2: Procesión de cadenas

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Procesión de cadenas

El viento cambió para soplar desde el noroeste, y las fosas nasales del gélido se dilataron al percibir olor a carne de caballo. Sin previo aviso, la bestia de guerra de una tonelada de peso le lanzó un mordisco al caballo de guerra del señor del puerto, y las poderosas fauces se cerraron con un chasquido capaz de partir huesos. El caballo relinchó de terror al mismo tiempo que se alzaba de manos y retrocedía ante el nauglir, cosa que provocó una sarta de maldiciones del señor del puerto. Malus fingió no darse cuenta mientras detenía a Rencor con un tirón de las riendas y un bondadoso taconazo en un flanco, y abría la carta que le había entregado el señor del puerto.

Sujeto por las amarras, el Espada Espectral se mecía con inquietud; por el río Vino Oscuro ascendía el frente de la tormenta invernal que azotaba Clar Karond con ráfagas de aguanieve y lluvia helada. Los negros mástiles de veintenas de barcos corsarios abarrotaban los cielos a lo largo de la costa, enhiestos como un bosque de negras lanzas: dos tercios de la flota ligera de Naggaroth permanecían anclados en la Ciudad de los Barcos durante los largos meses del invierno, cuando los estrechos del Mar Frío quedaban completamente congelados.

La ciudad estaba situada en un ancho valle rodeado por los formidables peñascos de las montañas del Reino de la Noche. Diques secos, almacenes y dependencias de esclavos dominaban la orilla oriental del río; la ciudad en sí, con las murallas, altas casas solariegas y estrechas calles, se alzaba en la margen occidental. Los ciudadanos nobles también tenían muelles privados en la orilla oeste, y Malus le había pagado al señor del puerto una suma sustancial en plata y carne joven para tener el privilegio de usar uno de los muelles de la nobleza como si fuese suyo.

Tres puentes de piedra y oscuro hierro conectaban las dos mitades de Clar Karond, y era bien sabido que los nobles de la ciudad contrataban bandas de matones para que obligaran a los viajeros que iban en su dirección a pagar un derecho de tránsito. Malus se habría deleitado con un enfrentamiento semejante en cualquier otra ocasión, pero no con casi dos centenares de esclavos humanos a su espalda.

Fue una fortuna en carne y sangre la que bajó con paso tambaleante por la pasarela del Espada Espectral, los esclavos iban sujetos por cadenas que les rodeaban muñecas y tobillos, y los unían entre sí en dos largas filas de cien esclavos cada una. Los doce nobles de la pequeña partida de guerra montaron sobre gélidos, y una compañía de mercenarios armados con lanzas rodeó a los temblorosos esclavos sobre el muelle de granito.

Un puñado de capataces mantenían a los humanos en formación con las veloces lenguas de largos látigos, mientras que los soldados se volvían hacia el exterior para vigilar los tres angostos accesos que llevaban hasta el muelle y las estrechas ventanas de los edificios circundantes. Habían transcurrido casi cuatro horas mientras los marineros desembarcaban a los caprichosos nauglirs, a los esclavos y, por último, el equipaje de la partida de guerra. Comenzaba a caer la noche y cada minuto que pasaba ponía más nervioso a Malus. Cuanto antes salieran de la ciudad y tomaran el camino de Hag Graef, mejor.

La carta esperaba a Malus cuando el Espada Espectral arribó, y le fue entregada por el señor del puerto, Vorhan, cuando acudió a recoger el soborno. El noble hizo girar distraídamente el pequeño paquete entre las enguantadas manos para comprobar que no hubiera agujas ocultas ni hojas afiladas. Era un material de buena calidad, pesado, sellado con un goterón de lacre y un sigilo que le resultaba vagamente familiar. Con el entrecejo fruncido, Malus sacó una daga de hoja fina que llevaba en una bota y cortó el paquete. Dentro había una sola hoja de papel. Malus reprimió un gruñido impaciente y se acercó la carta a la cara para descifrar la letra manuscrita apenas legible.

