Finales de Anfiundanil del año 1002
Tras la muerte de Gankru y Molgru, los corazones de los guerreros Aifolu que habían bebido el elixir destilado de su sangre flaquearon, como si de pronto un gran temor se hubiera aferrado a sus entrañas. Muchos cayeron prisioneros, a otros los mataron y aún hubo bastantes que consiguieron huir. Mientras Kratos se recuperaba del esfuerzo de la Urtahitéi, las tropas de la Horda Roja se reagruparon en el centro del campamento Aifolu bajo el mando del general Oxay. Allí, en las tiendas de Ulisha y los Primevos, se apoderaron de grandes riquezas, aunque por la mediación del propio Derguín se acordó que al romper el día todas se pondrían en común para repartirlas con las Atagairas. Era la única forma de evitar que los dos ejércitos que habían combatido como aliados improvisados acabaran peleando entre sí por culpa del botín.
Las Atagairas siguieron combatiendo durante casi toda la noche. Los Glabros que habían sobrevivido al primer combate se retiraron hacia el este. Pero no conocían el terreno y se toparon con el lago de Bórax, que les cortó el paso. Las Atagairas los acosaron durante horas, y aprovechando su visión nocturna siguieron disparando sus flechas contra ellos. Los Glabros que aún quedaban vivos se atrincheraron con sus pájaros del terror bajo una cresta del Maular que parecía inaccesible, pero desde allí les llegó su ruina definitiva. Tres escuadrones de urimelos cayeron sobre ellos saltando desde un farallón casi vertical y sembraron el caos entre sus ya menguadas filas.
Al día siguiente los ejércitos vencedores se reunieron para repartir el botín y los prisioneros. En cuanto a éstos, las Atagairas sólo tenían una exigencia. Los Glabros. De aquel pueblo salvaje sólo habían sobrevivido cuatrocientos guerreros, a los que las Atagairas se llevaron a sus montañas, desnudos y atados en largas recuas. No explicaron qué torturas pensaban infligirles, pero todo el mundo sospechó que su muerte no sería ni dulce ni rápida.
Ese mismo día, mientras se procedía al reparto, una fuerza de caballería de Invictos y Atagairas, olvidando la fatiga del combate, se dirigió al oeste encabezada por Derguín. Allí, a pocas horas de cabalgata, interceptaron la caravana de prisioneros Malibíes escoltada por las reservas del Martal. Los Aifolu habían recibido noticias del revés por fugitivos escapados del campo de batalla, pero no las creyeron hasta que no vieron a los enemigos sobre ellos. La mayoría huyeron en desbandada, y otros muchos se rindieron. Allí, Derguín y Frínico fueron recibidos en un espléndido pabellón por la reina de Malib. Tras las plumas que sostenían sus eunucos, la Deseada y Divina Samikir le dijo a Derguín:
—Nos te agradecemos que hayas venido a rescatarnos de estos bárbaros de ojos amarillos que pretendían sacrificar a nuestro pueblo.
Derguín, que había escuchado durante el camino un relato pormenorizado de las traiciones de Samikir, no pudo por menos de sonreír ante el cinismo de la reina. Ella declaró que quería regresar cuanto antes a su ciudad para empezar su reconstrucción; pero Frínico dijo que no lo permitiría antes de que la reina gozara de la hospitalidad de sus fieles servidores, los Invictos.
—De paso, hay algunas deudas que pagar —concluyó.
En el recuento final, la Horda Roja había perdido a mil trescientos soldados. Para un ejército que apenas llegaba a nueve mil hombres, aquél era un desastre como nunca antes había sufrido. Sin embargo, también fue el mayor de sus triunfos. Durante mucho tiempo nadie pondría en duda su título de Invictos.
A Kratos, como general del ejército vencedor, y primero que había cargado contra el enemigo, le correspondió el honor de dar nombre a la batalla. Las Atagairas le cedieron de buen grado ese privilegio.
—Nosotras llegamos cuando la batalla estaba muy avanzada —reconocieron.
—Será conocida entonces como la batalla de la Roca de Sangre —dijo Kratos.
