11: Enigmas de hueso

11

Enigmas de hueso

Malus se recostó contra el áspero tronco de un roble espinoso y, una vez más, calibró la luz que se filtraba a través de las nubes del cielo encapotado. Corrían las últimas horas de la tarde. Según sus cálculos, apenas había recorrido unos cinco kilómetros desde el campamento de los autarii, y todavía no había visto el río, y mucho menos la Bruja Sauce.

Los pájaros trinaban con estridencia sobre las cumbres, y al mirar hacia atrás por donde había venido, vio un venado de pelaje negro que caminaba furtivamente entre los árboles. Al no contar con una numerosa manada de nauglirs y una ruidosa columna de caballeros que asustaran a su paso la vida salvaje, el noble descubrió que el sotobosque hervía de criaturas grandes y pequeñas. Los gatos, que andaban de caza, aullaban en las sombras con la esperanza de asustar a las presas para que salieran al descubierto, y los halcones pasaban en vuelo rasante sobre la maleza. Serpientes aladas tomaban el sol en ramas altas, con las correosas alas abiertas como abanicos para absorber el escaso calor.

Malus había aprendido muy pronto a permanecer cerca de los árboles y avanzar cortos trechos entre un tronco y otro. Casi dos horas después de salir del campamento, había empezado a oír los sonidos de algo pesado que avanzaba furtivamente tras él entre la maleza, a su derecha. Cuando él se detenía, también cesaba el ruido. Mientras continuaba adelante y oía cómo los sonidos del perseguidor se le acercaban lenta pero constantemente, el noble deseó haber llevado consigo la ballesta.

Al fin, Malus llegó al pie de una de las colinas y descubrió un pequeño claro justo ante él. El primer impulso fue cruzar a la carrera aquella favorable zona de maleza, pero entonces tenía más cerca al perseguidor y el instinto lo impulsó a poner en práctica una estrategia diferente. Tras desenvainar la espada, el noble saltó ágilmente entre las ramas bajas de un árbol. Con tanto sigilo como pudo, trepó hasta más de tres metros y medio de altura, y se instaló cuidadosamente sobre una rama grande, que aún estaba cubierta por un manto de hojas rojas.

Permaneció allí durante varios largos minutos, controlando la respiración. Luego, sin previo aviso, el sotobosque se separó y apareció a la vista una enorme figura de lomo curvo. Era un jabalí, un gigantesco animal de negro pelaje erizado, con cicatrices y dos crueles colmillos parecidos a dagas. Se detuvo debajo del árbol unos cuantos segundos, y allí olfateó el aire y aparentemente escuchó para determinar la posición de Malus.

Luego, tras mirar a izquierda y derecha, el gran jabalí salió cautelosamente al claro.

Malus reclinó la cabeza contra el tronco mientras maldecía sus irritados nervios. «¡Un jabalí! —pensó mientras reprimía las ganas de reír—. ¡Un cerdo te ha hecho subir a un árbol!»

De repente, un vendaval estremeció el aire, y el árbol se meció como un renuevo. Malus se precipitó desde la rama y apenas logró detener la caída aferrándose a otra que tenía cerca en el momento en que una sombra oscura pasaba ante el sol. En el claro se oyó un pesado golpe sordo seguido de chillidos agudos y gruñidos. Con los ojos desorbitados, Malus trepó de vuelta a la rama y observó la escena que se desarrollaba abajo.

El jabalí se debatía en las zarpas de una enorme serpiente alada, cuya larga cabeza de reptil se aferraba con fuerza al grueso cuello del animal. La sangre salpicó la hierba y se oyó un crujido de hueso al partirse el cuello del jabalí. Las patas de la presa tocaron un breve redoble y luego quedaron inmóviles.

Mientras Malus observaba, la serpiente alada alzó la cabeza y recorrió el claro con los ojos; su mirada se animó brevemente al posarse sobre el noble. «Estaba desde el principio en las ramas situadas por encima de mí —pensó Malus—, esperando a que su próxima comida entrara en el claro». Sonrió débilmente al enorme depredador.

—Soy demasiado flaco y lleno de cartílagos —le dijo a la bestia—. Conténtate con el enorme jamón que tienes entre las zarpas y no malgastes tu tiempo en un bocado como yo.

La serpiente alada estudió a Malus durante un momento más con expresión indiferente y despiadada. Luego, alzó los hombros y saltó al aire con el jabalí aferrado sin esfuerzo. El noble escuchó el batir de las alas que se alejaban en la distancia, pero pasó un rato antes de que las manos dejaran de temblarle lo bastante como para arriesgarse a bajar del árbol y reanudar la búsqueda del río.