Al estimado y terrible señor Malus, honorable hijo del temido Vaulkhar Lurhan Espada Cruel, saludos:

Rezo para que este mensaje re encuentre nadando en la victoria y con los apetitos estimulados tras una temporada de sangre y saqueo en orillas extranjeras. Aunque no nos hemos visto hasta ahora, primo, tu nombre me es bien conocido. Recientemente he conocido ciertos secretos de familia que me atrevería a decir que serán de gran valor para un señor tan inteligente y capaz como tú.

Espero verte en la Corte de las Espinas, temido señor. Un gran poder aguarda a que te hagas con él si tu corazón es frío y tu mano firme.

Fuerlan, vástago de Naggor

Los ojos del noble se entrecerraron con enojo al llegar a la firma de la carta. Con un siseo de disgusto, arrugó el papel en un puño.

—¿Noticias de Hag Graef, mi señor?

Malus alzó la mirada y vio que Lhunara taconeaba al nauglir para situarse junto a él. Al igual que el noble, ella se había puesto un peto articulado de acero plateado sobre la cota de malla, y llevaba las espadas sujetas a la silla de montar de altos borrenes para que pudieran ser desenvainadas con facilidad.

Su nauglir, Desgarrador, era una bestia gigantesca, un tercio más larga que la de Malus, Rencor, y media tonelada más pesada. Una gran parte del peso de la criatura lo constituían las patas posteriores, de enormes músculos; cuando estaba dotado de una larga cola poderosa, un gélido era capaz de veloces carreras e incluso largos saltos si se lo ordenaba el jinete. Las patas delanteras, ligeramente más pequeñas, entraban en juego cuando caminaba o trotaba en los recorridos largos, y para sujetar a las presas más grandes contra el suelo mientras las enormes fauces y los colmillos afilados como navajas cortaban la carne y pulverizaban los huesos.

La gruesa piel escamosa de Desgarrador era de color gris verdoso oscuro, con una cresta de escamas más grandes y gruesas, gris acero, que corría desde el romo hocico cuadrado hasta la punta de la cola. Un par de pesadas riendas bajaban desde una anilla de la silla de montar y se sujetaban a unos aros de acero que perforaban las mejillas del gélido; aunque su aspecto era impresionante, garantizaban poco control real sobre la enorme criatura. Los nauglirs eran poderosos y casi insensibles a las heridas, pero también tontorrones.

Los jinetes conducían las monturas con fuertes golpes de espuelas en forma de perilla y, ocasionalmente, del extremo del asta de la lanza, y usaban las riendas más para sujetarse ellos que para cualquier otra cosa. Lhunara llevaba la lanza en posición vertical, apoyada sobre el estribo derecho, y los pendones verde oscuro restallaban en el fuerte viento.

—Sólo el croar de un sapo —gruñó Malus, oscilando ligeramente en la silla cuando Rencor retrocedió un poco ante la presencia del nauglir de mayor tamaño—. Ese lameculos de Fuerlan ha besado todas las botas de Hag Graef, y ahora ha puesto los ojos en las mías.

Lhunara frunció el entrecejo, cosa que hizo resaltar claramente una cicatriz que tenía en el rabillo de un ojo.

—¿Fuerlan?

—El rehén de Naggor. Mi primo —se burló Malus—, como ha puesto buen cuidado en mencionar. —Se le ocurrió una idea y se volvió a mirar al encolerizado señor del puerto—. Señor Vorhan, ¿cuándo llegó esta carta?

—Hace dos días, temido señor —replicó Vorhan con palabras contenidas y cuidadosamente neutrales—. Fue entregada por un mensajero especial, que venía directamente de Hag Graef.

Lhunara alzó una ceja ante la respuesta.

—Un sapo, pero uno muy bien informado —reflexionó la guardia.

—En efecto —convino Malus—. ¿Cuánto falta para que estemos listos para partir?

—Los esclavos y el resto del equipaje ya han sido descargados —replicó Lhunara—. Vanhir aún está en la ciudad, reuniendo provisiones.

