Kimalidú
(Roca de Sangre)

Darkos viajaba con la columna central de la Horda Roja junto a las familias de los soldados, los carros del bagaje y los soldados enfermos. Su padre se acercaba de vez en cuando a ver cómo estaba, e incluso se lo había llevado con él a la vanguardia para enseñarle cómo era la formación de marcha del ejército y las razones por las que cada arma y cada batallón ocupaban unas posiciones determinadas. Pero Kratos estaba demasiado ocupado con los asuntos de la Horda para prestarle demasiada atención, y no pasaban cinco minutos hablando sin que algún soldado u oficial llegara a importunarle con alguna cuestión que siempre era urgente y no podía esperar.

Su padre le había asignado a un soldado de la compañía Terón al que llamaban Jerbo. Era un veterano Trisio de trenzas rubias que apenas hablaba el Nesita, así que Darkos y él se entendían chapurreando Ainari. En cualquier caso, Jerbo no hablaba demasiado y no era una gran compañía. Darkos se sentaba a veces en un carro cargado de armas en cuyo interior viajaba, a veces sentado y a veces tumbado, el hombre más grande que había visto en su vida. Con razón lo llamaban Trescuerpos. A Darkos le tenía tan fascinado su tamaño que a veces le pedía que extendiera el brazo para comparar sus manos, y veía la suya tan pequeña al lado del gigante como la de la pobre Bru. Trescuerpos tenía la cara muy huesuda y la voz rara. El mismo le explicó que la mandíbula inferior no le dejaba de crecer, de modo que los dientes inferiores le sobresalían sobre los superiores y le costaba articular las palabras. Otro problema que sufría Trescuerpos era que sus piernas, aunque eran gruesas como troncos de roble, acababan muy doloridas de soportar el peso de su cuerpo. Por eso viajaba en carro en vez de andar. Pero soportaba los inconvenientes de su tamaño de forma estoica, y siempre estaba dispuesto a contarle a Darkos cosas de la Horda o a prestarse a sus juegos, como subirlo a caballo sobre los hombros o prestarle su casco para que se lo calara hasta los hombros.

Ya era media tarde. Darkos marchaba sobre Carbunclo, uno de los caballos que habían confiscado a los bandidos. Jerbo le seguía de cerca. Darkos había descubierto que ser el hijo del general en jefe de la Horda Roja tenía sus inconvenientes, pues los demás hijos de soldados gozaban de más libertad que él y no tenían a ningún guardaespaldas vigilando sus pasos. Su padre ni siquiera le dejaba llevar al cinto su espada de Tahedo. Darkos se sintió desilusionado, pues le había costado mucho limpiar de tizne la hoja de Luz.

—Si uno no sabe manejar un arma, no debe llevarla encima —le explicó su padre—. Sólo por verte con un arma así, alguien podría sentir deseos de desafiarte.

Darkos pasó al lado de un carromato cubierto por una lona morada y tirado por un caballo negro y otro blanco. En el pescante, un hombrecillo calvo lo saludó con la mano.

—¡Eh, chico! ¿Ya no quieres cuentas con tu viejo maestro? ¡Siéntate un rato conmigo!

Sin poner el pie en el suelo, Darkos pasó de la silla al pescante. Al ver al taumaturgo sonriendo, le preguntó por qué estaba de tan buen humor.

—Este ejército es un negocio —contestó Barantán—. Los soldados son la gente más achacosa del mundo. Los que no tienen artritis en el hombro izquierdo de cargar el escudo, la sufren en el codo derecho por sujetar la lanza, y eso por no hablar de las rozaduras en los traseros de los jinetes o las tendinitis en los dedos de los arqueros. Y todos tienen cicatrices y adherencias en abundancia, que les duelen cada vez que cambia el tiempo. ¡De tanto vender mis pócimas, me estoy quedando sin ingredientes!

—Y todo el dinero que te pagan lo sigues guardando en el doble fondo del carro…

—Por supuesto.

—¡No tritures!

—¿Y qué crees entonces? ¿Qué en mi carromato hay una puerta secreta que se abre a una dimensión desconocida del más allá?

Era ya el tercer día de marcha. Durante todo ese tiempo habían seguido el cauce del Argatul, que cada vez era más ancho y menos profundo. Las paredes del cañón habían empezado a separarse a mediodía, y la garganta que corría entre ambas se ensanchó hasta convertirse en un valle y luego en la gran depresión por la que ahora avanzaban. Habían atravesado una zona de suelo blanco y seco, y Barantán le explicó que era un salar.

—¿Por qué hace cada vez más calor? —preguntó Darkos.

—Por si no te has dado cuenta, no hemos dejado de bajar desde que salimos de Malib —respondió Barantán—. Esto es como un hoyo excavado por el agua en la meseta, y en estos sitios el aire se encalma y es mucho más caliente.

El río, o lo poco que iba quedando del río, se desvió hacia el sur, mientras que ellos siguieron avanzando hacia una gran roca roja que se levantaba sobre el llano. Darkos le preguntó a Barantán si conocía aquel lugar.

—No he estado nunca en él —contestó el taumaturgo—, pero he preguntado a los guías y me han dicho que la llaman «la Roca de Sangre». Un nombre aciago, en mi humilde opinión. No comprendo esa obsesión por todo lo relacionado con nuestros humores corporales, y en particular la sangre. Existen más cosas en el mundo que también son de color rojo y que podrían servir para crear metáforas menos desagradables. ¿Por qué no llamarla la Roca del Rubí, o incluso la Roca de la Fresa?

Darkos se frotó los brazos para reprimir un estremecimiento.

—¿No habías dicho que tenías calor? —le preguntó Barantán.

—Sí, pero me ha dado un escalofrío. No me da buena espina ese sitio.

El nombre le había hecho pensar en la Torre de la Sangre. Las dos últimas noches había soñado que estaba de vuelta en Ilfatar, en una mazmorra húmeda donde Toro y él luchaban contra un soldado Aifolu que intentaba violar a Rhumi y de pronto se convertía en un gran demonio alado. Él caía al suelo y el demonio levantaba una mano en forma de martillo para aplastarlo. Darkos se despertaba justo a tiempo, con el corazón en la boca, y no se atrevía a cerrar los ojos durante un buen rato por temor a que la pesadilla se reanudara en el mismo punto.

Aidé pasó junto al carromato, montada en su yegua. Llevaba botas y pantalones de montar, y el pelo recogido bajo una boina negra. Al verlos los saludó alegremente, pero siguió adelante, pues tenía que llevar un recado al oficial de intendencia. Darkos la siguió con la mirada, y pensó que la amante de su padre era muy guapa. Tenía la piel morena, aunque no tan oscura como las chicas de Ilfatar; pero eran su cabello rubio y sus grandes ojos azules lo que más le atraía.

Barantán le dio un pescozón.

—¡No te quedes mirando así a la concubina de tu padre! Si supieras la de dinastías que han caído por hijos y madrastras que han cometido incesto, ni siquiera le pondrías los ojos encima a esa mujer.

—No tritures —repuso Darkos—. Sólo se te ocurren cosas retorcidas.

—Algún día me explicarás que significa esa curiosa expresión. No tritures. La verdad, no la entiendo.

—Pues significa eso, que no tritures. Está claro.

—Tengo la impresión de que te sirve para todo.

—Por eso la uso.

—Debes saber que algo que sirve para todo, en realidad no sirve para nada. ¿Te das cuenta? Ese es otro de los principios de la sabiduría. ¡Espero que algún día me agradezcas todo lo que has aprendido gratis conmigo!

—¿Gratis? —se ofendió Darkos, mostrándole las manos abiertas—. ¿Y estos callos de qué me han salido?

La roca seguía aumentando de tamaño. Se acercaba la hora del crepúsculo, y los rayos del sol teñían de rojo intenso la parte izquierda del Kimalidú, mientras que la derecha se veía casi morada. Las paredes del monolito subían verticales hasta la cima, que era plana y muy ancha. A Darkos se le antojaba un pan gigantesco, y no era el primero de la caravana que lo había pensado así.

Al pie del Kimalidú crecían algunos árboles, y también arbustos y hierbajos. Sus paredes estaban surcadas por entrantes profundos como arañazos de una bestia gigante. A la altura del suelo se veían agujeros que parecían bocas de entrada a cuevas. Se dirigieron hacia un gran saliente de la roca. Al sobrepasarlo, la columna de marcha que los precedía giraba a la derecha, lo que hizo pensar a Darkos que pasada esa cresta estaba su punto de destino, al menos por esa noche. Le preguntó a Barantán si sabía lo que había detrás del farallón.

—Una ciudad en ruinas. Creo que se llama Midra, o Nidra.

Cuando llegaron junto a la cresta, levantaron la mirada para seguir la subida de aquella pared casi vertical.

—Es un accidente geográfico muy notable —dijo Barantán—. Nunca he encontrado un bloque único de roca de dimensiones tan exageradas. La gente del lugar asegura que esta piedra la dejó caer aquí el propio Manígulat para señalar el centro del mundo. ¡Ja! El mundo debe tener por lo menos cincuenta centros, a juzgar por lo que dice la gente.

Barantán le explicó también que aquella roca era de arenisca y que su color rojo tan vivo se debía a que tenía mucho hierro y éste se oxidaba al aire libre.

—Pues no creo que se oxide por la humedad —dijo Darkos, que tenía la nariz irritada de respirar un aire tan seco y polvoriento.

—De vez en cuando llueve. —Barantán levantó la mirada al cielo, en el que sólo se veían algunas hilachas blancas—. Pasado mañana tendremos nubes de tormenta sobre nuestras cabezas.

—No tritures. ¿Cómo puedes saberlo, si ni siquiera sopla el viento?

—No tengo por qué compartir contigo toda mi sabiduría, chico. Sobre todo, después de haber comprobado tu ingratitud.

Una vez pasado el espolón, Barantán hizo girar el carromato a la derecha. Allí había un entrante muy profundo en la roca. El valle penetraba en la pared del Kimalidú horadando una U que bien podía tener más de setecientos metros de profundidad. En su interior ya habían caído las sombras.

—Ahí tenemos la ciudad —dijo Barantán—. Sin duda, no está muy bien conservada. Y eso que aún no han pasado por aquí los Aifolu.

Darkos no le contestó, pues apenas era capaz de parpadear, no ya de hablar. En el centro de la U, el terreno subía en una especie de terraplén, fuera natural o artificial, delimitado por los restos derruidos de una muralla rojiza. Tras ésta se veían restos de casas, algunas de las cuales aún conservaban partes del tejado. Pero Darkos sólo tenía ojos para un edificio, el más alto de aquellas ruinas y el único que parecía intacto. Una torre cónica rodeada por una rampa en espiral. No había duda de cuál era su naturaleza.

Era una Torre de la Sangre.

Desde lo alto de la torre se habría disfrutado de una gran vista, de no haber sido porque las ruinas de Nidra estaban prácticamente incrustadas en las paredes del Kimalidú y éstas delimitaban el horizonte. Tal como era la situación, Kratos sólo podía ver frente a él una amplia explanada, por la que según Yurto corrían las aguas del río cuando había crecida, y más allá una larga cuesta que llevaba a lo alto del Maular, una roca rojiza como el propio Kimalidú, pero desgastada por la erosión en declives y torrenteras. Más allá se vislumbraban las siluetas de las montañas de Atagaira. Sólo eran una mancha borrosa, pues el aire había amanecido turbio.

A Kratos aquel edificio no le despertaba ninguna sensación especial. Pero la víspera, cuando acababan de instalarse entre las ruinas, Aidé le trajo a Darkos. El muchacho se había empeñado en verlo a toda costa, y estaba tan nervioso que hablaba a trompicones.

—¡Es una Torre de la Sangre! —insistía—. ¡Tenemos que irnos de aquí!

Darkos le explicó el papel que había desempeñado la Torre de la Sangre en la caída de Ilfatar. Kratos argumentó que las formas de los templos y los edificios se repetían en muchos lugares de Tramórea. Y eso no significaba que dos templos iguales tuvieran que compartir el mismo destino.

—¡Dentro hay otro demonio, seguro! —insistió Darkos—. ¡Los Aifolu van a venir a despertarlo! ¡Tenemos que irnos!

—Mañana, de día, echaremos un vistazo —dijo Kratos.

Pero Darkos se negó a acercarse al edificio, pues sólo su visión le provocaba escalofríos. Kratos subió poco después del amanecer, acompañado por Ahri, Gavilán y un grupo de soldados de la compañía Terón.

Para llegar arriba tuvieron que dar nueve vueltas a la rampa, el mismo número de espiras de la torre de Ilfatar, según su hijo. Al subir por la rampa encontraron también relieves como los que él había descrito; escenas sangrientas, plagadas de criaturas demoníacas y prisioneros torturados.

Pero cuando llegaron a la cúspide, a más de cien metros de altura, descubrieron que faltaba la cúpula que debía coronar el templete. Dejando aparte la desaparición del techo, los demás detalles también coincidían con la descripción de Darkos. Había un gran pozo central, protegido por un parapeto de piedra. También encontraron un altar de sacrificio casi intacto, con una concavidad central para recoger la sangre, y restos de otros cinco. Ahri se agachó a examinarlos y concluyó que los habían arrancado a fuerza de pico y cincel.

—Alguien intentó destruir este lugar —dijo.

—¿Los mismos que arrancaron la cúpula y dejaron esto al descubierto? —preguntó Kratos.

—Supongo que sí.

Como había predicho Darkos, había una trampilla en el suelo desde la que bajaba una escalera interior que se perdía en las sombras.

—¿De verdad tenemos que meternos ahí, general? —preguntó Gavilán.

—Sí. Quiero comprobar algo —respondió Kratos.

Bajaron en fila de a uno, pues la escalera era estrecha. Llevaban antorchas, que apenas bastaban para alumbrar el vasto interior de la torre. Ahri iba examinando las paredes, que estaban grabadas de arriba abajo con apretadas líneas de una escritura que ni él conocía.

—Es todo tal como lo ha descrito tu hijo —le dijo a Kratos.

Demasiada coincidencia, pensó Kratos. Empezaba a pensar que no había sido buena idea conducir a la Horda hasta aquel lugar. Pero habían llegado casi a marchas forzadas. Hombres y bestias tenían que descansar. No podía bajar de la torre y decretar sin más una evacuación inmediata.

El fondo tenía cierta forma de embudo, también como había predicho Darkos, y en el centro se levantaba una gran pared circular, un pretil de una altura exagerada. Pero lo que más preocupó a Kratos fue la estatua que yacía en el suelo. Al verla, varios de los soldados se tocaron los genitales y escupieron a un lado. Era un gigantesco demonio con cuatro brazos. Tal como el que había descrito Darkos, tal como los que, según los supervivientes, habían atacado Malib.

—No lo toques, general —dijo Gavilán, cuando vio que Kratos se acercaba a la estatua.

—Tranquilo. No creo que me muerda —dijo Kratos, y añadió para sus adentros: Aún.

Al tacto, aquella cosa no parecía ni de metal ni de piedra. Estaba recubierta por una película flexible, una especie de laca o resina transparente. Kratos sintió un escalofrío al rozarla con los dedos. Le hizo una señal a Grimo, un soldado de Málart tan fuerte como escaso de luces, que había bajado un gran mazo.

—Golpea.

Grimo levantó el mazo sobre su cabeza y descargó un tremendo golpe sobre uno de los brazos de la estatua. Pero el mazo resbaló con un sonido mate. Grimo insistió, cada vez con más fuerza, hasta que Kratos le indicó que parara. Después examinó la estatua a la luz de la antorcha. No había sufrido el menor rasguño.

—¿Tenemos algo que pueda destruirla? —preguntó Kratos.

—Creo que no —respondió Ahri—. Con razón sigue aquí, general. Se ve que quienes arrasaron la parte superior del templo no pudieron dañar esta escultura.

—Sugiero que salgamos de aquí, general —dijo Gavilán—. Este lugar me pone los pelos de punta.

—Por una vez te daré la razón. Subamos.

Durante la mañana, Kratos comprobó que todo el mundo estuviera bien instalado, y trató de disimular su preocupación. Nidra no era un mal lugar para un campamento temporal. Allí, en el corazón de la U, estaban bien protegidos. A ambos lados tenían las paredes del Kimalidú, unos bastiones inexpugnables y casi verticales. En cuanto al frente, el borde superior del terraplén sobre el que se alzaban las ruinas formaba una suave curva. Allí quedaban restos de una muralla, que en los puntos mejor conservados no pasaba de los tres metros. Kratos ordenó a sus hombres reforzarla con estacas y construir puestos para arqueros.

Dentro de las ruinas había espacio para toda la Horda, aunque con ciertas apreturas. También encontraron algunos graneros subterráneos, que los Khrumi que ocupaban esporádicamente las ruinas habían abandonado al ver acercarse a los exploradores de la Horda. Repararon algunas techumbres por no dormir a la intemperie y usaron las casas más derruidas como caballerizas. En la pared de roca había varias cuevas, que en el interior se comunicaban por medio de una gran galería. En ella encontraron tres fuentes naturales, y también una larga hilera de estatuas que representaban a dioses ya olvidados. Kratos examinó aquellas cuevas con ojo crítico, y calculó que las mujeres y los niños podrían refugiarse en su interior si tenían que resistir el ataque de los Aifolu.

Pues ya estaba seguro de que iban a atacar.

A media tarde volvió una patrulla de exploradores. Como se temía Kratos, habían avistado al Martal. Los Aifolu seguían los pasos de la Horda. Parte de su ejército se aproximaba por el cañón del Argatul, y otra parte por los altos que dominaban el río. Era obvio que no se dirigían a Abinia. Su destino era Nidra.

Kratos acudió a la tienda donde tenía prisionero a Urusamsha. Con una mordaza y los ojos vendados, el Pashkriri perdía mucho de su aplomo. Kratos ordenó a sus hombres que se quedaran detrás del prisionero.

—Si os hago una señal, clavadle las espadas —les indicó a los centinelas—. Y no hagáis caso de lo que diga. Ese hombre tiene veneno en la boca.

Kratos le desató la mordaza. Urusamsha respiró aliviado y le dio las gracias. Kratos pensó que las tornas habían cambiado mucho desde su encierro en Malib.

—¿No podrías quitarme también la venda de los ojos? —le pidió Urusamsha—. Llevo cinco días sin ver la luz del sol.

—Sólo han sido cuatro, ilustre Urusamsha. Has perdido la cuenta. Pero creo que aún te dejaré a ciegas un rato. Tu mirada es demasiado inquietante.

—¿Dónde estamos, tah Kratos? Nadie me ha dicho nada.

—¿Te sugiere algo el nombre de Nidra?

—¿Estamos en Nidra?

—Sí.

Urusamsha tragó saliva. Kratos se dio cuenta de que tenía miedo. Era la primera vez que veía asustado a aquel hombre.

—Eres un insensato, tah Kratos —le dijo—. Nos has traído al último lugar del mundo al que debiéramos haber venido. ¿Has visto ya la Torre de la Sangre?

—Sí, la he visto. ¿Por qué no me avisaste de que no viniera aquí?

—¿Acaso me has dado oportunidad de hablarte? ¡Apenas me quitan esta mordaza ni para comer! Creía que íbamos hacia el sur.

—En Malib podrías haber sido más explícito conmigo. Sólo me dijiste que venía el Martal, pero no me explicaste la razón. Tampoco me hablaste de Nidra ni de su Torre de la Sangre. Ahora es tarde para ordenar retirada. Tenemos a los Aifolu casi encima. Tú eres un hombre de recursos, ilustre Urusamsha. ¿Qué podemos hacer?

Urusamsha inclinó la cabeza y movió los labios, como si rumiara alguna idea.

—Por pertenecer a los Bazu, es posible que los Aifolu me respeten como mediador —sugirió por fin—. Si me lo permites, iré a parlamentar con su general. Puedo pactar condiciones con ellos.

—¿Qué condiciones?

Urusamsha se lo pensó un momento. Ya no parecía tener tanto miedo. Cree que empieza a dominar la situación, pensó Kratos.

—Los Aifolu tan sólo querrán hacer un sacrificio humano en la Torre de la Sangre —dijo Urusamsha—. Si permites el paso a una pequeña legación, es posible que celebren su ceremonia y se vayan sin molestaros más. Ya sabes cómo son esos fanáticos. El ritual lo significa todo para ellos.

—Ya.

—Ulisha debe saber que la Horda no es como esas milicias de desharrapados con los que se ha enfrentado hasta ahora. Deja que yo trate con ellos. Les hablaré maravillas de la Horda y exageraré el número de vuestros soldados para que se lo piensen mejor antes de atacar. Luego, les ofreceré el pacto. Que hagan su sacrificio, y luego se vayan lejos para arrasar algún otro lugar.

—¿Qué ganarás tú? ¿Qué me vas a pedir a cambio de tu mediación?

—Nada, tah Kratos. Si te digo que quiero compensarte por los perjuicios que te he causado, no me creerás. Pero ahora estoy con vosotros, compartiendo vuestro mismo peligro.

Kratos se volvió hacia Darkos, que había estado escuchando en silencio.

—¿Tú qué opinas, hijo?

—Este hombre estaba en casa de mi padrastro —contestó el muchacho—. Yo le oí discutir con él y sus amigos. Les dijo que sobornaran a los Aifolu para que pasaran de largo. Mi padrastro y los demás magnates le hicieron caso y pagaron a los Aifolu. También les permitieron entrar en la ciudad y hacer un sacrificio simbólico en la Torre de la Sangre. Ya sabes lo que pasó luego.

Urusamsha apretó los dientes y, a ciegas, se volvió hacia Darkos.

—¿Quién eres tú? ¿Quién era tu padrastro?

Kratos se inclinó sobre Urusamsha y volvió a colocarle la mordaza, más apretada aún que antes.

—Lo siento, ilustre Urusamsha. Tengo muchas debilidades, pero entre ellas no está la de brindar información a mis enemigos. Al contrario que tú.

Cuántas ganas tenía de decirle eso, pensó Kratos mientras salía de la tienda.

Desde ese momento Kratos se convenció de que la batalla era inevitable. Una vez que la decisión estaba tomada, no ya por ellos, ni siquiera por los Aifolu, sino por el ciego azar, en cierto modo se sintió aliviado. Era tarde para retirarse, y la Horda Roja no tendría más remedio que enfrentarse al ejército más poderoso de su tiempo.

