10
Pruebas y tormentos
De pronto, se oyó un grito al otro lado del rugiente fuego, y el espectro se detuvo. Una voz ronca ladró órdenes en druhir rústico, y el autarii emitió una rápida andanada de respuestas que Malus no entendió.
Sin previo aviso, dejaron caer al noble al suelo, donde aterrizó dolorosamente sobre un hombro y el cuello. Malus rodó hasta quedar de espaldas y alzó la cabeza para mirar alrededor e intentar ver qué sucedía.
Al borde del círculo de luz que proporcionaba el fuego había un grupo de espectros liderados por un autarii de anchos hombros que tenía tatuajes tanto en la cara como en las manos. Los otros espectros que habían estado dando vueltas en torno al fuego retrocedieron ante esos nuevos autarii, a los que trataron con una mezcla de deferencia y miedo.
El espectro profusamente tatuado recorrió con la mirada a los druchii atados y le formuló una larga pregunta a su primo más bajo, el cual le espetó una breve réplica. El recién llegado hizo otra pregunta, y esa vez obtuvo una respuesta más extensa. El espectro se frotó el mentón con una mano tatuada.
«Están regateando por nosotros —comprendió Malus—. Y el posible comprador no está muy de acuerdo con el precio».
El espectro más alto se volvió como para decirles algo a sus compañeros, y de repente atacó al autarii más bajo. Los dos comenzaron a rodar de aquí para allá sobre la tierra húmeda mientras la luz del fuego destellaba en los cuchillos que habían aparecido en sus manos. «Veo que algunas cosas continúan siendo iguales entre nosotros y el pueblo de la montaña», observó Malus para sí.
Se oyó el sonido del acero contra la carne, y el espectro más alto gruñó de dolor; pero luego Malus vio que una mano tatuada salía disparada hacia arriba y descendía para clavar el cuchillo con un carnoso chasquido. El autarii más alto apuñaló una y otra vez, y el más bajo lanzó un solo grito gorgoteante antes de que cesara definitivamente el forcejeo.
El vencedor se puso de pie tambaleándose; tenía un sangrante corte en un antebrazo. Una mirada a los espectros restantes hizo que éstos se pusieran a cortar las ligaduras que ataban a los guardias de Malus a los árboles.
Un par de rudas manos pusieron de pie al noble, y un cuchillo le cortó las ligaduras de los tobillos. El autarii de anchos hombros le dedicó una sola mirada calculadora, para luego asentir con satisfacción y disponerse a saquear el cuerpo del enemigo muerto. Antes de que Malus pudiera hablar, lo hicieron girar y lo empujaron con fuerza hacia las sombras profundas que se extendían más allá de la hoguera.
Primero, Malus avanzó con pasos tambaleantes, pero luego recobró el equilibrio. De repente se volvió y, en unas pocas y rápidas zancadas, llegó hasta donde yacía su primer captor. El noble se inclinó para acercarse todo lo posible a la cara tatuada del espectro; le complació ver el menguante destello de vida que aún había en ella.
—Saborea tu festín de sangre y frío acero, enano —siseó—. Te advertí lo que sucedería si jugabas conmigo.
Detrás de Malus se oyeron gritos de enojo, y el espectro fornido alzó una mano y empujó al noble hacia atrás con sorprendente facilidad. Malus se estrechó contra dos cuerpos fuertes. Unas manos lo cogieron por los brazos, le cubrieron la cabeza con un oscuro saco que olía a sudor y vómito, y se lo ataron holgadamente en torno al cuello.
Marchó durante horas en medio de una oscuridad absoluta. Cada brazo estaba rodeado por una áspera mano, lo que lo mantenía en pie por muchas raíces con las que tropezara.
Con el paso del tiempo se le aclaró la cabeza, y entonces se esforzaba por percibir los sonidos que surgían a su alrededor. Oía los pasos y las maldiciones de los integrantes de su partida de guerra, que marchaban atados en fila detrás de él. Por las quedas conversaciones que captaba, supuso que lo había apresado un numeroso grupo de autarii; fácilmente podían ser el doble que su partida de guerra. Por la manera relajada en que hablaban, se encontraban dentro de su territorio y, por tanto, no temían que pudieran ser atacados. Se sintió más conmocionado aún al oír el soñoliento gemido de un nauglir procedente del final de la columna; cómo habían logrado los espectros manejar a los volubles gélidos era un misterio para él.