Las bajas del Martal eran tantas que costaba dar crédito a las cifras, sobre todo al compararlas con los caídos de la Horda y las Atagairas. Los propios prisioneros Aifolu y T’andri se encargaron de enterrar los cadáveres en un salar a dos kilómetros del Kimalidú. El total de muertos ascendió a treinta y cinco mil hombres. La mayoría sucumbieron en la última fase de la batalla, cuando el fin de Gankru y Molgru sembró el pánico y el desaliento entre ellos, y los jinetes de la Horda y de Atagaira se dedicaron a dar caza a los que huían y arrojaban las armas.
Por parte de las Atagairas, murieron quinientas mujeres. La pérdida más dolorosa para ellas y para Derguín fue la de la reina Tanaquil. Durante la noche, después de derrotar a Ulma Tor, aún llegó a tiempo de verla con vida y hablar con ella. Un lanzazo le había perforado el pulmón. El arma había penetrado por la espalda, bajo el omóplato derecho. En un combate tan confuso entre tropas montadas no era imposible recibir una herida así de manos del enemigo. Pero Derguín sospechó de Ziyam, aunque no tuviera forma de demostrarlo.
—Es hora de que leas el epitafio que te entregué antes de la batalla —le dijo Tanaquil—. Has de saber que se grabará en mi tumba del Kishel, tal como está.
Derguín sacó el papel de un bolsillo, lo desplegó y lo leyó a media voz junto al lecho de la reina. Estaba escrito en Nesita.
Aquí yace la reina Tanaquil, tercera de su nombre, que reinó en Acruria y
Atagaira durante treinta y siete años. Seis siglos después del día negro de
su pueblo, vengó con creces aquella derrota y destruyó a las huestes de los
Aifolu en la batalla de la Roca de Sangre, combatiendo junto al Zemalnit
de aquel tiempo, Derguín Gorión.
—Sabía que moriría. También sabía que venceríamos —dijo la reina, con voz débil—. Pero sólo si tú luchabas con nosotras.
—Sin embargo, permitiste que fuera a Etemenanki. Podría haber muerto allí…
—Si eso hubiese ocurrido, tal vez yo no habría muerto. Descifra esa paradoja, Zemalnit.
Habían alojado a la reina en la tienda capturada al propio Ulisha. Allí la rodeaban sus Teburashi y las jefas de las marcas que habían sobrevivido a la batalla. Ziyam permanecía en segundo plano, sentada en un sitial y rodeada por sus partidarias, que, según se acercaba el final de la reina, parecían cada vez más numerosas. Su mirada se cruzó un par de veces con la de Derguín y le dirigió una sonrisa enigmática.
Que Pothine me perdone, pensó Derguín. Odiaba a esa mujer, y sin embargo la deseaba.
—Vete ya, Zemalnit —le dijo Tanaquil—. Un extranjero no debe presenciar el tránsito de una reina. No olvides decirle a Ariel que honre la marca del dragón que lleva.
—Lo haré, majestad. Fue un honor combatir a tu lado.
—Qué carga de caballería, tah Derguín —susurró Tanaquil—. Sólo por ese momento, merece la pena haber vivido.
Derguín hizo una reverencia y salió de la tienda. Cuando se alejaba oyó unos pasos que corrían detrás de él. Por alguna razón sospechó que se trataba de Ziyam y al volverse se llevó la mano a la Espada. Pero era Baoyim.
—Capitana… No te había visto entre las demás mujeres.
—No quería que se me viera —respondió. Parecía menos segura de lo habitual en ella—. Deseo pedirte algo, tah Derguín.
Cómo no iba a titubear. Una Atagaira pidiéndole algo a un extranjero era algo inaudito.
—Lo que te voy a solicitar es algo muy extraño… Al menos en mi país. Quiero decir, que tal vez pueda parecerte raro a ti que yo, siendo…
—Habla, Baoyim. No temas.
—Quiero seguir siendo tu portaestandarte.
—Eso significa… ¿abandonar Atagaira?
—Así es.
—¿Por qué una decisión tan drástica?
—Mañana, Ziyam será reina de las Atagairas. Recuerda que la golpeé para rescatar a Ariel. Ziyam es una mujer muy rencorosa.
—Creía que lo hacías porque me tenías cierto apego.
Baoyim agachó la mirada. Derguín pensó que aquella mujer ya se consideraba en parte una desterrada, y eso había hecho que perdiera el orgullo. Qué poca cosa somos cuando nos quitan lo que tenemos, pensó, recordando su humillante cautiverio en Narak.