Ahora solo quedaba hacer los preparativos. Kratos hizo correr la voz de que pronto habría combate. Se redoblaron las guardias y las patrullas. Se suspendieron las sesiones de instrucción previstas. Los hombres llevaban años entrenando y sabían bien lo que tenían que hacer cuando llegara el momento. Ahora era mejor que descansaran y repararan sus equipos. Por todas partes se veía a los guerreros aceitando los hierros, resiguiendo los filos de las espadas, cosiendo los talabartes y las suelas de las botas, reparando los remaches y las hebillas de las armaduras. Algunos escribían sus testamentos por enésima vez, y otros los dictaban. Muchos de ellos tenían familia allí mismo, pero otros dejaban sus escasas pertenencias a compañeros de formación que les devolvían la gracia testando a favor de ellos. No lo hacían por pesimismo, sino porque existía la superstición de que el hombre que iba a la batalla sin haber hecho testamento no regresaba vivo de ella. El propio Kratos le dictó a Ahri sus últimas disposiciones, en las que le dejaba a Darkos su espada Krima y sus dos caballos, mientras que para Aidé reservaba un medallón que había pertenecido a su madre y el brazalete de Tahedorán. Cuando acabó de leer aquella breve lista, se dio cuenta de que a sus cuarenta años no poseía nada más, fuera de la ropa y la armadura.

Y sin embargo, pobre, alojado en una ciudad en ruinas y con un ejército de cien mil hombres a punto de atacar, se sentía mucho mejor que en los últimos quince años.

Puesto que el propio Kimalidú era imposible de escalar, Kratos envió una avanzadilla al promontorio del Maular para que estableciera un observatorio en una cresta situada al noroeste de Nidra. Desde allí podrían advertir con cierta antelación de la llegada del Martal.

Había dos campos de batalla posibles. Por la noche, Kratos se reunió con sus generales y varios capitanes en la tienda de mando. Había elegido la de Vurtán. Allí cabían hasta veinte personas apretadas. Kratos ordenó subir los faldones de la tienda, pues la noche no era fría. Así los soldados que patrullaban alrededor veían a sus generales de pie alrededor de una mesa de planos. Eso les hacía pensar que sus jefes estaban tomando decisiones por ellos.

A los soldados no les gusta decidir. Ellos quieren que se les dé todo hecho. Jamás confiarán en un general indeciso. Ese era otro de los axiomas de Vurtán.

Kratos dio sus explicaciones sobre un dibujo que había trazado Ahri.

—Tenemos dos campos de batalla posibles, caballeros. El pequeño y el grande. Este es el pequeño, al que llamaremos «la Palestra». El grande será «el Estadio».

Kratos señaló el interior de la U en cuyo vértice se encontraba la ciudad de Nidra.

—Los extremos de la U serán «los Cuernos».

—Mira, Oxay —le dijo Abatón al general del batallón Narval—, tah Kratos siempre se acuerda de ti el primero.

—¿Y no se habrá acordado más bien de los cuernos de tu padre? —respondió el general del batallón Narval.

Kratos agachó la mirada y disimuló una sonrisa. Los generales se tomaban aquella batalla con una aparente ligereza que no le engañaba. Todos estaban tensos, pero lo disimulaban delante de sus hombres. Kratos podía oler en ellos una mezcla de miedo y anticipación.

Dentro de dos días quizá nos estén devorando los buitres, pero ahora estamos más vivos que nunca.

—Tal vez no he elegido una buena comparación, pero ya se quedará con «los Cuernos». Cuando termine la batalla, les adjudicaremos un propietario entre los que más destaquen por su valor. —Los generales saludaron la ocurrencia de su jefe con una carcajada.

»En el interior de los Cuernos, en la Palestra, seremos los amos. Sólo podrán entrar los enemigos que nosotros invitemos a pasar, y ninguno de ellos saldrá vivo de allí.

—¡Así se habla! —rugió Oxay.

—En la Palestra hay espacio para desplegar las falanges de infantería con un fondo de hasta dieciséis hombres, si la flanqueamos con infantería ligera y caballería para evitar que el enemigo se cuele por los lados y pueda atacar por detrás.

—Dieciséis hombres es un fondo más que respetable —comentó Magro, el Ritión.

—Así es. De esa manera opondremos al enemigo una pared viviente de escudos y lanzas. Confío mucho más en ese tipo de muro que en los de piedra y argamasa. ¿Qué enemigo ha roto alguna vez la falange de los Invictos?

—¡Ninguno, general! —contestaron los demás.

—Los arqueros permanecerán detrás, disparando sobre las cabezas de los hoplitas. ¿Te acordarás bien, Arcaón? Sobre las cabezas, no a las cabezas.

—¡Procuraré no estar borracho cuando llegue el momento, tah Kratos! —contestó el jefe de los arqueros, levantando su jarra de cerveza.

—La infantería ligera y la caballería harán salidas desde los flancos para hostigar a los Aifolu y atraerlos a nuestra trampa. Aquí, en la Palestra, los iremos destrozando según lleguen. Tarde o temprano se darán cuenta de que no tienen nada que hacer contra nuestra falange y se retirarán. Pero la infantería no saldrá al Estadio.

Todos asintieron. Una falange como la de los Invictos era casi indestructible de frente. Pero los flancos y la retaguardia eran mucho más débiles. Y los Aifolu tenían tropas de sobra para atacarlos por los cuatro puntos a la vez. La única esperanza de la Horda era mantenerse dentro de un campo de batalla reducido donde el Martal no pudiese hacer valer su superioridad numérica.

Ya estaba bien entrada la noche cuando Aidé y Kratos se quedaron solos. Ella había estado presente en el consejo, pero no había dicho nada. Ya en el lecho (una colchoneta tendida sobre una esterilla de esparto), Kratos le preguntó qué opinaba de su plan.

—Parece sensato.

—Ajá.

—Por eso no me gusta.

—¿Cómo?

—Mi padre siempre decía que la guerra era el caos, la locura. Un plan sensato no funcionará.

Kratos se incorporó sobre el codo y se quedó mirando a Aidé. Por alguna razón, la encontraba más hermosa y deseable que nunca. Tal vez porque al día siguiente tendría que enfrentarse a los Aifolu.

—¿Tú qué harías?

—Soy más débil que tú, ¿verdad?

Kratos soltó una carcajada.

—Te contestaré que si.

—Si quisiera matarte, no me dedicaría a darte patadas en las espinillas. Te clavaría una daga en el corazón.

—Tú ya me has clavado una daga en el corazón —dijo Kratos, abrazándola.

Pero luego, cuando ella se quedó dormida, se quedó pensando en lo que le había dicho, y se levantó para buscar las notas de Vurtán.

No golpees al enemigo en los brazos, sino en el corazón. No busques su punto más débil, sino atácalo allá donde es más fuerte.

Kratos se durmió pensando en aquello.

Aún no había amanecido cuando Partágiro le despertó. Kratos se despejó enseguida. Como buen soldado, nunca había tenido problemas para espabilarse. Antes de levantarse, observó durante unos segundos a Aidé a la luz del hachón que ardía en la alcoba de la tienda. Dormía con la paz de una niña. Kratos le apartó unos rizos de la frente y le acarició el cuello. Ella sonrió, sin despertarse.

Kratos se vistió con rapidez y salió al exterior de la tienda. El cielo estaba estrellado sobre sus cabezas. Sobre la masa del Kimalidú se cernía una luz verdosa, pero el propio círculo de Shirta no llegaba a verse, tapado por la roca.

—Ya tenemos ahí a los ojos amarillos, general —le dijo Gavilán, señalando hacia el norte.

En la zona de llanura que podía verse entre los Cuernos se veían luces, y llegaba el sonido distante de cánticos y tambores. Kratos dio orden de que se adelantara el toque de diana.

—Que enciendan fuegos para desayunar —añadió—. Quiero que se vean hogueras, no vayan a pensar los Aifolu que aquí no hay más que un puñado de Khrumi.

Mientras la trompeta entonaba el toque más aborrecido por los soldados, Kratos, escoltado por Partágiro y veinte jinetes, cabalgó hasta el borde de los Cuernos. Allí los aguardaba un destacamento de exploradores. Salieron del amparo de la roca con precaución. A unos doscientos metros se atisbaban las primeras hogueras de los Aifolu. A Kratos y sus hombres o bien no los vieron, sumidos como estaban en la sombra del Kimalidú, o no se dignaron prestarles atención.

—Han viajado de noche, general —le dijo el jefe del destacamento.

—Mejor. Así mañana estarán más cansados.

Las luces eran cada vez más numerosas entre el Maular y el Kimalidú. A la izquierda se vislumbraba la masa oscura de los que llegaban, pero se sentía más su presencia por las pisadas y los cascos de los caballos, y por el traqueteo de las ruedas.

—Tah Kratos —le avisó Partágiro—. Allí viene alguien.

Kratos aguzó la vista. En la zona de nadie que se extendía entre ellos y las primeras hogueras había aparecido una sombra que se movía hacia ellos.

—¿Qué hacemos? —preguntó Partágiro—. ¿Nos retiramos?

—Espera. Creo que es sólo un jinete. Tended los arcos, pero no disparéis hasta que os lo diga —ordenó a los exploradores.

Cuando la figura se acercó hacia ellos, quedó claro que era un jinete solitario. Sobre él se movía una mancha de color claro.

—Es una bandera blanca —dijo uno de los exploradores.

—Aun así, no bajéis la guardia —advirtió Kratos—. Y dejad que hable yo.

El jinete detuvo el caballo a unos quince metros de ellos.

—¿Sois hombres de la Horda Roja? —preguntó en Ritión.

—¡Sí! —contestó Kratos—. ¿Qué quieres?

—¡Parlamentar! ¡Quiero hablar con vuestro jefe!

—¡Acércate aquí andando y de momento habla con nosotros!

El hombre desmontó y se acercó con paso cauteloso y la bandera blanca en alto. Cuando estuvo junto a ellos, vieron que era un hombre joven, con los ojos amarillos de los Aifolu. A juzgar por su ropa y lo recortado de su barba, debía de ser uno de sus nobles.

—Desarmadle —ordenó Kratos.

El Aifolu levantó los brazos y dejó que le quitaran la espada. Un soldado se la entregó a Kratos. La funda era de madera y piel. Extrajo con cuidado la hoja y estudió la línea de templado. Era un arma de Tahedo, y a primera vista parecía de buena calidad.

—¿Eres tah Kratos May? —preguntó el desconocido.

—¿Qué te hace pensar eso?

—No tienes pelo. Y tratas mi espada como sólo lo hacen aquellos que han estudiado el arte del Tahedo.

—Supongamos que fuera Kratos May. Lo que importa es: ¿quién eres tú?

—Un desertor.

Uno de los exploradores soltó una carcajada. Kratos le hizo un gesto para que se callara.

—Nadie deserta de los ejércitos que vencen, Aifolu —dijo Kratos—. Dime la verdad, o pensaré que eres un espía. ¿Quién eres, y por qué hablas Ritión?

—Me llamo Kybes, y hablo Ritión porque es mi lengua materna.

—¿Cómo puede ser el Ritión la lengua materna de un Aifolu?

—Mi madre era Ritiona, tah Kratos.

Kratos se quedó mirando el brazo derecho del presunto desertor. Le agarró por la muñeca para estudiarlo más de cerca. Le faltaban los cuatro dedos. Pero aún le llamó más la atención el brazalete con siete estrías rojas.

—¿Eres un Tahedorán?

—Sí… Es decir, no. —El prisionero vaciló.

—Dame respuestas claras si no quieres acabar colgado de un árbol.

—No soy Tahedorán, tah Kratos. Conozco las técnicas básicas, medias y superiores, y he aprendido las series hasta Taniarimya. Pero nunca he tenido la oportunidad de pasar los exámenes en Uhdanfiún.

—Entonces ¿por qué llevas ese brazalete? Debería cortarte el resto de la mano por usurpar el nombre de Tahedorán.

—Lo necesitaba para hacer de espía. —Hubo un rumor de ira entre los soldados que flanqueaban al Aifolu, pero éste se apresuró a añadir—: De espía entre los Aifolu, no entre vosotros, tah Kratos. Este brazalete me lo dio mi maestro y señor.

—¿Quién es tu maestro?

—Alguien que fue tu discípulo. El Zemalnit. Derguín Gorión.

*

Ya era de día cuando Kratos y sus hombres terminaron de interrogarlo. Después lo encerraron en una casa, si es que se podía llamar así a aquella ruina que sólo conservaba las cuatro paredes, unas cuantas losas y una porción de tejado. Kybes se sentó en un rincón y decidió esperar.

Aunque el rostro de Kratos May era impenetrable como el de una piedra, Kybes tenía la impresión de que había creído sus palabras. Le había hecho cientos de preguntas, no sólo sobre el Martal, sino también sobre Derguín y su academia en Narak. Kybes estaba seguro de haber aderezado sus respuestas con detalles lo bastante concretos y personales para que el veterano Tahedorán se convenciera de que él era agente de Derguín, y no de Ulisha.

Aun así, no estaba seguro de haber obrado con sensatez. De su deserción no se arrepentía, pues era incapaz de aguantar un solo día más en el Martal. Sólo le retenía allí su afecto por Tulbán, pero no compensaba las atrocidades que había presenciado y las que sabía que aún vería si seguía con los Aifolu. Tras la toma de Malib, la reina Samikir había cumplido su palabra. Los súbditos que acudieron engañados por su llamada eran aún más de los cien mil que había prometido. Tulbán le dijo que, según sus cálculos, tenían a más de ciento cuarenta mil prisioneros. Toda aquella muchedumbre, hombres, mujeres, niños, ancianos, venía ahora desde Malib; una caravana de reses destinada al matadero. Agua no les había de faltar, pues seguían el curso del río, pero Ulisha había ordenado que no se les diera alimento ninguno, ya que las provisiones no abundaban y había que reservarlas para la tropa.

—Podemos permitirnos que muera uno de cada dos, y aún nos sobrarán veinte mil —comentó el general.

Los exploradores del Martal habían descubierto las huellas del paso de la Horda a lo largo del río. Al tener noticia de que los Invictos también se dirigían a Nidra, Ulisha se había frotado las manos. El propio Tulbán se contagió de su entusiasmo.

—Al fin vamos a tener un rival digno de los Primevos —le dijo a Kybes, mientras cabalgaban por las orillas del Argatul.

Cuando supo que podían encontrar resistencia en aquel lugar que al principio creyeran abandonado, Ulisha ordenó que el grueso del ejército avanzara a marchas forzadas. La caravana de prisioneros quedó atrás, custodiada por veinte mil soldados de infantería y caballería ligera. Kybes estaba convencido de que los Invictos, por muy disciplinados y profesionales que fueran, no tenían ninguna posibilidad contra un enemigo que los superaba en una proporción de diez a uno. Por si fuera poco, gracias a la reina Samikir, Ulisha y su plana mayor conocían todos los detalles sobre la organización y efectivos de la Horda Roja.

Mas, por otra parte, a Kybes se le había ocurrido que el anhelo de Ulisha por pasar a la historia como un caudillo heroico, digno de cantares y poemas, podía brindarles a sus enemigos una oportunidad. Por eso había desertado. No encontró ningún problema para huir del campamento, porque, como había sugerido el propio Kratos, ¿quién en su sano juicio abandonaría aquel ejército invencible para unirse a un enemigo tan inferior en número? Ahora, el destino de Kybes estaba unido al de la Horda, para bien o para mal.

—Tienes una visita, prisionero —le dijo uno de los guardianes.

Kybes se puso de pie, alarmado. Lo primero que pensó fue que Kratos había decidido que era un espía y enviaba sicarios a matarlo. Pero el personaje que entró tras el centinela parecía inofensivo. Era un hombrecillo medio calvo, que no debía llegar al metro y medio de estatura y vestía una extravagante túnica morada.

—¿Te conozco? —preguntó Kybes, dubitativo.

—Deberías conocerme —dijo el hombrecillo, abriendo los brazos—. ¡Soy el Gran Barantán! Mago, médico, algebrista, poeta, escritor y excelso amante. El orden puede variar, según la necesidad.

—Creo que he oído hablar de ti. ¿No escribiste tú…?

—¡Basta! No más elogios a mis obras históricas, por favor. Ultimamente he recibido demasiados. He venido a visitarte porque antes, al verte con el general Kratos, me he dado cuenta de tu problema. Yo tengo la solución.

Kybes volvió a sentarse en el rincón y se frotó la cara. No había dormido en dos noches y estaba agotado.

—¿A qué problema te refieres? Tengo tantos ahora mismo que no sé cuál elegir.

—A esa mano con la que te estás hurgando el oído. Con muy poco éxito, por cierto.

Kybes dejó de tocarse la oreja y se miró los muñones.

—¿Conoces algún truco para hacer que los dedos crezcan de nuevo? Si no es así, prefiero que me dejes descansar.

—No he inventado aún ese tipo de pócima. El crecimiento de carne nueva no sería problema, pero sin huesos no creo que te sirviera de mucho. Dime: ¿me equivoco si sugiero que tienes problemas para manejar la espada?

—Aún más que para hurgarme las orejas. Un niño de pecho podría blandir la espada mejor que yo.

—¡Pues aquí tienes la solución!

El hombrecillo sacó de un bolsillo de su túnica un extraño objeto y se lo dio a Kybes. Estaba fabricado de finos alambres dorados que se entrecruzaban formando una compleja red en cuyos nudos había piedrecillas de colores. Al principio Kybes pensó que se trataba de una pulsera, pero al cogerlo comprobó que los alambres giraban sobre los nudos en todas las direcciones y que aquel objeto cambiaba de forma entre los dedos de una forma aparentemente caótica.

—¿Qué es esto?

—Lo llamo transmutador, a falta de que se me ocurra otro nombre más inspirado.

—¿Y para qué sirve? ¿Qué tiene que ver con manejar la espada?

—Digamos que tiene un fundamento geométrico. Quédate con él. Si ves que funciona, podremos discutir el precio de mi tratamiento. Ahora me despido. ¡Soy el Gran Barantán, un hombre muy ocupado!

Kybes se quedó a solas con aquel curioso juguete. Al principio pensó en tirarlo al suelo y aplastarlo a pisotones, pero pronto se dio cuenta de que no era capaz de soltarlo. Era fascinante observar cómo cambiaba de forma, el modo en que las piedrecillas de colores y los alambres creaban nuevas mallas y se amoldaban dóciles bajo sus dedos para improvisar nuevas geometrías. Al cabo de un rato, Kybes ya no veía las paredes que lo rodeaban, e incluso dejó de oír las trompetas, los gritos y los tambores que sonaban en el exterior. Sólo existía aquella extraña red…

Era ya mediodía cuando Kratos se reunió de nuevo con su plana mayor. Pensó que tenía que convencerlos rápido. El tiempo corría demasiado veloz. La noche aún parecía lejana, pero antes de que se dieran cuenta les caería encima. Y entonces los Aifolu desatarían a los demonios de fuego.

—Gracias a los informes de Kybes —les explicó—, conocemos ahora la composición casi exacta de las tropas del Martal. Si restamos las tropas que han quedado en la retaguardia con los prisioneros, y que no llegarán hasta mañana, nos enfrentamos a lo siguiente. Veinte mil guerreros T’andri. Veinte mil Aifolu de infantería ligera, entre arqueros, lanceros y peltastas. Quince mil de infantería pesada.

—¡Nos triplican sólo en infantería pesada! —dijo Magro.

—Pero su armamento es más ligero que el de nuestros hoplitas —respondió Kratos.

—¡Cosa que les vendrá muy bien cuando tengan que salir corriendo! —saltó Abatón.

Hubo carcajadas nerviosas. Kratos siguió desgranando números. Casi treinta mil jinetes de caballería ligera. Cuatro mil Glabros con sus pájaros del terror. Y cuatro mil jinetes de caballería pesada, la élite de los Aifolu, los llamados Primevos.

—No sé, yo he perdido ya la cuenta —dijo Abatón—. ¿Cuántos van, Numerista?

—Noventa y tres mil hombres —contestó Ahri.

—Tocamos a diez para cada uno —dijo Abatón—. Creo que mañana tendremos agujetas en los brazos de matar a tantos Aifolu.

—Mañana no tendremos brazos —sentenció Magro en tono lúgubre.

—¿Confías en ese desertor? —preguntó Oxay—. ¿Y si Ulisha lo ha enviado para desmoralizarnos?

—Lo peor aún no lo he dicho —dijo Kratos—. A todas esas fuerzas tal vez podríamos contenerlas, encerrados aquí, al amparo del Kimalidú. Pero tienen con ellos a dos criaturas del infierno llamadas Gankru y Molgru que pueden reducirnos a cenizas mientras el resto del Martal se dedica a aplaudir.

—¡Eso son paparruchas, Kratos! —dijo Abatón—. ¿Te han contagiado esos cuentos de viejas?

—Ya no podemos despreciar los informes que tenemos sobre esos demonios, Abatón —repuso Kratos, sin perder la calma—. No es sólo lo que nos han contado los refugiados. Mi propio hijo vio a una de esas criaturas en Ilfatar. El desertor Kybes fue testigo de cómo otro monstruo salía de la Torre de Sangre y destrozaba con sus llamas una cúpula de piedra. Y yo mismo he visto a Aridu, el tercer demonio. Está en el fondo de la Torre de la Sangre que se levanta sobre nuestras cabezas.

—Es sólo una estatua —objetó Magro.

—Tú no la has visto como yo —respondió Kratos—. Un mazo de metal más grueso que tu cabeza no le ha hecho el menor daño. Las estatuas, según tengo entendido, se abollan o se hacen pedazos cuando reciben ese tipo de golpes.

Hubo un silencio nervioso. Kratos desenrolló el mapa sobre la mesa e indicó a los oficiales que se acercaran.

—Debemos ponernos en la peor hipótesis posible. Si esos demonios han derribado las murallas de Ilfatar y de Malib, no penséis que una empalizada improvisada sobre un terraplén conseguirá detenerlos. En cuanto el sol se oculte, nos enviarán a esos demonios para que siembren el fuego y la destrucción entre nuestras filas. Nuestros Invictos están preparados para luchar contra otros hombres, no contra criaturas del infierno.

—Entonces ¿qué sugieres tú? —preguntó Abatón.

—Iniciar la batalla antes, mientras sea de día. Atacar primero.

Kratos señaló con el dedo índice en el mapa. Allí Ahri había dibujado la disposición del campamento Ainari, tal como se la había explicado Kybes. En el centro había un triángulo amarillo que representaba la tienda de mando. Al lado se veía un círculo con tres cuadrados negros en el interior.

—Este círculo es una empalizada —dijo Kratos—. Dentro hay tres tiendas negras. En dos de ellas guardan a los demonios hasta que llega el momento de emplearlos en la batalla. La otra tienda es el cubil del propio Enviado, Yibul Vanash. Él es el corazón y el cerebro de este ejército. Penetraremos en las filas Aifolu como una cuña, y antes de que se haga de noche destruiremos su centro de mando, quemaremos a los demonios dentro de sus tiendas y mandaremos al Enviado al infierno.

Abatón señaló la zona que se extendía entre los Cuernos y el centro del campamento Aifolu.

—¿Y qué haremos con todas estas tropas? Caballería pesada, ligera, guerreros negros, infantería, arqueros… Por no hablar de los pájaros del terror.

—Los Glabros estarán al otro lado. Ulisha no quiere que participen en la acción.

—¡Qué gran alivio! Serán cuatro mil menos.

