Región nordeste de Malabashi

La Horda había conseguido levantar el campamento antes de la llegada del Martal, pero a costa de abandonar parte del bagaje. A Kratos no le dolió demasiado. Todas las monturas y acémilas capaces de andar y cargar peso viajaban con ellos. También transportaban toda la comida, y desde luego el dinero. Pero las riquezas que podían entorpecer la marcha quedaron atrás. Telas, arcones, vestidos, ánforas, alfombras, los carruajes más suntuosos. Para dar ejemplo, Kratos abandonó el pabellón de mando de Forcas con todo lo que contenía. Algunos de sus oficiales, como Abatón y Oxay, pusieron los ojos en blanco y le preguntaron si se había vuelto loco, pues allí había objetos muy valiosos, como la gran mesa de banquetes, el sitial de Forcas, la cama con armazón de hierro, la bañera de porcelana, numerosos tapices traídos de Pashkri, Ainar y Abinia, y todo el cortinaje, tejido con las mejores sedas y rasos. Pero sus protestas sólo sirvieron para que Kratos se afirmara aún más en su propósito. Cuando estaba a punto de arrimar una tea a las cortinas de la entrada, Aidé le agarró del brazo para impedírselo.

—¿Tú también? —dijo Kratos—. ¿Tanto apego le tienes a esta tienda?

—No la quemes —repuso ella—. Déjala intacta. Cuando lleguen los Aifolu, perderán el tiempo saqueándola, y luego su general la verá tan hermosa que querrá quedarse con ella y eso retrasará aún más su marcha.

Kratos frunció el ceño y pensó unos segundos. Aidé se inmiscuía en los asuntos del mando más de lo que a él le parecía conveniente, pero sus palabras siempre eran sensatas. Tal vez llevaba la guerra en la sangre. La herencia de Hairón era fuerte en ella.

Así fue cómo la tienda que había sido de Forcas cayó en poder de los T’andri, que se la entregaron a Ulisha, quien a su vez se la regaló a la Divina y Deseada Samikir, reina de la conquistada ciudad de Malib.

Durante tres días, los Invictos siguieron el curso del río Argatul. No les faltaba agua ni hierba, aunque las jornadas de marcha eran tan largas que los caballos apenas tenían tiempo para pacer. Y las raciones de alimento eran magras, lo justo para no pasar hambre. Por aquella zona, las pocas aldeas habían sido abandonadas por sus moradores y los graneros estaban vacíos, de modo que la Horda contaba con poco más que sus propias reservas. Kratos había estudiado el itinerario con su plana mayor y con Yurto, el guía del batallón Narval. Si se dirigían en línea recta hacia Pasonorte tendrían que atravesar un vasto pedregal de más de sesenta kilómetros en el que no encontrarían agua ni pastos. Volver hacia el oeste era impensable, pues por allí se acercaba el Martal, y además era el mismo camino por el que la Horda había venido a Malib. Prácticamente habían agotado todo el grano de aquellos parajes. El sur tampoco parecía prometedor. El terreno era muy accidentado y allí abundaban las tribus Khrumi que hostigarían su marcha.

La única ruta viable para una retirada tan apresurada parecía seguir hacia el este por el río Argatul. Luego, ya cerca de las montañas de Atagaira, podrían dirigirse hacia el norte por una tierra en la que, según el guía, encontrarían pozos y más pasto.

Durante las horas de marcha, Kratos procuraba aprender el oficio de general. Decidió que Ahri le podía ser útil y le pidió que cabalgara a su lado.

—Sé que tienes una memoria excelente.

—Como Numerista, no es ningún mérito.

—A los soldados les agrada que su general los conozca por su nombre. Eso hace que se sientan más importantes, y crea espíritu de cuerpo. Yo conozco a todos los soldados de la compañía Terón. Pero ahora hay casi diez mil hombres a mis órdenes. Es imposible que aprenda los nombres de todos.