—Por supuesto que te aprecio, tah Derguín, pero…
—No abandonarías Atagaira si tu situación no fuera tan delicada. Lo entiendo, Baoyim. Y mi respuesta es sí. Vendrás conmigo a Narak. No está tan alta como Atagaira, pero a cambio podrás ver el mar todos los días.
—Creía que te habían expulsado de Narak —dijo Baoyim, recobrando su pizca de malicia habitual.
—Por eso he de volver. Un usurpador se ha quedado con mi espada Brauna. —Y añadió para sí: Y también con Neerya, pero eso se lo calló delante de Baoyim.
A la mañana siguiente, Tanaquil había muerto. Su cuerpo fue guardado en un arcón cargado con nieve de las montañas que habían traído de Atagaira por si la reina caía en el combate. A las guerreras muertas en el combate las enterraron en un túmulo al pie del Maular, pero la tradición mandaba que la reina recibiera sepultura en la sagrada Torre de Iluanka.
Al atardecer del último día del mes de Anfiundanil, se celebraron rituales y juegos funerarios por los caídos en la batalla. A la sombra del Kimalidú, se otorgaron las condecoraciones ganadas en el combate. En un estrado levantado no muy lejos de la Torre de la Sangre, Kratos May como jefe de la Horda y Ziyam como reina de las Atagairas premiaron a los guerreros más distinguidos.
Entre las Atagairas, la jefa de la marca de Faretra y sus atrevidas arqueras recibieron honores por haber cargado desnudas contra los Glabros y sus pájaros del terror. Entre los Invictos, los aplausos más sonoros los recibió Trescuerpos. El gigante subió con paso torpe a la tarima y levantó a más de tres metros de altura el trípode de oro que se había ganado por levantarse lleno de furia en mitad de la batalla, embestir contra los enemigos y provocar entre sus filas un pavor que llevó a batirse en retirada a batallones enteros de infantería. También hubo premios para arqueros, jinetes y miembros de la infantería ligera. Los generales se empeñaron en que Kratos recibiera el trofeo a la inteligencia en el combate por la audacia de su táctica, pero él se negó.
—Mi misión como jefe de la Horda no es llevarme los premios, sino repartirlos entre mis hombres —había dicho.
Al pie de la torre, más alejados del bullicio, Mikhon Tiq y Derguín contemplaban la celebración. Derguín no hacía más que mirar de reojo a su amigo. Le veía extraño, como si fuera él y a la vez no lo fuera.
—Eso es porque has estado demasiado tiempo mirando a una cara de piedra —le dijo Mikha.
—No, es en serio. Te veo raro. Pero esperaba encontrarte peor. Ulma Tor me hizo creer que el Rey Gris te estaba sometiendo a los peores suplicios.
—Nadie me tocó, Derguín. —Mikha se quedó mirando al estrado, pero sin verlo. Sus ojos seguían perdidos en algún lugar remoto—. Nadie podía tocarme en mi castillo. Pero el tiempo pasaba tan lento como no puedes ni imaginártelo. Según mis cuentas, he estado sesenta y tres años encerrado en mi propia syfrõn.
—Siento haber tardado tanto en encontrarte. No fue fácil.
Mikhon Tiq miró a su amigo, le rodeó el cuello con el brazo y apretó la cabeza contra la suya.
—Viniste a buscarme. Eso es lo que importa. Y no pienses que ese tiempo fue en vano. He aprendido mucho.
Mikhon Tiq lo dijo con una sonrisa que pretendía ser alegre. Mas Derguín pensó que el Mikha que él había conocido ya no existía, y que tras su rostro de joven se escondía el espíritu de alguien cansado por un tiempo y una soledad infinitos.
—Bien, ¿ya os habéis hecho vuestras confidencias? —les interrumpió una voz—. ¿Podemos hablar de una vez de cosas importantes?
Derguín se volvió a la derecha. Kalitres, el Gran Barantán, los miraba con una sonrisa socarrona, apoyado en su vara. El ojo de Tubilok era una visión tan inquietante que había cubierto el puño del bastón con un trozo de arpillera.
—Hoy prefiero no hablar de cosas serias, Kalitres —dijo Derguín—. Han sido días muy duros para todos. Creo que nos hemos ganado un descanso.