—Lo que haremos será atacarles de frente con los cuatro batallones de infantería, y luego, cuando hayamos salido al Estadio, realizar un movimiento hacia la izquierda, así. —Kratos simuló el giro con sus dedos sobre el mapa.

—Eso les ofrecerá nuestro flanco derecho —dijo Oxay—. Es una invitación para que nos rodeen y nos ataquen por la espalda.

—Cubriremos ese flanco. Pero tienes razón en una cosa: es una invitación. Cuando sus tropas se lancen contra nuestra falange, abrirán un hueco entre sus filas, y por ese resquicio entraré yo con la caballería. Directo al corazón del enemigo.

—Por lo que yo sé de ellos —dijo Frínico, que no había hablado hasta ese momento—, no desplazarán a su caballería pesada contra nuestros infantes. Los Primevos son demasiado orgullosos para eso. Haga lo que haga la falange, ellos formarán delante de Ulisha, protegiéndolo. Esos jinetes llevan más blindaje que nosotros, y sus corceles son más pesados que los nuestros. No podrás atravesarlos como si fueran un trozo de mantequilla.

—Esos jinetes no estarán ahí para entonces, Frínico. Te lo aseguro —contestó Kratos.

—¡Salir a campo abierto contra casi cien mil hombres es una locura! —se lamentó Magro—. Nos rodearán por todas partes.

Kratos miró a sus oficiales a los ojos, uno por uno.

—Sí, es una locura —dijo Kratos—. Pero la guerra es el reino del caos y de la demencia. Nosotros seremos aún más locos que los Aifolu. Les golpearemos en el corazón. Si quieren enviar a sus demonios contra nosotros, que lo hagan. Estaremos tan cerca que sus llamas también los abrasarán a ellos.

*

Mientras los trompetas llamaban a todos los hombres a sus puestos, Kratos envió a un mensajero con bandera blanca. El mensajero, como le había indicado, se detuvo antes de llegar a la línea imaginaria que unía los Cuernos y separaba la Palestra del Estadio. No tardó en salir de las filas Aifolu otro emisario. Después de parlamentar un rato, el mensajero de la Horda volvió a galope tendido.

—Aceptan, tah Kratos —le informó—. El Adalid está dispuesto a parlamentar contigo.

Kratos asintió y pidió que le trajeran su armadura. Partágiro se ofreció a ayudarle, pero él le dijo:

—No. Avisa a mi hijo, por favor.

Estaba junto a una de las puertas que habían improvisado en los restos de la muralla para que las tropas tuvieran el paso expedito. Desde allí contempló la llanura que se extendía entre el Kimalidú y el Maular. El cauce seco, que el día anterior se veía como una extensión yerma de color ocre, era ahora un hervidero de tiendas y hombres que a derecha e izquierda llegaban hasta donde abarcaba la vista. Tan sólo mil metros separaban a la Horda de las primeras filas del Martal. El humo de millares de hogueras se elevaba al cielo en columnas verticales, pues no soplaba una brizna de aire, y las voces y los cánticos de los enemigos sonaban como el bramido de las olas contra un acantilado.

Kratos levantó la mirada. Desde media mañana llevaba formándose un nubarrón sobre sus cabezas que no dejaba de crecer, y ahora proyectaba su sombra sobre Nidra y toda la Palestra. Aquella nube no era natural. No había venido de ninguna parte, porque no soplaba el viento. Ni siquiera se había formado sobre el cercano lago de Bórax, sino sobre la misma Roca de Sangre. Tal vez fuera un encantamiento del Enviado para hundirles la moral. Si era así, se había equivocado. Los soldados ya estaban comentando que habían tenido suerte, pues gracias a la nube podrían luchar a la sombra.

Darkos llegó corriendo. Al ver a su padre de pie junto al caballo, con la coraza, los brazales, las grebas y el broquel de jinete, pareció comprender lo que se avecinaba.

—Vais a luchar…

—Esto no será Ilfatar, hijo. Nosotros no somos la milicia.

—Pero ellos son muchos más.

—No se puede manejar a más de diez mil hombres. Esos son los que yo tengo, hijo. Anda, ayúdame a armarme. Hoy serás mi escudero.

A Darkos se le iluminaron los ojos por un momento, pero luego levantó las cejas, asustado.

—¿Te acompañaré a la batalla?

—No, hoy no lo harás. Es demasiado pronto. Ya llegará tu momento.

Kratos se echó sobre los hombros la coraza de jinete. Ésta cubría la espalda entera, pues los jinetes, al contrario que los hoplitas, no veían como una deshonra retirarse cuando era necesario para adquirir impulso y volver a cargar. Además, los combates de caballería acababan siendo un caos en el que se podía recibir una herida desde cualquier parte.

Mientras Darkos le abrochaba las hebillas y le ceñía los brazales, Kratos le dijo:

—Hoy puedes llevar a Luz. Quiero que protejas a Aidé.

—Como tú digas, padre.

—Os quedaréis en la gruta, con las demás familias. Pero si las cosas se torcieran… —Kratos se volvió y miró a su hijo a los ojos—. ¿Recuerdas lo que hiciste por Asdrabo?

—Sí, padre —contestó Darkos, tragando saliva.

—Quiero que hagas eso mismo por Aidé. No permitas que caiga en manos de los Glabros.

Ya armado, Kratos abrazó a su hijo y montó sobre Marteño. Escoltado por tres hombres, como habían acordado, bajó el terraplén y se dirigió hacia el centro del Cercado. Lo acompañaban Partágiro; Barcarón, que era el nuevo portaestandarte de la Horda, y el general Frínico.

Frente a ellos se levantó una pequeña nube de polvo, que fue creciendo conforme los jinetes Aifolu se acercaban. Kratos refrenó el paso de su montura y se detuvo en el lugar elegido, fuera del alcance de los arqueros de ambos ejércitos.

Los Aifolu no tardaron en llegar. Los cuatro montaban soberbios corceles, recubiertos con blindajes aún más pesados que los de la Horda. Traían dos estandartes. Uno era el del Martal, escarlata y con los tres círculos negros que simbolizaban a su dios. El otro, unas letras plateadas sobre fondo amarillo, era el del propio Ulisha. Kratos se fijó en el hombre que lo llevaba, pues Kybes le había hablado de Tulbán, un guerrero de soberbia estampa que lo miraba desafiante y a la vez curioso. Kratos jamás había visto un caballo tan grande como el que montaba Tulbán.

Uno de los jinetes se adelantó. Llevaba una armadura negra con ataujías rojas y un imponente yelmo alado que apenas dejaba ver su rostro. Pero cuando se quitó el casco, Kratos descubrió el rostro cansado de un hombre enfermo, tal como le había contado Kybes. Hasta el momento, toda la información que le había dado era correcta. Kratos se adelantó a su vez y se despojó del yelmo.

Los dos generales se miraron a los ojos, sin decir nada durante un rato. Kratos ya estaba a punto de hablar, cuando Ulisha le saludó en Nesita:

—Es un honor conocerte, tah Kratos. El eco de tus proezas ha llegado hasta el lejano sur del que provengo.

Así que le gusta el tono épico, como aseguró Kybes.

—Yo sí que me siento honrado de conocerte, Binarg-Ulisha-Rhaimil. Hasta en Ainar y Mígranz se dice que eres el mejor general de nuestro tiempo, y que habría que remontarse muchos siglos, a la época de Minos Iyar o vuestro Binarg el Grande, para encontrar parangón a tus hazañas.

Aún intercambiaron algunas zalemas más. Kratos halagó las virtudes de Darnil, el difunto hijo de Ulisha, aunque apenas había llegado a conocerle, y Ulisha, por su parte, alabó a Hairón, el anterior Zemalnit. La voz del Aifolu sonaba monótona e inexpresiva y su mirada era opaca. Kratos pensó que a aquel hombre no le quedaban muchas semanas de vida.

Si los dioses nos ayudan, no pasará de hoy.

—Te he pedido esta reunión, noble Adalid —dijo Kratos—, porque tengo una propuesta que hacerte. Como ves, el destino nos ha traído al mismo lugar y al mismo tiempo. Los dos mejores ejércitos de Tramórea.

—El mío, diez veces más numeroso que el tuyo —precisó Ulisha, con una nota de malicia en su voz metálica.

—Tienes razón. Por eso, si hoy nos derrotas, las generaciones venideras no dirán que el Martal venció a la Horda Roja por el valor de sus caballeros. No, por el contrario, contarán que fueron los oscuros T’andri, los arqueros Aifolu y los pájaros del terror los que aplastaron con su superioridad numérica a los Invictos.

Ulisha apretó los labios, hasta que su boca no fue más que una línea recta surcada de arrugas verticales.

—No está en mi mano decidir lo que dirán las generaciones venideras.

—Al contrario, noble Ulisha. Te propongo que la cuestión de cuál es el mejor ejército del mundo se dirima a la antigua usanza. Tus caballeros contra los míos. Si vencéis, nos entregaremos a vosotros con armas y posesiones. Si vencemos nosotros, nos dejaréis abandonar este lugar en paz. ¿Qué respondes?

Ulisha entrecerró los ojos, dubitativo. Kratos decidió insistir.

—Imagínate la carga de caballería más gloriosa que han visto los siglos. El eco de los cascos hará retumbar estas paredes de roca. Cuando choquen lanza contra lanza y escudo contra escudo, sonará tal trueno que tu dios lo oirá y sonreirá complacido.

Ulisha sonrió.

—Me has convencido, tah Kratos. Aquí mismo, donde estamos, cruzaremos nuestras armas. ¡Prepara a tus caballeros!

La primera parte, conseguida, se dijo Kratos, volviendo grupas. Pero hablar siempre es más sencillo que luchar.

*

Kybes seguía tan obsesionado con aquel juguete de alambre que cambiaba sin cesar de geometría que al pronto no reparó en que Kratos había entrado en la casa. Sólo se dio cuenta de su presencia cuando el Tahedorán le sacudió por el hombro. Levantó la mirada y durante unos segundos lo vio borroso. Debía de llevar mucho tiempo con la vista enfocada en el objeto.

—He hablado con Ulisha —dijo Kratos—. Todo lo que me has contado era cierto. Eso me hace pensar que puedo confiar en ti. ¿No me decepcionarás?

—¡Por supuesto que no, tah Kratos! ¡Jamás decepcionaría al maestro de mi maestro!

—¿Así que Derguín se hace llamar maestro, tan joven? ¡Qué ínfulas!

Kratos le hizo una señal para que le siguiera y salió de la casa sin mirar atrás. Era evidente que llevaba prisa.

En la puerta ya no había guardias. Entre las ruinas se veía mucho ajetreo. Cientos de niños y mujeres se apresuraban hacia la gran pared del Kimalidú, cargados de enseres y provisiones, mientras que los soldados corrían hacia el otro lado entre resonar de botas y placas metálicas. Todo era sonar de trompetas, voces de mando, llamadas, relinchos de caballos, llantos de niños asustados. Y de fondo sonaba la marea lejana del Martal.

—Necesito todos los hombres disponibles —dijo Kratos, sin detenerse—. ¿Estás dispuesto a combatir contra tu propio pueblo?

—Ellos no son mi pueblo, tah Kratos. Yo soy Ritión. Soy un hombre civilizado, no un asesino de niños.

—Me alegro de saberlo. En ese caso pelearás en la caballería. La infantería necesita un adiestramiento que no creo que te haya impartido Derguín. Llegaste a caballo, así que doy por supuesto que eres buen jinete.

—Lo soy, tah Kratos.

Mientras caminaban hacia las fortificaciones exteriores, Kybes pensó que sucedía algo raro. Todo lo que veía le resultaba extraño, como si en el mundo entero hubiera algo incorrecto, equivocado. Pero no sabía asegurar la razón. Se detuvieron junto a un grupo de jinetes. Allí aguardaba el caballo de Kybes, y a su lado, sobre un sillar derribado, había un peto, un yelmo y una lanza de casi tres metros.

—Ese será tu capitán —le dijo, señalando a un Trisio de rubias trenzas que le saludó con la mano—. Haz lo que te diga y a lo mejor sales vivo. ¿Has estado alguna vez en una batalla?

—No, tah Kratos.

—Mejor. Te devuelvo tu espada. Es un buen acero, así que hónralo.

Al coger su armas, Kybes vio algo que le hizo dar un grito y retroceder asustado. Kratos le preguntó qué le pasaba.

—No te preocupes, tah Kratos —intervino Barantán, que había aparecido allí colándose entre dos caballos—. Nuestro amigo tiene un pequeño problema de adaptación, pero ya me encargo yo de él.

—No le dejes que te cruja los huesos. Duele mucho —se despidió Kratos, guiñándole un ojo.

Kybes contempló incrédulo su mano derecha, y luego se agachó junto a Barantán y le susurró:

—¿Qué le has hecho a mi mano? ¿Por qué ahora tiene dedos?

—Porque se los he quitado a la izquierda y te los he cosido mientras no te dabas cuenta. No te digo…

Kybes levantó ambas manos y las puso una junto a otra. Al pronto podría haber creído a Barantán, pues ahora los muñones estaban en la izquierda, y no en la derecha. Pero no había heridas, ni cicatrices, ni puntos de sutura. Y además, era imposible. Aunque lo que estaba viendo también era imposible.

—Hasta el lunar que tenía en la mano izquierda se me ha cambiado a la derecha… —musitó.

—Levanta la vista y dime si notas algo extraño en la gente.

Kybes observó a los jinetes que terminaban de ponerse las armaduras y de ajustar los arreos de sus monturas. Llevaba un rato observando algo extraño en ellos, y también en el resto de la gente, incluyendo a Kratos. De pronto se dio cuenta.

—¡Todos son zurdos!

—Eso es lo que dices tú. Verás —dijo, levantando su diestra—: ésta es mi mano izquierda. Dime una cosa, ¿no notaste nada raro en el rostro de Kratos?

—Sí, Y a ti también te veo raro.

—Eso es porque ninguna persona tiene el rostro del todo simétrico. Ahora nos ves a todos como si estuviéramos reflejados en un espejo.

Kybes empezaba a comprender. Le resultaba inverosímil, pero sólo tenía que contemplar su mano derecha y mover los dedos para aceptarlo.

—Entonces… tu transmutador ha hecho que todo el mundo se vuelva del revés.

—¡Bravo! En la vida se me habría ocurrido una explicación más egocéntrica y solipsista. En vez de pensar que todo el universo se ha dado la vuelta para contentarte a ti, ¿no crees que es más fácil pensar que lo que se ha vuelto del revés es esto? —le preguntó Barantán, tocándole la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Ya te he dicho que mi truco era geométrico. Es la propia geometría de tu mente la que se ha invertido. Antes. —Barantán le tocó la sien derecha—, esta parte de tu cabeza era la que gobernaba tu mano buena. Ahora —le tocó la sien izquierda— la gobierna esta otra.

—Pero… No entiendo nada.

—Es mejor que no intentes comprenderlo. ¿Eres capaz de usar la espada?

Kybes se llevó la mano buena a la cintura y desenvainó en una perfecta Yagartéi. La coordinación fue excelente. Llevaba tantos días manejando esa mano que el brazo se le había fortalecido. De hecho, seguía sin poder creer que aquélla era su mano izquierda, aunque el lunar que tenía sobre la primera falange del índice así lo atestiguaba.

Pero lo importante era que podía manejar la espada.

—Pues ¡buena suerte en la batalla! —le deseó Barantán.

—¿Cómo podré pagarte?

—Observa bien los detalles de todo lo que ocurra durante el combate y cuéntamelos luego. Necesito un informador para mis crónicas, si quiero evitar que luego me endilguen la injusta reputación de embellecer los hechos.

Mientras el hombrecillo se alejaba, Kybes se quedó pensando si no estaba dentro de un absurdo sueño. Pero, si así era, ¿cuándo había empezado a soñar? ¿Cuándo el hombrecillo le entregó el juguete de alambre? ¿Cuándo bebió el elixir de sangre y Bintra le cortó los dedos? ¿O cuando Derguín lo envió a esa misión de pesadilla?

—Yo te conozco —le dijo una voz.

Kybes ya tenía casi el pie en el estribo, pero se volvió. Un muchacho de unos catorce o quince años le miraba fijamente. Le resultaba familiar.

—Tú te llevaste a Rhumi —le acusó.

—Rhumi. Entonces tú… ¡Tú eres el chico que huía por el bosque!

El muchacho llevaba una espada en el lado incorrecto (como todo el mundo). Acarició la empuñadura como si estuviera tentado de desenvainarla.

—¿Dónde está tu brazalete de Tahedorán? —le preguntó, con una mirada casi insolente.

—No soy Tahedorán. Era un engaño —confesó Kybes.

—Te llevaste a Rhumi —masculló el chico.

—Se la entregué al jefe del Martal. Ahora está en su harén. El es un viejo impotente. Ni siquiera la ha tocado.

—¡Mataste a Asdrabo!

—Si te refieres al guerrero que os acompañaba, yo no tuve nada que ver —dijo Kybes, montando en el caballo, pues el resto del escuadrón ya se ponía en marcha—. Lo mataron mientras yo te perseguía a ti. Y te recuerdo que, de no haber sido por mí, ahora tú también estarías muerto. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Mi padre es Kratos May.

Kybes estudió los rasgos del muchacho. Sí, se parecía al jefe de la Horda. Por suerte, el muchacho no lo había visto hasta ese momento. Habría sido muy difícil explicarle la verdad a su padre.

—¿Cómo te llamas, hijo de Kratos? —preguntó, ya desde la silla.

—Soy Darkos May.

—Pues bien, Darkos May. No estoy en deuda contigo, puesto que me debes la vida y yo a ti nada te debo. Pero te prometo una cosa: si los dioses de la batalla nos son propicios, lo primero que haré será ir al harén de Ulisha y devolverte a Rhumi. ¡Así que reza por mí!

Los jinetes de su escuadrón ya bajaban por el terraplén. Sin mirar atrás, Kybes los siguió.

Antes de entrar en combate, Ulisha dio las últimas instrucciones a su hijo. Los Primevos cargarían contra los jinetes de la Horda y los aplastarían. En el caso poco probable de que sufrieran un revés y el propio Ulisha quedara fuera de combate, Bintra ordenaría la retirada. Luego, serían los T’andri quienes lanzaran un ataque de desgaste contra los Invictos. Después de hostigarlos y desordenar sus filas, mandarían una oleada masiva de infantería. Por muy disciplinadas que fueran las falanges enemigas, no podrían resistir el embate de veinticinco mil soldados.

—A los Glabros ponlos al otro lado del campamento —le dijo, señalando hacia el Maular—. No quiero que intervengan en la batalla. Estoy harto de sus desmanes.

—Como quieras, padre —repuso Bintra, con aquel tono de hastío que tanto irritaba a Ulisha—. ¿Y las máquinas de guerra?

—No serán necesarias.

—¿Y los hijos del dios? ¿Tampoco serán necesarios?

Ulisha levantó la mirada. Quedaban unas dos horas para que se hiciera de noche.

—Esta batalla será breve. Pero si se pone el sol y aún no hemos aplastado a los infieles, desata la ira de Gankru y Molgru sobre ellos.

Después de hablar con Bintra, Ulisha entró en el cercado donde se encontraban las dos tiendas que guardaban a los hijos del dios, pero no fue allí donde acudió, sino al pabellón que alojaba al Enviado.

Como siempre, le sorprendió la oscuridad que reinaba allí dentro, y también el frío. La tienda de Yibul Vanash era como otro mundo, ajeno a todo lo que lo rodeaba. Entre los mandos Aifolu se comentaba que se debía al poder de la lanza rota que le servía de bastón.

Ulisha avanzó unos pasos en una negrura casi total y se detuvo.

—¿A qué has venido, hijo? —le preguntó la voz de Yibul Vanash. Sonaba más suave que otras veces, como impregnada de una extraña dulzura.

—Solicito tu bendición, Enviado. Voy a cabalgar a la batalla para mayor gloria del Destructor.

Una luz se encendió frente a él. El Enviado caminaba hacia Ulisha, acompañado por un sacerdote que había prendido una antorcha. Ulisha se arrodilló ante él, y al hacerlo observó algo raro. Por primera vez desde que lo conocía, Yibul Vanash llevaba los pies calzados.

La mano del Enviado se posó sobre su cabeza. De sus dedos brotaba una cálida corriente que pareció llenar sus venas de una energía desconocida. Yibul Vanash puso ante él el cáliz de diorita.

—Bebe, hijo. Bebe la sangre de los dioses y lucha por ellos.

Ulisha bebió un breve trago. Lo que acababa de oír le llenó de confusión y zozobra. Era la primera vez que oía hablar de los dioses en boca del Enviado. Aquellas palabras bien podían ser una blasfemia. Pero entonces la placentera gelidez del elixir llenó sus entrañas, y todos sus pensamientos se volvieron hacia la batalla inminente.

—Cabalga glorioso hacia la muerte, Binorg-Ulisha-Rhaimil —le despidió el Enviado.

Kratos desplegó a los dos mil hombres de caballería en el llano. Detrás de ellos, sobre el terraplén, los parapetos y la explanada en la que se alzaban las ruinas, formaba el resto de la Horda: cuatro mil seiscientos hoplitas agrupados por falanges y batallones, los mil cincuenta arqueros al mando de Arcaón, los mil trescientos soldados de la infantería ligera, incluso los doscientos mastines de guerra. Ni siquiera llegaban a diez mil hombres. Pero al sentir todos aquellos ojos puestos en él, Kratos pensó que eran el mejor ejército del mundo y los ojos se le empañaron. Tenía miedo. No era el temor a la muerte que todo soldado experimenta antes del combate. En su caso, había desaparecido del todo. En cierto modo se sentía inmortal, o le daba igual la muerte, no sabría decirlo.

No. Lo que le daba pavor era fallar a sus hombres, no mostrarse digno de tan nobles guerreros. Quería decirles algo, pero las palabras no le brotaban de la garganta. Las instrucciones ya habían sido impartidas, y cada general, cada capitán, cada sargento y cada cabo sabía lo que tenía que hacer. Luego, Anfiún, dios del caos y de la guerra, decidiría. ¿Qué más podía decirles?

En vez de pronunciar una arenga, Kratos desenvainó a Krima y la enarboló sobre su cabeza. Un runrún de voces empezó a sonar entre las filas de la Horda. Kratos hizo girar a Marteño y cabalgó por delante de la caballería, saludando con la espada a los jinetes y a los hombres que se aglomeraban más atrás. El runrún se convirtió en un clamor. Los caballos relincharon excitados, los jinetes levantaron sus lanzas, los hoplitas hicieron chocar las picas contra los escudos, los infantes y los arqueros blandieron en alto sus armas. Kratos esperaba que gritaran el lema de la Horda, el nombre de Hairón, pero en su lugar un único nombre brotó de casi diez mil gargantas:

—¡KRA-TOS! ¡KRA-TOS! ¡KRA-TOS!

