1: Sangre o dinero

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Sangre o dinero

El Espada Espectral surcaba el Mar Maligno con un vendaval invernal a popa, las velas de piel humana teñidas de color añil extendidas al límite y el agua gris pizarra susurrando a lo largo del casco, muy ladeado. Los tripulantes druchii conocían bien el oficio y, a las órdenes del capitán, se deslizaban sin esfuerzo como sombras hambrientas por la inclinada cubierta.

Vestían pesados ropones y kheitans de grueso cuero para protegerse del gélido viento, y sus ojos oscuros destellaban como el ónice entre los pliegues de oscuras bufandas de lana. Corrían por delante de la tormenta con un gran cargamento encadenado en las bodegas, aunque la peñascosa costa meridional y la desembocadura del río que llevaba a Clar Karond se encontraban a apenas unas pocas millas a proa. El viento aullaba con furia entre los negros aparejos, entonando un inquietante contrapunto para los sordos gritos procedentes de la bodega, y los marineros reían con quedas voces sepulcrales al rememorar la jarana de la noche anterior.

Con una mano enfundada en un guantelete posada sobre la borda, Malus Darkblade se hallaba de pie en la proa de la nave corsaria y contemplaba las puntiagudas torres de la puerta marítima, que se alzaban ante él. Una pesada capa de piel de nauglir pendía de sus estrechos hombros, y mechones de cabello negro que escapaban de los confines de la voluminosa capucha se retorcían y danzaban al viento. Enseñaba los dientes en una mueca de sufrimiento que denotaba el intenso frío que sentía sobre el rostro. El elfo noble sacó del cinturón una prenda cuidadosamente envuelta, se la acercó a los labios y aspiró el embriagador perfume que emanaba de ella. Olía a sangre y agua salada, cosa que aguzó sus sentidos.

«Éste es el aroma de la victoria», pensó al mismo tiempo que a sus labios afloraba una sonrisa carente de alegría.

El crucero de incursión había sido una apuesta arriesgada desde el principio, y él había tentado a la suerte a cada paso. Con un barco pequeño, una tripulación igualmente reducida y una partida tardía que entorpecía la iniciativa, no bastaba con el mero éxito; nada inferior a un emocionante triunfo impresionaría a sus reacios aliados de Hag Graef. Así pues, se habían demorado a lo largo de la costa occidental de Bretonia durante varias semanas después de que sus pares hubiesen puesto rumbo a casa.

El capitán había protestado amargamente por el cambiante tiempo atmosférico y la detestable guardia marítima de Ulthuan, hasta que Malus le había puesto un cuchillo contra la garganta y lo había amenazado con tomar él mismo el mando del Espada Espectral. Entonces, un vendaval había comenzado a soplar desde las orillas de Couronne en medio de la noche, haciendo que todo pareciese perdido. Seis marineros habían desaparecido en las negras olas mientras luchaban por impedir que el viento y el mar estrellaran el barco corsario contra las rocas. Pero al amanecer habían cambiado la suerte y el viento; las patrullas costeras bretonianas habían salido mucho peor paradas que ellos, ya que habían sido lanzadas contra las rocas o arrastradas por el viento al interior del profundo entrante que conducía hasta la ciudad libre de Marienburgo.

En rápida sucesión, los incursores habían atacado tres poblados de la costa y, en cuatro días de pillaje y asesinato, habían saqueado el maltrecho fuerte de Montblanc, antes de escapar mar adentro con la bodega llena de esclavos y dos cofres rebosantes de monedas de oro y plata.

Se aseguraría de que sus partidarios fuesen bien remunerados por el esfuerzo que habían realizado; había sido una maniobra peligrosa arriesgarse a provocar la ira de su familia al tomar prestados de otras fuentes los fondos que necesitaba para el viaje. Tras haber permanecido paralizado durante tanto tiempo, resultaba tentador dejar que el dinero corriera por sus manos como sangre derramada para contratar asesinos, torturadores y vauvalkas para vengarse de sus hermanos y hermanas. Una parte de él anhelaba una orgía de venganza, de tortura, muerte y agonías que perduraran allende la muerte. La necesidad era tan aguda como el acero sobre la lengua, e hizo que un escalofrío de expectación le recorriera la espalda.