—Yo también creí que me había ganado un buen descanso. Por eso me convertí en el Gran Barantán, me dediqué a llevar una vida errante y no volví a reunirme con mis compañeros del Kalagor. Pero los héroes y los magos no conocemos el reposo. Y aún lo conoceremos menos en los días que nos esperan. Esa plaga del norte… —Kalitres meneó la cabeza—. Es un arma de tiempos muy lejanos, y ahora los hombres no estamos preparados para combatirla. Puede que el Rey Gris conociera la forma de hacerlo, pero ahora ese viejo chiflado está muerto. Por culpa de tu negligencia, dicho sea de paso —añadió, señalando a Derguín con el bastón.
—No acuses a Derguín —dijo Mikhon Tiq—. Magos tan poderosos como tú cayeron en los engaños de Ulma Tor.
—¡El que yo haya sido negligente no disculpa los errores de los demás! —rebatió Kalitres—. ¿Qué te dijo el Rey Gris, Zemalnit?
Derguín hizo memoria. El amo de Etemenanki apenas había tenido tiempo de hablar antes de morir.
—Que era él quien vigilaba a los dioses. Luego habló del fuego del cielo, y dijo que él podía evitarlo. Pero no lo entiendo. El fragmento del cinturón de Zenort cayó hace casi dos años. Si el Rey Gris tenía el poder de impedirlo, ¿por qué no lo hizo?
—No lo sé. —Kalitres usó la arpillera que cubría el bastón para rascarse la barbilla—. Creo que tendré que ir en persona a Etemenanki. ¿Seguro que el Rey Gris está muerto?
—Cuando le quité el ojo que llevas en el bastón, no protestó.
Kalitres suspiró.
—El regreso de los dioses es inminente. Y son mucho más poderosos que esos juguetes de metal a los que hemos derrotado, Zemalnit. Con suerte, los siete Kalagorinôr juntos podríamos haber derrotado a dos o tres dioses a la vez. Pero ahora sólo quedamos dos. Y uno de ellos —añadió mirando a Mikhon Tiq— bastante inexperto.
—Pero también debes contar con Linar, Kalitres —contestó Mikha, sin ofenderse.
—¡Ah, ese viejo arisco e intratable! ¿Quién sabe dónde está?
—Yo tengo una sospecha —dijo Mikha.
—¿Cuál?
—Cuando Ulma Tor se llevó mi syfrõn, Linar se quedó solo. El último Kalagorinor. Yo creo que partió a buscarte, Kalitres. Los demás Kalagorinôr pensaban que estabas en Zenorta. Así que es posible que tengamos que buscar a Linar allí. —Mikha se volvió hacia Derguín—. ¿No te apetece conocer la mítica ciudad de Zenorta?
Derguín se quedó pensativo.
—Aún me quedan cuentas que saldar en Narak. Pero tengo un amigo, si es que lo sigue siendo, que desde allí nos podrá fletar un barco para viajar al este. Habrá que convencerle de que con ello obtendrá algún provecho. Sería toda una aventura, viajar al otro extremo del mundo…
—No tenéis ni idea de lo que decís, jovenzuelos —dijo Kalitres—. Zenorta no es…
Un trompetazo estridente impidió que oyeran el final de su frase. La voz de los heraldos proclamó sobre el estrado:
—¡Derguín Gorión!
—¿Qué pasa? ¿He hecho algo malo? —preguntó Derguín.
—Creo que te reservan una pequeña sorpresa —le dijo Mikha, apretándole el hombro—. Ve, Zemalnit. Ya discutiremos de dioses y hombres otro día.
—¡Derguín Gorión! —repitieron los heraldos.
—¡Vamos! —insistió Mikha—. ¡No les hagas esperar!
Había unas treinta mil personas reunidas allí, sobre las ruinas de Nidra la Abandonada. Entre ellas se abría un pasillo. Alfombras de varios colores, saqueadas en el campamento Aifolu, señalaban el camino hacia el estrado. Al principio del pasillo, Riamar aguardaba a Derguín. Esta vez el unicornio no llevaba armadura, ni silla, ni gualdrapa. Derguín montó a pelo sobre su lomo, le palmeó el cuello y le dijo:
—Pasemos cuanto antes este bochorno, Riamar.
Pero Riamar avanzó con parsimonia mientras la potente voz del heraldo de la Horda Roja leía en Ritión los méritos del Zemalnit y la portavoz Atagaira los repetía en su idioma. Derguín desfiló entre Invictos y Atagairas que le aplaudían y vitoreaban su nombre. Aquello le hizo enrojecer. Qué bien se ha guardado el secreto Kratos, pensó.