El tiempo dejó de tener sentido. Los espectros parecían incansables, ya que no interrumpían para nada su rápida marcha. Malus se concentró en hacer que se le movieran las piernas, poniendo un pie delante del otro, hasta que, finalmente, todo su mundo se redujo a un ciclo de simple movimiento rítmico. Así pues, se sorprendió cuando sus sentidos percibieron olor a humo de leña, y unas voces nuevas penetraron en la oscuridad del saco que le cubría la cabeza.
Sin previo aviso, los captores se detuvieron y mantuvieron una breve conversación con el jefe de anchos hombros. De modo igualmente repentino, los hombres volvieron a ponerse en movimiento, aunque esa vez lo desviaron hacia un lado y lo alejaron del resto del grupo. Recorrieron varios metros, y luego una mano se le apoyó en la nuca y lo hizo inclinarse en una torpe reverencia, tras lo cual lo empujaron hacia adelante sin ceremonia alguna. Uno de sus pies tropezó con algo blando y lo hizo caer cuan largo era sobre lo que parecía un montón de pieles o mantas.
Se produjo otro breve intercambio de palabras detrás de él, y luego oyó sonidos de movimiento. Unas manos fuertes lo cogieron e hicieron girar, y unos dedos ligeros tironearon de las ataduras que le sujetaban la improvisada capucha. El vil saco fue retirado, y Malus inspiró vorazmente el aire, que olía a humo.
Con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad, captó con rapidez el entorno. Estaba tendido de espaldas en medio de una pila de pieles, dentro de lo que parecía ser una tienda de techo curvo. Cerca de él había un fuego que quemaba lentamente y bañaba en suave luz anaranjada los combados puntales de madera con ligaduras de cuero sin curtir. Acuclilladas junto a él había tres figuras, cuyas manos se deslizaban por su cara y su cuerpo. Las puntas de unos dedos le rozaban la cabeza, se detenían brevemente sobre el hinchado chichón de la frente, y luego flotaban sobre su patricia nariz y bajaban cruzando sus labios. El contacto era como el de una pluma, de una suavidad antinatural. Entonces, alguien avivó las brasas, y cuando las llamas volvieron a la vida, vio por qué.
Junto a él había tres mujeres druchii, todas vestidas con una sencilla túnica de ante. Tenían la cabeza afeitada y glifos idénticos tatuados en la frente. Alrededor del cuello llevaban collares de hierro batido. Les faltaban las orejas, donde no les quedaban más que nudosos muñones de tejido cicatricial. Los extremos de unas largas cicatrices prominentes asomaban por encima y por debajo de los collares, y mostraban cómo les habían cortado cruelmente las cuerdas vocales. Las caras de las esclavas flotaban sobre él en la oscilante luz, y sus expresiones parecían embelesadas. Charcos de oscuridad absorbían la luz en los agujeros que había donde en otros tiempos habían tenido los ojos.
—Yaces en la tienda del urhan Calhan Beg —graznó una voz vieja e implacable, cerca del fuego—. Debes ser tratado como un huésped, pero antes has de pronunciar el juramento del huésped.
Las esclavas ciegas se inclinaron como una sola y ayudaron a Malus a incorporarse. Él lo intentó, pero no logró reprimir del todo un temblor de aborrecimiento. Mutilar a una persona —un druchii— de esa manera, arrebatarle la fuerza esencial y luego negarle el alivio de la muerte era una crueldad inverosímil.
Una vez sentado, Malus vio a la vieja que ocupaba un asiento junto al fuego. Era muy anciana; sus facciones de alabastro habían perdido el lustre y se habían vuelto inmóviles como frío mármol. La mujer se movía lenta y cuidadosamente, como si cada gesto amenazara con reducirla a polvo. Tendió una mano de largos dedos y cogió un objeto que había en un estante bajo que tenía a su lado.
La vieja susurró una orden, y una de las esclavas ciega; avanzó en silencio y con seguridad para coger el objeto de la mano de la vieja y sostenerlo ante Malus. Se trataba de una estatuilla esculpida en roca oscura; el material se tragaba la luz y era tan frío como la propia muerte. Representaba a una mujer angulosa y delgada como una espada, con crueles rasgos y ojos profundamente hundidos. La antigüedad rodeaba a la escultura como un manto de escarcha. Podría haber sido tallada en la perdida Nagarythe, miles de años antes.