«La oscuridad espera, hermanos y hermanas —pensó con los ojos encendidos de ira—. Me lo habéis negado durante demasiado tiempo».

La cubierta oscura crujió ligeramente y se escoró a estribor cuando la nave corsaria viró en dirección a la estrecha desembocadura del río que conducía a la Ciudad de los Barcos. Estando ya más cerca, Malus distinguía las altas, escarpadas torres de la puerta marítima, que se alzaban a ambos lados de la estrecha entrada; una pesada cadena de hierro se extendía entre ellas, justo por debajo de la superficie de las aguas de corriente rápida. Nieblas frías que cambiaban y formaban remolinos en el viento se adherían a la rocosa orilla y a los flancos de las torres.

En lo alto de la jarcia del barco corsario, un marinero hizo sonar un cuerno de caza, cuyo largo y horripilante gemido resonó sobre la superficie del agua. No les llegó respuesta alguna, pero a Malus se le puso la carne de gallina mientras estudiaba las estrechas troneras de las fortificaciones, sabedor de que, a su vez, unos ojos depredadores lo observaban a él.

Los oídos del noble captaron un sutil cambio de tono en el susurro de la estela de la nave, y un débil murmullo, como un coro de espíritus dolientes, se alzó desde el agua, cerca del casco. Se asomó por la borda y sus agudos ojos atisbaron bruñidas formas oscuras que nadaban velozmente justo por debajo de la superficie. Aparecían y desaparecían de la vista, desvaneciéndose en las gélidas profundidades, tan silenciosas como fantasmas, para reaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Mientras observaba, una de las figuras rodó de espaldas y lo contempló con grandes ojos de forma almendrada.

Malus captó un atisbo de piel pálida, casi luminosa, un vientre suave y pequeños pechos redondos. Una horripilante cara de druchii salió a la superficie sin provocar más que unas ligeras ondas; el agua brillaba sobre altos pómulos prominentes y labios teñidos de azul. «¡Aaaahhh!», pareció cantar; fue un sonido leve y vacilante, y luego el esbelto cuerpo rodeado de sinuosos mechones de cabello color añil volvió a sumergirse en las profundidades.

—¿Queréis que os pesque un pez, mi señor?

El noble se volvió y vio cuatro figuras ataviadas con capas que se encontraban justo fuera del alcance de la espada, hithuan adecuado para tenientes y guardias de confianza. Las empuñaduras de espadas de noble idénticas pendían junto a sus caderas, y el fino acero plateado de las mallas brillaba a la débil luz de la tarde sobre kheitans negros, grises o añiles. Todos los druchii llevaban puesta la capucha para protegerse del gélido viento que los castigaba, menos uno.

Era más alta que sus compañeros y llevaba el largo cabello negro recogido en una multitud de largas trenzas finas sujetas en un nudo alto, al estilo corsario. Finas cicatrices blancas se entrecruzaban en su rostro ovalado, desde los altos pómulos a la barbilla aguzada, y la punta de la oreja derecha había sido cortada en una batalla, hacía mucho tiempo. Tres lívidos cortes rojos frescos, de la jarana de la noche anterior, bajaban en líneas paralelas por el largo cuello pálido y desaparecían bajo la brillante curva de un hadrilkar de acero plateado que llevaba grabado el sigilo en forma de nauglir de la casa de Malus. Como siempre, había un destello de burla en la mirada calculadora de Lhunara Ithil.

—¿La querrás para tu plato, tu potro de tormento o tu lecho? —preguntó.

—¿Tengo que escoger?

Los guardias rieron, y sus risas sonaron como huesos que entrechocaran dentro de una cripta. Uno de los nobles encapuchados, un druchii de afilados rasgos y con la cabeza afeitada salvo por el nudo de estilo corsario, alzó una ceja.

—¿Acaso los gustos de mi señor se orientan ahora hacia las bestias? —siseó, y la pregunta provocó más frías risas solapadas de sus compañeros.

La mujer druchii le lanzó a su compañero una mirada sarcástica.

—Escucha a Dolthaic. Parece celoso, o esperanzado.

Dolthaic gruñó y, con la mano enfundada en un guantelete, intentó darle a la alta mujer un revés que ésta desvió a un lado con soltura.