Malus lanzó un juramento.

—Saciando su apetito de courva y piel suave, más probablemente. Ya nos dará alcance por el camino, y le haré arrancar una tira de piel por cada hora que se retrase. —Se puso de pie sobre los estribos—. ¡Sa’an’ishar! —gritó, para que se le oyera desde el otro lado del muelle—. Preparaos para la marcha.

Sin pronunciar una sola palabra, Lhunara hizo que el nauglir girara y avanzara a saltos hacia el final de las filas de esclavos. Con la práctica de semanas de incursiones y marchas, la partida de guerra entró en formación con rapidez y profesionalidad, y la compañía de lanceros se dividió en dos filas que echaron a andar junto a la formación de esclavos, que arrastraban los pies. La mitad de la caballería de nauglirs formó en retaguardia a las órdenes de Lhunara, mientras que Malus tomó el mando de la otra mitad, en vanguardia de la columna.

—¡Arriba, Rencor! —gritó Malus al mismo tiempo que espoleaba a la montura en dirección al Camino de los Esclavistas.

Cuando la gran bestia comenzó a avanzar a grandes zancadas, el noble extendió un brazo hacia la parte trasera de la silla de montar y cogió una negra ballesta de repetición del gancho del que pendía.

El caballo del señor del puerto pateó el suelo y sacudió la cabeza, pero esa vez el jinete lo controló con un enfurecido siseo y un brusco tirón de riendas.

—¿Mi temido señor desea algo más? —preguntó mientras se tocaba el largo bigote—. ¿Barrdes de licor para las frías noches? ¿Un carnicero, tal vez? Perderás algo de mercancía antes de llegar a los pozos de esclavos, te lo aseguro.

—Ya tengo quien se ocupe de las provisiones —replicó Malus en tanto accionaba el complicado mecanismo que tensaba la poderosa cuerda de la ballesta, y metía una saeta de punta de acero en la estría—. Y mis jinetes son diestros en separar la carne del hueso. Sin embargo, tendrás el honor de escoltarnos a través de la ciudad hasta la Puerta del Cráneo.

Los ojos del señor del puerto se agrandaron. Era un druchii joven para un puesto de tan alto rango, cosa que delataba su astucia y ambición. A juzgar por el corte de sus ropas, el kheitan de buena calidad teñido de rojo y las joyas que destellaban en las empuñaduras de sus espadas, ya se había hecho rico forrándose los bolsillos con los sobornos que obtenía del comercio fluvial.

—¿Escoltaros, temido señor? Pero eso no es responsabilidad mía…

—Lo sé —replicó Malus a la vez que dejaba la ballesta cargada sobre su regazo—. Pero insisto. Sin un guía, a mí y a mi valioso cargamento podría acaecemos algún mal, y eso sería… trágico.

—Por supuesto, temido señor; por supuesto —tartamudeó Vorhan, cuyo delgado rostro se puso ligeramente pálido.

A regañadientes, taconeó y maldijo al asustadizo caballo para que siguiera a los nauglirs.

Las calles de Clar Karond estaban hechas para matar a los incautos. Al igual que todas las ciudades druchii, casas de altos muros se encumbraban sobre angostas calles serpenteantes perdidas en sombras. Estrechas ventanas —troneras para ballesteros, de hecho— contemplaban a los transeúntes desde lo alto. Cada casa era una ciudadela por derecho propio, fortificada contra los intrusos procedentes de la calle y contra las familias vecinas de ambos lados. Muchas calles y callejones no conducían a ninguna parte, cerrados por un extremo y con pozos mortales, o llevaban a las ponzoñosas cloacas de debajo de la ciudad. Era un lugar por el que los desconocidos caminaban con prudencia, y Malus luchaba por ocultar su inquietud mientras la columna avanzaba lentamente por el Camino de los Esclavistas.