Kratos se volvió hacia el norte. Hacia el Martal. Los Invictos ya estaban listos para la batalla.

Ulisha formó al frente de los Primevos. De sus cuatro mil caballeros, sólo había dejado a un millar en la reserva. Los otros tres mil cabalgarían con él contra los dos mil jinetes de la Horda. Era una pequeña ventaja a la que no pensaba renunciar y que no consideraba deshonrosa.

A ambos lados de Ulisha formaban sus diez Purpúreos. Era la primera vez que los hombres de su guardia personal entraban juntos en combate. A la derecha del Adalid estaba Tulbán, enarbolando en su fuerte brazo el estandarte amarillo de los Rhaimil. Bajo los muslos de Tulbán, Castigo, el caballo más grande del mundo, dilataba los ollares y movía las orejas, ansioso de entrar en combate. Estrella del Sur, el corcel del propio Ulisha, pateaba el suelo, contagiado de la impaciencia de Castigo.

—Qué momento más glorioso, Tulbán —dijo Ulisha.

—Sí que lo es, Adalid. Me siento orgulloso de cabalgar a tu lado.

Y Ulisha se sentía orgulloso de cabalgar junto a Tulbán, y junto a los demás Primevos. Señores nómadas, dueños de grandes rebaños de vacas, ovejas y caballos, amos de las estepas y las sabanas. Entre ellos había muchos cincuentones, veteranos que llevaban décadas luchando contra los urbanitas, los corruptos y avarientos habitantes de las ciudades.

Antes de parlamentar con Kratos, Ulisha había dormido una breve siesta, pues su salud no le dejaba conciliar un sueño profundo por las noches. En ella, había recibido una visión profética, enviada sin duda por el propio Ariseka. Se había contemplado a sí mismo agonizando, sentado sobre su trípode de bronce, con la punta de una flecha clavada en su pecho, mientras todo el Martal desfilaba al pie de la Torre de la Sangre para rendir homenaje a su señor por última vez. Y se había despertado de su sueño con una sonrisa en los labios.

—¡En marcha, Primevos! —ordenó.

Tulbán movió el estandarte hacia el frente, y los tres mil jinetes obedecieron la orden. Atravesaron las filas de la infantería pesada, y luego cruzaron entre las compañías dispersas de la infantería ligera, y los honderos y arqueros saltaban a su paso y aclamaban su nombre. Pero Ulisha sólo tenía oídos para sus Primevos, para el entrechocar de las placas de hierro y el tintinear de las lorigas, para el retumbar de los cascos herrados sobre la tierra seca, para los relinchos y resoplidos de los caballos. Eran animales enormes, corceles de una raza norteña que los Aifolu habían mantenido pura desde que el gran Binorg los guiara hasta el lejano Ainar. Esos caballos eran de lo poco bueno que los Aifolu habían encontrado en Tramórea, la tierra que despreciaban. Y cuando volvieran a la tierra perdida de Aifu se los llevarían con ellos.

Se acercaban ya a las grandes crestas de roca que marcaban el entrante donde les aguardaba la Horda. Allí, al fondo, camuflada contra la arenisca roja del Kimalidú, se alzaba la Torre de la Sangre. A Ulisha aquel edificio le daba igual. Los sacrificios eran cosa del Enviado. La presa que ansiaba el Adalid era la Horda Roja.

Cruzaron la última línea de sus propias fuerzas. Los escaramuceros T’andri les saludaron botando en el suelo y aporreando con las lanzas sus escudos de mimbre y piel. El jefe de los guerreros negros, el príncipe Umeko, corrió unos metros junto a Ulisha y le colgó un amuleto del arzón.

—Suerte y rapiña, Señor de la Noche —le deseó.

Ulisha adelantó el cuerpo sobre la silla y apretó las piernas. Estrella del Sur aceleró el paso. Alrededor, los demás caballos hicieron lo propio.

Con un trote cada vez más rápido, sobrepasaron las crestas de roca. Allí, en aquel campo de batalla, se decidiría quiénes eran los mejores caballeros. Sus enemigos ya estaban formados, en un amplio frente; pero desde su posición casi a ras de suelo, Ulisha no podía apreciar cuántas filas de profundidad tenían. Entrecerró los ojos para ver mejor a sus adversarios. En el centro se distinguía un estandarte rojo. Kratos May no debía de estar muy lejos de él. Ulisha sonrió con tristeza. Le habría gustado embestir contra él, pero ya no estaba en su mejor momento, y no era Tahedorán como aquel hombre.

Aun así, morir a manos de alguien como Kratos May no sería tan malo. Su ejército triunfante lo llevaría en andas y todos llorarían por él. Bajo los brazales negros, el vello de los brazos de Ulisha se erizó de emoción. Miró a ambos lados. Iba un metro por delante de los demás, pues todos se mantenían un poco retrasados por respeto a él. El Adalid levantó el brazo.

—¡Cargad! ¡Por Aifu!

Tulbán levantó el estandarte y repitió la orden de Ulisha con su vozarrón. Cientos de banderines enganchados en las lanzas tremolaron en respuesta, y un alarido atronador repetido por mil gargantas respondió:

—¡¡¡POR AIFUUU!!!

Así empezó la galopada de los Aifolu. Encerrados entre las altas paredes del Kimalidú, hicieron retemblar el suelo con sus cascos. Ulisha sintió cómo se le removían las vísceras, pero no le importó el dolor. Después de mucho tiempo, volvía a sentir la euforia del combate.

Frente a ellos, las trompetas de la Horda dieron la señal, y los Invictos cargaron.

—Va a ser un choque glorioso —musitó Ulisha.

Pero cuando aún estaban a casi doscientos metros de ellos, el estandarte del narval en el que tenía puestos los ojos se abatió a un lado. En ese mismo instante, los jinetes de la Horda giraron a izquierda y derecha, en un movimiento abrupto y perfectamente ensayado.

—¡Malditos cobardes! —exclamó un Purpúreo a su izquierda.

Los Aifolu aceleraron la carga para llegar hasta los enemigos antes de que éstos tuvieran tiempo de volver grupas y escapar de ellos. En el hueco que habían dejado los jinetes de la Horda, entre el polvo, se advertían formas oscuras que corrían. Hombres a pie.… pensó Ulisha.

—¡Adalid, arqueros! —le advirtió Tulbán.

Se oyó un gran crujido, el restallido simultáneo de un sinfín de arcos. Una nube de flechas voló hacia las alturas. Ulisha levantó la mirada y las vio elevarse como una bandada de pájaros mortíferos, pero no se asustó. Esas flechas causarían algunos daños entre ellos, pero lo único que tenían que hacer era galopar aún más veloces, y así sólo tendrían tiempo de recibir una andanada antes de romper contra las filas enemigas.

Las flechas bajaron del cielo. Con un sonido como el del granizo cayendo sobre un montón de cazuelas puestas para recoger la lluvia, las puntas de hierro resbalaron y rechinaron sobre las placas, las cotas de malla y las launas, y algunas se hundieron entre las junturas y mordieron carne de hombre y de equino. A la izquierda de Ulisha, un purpúreo zurdo al que llamaban Nube levantó su escudo para cubrirle. Una flecha rebotó en el broquel, y otra atravesó la madera con un impacto sordo. A ambos lados empezaron a caer hombres, al ser heridos sus caballos. A pesar de ello, la carga siguió adelante con ímpetu.

La granizada de flechas no parecía tener fin. Los proyectiles seguían volando en el aire, como si hubiera infinitos soldados disparando. Tras la nube de polvo, Ulisha divisó a los arqueros enemigos, y vio que recogían sus flechas del suelo, cargaban y soltaban a una velocidad diabólica. Su corazón se llenó de odio contra aquellos enemigos indignos que herían desde lejos. Pero ya no podían tocar retirada, cuando estaban tan cerca y detrás de ellos venían más de quince filas de jinetes que no podían frenar en seco.

—¡Cuidado, Adalid! —le advirtió Tulbán—. ¡Ahora disparan de frente!

La siguiente andanada ni se vio venir. Los silbidos eran aterradores y los impactos sonaban como martillazos. Una flecha pasó rozando el casco de Ulisha, tan rápida que apenas intuyó su sombra, y a su espalda sonó un grito de dolor. Empezaron a oírse relinchos de terror y aullidos de furia, y por todas partes el agudo zumbido de las flechas. Ulisha volvió la mirada a la izquierda. Nube cabalgaba desmadejado, sujeto por inercia entre los borrenes de su silla. Una flecha se había hundido en su coraza y le asomaba por la espalda.

Ha atravesado dos placas de hierro, pensó Ulisha, con un gemido.

Sin previo aviso, se encontró dando tumbos por el suelo. Intentó frenarse, pero dio una voltereta y acabó tumbado boca arriba. Se revolvió en el suelo, impedido por la armadura, mientras varias filas de jinetes se abrían a ambos lados para no pisarlo.

—¡Mi señor!

Tulbán, que había desmontado, le ayudó a levantarse. Ulisha vio el cadáver de su caballo, Estrella del Sur. Una flecha había atravesado su testera como si fuera de lino. Había caballos y jinetes muertos por doquier. Los proyectiles seguían zumbando como avispas furiosas. Ulisha se volvió hacia el frente. Los Primevos mantenían la embestida, pero algunos tropezaban con los cadáveres de los que iban delante y rodaban por los suelos, o con suerte conseguían frenarse y volver atrás. La carga había perdido su impulso.

Un jinete echó pie a tierra y le ofreció su corcel a Ulisha. Este, entre terribles dolores en el vientre, montó con la ayuda de aquel hombre y de Tulbán. Desde la nuca hasta el trasero no sentía la espalda, pero apretó las piernas sobre los lomos del caballo y gritó:

—¡No os detengáis! ¡Cargad!

Desde la atalaya que había improvisado sobre una torre de asedio, Bintra presenció aquel desastre. Cuando subió allí arriba, pudo ver que Kratos había dispuesto cinco filas de arqueros tras los jinetes, y mandó a un mensajero para avisar a su padre, pero ya era tarde.

La carga de los Primevos, que había empezado tan ordenada, era ahora un desbarajuste total. La línea frontal se había roto por un sinfín de puntos, mientras que los jinetes que cargaban desde atrás, ajenos a todo, seguían embistiendo con sus monturas, derribando a sus propios compañeros y acrecentando aún más el caos. En cambio, la caballería enemiga, dividida en dos formaciones, se había retirado hacia la protección de su terraplén, rehusando el combate.

La polvareda que se estaba levantando hacía difícil captar los detalles, a pesar del catalejo. Bintra apoyó los brazos sobre el parapeto de la bastida para evitar que le temblara el pulso.

—Los arqueros se retiran —le comentó a Mumbra, su lugarteniente.

A ambos lados de los arqueros habían aparecido dos masas de hombres. También ellos se habían mantenido agazapados tras la falsa carga de la Horda. Debían de ser hombres de infantería ligera, pues corrían como gamos entre los jinetes Aifolu, y los acompañaban unos perros enormes que saltaban sobre los cadáveres de los caballos.

—Son como aves de rapiña —masculló Bintra. Se volvió hacia Mumbra—. Ordena que ataquen los T’andri.

Los guerreros negros, que aguardaban al borde del campo de batalla, entraron en tropel, agrupados en tres batallones, a los que ellos llamaban tambores. Cuando los vieron acercarse al frente para defender a los caballeros Aifolu, la infantería ligera enemiga volvió la espalda y huyó hacia el parapeto que protegía las ruinas, perseguida por una andanada de azagayas.

—¡Bravo, Umeko! —animó Bintra, como si el T’andri pudiera oírle.

La nube era ya casi impenetrable. Bintra aporreó el parapeto de la torre y maldijo. Le había parecido ver unas sombras alargadas que se movían contra los suyos, tal vez picas, pero mientras siguiera el combate en aquella zona y el polvo no se asentara no podría enterarse de nada más.

La llegada de los T’andri había animado a los Primevos. Ver a los soldados de la infantería enemiga huir, seguidos por sus mastines, levantó gritos de júbilo entre los caballeros, que se reagruparon como pudieron y volvieron a cargar. Pero ya apenas tenían espacio, y antes de que su embestida pudiera ganar impulso se toparon con la falange enemiga, que los aguardaba tras la nube de polvo. Los caballos se quedaron enganchados entre aquellas puntas de acero, que buscaban sus patas y sus hocicos, y perdido el instinto de manada que los llevaba a cargar casi a ciegas, muchos intentaron volver grupas. Sus amos, expertos jinetes, evitaban que huyeran, pero sin la velocidad de la cabalgada no eran enemigo para aquella formación compacta que no cedía una pulgada de terreno.

Ulisha y Tulbán galopaban de un lado a otro, animando a sus hombres. Pero aquella muralla era inexpugnable. Era una pared de roble y bronce, de ojos torvos rodeados de metal que asomaban por encima de los bordes de los escudos, y de picas aguzadas que sobresalían por todas partes como las púas de un enorme erizo de hierro.

Pelear en la primera fila contra los hoplitas era una empresa terrible, y muchos jinetes echaban pie a tierra para intentar al menos apartar las puntas de las picas con sus espadas y buscar el combate cuerpo a cuerpo. Pero la situación de los jinetes que permanecían un poco más alejados, esperando su oportunidad de entrar en combate, era aún peor. Desde el parapeto y las torres de madera les seguían llegando andanadas de aquellas flechas diabólicas que atravesaban por igual hierro y cuero, carne y hueso. Ulisha pensó que seguramente aquellos perros infieles no sabrían disparar aquellos enormes arcos desde sus caballos, pero el daño que le estaban infligiendo a su caballería era terrible.

—¿Dónde están tus jinetes, Kratos? ¿Por qué no sales, cobarde? —gritaba en vano.

Algo golpeó en su pierna izquierda. Ulisha pensó que era sólo una piedra, pero al mirar comprobó que una flecha había perforado el blindaje de su quijote y se le había clavado en el muslo. Se puso tan furioso que ni siquiera sintió el dolor. Trató de arrancarse la flecha, pero estaba muy profunda, y la madera era tan dura que ni siquiera consiguió romper el asta.

—¡Mi señor! —le dijo Tulbán—. ¡Debemos retirarnos! ¡Pueden atacarnos por los flancos en cualquier momento!

Ulisha insultó a su portaestandarte. Pero la pierna ya empezaba a dolerle, y sabía que una hemorragia en el muslo podía ser mortal. Tenían que alejarse, recomponer filas y volver a cargar con nuevo empuje.

—¡Ordena retirada!

Tulbán agitó el estandarte, y a su lado otro Purpúreo tocó a retirada con la trompa.

Los Primevos volvieron grupas y se alejaron de los hoplitas enemigos, esquivando los cuerpos de los caballos caídos y de sus propios compañeros. Ulisha trataba de mirar sólo hacia delante, pero veía muchos cadáveres a los lados. Hemos perdido decenas de Primevos, se dijo, pero otra vocecilla más escondida le corrigió y añadió: Centenares. Tal vez mil.

Al retirarse entre el polvo, se encontraron de frente con infantería enemiga, y alancearon a los que pudieron. No, rectificó Ulisha, eran los T’andri. Los Primevos les dieron voces para que se apartaran de su camino. Pero entre ellos también había otros guerreros que no eran negros, infantes ligeros de la Horda que al paso de los jinetes se agachaban para desjarretar a sus monturas y luego huían a toda prisa. Aquellos hombres sin honor atacaban a los caballeros derribados con hachas y lanzas, e incluso con martillos.

Ulisha empezaba a marearse. La nube de polvo y la pérdida de sangre hacían que lo viera todo blanco. Sabía que tenían que curarle pronto, o perdería el control de la batalla, y entonces lo tomaría su hijo.

Por fin dejaron atrás aquellas paredes rojas y salieron a campo abierto. Mientras cabalgaban hacia los suyos, Ulisha alzó la mirada al cielo. No quedaba mucho más de una hora de luz. Los hijos de Ariseka aplastarían a esos traidores, infieles, sí, pero a él le arrebatarían la gloria…

*

Tras el parapeto, Kratos suspiró. Por el momento habían sobrevivido al primer asalto sin perder apenas hombres. Ulisha había caído en la trampa de su propio honor, como predijera Kybes. Ahora estaría insultando a Kratos por su cobardía, pero a él poco le importaba. Los Aifolu, que aniquilaban poblaciones enteras de cincuenta mil en cincuenta mil, no merecían ser tratados con honor. Lo único que merecían era la derrota y la muerte.

La caballería pesada del enemigo se había retirado al otro lado de la nube de polvo que prácticamente impedía ver más allá de los Cuernos. Los T’andri se habían empeñado en atacar con sus azagayas la muralla de la falange, pero los batallones Jauría y Sable estaban aguantando bien, y los arqueros ahora se dedicaban a disparar apuntando en vez de en andanadas.

—No podemos esperar más —le dijo Kratos a Partágiro—. Hay que lanzar el ataque ya.

Un soldado le trajo a Amauro. Kratos desmontó de Marteño y se despidió de él con unas palmadas en el cuello. Después se abrazó al cuello de su viejo corcel.

—Lo siento, viejo amigo —le susurró, apretando la cabeza contra él—. Pensabas que ya te habías jubilado, ¿verdad? Pero necesito tu furia, Amauro. Vamos a luchar contra murallas de lanzas, y contra pájaros asesinos más grandes que tú, y contra demonios de la noche. Los demás caballos sólo te seguirán a ti, que estás tan loco como yo. ¡Dame una carga más!

El caballo levantó la cabeza y relinchó, como si le hubiera entendido. Kratos montó sobre su viejo corcel.

—¡Qué avancen Sable y Jauría! —ordenó Kratos, y las trompetas transmitieron su orden.

Desde el terraplén, Kratos vio cómo las dos falanges se ponían en marcha. Dos mil cuatrocientos hombres cubiertos de hierro y bronce. Avanzaban de ocho en fondo, marcando el paso, y proyectando hacia adelante las cuatro primeras filas de picas. Los T’andri arrojaban sus azagayas y les insultaban, pero se retiraban ante el metódico avance de aquel rodillo.

Kratos se acercó a los batallones Carmesí y Narval, que estaban formados sobre la rampa, y les ordenó que empezaran a avanzar por detrás del Sable y el Jauría y luego se desplegaran a los lados.

—Esto va a ser un maldito infierno, tah Kratos —le dijo Oxay, con una sonrisa feroz.

—¿Te acuerdas cuando el duque le preguntó a Vurtán qué haría si tuviera que luchar contra el Martal en campo abierto?

—No. ¡Repítemelo!

—Dijo: «Ofrecería mi vida a los dioses y moriría orgulloso junto a mis camaradas». ¡Hoy ha llegado el momento de seguir su consejo!

Oxay soltó una carcajada y repitió aquello a voces, para que los hombres de las primeras filas pudieran oírlo y transmitieran el mensaje.

—¿Habéis oído? La consigna del batallón hoy es: «¡Junto a mis camaradas!».

Al bajar la rampa, el batallón Carmesí se dirigió a la izquierda y el Narval a la derecha. Allí quería tener al Narval, justo donde él iba a cargar con la caballería. Cuando pasó junto a sus antiguos soldados, uno le gritó a Kratos:

—¡Suelta ese pollino y baja con nosotros a ensartar ojos amarillos, general!

—¡Estoy demasiado viejo! —contestó Kratos, y palmeó el cuello de Amauro—. ¡Me he buscado un buen caballo por si tengo que salir huyendo!

Antes de volver con la caballería, Kratos saludó a Gavilán con la espada. El capitán ordenó a Trescuerpos que levantara el estandarte, y el terón rojo voló tan alto en los brazos del gigante que por un momento pareció un ave de verdad.

Kratos bajó el terraplén. Allí, en la parte este, le esperaba la mitad de la caballería, diez escuadrones de cien hombres. Eran unidades pequeñas, manejables y autosuficientes. Cada uno de ellos tenía al mando a un jefe acostumbrado a tomar decisiones sobre el terreno. Kratos se había asegurado de que así fuese, retirando a aquellos capitanes que se habían apoltronado bajo el mandato de Forcas.

Un jinete con coraza de lino y ojos rasgados se acercó a Kratos. Llevaba una espada curva a la cintura y una lanza en la mano derecha.

—Te agradezco que me hayas permitido luchar, tah Kratos —le dijo Dolmatus—. Yo he servido a mi señor Togul Barok, pero nunca a los Aifolu.

—No nos sobran tantos brazos como para prescindir de los tuyos, Dolmatus. Si hoy ganas méritos, tal vez cuando la batalla termine no te vuelva a encadenar.

—¡Los ganaré!

—Un consejo: no entres en aceleración. Una batalla no es un duelo. Nunca se sabe cuándo terminará. Si consumes tus fuerzas antes de tiempo, estás perdido.

El gemelo superviviente asintió, pero Kratos no lo veía muy convencido. Cometerá esa insensatez, lo sé, se dijo. Encogiéndose de hombros, se adelantó hacia la primera línea de la caballería. Desde allí se podía ver a los T’andri, que seguían hostigando el avance de la falange, corriendo hacia ellos para arrojarles piedras y jabalinas. El jefe del segundo escuadrón, un joven Trisio al que llamaban Camello porque siempre iba encorvado, le dijo:

—Podemos deshacerlos como si fueran mieses.

—Esa tarea es para otros —repuso Kratos—. Nosotros esperaremos.

Notaba nervioso a Amauro. El caballo estaba deseoso de lanzarse al galope, pero Kratos le tiró de las riendas para impedírselo. Si un solo caballo se desbocaba, todos lo seguirían, y él quería reservar esas energías para el último momento.

—Vamos, amigo. Después de esto te prometo dos manzanas al día —susurró. Después, levantó la mano y gritó—: ¡Caballería! ¡Avanzad!

Se pusieron en marcha, por detrás del batallón Narval. En el centro, los hoplitas del Jauría y el Sable avanzaban a pasitos cortos, para dejarse alcanzar, mientras por sus flancos los hombres del Carmesí y el Narval trotaban al paso ligero. Cuando los cuatro batallones se pusieron a la misma altura, formaron una gran fila de seiscientos hombres. Desde su caballo, Kratos sólo veía un mar de picas que se extendía hasta la pared oeste y avanzaba como una marea lenta, pero incontenible, hacia el enemigo que los aguardaba en el Estadio, el campo de batalla grande.

Ahí está el problema, pensó Kratos. En cuanto salgamos de la Palestra nos tragarán.

—Ya están en línea —le dijo Partágiro, a su lado.

—Ya lo veo. No tenemos mucho tiempo. ¡Marfual! —ordenó a su trompeta—. ¡Toca paso ligero para la infantería!

Ya está decidido. Allá vamos.

Bintra se abrió paso entre los caballeros que rodeaban a su padre. Tulbán lo llevaba en brazos. Le habían quitado la muslera, pero aún tenía la flecha clavada en la pierna. Ulisha estaba muy pálido y tenía la cara contraída en un gesto de dolor. Bintra sospechó que no se debía a la flecha en sí, sino al mal que lo roía por dentro y le hacía orinar sangre.