Malus se unió a la cruel alegría de los otros. Los años de inactividad habían agriado el humor de su pequeña partida de guerra, hasta tal punto que había comenzado a preguntarse quién intentaría asesinarlo en primer lugar. Una temporada de sangre y pillaje, sin embargo, había cambiado la situación, al saciar el apetito de todos durante un tiempo y alimentar la esperanza de obtener más.

—Arleth Vann, ¿qué tal va la carga? —preguntó.

—Realmente bien, mi señor —respondió el tercer guardia con un susurro sibilante que apenas podía oírse por encima del aullido del viento.

La cabeza del druchii era calva como un huevo y tenía la cara y el cuello flacos como un cadáver, igual que un hombre reducido a fibroso músculo y hueso por una larga y despiadada fiebre. Los ojos eran de un amarillo dorado pálido, como los de un lobo.

—Una pequeña parte se echó a perder en el viaje de regreso, pero no más de lo previsible; lo bastante para tener ocupado al cocinero y darles a los supervivientes un poco de carne guisada que los mantenga vivos durante la marcha hasta Hag Graef.

El cuarto guardia se echó atrás la capucha y escupió un delgado chorro de jugo verde por la borda. Era la imagen misma de un noble druchii, con rasgos finos, una melena de lustroso cabello negro y un rostro de expresión despiadada, incluso cuando estaba en reposo. Al igual que Malus, llevaba una capa hecha con piel de nauglir, y el kheitan que vestía era de costosa piel de enano, dura pero flexible. El hadrilkaráz acero plateado que le rodeaba el cuello tenía un aspecto deslustrado y barato comparado con la fina artesanía de los atavíos del noble.

—A pesar de todo, es un buen dinero perdido innecesariamente —dijo Vanhir, cuya voz melodiosa y profunda contrastaba con el severo semblante—. Si hubiéramos recalado en Clar Karond, tus inversionistas ya habrían recuperado el capital, y nosotros también —dijo enseñando unos dientes limados en elegantes puntas—. Los señores de esclavos no se sentirán complacidos ante esa violación de la costumbre.

—Faltan sólo dos días para el Hanil Khar. No tengo tiempo que perder regateando con comerciantes y adulando a los señores del látigo en la Torre de los Esclavos —dijo Malus—. Mi intención es presentarme ante la Corte de las Espinas, en Hag Graef, en presencia de mis muy ilustres hermanos y hermanas —dijo con una voz que destilaba veneno—, y ofrecerle al drachau un digno tributo. —«Y demostrarle a la corte que, después de todo, soy un poder digno de tenerse en cuenta», pensó—. Nos pondremos en marcha hacia Hag Graef en cuanto el cargamento esté preparado para viajar.

Dolthaic frunció el entrecejo.

—Pero ¿qué pasa con el vendaval? El viaje hasta Hag Graef será duro, en medio de una tormenta invernal…

—¡Marcharemos a través de la nieve, el hielo y de la Oscuridad Exterior si es preciso! —le espetó Malus—. Llegaremos a la Ciudad de Sombras en dos días, o todos vosotros responderéis de ello.

Los guardias asintieron con gruñidos. Vanhir estudió a Malus con los ojos entrecerrados.

—Y después de que hayas hecho tu grandiosa entrada y rendido tributo al drachau, ¿qué?, ¿de vuelta a los pozos de sangre y los antros de juego?

Dolthaic sonrió como un lobo.

—Después de cuatro meses en el mar, tengo una o dos necesidades que no me importaría satisfacer.

—Me daré la gran vida durante un tiempo —replicó Malus con cautela—. Tengo que mantener mi imagen, después de todo. Luego, comenzaré a darle un buen uso a mi nueva fortuna. Hay mucho que hacer.

Ya se encontraban lo bastante cerca de la costa para oír el atronar de las olas contra la orilla. Las fortificaciones de la puerta marítima se encumbraban muy por encima del Espada Espectral, a apenas una milla de distancia y a ambos lados de la esbelta proa del barco corsario. El viento racheado les llevó los sonidos de una lucha que se libraba a popa. Malus volvió la cabeza y vio a tres druchii que forcejeaban con un esclavo humano engrilletado.

Mientras el noble observaba, el esclavo estrelló la frente contra la cara de uno de sus captores. La nariz del guerrero empezó a sangrar después de oírse un crujido de cartílago. El druchii retrocedió un corto paso tambaleante al mismo tiempo que lanzaba un gruñido gorgoteante y alzaba una maza de mango corto.

