12
El Santuario de los Caballeros Muertos
El viejo cráneo desgastado por los elementos tenía el frío de la sepultura a su alrededor, incluso en la cálida tienda autarii iluminada por el fuego. El delicado alambre parecía una hebra de hielo puro bajo el delgado dedo con que Malus reseguía la intrincada trama. Cuando, presa del sufrimiento, vio por primera vez la reliquia, había creído que el alambre era para mantener unida la mandíbula inferior a la superior, pero entonces veía que no era así. Se trataba de una sola hebra continua que giraba y volvía sobre sí misma una y otra vez, encerrando el hueso en un tejido que seguía un modelo concreto y cuyo propósito resultaba enloquecedor por su complejidad.
El cráneo tenía el tacto de la fría piedra maciza; absorbía el calor de su mano y se la dejaba entumecida y dolorida, aunque el resto de su cuerpo sudaba en el humeante aire caliente de la tienda. Lo peor de todo eran las cuencas vacías del cráneo. Los negros pozos se tragaban la luz del fuego sin dejar ver sus profundidades, y a pesar de todo, Malus sentía el frío peso de la penetrante mirada del cráneo. Era como si algún resto de la maligna inteligencia del dueño aún habitara en la caja craneal vacía y lo estudiara con frío interés de serpiente.
«Maldito objeto de brujería —pensó Malus—. Estoy tentado de hacerlo pedazos con un mazo». No sabía casi nada de brujería y no confiaba en aquello que no conocía. No por primera vez, deseó haber obligado a Nagaira a acompañarlo y hacerse cargo de la reliquia, cuyos enigmas habría desentrañado en un momento, cosa que a él le habría permitido concentrarse en llegar al templo y cosechar los tesoros ocultos.
Malus estaba sentado en el suelo y recostado en un montón de cojines, cerca del hogar, con una buena cantidad de pieles y mantas de lana sobre la parte inferior del cuerpo. Los cortes de la mano, el antebrazo y el cuero cabelludo le habían sido pulcramente cosidos, y la piel en proceso de cicatrización le picaba ferozmente, a pesar del ungüento calmante que le cubría las heridas. A un lado había una bandeja de madera cubierta de migajas y con una botella de agua vacía, junto a las espadas y la silla de montar del noble. Sobre el regazo de Malus yacía el diario de Urial el Rechazado, cuyas páginas de pergamino estaban abiertas por la última anotación.
Se oyó un susurro de cuero, y al alzar la mirada vio que Lhunara se inclinaba para atravesar la entrada de la tienda. Gruñó con sorpresa al verlo.
—¡Por fin despierto! —dijo, claramente aliviada—. Comenzábamos a temer que dormirías durante todo el invierno, mi señor.
Malus frunció el entrecejo. Por los dolores que tenía en músculos y articulaciones, sabía que había estado durmiendo durante bastante tiempo.
—¿Cuánto he dormido?
—Casi cuatro días, mi señor. —Atravesó la tienda y se puso a echar leña al fuego—. El primero fue el peor; estabas como el hielo y nada de lo que hacíamos lograba hacerte entrar en calor. Los autarii que estaban de guardia en el campamento dijeron que parecías un espíritu vengativo cuando bajaste las montañas dando traspiés. Incluso los espectros de la casa comunal pensaron que eras un fantasma que regresaba para perseguirlos. Así te llaman ahora: An Raksha.
El noble rió entre dientes.
—El Caballero No Muerto, ¿eh? Si supieran… —Sin darse cuenta, se llevó la mano libre al cuello donde aún podía sentir los largos cardenales dejados por la implacable presa de la Bruja Sauce—. ¿Es de día o de noche?
—Es de noche, y tarde. Ahora vuelvo de pasar revista a los hombres que hacen guardia junto a los nauglirs. Dalvar y Vanhir están bebiendo con el urhan Beg en la casa comunal.
«Nada bueno puede salir de eso», pensó Malus.
—¿De quién es esta tienda?
Lhunara se encogió de hombros.
—Tuya, ahora, mi señor. Era la de Nuall, pero Beg ordenó que sus cosas fuesen trasladadas a la tienda que perteneció a Ruhir, puesto que ahora es el hijo mayor superviviente. Aunque nadie ha visto a Nuall en los últimos cuatro días, más o menos. —Lhunara le dirigió a Malus una mirada significativa—. El urhan quiere hablar contigo en cuanto hayas despertado.
—Sí, imagino que sí —dijo Malus sin hacer caso de las insinuaciones contenidas en el tono de voz de Lhunara—. Supongo que quiere cumplir con su parte del acuerdo y librarse de nosotros tan pronto como le sea posible.
Lhunara removió las brasas con una rama corta, y luego señaló el cráneo con el extremo humeante.
