18
Traición
Malus obligó a su mente a concentrarse a pesar de la fatiga y las olas de dolor que lo atormentaban con cada vacilante paso. El ascenso de la empinada ladera de la montaña era una tortura, aunque usara la espada de Machuk como bastón improvisado. El noble había sacado el cráneo de la alforja y lo llevaba bajo el brazo izquierdo. Lhunara y Dalvar habían intentado curarle las heridas lo mejor posible, pero era poco lo que podían hacer mientras no se quitara la armadura.
Entonces, él y Hadar caminaban a solas, con paso decidido, hacia la grieta que hendía la montaña. Yaghan y cuatro de sus campeones, que iban a respetuosa distancia tras ellos, reían y se jactaban de proezas en su idioma gutural.
Malus no había esperado que Hadar se pusiera en marcha tan pronto después de la batalla. ¿Era por una cuestión de codicia o intentaba pillar desprevenido a Malus? «Probablemente, ambas cosas —razonó el druchii—. Trata de hacerse con la iniciativa mientras yo estoy cansado y herido. Una táctica bastante sensata —pensó—, pero no le servirá de mucho». Cuando Malus había ido a buscar el cráneo, le había pedido a Vanhir que le diera un poco de courva de las menguantes reservas que le quedaban. Había masticado mecánicamente la raíz, cuyo sabor amargo le hacía entrecerrar los ojos. Sin embargo, la mente se le aclaraba a cada momento que pasaba, y se le volvía más aguda a medida que el estimulante hacía efecto. Se obligó a mirar el entorno y estudiar los alrededores, cualquier cosa que despertara su mente entumecida.
Habían ascendido por la ladera lo bastante como para proporcionarle una visión panorámica del bosque que se extendía a derecha e izquierda del pie de la montaña. También veía otra montaña más pequeña, que se alzaba un poco más lejos, a la derecha, y en medio había un valle muy boscoso que aún envolvía la niebla. Señaló el valle con un gesto de la cabeza.
—¿Es eso…?
—Sí. El templo de Tz’arkan se encuentra allí —replicó Hadar—. Un camino de cráneos serpentea por el valle, y al final está la Puerta del Infinito. Al otro lado de la puerta, en un espacio que no es enteramente de nuestro mundo, se alza el gran templo.
Malus reprimió un gemido. «¡Malditos brujos y sus retorcidas creaciones!»
—¿Cuándo se construyó el templo?
—Hace milenios —gruñó Hadar—, durante la época en que vuestro pueblo luchaba contra los hijos de los Poderes Malignos; posiblemente antes, incluso. Cinco grandes brujos, poderosos sirvientes de los Dioses Oscuros, conspiraron para dominar un gran poder y ponerlo a su servicio. Tramaron el plan durante más de cien años, según dice la historia, y al final encerraron al poder tras los muros del gran templo y lo sometieron a su voluntad. Con esto, se convirtieron en conquistadores y causaron gran destrucción en el mundo desgarrado por la guerra.
Malus sonrió codiciosamente mientras su corazón se aceleraba, expectante. En poco tiempo, ese grandioso poder sería suyo. «Y pensar que yo busqué este lugar sólo para saciar mi sed de venganza —pensó—. ¿Qué más podría lograr con ese poder en mis manos?» Se vio sentado en la Corte de las Espinas, con la armadura del drachau y la Garra de la Noche puestas, mientras de detrás del hirviente resplandor rojo de sus ojos ascendía vapor y todos los nobles de la ciudad hincaban la rodilla y se sometían a sus torturas.
El noble vio un gran ejército en pie de guerra, con él a la cabeza, que surcaba las olas hacia la apestada Ulthuan y convertía en ruinas sus grandes ciudades. Se vio en la oscura Naggarond, fortaleza del Rey Brujo, sentado en un trono de hueso de dragón…
—Con el paso del tiempo, sin embargo, la fortuna abandonó a cada uno de los brujos por turno. Fueron traicionados por los compañeros o sus propios tenientes, o se volvieron demasiado confiados y acabaron derrotados en el campo de batalla. Uno a uno fueron destruidos, pero el poder del templo perduró. Cuando cayó el último brujo, el templo de Tz’arkan cayó en el olvido, y sus secretos quedaron guardados por las más terribles protecciones mágicas. —Hadar miró a Malus y volvió a dedicarle una cruel sonrisa colmilluda—. Hasta ahora.