—Qué insensato —dijo—. Cabalgar como si fueras un mozalbete.

Ulisha le miró de reojo y dijo:

—¿Qué haces ahí? ¡Tienes una batalla a la que atender!

Bintra sonrió y miró a Tulbán, que le dirigió una mirada furibunda.

—¿Eso quiere decir que me concedes el mando?

—¡Sí, maldita sea!

Bintra se volvió hacia los Purpúreos. Sólo había cinco, incluyendo a Tulbán. Sospechó que los demás habían caído, muertos o heridos por las flechas enemigas. También había varios generales.

—Ya habéis oído a mi padre —dijo—. Quiero que todos vayáis ahora mismo al frente de vuestras unidades y os preparéis para repeler el ataque.

—¿Qué ataque? —le dijo Guruberg, un general de infantería.

—Van a venir a por nosotros, justo aquí.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé.

A su padre le estaban quitando el resto de la armadura. Bintra se acercó al médico y le dijo en voz baja:

—Sédalo. Que no despierte hasta mañana. Y si no despierta nunca, mejor. —Al ver el gesto de espanto del médico, añadió—: Es una broma, estúpido.

—Esos hombres no tienen honor —le dijo Ulisha desde el lecho—. Aplástalos. Mátalos a todos. ¡Dales su carne a los pájaros del terror!

Por fin una buena idea, pensó Bintra. Al salir de la tienda, le hizo una seña a Tulbán para que le siguiera. El portaestandarte tenía la armadura sucia de tierra y sangre, pero parecía ileso.

—Por una vez, olvidemos nuestras diferencias. ¿Qué ha sido de tu amigo Seis Dedos? —le preguntó, sabedor de la respuesta.

—Ha desertado —gruñó Tulbán.

—Ya te dije que era un farsante. Olvídate de él. Ahora tenemos una batalla que ganar. Quiero que le dejes el estandarte a otro.

—No tienes derecho a…

—Hasta tu caballo Castigo es más inteligente que tú. ¿No entiendes que voy a confiarte una misión más importante? Quiero que reúnas a todos los Primevos que queden y formes un cordón alrededor de la tienda de mi padre. ¿Entendido?

Tulbán asintió a regañadientes.

—Y también debes proteger a los niños hasta que despierten —añadió, señalando hacia la empalizada que encerraba las tiendas de Gankru y Molgru—. Los hombres de la Horda intentarán atacarnos aquí mismo.

Bintra subió a la torre de asedio para observar el avance de la Horda. Sus ojos trazaron una recta desde la caballería de Kratos hasta la tienda de mando, y comprendió que había hecho bien en defenderla con Primevos. Pero eso no bastaba, así que le dijo a un mensajero:

—Ve a buscar a Kukshuku. Dile que ahora yo estoy al mando, y que me importan un bledo las diferencias que hayan tenido los Glabros con mi padre. Que monten a sus pájaros y vengan para acá. Tienen carne Invicta que comer…

—¡No perdáis la línea! —gritó Gavilán.

La falange era un muro que avanzaba como la marea; aunque llevaban más de quinientos metros recibiendo los flechazos, pedradas y lanzazos de los condenados T’andri, que se acercaban a ellos, disparaban, les insultaban y huían. Siempre en ese orden.

Gavilán admiraba el valor de aquellos guerreros de ébano. Había que tener redaños para acercarse a la falange, cuando detrás de ella avanzaban los arqueros de Arcaón. Aunque Gavilán marchaba en primera línea y no se podía volver, sabía de memoria lo que estaba ocurriendo a sus espaldas. Los arqueros corrían por filas, frenándose, disparando y volviendo a correr para adelantar a los demás, detenerse y de nuevo disparar. Las flechas pasaban sobre las cabezas de los hoplitas en trayectorias curvas, pero no tanto que de vez en cuando un soldado no oyera un silbido junto a su oreja.

—¿Qué tal vas, Trescuerpos? —preguntó al gigante, que estaba a su derecha.

—Me duelen un poco las rodillas, capitán.

—¡Bah, eres un quejica!

Por si no bastara llevar el estandarte de la compañía, el gigante tenía que cargar un escudo el doble de grande que los demás, ya que ésa era la única manera de cubrir aquel corpachón de más de dos metros y medio. Gavilán observó que ya llevaba dos flechas clavadas en el broquel. En el suyo, por el momento, habían rebotado todos los proyectiles.

Estaban ya cerca de los Cuernos. Los T’andri se retiraron a la carrera. Tras ellos, apareció una fila de arqueros enemigos. Las flechas Aifolu silbaron, se elevaron sobre los Invictos y se cruzaron con los proyectiles disparados por los hombres de Arcaón. Alguien gritó «¡Prodigio!», cuando una flecha de Malirie se incrustó en otra adornada con plumas verdes y la partió por la mitad.

—¡Buen presagio! —exclamó Gavilán.

Llegaron por fin a los Cuernos. Al dejar atrás la pared de roca, Gavilán sintió de reojo el sol. Ésa era la señal que había dado Kratos: girar un poco hacia el sol, hasta que llegaran a verlo.

Entre el estrépito de los pies, el son de los cantos enemigos y el silbido de las flechas, Gavilán oyó el vozarrón de Oxay:

—¡¡¡Variacióoooon!!! ¡¡¡Izquierdaaa!!!

Las trompetas repitieron la orden. Gavilán miró a ambos lados y comprobó que la fila giraba en perfecto disposición, pivotando sobre los últimos hombres de la izquierda, la compañía Tapir, que debía ejercer de bisagra con el batallón Jauría.

—Por Anfiún —murmuró alguien cerca de Gavilán.

Pues fuera de la cárcava se había levantado un viento que arrastraba lejos las nubes de polvo. Y entre los huecos que dejaban éstas, se veía una masa oscura, erizada de pinchos, que se perdía a ambos lados y por detrás parecía llegar hasta la ladera del Maular. Gavilán agradeció, por primera vez en su vida, que el yelmo limitara tanto la visión y no le dejara apreciar en toda su magnitud la muchedumbre de los enemigos.

—¡¡¡Ahora!!! ¡¡¡Arrollad!!! —rugió Oxay.

Los Invictos aceleraron el paso y embistieron contra la oscura multitud que se intuía tras la polvareda. Alguien empezó a cantar, y todos le siguieron.

«Como el viento aplasta la hierba / como el mar arrastra la arena. / ¡Corred, Invictos de Hairón! / Que vibren las voces, / que tiemblen las piedras. / ¡Corred, Invictos de Hairón!»

Gavilán jadeaba, y disfrutaba oyendo su propio jadeo. El aire le silbaba en la garganta, caliente y áspero. «¡Corred, Invictos de Hairón!». Una nube de flechas voló hacia ellos, mucho más densa que la anterior. Los tambores que marcaban el paso aceleraron, pero no tanto como Gavilán y sus hombres hubieran querido. Mientras las flechas llovían del cielo, las piernas querían correr a grandes zancadas para encontrar el abrazo del enemigo, siempre preferible a la muerte anónima de los proyectiles. Pero las grebas chocaban con los escudos, y había que contener la impaciencia y el pánico, correr en la medida justa para mantener rectas las filas.

Algo rechinó en su yelmo. El golpe le hizo ladear la cabeza a la izquierda. La flecha le había pasado junto a la abertura del ojo. La próxima vez no tendré tanta suerte, pensó. Levantó en vilo los diez kilos del escudo para cubrirse la cabeza y protegerse de la muerte aérea. Pero contuvo la tentación de moverlo a la derecha para taparse el costado, pues eso descubriría a su compañero de la izquierda. Mientras, las flechas seguían zumbando, repiqueteaban al chocar con los broqueles de bronce o se hundían con sordos impactos en las tablas de roble pintadas de rojo. Se oían gritos de dolor, a la derecha, a la izquierda, por detrás. Cuando alguien de la primera fila se desplomaba, los demás lo rodeaban como podían, y el segundo hombre se convertía en el jefe de la fila.

Gavilán giró un instante la cabeza, y vio cómo el sol, una bola amarilla, se acercaba al horizonte. Luego barrió con la vista el frente. En la ranura que le quedaba entre el yelmo y el borde del escudo sólo veía la primera fila de enemigos, ya tan cercanos que tenían caras individuales.

Faltaba tan poco para el choque que los arqueros enemigos se retiraron entre los huecos que les abrían sus propios compañeros. Ya les esperaba la infantería Aifolu. Era la primera vez que Gavilán los veía tan de cerca. Llevaban yelmos altos y picudos que dejaban sus rostros al descubierto. Eran morenos y barbudos, y blandían sus lanzas sobre los escudos ovalados mientras gritaban y cantaban.

—¡Elegid a vuestra novia, muchachos! —gritó Gavilán.

En ese momento, justo antes del choque, Gavilán oyó un clarín distinto, el toque de la caballería. Ya no podía mirar a la izquierda, pero supo que por allí, entre el extremo derecho de la falange y la pared del Kimalidú, veinte escuadrones de caballería embestían en ese momento contra el enemigo. Aún alcanzó a ver de reojo cómo ondeaba el narval, o tal vez se lo imaginó. Pues un Aifolu de ojos amarillos lo esperaba a menos de cinco pasos…

Las decisiones ya están tomadas, pensó Kratos. Ahora sólo quedaba dejarse llevar por la cresta de la ola. Acababan de sobrepasar el límite entre la Palestra y el Estadio, y el batallón Narval había girado a la izquierda. El enemigo estaba delante de ellos, y también se extendía a ambos lados hasta perderse de la vista entre nubes de polvo.

Kratos se puso de pie sobre los estribos para ver mejor. Más allá, entre banderines, tiendas de campaña y máquinas de guerra a medio montar, divisó el techo amarillo del pabellón de Ulisha. Y, lo que aún le interesaba más, las tiendas negras. Allí debía de estar el verdadero espíritu del Martal, Yibul Vanash, el Enviado. Todos los Invictos conocían ya su descripción, y sabían que quien se presentara con su cabeza y su máscara clavadas en una pica ganaría un reino. El Enviado controlaba a los demonios con su bastón mágico, una lanza rota. Si llegaban a tiempo, podrían evitar que despertase a Gankru y Molgru. Si no, Kratos albergaba la esperanza de que al menos los Invictos ya estarían tan mezclados con las tropas enemigas que las llamas de los demonios también dañarían a los Aifolu.

Kratos observó movimiento entre el mar de tropas que tenían delante. La carga y el movimiento lateral de la falange estaban destinados a provocar una maniobra masiva de tropas Aifolu. Cuando el enemigo se lanzase al choque contra la infantería pesada de la Horda, dejaría un pasillo hacia el centro donde sus filas no serían tan densas y la caballería podría penetrar.

Esa, por supuesto, era la teoría. Desde su posición, Kratos tan sólo estaba medio metro por encima de los hombres de infantería. Lo que veía ante sí, de hecho, era un mar de cabezas de hombres y de caballos, del que sobresalían aquí y allá puntas de lanza. Si había huecos o grietas entre las filas enemigas, aún no las podía apreciar.

Quién fuera un pájaro, se dijo. Pero la falange ya embestía a la carrera y estaba a punto de chocar contra el enemigo. Kratos levantó la mano y gritó:

—¡A la carga, Invictos!

A su lado, Marfual tocó la trompeta. Kratos soltó por fin las riendas. Amauro se encabritó un instante y luego se lanzó hacia adelante con un relincho. Kratos desenvainó la espada, y a su lado los jinetes de la Horda abatieron las lanzas sobre los arzones.

Impulso, se dijo. Eso era lo que necesitaban: mucho impulso. Frente a ellos había tropas de infantería que se dirigían hacia la izquierda, como había esperado. Tenían unos treinta metros para tomar velocidad. Kratos animó a Amauro con sus voces, y luego descubrió que sus palabras se habían convertido en un único grito de furia, y que Partágiro, a su lado, gritaba con él, y todos los demás a su espalda.

No estoy en la cresta de la ola. Yo soy la cresta de la ola, pensó. Una ola negra, negra como las crines de Amauro, negra como la muerte. Los Aifolu volvieron sus rostros hacia ellos, incrédulos, pues sin duda llevaban mucho tiempo sin recibir un ataque de los enemigos; ellos, que se complacían en destruir ciudades y sacrificar niños, pensó Kratos con ira. Algunos se quedaron donde estaban y volvieron sus lanzas hacia los Invictos, pero la mayoría se apartaron y corrieron a uno y otro lado entre gritos de pavor. Kratos sabía que una carga de caballería se puede resistir, pero sólo si los pies se mantienen firmes, las filas están compactas y las manos sostienen con fuerza las lanzas.

Sólo la puede resistir una falange como la de los Invictos, pensó. Y vosotros no sois Invictos.

Entraron entre los Aifolu como una lanza de hierro al rojo vivo. Amauro fue el primero en aplastar a un enemigo, mientras Kratos se inclinaba sobre su costado y golpeaba con Krima una y otra vez. No se entretuvo en comprobar si sus tajos mataban, herían o sólo arañaban los escudos de mimbre y piel de los enemigos. Lo único que quería era avanzar, avanzar, avanzar. Entre salvajes relinchos, los caballos de la Horda siguieron a Amauro, que se había convertido en el auténtico jefe de la carga. Los infantes Aifolu resistieron un instante, y luego se abrieron a los lados, y los que no podían se volvían y huían hacia el centro del campamento, y al hacerlo eran alanceados por la espalda.

Llegaron a otro claro, embistieron contra una segunda formación y la pusieron en Liga, y luego dieron un rodeo a la derecha para evitar a una masa de caballería ligera que galopaba hacia el sur, sin duda para atacar a la falange. Kratos no se preocupó de ellos. El sol estaba ya muy cerca del horizonte y él tenía prisa, mucha prisa.

El pabellón de Ulisha ya se veía a su alcance. Un poco más allá y a la derecha estaban las tiendas negras. Kratos levantó a Krima y volvió a gritar para animar a sus hombres. Los ollares de Amauro estaban blancos de espuma, pero mantuvo el galope.

Entre el polvo aparecieron nuevos jinetes. Pero éstos no acudían a ningún otro lugar, sino que cargaban de frente hacia ellos. Los Primevos, pensó Kratos. No los habían desbaratado por completo, y ahora embestían contra ellos para proteger el corazón de su campamento. Kratos vio a un caballo negro como Amauro y mucho más grande, y supo que quien lo montaba era Tulbán.

—¡Dejadme el caballo gigante a mí! —gritó.

Esta vez no pudieron atravesar la formación enemiga. Las dos cargas se fundieron en una sola cuando cada caballo y cada jinete buscaron un hueco para penetrar entre las filas contrarias y se enzarzaron en un combate a lanza, escudo, espada y puño.

El enorme caballo de Tulbán se abrió paso entre los enemigos y buscó a Kratos. El Aifolu también lo había reconocido, y desenvainó una espada enorme. Los demás combatientes abrieron un pequeño hueco entre ellos, como si quisieran presenciar aquel duelo singular. Tulbán señaló a Kratos con su espada y gritó:

—¡Eres un perro traidor!

El Aifolu se abalanzó sobre él. Su caballo embistió a Amauro con el pecho, mientras Tulbán golpeaba con su espada en el escudo de Kratos. La combinación de ambos impactos le hizo resbalar sobre la silla y de pronto se encontró en el suelo. Desoyendo su propio consejo, entró un instante en Protahitéi y se escurrió bajo el vientre de Amauro. Lo hizo a tiempo, pues una lanza se clavó en el suelo donde un segundo antes estaba él.

Tulbán se giró hacia él, pero Kratos había aparecido por el flanco que el Aifolu no se esperaba. El Tahedorán le dio un tajo en la corva, donde no tenía protección, y luego desjarretó al caballo, sintiéndose un miserable por herir a un animal tan soberbio. El corcel relinchó de rabia y se revolvió para cocearle, pero Kratos se apartó de nuevo. Tulbán y su montura cayeron al suelo. Alguien se arrojó sobre él. A Kratos le pareció ver que era Dolmatus. ¿Qué hace mezclado con este escuadrón?, pensó, pero mientras montaba de nuevo en Amauro se dio cuenta de que allí había jinetes de varias unidades.

Kratos ordenó a sus hombres que retrocedieran. Algunos quedaron trabados en la pelea con los Primevos, pero los demás volvieron grupas y le siguieron. Cabalgaron unos cincuenta metros, abriéndose paso entre infantería dispersa, y llegaron junto a un cercado vacío. Allí Kratos se volvió y comprobó que la caballería pesada de los Aifolu no les había perseguido. No sería fácil apartarlos de las tiendas que protegían.

Buscó a su alrededor. Allí estaba Partágiro, cubierto de sangre pero sobre el caballo. Faltaba el trompeta.

—¿Y Marfual? —preguntó.

—Muerto —le contestó alguien.

Kratos se volvió de nuevo hacia las tiendas negras. El sol ya rozaba el horizonte.

—Demasiado tarde —dijo.

—¿Por qué, general? —le preguntó Partágiro.

Kratos no contestó. En la silla llevaba el catalejo del jefe de batidores. Lo sacó, se subió la visera del yelmo y trató de encontrar orden en el caos que se extendía en todas direcciones. A su izquierda, ya lejos, se veían las picas de las filas posteriores de sus falanges. Por la posición, intuyó que se habían separado por unidades. Eso puede ser su fin si las flanquean, pensó, aunque había dejado a la mitad de la caballería y a los arqueros para evitar que aquello sucediera. Frente a él, los Primevos se habían reorganizado como ellos, formando en filas delante de la tienda amarilla.

Siguió buscando hacia la derecha, y lo que vio en la parte norte del campamento Aifolu le preocupó más. Contra lo que había dicho Kybes, que aseguró que los pájaros del terror no participarían en el combate, en aquella zona se veía movimiento. Kratos le pasó el catalejo a Partágiro.

—Tú eres más joven. ¿Qué ves en ese sector de ahí? —le preguntó, señalando con el dedo.

—Son los Glabros. Están montando en sus pájaros y organizándose… Me temo que van a venir hacia aquí.

Kratos tragó saliva y volvió a mirar a la caballería pesada, que rodeaba su objetivo. No tenían más remedio que intentarlo otra vez. Pero sabía que volverían a quedarse atascados allí y que sólo conseguirían abrirse paso después de una ardua lucha cuerpo a cuerpo. Lo cual suponía demasiado tiempo.

—El sol se está poniendo, general —le dijo un oficial—. ¿Qué hacemos ahora?

Estamos perdidos, pensó Kratos. Ahora soltarán a los demonios. Entonces recordó las palabras de la Sibila en el oráculo de Eleris.

El camino del dolor es tu esperanza.

Sólo en la sombra de la noche encontrareis luz

cuando corran sangrientos los pájaros de la guerra.

El sol se ocultó del todo. Kratos supo que iba a pasar algo terrible. Pero entonces sonó una llamada larga y lejana, que no venía del campamento de los Aifolu, sino del norte, de las alturas del Maular. Partágiro se volvió hacia allá con el catalejo y dijo:

¡Tah Kratos! ¡Por allí viene más caballería!

Kratos se enderezó sobre la silla y entrecerró los ojos. No era necesario el catalejo para ver que por la larga pendiente del Maular bajaba una masa de jinetes al galope, tal vez cuatro mil, o cinco mil, o incluso más.

—Por Himíe —se lamentó un soldado—. Más Aifolu no…

Una pequeña luz brillaba dentro de aquella formación. En el primer instante, Kratos pensó que era un postrer reflejo del sol moribundo. Pero la luz se mantenía, y ya estaba casi en la explanada.

—¡General! —dijo Partágiro—. ¡No lo vas a creer!

—¿Qué pasa?

—¡O mis ojos me engañan, o esa luz que se ve allí es la Espada de Fuego!

*

Derguín estaba asomado sobre la elevación que, según le habían contado las Atagairas, era conocida como el Maular. Allí, a media ladera, habían plantado el puesto de observación. El sol bajaba hacia el horizonte mientras frente a ellos, en la llanura que se extendía entre el Maular y el curioso monolito conocido como la Roca de Sangre, ya había empezado la batalla.

—¿Por qué no atacamos ya? —preguntó a Tanaquil.

La reina le contestó desde el interior de su capucha.

—No seas impaciente. Debemos esperar a que se ponga el sol.

Tras ellos formaban ocho mil Atagairas, seis mil de ellas a caballo y dos mil más, la reserva, en urimelos. Todas ellas, salvo Baoyim, se cubrían con mantos y capuchas a la espera de que el sol se ocultara. Tanaquil le pasó a Derguín el catalejo.

—Tú tienes ojos más jóvenes.

Derguín, que aún no se había puesto el casco, se llevó el catalejo al ojo derecho y le explicó a la reina lo que veía.

—Las tropas de la Horda han salido ya de la cárcava. ¡Están locos! Ahí dentro podían resistir, pero ahora los van a rodear. Veo a sus falanges. Están avanzando hacia las tiendas de los Aifolu, pero aún tienen muchos enemigos en medio. También hay choque de tropas de caballería, pero no distingo bien a unos de otros. Hay demasiado polvo.

—¿Y qué tenemos aquí abajo?

Derguín enfocó el catalejo más cerca.

—Está el centro del campamento, con una gran tienda amarilla en el centro, y una empalizada. Dentro de ésta se levantan tres tiendas negras. —Parecen el ojo de las tres pupilas, pensó, y al recordar el objeto que llevaba escondido bajo la armadura se estremeció—. Luego veo tropas de infantería, jinetes desmontados y…

—¿Qué hacen los Glabros? —se impacientó la reina, pues se había sabido que eran ellos los culpables del ultraje sufrido por las Atagairas y por su hija.

—¡Están montando en sus pájaros del terror! Deben de haberlos llamado a la batalla.

—Mejor —dijo la reina—. No quiero sorprenderlos desmontados. Quiero aplastarlos junto con esas bestias repugnantes que montan.

Derguín devolvió el catalejo a la reina. Había oído una pequeña algarabía detrás y volvió la mirada para comprobar qué pasaba. Entre la primera fila de guerreras montadas se había colado una pequeña figura que corría hacia él. Era Ariel. Ya me ha vuelto a desobedecer, pensó Derguín. Volvió grupas a Riamar para encontrarse con Ariel antes de que se acercara demasiado a la reina.

—¡Mi señor! —jadeó Ariel—. ¡Te he traído esto!

La niña le entregó un bulto de tela negra. Derguín lo desenrolló. Era un estandarte. En el centro, cosidas con hilos rojos, ardían unas llamas que rodeaban una espada negra, vuelta con la punta hacia abajo. En la interpretación de Ariel, el fuego era tan intenso que hasta devoraba la empuñadura.

—He pensado que no podías ir a la batalla sin un estandarte, señor —dijo Ariel.

Derguín desmontó de Riamar y la besó en la frente.

—Muchas gracias, Ariel. Es verdad que el Zemalnit no debe cabalgar sin su propia bandera.