—Por el valor demostrado al cargar contra los enemigos y abrir una brecha hasta el corazón de su campamento —recitó el heraldo—. Por vencer a Gankru, el demonio que con sus solas fuerzas había derrotado las defensas de varias ciudades. Por su lealtad a sus amigos. Por su fidelidad a la palabra dada…
Mientras lo aclamaban al pasar, Derguín recordó a sus alumnos del Arubshar, y al Mazo, y a Krust, y también se acordó de su padre, y tuvo que enjugarse una lágrima mientras Riamar seguía caminando con paso solemne hacia la escalera del estrado.
Tras la masa del Kimalidú, el sol se ocultó y las tres lunas brillaron juntas en su conjunción mensual. El cuerno de Riamar se encendió con una luz blanca y centelleante, como si mil estrellas parpadearan por las curvas de su espiral. Entre los guerreros corrió un murmullo de asombro, y el clamor se redobló.
—Por todo esto —prosiguió el heraldo—, los aliados y vencedores de la batalla de la Roca de Sangre, y en su nombre Ziyam, reina de Atagaira, y Kratos May, general supremo de la Horda Roja, tienen a bien conceder a Derguín Gorión, el Zemalnit, la corona de oro al guerrero más valeroso de la batalla de la Roca de Sangre.
Derguín desmontó y subió las escaleras del estrado. Allí le aguardaban Kratos y Ziyam; y en segunda fila estaban las marquesas de Atagaira, y todos los generales y jefes de armas de la Horda Roja; y también Aidé, la hija de Hairón, y Darkos, el hijo de Kratos. Todos aplaudían mientras Derguín subía con timidez. Ziyam le sonrió como si jamás hubiera pasado nada entre ellos.
—Espero que nos despidamos sin rencores, Zemalnit. Las puertas de Atagaira estarán siempre abiertas para ti.
Derguín se inclinó ante ella. Después hizo lo mismo con su antiguo maestro, pero Kratos le agarró de los hombros, lo apretó contra su pecho y le dio tal abrazo que le hizo crujir las costillas. Entre los Invictos y las Atagairas, que con el júbilo de la victoria, los humores de la celebración y los calores del vino se sentían cada vez más propensos a demostrar sus emociones, se derramaron abundantes lágrimas ante aquella escena. Y algunos dijeron:
—Para haber peleado a muerte por la Espada de Fuego, conservan una buena amistad.
Pues las fábulas inventadas por el Gran Barantán se habían difundido tanto entre la gente que era inútil que quienes conocían la verdad insistieran en que Derguín y Kratos jamás se habían batido en duelo.
Derguín se volvió hacia la muchedumbre. Tras él, Kratos levantó la corona de roble fundida en oro y se la puso en la cabeza.
—Este es tu momento, Zemalnit —le susurró su maestro, empujándole con suavidad hacia el borde de la tarima.
Y como el clamor de la gente era inconfundible, «¡Zemal, Zemal, Zemal!», Derguín desenvainó la Espada de Fuego y la sostuvo alta sobre su cabeza. Las paredes de roca que encerraban la vieja ciudad de Nidra retemblaron con el eco de un rugido que brotaba de más de treinta mil gargantas.
—Recuerda que eres mortal —le susurró Kratos a su espalda.
Pero Derguín pensó que no le venía mal creerse un dios por un momento; pues era a los propios dioses a quienes no tardaría mucho en enfrentarse. Dejó que la cálida corriente de Zemal circulara por sus venas, miró de frente a los guerreros que lo aclamaban y disfrutó de aquel momento.
Pero su felicidad no era nada comparada con la que sentía Ariel, que aplaudía a rabiar al pie de la tarima junto a Baoyim. A su derecha, Rhumi, la chica de los grandes ojos negros que andaba besándose con el hijo de Kratos cuando creía que nadie los veía, se sorprendió al descubrir que Ariel tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Por qué lloras? Hoy es un día para estar contenta.
—Por eso mismo lloro —contestó Ariel—. Estoy muy orgullosa de mi señor Derguín.
Aunque eso no se lo confesaría a nadie, ni siquiera al propio Derguín, ¿qué hija no estaría orgullosa de tener como padre al Zemalnit?
Plasencia, febrero de 2005