Habían llegado a la entrada de la gran grieta. Vista de cerca era mucho más amplia de lo que Malus había esperado, y se ensanchaba aún más hacia el interior. La tierra se había acumulado dentro de la grieta a lo largo de los eones, y había dado vida a una hierba verde oscura y altos árboles de lustrosas hojas. En el aire se oía un murmullo grave muy parecido al que Malus había percibido en el campamento de los exiliados, pero más fuerte e intenso. Los árboles susurraron quedamente cuando ellos se acercaron, aunque el noble reparó en que no soplaba ni la más ligera brisa.
Hadar se detuvo en la entrada de la grieta y apoyó el báculo en el suelo.
—Éste es nuestro soto sagrado —declaró con voz reverente—. Aquí reside la fuente de todo nuestro poder. Camina con suavidad, druchii. Hasta este día, ningún ser vivo que no fuera de nuestra raza ha entrado aquí y ha sobrevivido.
El chamán inclinó la cornuda cabeza, dijo con tronante voz algo que parecía una plegaria y luego continuó adelante.
Había una especie de sendero desdibujado que serpenteaba entre los árboles. Hadar lo siguió con la soltura nacida de la familiaridad, y Malus tuvo que cojear, dolorido, tras él. A medida que ascendían por la grieta, Malus reparó en que los grandiosos árboles estaban cubiertos de negras y brillantes enredaderas que tenían centenares de espinas finas como agujas. Al pie de cada árbol, había montoncitos de huesos; algunos erosionados por los elementos y otros tan frescos que sobre ellos aún relucían fragmentos de grasa y tendones. Malus contempló el bosque con mucho más respeto que antes.
Avanzaron por el sendero durante varios largos minutos más, hasta que Malus vio el primero de los cristales relumbrantes. La roca verdosa afloraba del suelo igual que la que había visto en la cueva de Hadar, y Malus tuvo la sensación de que las formaciones eran el origen de las poderosas vibraciones que sentía en los huesos.
—¿Qué les confiere un poder semejante a estas piedras, Hadar?
—Son regalos de los Dioses Oscuros —replicó el chamán con orgullo—. Las manadas pueden oír la potente canción desde leguas de distancia, y las buscamos por el poder que nos otorgan. Las piedras nos hacen muy fuertes; cuando sentimos su canción en los huesos podemos llevar a cabo increíbles hechizos, mucho más potente que vuestras insignificantes brujerías. ¡Cuando extendemos una mano, la tierra y el cielo se someten a nuestra voluntad!
Barrió el aire con un brazo para abarcar toda la grieta de la montaña.
—Una tribu es considerada verdaderamente poderosa si su soto contiene tres de las grandes piedras. Aquí, en la montaña bendecida por el Dios del Hacha, tenemos casi una docena. Cuando conduje por primera vez a mi manada hasta este lugar, lo celebraron durante quince días cantándole mi nombre al oscuro cielo. Creían que los dioses me favorecían, puesto que había sido capaz de conducirlos hasta un poder semejante. —Hadar rió entre dientes para sí—. Las conquistas, las carnicerías, la terrible destrucción que podría haber obrado. Podría haber doblegado a las otras manadas y haber gobernado como nadie de mi raza lo ha hecho en miles de años. Pero no lo hice. —El chamán volvió la cornuda cabeza y clavó en Malus un ojo oscuro—. No lo hice porque sabía que me encontraba a las puertas de un poder aún más grandioso.
Cuanto más avanzaban, más cristales veía Malus, y la luminiscencia aumentó hasta que pudo sentirla contra la piel desnuda como si fuera la cálida luz del sol. El noble también comenzó a ver toscos obeliscos de piedra que tenían talladas puntiagudas runas y sigilos, y estaban dispuestos en torno a las formaciones de cristal, y postes de los que colgaban los podridos cuerpos de hombres bestia sacrificados. Los huesos viejos entrechocaban en un viento inexistente, y en el aire flotaba olor a cuero y putrefacción.