—¿Ha revelado algún secreto, ya?
—No —replicó el noble de mala gana, y tendió una mano hacia la silla de montar—. Y en el diario de Urial hay muy poca cosa que tenga sentido. —Malus cogió una gruesa bufanda que había en la silla de montar, envolvió bien la reliquia con ella y la devolvió cuidadosamente a la alforja—. A menos que esté muy equivocado, pienso que Urial no sabía mucho más que nosotros acerca del cráneo.
—¿Por qué dices eso, mi señor?
Malus volvió a reclinarse en los cojines y disimuló un suspiro de alivio. Le asombraba profundamente lo débil que se sentía tras la dura prueba pasada en las montañas. Una pequeña parte de su mente sentía vértigo al pensar en lo cerca que había estado de morir. «No —se dijo con ferocidad—. Esto demuestra que si mi voluntad es fuerte nada puede detenerme».
Recogió el diario y pasó hacia atrás las delicadas páginas de piel humana.
—Las notas de Urial hacen referencia a una serie de fuentes, como La saga del rojo, Los diez tomos de Khresh, y otras, pero hay muy pocas observaciones directas sobre el cráneo en sí. No hay información alguna sobre las runas o el alambre de plata. O bien ya estaba familiarizado con las runas y lo que decían, y conocía la función del alambre, o…
—O no eran relevantes para el misterio del templo y su contenido, lo cual no nos deja nada con lo que orientarnos.
Malus reprimió una sonrisa. «A veces eres casi demasiado inteligente, Lhunara —pensó—. Es bueno para mí que no tengas adonde ir».
—Es cierto, pero —dijo al mismo tiempo que alzaba un largo dedo— en el diario aparecen algunos posibles indicios. —El noble buscó con cuidado las anotaciones—. Aquí lo tenemos. Hay una nota que dice: «Kul Hadar, en el norte». Y describe: «Un valle boscoso, poblado de bestias, a la sombra de una grieta de montaña abierta por el hacha de un dios». Luego —pasó algunas páginas más—, aquí hay una referencia a «la llave de la Puerta del Infinito y del templo del otro lado».
Lhunara frunció el entrecejo.
—¿Y eso de Kul Hadar es el nombre del valle?
—O del templo, tal vez —replicó Malus—. No lo sé.
La guardia atizó un poco más el fuego mientras consideraba cuidadosamente las siguientes palabras que pronunciaría.
—Pensaba que Nagaira había dicho que el cráneo nos conduciría hasta el templo.
—Lo dijo.
—Y sin embargo…
—Y sin embargo, no está haciendo nada parecido —replicó Malus—. Es posible que Nagaira no supiera tanto como daba a entender.
Lhunara asintió lentamente con expresión neutral.
—Quizá sea así, mi señor. En ese caso, ¿es prudente continuar a estas alturas? Con lo débil que estás…
—¿Débil? ¡¿Débil?!
Malus lanzó a un lado pieles y mantas. El enojo ardió a lo largo de los músculos y tendones de su frío cuerpo y lo impulsó a ponerse de pie. Saltó hacia Lhunara, cogiendo del fuego una rama medio quemada con una mano mientras cerraba la otra en torno a la garganta de la oficial.
—¡Debería ponerte un carbón encendido bajo la lengua por una insolencia semejante! ¿Tienes el atrevimiento de juzgar mis fuerzas, Lhunara? Encontraré ese templo y recogeré cualquier tesoro que contenga, y nada va a interponerse en mi camino, y tú menos que nada.
Lhunara se había puesto rígida al tocarla Malus. Clavó los ojos en los de su señor con una tétrica y fría mirada.
—Nadie cuestiona tu terrible voluntad, mi señor —dijo con extraordinaria calma. Miró la brasa al rojo que estaba suspendida a pocos centímetros de su cara—. ¿Queréis que apague el carbón encendido con la lengua?
Con esfuerzo, Malus dominó el enojo y dejó caer la rama en el fuego.
—¿Y cómo les darías órdenes a los hombres después de hacerlo? —El noble le dio un rudo empujón que la lanzó hacia atrás—. Ve a ver al urhan y de que ahora mismo voy —añadió—. Y no vuelvas a cuestionar mis fuerzas nunca más.
—Sí, mi señor —replicó Lhunara con expresión cuidadosamente neutral. Se puso de pie con habilidad y se deslizó fuera de la tienda.
Malus esperó hasta haber inspirado profundamente dos veces, y luego se desplomó sobre las mantas. Le temblaban los brazos y las piernas tras el repentino estallido de energía. En su mente se agitaba un tumulto de pensamientos. Ya era bastante malo que hubiese corrido un riesgo tan grande con Lhunara, ya que podría haberlo manejado como a un gatito si la hubiese ganado la ira como le había sucedido a él. Peor aún: enemistarse con su propia teniente en una expedición tan arriesgada como ésa constituía una estupidez.
