaron hablar moviendo las descarnadas bocas, pero de sus deshechos pulmones salió sólo un leve silbido de aire. Avanzaban con paso tambaleante hacia el noble, con la cara contorsionada en una mezcla de enojo, miedo y… codicia.

La primera momia que llegó hasta él le lanzó un salvaje tajo a la cabeza. Malus se echó atrás sobre los talones para esquivar el arma, y luego volvió a mecerse adelante al mismo tiempo que asestaba un golpe contra el brazo que sujetaba el cuchillo. La extremidad se convirtió en una nube de polvo, pero la criatura se limitó a bajar el hombro para acometerlo y lo derribó.

La mano derecha del noble se estrelló contra las baldosas de basalto, y la espada, resbalando por el suelo, se alejó de él.

Una mano podrida buscó a tientas la garganta de Malus, y la cara de la momia apareció a centímetros de la suya; aún lanzaba el débil grito sibilante. Las otras criaturas le cayeron encima momentos más tarde y se pusieron a atacarlo con las manos. El noble vio que la segunda momia armada con un cuchillo describía un círculo para apuñalarle la desprotegida cabeza.

Unos dedos secos como papel se cerraron en torno a su cuello. El cuchillo de la otra momia destelló al precipitarse sobre él, y Malus tiró de la momia a la que había dejado manca para protegerse con ella. El cuchillo se clavó en la parte posterior del cráneo de la momia con un sonido como el de una cáscara de huevo al rajarse, y regó al noble con una lluvia de polvo maloliente y fragmentos de piel seca. Malus plegó una pierna por debajo de la momia manca para lanzarla de una patada hacia atrás por encima de su cabeza, y la estrelló contra la que aún blandía el cuchillo. Ambas perdieron el equilibrio y cayeron de espaldas fuera de los límites de las protecciones. Se estrellaron contra el suelo y estallaron; al abandonarlas el efecto de estasis de las barreras mágicas, se habían convertido en polvo.

Las otras momias retrocedieron ante Malus con gritos inarticulados de desesperación al ver la suerte corrida por sus compañeras. El noble rodó hasta ponerse de pie, recogió la espada y atacó a los seres antiguos sin remordimiento alguno. Al cabo de unos momentos, sus torsos sin extremidades eran arrojados al otro lado de la barrera y se deshacían en polvo.

«¿Qué locura es ésta? —pensó Malus mientras se quitaba el polvo amarronado de la cara—. Han permanecido aquí durante siglos, intentando abrir esas puertas, y aun así, cuando les pareció que yo trataba de hacer lo mismo, me atacaron. ¿Lo hicieron por codicia o por miedo? ¿O por ambas cosas?»

Malus avanzó hacia las puertas. Sintió que el poder pasaba sobre él como una ola al retirarse y retrocedía al interior de la sala del otro lado. Se oyó un leve chasquido y las puertas se abrieron silenciosamente.

La habitación se parecía, sobre todo, a una vasta sala de tesoros. Pilas de oro y plata, joyas y ornamentadas reliquias yacían amontonadas por todas partes en torno a un enorme cristal facetado que había en el centro de la estancia. A diferencia de los cristales verdes que los hombres bestia consideraban sagrados, esa piedra estaba encendida por un cambiante resplandor azulado similar al de las luces del norte. El aura de poder se condensaba alrededor del cristal y hacía correr rayos azules por la superficie.

Al fin.

Malus se aproximó al cristal con los ojos brillantes de expectación. «Te sentías tan segura de que fracasaría, hermana… ¡No tenías ni idea de con quién estabas tratando!»

El noble rió mientras contemplaba las fabulosas riquezas que lo rodeaban. «Oro suficiente para que Hag Graef parezca pobre —pensó—. Y es sólo el principio». Sus ojos se detuvieron en un anillo de oro que tenía engarzado un rubí oblongo tan largo como uno de sus dedos. La oscilante luz del cristal danzaba sobre la superficie de la gema y le confería el color intenso de la sangre fresca. Malus cogió el anillo de la pila de tesoros y se deleitó con el peso y el vivo color de la piedra. «Un anillo de sangre apropiado para un conquistador —pensó—. ¡Que la Madre Oscura haga que ésta sea sólo la primera de las glorias que serán mías!»

Malus se puso el anillo en un dedo. En el instante en que se lo encajó, el poder que rodeaba el cristal golpeó al noble de lleno en el pecho. Por sus huesos corrieron fuego, hielo y corrupción. Era una sensación más tremenda que las de dolor, terror y locura combinadas.

El poder que lo inundó tenía fría y cruel conciencia. Era despiadado como una tormenta invernal e inexorable como una avalancha. La voluntad del noble no fue meramente quebrantada; le fue arrebatada como si jamás hubiese existido.

Malus, sometido a un terror paralizante, gritó de dolor cuando el terrible poder le arrancó el alma en un solo y espantoso instante. Cayó de rodillas, y únicamente entonces percibió la atronadora carcajada que resonaba dentro de su mente.

La oscuridad amenazaba con abrumarlo. Luego, una voz que reverberó dentro de su cráneo le susurró como si se encontrara en la intimidad con una amante.

«Eres tú el estúpido, Malus Darkblade. Por desear una baratija, te has convertido en mi esclavo voluntario».