Las marquesinas de las casas los protegían, en parte, de la aguanieve y la lluvia, pero el viento aullaba como un demonio por las estrechas calles e impulsaba a muchos de los habitantes a buscar placeres en el interior de los edificios. Apenas había espacio para que tres hombres caminaran juntos, cosa que hacía que la columna avanzara en apretada formación. El señor Vorhan marchaba entre los lanceros, que guardaban las filas de esclavos, y la amenazadora falange de nauglirs encabezaba la marcha; de vez en cuando, Malus se volvía para mirar al señor del puerto y escrutaba su rostro en busca de elocuentes signos de traición. Era de esperar algo semejante cuando había tanta riqueza en juego.

Lo mejor era salir de los confines de la ciudad antes de que las puertas fuesen cerradas al anochecer. Si la columna quedaba atrapada dentro durante la noche, Malus no tenía ni idea de dónde podrían hallar un lugar lo bastante espacioso para acampar y mantener vigilada la mercancía. Estarían a merced de todas las bandas y degolladores de la urbe, luchando en un entorno donde su caballería estaría en desventaja. Malus no tenía ganas de enfrentarse con esas probabilidades.

A pesar de los riesgos, avanzaron a buen paso y atravesaron la mitad occidental de la ciudad en poco más de una hora. Con el señor Vorhan a su lado, habían hecho el recorrido con rapidez, evitando los desvíos costosos. El sol estaba muy bajo y las sombras de los altos edificios eran profundas. La pálida luz bruja de color verde que emanaba de las altas ventanas destellaba en los puntiagudos cascos de la infantería y a lo largo de los brillantes filos de las lanzas. Pero la Puerta del Cráneo estaba cerca; Malus había comenzado a atisbar brevemente las puntiagudas almenas entre los edificios y sus picudos tejados.

Apretó los dientes. Si iba a producirse una emboscada, tendría que ser pronto. Se volvió en la silla de montar para supervisar el orden de la columna, pero la fila era tan larga que no pudo ver más de un tercio porque el resto se perdía de vista en un recodo. No había habido ni rastro de Vanhir y las provisiones; hasta donde sabía Malus, podría haberse reunido con la retaguardia de Lhunara, o podría estar tumbado y sumido en el sopor en una de las casas de placer de la ciudad.

Malus reconoció que se había pasado de listo al aceptar el juramento de servicio del noble en lugar de destriparlo. La prolongada humillación y un medio para chantajear a otra familia noble le habían parecido una buena idea en su momento. «Ahora es él quien me veja a mí a cada paso», pensó Malus con tristeza.

El señor Vorhan se irguió en la silla de montar al malinterpretar las intenciones de la feroz mirada del noble.

—Ya no falta mucho, temido señor —gritó—. Sólo tenemos que girar en esa esquina de allí delante.

—¿De verdad? —preguntó Malus. Alzó una mano y la columna se detuvo—. La vanguardia continuará —ordenó con voz lo bastante alta para que pudieran oírlo los guardias reunidos—. Y tú —señaló a Vorhan— nos acompañarás.

Sin aguardar respuesta, Malus espoleó a la montura para que avanzara.

La calle se prolongaba otros treinta metros y luego viraba bruscamente a la derecha. Las dos columnas de la vanguardia giraron en la esquina, con las lanzas en alto. Malus encabezaba la marcha con una mano posada suavemente sobre la empuñadura de la ballesta. Al otro lado del recodo, la calle se abría a una plaza pequeña, la primera que veía Malus desde que habían salido del muelle. Justo delante estaban las puertas de la ciudad, aún abiertas. Un destacamento de guardias se hallaba de pie, bajo el relativo cobijo del alto arco.

En la plaza no había nadie. Malus observó la escena con prevención. Las altas ventanas estaban bien cerradas para proteger el interior de los edificios de la creciente tormenta, y una fina capa de hielo que cubría el empedrado evidenciaba que ningún destacamento numeroso de hombres había cruzado la plaza poco tiempo antes. «La Madre Oscura me sonríe hoy», pensó Malus. Le hizo una señal a uno de los jinetes para que volviese atrás a llamar a la columna.

El señor Vorhan avanzó a caballo y se aclaró la garganta.