Pero lo que más le disgustaba era la sospecha que entonces se enconaba en el fondo de su mente. Si Nagaira sabía menos de lo que había dado a entender sobre el cráneo, tal vez había tenido otras razones para quedarse en el Hag. ¿Acaso había utilizado a Malus?
Aunque tal idea más bien empeoraba el humor del noble, el enojo no tardó en calmar sus rebeldes músculos y devolver un poco de fuego a sus venas. Lenta y cuidadosamente, el noble se puso de pie y comenzó a vestirse.
A pesar de lo exhausto que estaba, Malus continuaba sintiéndose más cómodo con la armadura puesta y las espadas sujetas alrededor de la cintura. En efecto, ya era pasada la medianoche y una de las lunas llenas brillaba con fuerza en un cielo por el que corrían abundantes nubes altas hechas jirones. La pálida luz rielaba sobre una alfombra de nieve recién caída. Agradecido, se llenó los pulmones de aire frío, algo sorprendido por la agradable sensación que le causó. «No es tan frío como el abrazo de la Bruja Sauce», pensó con tristeza mientras se encaminaba hacia la casa comunal.
El gran salón estaba prácticamente vacío; una fina capa de ceniza de los hogares cubría las alfombras y los cojines del suelo. Dalvar, Vanhir y media docena de espectros ancianos se encontraban sentados cerca de la plataforma del urhan, donde se pasaban un pellejo de vino de uno a otro y fumaban en pipas de pálida arcilla. Ninguno de los hombres de Malus parecía borracho, aunque resultaba evidente que varios autarii habían bebido bastante más de la cuenta. También era obvio que el urhan Beg había declinado el vino y se recostaba en el respaldo de su gran silla tallada, donde meditaba mientras fumaba en pipa. No se veía a Lhunara por ninguna parte.
Cuando el noble se acercó a la plataforma, Vanhir se puso silenciosamente de pie con expresión calculadora. Dalvar acabó de tragar un largo sorbo del pellejo de vino y se levantó para saludarlo.
—Mi señor An Raksha vuelve a caminar por el mundo de los vivos —comentó con una sonrisa pícara.
Los autarii rieron respetuosamente entre dientes. El urhan no hizo ningún comentario.
—Te doy las gracias, gran urhan, por tu hospitalidad —dijo Malus—, y por tu generosidad para con mis hombres. Espero que no hayan sido apartados de sus deberes por las seducciones de tu buen vino y tu cálido hogar.
El urhan se encogió de hombros.
—De ser así, no es asunto mío.
—Parece que ya casi ha llegado mi turno de vigilar a los nauglirs —comentó Vanhir con tranquilidad, y luego le dedicó a Malus una breve reverencia—. Con tu permiso, mi señor, me retiro.
Malus asintió con severidad, pero el caballero no reaccionó en modo alguno; se limitó a hacerle una reverencia al urhan y salir en silencio del salón.
—¿Y tú, Dalvar? —preguntó Malus.
El hombre de Nagaira se encogió de hombros de forma reveladora.
—El turno de la mañana es el mío, temido señor, pero aún queda mucha noche para dormir. Entretanto, estoy aprendiendo lo que puedo a los pies de estos viejos espectros.
«¿Y qué estarán aprendiendo ellos de ti?, me pregunto», pensó Malus. Desde la última reflexión acerca de Nagaira, su mente había comenzado a hervir de suspicacia. Cuanto antes llegaran a los Desiertos del Caos, mejor. Cuando uno tiene que luchar para conservar la vida, le queda poco tiempo para la traición.
—¿Qué te trae caminando por la nieve a tan altas horas de la noche, urbanita? —preguntó Beg, al mismo tiempo que le dedicaba una mirada dura y calculadora.
El noble le hizo una reverencia al urhan Beg.
—Mi teniente me informó de que deseabas hablar conmigo en cuanto despertara, gran urhan. No quería hacerte esperar.
—Tu «teniente» —se burló Beg—. ¿Una mujer que lleva espadas y armadura en tiempos de paz? Es indecoroso.
Malus se encogió de hombros.
—Las novias de Khaine llevan armas durante todo el año, y nadie las censura. Lhunara Ithil fue a la guerra y descubrió que le gustaba el sabor. Más aún, es muy, muy buena en lo que hace. Sería un estúpido si pasara por alto una destreza semejante por el solo hecho de que ahora Naggaroth no está en guerra. Además, como tú has señalado muy claramente, mis guardias no son asunto tuyo. Y bien, ¿de qué deseabas hablar conmigo?