—Jura por la Madre Oscura que no harás intento alguno de escapar de este campamento, ni de hacerles ningún daño a tus cuidadores mientras permanezcas aquí como huésped.
Malus pensó durante un momento, y luego asintió con la cabeza.
—Ante la Madre de la Noche, lo juro —dijo, y posó los labios sobre la antigua piedra.
La vieja asintió con solemnidad mientras la esclava devolvía la estatuilla a sus frágiles manos.
—Quitadle las ataduras.
Dos de las esclavas deshicieron los nudos de las cuerdas que le rodeaban las muñecas. Malus estiró los hombros y se masajeó las manos a fin de devolverles la sensibilidad.
—¿Dónde están mis hombres? —preguntó.
La vieja se encogió de hombros.
—¿Fue el urhan quien me trajo aquí?
—No. Fue su segundo hijo, Nuall. Supongo que estás destinado a ser una ofrenda para aplacar la cólera de su padre.
—¿Su cólera? ¿Por qué?
—Basta de preguntas —ordenó la vieja—. Tienes hambre. Come. Mientras él y la vieja hablaban, las esclavas se habían retirado al otro lado de la tienda. En ese momento, regresaban con una bandeja de pan y queso y una copa de vino especiado. El noble comió rápida y metódicamente, bebiendo sólo pequeños sorbos de vino. La vieja lo observó en silencio absoluto.
Cuando Malus hubo acabado, la cara de un hombre apareció en la entrada de la tienda.
—Ven —dijo el autarii al mismo tiempo que lo llamaba con un gesto.
El noble le hizo una respetuosa reverencia a la impasible vieja, y salió cautelosamente al exterior.
Una vez fuera, Malus descubrió que la noche casi había concluido; en lo alto, el cielo palidecía con la luz previa a la aurora. En la penumbra, el noble vio que se encontraba en el extremo de un estrecho cañón boscoso que acababa en una pared de roca vertical. Entre los altos árboles había numerosas tiendas abovedadas que rodeaban una gran estructura permanente de troncos de cedro y piedra, construida al borde del barranco: la casa comunal del urhan. El autarii se encaminó hacia el edificio, y Malus cuadró los hombros y lo siguió.
El aire de la casa comunal estaba cargado de ruido y humo. Dos grandes hogares dominaban las largas paredes del edificio, y un azulado humo de pipa se arremolinaba y ondulaba entre las vigas de cedro del techo. Pilas de pieles y cojines yacían sobre una gruesa moqueta de juncos, y los autarii se reclinaban por el suelo de la gran sala como una manada de perros salvajes.
Desde el otro extremo de la casa comunal, el urhan Calhan Beg presidía su clan, sentado sobre el único asiento del edificio, situado sobre una plataforma, y atendido por tres esclavas. Las mujeres druchii habían sido cegadas y enmudecidas como las otras de la tienda del urhan. Malus observó mientras una de las esclavas le servía cuidadosamente a Beg una copa de vino; advirtió que a la mutilada criatura le faltaban ambos pulgares.
Calhan Beg era un lobo viejo y canoso. Tenía una constitución flaca y nervuda y una multitud de cicatrices producto de una vida pasada batallando contra hombres y bestias por igual. La mitad de la oreja izquierda le había sido arrancada de una dentellada en algún momento de su existencia, y una espada le había cortado un buen trozo de la parte superior de la prominente nariz. Llevaba el rostro, el cuello, las manos y los antebrazos cubiertos de intrincados tatuajes, cosa que hablaba con elocuencia de sus hazañas como guerrero y jefe. Tenía un largo bigote gris caído y penetrantes ojos azules, tan fríos y duros como zafiros. En ese momento, la mirada implacable estaba clavada en el hombre que se encontraba al pie de la plataforma: su segundo hijo, Nuall.
El guía de Malus avanzó con cuidado por el atestado suelo y el noble lo siguió al mismo tiempo que hacía prudente caso omiso de las miradas desafiantes que le lanzaban. Cuando Nuall los vio, señaló a Malus con un barrido del brazo.