Una vez más, había subestimado la dificultad de recorrer las empinadas pendientes y los ásperos terrenos de las estribaciones de las montañas, incluso sin el gran peso de la armadura. Malus comenzaba a pensar que los espectros no se molestaban en caminar por el suelo, sino que simplemente trepaban a los árboles y se lanzaban de uno a otro colgados de lianas como los gibones de Lustria. La idea empezaba a parecerle bastante atractiva.

«A este paso, necesitaré la mayor parte de la noche sólo para regresar al campamento —pensó Malus, enfadado—. Siempre y cuando, claro está, no me pierda en la oscuridad. O me maten Nuall y sus hombres».

Se apartó del tronco del árbol y reanudó la ascensión de la empinada ladera de la montaña. «De uno u otro modo, Nuall va a morir —se juró a sí mismo—. ¡Si el estúpido recado acaba conmigo, maldita sea mi alma si ese idiota va a sacarle provecho a esto!»

El ascenso hasta la cumbre pareció durar una eternidad mientras luchaba por hallar apoyo para los pies en la resbaladiza tierra helada y daba rodeos en torno a marañas de zarzas y espesos matorrales. Cuando por fin llegó a la cima, sin embargo, se vio recompensado con la vista de un valle bastante ancho, que se alejaba describiendo una suave curva hacia el nordeste; por el fondo, corría una cinta negra de rápidas aguas. El meandro descrito por Beg no se veía por ninguna parte. El río estaba a un kilómetro y medio de distancia, más o menos, calculó Malus. «Otro par de horas como mínimo, y la luz disminuye con rapidez». La perspectiva de cavar en torno a las raíces de un sauce dentro de las heladas aguas y durante la noche no le hacía la más mínima gracia. «El sol, de todas formas, no va a permanecer en el cielo a mi conveniencia».

Apretó los dientes y comenzó a descender.

Según fueron las cosas, Malus avanzó con más rapidez de la que había previsto y llegó al río en menos de una hora por el sistema de perder el equilibrio y rodar, de cabeza, por la pendiente cubierta de zarzas. Tenía la cara y las manos en carne viva y sangrando, y en las mejillas y el mentón aún llevaba clavadas las espinas partidas de las matas. La luz que quedaba la necesitaba para cubrir terreno, no para ocuparse de heridas triviales.

Por desgracia, la maleza se espesaba a medida que se acerraba al río, y se enredaba en marañas tan densas que durante un rato Malus pensó que no lograría llegar a la orilla. Cuando al fin halló una brecha, no tardó en descubrir que no existía una orilla desnuda por la que pudiese avanzar entre el río y la vegetación. El noble se detuvo un momento a contemplar la corriente de agua, y llegó a una repentina decisión. Desenvainó una de las espadas y sondeó con ella el agua en la orilla. Satisfecho al ver que no era demasiado profunda, Malus entró en la rápida corriente hasta que el agua le llegó a las rodillas, y comenzó a remontar el río con cautela.

Las botas de Malus eran de piel de nauglir, costosas y bien hechas, y durante un corto rato la gélida agua no tuvo ningún efecto significativo en él. La fuerte corriente era algo por completo distinto, pero a pesar de eso tenía la seguridad de que avanzaba a mayor velocidad que si tuviera que luchar contra los espesos matojos del terreno seco.

Pasó una hora; luego, otra. El cielo comenzó a oscurecerse.

Empezaba a sentirse muy cansado de luchar contra la corriente y tenía las pantorrillas y los pies entumecidos. Giró en otro meandro, y allí, a unos ochocientos metros, vio que el río describía bruscamente otra curva cerrada. Sobre la estrecha península que quedaba dentro del meandro, se alzaba una gran mancha negra contra el cielo gris hierro. Era un enorme sauce negro y viejo que se encumbraba por encima de sus primos enanos que crecían a lo largo de la orilla. Incluso desde esa distancia, Malus veía la retorcida masa de raíces como cables que se extendía como una red enmarañada al interior de las heladas aguas. «Cebado con la carne de los muertos —pensó el noble, ceñudo—. Alguien tendría que haber talado esa cosa hace años».

Con el objetivo a la vista, Malus se obligó a detenerse y estudiar el terreno, aunque tras un momento de examen se hizo evidente que había poco que ver. La espesa maleza que crecía a lo largo de la orilla ocultaba la tierra del otro lado; Malus veía copas de árboles, pero nada de lo que había debajo de ellas. La buena noticia, sin embargo, era que a menos que Nuall tuviera un otero en lo alto de uno de esos árboles, tampoco podría ver a Malus. «Casi valdría la pena que me marchara por donde he llegado —pensó—; lástima que ya esté medio muerto por congelación». De todos modos, el noble se hundió un poco más en la corriente y reprimió una siseante exclamación cuando el agua fría le mordió los muslos. Avanzando con lentitud para no añadir más ruido al del propio río, Malus se encaminó hacia el gran árbol.