—El capitán de la puerta esperará una muestra de… cortesía… con el fin de mantener la puerta abierta durante el tiempo suficiente para que salga la columna. Por supuesto, me complacerá facilitar la transacción…

—Si hay que pagar un soborno, lo pagarás tú mismo —le espetó Malus—. Como cortesía hacia mí, ya me entiendes.

El señor Vorhan se tragó la réplica, pero el odio que brillaba en sus ojos era inconfundible. «Podrías resultar un problema la temporada que viene, señor Vorhan —pensó Malus—. Creo que tu carrera va a tener un final trágico y repentino».

Tal vez porque leyó las intenciones en la mirada de Malus, el señor del puerto palideció y apartó los ojos.

—Adelante, Rencor —ordenó Malus al mismo tiempo que taconeaba a la bestia. Como un solo hombre, la vanguardia avanzó.

Si el capitán de la puerta había estado pensando en enriquecerse, la vista de una partida de caballería noble y el aire ceñudo del que iba en cabeza lo persuadieron rápidamente de lo contrario. A instancias del capitán, los guardias salieron de debajo de la arcada y quedaron expuestos a la lluvia y el aguanieve para que los nauglirs tuvieran espacio de sobra cuando entraran en el resonante túnel que conectaba las puertas interiores y exteriores.

La Puerta del Cráneo conducía a un camino situado al otro lado del valle, que atravesaba campos sembrados de piedras a lo largo de unos cuatrocientos metros antes de desaparecer en un bosque de pinos negros. Por experiencia, Malus sabía que el camino discurría a través del bosque durante unos cuantos kilómetros más antes de salir a terreno abierto, con campos de cultivo y tierras de pastura. En ese punto, una bifurcación que se dirigía al noroeste era el comienzo de la marcha de una semana hasta Hag Graef. Una vez que salieron de debajo del ominoso peso de la puerta de la ciudad, Malus apartó a Rencor de la columna y se quedó a un lado del camino para observar el paso del resto de la partida de guerra. Acarició ociosamente con los dedos la empuñadura del cuchillo para desollar que llevaba al cinturón, y abrigó la esperanza de ver al señor Vanhir y la caravana de carga aparecer tras la retaguardia.

La tropa de caballería de Lhunara ya casi había salido por la puerta exterior cuando Malus oyó un furioso bramido de uno de los gélidos de vanguardia, que entonces estaban a casi cien metros de distancia. De repente, Rencor dio un respingo cuando dos objetos agudos se le clavaron en una paletilla.

Malus recibió en la hombrera de la armadura el impacto de algo pequeño y punzante. El proyectil rebotó y le pasó zumbando a un par de centímetros de la nariz. «¡Ballestas!» Su mente trabajaba a toda velocidad mientras él se volvía de un lado a otro sobre la silla de montar en un intento de mirar en todas direcciones al mismo tiempo.

Un pandemónium reinaba a lo largo de toda la columna.

Los esclavos chillaban y se lamentaban mientras por el aire zumbaban más proyectiles. Los capataces pusieron a trabajar afanosamente los látigos y porras para obligar a la mercancía a volver a la fila, y los oficiales de infantería situados a ambos lados de la carretera les gritaban órdenes a sus hombres. En la vanguardia sonaron más bramidos de furia; probablemente, los gélidos habían olido sangre fresca. Había dos saetas de plumas negras clavadas en el flanco derecho de Rencor, y de las pequeñas heridas manaban finos regueros de icor. Era evidente que la escamosa piel de la bestia había absorbido la mayor parte del impacto.

«¡Allí!» Malus atisbó un pequeño grupo de figuras que se acuclillaban entre las rocas que había a la derecha del camino y, de manera desorganizada, disparaban flechas contra la columna. Llevaban ropones de color pardo y gris que se camuflaban perfectamente en el rocoso terreno.

Con un grácil movimiento, Malus guardó la ballesta en la parte posterior de la silla de montar y desenfundó la espada, que salió con un tintineo.