—Y he aquí otro regio regalo para, ti, padre: un prisionero noble, hijo del vaulkhar de Hag Graef. Por él te pagarán un gran rescate sus decadentes familiares.
El urhan le lanzó a Malus una fría mirada de desprecio antes de redirigir su ira contra el hijo.
—¿Te he dicho yo que fueras a buscarme esclavos y rehenes, Nuall? ¿Es hoy mi día de tributo? ¿Por qué intentas colmarme de regalos, entonces?
Varios de los espectros de la estancia rieron con desdén. Nuall apretó las mandíbulas.
—No, padre.
—No, en efecto. Te envié a recuperar el honor de nuestra familia y traerme de vuelta el tesoro de nuestra casa. Pero ¿dónde está? ¿Dónde está el medallón?
—Está… ¡Sé dónde está, padre, pero no pudimos llegar hasta él! El río…
—¡Guarda silencio, cachorro! —rugió el urhan—. ¡Ya he oído bastante tus necios gemidos! ¿Pensabas excusar tu fracaso con regalos como si yo fuera una esposa? No eres un hijo digno, no como tu hermano —gruñó Beg—. Tal vez te haga confeccionar un vestido y vea si puedo casarte con alguna vieja ciega autarii que necesite alguien que le caliente la cama.
La multitud reunida aulló de risa, y a Nuall se le puso la cara blanca como la tiza, de cólera. Una de sus temblorosas manos se desplazó hacia el cuchillo que llevaba colgando junto a la cadera, pero el padre no hizo el más mínimo intento de protegerse y desafió abiertamente a Nuall con una mirada fija.
Tras un momento de vacilación, el joven gruñó, giró sobre los talones, se marchó caminando con torpeza entre la burlona multitud de guerreros del clan y dio un sonoro portazo al salir.
Beg observó con evidente desdén la retirada del hijo.
—Todo músculo y sin agallas —refunfuñó, y bebió un largo trago—. Ahora tendré que vigilar por si me encuentro víboras dentro de las botas, si se desvían flechas en una cacería o cualquier otra cosa típica de jóvenes inexpertos. —Le dirigió a Malus una mirada funesta—. Es seguro que esto te ha resultado entretenido.
Antes de responder, Malus se detuvo a considerar cuidadosamente la situación.
—Todos los padres quieren hijos fuertes —dijo al fin—. En eso no somos tan diferentes, gran urhan.
—¿Tienes hijos?
El noble negó con la cabeza.
—No, soy un hijo que tiene algo que demostrarle a su padre.
Beg ladeó la cabeza y estudió atentamente a Malus por primera vez.
—Así que eres uno de los hijos de Lurhan, ¿eh? No eres el mayor, ni esa cosa deforme que le entregó al templo. ¿El hijo de en medio, tal vez?
Malus sonrió con frialdad.
—No, gran urhan. La difunta esposa de Lurhan no tuvo nada que ver con mi existencia.
Al oír eso, los ojos de Beg se entrecerraron.
—Entonces, eres el cachorro de aquella bruja, el que llaman Darkblade.
—Mi nombre es Malus, gran urhan —replicó el noble—. Las espadas oscuras son cosas defectuosas, objetos de desprecio[1]. Ese otro nombre sólo lo emplean mis enemigos.
—Y bien, Malus, ¿qué rescate pagará tu padre por ti?
El noble se puso a reír.
—Más o menos la mitad de lo que tú pagarías si él tuviera a Nuall prisionero.
Los autarii rieron, e incluso Beg sonrió con acritud.
—En ese caso, los presagios son malos para ti, amigo mío. Para mí, un huésped que no puede enriquecerme de algún modo no tiene utilidad alguna.
—¡Ah! —Malus alzó un dedo con gesto de advertencia—, ése es un asunto por completo distinto, gran urhan. Creo que mi estancia aquí realmente puede beneficiarte mucho. —Cruzó los brazos—. Has mencionado que perdiste cierta preciosa herencia, ¿me equivoco? ¿Un medallón?
El urhan se irguió en la silla.
—Así es. ¿Y qué?
Malus se encogió de hombros.
—Entré en las montañas en busca de un guía que pudiera mostrarme una senda hasta la frontera. Tú estás ansioso por recuperar el honor de tu familia. Da la impresión de que ambos tenemos algo que ofrecernos.