Beg se inclinó hacia delante en la silla y su mano se desplazó hasta el medallón que le rodeaba el cuello.
—El Ancri Dam es una reliquia poderosa —dijo el jefe mientras frotaba pensativamente el pulimentado ithilmar—. Con él, sé cuándo un hombre me miente. Hace casi cuatro días que no veo a mi hijo Nuall, desde que tú te marchaste a visitar a la Bruja Sauce. ¿Lo viste esa noche?
Malus estudió cuidadosamente a Beg. «Podría estar echándose un farol —pensó Malus—. ¿Corro el riesgo?»
—Sí, lo vi —respondió el noble tras pensarlo un momento—. Esperó hasta que salí del árbol e intentó robarme el medallón.
Varios de los autarii negaron con la cabeza al oír la noticia. No parecían muy sorprendidos. El urhan le dedicó a Malus una mirada funesta.
—¿Lo mataste?
—No, no lo maté.
—¿Lo heriste?
Malus sonrió al mismo tiempo que alzaba el brazo cosido.
—Di tanto como recibí, gran urhan. Pero ellos eran siete.
—Entonces, ¿qué sucedió con Nuall y sus hombres?
—No puedo decíroslo con seguridad —replicó Malus—. Yo tenía el medallón, ellos intentaron quitármelo, y yo escapé. No sé nada más.
Durante un largo rato, el urhan no dijo ni una palabra y permaneció con la vista clavada en los oscuros ojos del noble como si pudiera leer en ellos como en un libro abierto. Finalmente, gruñó con aversión y se recostó en el respaldo de la silla.
—Estúpido muchacho —masculló a medias para sí—. ¿Qué sentido tiene poseer el medallón si no hay nadie a quien pasárselo?
«Eso deberías haberlo pensado antes de lanzarlo contra mí», respondió mentalmente Malus a la vez que reprimía una sonrisa.
Uno de los espectros habló en el momento en que tendía una mano hacia el pellejo de vino.
—¿Qué hay de la historia que ha contado Janghir sobre esos oscuros jinetes de caballos que estaban cerca de la Montaña de los Siete Arboles?
—¡Jinetes! —le espetó Beg—. ¿Quién trae caballos a estas montañas?
Malus vio que Dalvar se ponía tenso. El bribón le lanzó una mirada subrepticia a Malus, pero éste mantuvo la expresión impasible. «Jinetes oscuros, Beg, llenos de la cólera de Khaine —pensó el noble—. Caballos y hombres que no sufren a causa de las heridas, la fatiga o el miedo. Inmortales, pacientes e implacables…»
—Comprendo la preocupación que sientes por tu hijo, gran urhan —dijo Malus—, y no quiero distraerte de la búsqueda de Nuall y sus hombres, así que nos pondremos en camino y no supondremos más distracción para ti y tu clan. —El noble se irguió en toda su estatura y cruzó los brazos con gesto imperioso—. Necesito un guía que nos lleve hasta la frontera, alguien que pueda conducirme más allá de las torres druchii sin que nos vean, y hasta el límite de los Desiertos del Caos.
—¿Por qué no tomáis el Camino de la Lanza?
—No recuerdo que las preguntas personales formasen parte de nuestro trato, urhan Beg. Basta con que sepas que necesito llegar a la frontera con rapidez y discreción.
—¿A qué parte de los Desiertos del Caos intentas llegar?
Malus apretó las mandíbulas.
—En los Desiertos del Caos hay una montaña que da la impresión de haber sido partida por el hacha de un dios. En algún punto cerca de las estribaciones está Kul Hadar.
Los espectros reunidos se removieron con inquietud e intercambiaron miradas de espanto. Beg le dedicó a Malus una mirada de desconcierto y sus cejas se fruncieron con preocupación.
—¿Vas en busca de Kul Hadar? ¿Por qué?
—¡Preguntas, urhan Beg! ¿Puedes llevarme hasta esa parte de la frontera o no?
El urhan lo meditó durante unos momentos mientras los autarii se pasaban el pellejo de vino unos a otros y susurraban entre sí.
—Sí, puede hacerse —respondió con cautela—. De hecho, puede hacerse con mucha rapidez si vuestro valor está a la altura de la tarea.
—Ahora te pido que hables con claridad, urhan Beg. ¿Qué quieres decir?
Beg se dio unos golpecitos con la caña de la pipa en los manchados dientes inferiores.
—Hay una senda que atraviesa las montañas —dijo—. Una…, una senda que no es enteramente de este mundo. En ciertos momentos es posible recorrerla de una punta a la otra y cubrir un centenar de leguas en una sola noche. Yo mismo lo hice una vez, hace muchos años. Pero no es para los débiles de espíritu.