Unos minutos más tarde, llegaron a un círculo de piedras erectas, todas precariamente inclinadas sobre la empinada ladera. En el exterior del círculo había un gran gong de bronce, con el mazo apoyado junto a él. En el interior, el pavimento era de pizarra; el centro estaba manchado por la sangre derramada durante años. Hileras de runas corrían a lo largo de cada piedra, talladas encima de finas líneas grabadas que eran mucho más antiguas. Malus tuvo la sensación de que la manada de Hadar no era la primera que había reclamado para sí esa grieta y su poder.
Hadar avanzó hasta el gong y recogió el mazo. Golpeó tres veces el disco metálico, lenta y decididamente, y luego inclinó la cabeza para mirar hacia un punto situado por encima de las piedras erectas. Malus siguió la mirada del hombre bestia y vio que el otro extremo de la grieta estaba sorprendentemente cerca, y que se estrechaba hasta acabar en una oscura abertura que parecía ser la entrada de una cueva. Los ecos resonaron en las paredes de la grieta y luego se apagaron. Los oscuros árboles susurraron y después quedaron inmóviles.
A continuación, Malus percibió un atisbo de movimiento dentro de la grieta. Una fila de hombres bestia ataviados con hábitos y cogullas salieron de la oscuridad; llevaban báculos ceremoniales e incensarios de latón batido, frascos de polvos y largas botellas de color que contenían líquidos extraños. Descendieron sin hacer el más ligero ruido, aparentemente deslizándose sin esfuerzo por la empinada ladera hacia las piedras erectas. Hadar inclinó la cabeza con reverencia cuando se acercaron.
Malus se apoyaba con fuerza en la espada de Machuk, repentinamente intranquilo. ¿De qué servían los polvos y las pociones cuando el conocimiento que buscaban se hallaba encerrado dentro de un cráneo antiguo?
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
Kul Hadar lo miró de soslayo, con un destello de irritación en los oscuros ojos.
—Ahora invocaremos la sombra de Ehrenlish, estúpido.
Las cejas del noble se fruncieron con consternación.
—¿Su sombra?
El chamán se volvió a mirarlo y estiró los labios en una mueca burlona.
—¿Cómo has llegado tan lejos sabiendo tan poco? —El chamán señaló con gravedad el cráneo que Malus tenía en las manos—. Ese es el Cráneo de Ehrenlish, el más grande de los cinco brujos que dominaron el poder del templo. Él, el último de los conspiradores, sintió que no tardaría en correr la misma suerte que sus compañeros e intentó burlar a la muerte mediante la magia, uniendo su alma a sus propios huesos.
El chamán rió entre dientes.
—Pero al final resultó que el estúpido se había construido la más horrible de las prisiones. Un rival le cortó la cabeza y molió sus huesos hasta transformarlos en polvo. Entonces, el gran brujo se convirtió en un trofeo que pasaría de mano en mano durante cientos de años, olvidados largo tiempo atrás sus sueños de gloria. —Hadar avanzó un paso—. Pero el secreto para abrir la puerta permanece encerrado dentro de esos viejos huesos, y haremos que Ehrenlish nos lo revele.
La mente del noble trabajaba a toda velocidad, esforzándose en comprender la trascendencia de todo aquello.
—¿Y cómo vas a sacar al fantasma y hacer que hable? —preguntó, confuso.
Kul Hadar sonrió mientras la mano que tendía hacia adelante se cerraba en un nudoso puño.
—Pues le vamos a dar tu boca para que hable con ella, druchii.
De la mano del chamán saltaron rayos de fuego verde. Instintivamente, Malus se lanzó hacia un lado, y el vello de la nuca se le erizó cuando las energías mágicas sisearon al atravesar el espacio que él había ocupado una fracción de segundo antes.