—Ya sé que Zemal no tiene esas llamas tan grandes, pero no sabía muy bien cómo bordarla —dio Ariel.

—Me encanta tu sorpresa. Ahora, volverás a la retaguardia y te quedarás allí, ¿verdad? Esta no es la tierra de los inhumanos. ¿Me prometes que no te moverás?

—Te lo prometo, señor.

Mientras Ariel se alejaba corriendo hacia las alturas del Maular, donde estaban plantadas las tiendas de campaña, Derguín volvió con Tanaquil y le preguntó:

—¿Crees que alguna de tus guerreras querría ser mi portaestandarte?

Baoyim se adelantó y se inclinó ante la reina.

—Majestad, con tu venia, sería un honor para mí llevar el estandarte del Zemalnit.

Tanaquil inclinó la cabeza con un gesto magnánimo.

—Por lo que veo, tah Derguín, inspiras una gran fidelidad entre mis súbditas.

—La misma que yo siento por ti, Majestad.

Ella soltó una carcajada. Apenas se le veían los ojos dentro de la capucha.

—Soy ya vieja para que me convenzas con zalamerías. —Después volvió la mirada hacia el horizonte oeste—. Ha llegado el momento. ¡Vamos allá!

Visunam, la jefa de las Teburashi, levantó el estandarte. Las Atagairas se pusieron en marcha. Derguín contuvo el deseo de Riamar de lanzarse al galope.

—Tenemos que esperar a las demás —le dijo—. Este terreno es muy accidentado.

Antes de llevar al unicornio a la batalla, había mantenido una discusión con él, si es que podía llamarse así a aquellos diálogos en que el uno usaba palabras y el otro cabeceos y trinos. Derguín amenazó a Riamar con dejarlo en el campamento, atado a la roca más gruesa del Maular, si no accedía a que le pusiera al menos una barda para protegerle el pecho y los costados. El unicornio se resignó, y aprovechando su aparente docilidad Derguín también le colocó una testera. Después, para completar el efecto, le pintó el cuerno de dorado.

—Así asustarás aún más al enemigo —le dijo—. Ya verás cuando nos vean, a ti con tu cuerno de oro y a mí con Zemal.

Baoyim se acercó al lado de Derguín, con el estandarte enganchado en su lanza. Se había levantado un aire que hacía ondear la bandera negra y a la vez revolvía el cabello de la Atagaira. Baoyim miró a Derguín y sonrió orgullosa. El le devolvió la sonrisa.

Bajaron por un declive pronunciado hasta llegar a una ancha ladera de roca rojiza. La zona del campamento Aifolu donde estaban los Glabros se hallaba más abajo, a menos de mil metros de distancia. Los centinelas ya debían de haber advertido su presencia, pues empezaron a sonar cuernos de alarma sobre el confuso estrépito de la batalla.

—Este es un buen lugar para iniciar la carga —dijo la reina—. Quiero que te guardes esto ahora, Zemalnit.

La reina le tendió un papel doblado.

—¿Qué es?

—Mi epitafio. Ya te hablé de él. Pero no debes leerlo hasta que llegue el momento.

Derguín se guardó el papel con un escalofrío y volvió su atención al frente.

A partir de allí la pendiente era suave. Aun así, cargarían contra el enemigo cuesta abajo, con un buen impulso y una ventaja moral. Una mujer montada sobre un caballo blanco se acercó a la reina. La acompañaba una portaestandarte.

—Es la jefa de la marca de Faretra —le explicó Baoyim a Derguín—. Le ha pedido a la reina el honor de abrir la carga, y ella se lo ha concedido. —Baoyim sonrió—. Vas a contemplar algo que no olvidarás fácilmente, tah Derguín.

—Eso espero.

Volvió la vista hacia el oeste. El sol ya rozaba el horizonte y empezaba a hundirse en él. La reina levantó la mano, su portaestandarte hizo una señal y sonaron trompetas por todos los escuadrones.

Las mujeres de Faretra arrancaron en un suave trote que fueron acelerando poco a poco conforme bajaban por el declive. Formaban cuatro escuadrones de cien, que se fueron abriendo al llegar a la parte baja del Maular. Desde los cercados que Derguín había visto con el catalejo, los pájaros del terror cargaban contra ellas. Desde allí aún se veían pequeños, pero ya se oían sus graznidos.

—¡Ahora nosotras! —exclamó la reina, y añadió—: ¡Hoy las Atagairas nos cobraremos todas nuestras deudas!

Derguín volvió la mirada. Por la ladera se extendía una larga columna de mujeres a caballo, desplegándose según bajaban. Pensó que seis mil jinetes juntas cubrían mucho más terreno del que había pensado, y de pronto fue consciente de que nunca había estado en una batalla.

—¡El casco, tah Derguín! —le dijo Baoyim.

Derguín desenganchó el yelmo del borrén de la silla y se lo puso. Al bajar la visera, los sonidos quedaron amortiguados, pero los perfiles se volvieron más nítidos. Delante de él cabalgaban las mujeres de Faretra, cada vez más veloces. Las Atagairas que rodeaban a Derguín, las Teburashi de la reina, soltaron riendas y animaron a sus caballos. Se lanzaron al galope.

—¡Ahora, Riamar! —dijo Derguín.

Las guerreras de la vanguardia ya habían llegado al llano. Derguín, Baoyim, Tanaquil y Visunam cabalgaban unos cincuenta metros por detrás de ellas. Derguín ya distinguía a los jinetes Glabros y a sus pájaros del terror, con sus enormes picos naranja y sus penachos azules, que avanzaban en un amplio frente contra las Atagairas.

Entonces las amazonas empezaron a cantar, y Derguín reconoció su canto. Era su despedida y su homenaje al sol. Llevaba tantos días con ellas que lo había aprendido, y repitió las palabras con ellas mientras miraba al horizonte. Entonces el disco del sol se hundió del todo, y en las alturas del Maular sonó una nota profunda y poderosa. Era la gran trompa de madera que usaban las Atagairas para comunicarse de valle en valle, y que ahora habían traído a la guerra. Derguín pensó que aquella llamada debía resonar en el campo de batalla como un trueno, y se dio cuenta de que él formaba parte de la carga de aquellas mujeres, y por debajo de la armadura se le erizó el vello de la nuca.

Una vez que el sol desapareció, las Atagairas soltaron los broches de sus capas, y éstas volaron arrastradas por el aire y cayeron al suelo. Al lado de Derguín, el yelmo de Tanaquil brilló plateado bajo sus dos alas rojas, y los ojos de la reina miraron fieros hacia los enemigos. A la derecha de Derguín se adelantó otra caballera, y al verla sin capucha Derguín reconoció a Ziyam. A la princesa la habían cortado los cabellos cobrizos casi al rape, y su madre en persona la había castigado marcándole la mejilla con un hierro candente en forma de cruz. Ziyam volvió la mirada hacia Derguín con un gesto de salvaje alegría.

—¡Mira al frente, tah Derguín! —le dijo.

Derguín volvió la vista al campo de batalla. Como le había dicho Baoyim, aquello no lo olvidaría fácilmente. Pues las mujeres de la marca de Faretra se habían puesto en pie sobre los estribos de los caballos y habían soltado sus capas como las demás guerreras. Pero debajo iban desnudas, y desnudas cargaron contra los salvajes Glabros. Derguín pensó que estaban locas, mientras entre las filas de los enemigos se levantaban gritos estridentes.

—No las dejaremos solas —dijo Derguín—. ¡Galopa como el viento, Riamar!

El unicornio levantó la cabeza, trompeteó y se lanzó a un galope que ningún caballo podría igualar. Derguín ganó distancia a las mujeres de Faretra, que aún seguían de pie sobre los estribos, sus carnes blancas y firmes palpitando al ritmo de la cabalgata. Entonces se dio cuenta de que galopaban sin sujetar las riendas y llevaban arcos tendidos en las manos. Y de pronto se abrieron a izquierda y derecha, cuando aún estaban a cincuenta metros del enemigo, y dispararon sus flechas sobre los Glabros y sus monturas.

Las mujeres de Faretra, con una frialdad increíble, pasaron en ángulo recto ante el frente enemigo sin dejar de dispararles. Algunas se giraban de lado sobre las sillas para provocarles con sus cuerpos desnudos, y les insultaban y se burlaban de ellos. Pero Derguín ya no tenía ojos para ellas. Ahora cargaba él solo, de frente contra miles de enemigos. Volvió la cabeza un instante y vio que Baoyim había picado espuelas y le seguía a unos diez metros, mientras las Teburashi venían un poco más atrás.

—¡Ya no vamos a detenernos, Riamar!

Las filas de los Glabros y sus bestias se estaban abriendo a los lados, pues las guerreras desnudas habían despertado su codicia y su lujuria y trataban de perseguirlas. Derguín vio que se abría un hueco en el centro y comprendió la táctica de las Atagairas. Lo que tal vez no habían previsto era que él sería la punta de la lanza.

Derguín desenvainó la Espada de Fuego y la levantó sobre su cabeza. Los enemigos ya estaban a menos de veinte metros. Oyó sus gritos de pavor al ver a Zemal. Entonces él mismo contempló la hoja de la Espada y le pareció que brillaba más luminosa, y que la vibración que le recorría el brazo era más poderosa que nunca.

Riamar agachó la cabeza y embistió. De pronto se encontraron rodeados de pájaros y guerreros pintados que les apuntaban con sus lanzas. Derguín se descolgó un poco a la derecha y extendió el brazo. La hoja de Zemal atravesó el cuello de un ave, y luego traspasó al guerrero que lo montaba y lo partió en dos por la cintura. Derguín levantó un poco la hoja, sin encontrar resistencia, y al hacerlo decapitó a la siguiente bestia y de camino se llevó un brazo armado con una lanza. Después se giró a la izquierda y de un tajo cortó otra cabeza emplumada. Riamar seguía galopando, y los pájaros se apartaban al ver aquel cuerno dorado que apuntaba hacia sus pechos. La masa de los enemigos, sin embargo, le impedía avanzar tan rápido como antes. Derguín se volvía a derecha e izquierda y segaba todo lo que se interponía en su camino. Las lanzas resbalaban sobre su armadura negra. Un pájaro le dio un picotazo en el costado y casi lo desmontó, pero Derguín se revolvió contra él, furioso, le partió el cráneo en dos mitades y luego atravesó con la punta de Zemal a su jinete.

Al hacerlo aprovechó el movimiento para mirar hacia atrás. Las Teburashi habían entrado por el hueco que su embestida había abierto en las filas de los Glabros, y estaban justo detrás de él. Baoyim le saludó con el estandarte, mientras golpeaba con su escudo la cabeza de un pájaro y otra Atagaira alanceaba el cuello del ave desde detrás. Ziyam y su madre combatían codo con codo. La reina ya debía de haber roto la lanza, pues estaba luchando con la espada. Derguín retrocedió un poco para ayudarlas y partió de un solo tajo a un Glabro y su jinete. A dos metros de él, un pájaro arrancó la cabeza de Visunam. Otra Atagaira se revolvió furiosa y alanceó a la bestia.

—¡No te detengas, Zemalnit! ¡Sigue abriéndonos paso! —dijo Tanaquil.

Derguín comprendió y apretó las rodillas. Riamar se encabritó y golpeó con los cascos el pecho de un pájaro del terror, que a su vez le dio un picotazo en las bardas. Derguín se puso de pie sobre los estribos, estiró el brazo y clavó la Espada entre los ojos del ave.

Así siguieron avanzando entre los enemigos, que cada vez huían más despavoridos ante los estragos que causaba Zemal entre ellos. La última fila cedió, y Derguín se encontró asomado a un descampado sembrado de fuegos y trípodes para cocinar. A sus lados, la masa de los Glabros se había partido en dos. Baoyim se acercó a él.

—¡Zemalnit! ¡La reina quiere que vayamos al centro del campamento enemigo! —le dijo, señalando hacia las tiendas que se alzaban a unos trescientos metros de allí. Pero para llegar tendrían que atravesar varias filas de enemigos, que ahora se volvían hacia ellos y les señalaban con sus lanzas.

—¿Y los Glabros? —preguntó Derguín.

—¡No te preocupes por ellos!

Derguín se volvió. Las Atagairas se habían dividido por escuadrones y sus cuñas mordían a derecha e izquierda en la masa desorganizada de los pájaros del terror.

—¿Quiere que tome yo solo el campamento enemigo?

—¡No! —exclamó Baoyim, y enarboló el estandarte de Derguín.

Un escuadrón de las propias Teburashi se dirigió hacia ellos. En aquel momento de relativa tranquilidad, la capitana se acercó a Derguín y señaló hacia las tiendas negras. Una de ellas había desaparecido, pero sobre ella volaba una oscura criatura alada que escupía fuego por los pies y se alejaba hacia el Kimalidú.

—¡Anurie piadosa! ¿Qué clase de criatura es ésa? —dijo Derguín, pero al momento se acordó de la carta de Kybes. Gankru y Molgru, los hijos del dios loco.

Entonces otra forma oscura saltó sobre la empalizada, pero en vez de volar a la Roca de Sangre, cayó entre la masa de combatientes y empezó a golpear y a escupir fuego. Desde allí se veía su enorme figura sobre un mar de cabezas de hombres y caballos, y de picas y lanzas. Era difícil saber en la distancia cuáles eran Aifolu y cuáles eran de la Horda Roja. Sólo había una manera de averiguarlo. Acercarse más.

—¿Cómo te llamas, capitana? —dijo Derguín, subiéndose la visera del casco.

—¡Tymusha! —exclamó ella.

—Pues sígueme, Tymusha. ¡Pero dejadme esa criatura a mí!

La mujer meneó la cabeza.

—Puedes estar seguro de que lo haré, Zemalnit.

Los refugiados de la Horda estaban hacinados en las cuevas que se extendían como una red bajo la Roca de Sangre. Encerrado con ellos, Darkos no podía dejar de pensar en las catacumbas de Ilfatar. Con todo, las galerías excavadas bajo el Kimalidú por la colaboración de la naturaleza y la mano humana estaban secas, y con dos mil o tres mil personas menos en su interior habrían sido hasta cómodas.

En las entradas hacía guardia un grupo de soldados demasiado enfermos para entrar en combate, pero lo bastante sanos para mantenerse en pie. De vez en cuando alguien entraba a la cueva con noticias de la batalla. Cuando se supo que la caballería pesada de los Aifolu había caído en la trampa, todos aplaudieron y vitorearon el nombre de Kratos. Luego otro mensajero contó que el grueso de la Horda se dirigía hacia la salida del barranco, y entonces las voces bajaron, y sólo se oyeron murmullos inquietos. Darkos comprendió el temor de la gente. Si los Invictos caían en el campo de batalla, no habría nada que protegiera a las diez mil personas refugiadas bajo la roca.

Darkos procuraba quedarse cerca de las puertas, donde corría más el aire y se recibían antes las noticias. Ahri, que ejercía de observador sobre la cúspide de la Torre de la Sangre, le había ofrecido acompañarle. Pero Darkos sentía estremecimientos sólo de pensar en subir aquella rampa y acercarse a otro demonio dormido.

Llevaba un rato sin ver a Aidé. Se dedicó a buscarla por la cueva. No tenía nada mejor que hacer y, además, su padre lo había nombrado en cierto modo guardián de la joven. Aunque Darkos sospechaba que la hija de Hairón era demasiado indómita para dejarse vigilar por nadie, y menos por un adolescente imberbe como él.

Bajo la estatua de una diosa que, por el ceñidor y los pechos desnudos, debía de ser Pothine, encontró a Maana, la criada de Aidé.

—¿Dónde está Aidé? —le preguntó.

—¿Cómo dices? No, no tengo café —contestó ella.

A Darkos le costó desgañitarse, pero al final la vieja criada le entendió. No, le contestó, no sabía nada de Aidé. Pero una mujer que estaba a su lado, esposa de un soldado de la compañía Terón, le dijo a Darkos que ella sí la había visto.

—Se ha ido con el curandero bajito.

—¿El Gran Barantán?

—Sí, ése. Le preguntó si quería acompañarle a la torre para ver la batalla desde allí.

—¿Se fueron solos?

—Eso creo.

De pronto, a Darkos le asaltó una visión estremecedora. Aidé tenía la cabeza apoyada sobre el altar de la Torre de la Sangre y del cuello le manaba sangre, mientras el demonio Molgru se inclinaba sobre ella. Fue solo un fogonazo, pero le dio tiempo a captar los detalles. Sintió un escalofrío, pues temía que la visión fuese veraz. Desde que subió a la Torre de la Sangre de Ilfatar se había creado un extraño y horrible vínculo entre aquel demonio y él. Cuando los Aifolu le ofrecieron el primer sacrificio de sangre, Darkos lo notó en sus tripas, y cuando Molgru despertó tras miles de muertes, él cayó enfermo y lo vio en sus sueños.

No tritures, socio, se dijo. Quédate aquí. Pero su padre le había encomendado que cuidara a Aidé.

Corrió hacia la puerta más cercana a la Torre de la Sangre. Un soldado que cojeaba intentó detenerle, pero Darkos apoyó la mano en la empuñadura de la espada y le dijo:

—Soy el hijo de Kratos May. Déjame pasar.

El soldado se apartó, rezongando que a él le daba igual, pues no estaba ahí para cuidar niños ni viejas. Darkos salió al exterior. El cielo estaba oscuro. La nube que se había formado durante el día era cada vez más negra. Recordó que cuando llegaron a Nidra, Barantán predijo que se iba a nublar.

Corrió hacia la torre. En los parapetos y sobre los tejados de algunas casas había soldados, pero tenían los ojos puestos en el campo de batalla y no le hicieron caso. Desde allí llegaba un rumor lejano, la confusa música del combate.

Al llegar al pie de la torre, Darkos levantó la mirada. Allí arriba estaba Ahri. Su padre se había negado a dejarle participar en la batalla. Darkos había oído la discusión desde el interior de la tienda de campaña.

—Eres demasiado valioso —le dijo Kratos al Numerista.

—Los Invictos son también mis camaradas —protestó Ahri—. Si no hay esperanzas, quiero morir con ellos.

—No seas tan dramático. Quiero que sigas vivo porque tengo esperanzas. Vales más como contable que como soldado —dijo Kratos, y zanjó la cuestión.

Ahri estaba asomado al borde de la torre; tan cerca, pensó Darkos, que debía de tener los dedos de los pies asomados al vacío. A él no se le habría ocurrido hacerlo.

Antes de subir la rampa, Darkos se agachó un momento para apretarse el nudo de la bota. Cuando se enderezó y volvió a mirar, Ahri ya no estaba. Darkos tragó saliva. ¿Y si de verdad pasa algo?

Subió casi corriendo. La procesión de relieves parecía acompañarlo en su carrera, pero él mantuvo la vista fija al suelo que pisaba y no miró a los lados. Tres, cuatro, cinco. Fue contando las vueltas cada vez que pasaba por el lado norte y veía la muralla en ruinas bajo sus pies.

Cuando estaba casi arriba, se frenó. La nube oscura colgaba sobre su cabeza, tan baja que ocultaba de la vista buena parte de la Roca de Sangre. Esta se veía de color cárdeno, casi negra en las profundas grietas que surcaban su faz. Una voz declamaba algo en un idioma que le resultaba desconocido, pero también familiar.

Petu, Molgru, petu! Eldhe, Molgru, kúbhidse tan dipsan!

En la Torre de la Sangre había oído una cantinela parecida. Pero aquélla parecía brotar de la piedra y de su propia cabeza, mientras que ahora oía una voz humana que conocía de sobra.

Darkos desenvainó la espada y subió con ella en la mano. Cuando la rampa desembocó en la cima de la torre, descubrió que la breve imagen de su visión era cierta. Ahri estaba tendido en el suelo, inconsciente o tal vez muerto. Sobre el único altar intacto se inclinaba Aidé. Tenía las manos atadas a la espalda, la cabeza sobre la pila y la coleta rubia a un lado, dejando al descubierto el cuello. Junto a ella, encaramado a los escalones del altar, el Gran Barantán levantaba al cielo los brazos mientras seguía declamando en aquel extraño idioma.

Eldhe, Molgru, kúbhidse tan dipsan! Dhúo tói tende ten koran!

En la mano izquierda sostenía su bastón y en la derecha el cuchillo de la propia Aidé. Darkos corrió hacia él, enarbolando la espada.

—¿Qué haces? —gritó—. ¡Estás loco!

Barantán le señaló con la contera del bastón y le gritó:

—¡Quédate ahí donde estás, chico! ¡No te atrevas a interferir en el sacrificio!

Darkos se quedó paralizado, con la espada en la mano. Por alguna razón no podía acercarse más al altar. Aunque ordenaba a sus piernas que dieran otro paso, ellas se empeñaban en quedarse en el sitio, pegadas al suelo.

—¡Mi padre te matará por esto! —gritó—. ¡Te mataré yo mismo, hijo de puta!

—Modera tu lenguaje, chico —contestó el taumaturgo, un poco más tranquilo—. Estás en un lugar sagrado.

Barantán no podía estar a más de tres metros, tan cerca que Darkos habría podido tirarle la espada. Y fallar. Una espada de Tahedorán no es una lanza. De Aidé sólo veía la nuca, pues tenía la cara vuelta al otro lado.

—¡Aidé, levántate! ¡Quítate a ese enano de encima!

—Haz el favor de callarte, chico. No acabo de entender por qué no viene ya. Hace un rato que se puso el sol. —Barantán canturreó algo con los ojos cerrados. Luego los volvió a abrir y sonrió satisfecho—. La lanza negra ya los ha despertado. Es el momento.

Barantán bajó el cuchillo hacia Aidé. Allí, por debajo de la barbilla, donde Darkos no podía verlo, cortó.

—¡¡¡NOOOOO!!!

Darkos cayó de rodillas sobre las losas y soltó la espada. No podía apartar la mirada de Barantán. El taumaturgo levantó el cuchillo en el aire. La hoja estaba manchada de sangre.

—Eldhe, Molgru! ¡Dedhúka tói ten koran! Kúbhidse tan tu háimatos dipsan!

Una brisa fría rozó el rostro de Darkos. Sintió que el vientre se le contraía de miedo y se abrazó a sus propias rodillas. Desde el campo de batalla, donde se divisaba a los soldados entremezclados como oscuras hormigas, llegó un extraño lamento que se sobrepuso al griterío de la lucha. Darkos lo reconoció. Había oído ese gemido en Ilfatar, y sabía que era la reacción al despertar del demonio.

—¡Rápido, Darkos!

Levantó la mirada del suelo. Era la primera vez que Barantán lo llamaba por su nombre. El hombrecillo le hacía señas para que se levantara.

—¡Arrastra hasta aquí a Ahri! ¡Rápido, no tenemos tiempo!

—¡Estás loco! ¡Has matado a Aidé, y ahora quieres matar a Ahri!

—Yo no he matado a nadie. ¡Trae a Ahri de una vez!