Malus sonrió.
—Créeme, nuestra experiencia con sitios así no es escasa. Estoy seguro de que estamos a la altura del viaje.
El urhan miró a Malus a los ojos y sonrió por primera vez.
—Sobre tu cabeza caiga la responsabilidad, entonces. Resulta que las lunas y la estación se encuentran en una alineación muy favorable, así que la senda debería ser fácil de seguir. Reúne a tus hombres, Darkblade; partiremos una hora antes del anochecer.
—¿Y mientras tanto?
Beg se reclinó en la silla y sus ojos destellaron a la luz del fuego.
—Mientras tanto, disfruta cuanto puedas del mundo iluminado por el sol.
A última hora de la tarde, Malus ya había despertado a los miembros de la partida de guerra y los había puesto a trabajar en los preparativos del viaje. A pesar de las ominosas advertencias del urhan Beg, estaba ansioso por ponerse en camino una vez más.
Malus le quitó el corcho al frasco de cerámica vidriada y vertió otro chorro del viscoso fluido sobre el paño de seda que tenía en la mano. Por un instante, la piel acusó el tremendo frío de la sustancia venenosa, pero al cabo de unos instantes la zona afectada se había entumecido por efecto de las toxinas. A lo largo del tiempo, la mayoría de los jinetes de gélidos perdían toda sensibilidad en la piel debido a los años de exposición al veneno de nauglir. Pero ésas eran preocupaciones para el futuro. Ese día, Malus necesitaba contar con Rencor, y por tanto, pagaba el precio necesario.
Lhunara aguardaba pacientemente en los oscuros confines de la tienda y sujetaba el espaldar de la armadura del noble mientras éste se ponía los ropones y el kheitan.
—¿Alguna señal de Beg? —preguntó Malus.
—Ninguna, mi señor. La vieja que hay en su tienda dice que no lo ha visto desde anoche. No creo que esté en ninguna parte del campamento.
Malus ató las cintas del kheitan, y luego cogió el peto y se lo puso. Con la soltura que da la práctica, Lhunara le puso el ajustado espaldar en torno a los hombros y la cintura, y luego comenzó a unir ambas mitades mediante las correas con hebillas que tenían. Malus gruñó pensativamente mientras Lhunara ajustaba bien las correas.
—Es posible que haya salido a buscar a su hijo, o a planear algún otro tipo de jugarreta. Di a los hombres que mantengan las ballestas preparadas cuando nos pongamos en marcha.
—Sí, mi señor.
El noble hizo una pausa.
—¿Cuánto falta para que expire el juramento de Vanhir?
—Tres semanas más —replicó la teniente—. ¿Sospechas algo?
—Yo siempre sospecho algo, Lhunara. Ha estado hablando mucho con Dalvar, y Dalvar ha comenzado a hablar con el urhan. El juramento no le permite actuar directamente contra mí, pero no le impide compartir lo que sabe de mí con cualquiera que quiera escucharlo.
Lhunara recogió el avambrazo izquierdo del noble y se lo puso para luego deslizarlo hasta el hombro como una articulada manga de acero.
—Nunca debiste aceptar su juramento —dijo ella con tono tétrico—. Habría sido mucho mejor quitarle la vida y acabar con el asunto.
Malus se encogió de hombros, aunque el gesto quedó casi completamente perdido bajo el peso de la armadura.
—Procede de una casa poderosa. Pensé que podría ser útil tener algo con lo que controlar a esa familia. Y en su momento, el hecho de someterlo pareció el castigo más humillante que podía imaginar. Fue una apuesta justa, y su luchador de pozo perdió.
—Fue su nauglir el que perdió —lo corrigió Lhunara—. Estabais apostando por una lucha de gélidos después de los juegos de gladiadores.
Malus frunció el entrecejo.
—¿Ah, sí? No importa; él apostó contra mí y perdió. Y desde entonces, ha observado con escrupulosidad despiadada y rencorosa los detalles del juramento que prestó. A decir verdad, lo admiro enormemente por eso.
—¿Aún tienes intención de matarlo?
—Sí, claro. Tal vez incluso lo mate hoy. No apartes los ojos de él ni de Dalvar. Si Beg intenta traicionarme y cualquiera de ellos trata de ayudar al urhan, asegúrate de matarlos a ambos.
El cielo de la tarde se había vuelto plomizo y en el frío aire se arremolinaban jirones de nubes. Los gélidos estaban ensillados y en formación, bajo los atentos ojos de sus jinetes; cinco días de corral los habían vuelto respondones y malhumorados, a pesar de las comidas regulares de venado y jabalí. Ya estaba oscureciendo bajo las ramas del bosque cubiertas de nieve, y Malus se impacientaba cada vez más. Al percibir el humor de su amo, Rencor arañaba con inquietud la tierra helada y gruñía desde las profundidades de la garganta.