—¡Lhunara! ¡Ballestas a la derecha! —Señaló a los atacantes con la punta de la espada.

La oficial druchii vio a los atacantes y su rostro se transformó en una máscara de salvaje regocijo.

¡Sa’an’ishar! —gritó hacia la retaguardia—. Emboscados a la derecha. Formación abierta… ¡Cargad!

El aire resonó con los espeluznantes gritos de guerra de los caballeros de nauglirs, que taconearon a sus monturas para lanzarlas a una pesada carrera a través del campo rocoso. Con las lanzas aun apuntando al cielo, se desplegaron en una formación abierta, mientras esquivaban rocas grandes y saltaban por encima de las más pequeñas. Malus se quedó atrás y observó la larga columna. Los capataces habían obligado a los esclavos a tumbarse boca abajo sobre el helado suelo, y las filas gemelas de lanceros habían apoyado los escudos en el suelo, mirando hacia fuera del camino. «Bien por el capitán», observó Malus. Se oían gritos y rugidos procedentes de la vanguardia. «Hay más ballesteros por ahí, en alguna parte —decidió—. Los caballeros de vanguardia se encargarán de ellos». Después, golpeó un flanco de Rencor con el plano de la espada, y el enorme depredador avanzó a saltos tras los jinetes de Lhunara con un tremendo rugido de caza al sentir que las presas estaban entre las rocas que tenía delante.

Había una veintena de ballesteros cubiertos con capa que acechaban entre las rocas, y se mantuvieron firmes para disparar una andanada hacia la atronadora carga. Las saetas ligeras se clavaban en los hocicos y paletillas de los nauglirs, que se aproximaban, pero las descomunales bestias de guerra estaban embravecidas y nada podía detener la vertiginosa acometida. Los caballeros, todos jinetes diestros, aguardaron hasta el último momento para bajar las lanzas adornadas con pendones y clavar las puntas de acero; se produjeron sonidos de carne desgarrada y hueso astillado.

Lhunara, en cabeza, cayó sobre un grupo de ballesteros que intentaban cargar las armas para disparar por última vez. Demasiado tarde se dieron cuenta del error que cometían. El jefe lanzó un salvaje alarido e intentó coger la espada cuando la lanza de Lhunara se le clavó de lleno en el pecho. Cuarenta y cinco centímetros de acero endurecido le atravesaron la ropa y la cota de malla ligera como si fuesen de papel, y le partieron el esternón y las costillas con un crujido seco. La punta de la lanza y los primeros sesenta centímetros de pendones empapados en sangre salieron bruscamente por la espalda del hombre e hirieron en un costado de la cabeza a otro emboscado que se encontraba en cuclillas. El cráneo del druchii estalló como un melón y roció a los compañeros con una lluvia de sangre, hueso y cerebro.

El peso de los dos cuerpos arrastró la lanza hacia abajo, y Lhunara dejó caer el arma para desenvainar las dos espadas curvas propias de la nobleza. En ese momento, Desgarrador partía en dos, de una dentellada, a otro vociferante ballestero.

Malus atisbó a un pequeño grupo de ballesteros que, camino de las murallas de la ciudad, se ponían a cubierto tras una roca grande. Aferró la espada con fuerza y dirigió al nauglir directamente hacia la roca, del tamaño de una choza. En el último momento se agachó cuanto pudo sobre la silla de montar y tiró de las riendas.

—¡Arriba, Rencor! ¡Arriba! —gritó.

El nauglir flexionó las poderosas patas traseras y saltó. Durante un momento aterrador, se detuvo sobre la roca antes de bajar de un salto por el otro lado. Malus vislumbró un grupo de caras pálidas y aterrorizadas que alzaban la mirada hacia él, y escogió una como objetivo, al mismo tiempo que se ponía de pie en los estribos y sujetaba en alto la espada curva.