La noche cayó con rapidez mientras se acercaba al árbol. La Bruja Sauce parecía destacarse contra la oscuridad de la noche, amortajada en su propia aura negra retinta de maldad. En el viento había hedor a carne putrefacta que emanaba del árbol. Entonces, el viento ganó intensidad, y Malus se dio cuenta de que no agitaba las ramas del sauce, que parecía acuclillarse como un depredador inmóvil en el meandro del río, en espera de su siguiente comida.

El sonido del agua que corría aumentaba a medida que Malus se acercaba al sauce, y a la débil luz lunar vio finas estelas de espuma que formaban remolinos de agua batida en el lado del árbol que miraba río abajo.

Las veloces aguas pasaban con dificultad entre las enredadas raíces, de tal forma que creaba extrañas contracorrientes. Malus calculó que también habría una fuerte corriente de fondo en el lado del árbol que miraba río arriba. «No es de extrañar que este árbol coma hombres», pensó. Tras considerarlo un momento, decidió que primero intentaría penetrar en la maraña de raíces desde el lado que miraba corriente abajo. Era mejor luchar contra algo que lo empujaba fuera del árbol que dejarse arrastrar dentro de él.

Al cabo de poco rato, Malus descubrió que el río se hacía más profundo cuanto más se acercaba al árbol, hasta que se encontró caminando por aguas que le llegaban a la cintura. La corriente lo acometía primero desde un lado y luego desde otro, intentando hacer que girara en redondo. Trabajosamente, avanzó poco a poco, hasta que al final pudo lanzarse hacia adelante y aferrarse a una de las gruesas raíces del sauce. Era tan gruesa como un cabo de barco y la elástica pulpa estaba recubierta por una corteza lisa, casi viscosa. El noble reprimió un estremecimiento de repulsión. «Tiene el tacto de la carne putrefacta —pensó—. Carne putrefacta helada».

Usando las resbaladizas raíces para impulsarse, Malus comenzó a adentrarse más profundamente entre las raíces. Casi de inmediato, las vainas de las espadas se le enredaron en la enmarañada masa. «Esto es una invitación al desastre», pensó Malus. A regañadientes, se quitó el cinturón de las espadas, lo sujetó firmemente en torno a una gruesa raíz cercana a la periferia de la masa y continuó adelante.

Poco después, estaba sumergido hasta el cuello en agua helada, acuclillado debajo de raíces que colgaban en lo alto y que lo empujaban cada vez más abajo. Había penetrado tal vez hasta la octava parte de la extensión del complejo de raíces y se encontraba completamente deglutido por el maligno laberinto. Al avanzar más, le sorprendió ver una luminiscencia verde pálido que emanaba de las raíces más grandes; brillaba como moho de sepulcro y proporcionaba una débil iluminación. Hasta el momento no había ni rastro de huesos, pero Malus calculaba que aún le quedaba un buen trecho por recorrer.

Unos pocos minutos e igual número de pasos más tarde, llegó a un sitio en que el camino estaba cerrado por una raíz más gruesa que una de sus piernas. La única manera de avanzar era nadando por debajo de ella, y esa idea hizo que se detuviera a pensar por primera vez. El húmedo aire de debajo del árbol olía como una cripta, y la palpable aura de pavor flotaba sobre la cabeza de Malus como un sudario. «No he llegado tan lejos para ahogarme debajo de un maldito árbol viejo», pensó con enojo. Al mismo tiempo, no estaba dispuesto a abandonar a su partida de guerra para que fuese mutilada por Beg y sus salvajes.

«Nadie me roba mis propiedades», pensó, ceñudo. Tras inspirar profundamente, se sumergió y nadó por debajo de la gran raíz, confiando en que al otro lado habría una bolsa de aire.

La había, pero el espacio era mucho más estrecho de lo que había previsto, apenas lo bastante grande como para alojar su cabeza. Lanzó una exclamación ahogada a causa del terrible frío, sin apenas darse cuenta de que el estrecho espacio estaba brillantemente iluminado por el moho verdoso. Malus se llenó los pulmones de aire y volvió a sumergirse para continuar adelante.

Al ascender se golpeó la cabeza contra una flexible red de raíces. «Adelante», pensó, y con un esfuerzo, se sumergió más aún y siguió avanzando al mismo tiempo que palpaba con una mano la enredada masa que tenía por encima.

Medio metro, un metro. Nada aún. Comenzaba a sentir molestias en los pulmones. «¿Vuelvo atrás?» Reprimió los primeros signos de pánico.

Poco más de un metro. Un metro y medio. No había final a la vista. Las molestias de los pulmones se estaban transformando en dolor. Resultaba difícil resistir el impulso de apretar la cara contra el techo de raíces con la esperanza de tomar una bocanada de aire.