Beg gruñó con impaciencia.
—Ve directamente al grano, urbanita. ¿Qué propones?
—Yo te recuperaré ese medallón, gran urhan, y tú nos pondrás en libertad a mí y a mis hombres, y nos guiarás por los senderos de montaña hasta la frontera.
El urhan rió fríamente.
—Supón que empiezo a cortarte a trozos hasta que estés dispuesto a traerme las lunas del cielo, si así lo deseo.
Malus sonrió.
—En primer lugar, he prestado el juramento del huésped ante la vieja que hay en tu propia tienda. Si ahora levantas una mano contra mí, te arriesgarás a provocar la ira de la Madre Oscura. En segundo lugar, ya he visto cómo practicas tu arte, gran urhan, y no es el tipo de cosa del que uno se recupere del todo. Supongo que tendré que estar en la mejor forma física posible si tengo que recuperar el honor de tu familia. O… —el noble abarcó con un gesto a los espectros reunidos— tal vez deberías pedirles ayuda a los miembros de tu clan.
Beg se removió con incomodidad en la silla.
«Eso pensaba —reflexionó el noble—. No quieres que nadie más le ponga las manos encima al medallón perdido, por temor a que se corone urhan en tu lugar».
Malus extendió las manos, fingiendo ser conciliador.
—Lo único que pido es un servicio sencillo, algo por lo que tú y tu clan gozáis de justa fama. A cambio, yo recupero el precioso honor de tu familia. El arreglo redunda claramente en tu beneficio.
El urhan se frotó el mentón con aire pensativo, pero en la expresión de sus ojos Malus vio que el jefe autarii ya había tomado una decisión.
—Que así sea —declaró Beg—. Pero con una condición.
—Muy bien, pero yo pondré otra condición, a cambio.
—Tienes hasta el amanecer de mañana para recuperar el medallón y traérmelo. Si no has regresado para entonces, te daré caza por las colinas como a un venado.
Malus asintió.
—Hecho. A cambio, quiero que se saque a mi partida de guerra de los corrales de esclavos. Puesto que ahora somos aliados, son tus huéspedes tanto como yo y están obligados por el mismo juramento.
Beg sonrió.
—Inteligente. Muy bien; quedan en libertad, pero sin armas.
Malus puso en escena un elaborado encogimiento de hombros.
—No puedo reprocharle al gran urhan que tema por su seguridad si hay diez nobles armados en el campamento.
El silencio descendió sobre la espaciosa casa comunal. Los ojos del urhan se entrecerraron con irritación, pero luego echó la cabeza hacia atrás y rió.
—¡Por la Madre Oscura que eres temerario! —gritó—. Puedo entender por qué tu padre no quiere tener nada que ver contigo.
Malus sonrió sin alegría.
—La pérdida de mi padre es tu ganancia, gran urhan. Ahora, háblame del medallón y de dónde podría encontrarlo.
Sin embargo, no era tan sencillo. El urhan insistió en partir el pan y compartir vino con su nuevo aliado, y organizó un espectáculo en el que hizo llevar a los guerreros del noble a la casa comunal donde les asignó sitios de honor. Entretanto, otros autarii entraron en el salón, y se hizo evidente que la noticia del trato de Malus con el urhan estaba corriendo por el campamento como las llamas de un incendio. No pasó mucho rato antes de que Malus viera a Nuall rodeado por media docena de hombres con los que murmuraba sombríamente al otro lado del gran salón. «El viejo lobo le está lanzando un desafío implícito a Nuall», calculó Malus mientras luchaba para ocultar la irritación.
La comida continuó durante más de una hora. Finalmente, pareció que Nuall llegaba a algún tipo de decisión y se escabulló fuera del salón con sus hombres. No mucho después, el urhan dio una palmada y un autarii salió de detrás de la plataforma y le devolvió a Malus sus armas y el cinturón de las espadas. El noble se apresuró a ponerse el cinturón y cerrar la hebilla mientras el urhan se reclinaba en la silla y hablaba.