Rencor aterrizó sobre dos de los hombres con un impacto que hizo estremecer el suelo, y en el mismo movimiento, Malus descargó la espada, que impactó de lleno sobre el rostro del druchii y partió al hombre en dos, desde la coronilla hasta la entrepierna. La sangre caliente y pegajosa salpicó la cara del noble y el aire se llenó del hedor de las entrañas derramadas. Rencor patinó sobre una resbaladiza pasta de fango, carne e intestinos aplastados. Una cabeza cortada que pasó rebotando como un balón por el suelo helado dejó tras de sí manchurrones de color rojo brillante.

Una lanza que hendió el aire impactó de lleno en el pecho de Malus e hizo saltar chispas al rebotar sobre el pesado peto. Dos de los emboscados supervivientes corrían a toda velocidad hacia las murallas, y Rencor no necesitó orden ninguna para lanzarse tras ellos. El gélido cubrió la distancia en tres brincos, cerró las fauces en torno a uno de los hombres y sacudió la cabeza como un terrier de tamaño descomunal. El druchii se hizo literalmente pedazos, y sus brazos y piernas se alejaron girando en distintas direcciones. La parte inferior del torso impactó contra las murallas de la ciudad con un golpe espeluznante, antes de deslizarse hasta la tierra.

El segundo druchii giró bruscamente hacia la derecha, con los ojos muy abiertos y bramando de terror. Sin pensarlo, Malus saltó de la silla de montar y corrió tras él al mismo tiempo que un vigoroso bramido escapaba de sus labios salpicados de sangre. Corrieron a lo largo de unos veinte metros a través del pedregoso campo antes de que el druchii quedara acorralado.

Malus vio que el hombre giraba repentinamente sobre sí mismo y, de improviso, barría el aire con la espada para desviar a un lado la daga que le había arrojado antes de que su mente pudiera darse plena cuenta de lo que sucedía. Se lanzó al ataque, veloz como una serpiente, pero el hombre paró la espada de Malus con la suya propia. El acero plateado raspó y tintineó cuando Malus paró un tajo bajo dirigido a su muslo, y luego respondió con un golpe de retorno que estuvo a punto de cortarle la garganta al druchii. Malus aprovechó la ventaja obtenida atacando la defensa de su oponente con pesados golpes dirigidos a los hombros, el cuello y la cabeza. De repente, el hombre se agachó y se lanzó hacia adelante con la espada apuntando a la garganta del noble. Malus giró hacia un lado en el último segundo y sintió que el plano de la fría hoja se le deslizaba por la piel del cuello.

El druchii bajó la mirada y gritó al ver la hoja de frío acero que tenía clavada en un muslo. Sangre arterial de color rojo claro manaba de la herida al ritmo de los latidos del corazón.

Malus arrancó la espada del muslo, y el druchii se desplomó sobre la tierra. Con un gruñido, echó hacia atrás el arma para asestarle el golpe definitivo, pero un impacto tremendo lo lanzó dando vueltas por el aire. Su trayectoria fue detenida por una roca grande, y por un momento, el mundo se volvió negro.

Cuando pudo ver y respirar de nuevo, vio que Rencor masticaba al druchii herido. Los ojos del nauglir giraban como enloquecidos dentro de las acorazadas cuencas oculares, y la bestia de guerra sacudía la pesada cabeza como si sintiera un dolor espantoso. De repente, el depredador echó atrás la cabeza para lanzar un rugido salvaje, y dejó a la vista hileras de dientes largos como dagas y teñidos de rojo. El nauglir giró sobre sí lanzando dentelladas al aire, luego se le dilataron las fosas nasales y echó a correr hacia el camino al mismo tiempo que bramaba con furia.

Malus sintió que lo invadía un frío pavoroso. Se puso trabajosamente de pie. Algo iba mal, terriblemente mal. Rodeó con paso tambaleante la roca contra la que se había estrellado, y miró hacia el camino.

Los gélidos se habían vuelto locos.

Las enormes bestias eran presas de un frenesí de sed de sangre; se encabritaban y le lanzaban dentelladas al olor que flotaba en el aire. La docena de gélidos habían derribado a los jinetes y atacaban a mordiscos a cualquier cosa viva que encontraban.