Dos metros, y el cielo de raíces comenzó a curvarse bruscamente hacia abajo. Apenas pudo evitar abrir la boca e inspirar a bocanadas un aire que no existía. «¡Madre de la Noche —pensó Malus—, ayúdame!»

Malus dio media vuelta mientras se esforzaba por no perder la orientación en la oscuridad, y entonces, de repente, sus oídos se colmaron de lentos, tortuosos gemidos. Toda la masa de raíces que lo rodeaba se movió, y la corriente cambió con ella. La poderosa fuerza contra la que había estado luchando lo empujó repentinamente hacia abajo y a mayor profundidad, en dirección al centro del árbol.

Giró en el vórtice y se golpeó con raíces duras como el hierro. Se le atascaban las manos y los pies en bucles y curvas cerradas, y con la misma brusquedad, de un tirón, los liberaba.

Le zumbaban los oídos, y el último aire que había inspirado salió como una explosión por su boca y ascendió en fina sarta de burbujas. Al sucumbir al pánico, sus ojos se abrieron en el tumulto —el dolor fue agudo y paralizante, y lo obligó a parpadear con desesperación—, y captó un atisbo de luminiscencia verdosa delante. Golpeó contra otra raíz, y esa vez se sujetó a ella con la férrea presa de un hombre que se ahoga. Avanzó con todas sus menguantes fuerzas, una mano delante de la otra, hacia el sepulcral resplandor, con los ojos cerrados a causa del esfuerzo.

La cabeza de Malus atravesó la superficie de las agitadas aguas, y con un sibilante jadeo inspiró el aire, que tenía el hedor repulsivamente dulce de la podredumbre, pero lo respiró de todos modos. Por un momento, tuvo la sensación de que no podría inhalar la cantidad suficiente.

Y luego, un par de frías manos en proceso de putrefacción se cerraron alrededor de su cuello.

Los ojos del noble se abrieron repentinamente a causa de la conmoción. El resplandor no procedía de moho de sepultura, sino de los dedos de una mujer. La piel putrefacta pendía como cera fundida de los huesos teñidos de color oscuro a causa del paso del tiempo, igual que la corteza del sauce.

Le faltaba la mayor parte del pelo, y bajo los marchitos pómulos, los labios habían desaparecido para dejar sólo una sonrisa de calavera. Los ojos eran cuencas vacías, pero Malus vio cicatrices de quemaduras en torno a los bordes y los restos de un oxidado collar de hierro alrededor del marchito cuello.

Silenciosa y cargada de odio, la Bruja Sauce lo empujó hacia abajo, hasta que las torrentosas aguas le rugieron en los oídos. No era fuerte, pero se encontraba en una posición ventajosa y resultaba incansable como la muerte. Malus golpeó los putrefactos brazos y sintió que los huesos se flexionaban como raíces de sauce. Le fallaban las fuerzas con rapidez, y los huesudos dedos de ella le apretaban cada vez más el cuello de forma inexorable.

Desesperado, Malus tiró de las manos, hasta que pudo inspirar un fino hilo de aire.

—¡Rencorosa dama no muerta, suéltame! —jadeó—. ¡Soy un druchii de Hag Graef, no un espectro como los que te cegaron! ¡Déjame vivir y te entregaré otro hijo de jefe para que descargues tu odio sobre él!

Durante un aterrador segundo, nada sucedió. Luego, se oyó otro gemido, y Malus sintió que el entorno volvía a moverse. Las agitadas aguas se aquietaron. Con espeluznante lentitud, los dedos aflojaron la presión sobre el cuello. En cuanto estuvo libre, Malus se apartó y dejó tanto espacio como pudo entre él y la dama no muerta.

Se encontraba en una especie de hueco, posiblemente situado justo debajo del árbol. Las paredes, el techo y el suelo estaban formados por una impermeable red de fuertes raíces que se extendían en varias capas. Allí había enredados esqueletos por docenas a los que mantenían unidos jirones de ropa.

El hedor a podredumbre flotaba como una niebla en el aire, y se le adhería al interior de las fosas nasales y a la garganta. En el preciso momento en que se daba cuenta de todo eso, la mano que Malus tendía hacia atrás se hundió en un fango pulposo y suave. Gélidos fluidos corporales manaron en torno a los dedos extendidos. Al volverse, el noble se encontró con la mano sumergida en la masa putrefacta del estómago de un autarii muerto. «Bien hallado, Ruhir», pensó Malus al mismo tiempo que retiraba la mano y fruncía el ceño de asco. El hijo de Beg estaba tendido sobre un potro de tormento formado por raíces de árbol, igual que las otras víctimas de la Bruja Sauce; por debajo de la destrozada garganta colgaba un medallón de plata que tenía grabada la imagen de un venado rampante.