El Numerista aún tenía la cara hinchada de la paliza que le había dado Ihbias. Darkos comprobó que respiraba. Aunque Ahri estaba flaco, era muy alto y pesaba más de lo que había esperado. Al final lo agarró de los tobillos y tiró de él sin contemplaciones, arrastrándole la cabeza por el suelo.

Cuando llegó junto a Barantán, éste le ayudó a recostar a Ahri sobre la pila de piedra. Aidé seguía inmóvil, con los ojos cerrados, pero también respiraba. Bajo la barbilla tenía un pequeño corte rojo del que caían algunas gotas de sangre sobre la pila.

—Los dos están bien —le explicó Barantán—. Es simple hipnosis, un truco que algún día te enseñaré.

—¿Se puede saber qué pretendes? —le preguntó Darkos.

—Tú quédate aquí, junto a la pila.

—¡Me he dejado la espada en el suelo! —dijo Darkos, señalando el lugar donde se había arrodillado.

—Déjala allí. La espada no te servirá de nada ante lo que se avecina.

—¿Qué quieres decir?

—Mira allí.

Barantán señaló hacia el norte. Al principio Darkos no vio nada más que la oscura turbamulta de la batalla. Pero luego apareció una luz roja en el aire. Al principio, Darkos creyó que estaba inmóvil, pero después comprobó que cada vez se hacía más grande.

—¡Viene hacia nosotros!

—Para eso lo he convocado —dijo Barantán. Tenía las cejas fruncidas y los labios apretados. Darkos observó que su labio superior se veía húmedo de sudor—. No deberías haber venido, Darkos. Hace mucho tiempo que no me enfrento a una prueba así.

Ya les llegaba el rugir de las llamas que propulsaban al monstruo, y se distinguía la silueta de sus alas de metal. Darkos se pegó aún más al altar de mármol, como si quisiera desaparecer bajo la piedra.

—Ese es Molgru —dijo Barantán—. Tan poderoso como su hermano Gankru, y aún más cruel. Tiene debilidad por las mujeres. Por eso he elegido a Aidé.

El monstruo pasó sobre los parapetos de la muralla, sembrando el pánico entre los pocos defensores que habían permanecido detrás. Pero, despreciando la presencia de los soldados, se elevó aún más, hasta que apareció sobre la Torre de la Sangre como un enorme pájaro de muerte y destrucción. Su cuerpo era una pesadilla de placas, pinchos y brazos armados, y brillaba incandescente como si acabara de salir de la forja. Las llamas de sus pies se apagaron y el monstruo se dejó caer sobre la galería que rodeaba el pozo central.

Molgru abrió los cuatro brazos y desplegó sus enormes alas sobre su cabeza, como una corona de hierro. Parecía el doble de grande que cuando Darkos lo viera la primera vez como una estatua dormida, e infinitamente más amenazador. El monstruo les señaló con la mano que tenía dedos y habló con una voz que sonaba a olas batiendo contra un malecón.

—¿Qué dice? —susurró Darkos, con voz temblorosa. Molgru debió oírle, porque se dirigió a él en Nesita.

—¡Digo que me habéis engañado! ¡Digo que esa mujer no está muerta! ¡Tú, el que se atrevió a perturbar mi sueño en Ilfatar la Maldita! ¡Coge tu espada y córtale la cabeza! ¡Vacía su sangre para que yo pueda beber, y a cambio te daré una muerte rápida!

Darkos se encogió de terror al darse cuenta de que la criatura sabía quién era él. Pero Barantán no se amilanó y respondió, aunque después de oír al monstruo su voz sonaba como el balido de un cordero.

—¡Esta sangre no es para ti!, sino para tu hermano Aridul.

—¡Tú me has convocado a mí, hombrecillo! ¡Obedéceme!

—¡No! —chilló Barantán, poniéndose de puntillas.

Molgru levantó su brazo manco y les apuntó con su negro muñón. Darkos soltó las manos de la pila y se volvió para salir corriendo, pero Barantán lo retuvo con una fuerza insospechada en alguien tan pequeño.

—No te apartes de aquí si quieres vivir —susurró.

El oscuro tubo en que terminaba aquel brazo se iluminó por dentro. Darkos agachó la cabeza y un instante después oyó el rugir de las llamas. Apretó los ojos y los dientes y pensó: Que pase pronto, que pase pronto. Pero no llegó a sentir el calor abrasador que esperaba.

Cuando abrió los ojos, vio que Barantán tenía el bastón levantado, y de su empuñadura brotaba un hilo azul que se abría en una sombrilla de luz. Aquella barrera no podía tener más de dos metros de diámetro, pero bastó para desviar el fuego de Molgru y proteger a las cuatro personas que se acurrucaban sobre el altar. Las llamas pasaron a menos de un palmo del rostro de Darkos sin chamuscarle.

El brazo del monstruo seguía vomitando llamas, pero Barantán apretó los dientes, murmuró algo incomprensible y estiró el brazo que sostenía el bastón. La sombrilla de luz se abrió en forma de disco y con un agudo siseo se proyectó contra Molgru. Cuando el encantamiento topó con el brazo del demonio, las llamas se extinguieron con un sordo estallido.

Molgru emitió un chirrido de rabia y frustración, recogió a medias las alas y dio un paso hacia ellos. Darkos podía sentir el olor a hierro recalentado de su armadura.

—¡Te voy a despedazar, hombrecillo! —bramó.

Las aspas que remataban su brazo inferior izquierdo empezaron a girar como un diabólico molino. Pero Barantán se apartó del altar y avanzó hacia él, levantando su bastón hacia el cielo.

—¡Cuida a quién llamas hombrecillo! —gritó—. ¡Sirvo a la Hermosa Luz y espero a los dioses! ¡Contigo no tengo ni para empezar!

El monstruo dio un paso más y, sin dejar de girar las aspas, levantó su brazo-martillo para aplastar a Barantán. Este sólo dijo «Kéraune!», y de pronto un rayo bajó de la nube negra y cayó sobre la corona de pinchos de Molgru. El trueno llegó a la vez, y Darkos cayó al suelo, junto al parapeto. Toda la torre tembló como si se hubiera desatado un terremoto. Aidé empezó a resbalar sobre el altar. Darkos, temiendo que cayera por encima del pretil y se precipitara en el abismo, tiró de ella y la recogió sobre su regazo. La joven abrió los ojos, confusa, y al sentir las sacudidas que amenazaban con derribar la torre se agarró a Darkos.

Pues los rayos seguían abatiéndose sobre Molgru, tantos como podría arrojar una gran tormenta a lo largo de una noche entera de furia. Toda la nube parecía palpitar como un gran corazón blanco, arrojando su furia sobre el monstruo, y los truenos se encadenaban unos con otros en un solo estrépito ensordecedor. Entre una nube de chispas, los brazos de Molgru se empezaron a doblar y a recoger sobre su propio cuerpo, mientras él rugía en vano y su voz apenas se distinguía sobre la furia de la tormenta. Sus alas se replegaron solas en un ángulo extraño, hasta que se partieron por la mitad, mientras él mismo seguía encorvándose, hasta que cayó al suelo y su cabeza se juntó con sus rodillas, y su voz quedó ahogada. Por último, un rayo aún más poderoso que los demás lo alcanzó de lleno. Molgru, encogido como una monstruosa pelota de metal, rodó hacia el pretil de piedra, lo rompió y cayó por el pozo central arrojando chispas blancas. En ese mismo momento dejaron de caer los rayos, y cuando se acallaron los ecos del último trueno, Darkos pudo oír un grito distante de pavor y furia que se perdía en el abismo.

—Hid-dalá! —dijo Barantán, con una reverencia.

—¿Qué dices? —preguntó Darkos, mientras ayudaba a Aidé a levantarse. Ahri seguía dormido, ajeno a todo.

—¿Has olvidado tu primera lección? Cuando hagas un truco delante del público, debes decir: Hid-dalá! ¿Te ha gustado éste?

—¿Cómo lo has hecho?

—Te dije que hoy tendríamos tormenta, ¿verdad? Tú no me creíste.

—Sí, pero…

—Quizá algún día te lo explique. Ahora, tengo asuntos que solucionar. Presiento que voy a recuperar algo que me quitaron hace muchos años. Dama Aidé —dijo con una reverencia—, Darkos, cuidad por mí de vuestro amigo el Numerista.

Un minuto después, Darkos se asomó con precaución al borde norte de la torre. Allí abajo, Barantán corría hacia los restos de la muralla, mientras los soldados lo señalaban con temor y se apartaban a su paso.

—¿Cómo ha conseguido bajar tan rápido? —preguntó Aidé.

—No lo sé. Hid-dalá, supongo —dijo Darkos.

Los Primevos y los Invictos volvían a estar trabados en combate. Al comprobar él mismo con el catalejo que era la Espada de Fuego la que cabalgaba contra los pájaros del terror, Kratos pensó que no tendría que preocuparse por los Glabros, al menos de momento, y ordenó una nueva carga. En cuanto a los aliados que podía traer Derguín, sospechaba que se trataba de las Atagairas, que, por lo que había contado el desertor, también tenían motivos para luchar contra el Martal.

Ahora nada de eso importaba. Kratos y sus caballeros presionaban hacia las tiendas negras, pero no conseguían avanzar. Los caballos de los Primevos eran muy pesados, y ellos mismos combatían con una fiereza que Kratos, a su pesar, encontraba admirable. Muchos jinetes, desmontados, seguían combatiendo en el suelo, y rotas las lanzas y las espadas, algunos se aporreaban con los guanteletes y se apuñalaban retorciéndose en el suelo.

Kratos pensaba que Tulbán había quedado fuera de combate, pero el portaestandarte de Ulisha había encontrado otro caballo y volvió a lanzarse contra él, apartando por igual a aliados y enemigos.

—¡Traidor! —le gritó, y enarboló una lanza para dirigírsela contra el pecho.

Kratos se dispuso a defenderse. Pero alguien acudió en su ayuda, y de nuevo, como antes, no era un Invicto. El desertor Kybes apareció por el lado derecho de Tulbán y le golpeó con la espada en el costado. El Aifolu se revolvió, pero no tenía espacio para manejar la lanza. Al ver a Kybes abrió la boca en un gesto de sorpresa, y ese instante de vacilación le costó la vida. Su atacante le clavó la espada en el hueco que dejaba el yelmo por debajo de la barbilla y le empujó con el hombro. El portaestandarte resbaló de la silla y cayó al suelo. Mientras entre sus hombres corrían lamentos de consternación, Kybes hizo algo que sorprendió a Kratos. Saltó de su caballo, se arrojó sobre el cuerpo de Tulbán, se abrazó a él y entre sollozos le habló en la lengua de los Aifolu.

Sin embargo, Kratos no tuvo tiempo de pensar en eso. Las tiendas negras estaban a menos de veinte metros, pero ante ellas seguían resistiendo los caballeros Aifolu. Desde detrás de la empalizada se oyó un rugido escalofriante y un gran demonio se alzó sobre los maderos que la cerraban. De sus pies brotaban columnas de fuego y sus alas extendidas parecían las velas de un barco. Entre los Invictos se oyeron gritos de miedo, y los caballos relincharon y se encabritaron espantados. Los Aifolu levantaron la vista, no menos inquietos que sus enemigos. Pero la criatura se elevó sobre sus cabezas y se dirigió al sur, hacia Nidra. Durante un instante, Kratos sintió temor por el destino de los que habían quedado allí, Darkos y Aidé.

Pero tras un segundo rugido, otra bestia surgió sobre la empalizada, y ésta sólo batió las alas un par de veces antes de posarse sobre el campo de batalla. Cayó delante de Kratos, a no más de diez metros, y sus pies aplastaron por igual a Invictos y Primevos. Cada mano del monstruo era un arma distinta y a cual más mortífera. Sus dos brazos inferiores, un hacha y una maza erizada de pinchos, barrieron a izquierda y derecha, enviando caballos y jinetes por los aires, con los cuerpos destrozados a pesar de sus armaduras. Dolmatus voló por los aires y cayó junto a Kratos.

Su rostro intacto parecía sonreír, pero su inmaculada coraza blanca estaba roja de sangre y le faltaba el brazo derecho. Luego fue a Camello, el capitán Trisio, a quien vio aplastado bajo aquella maza, mientras el brazo manco apuntaba hacia un lado y enviaba un chorro de fuego sobre varios jinetes del escuadrón Justicia.

Kratos no lo pudo soportar más y lanzó a Amauro contra la bestia, aprovechando que ésta se había vuelto de lado para destripar a un caballo con su hacha. Pero cuando estaba ya casi encima del monstruo, éste hizo un giro imposible con la cadera y le lanzó un golpe con la maza. Fue Amauro el que recibió el impacto, pero ambos, caballo y jinete, volaron por los aires y se estrellaron cerca de la empalizada.

Los pies de Kratos se salieron de los estribos por la fuerza del golpe, y eso evitó que cayera debajo del caballo y se aplastara una pierna. Rodó por el suelo y el yelmo se le soltó. Pero su armadura no era tan pesada como la de los Aifolu, de modo que rodó como un gato sobre su espalda y se levantó. No necesitó acercarse a Amauro para saber que su caballo estaba muerto. Todo el costado izquierdo era una masa de sangre y costillas rotas.

Kratos gritó de furia. Allí, entre el monstruo y él, yacía su espada Krima. El monstruo seguía repartiendo muerte indiscriminada entre los Invictos y los Aifolu, pero cada vez quedaban menos guerreros cerca de él, pues los que aún seguían vivos se apartaban a caballo, corriendo o gateando sobre sus armaduras.

Kratos sentía tal ira que pronunció en voz alta la fórmula de Urtahitéi. El chorro de energía que brotó de sus ríñones acrecentó aún más su cólera. Corrió hacia su espada, la recogió del suelo y se arrojó contra el demonio. Este debió de percibir su presencia, pues se volvió hacia él y levantó su arma flamígera. Kratos se tiró al suelo y rodó bajo el chorro de llamas. Se levantó bajo el monstruo y le descargó un tajo en la rodilla. La hoja de Krima se quebró por la mitad.

El monstruo trató de atraparle con la mano que tenía dedos, pero Kratos volvió a agacharse, se escurrió bajo sus piernas y pasó al otro lado rodando de costado. Se levantó a tiempo de evitar un golpe del mazo, que se hundió en el suelo junto a él. Kratos retrocedió jadeando. Todo a su alrededor se movía lento como jalea. El monstruo le lanzaba golpes que no le alcanzaban, pero tenía dos ventajas sobre él. La primera, que no se cansaba, mientras que Kratos no podría aguantar mucho más tiempo en Urtahitéi. La segunda, que no había arma que pudiera penetrar su blindaje.

Pero Kratos no estaba dispuesto a rendirse. Entre un grupo de cadáveres aplastados encontró una lanza y la recogió. El monstruo se había girado de nuevo hacia él. Kratos corrió para quedarse a su espalda y trató de clavarle la lanza en las alas, que parecían más frágiles. La punta de la lanza rechinó y resbaló en el metal candente arrancando chispas. Desesperado, Kratos tiró otro lanzazo en vez de apartarse. Fue un error. La criatura se volvió de nuevo por el lado que no esperaba y uno de sus brazos le golpeó en el costado. Por segunda vez, Kratos voló y aterrizó sobre una pila de cuerpos.

Esto ha terminado, pensó. Se miró el pecho y comprobó que la coraza seguía intacta. Pero el golpe había sido tan fuerte que apenas podía respirar. Pensó que tenía que desacelerarse, pero el monstruo levantó el brazo de fuego para apuntarle de nuevo. Kratos saltó sobre los cadáveres y volvió a rodar por el suelo. Esta vez había sentido el calor de las llamas en la espalda.

No puedo más, se dijo. La fatiga de la batalla, la aceleración, el golpe en el pecho que no le dejaba respirar. Se quedó tumbado boca arriba mientras el demonio se acercaba a él. Vio cómo levantaba el pie para aplastarlo y pensó: Ya me da igual.

—¡Aguanta, Kratos!

Aquella voz le hizo reaccionar justo a tiempo. Rodó de nuevo y el pie se clavó en el suelo donde él había estado un instante antes. Se revolvió en el suelo y se incorporó sobre una rodilla.

La voz que le había hablado sonaba a un ritmo normal. Eso sólo podía hacerlo alguien que también estuviera en Urtahitéi. Kratos levantó la mirada hacia la derecha y ante sus ojos desfiló una visión extraña. Un gran unicornio blanco, acorazado como un caballo de batalla y con un cuerno dorado, venía hacia el monstruo, tan lento como si galopara en el país de los sueños. Pero sobre la silla montaba un jinete vestido con una siniestra armadura que blandía una espada de luz.

—Derguín… —musitó Kratos. Pronunció la fórmula para salir de la aceleración y se dejó caer sobre algo blando.

El mundo regresó a su velocidad normal, pero no así Derguín. Su antiguo discípulo desmontó de un salto, rodó sobre su espalda a una velocidad imposible y volvió a levantarse para embestir al monstruo. Este rugió, tal vez de miedo al ver a Zemal, y le arrojó un chorro de llamas. Pero cuando llegaron, Derguín ya no estaba allí, sino al lado derecho del monstruo, y la Espada de Fuego culebreó en el aire. Saltaron chispas del brazo de la criatura…

…pero Zemal no lo atravesó como había pensado Derguín. Durante un segundo el pánico se apoderó de él. Había cruzado medio campo de batalla cortando todo lo que se oponía a su paso sin encontrar resistencia. Sin embargo, ahora, al herir al monstruo, sus muñecas habían sentido que topaban con algo duro. Por puro instinto, sacó la hoja de la Espada del brazo del monstruo y volvió a golpear. Esta vez la mano que sujetaba la maza cayó al suelo y allí se apagó su brillo incandescente.

—¡Cucaracha despreciable! —rugió el monstruo en Arcano. Su voz llegó a los oídos acelerados de Derguín aún más grave y metálica. Pensó que aquél debía ser Gankru, pues no tenía la cola metálica de Molgru—. ¡El arma de Tarimán no te servirá de nada!

Derguín se agachó para esquivar un hachazo y hundió la espada en la rodilla del monstruo. Se clavó como se clavaría una espada normal en una masa de carne. Eso tranquilizó a Derguín. De nuevo esquivó el contraataque de la bestia, y le dio un tajo en la pierna con todas sus fuerzas. Esta vez, aunque se hizo daño en las muñecas, consiguió cortar el miembro de metal entre una nube de chispas.

La bestia cayó de espaldas. Sus brazos aporrearon el suelo entre rugidos de ira. Derguín se apartó un poco y dio un rodeo hasta llegar a la cabeza. Cuando se acercó para golpear, Gankru le miró. Derguín se quedó un instante paralizado, pues en el rostro del demonio, visto al revés, se veía una extraña tristeza. Pero hundió la Espada entre los ojos del monstruo, y luego la removió y la volvió a sacar. Siete veces tuvo que golpear en la cabeza, saltando a los lados para apartarse de sus brazos, hasta que por fin la redujo a un amasijo de metal retorcido y humeante. Los brazos de Gankru cayeron inertes al suelo y su armadura empezó a enfriarse hasta que perdió el color rojo de las brasas.

Derguín salió de la aceleración, pero aún así no se quedó tranquilo hasta que cortó los brazos de la bestia. Por dentro también eran de metal, llenos de cables y engranajes como la armadura del Rey Gris. Se preguntó si realmente había vida en aquel monstruo o si tan sólo había sido una máquina de destruir creada por la ciencia de los hombres o los dioses antiguos.

Entonces se acordó de Kratos y acudió junto a él. El Tahedorán estaba apoyado sobre el cadáver de un caballo y respiraba muy despacio. Derguín se quitó el casco. Kratos sonrió.

—Eres un imprudente —le dijo—. No debes quitarte el yelmo en mitad de una batalla.

—¿Tienes algo roto?

—Aparte del alma, creo que no. Ayúdame a levantarme.

Derguín le dio la mano y tiró de él. Kratos se tambaleó al levantarse y cayó sobre Derguín. Al encontrarse así, pecho contra pecho, se abrazaron casi sin darse cuenta.

—Me alegro de verte, tah Derguín.

—Yo también me alegro de verte, tah Kratos.

*

Parecía que llevaban toda la vida combatiendo, aunque Gavilán sabía que no habría pasado ni media hora desde la primera carga. Aún quedaban restos de la luz del día, y Taniar y Rimom lucían en el cielo. Poco a poco habían ido avanzando, abriéndose paso entre líneas de infantería que resistían por la pura masa de los cuerpos que tenían detrás, pero que no combatían con la disciplina de los hoplitas. Lejos a la izquierda oía toques de trompeta que ya apenas distinguía entre el griterío de la batalla, y el vozarrón de Oxay dando órdenes que casi nadie debía estar en condiciones de obedecer.

Ahora estaban atrancados contra una nueva línea de infantería. Los hombres de detrás no empujaban con la fuerza de antes, pues muchos de ellos tenían que volver las picas hacia atrás para enfrentarse a las fuerzas que los hostigaban. Por lo que oía Gavilán, había T’andri, y también jinetes.

—Nos han rodeado, Gavilán —le dijo Mardrán, el hombre que tenía detrás. Las nalgas y la espalda de Gavilán ya conocían de memoria la forma de su escudo—. Estamos aviados.

—Tú sigue empujando y cállate. Cuando notes algo frío en la nuca, entonces es que estás aviado.

Ya sólo le quedaba media lanza, poco más de metro y medio de madera más la contera de bronce. Gavilán se había quedado trabado con el escudo del Aifolu que tenia enfrente. Los dos empujaban, resoplaban y rechinaban los dientes, y cada uno asomaba la cara por encima del broquel para maldecir al otro. Pero apenas tenían sitio para pincharse entre tal aglomeración. En aquella fase del combate apenas se producían muertos. Pero si una formación cedía, se rompía y sus hombres volvían la espalda, la falange vencedora podía infligir una matanza entre ellos.

El Aifolu volvió a asomar la cara sobre el escudo. Desde atrás, la punta de una pica se deslizó por encima del hombro de Gavilán y se clavó en el ojo amarillo de su enemigo. El Aifolu chilló y cayó al suelo, donde el propio Gavilán lo remató.

—Gracias, Mardrán.

—No he sido yo, ha sido Truzios —dijo Mardrán, refiriéndose al hoplita que estaba en tercera fila.

Ahora Gavilán disponía de espacio para manejar su media lanza. Pero el Aifolu que ocupó el lugar del muerto no llevaba escudo, y usó ambas manos para agarrarse a su lanza e intentar quitársela. Gavilán le pateó las espinillas y luego consiguió clavarle la contera en el vientre.

Nunca había visto enemigos así. Eran como fieras. El mundo de Gavilán se había reducido a la cadera de Trescuerpos a la derecha, el hombro de su compañero de la izquierda, el escudo de Mardrán en la espalda y todo lo que pudiera venirle por delante.

—¡Por atrás nos presionan, capitán! —dijo alguien.