—¡No! —gritó Malus, cuya penetrante voz imperiosa se oyó sin problemas por encima del viento—. ¡Recuerda mi juramento!

El guerrero druchii, con la sangre corriéndole por la cara y tiñéndole los dientes desnudos, percibió la mirada del noble y bajó el arma.

Malus llamó con un gesto a los guerreros que forcejeaban con el esclavo.

—Traedlo aquí.

El esclavo se retorcía violentamente intentando soltarse de la presa de los captores. El druchii que blandía la maza le dio al humano un empujón que lo hizo perder pie, y los otros dos guerreros avanzaron arrastrándolo por la cubierta. Los cuatro guardias de confianza de Malus se apartaron a los lados para dejarlos pasar mientras contemplaban al esclavo con frío interés de depredador.

Los guerreros obligaron al esclavo a arrodillarse; incluso en esa postura, era tan alto que casi llegaba a los hombros de Malus. Tenía una constitución imponente, con anchos hombros y delgados brazos musculosos bajo el desgarrado gambesón sucio. Llevaba oscuros calzones de lana y botas muy gastadas, y tenía las manos incrustadas de roña y azules de frío. El hombre era joven; posiblemente se trataba de un alabardero o un escudero bretoniano, y en su rostro se veía más de una cicatriz de batalla. Clavó en Malus una ardiente mirada de odio y se puso a chillar algo en un idioma gutural. El noble le dedicó al humano una mirada de repulsión y les hizo un gesto de asentimiento a los dos guerreros.

—Quitadle las cadenas —les ordenó, y luego se volvió a mirar a Arleth Vann—. Haz callar a la bestia.

El guardia se deslizó por la cubierta con la rapidez de una serpiente, y aferró al esclavo con una mano engarfiada por el punto en que el cuello se unía al hombro derecho. Un pulgar revestido de acero se hundió en la unión nerviosa, y las odiosas palabras del esclavo se transformaron en un agudo siseo al mismo tiempo que el cuerpo se le tensaba de dolor. Se oyó un tintineo metálico, y los dos guerreros druchii retrocedieron sujetando los grilletes entre ambos.

Malus sonrió.

—Bien. Ahora traduce lo que tengo que decirle. —Avanzó hasta situarse ante el esclavo y posó la mirada en los ojos anegados de dolor—. ¿Eres al que llaman Mathieu?

Con marcado acento, Arleth Vann tradujo la pregunta al bretoniano, casi susurrando al oído del hombre. Gruñendo de dolor, el esclavo asintió con la cabeza.

—Bien. Tengo una historia bastante graciosa que contarte, Mathieu. Ayer aparecí en la entrada de la bodega de esclavos y anuncié que, como gesto de caridad, dejaría en libertad a uno de vosotros, deso, antes de atracar en Naggaroth. ¿Lo recuerdas?

Un tumulto de emociones se agitó en los ojos del esclavo: esperanza, miedo y tristeza, todas enredadas entre sí. Volvió a asentir.

—Excelente. Recuerdo que hablasteis entre vosotros y que, al final, escogisteis a una muchacha. Era delgada y pelirroja, con ojos verdes como el jade oriental y de dulce piel pálida. ¿Sabes de quién hablo?

Las lágrimas inundaron los ojos del esclavo. Luchó en vano para hablar a pesar de la terrible presa a que lo sometía Arleth Vann.

—Claro que sí. —Malus sonrió—. Era tu prometida, después de todo. Sí, ella me dijo eso, Mathieu. Se puso de rodillas ante mí e imploró que te dejara libre en su lugar porque te amaba. —Rió suavemente entre dientes al evocar la escena—. Confieso que me quedé atónito. Dijo que podía hacer lo que quisiera con ella, cualquier cosa, siempre que te dejara libre a ti. Cualquier cosa. —Se inclinó hacia el esclavo, acercándose lo bastante para oler el sudor que producía el miedo y que le manchaba las mugrientas ropas—. Así pues, la puse a prueba.

»Clar Karond estaba a sólo un día de distancia y la tripulación merecía una recompensa por sus afanes, así que se la entregué. Los divirtió durante horas, a pesar de los modales poco sofisticados que tienen. ¡Qué gritos…! Sin duda, tú los oíste. Eran exquisitos.