Malus se volvió a mirar a la Bruja Sauce mientras su mente pensaba a toda velocidad. Estaba claro que la dama no muerta era el espíritu lleno de odio de una esclava autarii que había huido de sus captores, había caído al río debido a la ceguera y había muerto bajo el árbol. Al estudiar la putrefacta forma vio, por el harapiento kheitan que llevaba, que en otros tiempos había sido un miembro de la nobleza. En la luz incierta, parecía que las raíces del árbol le perforaban el cuerpo en una docena de sitios; en efecto, resultaba difícil saber dónde acababa el árbol y dónde comenzaba la Bruja Sauce.

—Escúchame, espíritu funesto —dijo Malus con voz ronca—. En este preciso momento, otro hijo de jefe espera en las proximidades para asesinarme cuando salga de tu abrazo. Tiene intención de esclavizar a mis guerreros del mismo modo que te esclavizó a ti. Yo quiero verlo muerto, y me complacerá ponerlo en tus manos. Si me permites salir de aquí con el medallón que rodea el cuello de este cadáver, te los entregaré, a él y a sus hombres. Son siete vidas por el precio de una, y unas presas más dulces, por añadidura. Te lo juro como noble que soy.

La dama no muerta lo contempló en silencio durante largos momentos. El agua oscura chapoteaba suavemente contra las raíces del árbol, y los insectos caminaban y hacían ruiditos por el cadáver putrefacto de Ruhir. Luego, de modo repentino, el hueco volvió a moverse; alargándose y contrayéndose, empujó a Malus de modo inexorable hacia la Bruja Sauce.

Cuando el movimiento cesó por fin, ella estaba a menos de treinta centímetros de distancia del noble. Un aire frío entraba desde lo alto. Al alzar la mirada, Malus vio que se había abierto un canal ligeramente inclinado a través de las raíces, de unos tres metros y medio de largo, y en el otro extremo estaba el oscuro cielo. Con un crujido de viejos cartílagos y cuero, la dama no muerta señaló silenciosamente hacia arriba.

Malus inclinó la cabeza hacia la Bruja Sauce.

—Tus deseos son órdenes para mí —dijo con una sonrisa cruel.

Temblando a causa del frío viento, Malus colgó el cinturón de las espadas en una rama horizontal que se extendía sobre el río en el lado que miraba corriente arriba. Con un gruñido de esfuerzo, tiró hacia sí de la rama hasta tener el extremo a su alcance, colgó el Ancri Dam de la punta y devolvió cuidadosamente la rama a su posición original.

Las colgantes ramas del sauce negro y los largos zarcillos formaban una cortina de follaje que limitaba un espacio más grande que el de una tienda de campaña. «Espacio de sobra para maniobrar», pensó. Luego, ocultó las espadas en medio de un enredo de raíces cercano a la orilla del agua. Cuando todo estuvo en su sitio, dio media vuelta y corrió tierra adentro, atravesando la cortina de follaje para salir al descubierto.

—¡Nuall! —gritó, sin que le resultara difícil que su voz pareciera la de alguien cansado y herido—. ¡Muéstrate! ¡Sé que estás ahí fuera! ¡Tengo un trato que ofrecerte!

Malus se alejó unos pocos metros del árbol y se dejó caer de rodillas.

El viento susurraba a través de la maleza y agitaba las ramas de los árboles. Malus observaba la oscuridad con prevención. Entonces, sin previo aviso, siete autarii se solidificaron entre las sombras y lo rodearon con las espadas desnudas. Nuall sonrió al ver la expresión conmocionada del rostro del noble.

—Yo te ofreceré un trato a ti —replicó el hijo del jefe—. Dame el medallón y te mataré rápidamente.

—Yo no tengo el medallón, estúpido —respondió Malus con tono despectivo—. Tu padre olvidó decir que el sauce está encantado. Tengo suerte de haber salido con vida.

Nuall avanzó un paso al mismo tiempo que alargaba la espada, hasta que la punta quedó a escasos centímetros de un ojo de Malus.

—Bueno, pues acabas de quedarte sin suerte.

—¡Espera! —gritó Malus a la vez que alzaba una mano—. He visto el medallón. Sé dónde está. Déjame vivir y te llevaré hasta él. Puedes quedártelo, y además te regalaré mis guerreros. Ya he tenido bastante de vuestras malditas montañas.

El hijo del jefe lo pensó; era obvio que luchaba con impulsos opuestos: complacer a su padre y saciar la sed de sangre. Al final, asintió con la cabeza.

—Muy bien.

—¡Quiero tu juramento, Nuall!

—¡De acuerdo, te lo juro! ¡Ahora, muéstrame dónde está el medallón!