—Tienes que hacer algo, Gavilán —dijo Mardrán.

—¡Si, para hacer algo estoy yo ahora!

Una lanza venía hacia su cara. Gavilán vio que la punta se dirigía hacia su ojo y se apartó. El metal resbaló por la carrillera de su casco con un desagradable chirrido. El Aifolu, que debía ser de la segunda fila, volvió a golpear, y esta vez le alcanzó en el cuello. Gavilán notó un pellizco frío, y luego algo cálido que le goteaba por la piel.

Si aguanto un rato más, es que no me han cortado la yugular, pensó.

A su lado, Trescuerpos tropezó con un cadáver y cayó de rodillas. Los golpes arreciaron sobre él. El gigante se protegió bajo el escudo como un niño, la cabeza escondida tras el broquel. El Aifolu que tenía frente a él daba tajos en la madera con una espada curva, y las astillas saltaban por todas partes. Gavilán le tiró un golpe con la contera, pero falló, y el Aifolu le hizo un corte en el dorso de la mano. Gavilán retrocedió como si le hubiera picado una avispa, y se dio con el escudo de Mardrán en la espalda.

—¡Levanta, Trescuerpos! —gritó.

—No puedo, capitán. Las rodillas…

—¡Levanta, te digo!

El Aifolu seguía aporreando el escudo de Trescuerpos.

—¡Eres mi estandarte, por la madre que parió a Pothine! ¡Levanta!

El escudo de Trescuerpos estaba a punto de partirse en dos. Lo siguiente sería su cabeza.

—¡Levanta, cara de hueso, lengua de trapo, hijo de mala madre!

Trescuerpos miró a Gavilán con odio y se levantó de golpe. Casi sin querer derribó al Aifolu que le estaba golpeando con la espada.

—¡Así es! ¡A por ellos!

Trescuerpos estaba tan furioso que empezó a repartir golpes por igual con el escudo y con el grueso palo del estandarte. De un escudazo, el hombre que luchaba frente a Gavilán cayó al suelo y su caída derribó al que tenía detrás. Gavilán comprendió que aquél podía ser un punto de inflexión. Con más espacio libre, giró la lanza a la izquierda y clavó la contera en el cuello de un Aifolu. Eso alivió la presión sobre su compañero de aquel lado, que aún tenía la pica entera y consiguió levantarla sobre su hombro para ensartar a otro enemigo. Los Aifolu empezaron a caer como árboles cortados delante de ellos. Con una fuerza que ya apenas tenía, Gavilán volvió a empujar y gritó:

—¡Rompedlos! ¡Por Kratos! ¡Por Kratos! ¡Por Kratos!

Y apoyaba cada grito con un empujón del escudo. A su lado, Trescuerpos golpeaba a diestro y siniestro, hecho una furia, y de cada golpe derribaba a dos enemigos. Se había creado un movimiento rítmico, una especie de onda. «¡Por Kratos! ¡Por Kratos! ¡Por Kratos!». Todos habían cogido el compás, y avanzaban y golpeaban en impulsos de tres pasos cortos y tres golpes. El terror apareció en los rostros de los Aifolu. Algunos dejaron caer los escudos, se dieron la vuelta y bracearon como nadadores entre sus propios compañeros para huir de la línea de matanza. Sus espaldas eran un blanco fácil, y los Invictos los alancearon a placer.

Gavilán levantó el escudo y gritó de júbilo. Aunque no veía nada, sabía que un movimiento así se podía propagar de compañía en compañía, de batallón en batallón, y significar la victoria. Avanzaron pisoteando a los Aifolu y clavando las picas. Olía a sangre y tierra, a sudor, a cuero mojado y a intestinos rajados, pero a Gavilán le parecía el más dulce de los aromas. Trescuerpos rugió por encima de su escudo y levantó en alto el estandarte del terón.

—¿Qué ves delante, Trescuerpos?

—¡Una tienda amarilla, capitán!

—¡Es la de Ulisha! ¡A por ella!

El gigante le miró. Tenía un diente roto y la barbilla ensangrentada. Aún daba más miedo así.

—¡Trescuerpos! ¡Qué sepas que te has ganado una condecoración!

—¡Pero no me vuelvas a llamar «cara de hueso», capitán!

La compañía Terón fue la primera que alcanzó la tienda de Ulisha, y coincidió con la llegada del escuadrón de Teburashi que mandaba Baoyim. Luego llegó el resto de la falange, seguida por las tropas auxiliares. Muchos de los Primevos que defendían el pabellón de mando habían perecido víctimas de Gankru, y otros habían emprendido la huida al ver caer a Tulbán. La moral entre los Aifolu se había hundido. La mayoría estaban abandonando el centro del campamento en manos del enemigo para retirarse hacia el este.

—Sospecho que esto tiene que ver con la muerte de Gankru —dijo Kratos, con voz débil. Le habían traído una silla, pero él se negó a sentarse aunque estaba tan débil que apenas se tenía en pie.

Oxay se presentó ante Kratos y le solicitó órdenes. Ante el general del batallón Narval, Kratos intentó mantenerse de pie, pero Derguín tuvo que ayudarle sosteniéndolo de un brazo.

—Encárgate de todo, Oxay —le dijo Kratos—. Manda tropas a Nidra cuanto antes, por si los Aifolu aún deciden atacarla. Tú quédate aquí con el Narval y el Jauría, y la mitad de la caballería disponible.

Cuando Oxay se alejó para cumplir las órdenes, Kratos se desplomó sobre la silla y le preguntó a Derguín cómo hacía él para mantenerse de pie tras haber pasado tanto tiempo en Urtahitéi.

—El secreto es éste —le dijo Derguín, rozando la empuñadura de la Espada—. Pero te aseguro que me duele todo el cuerpo como si me hubiera apaleado una cuadrilla de bataneros.

Kratos miró por encima del hombro de Derguín.

—Creo que alguien quiere verte.

Derguín se dio la vuelta. Un Aifolu de ojos amarillos se acercó a él y se le quedó mirando, expectante. Pero no vestía la armadura del Martal, sino la de la Horda. Al reconocerlo, Derguín suspiró aliviado y le apretó los hombros.

—¡Kybes! ¡Gracias a los dioses, estás bien! Sentía unos remordimientos terribles por haberte enviado a esa misión.

—He procurado cumplirla lo mejor posible, tah Derguín.

El gesto de Kybes era grave, y su mirada triste. No parecía el mismo joven alegre y extravertido que había partido de Narak unas semanas antes.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó al reparar en su mano derecha—. ¿Quién te ha hecho eso?

—No te preocupes, tah Derguín. He aprendido a arreglármelas con la mano izquierda.

—Gracias a tu hombre —dijo Kratos—, hemos ganado esta batalla. No creo que hubiéramos llegado hasta aquí sin la información que nos dio.

—¿Puedo pediros un favor, maestros? —preguntó Kybes.

Derguín y Kratos se miraron, y ambos asintieron.

—En realidad, se trata de dos favores —dijo Kybes—. Conozco a una muchacha en esa tienda azul que veis allí —señaló con el dedo—. Es el harén del Adalid. Querría que me la entregarais en custodia. He hecho una promesa y quiero cumplirla.

—Concedido —dijo Kratos—. ¿Cuál es el otro favor?

—Quiero encargarme del entierro de Tulbán, el portaestandarte de Ulisha. Sé que era un enemigo, pero también era un hombre noble y cabal, y merece unos funerales dignos.

—Por mi parte, tampoco me opondré a eso —dijo Kratos—. Pero siento cierta curiosidad. Tú mismo le mataste. ¿Por qué?

Kybes agachó la cabeza.

—Tenía que ser yo, tah Kratos. No lo entenderías.

Derguín sí lo entendió, porque conocía a Kybes, y una mirada le bastó para comprender lo que sentía por ese hombre llamado Tulbán. Pensó que debía contarle que Semias había muerto. Pero en ese momento no encontró corazón para decírselo.

—¿Puedo retirarme, maestros? —preguntó Kybes—. Me gustaría solucionar el asunto de esa muchacha antes de que surjan complicaciones.

Le dieron la venia, y el Aifolu se alejó. Kratos ordenó a cuatro Invictos que lo escoltaran.

—No quiero que tenga problemas. Tiene más cara de Aifolu que el propio Ulisha —le explicó a Derguín. Luego añadió—: Me equivoqué contigo. Quiero pedirte disculpas.

—¿Qué quieres decir?

—Ese joven es un guerrero de noble corazón. Si te respeta tanto como para hacer lo que ha hecho por ti, es porque has llegado a ser un maestro. Te digo, Derguín, que mereces ser el Zemalnit.

Derguín agachó la cabeza, conmovido por las palabras de Kratos. Tragó saliva e intentó pensar en otra cosa. Y ciertamente tenía muchas cosas en las que pensar.

—¿Te sientes con fuerzas para conocer al jefe del Martal, Kratos?

—Sí, pero no te apartes demasiado, por si tienes que sostenerme. Vamos.

Entraron a la tienda de mando de Ulisha. En un rincón había un grupo de quince prisioneros, arrodillados en el suelo y con las manos sobre la cabeza. Como les habían despojado de las armaduras y de casi toda la ropa, Derguín no supo si eran simples soldados o altos mandos. Se les veía con las miradas perdidas, como si se les hubiera extraviado algo sin lo cual no sabían orientarse. Los vigilaban diez Atagairas y diez Invictos. Aún no habían surgido problemas entre aquellos aliados del momento, aunque Derguín no las tenía todas consigo.

Una cortina amarilla daba paso a una estancia interior. Al apartarla se toparon con Baoyim, que salía a buscarlos. La Atagaira se cuadró ante Derguín.

—Ha sido un honor para mí ser tu portaestandarte, tah Derguín —le dijo—. Te has comportado en la batalla como una auténtica mujer.

—Ese es el mejor cumplido que podría esperar de una Atagaira —contestó Derguín—. Te presento a mi maestro, Kratos May.

Baoyim le saludó con una inclinación.

—Tu fama ha llegado hasta las montañas, tah Kratos.

Kratos apenas pudo corresponder con un gesto de la barbilla. Estaba muy pálido y tenía la frente perlada de sudor.

—Creo que no tengo fuerzas —reconoció—. Necesito descansar ahora mismo. Espero que me disculpéis…

Derguín hizo una seña. Unos soldados de la Horda recogieron a Kratos antes de que se desplomara y se lo llevaron de allí. Derguín les indicó que no debían dejarle dormir sin antes darle agua y comida. Después entró a la tienda con Baoyim.

Ulisha, el gran hombre, estaba tumbado en su cama. Le habían quitado la armadura de combate y tan sólo llevaba un jubón acolchado y unas calzas interiores, una de cuyas perneras le habían desgarrado a la altura de la ingle para vendarle el muslo. Su rostro se veía de un pálido verdoso, y respiraba con dificultad. Cerca de su cama había más Invictos y Atagairas haciendo guardia, entre otras razones porque había varios cofres que parecían estar bien repletos, y las alfombras, las cortinas y el propio lecho eran muy valiosos. Sobre la alfombra se acurrucaban varios prisioneros, con las miradas tan perdidas como los del exterior de la tienda.

Derguín se acercó al Adalid. Tenía los ojos cerrados. Desenvainó la Espada apenas una pulgada e inclinó su rostro sobre el de Ulisha. El aliento del Aifolu le olió a sarcófago.

—Este hombre no verá la luz del día —le susurró a Baoyim—. Eso le salvará de recibir la justicia que se merece.

—Dicen que era un gran jefe —comentó detrás de Derguín un hombre tuerto con galones de general de la Horda.

—Kratos May es un gran jefe —repuso Derguín—. Ha conseguido salvar a su gente de la aniquilación y ha derrotado a un enemigo muy superior. Pero este hombre que se pudre aquí no es más que un asesino que creyó que la gloria consistía en arrasar todo lo que los demás habían construido.

Nadie se atrevió a contradecirle. Derguín se volvió hacia los prisioneros acuclillados al pie de la cama.

—¿Quién es el siguiente al mando después de Ulisha? —preguntó.

Nadie reclamó tal derecho. Pero uno de ellos levantó un dedo y señaló al Aifolu que estaba acurrucado a su lado. Este era un hombre de unos treinta años, con la barba cuidada y el cabello tan aceitado que más parecía salir de una fiesta que de una batalla. Lo habían dejado en túnica interior, pero era de seda fina y tenía gruesos bordados de oro. Derguín ordenó que lo pusieran en pie.

—¿Quién eres tú? ¿Cómo te llamas?

El Aifolu no contestó, pero otro de los prisioneros lo hizo por él.

—Es Bintra-muguni-Rhaimil, el hijo de Ulisha.

—Entiendo —dijo Derguín—. Yo conocí a tu hermano.

El Aifolu levantó la mirada. Derguín se dio cuenta de que fingía el mismo aire abatido y perplejo de los demás, mientras por debajo su mente calculaba cómo extraer ventaja de su nueva situación. Como no tenía tiempo para intrigas, desenvainó la Espada de Fuego y se la acercó al rostro. Bintra bizqueó al ver la hoja de plasma junto a sus ojos.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—Ver al Enviado.

—Sois los dueños del campo. Sólo tienes que acercarte a su tienda.

—No. Tú vendrás conmigo y entrarás primero.

Derguín ordenó que dieran ropa decente a Bintra, y luego salió de la tienda de Ulisha escoltado por Baoyim y cuatro Atagairas más. Cruzaron un pequeño claro donde los Invictos habían apelotonado al menos a trescientos prisioneros. Después llegaron a la empalizada que había visto con el catalejo. También allí vigilaba una guardia mixta de mercenarios y amazonas, pero nadie se había atrevido a cruzar la puerta. Todos habían visto cómo de esa empalizada salían las dos criaturas demoníacas. Y si dentro había tres tiendas negras, y no dos, eso quería decir que aún podía esconderse allí un tercer demonio.

—¿Qué quieres tú del Enviado? —preguntó Bintra cuando entraron al cercado. La docilidad casi ovina que aparentaba en la tienda de su padre se había esfumado.

—Respuestas.

—No creo que te las dé —repuso Bintra—. Yibul Vanash está loco. Perdió la razón hace mucho tiempo.

—¿Y qué habrá que decir de ti y de otros como tú, que habéis seguido a un loco sabiendo que lo era? —preguntó Baoyim con voz fría.

—No tengo costumbre de dar explicaciones a una mujer —respondió Bintra.

Baoyim se llevó la mano a la espada, pero Derguín le agarró el puño.

—Paciencia —susurró.

Se pararon ante la más pequeña de las tres tiendas. En cuanto se acercaron a ella, Derguín percibió algo extraño. Era la misma sensación que había experimentado en sus sueños, cuando veía por los ojos de Togul Barok y recorría túneles inacabables con la Tribu. El poder de la lanza rota. Desenfundó la Espada de Fuego y se volvió hacia Baoyim.

—Sal de aquí y llévate a tus mujeres —dijo en el idioma de las Atagairas, vocalizando con cuidado—. Voy a entrar sólo con este hombre.

Tah Derguín…

—Salid ahora mismo si queréis seguir vivas. Y haz que todos se alejen de la empalizada.

La Atagaira se asustó al ver lo serio de su gesto, asintió con la cabeza y salió del cercado con sus compañeras. Bintra miró a Derguín, perplejo.

—¿Qué les has dicho?

—Las he engañado. Las mujeres no deben saber cuál es el verdadero poder de la lanza negra.

—Eso está bien, Zemalnit. Es mejor que el Enviado nos vea a ti y a mí solos. Así estará más receptivo para lo que quieras de él.

—Pasa tú primero.

Derguín entró detrás de Bintra. La Espada iluminó con luz espectral una tienda casi vacía. Del techo colgaban estrechas cortinas negras, dispuestas en un aparente azar. Estaban escritas con letras rojas. Las cortinas tapaban la vista, dibujando un extraño y siniestro laberinto. Y bajo ellas yacían los cadáveres. Cuerpos retorcidos, con las mejillas exangües y renegridas, como momias desenterradas de una vieja tumba.

—Son sacerdotes del Enviado —dijo Bintra, con voz preocupada—. Mejor será que salgamos de aquí.

—Aún no.

El último cuerpo que encontraron estaba desnudo. Aunque se veía delgado, no mostraba la misteriosa consunción de los otros cadáveres. Le faltaba la mitad del pie izquierdo.

—Es Yibul Vanash —susurró Bintra.

Derguín acercó la hoja de Zemal a su rostro. Al verlo, se le escapó un gemido de horror. El hombre no tenía cara. Le faltaban los rasgos, como si un animal se los hubiera arrancado a bocados, y de paso se hubiera llevado huesos y dientes. Lo que quedaba allí era un amasijo de carne roja y negra. El propio Bintra, que parecía hombre de entrañas duras, retrocedió asustado. Derguín se apartó del cadáver. Al hacerlo, rozó una cortina negra y se volvió alarmado.

La luz de Zemal le mostró que era la estatua de Mikhon Tiq. Su amigo seguía mirándole con el horror congelado en el rostro.

—Llevar la máscara del dios que duerme es una pesada carga —dijo una voz tras ellos—. Un simple humano como Yibul Vanash no debería haberse inmiscuido en asuntos de inmortales.

Derguín se giró sin soltar la espada. Había reconocido la voz, pues era la que esperaba oír. Las cortinas negras se apartaron solas al paso de Ulma Tor, como si una ráfaga de viento lo precediera. El nigromante llevaba en una mano una lanza rota e iba clavando la contera en el suelo, como un anciano con su bastón. La lanza se veía negra como la noche, pero a su alrededor proyectaba un halo fantasmal, una extraña luz violeta que tallaba sombras amenazantes en la cara del nigromante. Vestía una túnica negra y la trenza le caía sobre el hombro. No se había molestado en cubrirse con un parche la cuenca vacía del ojo.

En la mano izquierda portaba una gran máscara de madera. No había ojos en ella, sino tres gemas que brillaban moradas a la luz de la lanza. Ulma Tor le dio la vuelta a la máscara. Derguín se llevó la mano a la boca para reprimir las náuseas. La parte del rostro que le faltaba a Yibul Vanash estaba allí, pegada a la madera.

—¿Quién era el hombre, y quién era la máscara? —dijo Ulma Tor. Dejó caer la máscara boca abajo, de modo que aquel pegote de carne y hueso quedara a la vista.

—¿Cuándo has hecho esto? —preguntó Bintra—. ¿Quién eres?

—No te conozco —contestó Ulma Tor—. Pero tu presencia no me es grata.

El nigromante levantó la lanza, la giró en el aire y señaló a Bintra con la contera. Derguín, con la extraña indiferencia de los sueños, vio cómo la luz espectral de la lanza envolvía al Aifolu. Este cayó de rodillas y se retorció en el suelo. Abrió la boca para gritar, pero la propia luz absorbió su quejido, y con él se llevó una pálida sombra que aleteó un instante en el aire. Segundos después, lo único que quedaba en el suelo era una momia grisácea como las que habían visto al entrar a la tienda.

Ahora la contera apuntaba hacia el rostro de Derguín. El interpuso la punta de la Espada. Ambas armas se hallaban a sólo dos pasos de distancia.

—Es la tercera vez que nos topamos, Derguín Barok. Es curioso cuánto me recuerda esto a nuestro primer encuentro.

—Yo no tenía entonces la Espada de Fuego —dijo Derguín, por infundirse valor. El nigromante ya le había derrotado dos veces, y en ambos casos había salvado la vida por la aparición de alguien más.

—Tampoco yo poseía la lanza de Tubilok. Así que mi ventaja se mantiene.

—Sólo posees media lanza. La otra media está en poder de Togul Barok.

El nigromante levantó las cejas en un gesto de sorpresa que parecía auténtico.

—En ese caso, lo visitaré para renovar nuestra vieja amistad. ¿A qué has venido tú, Derguín Barok? ¿Por qué eres tan insensato de seguirme, siendo tan grande Tramórea?

—¿Te parece poca razón frustrar tus planes?

—Eso no está en tu mano.

—Yo diría que sí. Querías controlar a Gankru y Molgru. Llámalos ahora, a ver si vienen a rendirte pleitesía.

Ulma Tor soltó una carcajada venenosa. Derguín se dio cuenta de que estaban repitiendo el viejo juego, con el nigromante caminando en círculos a su alrededor y él girando sobre los talones. Pero Ulma Tor se detuvo y se apoyó en el hombro de la estatua. El corazón de Derguín se aceleró y pensó en advertirle: No se te ocurra hacerle daño. Pero al instante se dio cuenta de que era lo peor que podía hacer.

—Es cierto que pensé en controlarlos, pues eso me daría… No. No te explicaré mis designios. Dime qué quieres, antes de que me impaciente y corras la suerte de ese desdichado.

—Conmigo no puedes hacerlo —dijo Derguín, mientras pensaba: Si pudieras, ya lo habrías hecho.

—No quiero perder más el tiempo —dijo el nigromante—. Tú tienes algo que me pertenece. Lo sé. Siento su presencia. Y quiero que me lo enseñes ahora. —Ulma Tor acarició el rostro de Mikha—. Si no, le arrancaré la cabeza a esta frágil estatua.

—Devuélveme a Mikhon Tiq, y yo te daré el ojo.

Ulma Tor se abrió el cuello de la túnica. Colgada de una cadena, llevaba la misma bola de ámbar que Derguín sacó de la vitrina de Etemenanki.

—Aquí lo tienes. Dame el ojo, y te lo entregaré.

—No quiero ni una estatua ni una joya de ámbar —dijo Derguín—. Quiero que me devuelvas a mi amigo, tal como era. Tú le robaste su espíritu. Devuélveselo a su cuerpo.

—Antes, enséñame el ojo —dijo Ulma Tor.

Derguín buscó en la escarcela con la mano izquierda, mientras la derecha seguía aferrando la Espada. Incluso a través del guantelete, sintió el contacto gélido y viscoso del ojo de tres pupilas. Sin apartar la mirada del rostro de Ulma Tor, abrió el puño y se lo mostró. El nigromante sonrió y extendió la mano. Antes de que Derguín pudiera reaccionar, el ojo voló por los aires y aterrizó entre los dedos de Ulma Tor, que se apresuró a guardarlo en la túnica.

—Gracias. Me lo pondré cuando tú no mires —dijo.

—¡Cumple tu palabra! —le amenazó Derguín, avanzando un paso y apuntándole con Zemal.

El nigromante retrocedió un poco, se arrancó el colgante del cuello y extendió el brazo para mostrárselo a Derguín.

—Voy a soltarlo aquí y me marcharé, ¿de acuerdo? No quiero esto para nada. Agradece que te deje con vida.

—¡Así no me sirve! —gritó Derguín—. ¡Arregla lo que hiciste o…!

—¿O qué, Derguín Barok?

Con una carcajada, Ulma Tor abrió la mano extendida y dejó caer el colgante. Entonces ocurrió lo insospechado.

La estatua de Mikhon Tiq movió el brazo y agarró la joya de ámbar en el aire.