Malus hizo una pausa momentánea mientras Arleth Vann se esforzaba por traducir correctamente, aunque a esas alturas los ojos del esclavo estaban vidriosos, fijos en un punto distante que sólo él podía ver, y le temblaba el musculoso cuerpo.

—Cuando la tripulación acabó, me la devolvieron y dejé que se divirtieran mis tenientes. —A un lado, Lhunara sonrió y le susurró algo a Dolthaic, que le devolvió una sonrisa voraz—. Tampoco en este caso la muchacha fue una decepción. ¡Qué placeres, Mathieu! ¡Qué piel tan dulce! Sobre ella, las gotas de sangre brillaban como rubíes diminutos. —Abrió la mano con la que sujetaba la prenda, y la desenvolvió suave y reverentemente—. Fuiste un hombre muy afortunado, Mathieu. Ella era un regalo digno de un príncipe. Mira, te he guardado su rostro. ¿Te gustaría darle un último beso antes de partir?

El esclavo se puso en pie de un salto y soltó un alarido de tremenda angustia, pero Arleth Vann adelantó la otra mano y hundió las puntas de los dedos en la unión nerviosa situada bajo el grueso músculo del brazo derecho del hombre. El esclavo se tambaleó, quebrantado por un dolor cegador. Tenía los ojos muy abiertos y en ellos Malus pudo ver que la oscuridad se propagaba por la mente del humano como una mancha. El esclavo lanzó un lamento desesperado.

—Espera, Mathieu. Escucha. Aún no has oído la parte realmente divertida. Para cuando la tripulación acabó con ella, imploraba, suplicaba que la dejaran libre en tu lugar. Maldijo tu nombre y renegó una y otra vez de su amor por ti. Pero, por supuesto, yo debía tener en cuenta mi juramento. Verás, dije que dejaría marchar a un esclavo deso, y eso difícilmente era ya aplicable al caso de ella; así que al final ganó su amor y, ¡ay, cómo odió ella ese hecho! —Malus echó atrás la cabeza y rió—. Disfruta de la libertad, Mathieu.

De modo repentino, Arleth Vann cambió de sitio las manos y cogió al hombre por el cuello y por el cinturón de los calzones. Después, con sorprendente fuerza, el esbelto druchii alzó al corpulento esclavo de la cubierta y lo lanzó por la borda. El humano chocó de plano contra la superficie del agua y desapareció en las gélidas profundidades. El druchii se deslizó a lo largo de la borda y observó atentamente. El viento silbaba y aullaba. El canto de las brujas marinas había cesado.

Cuando el hombre salió a la superficie, jadeando en busca de aire, ya no estaba solo. Dos de las criaturas acuáticas se aferraban a él, rodeándole el pecho con sus delgados y pálidos brazos. Garras de ébano se hundieron profundamente e hicieron eclosionar flores de color rojo sobre la tela blanca del gambesón del hombre. Gruesas hebras color añil, que no eran cabello sino viscosos tentáculos de borde serrado, se enrollaron en torno a una muñeca y la garganta, de donde arrancaron largas tiras de piel al apretarse cada vez más alrededor de la víctima. Mathieu lanzó un solo grito ahogado antes de que una de las brujas marinas le cubriera la boca abierta con la suya propia. Luego, se hundieron en las aguas y se perdieron en la estela del Espada Espectral.

A proa se oyó un estruendo metálico: las fortificaciones estaban bajando la enorme cadena que cerraba la entrada del río. Zarcillos de gélida bruma marina arrastrados por el paso del barco corsario se arremolinaron a ambos lados de la desembocadura del río, girando y enredándose unos con otros detrás de la nave.

En lo alto de la torre de la izquierda, Malus vio figuras esbeltas ataviadas con ropones oscuros y ondulantes bufandas que aparecían dentro de una pequeña cúpula para observar el avance del barco corsario. No les dedicaron ningún gesto de saludo ni de bienvenida, sino que se limitaron a mirar en pétreo silencio. Cuando la nave dejó atrás la cadena del río, una de las figuras se llevó un cuerno a los labios y tocó una larga nota doliente para advertir a la Ciudad de los Barcos de la llegada de los piratas de ensangrentadas manos.

Malus Darkblade se volvió a mirar a sus guardias con una sonrisa en los labios.

—Es agradable estar en casa.