Malus se puso dolorosamente de pie. Rodeado por los espectros, giró sobre sí mismo y caminó de vuelta hacia el árbol. Los autarii vacilaron al llegar a la cortina de negros zarcillos, pero cuando el noble la atravesó sin sufrir daño alguno, ellos se apresuraron a seguirlo.

Los condujo hasta la base del viejo árbol, y Nuall miró alrededor.

—Muy bien, y ahora ¿qué?

—El medallón está colgado de una rama del otro lado. Tendremos que ir hasta allí por encima de las raíces…

—¡Estás loco, noble! —exclamó Nuall.

—O tú eres un cobarde —respondió Malus. Antes de que Nuall pudiera reaccionar, el noble se puso a caminar por encima de la enredada masa de raíces—. Es resbaladizo, pero no imposible de cruzar. Bueno, ¿vienes?

Nuall le lanzó una mirada asesina; luego, apretó con resolución las mandíbulas y siguió a Malus. Al hacerlo, se volvió y señaló a tres de sus hombres.

—Vosotros, dad un rodeo y esperadnos al otro lado.

Reacios, los autarii obedecieron. Malus dio media vuelta y avanzó con cuidado por las raíces, en torno al ancho tronco del árbol. Nuall lo seguía de cerca y se volvía más osado a cada paso. Por último, Malus señaló el medallón que, colgado de la cadena, se mecía suavemente sobre el río.

—Allí está —dijo—. Si dos hombres fornidos pueden subir a la rama y avanzar por ella lo suficiente para hacerla bajar hacia la base, un tercero podría coger el medallón.

Nuall asintió con la cabeza.

—Un buen plan. —Justo en ese momento, aparecieron a la vista los guardias que habían rodeado el árbol hasta el otro lado. Nuall los señaló—. Dos de vosotros, subid sobre esa rama y comenzad a curvarla hacia nosotros. Tú —señaló a Malus— coge el medallón y entrégamelo.

Malus asintió con la cabeza al mismo tiempo que intentaba parecer asustado.

—Si insistes.

Los dos autarii treparon ágilmente por el tronco del sauce y comenzaron a deslizarse por la rama. Lenta pero inexorablemente, la rama descendió y se acercó cada vez más al tronco.

Malus se acuclilló como para estabilizarse. Metió la mano derecha entre las raíces que tenía situadas a un lado, y la cerró sobre la empuñadura de una de las espadas.

El medallón se aproximaba poco a poco a él. Malus tendió la mano izquierda mientras con la otra soltaba la sujeción que retenía la espada dentro de la vaina. «Sólo un poquito más…»

—¡Ja! —gritó Nuall al mismo tiempo que se lanzaba hacia adelante sin previo aviso y cerraba una mano en torno al medallón—. ¡Matad al noble!

«Exactamente como yo esperaba, bastardo perjuro», pensó Malus con desprecio, y saltó un segundo después que Nuall. Aferró la muñeca del autarii y tiró de ella hacia abajo, a la vez que desenfundaba la espada. El hijo del jefe lanzó un chillido, y la rama se quebró con un estampido y arrojó a uno de los espectros al río. Nuall también perdió el equilibrio y cayó al agua, arrastrando a Malus consigo.

En torno a ellos, la Bruja Sauce gimió, hambrienta, y la corriente de fondo se convirtió de inmediato en un voraz remolino. Malus se apretó de espaldas contra las raíces, inmovilizado momentáneamente por la fuerza de la corriente de fondo que pasaba a través de la abertura que tenía justo debajo de los talones.

El espectro desapareció bajo la superficie con un ahogado grito de sobresalto. Nuall manoteó en un intento de aferrarse a las raíces en movimiento. Sujetaba el Ancri Dam con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—¡Suéltame! —rugió, amenazando con apartar a Malus de las raíces y arrastrarlo a la corriente de fondo.

—Como quieras, estúpido —gruñó Malus.

La espada destelló a la luz de la luna y cercenó el antebrazo de Nuall justo por debajo de la mano con que lo aferraba el noble.

El hijo del jefe chilló mientras la sangre manaba a borbotones del brazo cortado. La luz de la luna hizo brillar los extremos blanco pálido de los huesos partidos. Malus volvió a situarse con cuidado y hundió las botas en la red de raíces para afianzarse.

—¡Tu hermano te espera abajo, Nuall —dijo fríamente—, junto con una muchacha de servicio que está ansiosa por tomarte entre sus brazos!

Nuall chilló cuando Malus le cortó de un tajo la otra muñeca. La sangre manó bajo el agua, y el hijo del jefe desapareció.