El terror y la cólera que hirvieron en sus venas desterraron el cansancio y el dolor, y Malus se lanzó ladera abajo, corriendo de una formación de cristal a otra. Una segunda andanada de rayos mágicos impactó en el suelo, tras él, y abrió agujeros oscuros en la herbosa tierra. Un trueno mágico resonó y crepitó por el interior de la grieta.
Malus se agachó cerca de un afloramiento de cristal. Un rayo verde cayó entre una lluvia de chispas, y se oyeron los gritos de Hadar y los sacerdotes. «¡Piensa, Malus, piensa!» El cerebro del noble trabajaba furiosamente para dar con una salida. Sintió un bulto tibio bajo el borde del peto. El talismán de Nagaira. «Tal vez sea lo que ha estado haciendo que Hadar errara el blanco».
Se detuvo durante un instante para recobrar el aliento mientras oía que los sacerdotes corrían ladera abajo tras él. Malus consideró las opciones que tenía, pero ninguna era buena. «El bastardo ha estado planeando esto desde el principio —pensó con tristeza—. No es de extrañar que aceptara tan fácilmente mi cambio de planes. Sabía que no tendría importancia una vez que me trajera hasta aquí arriba».
El noble clavó el espadón de Machuk en el suelo. Con una mano desenvainó el cuchillo que llevaba en la bota, mientras con la otra sacaba el talismán de su hermana. Un plan tomó forma. «Me alegro de que Lhunara no esté aquí para ver esto —pensó, enloquecido—. Me diría que es un suicidio…, como si eso no resultara perfectamente obvio».
Malus salió de un salto de detrás del cristal al mismo tiempo que echaba atrás la mano con que sujetaba el cuchillo. Buscó a Kul Hadar y lanzó la daga justo en el momento en que el chamán disparaba otra tormenta de rayos. Las energías mágicas impactaron contra el cuchillo y lo arrojaron a un lado con una brillante chispa y una detonación atronadora. «Bueno, eso se acabó», pensó el noble.
Los sacerdotes se lanzaron hacia él por la derecha y la izquierda, con las manos tendidas hacia sus brazos. Malus se agachó por debajo de las zarpas del primero y le dio un puñetazo en el vientre. El sacerdote se dobló por la mitad y se desplomó en el camino de otro compañero; ambos cayeron en un enredo de brazos y piernas. «Gracias a la Madre Oscura no todos son como Machuk», pensó Malus. Se volvió para coger el espadón y blandido en un mortífero arco, que mantuvo a distancia a los sacerdotes restantes mientras él bajaba rápidamente por la ladera.
Entonces, el aire se volvió verde brillante, y las crepitantes energías golpearon el pecho de Malus, que se quedó rígido cuando el fuego brujo le recorrió las extremidades. Los labios del noble se separaron en un silencioso grito de dolor. El talismán que le colgaba del cuello se puso rojo brillante mientras intentaba rechazar el poder de Kul Hadar, hasta que la esfera de cristal se hizo añicos en un brillante destello de luz y con una aguda detonación.
Malus salió despedido y rodó un largo trecho ladera abajo, antes de resbalar por el suelo hasta detenerse. El espadón continuaba aferrado por su ensangrentada mano en el momento en que giró sobre sí mismo, dolorido, y se puso de pie. «Gracias por el impulso», pensó el noble, enloquecido, y corrió a toda velocidad.
Giró en el primer recodo del sendero y casi se estrelló contra Yaghan y sus campeones, que corrían en dirección contraria. Éste vio a Malus y rugió una orden, y los otros campeones se desplazaron de inmediato para rodear al noble. Malus gruñó y saltó hacia Yaghan al mismo tiempo que le lanzaba un tajo dirigido al pecho con la pesada arma; pero el campeón paró fácilmente el golpe con la ancha hoja del hacha. Otro hombre bestia se lanzó al ataque y golpeó a Malus en un lado de la cabeza con el pomo del espadón que llevaba, y el noble se tambaleó y parpadeó para librarse de las estrellas que le nublaron la vista.