Malus se paseaba a lo largo de la columna y fingía inspeccionar a la partida de guerra para ocultar la inquietud. Lhunara permanecía sobre la silla de montar, al final de la fila; la ballesta descansaba sobre su regazo mientras ella sondeaba las sombras que se extendían a ambos lados de la columna.
Dalvar y su montura estaban en el centro de la columna. Malus llegó a la altura del hombre de Nagaira cuando éste comprobaba las correas de la silla de montar.
—Creo que todavía tienes algo mío —comentó el noble al mismo tiempo que le tendía una mano.
El pícaro alzó la mirada para sonreír a Malus, y el pequeño cuchillo de hierro apareció como por arte de magia en su mano.
—¿Estás seguro de que no quieres que lo conserve? —preguntó Dalvar—. Aún tenemos que habérnoslas con el urhan Beg.
—¿Piensas que intentará volverse contra nosotros?
Dalvar se encogió de hombros.
—Por supuesto. ¿Tú, no?
Malus cogió el arma de la mano de Dalvar.
—Has pasado bastante rato en su salón. ¿Qué opinas?
—Opino que cree que mataste a su hijo. Aunque no lo hicieras, lo has avergonzado al recuperar ese medallón cuando Nuall no pudo hacerlo. —El druchii ajustó una última correa y se volvió para mirar a Malus—. Francamente, está obligado a traicionarte. Son rústicos, pero no tan diferentes de nosotros. Si no te vence en este momento, su clan lo creerá débil. Eso no sería un buen augurio de futuro para él.
Malus estudió al guardia con atención.
—¿Y cómo supones que va a hacerlo?
Dalvar negó con la cabeza.
—No lo sé. He intentado sonsacarle algo en los últimos días, pero es un hombre astuto. Si quieres mi consejo, mi señor, mantenlo cerca de ti cuando hayamos emprendido el viaje por esa senda de la que tan ominosamente ha hablado. —El druchii se irguió y miró por encima del hombro de Malus—. Ahí está el viejo lobo.
Al volverse, Malus vio que Beg y dos de sus hombres estaban de pie a la sombra de un cedro cubierto de nieve y hablaban quedamente entre ellos. El noble volvió la mirada hacia sus hombres.
—¡Sa’an’ishar! —exclamó Malus—. ¡Montad!
Mientras los druchii montaban, el noble se acercó al urhan Beg. El jefe autarii lo miró con malevolencia no disimulada.
—Mis hombres están preparados, gran urhan —dijo Malus.
Al tenerlo más cerca, Malus vio que el viejo espectro tenía las botas y los calzones mojados. «Has estado buscando junto al río», pensó Malus.
—¿Preparados? Eso está por verse —se burló Beg—. Pero lo descubriremos bastante pronto. Permaneced cerca; tenemos mucho terreno que recorrer antes de que anochezca.
Dicho eso, los tres autarii partieron a un paso silencioso y ligero, y atravesaron el campamento en dirección norte. Malus tuvo que correr hacia Rencor y montar con rapidez antes de que los exploradores se perdieran de vista.
—¡Adelante! —ordenó el noble al mismo tiempo que cogía las riendas. Atisbó a los exploradores que se alejaban y clavó las espuelas en los flancos del nauglir.
«¡Que comience el juego!», pensó.
No pasó mucho tiempo antes de que Malus y su partida de guerra se vieran obligados a desmontar y azuzar a las recalcitrantes monturas para que ascendieran por empinadas laderas cubiertas de maleza, como había sucedido días antes. Tras la primera hora, sin embargo, Malus comenzó a reparar en que la vida salvaje de la zona era mucho más escasa, si no inexistente.
Con cada kilómetro que avanzaban hacia el norte, los sonidos del bosque eran más quedos, y menos pájaros volaban entre los árboles de negro tronco. La creciente calma transmitía una sensación de amenaza que al noble le puso los nervios de punta. Se daba cuenta de que el resto de la partida de guerra lo percibía también, por el modo en que observaban cada sombra oscura ante la que pasaban. Algunos de los hombres habían decidido llevar la ballesta preparada, como si esperaran una emboscada en cualquier momento.
Menos de dos horas después, la luz comenzó a apagarse en ti cielo occidental. Extrañamente, el avance se hizo algo más fácil; los árboles y el sotobosque se habían vuelto menos espesos y habían adquirido una tonalidad gris sedoso. Malus comenzó a percibir un helor en el aire; no era el frío seco del viento invernal, sino una especie de quietud húmeda que corría por el suelo, bajo los árboles, y calaba los huesos.