De repente, Malus recibió un fuerte golpe en la parte superior de la cabeza, lo que pareció dejarle una línea de fuego en el cuero cabelludo. El noble gritó de dolor mientras la sangre caliente le caía por un lado de la cara. El segundo autarii aún se aferraba a la rama que justo estaba encima de Malus, y lo atacaba con una espada corta y ancha. La mayor parte del cuerpo del hombre se hallaba protegido por la oscura madera, ventaja que intentaba utilizar al máximo. De los otros autarii no se veía ni rastro, aunque las raíces del sauce estaban retorciéndose como un lecho de serpientes hambrientas.

Malus se impulsó contra las raíces que tenía debajo y lanzó un tajo hacia arriba, con lo que obtuvo una lluvia de trozos de madera como recompensa. Volvió a golpear, y esa vez el autarii aprovechó para lanzarle un tajo al antebrazo levantado y abrirle un profundo corte justo por detrás de la muñeca. Malus lanzó una estocada hacia la burlona cara del autarii, pero la distancia era excesiva y la punta no alcanzó el objetivo. El autarii volvió a atacar con un golpe que dejó un corte superficial en el dorso de la mano con que el noble sujetaba la espada.

Malus rugió y trazó un arco con la larga espada cuya hoja hundió en la rama…, que se quebró aún más. Con un estruendo tremendo, la rama se partió y arrojó al aterrorizado espectro al río. Él y la rama chocaron contra el agua con un golpe sordo, pero sólo la rama volvió a la superficie, girando perezosamente en el agua.

Con un esfuerzo supremo, Malus se impulsó hacia arriba hasta situarse sobre la masa de retorcidas raíces. En la mano izquierda aún sostenía el antebrazo cercenado de Nuall, cuya mano sujetaba el medallón en una presa de muerte.

Reacio a soltar la espada para quitarle el medallón mientras aún se hallaba en la móvil masa de raíces, Malus clavó los dientes en los tiesos dedos de Nuall y los fue abriendo uno a uno. Cuando recuperó el Ancri Dam, el noble se apresuró a arrojar la mano dentro del remolino de la base del árbol. De inmediato, los palpitantes zarcillos se aquietaron. Malus rodó sobre la espalda y logró reír aunque sin aliento.

—¡Qué apetito! —le dijo al árbol que se extendía por encima de él—. Ése es el tipo de odio épico que puedo admirar de verdad.

Permaneció un rato tendido allí, en el frío, para recobrar el aliento, y contempló la posibilidad de echar un sueñecito. «Sólo uno corto —pensó—. Las raíces no están tan mal. Sólo una cabezadita para recobrar las fuerzas». Pero, al final, una vocecilla diminuta y estridente que había en el fondo de su cabeza se abrió paso hasta el frente para advertirle que si se detenía a descansar durante demasiado tiempo no volvería a levantarse.

Gimiendo, Malus se incorporó, y luego se puso cuidadosamente de pie. Se ciñó el cinturón de las espadas y se pasó la cadena del medallón por encima de la cabeza cubierta de sangre. El tajo que tenía en el cuero cabelludo le dolía y escocía, y se concentró en el dolor para sacar fuerzas de él. «La sabiduría de la Madre Oscura —pensó mientras su mente evocaba los catecismos de la infancia—. En el dolor hay vida. En la oscuridad, fortaleza infinita. Fíjate en la noche y aprende bien estas lecciones».

Malus rodeó el árbol con cuidado. Un viento frío soplaba valle adentro, y las ramas de la Bruja Sauce susurraban y suspiraban por encima de él.

«Espera —pensó Malus—. Este árbol no se mueve con el viento…»

El noble se volvió en el preciso instante en que el espectro saltaba sobre él desde una de las gruesas ramas del sauce, y la cuchillada destinada al corazón le abrió un corte irregular en la espalda. Los dos hombres cayeron, pidiendo a gritos la sangre del otro.

Malus gruñó como un lobo, estrelló el pomo de la espada contra la cara del autarii y le partió el pómulo izquierdo como su fuese madera seca. Se apartó del espectro al mismo tiempo que descargaba un tajo con la espada, pero el hombre alzó la mano izquierda para protegerse la garganta desnuda.

La espada sonó como una campanilla al impactar en la carne blanda que mediaba entre los dedos medios del hombre y cortarle la mano hasta la muñeca. Regueros de sangre brillante corrieron por el antebrazo del espectro, pero, cosa increíble, el enloquecido autarii cerró el puño y rotó la mano, trabando la espada. El hombre rodó sobre la espalda y lanzó cuchilladas enloquecidas, con lo que dejó otra línea sangrienta atravesada en una mejilla de Malus. Otra veloz puñalada clavó seis centímetros de la punta del cuchillo en un hombro del noble. Rugiendo, Malus aferró la muñeca de la mano que sujetaba el cuchillo y saltó encima del espectro a fin de liberar la espada y asestarle el golpe mortal.