Él hombre bestia de la derecha, envalentonado por sus amigos, se lanzó hacia el aturdido druchii, pero Malus no estaba tan desorientado como aparentaba. Cuando el campeón se le acercó, clavó la espada en un pie del hombre bestia. Al vacilar la acometida del campeón en medio de un bramido de dolor, el noble arrancó la espada y la clavó en el mentón del hombre bestia. Sangre y dientes volaron por los aires y el campeón cayó hacia atrás con un alarido, a la vez que lanzaba un tajo enloquecido con el arma.
Malus esquivó el ataque con soltura y respondió con un tajo, que abrió el abdomen del hombre bestia y derramó sus entrañas humeantes por el suelo. El campeón se desplomó sobre la hierba aferrándose vanamente los intestinos, mientras Malus escapaba del círculo y rodeaba con cautela a Yaghan para llegar al sendero que bajaba por la ladera.
Había dado dos pasos cuando algo grande se estrelló contra su espalda y lo lanzó de cabeza. La punta del espadón se clavó en el suelo y se le escapó de la mano cuando impactó de cara sobre el sendero. El dolor irradió desde la nariz y el mentón, y la sangre manó por encima de sus labios, pero Malus ya intentaba apoyar los pies e incorporarse de un salto.
Recibió otro golpe tremendo en un costado y cayó de espaldas. Uno de los campeones de Yaghan se encontraba de pie junto a él y bramaba una gutural carcajada al mismo tiempo que agitaba un enorme garrote como si no pesara más que una vara de sauce. El hombre bestia descargó el nudoso garrote de madera sobre el pecho del noble y la armadura se curvó bajo el impacto. Malus sintió que se le hundían las costillas y que los pulmones se le vaciaban de aire.
Mientras sonreía ferozmente, el campeón plantó una pezuña hendida en el centro mismo del peto del noble y apoyó el nudoso extremo del garrote sobre la frente de Malus. El hombre bestia se inclinó hacia adelante para descargar todo el peso en el garrote, y Malus apretó los dientes al acometerlo un lento estallido de dolor. Dobló la pierna derecha hasta casi tocarse el pecho y la estiró con toda la fuerza de que fue capaz para patear con el tacón la entrepierna del hombre bestia dos veces en rápida sucesión. El campeón aulló y se le doblaron las rodillas, y Malus rodó velozmente a un lado mientras el hombre bestia caía al suelo.
El noble se puso de pie y se volvió durante el tiempo suficiente para patear la cara del campeón caído antes de lanzarse una vez más hacia el sendero. Sin embargo, el momento de venganza le costó caro. Una mano ancha se cerró sobre la nuca del noble, y de repente se encontró con que lo empujaban a la carrera hacia los árboles de negro tronco del otro lado del camino. Agitó los brazos con desesperación, buscando vanamente algo que aferrar, hasta que uno de sus pies chocó contra una piedra semienterrada y cayó hacia adelante, estrellándose contra el tronco de un árbol cubierto de enredaderas. Al instante, los oscuros zarcillos se deslizaron como serpientes que bajaran por la lustrosa corteza para enrollársele en el cuello. Las espinas finas como agujas se le clavaron profundamente, y al instante, la piel comenzó a escocerle a causa de alguna toxina nociva. Se le hinchó el interior de la garganta mientras la enredadera continuaba apretándose alrededor de su cuello, y le cortó el paso del aire al mismo tiempo que el flujo sanguíneo.
El noble buscó a tientas un cuchillo para cortar la enredadera, pero su campo visual ya comenzaba a reducirse. Le zumbaban los oídos. Tocó con los dedos el pomo del cuchillo que llevaba en el cinturón y lo aferró espasmódicamente, pero el arma se negó a salir de la vaina.
Unas figuras oscuras avanzaban hacia él con las manos extendidas. Detrás de ellas vio otra muy grande y cornuda, entre cuyas manos danzaba un fuego verde, y oyó la risa áspera como un rebuzno de Yaghan y sus campeones. Malus sintió las manos de los sacerdotes encima, y la enredadera lo apretó aún más posesivamente, reacia a renunciar a la comida. Con un último arranque de fuerza, logró desenvainar la daga, pero ya no podía ver dónde cortar.
Clavó el cuchillo en el vientre de uno de los sacerdotes justo en el instante en que lo abrazaban las tinieblas.