Los caballeros estaban a salvo porque se untaban la piel con la baba venenosa de los nauglirs, con el fin de que éstos los creyeran compañeros de manada; pero todos los demás hombres y mujeres que tenían a su alcance eran presas legítimas.

Los lanceros habían intentado resistir ante los enloquecidos animales, pero los escudos con que formaban una muralla defensiva se hicieron añicos como si fuesen de vidrio bajo el impacto de las enfurecidas bestias. Había docenas de mercenarios aplastados y hechos pedazos, ya que las armaduras resultaban inútiles contra los poderosos colmillos y las garras de los nauglirs. En los flancos de los jadeantes depredadores se veían astas partidas de lanzas que tenían clavadas, pero no parecía que las bestias percibieran el dolor ni las heridas.

Cayeron sobre las filas de esclavos, y la orgía carnicera comenzó de verdad.

—¡No! —gritó Malus cuando el camino se convirtió en un hirviente matadero en cuestión de una docena de segundos.

Los gritos de los esclavos se fundían en un solo alarido de terror ensordecedor mientras los gélidos los hacían pedazos y atravesaban a dentelladas el hueso y los grilletes con igual facilidad.

El noble corrió hacia la carnicería y vagamente reparó en que sus oficiales hacían lo mismo. Se fijó en las plumas negras de las flechas de ballesta que Rencor tenía clavadas en la paletilla. «Veneno —pensó—. Algo destinado a volver loco al nauglir». La emboscada no había tenido la finalidad de arrebatarle a los esclavos sino de eliminarlos.

Malus se agachó para evitar la cola de un nauglir que azotaba el aire y corrió hacia el ensangrentado flanco de Rencor. La bestia tenía el hocico hundido en el torso de un esclavo muerto. Con un salto veloz, el noble aferró ambas saetas por el asta y las arrancó con una pequeña detonación húmeda. Rencor se estremeció y se volvió a mirar a Malus, y durante un trepidante momento el noble temió que la baba de nauglir ya no lo protegiera. Luego, la enorme criatura saltó al campo situado a la izquierda del camino y comenzó a caminar en círculos y olfatear el aire. Pasado un momento, se sentó sobre los cuartos traseros, con la energía agotada y los flancos subiendo y bajando a causa de los jadeos. El noble alzó las flechas con una mano cubierta de sangre.

—¡Las saetas han envenenado a los nauglirs! —gritó, furioso—. ¡Arrancádselas! ¡Deprisa!

En torno a él, los otros caballeros se dispusieron a atender a las monturas y les arrancaron las flechas que tenían clavadas. Con paso tambaleante, Malus atravesó el campo hacia Rencor y se detuvo al llegar junto al nauglir antes de volverse a mirar la devastación que había dejado atrás.

A lo largo de cien metros, el camino era una masa roja de carne hecha pedazos. Trozos de pálido hueso y destellante cadena brillaban bajo la llovizna. Las formas acorazadas de lanceros muertos sembraban el suelo; los cuerpos se veían contorsionados, en posturas antinaturales. Los gritos de los heridos resonaban en el aire.

Dos años de conspiración, tres meses de duras incursiones y el rescate de un príncipe en carne habían sido borrados del mapa en pocos minutos. Alguien lo había arruinado de un solo golpe, y lo había hecho de modo experto.

El entrechocar de armaduras y armas atravesó el campo procedente de las puertas de la ciudad. Un contingente de guardias avanzó hacia él, con las lanzas enristradas. El señor Vorhan iba a caballo junto a los soldados y la expresión de su rostro era inescrutable. Detuvo la montura a apenas diez metros de él y estudió la escena.

—Un terrible revés, temido señor —dijo con tristeza al mismo tiempo que sacudía la cabeza ante la carnicería. Miró a Malus—. Tal vez vuestra suerte cambiará la temporada que viene.

El noble estudió al señor del puerto.

—Tal vez —dijo al fin.

Después, cogió la ballesta que llevaba en la silla de montar y le disparó al señor Vorhan a la cara.