Se oyó un retronar debajo del autarii, y el suelo comenzó a hundirse en torno a los combatientes. Al percibir lo que sucedía, Malus soltó la espada y cogió al autarii por el cuello para empujarlo hacia el abrazo de la tierra. Entonces, el suelo se abrió, y ambos hombres se precipitaron a través de un conducto de palpitantes raíces.

La caída cesó tan rápidamente como había comenzado. El conducto se había estrechado y el espectro estaba en el fondo, encajado de cabeza dentro del agujero. Sin previo aviso, el conducto se estrechó aún más, y el autarii se puso a chillar y debatirse al mismo tiempo que pateaba con desesperación las brillantes raíces. Las paredes del conducto se cerraban también en torno a Malus y separaban a los dos hombres. Los alaridos iban in crescendo entre los crujidos de la flexible madera. Se oyó un sonido como el que haría un melón al caer sobre un empedrado, y el espectro quedó inmóvil tras un espasmo.

Otros crujidos y gemidos colmaron el conducto, y las paredes continuaron estrechándose. Malus sintió que en su interior se encendía una llama de enojo, pero se apagó como una vela en un vendaval. Estaba prácticamente agotado. Con las últimas fuerzas que le quedaban, aferró la empuñadura de la espada y tiró de ella con firmeza.

Tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba siendo impulsado hacia arriba. Miró hacia abajo y vio que las suelas de las botas del espectro desaparecían entre las enmarañadas raíces. Poco después volvía a tener la cabeza al aire libre, y logró trepar el resto del camino y salir del agujero a pesar de la debilidad.

Su destrozado cuerpo pedía descanso a gritos, pero entonces estaba prevenido contra ese canto de sirena. El noble se obligó a ponerse de pie, encarado con el viejo árbol negro. Con gesto cansado, alzó la espada para saludarlo.

—Mantienes tus juramentos mejor que los vivos, odiosa dama no muerta —dijo—. Si está en mi poder, me encargaré de que estés bien alimentada durante muchos años por venir.

Malus envainó cuidadosamente la espada manchada y se adentró en la noche con paso tambaleante. Las ramas de la Bruja Sauce susurraron con suavidad pese a no haber brisa, y luego se dispusieron a saborear el festín de carne.

En el dolor hay vida. En la oscuridad, fortaleza infinita. O como le gustaba decir al maestro de esgrima que Malus tuvo de niño: «Mientras te duela, estarás vivo».

Malus había dejado de sentir dolor hacía un rato, no sabía exactamente cuándo. Gateaba como un animal ladera arriba, por encima de las zarzas y en torno a los muchos árboles. A veces tardaba más de lo normal en ascender; en ocasiones creía que estaba trepando, y luego se daba cuenta de que no se había movido del sitio, sólo había estado contemplándose las manos manchadas de sangre.

Cuando por fin llegó a terreno plano, el cambio fue tan radical que lo dejó aturdido durante un buen rato. Fue sólo cuando cayó en la cuenta de que podía ver el tono azulado que le coloreaba las manos que comprendió que la luz previa a la aurora teñía el cielo. Malus alzó los ojos y a poca distancia vio las redondeadas formas de las tiendas y la casa comunal situada al otro lado. Inspiró profunda y temblorosamente, y se obligó a ponerse de pie. En la periferia de su visión percibía sombras de hombres; su mente exhausta suponía que eran centinelas que avanzaban tras él, pero que no estaban dispuestos a prestarle ayuda, o no lo hacían porque le tenían miedo.

Lo siguiente de lo que se dio cuenta era de que empujaba las puertas de la casa comunal para abrirlas. Dentro, los autarii estaban tumbados sobre los cojines, y el urhan había bebido hasta perder el conocimiento en la silla. Los miembros del séquito de Malus se apiñaban cerca del hogar y tenían los ojos desorbitados al contemplar el regreso de su señor. El calor de la estancia tocó la piel helada del noble, y entonces se le despertó el cuerpo con una demoledora acometida de dolor.

Malus lanzó un rugido nacido del triunfo y el sufrimiento mezclados, y los autarii se pusieron en pie de un salto, con acero en las manos, al creerse atacados. El noble rió con malicia ante el sobresalto, y luego clavó los ojos en el atónito rostro del urhan Beg.

Lentamente, dolorido, Malus se quitó el Ancri Dam que llevaba alrededor del cuello y lo arrojó a los pies del urhan.

—Un regalo de la Bruja Sauce —dijo Malus—, recogido entre el oro y las joyas que hay derramados sobre su frío pecho. Guarda el rescate de un rey entre las raíces, pero es lo único con lo que pude escapar. Que te sea de gran provecho.

En el gran salón estalló un pandemónium, pero Malus ya caía en los expectantes brazos de la inconsciencia.