—Comprende, amigo Malus, que no es un una simple chuchería lo que te pido que rescates. Se trata del Ancri Dam, un potente talismán que, según mis ancestros afirmaban, les fue entregado por la Madre Oscura cuando emigraron a estas montañas. Es un símbolo de nuestro derecho divino a gobernar este clan, y ha pasado de padres a hijos a lo largo de generaciones. Cuando el hijo mayor llega a la edad adulta, el medallón pasa a ser suyo en señal de que será el siguiente urhan. Así pasó el medallón de mis manos a las de mi hijo mayor, Ruhir.
El rostro del urhan se ensombreció.
—Luego, una semana después, Ruhir fue de cacería como tenía por costumbre y se perdió en una tormenta. Salimos a buscarlo y, finalmente, encontramos una de sus botas al lado de un río cercano. Junto a ese río crecen muchos sauces negros, y hay uno en concreto que tiene mala reputación. Lo llamamos la Bruja Sauce, y se ha cobrado muchas vidas.
—Incluida la de Ruhir —dijo Malus.
—Exacto.
La mente del noble pensaba a toda velocidad. «¿Tu atontado segundo hijo no puede sacar el medallón de entre las raíces del árbol? ¿Qué otra cosa me estás ocultando, Beg?» Malus esperó a que el urhan continuara, pero pasados unos segundos quedó claro que la narración había concluido.
—Bien, dado que hace ya rato que el sol va camino de la media mañana, tal vez debería emprender la tarea asignada. Y puesto que veinte kilos de acero plateado no es el atuendo más prudente que se puede llevar a las orillas de un río traicionero… —golpeó con los nudillos la armadura esmaltada—, dejaré mis pertrechos al cuidado de mi partida de guerra. Y ahora, ¿cómo puedo encontrar la Bruja Sauce?
Beg lo estudió cuidadosamente, con expresión inescrutable.
—Sal de mi salón y gira al oeste. Cruza las colinas hasta llegar a un río de corriente rápida, y luego remonta el curso hasta encontrar un gran meandro. La Bruja Sauce te espera allí.
Malus asintió.
—Parece bastante simple. Regresaré con el Ancri Dam antes de la salida del sol, urhan Beg. Entonces, hablaremos de mi viaje al norte.
Dicho eso, el noble bajó de la plataforma y avanzó con rapidez hacia sus guerreros. Lhunara, Dalvar e incluso Vanhir se levantaron cuando él se aproximó.
—Quitadme esta armadura —dijo en voz baja mientras se desabrochaba la hebilla del cinturón que acababan de devolverle.
Los ágiles dedos de Lhunara desprendieron las hebillas de la armadura, mientras Dalvar se inclinaba hacia él.
—Tiene intención de traicionarte, temido señor.
—Eso ya lo veo, Dalvar —susurró Malus—. Está utilizándome para empujar a Nuall a emprender acciones más decididas. Supongo que su estúpido hijo esperará hasta que yo haya recuperado el amuleto, y luego intentará matarme para quedarse con él.
—¿Qué hacemos nosotros? —preguntó Lhunara mientras le quitaba el peto.
—Por ahora, nada. Aún necesitamos a los autarii para que nos lleven hasta la frontera. Pero…
En el momento en que le quitaban la armadura y aún tenía la espalda vuelta hacia la plataforma, Malus pasó un dedo pulgar por la vaina de una de las espadas. Una fina hoja de oscuro hierro saltó fuera de un compartimiento oculto. Con un movimiento diestro, depositó la pequeña arma en una mano de Dalvar.
—Si yo no regreso al amanecer, huid como podáis. Id a buscar a los nauglirs e intentad volver al camino. No obstante, en caso de que os sea posible, dejad ese trozo de hierro dentro del cráneo del urhan antes de marcharos.
Dalvar se guardó el arma en un bolsillo.
—Tienes mi palabra —dijo con tono tétrico.
Lhunara observó la conversación con los ojos entrecerrados, y luego le lanzó una mirada significativa a Malus.
—Espero que sepas lo que haces.
El noble le dedicó una sonrisa lobuna.
—Tanto si acierto como si me equivoco, Lhunara, siempre sé lo que hago.
La oficial observó a su señor mientras salía del salón con paso confiado y lanzaba duras miradas a cualquier hombre lo bastante temerario como para mirarlo a los ojos.
—De algún modo, eso no me tranquiliza en lo más mínimo —murmuró Lhunara.