Poco después, el mundo quedó pintado en tonalidades de inconstante luz sobrenatural cuando las auroras de los Desiertos del Caos iluminaron el horizonte meridional. Contra ese inquietante espectáculo, Malus veía que las colinas que tenían delante cedían ante montañas más grandes y anchas: los viejos huesos de granito de la tierra, descarnados por milenios de viento y nieve. El noble fijó la mirada en las figuras de negro ropón que iban varios metros por delante de ellos y azuzó a Rencor para que continuara avanzando mientras se preguntaba cuánta distancia les quedaba por recorrer.
Resultó que, cuando condujo a Rencor hasta la cima de la colina siguiente, se encontró con que los autarii lo aguardaban en mitad de una ladera que descendía bastante suavemente hasta un ancho valle. La ladera estaba salpicada por docenas de rocas cubiertas de musgo y pequeñas matas de hierba baja. Todo estaba silueteado por una cambiante luz verde pálido que hacía que los jirones de niebla del valle pareciesen relumbrar con vida propia.
Beg y sus hombres esperaban cerca de una de las rocas. Malus montó y azuzó a Rencor en dirección a los autarii. Se relajó un poco, pues se sentía más cómodo en ese terreno abierto que en las colinas cubiertas de vegetación que había dejado atrás.
Cuando se aproximó, los ojos del urhan estaban ocultos en sombras, pero el noble sintió, de todos modos, el peso de la mirada del espectro.
—Hemos llegado al comienzo de la senda —dijo el jefe—. Os acompañaremos durante un rato, pero el resto del viaje tendréis que hacerlo en solitario.
—¿Dónde estamos? —preguntó Malus, acomodándose mejor en la silla de montar.
—En el Santuario de los Caballeros Muertos, según lo llaman —respondió Beg—. Es un lugar donde los muertos no descansan en paz. ¿Te asusta eso, urbanita?
Malus miró al hombre.
—Ya me he encarado con un muerto inquieto, urhan. Puedo encararme con otro.
Beg rió entre dientes.
—Ya veremos.
Los espectros dieron media vuelta y descendieron por la ladera. Malus esperó para asegurarse de que el resto de la columna había coronado la colina y había acortado la distancia que la separaba de él, y luego hizo que Rencor descendiera tranquilamente tras los autarii.
A medida que la columna avanzaba, Malus reparó en que las rocas y las matas de hierba dispersas se hacían más numerosas hacia el pie de la ladera. Las rocas tenían formas extrañas; presentaban una mezcla de aristas redondeadas y afiladas que resultaban enloquecedoramente familiares.
De repente, se oyó un extraño crujido metálico, y pareció que Rencor tropezaba ligeramente. Malus miró hacia abajo y vio que el gélido había pisado una de las matas. El brillo del metal desnudo destelló a la luz fantasmal. Con un sobresalto, Malus se dio cuenta de que estaba mirando un peto abollado y cubierto por una fina capa de tierra y hierba.
Habían llegado a la periferia de un gran campo de batalla.
Más adelante, los autarii casi habían desaparecido en la ligera niebla. Malus reprimió una creciente sensación de inquietud y continuó adelante.
La niebla se tragaba vorazmente jinete y bestia, de modo que restringía la visión y ahogaba el sonido. Rencor se rebeló contra el cambio atmosférico, pero Malus lo taconeó para que continuara. Surgían y desaparecían sombras en medio de la niebla. A ambos lados de Malus aparecieron dos grandes obeliscos con sinuosos sigilos de la antigua Ulthuan. El noble oía el ligero golpeteo de las zarpas de Rencor sobre piedra desnuda, ¿estaban en un camino?
Aparecieron más siluetas apiñadas a ambos lados de la senda. Al principio, Malus las tomó por rocas, pero al mirarlas otra vez se dio cuenta de que eran carros de guerra élficos, a los que se les habían podrido las ruedas hasta desaparecer, y que tenían los acorazados flancos abollados y rajados. Atisbo cascos, oxidadas espadas y lanzas cuyas astas hacía tiempo que se habían transformado en polvo.
El noble miró alrededor, buscando algún signo de los autarii. Tenía una vaga sensación de desolación. «Es la niebla», pensó. ¿O no?
Apenas podía distinguir la silueta de los exploradores que iban delante. Malus taconeó a Rencor para lanzarlo al trote con la esperanza de darles alcance en cuestión de unos instantes, pero al parecer la niebla había distorsionado su sentido de la distancia. Tuvo la impresión de que transcurrían varios minutos antes de que diera alcance a Beg y sus hombres.
—¿Qué sucedió aquí? —preguntó, y su voz sonó extraña y poco clara, incluso a sus propios oídos.
—Uno de los generales de la antigua Aenarion construyó aquí un camino durante la Primera Guerra contra el Caos —replicó Beg con una voz que parecía llegar desde una gran distancia—. Serpentea a través de estos valles a lo largo de muchas, muchas leguas; a la luz del día pueden verse las losas negras del camino que asoman de la tierra. La leyenda dice que fue construido para el asedio contra una ciudad de demonios situada muy al norte, pero nadie lo sabe con certeza. Si alguna vez existió un lugar semejante, desapareció hace ya mucho tiempo.
»El general llevó su poderoso ejército al norte y se encontró con la tragedia. Algunas historias dicen que fue traicionado; hay quienes llegan hasta el punto de acusar a vuestro gran Rey Brujo de ese hecho, mientras que otros afirman que el general era simplemente estúpido. En cualquier caso, la grandiosa marcha se convirtió en una sangrienta y amarga retirada, plagada de brujería y matanzas. Cada kilómetro de este camino está empapado en sangre, según dicen las historias. La argamasa que une las losas del camino son los huesos.
Malus sintió que un helor le acariciaba la piel. El viento gimió suavemente en la oscuridad… ¿O fue el toque de un cuerno lejano?
—Se dice que era tal el poder de la hueste de demonios que detuvieron el curso de las lunas y lucharon bajo un manto de noche perpetua. Los ecos de ese poder y los inquietos espíritus de los muertos permanecen aquí incluso ahora. Cuando llega la estación adecuada y las lunas se encuentran en la fase correcta, esa larga noche se reanuda.
La niebla parecía entonces más ligera; permanecía como un sudario en la periferia del campo visual, pero al mismo tiempo Malus podía ver mejor el entorno. Armaduras apiladas, escudos rajados, espadas melladas y destrozados carros de guerra cuyos caballos, apenas restos, yacían cubiertos por las armaduras que los habían protegido. Se veía el asta de un estandarte inclinada en medio de un enredo de petos, cascos y cotas de malla. El estandarte estaba manchado de sangre seca y pendía, laxo, en la niebla. Malus sentía el sabor del pánico que flotaba en el aire. Sabía a cobre, como la sangre derramada.
Continuaron adelante. Malus comenzó a reparar en más detalles a medida que avanzaban: las elaboradas tallas de carros y armaduras destacaban en nítido relieve. El bruñido ithilmar resplandecía con pálida luz azulada. Empezó a ver huesos en medio de los montones de armaduras. En una ocasión pasó junto a un casco volcado que aún tenía dentro el cráneo del hombre que lo había llevado. Las mandíbulas estaban muy abiertas, como en un silencioso alarido de angustia o furia.
Había luz más adelante. Una radiación azulada teñía la niebla y aumentaba de intensidad a medida que se aproximaban. Los lados del camino estaban atestados de carros de guerra y carretas, restos de un ejército en retirada, con los flancos arañados y rajados, hendidos y cortados por dientes, garras y espadas. Los cuerpos de los muertos estaban por todas partes y aún aferraban las armas con manos esqueléticas.
El aire temblaba, y Malus sentía la vibración en la piel. Se estremecía con el estruendo de la batalla, pero ni un solo sonido llegaba a sus oídos. El noble se llevó la mano a la espada y la conocida solidez de la empuñadura le proporcionó algo de consuelo. Percibía la presencia de otros en torno a él: caballos y hombres que pasaban de largo, huyendo de las pesadillas que habían encontrado en el norte lejano.
El aire se estremecía con gritos silenciosos.
De repente se veían figuras ataviadas con ropones a ambos lados de la senda. Los espectros se habían detenido, y él no se había dado cuenta. Tenían la mirada fija en el camino. Cuando Malus frenó a la montura, vio el horror que estaban contemplando.
Un ejército de muertos formaba justo sobre la senda y relumbraba con el sobrenatural resplandor de la sepultura. Las esmaltadas armaduras brillaban en la pálida luz azul, colgadas de los esqueléticos armazones de infantes y jinetes. Algunos llevaban lanzas y espadas, mientras que otros alzaban manos como garras. Puntos de fría luz azul brillaban en las fosas oculares vacías, y las mandíbulas estaban abiertas en silenciosos gritos de desesperación.
En cabeza había un gran príncipe con armadura esmaltada en oro y plata. En la mano derecha, llevaba una espada de aspecto temible; en la hoja había grabadas runas de poder. Con la mano izquierda sujetaba un estandarte desgarrado de cuyo borde goteaba sangre fresca.
—¿Quién perturba nuestro descanso? —gritó el príncipe muerto con una voz que era un agudo susurro penetrante, como el sonido del viento cuando silba entre las piedras.