—¿Quieres que te enseñe algunos trucos mnemotécnicos?

—No, Ahri. Viejo jumento no aprende números. Lo que quiero es que me acompañes como ayudante personal y me vayas diciendo al oído lo que necesite saber en cada momento.

—O sea, que me pides que yo memorice los nombres de todos los soldados de la Horda.

—Y si es posible algún detalle personal de cada uno, una pequeña anécdota, ya sabes, también.

—Lo que me pides no es tarea despreciable.

—A cambio de ese esfuerzo, te nombraré capitán y te subiré la paga dos imbriales.

El Numerista frunció el entrecejo.

—Dos imbriales y dos radiales.

—¿No te parece lo bastante generosa mi oferta?

—Soy de Pashkri, tah Kratos. Los Pashkriri siempre regateamos.

Aquellos primeros días del otoño fueron aún más calurosos que los últimos del verano. O tal vez los Invictos se habían acostumbrado a la sombra del bosquecillo que crecía a las orillas del río donde habían acampado tantas semanas. Las jornadas fueron muy duras y las mujeres, los niños y los enfermos retrasaban la marcha. A lomos de Marteño, Kratos recorría la caravana animando a unos y a otros. Ahri había memorizado en una sola noche la lista de todos los Invictos. Cada vez que Kratos se dirigía a alguien, el Numerista le bisbiseaba su nombre al oído. Los soldados, al oírse nombrar en boca de su nuevo general, se quedaban sorprendidos y luego sonreían encantados, y entre todos empezó a correr la voz de que por fin habían encontrado a un sucesor digno de Hairón.

Kratos, en su fuero interno, estaba convencido de que el enfrentamiento con los Aifolu, o incluso con las Atagairas, era inevitable. Por ello, después de los últimos reveses y desgracias sufridos por la Horda, era necesario subir la moral. Con tal fin, reunió a todos aquellos soldados que poseían talento para la música o la poesía y les exhortó a que por las noches, en las paradas e incluso durante las marchas cantaran las antiguas gestas de la Horda y relataran una y otra vez las gestas que les habían hecho merecer el nombre de Invictos.

—Capto la idea, general —le felicitó Frínico—. Espíritu de cuerpo.

A ratos cabalgaba junto a Aidé, aunque no tenía demasiado tiempo para estar con ella, pues mil tareas lo reclamaban. También preocupaba a Kratos el ánimo de su hijo. Darkos, después de encontrarle, había caído en una especie de sopor que no sabía si interpretar como apatía o simple fatiga. Aidé intentó tranquilizarle.

—Ha sufrido mucho. Y para llegar hasta aquí ha tenido que demostrar una fuerza y un carácter impropios de su edad. Es normal que ahora se encuentre alicaído.

—No tengo apenas tiempo para estar con él. Y ni siquiera le conozco lo suficiente —se lamentó Kratos.

—No te preocupes, general —dijo Aidé, con una sonrisa—. Yo lo vigilaré por ti.

Pero Kratos aún encomendó más tareas a Aidé. A pesar de sus protestas, la hija de Hairón acabó viajando en el centro del convoy, con las familias de los soldados. Era ella quien atendía las quejas, solucionaba todos los problemas y conseguía que aquella sección de la Horda, la más lenta, avanzara un poco más rápido y cumpliera sus etapas.

El río Argatul bajaba tranquilo, esperando a las primeras lluvias de otoño para alimentar su caudal. Pero a lo largo de los siglos había ido excavando en la meseta un cañón que se hacía más profundo conforme avanzaban. La Horda viajaba por el fondo, para no perder la cercanía del agua, pero Kratos envió caballería y arqueros a cubrir las alturas. A menudo él mismo subía por las paredes del barranco para reunirse con ellos y explorar el terreno.

—Tranquilo, general —le dijo una vez Partágiro—. No hace falta que estés en todas partes a la vez. Debes confiar en tus oficiales.

—Eso es fácil de decir.

—Si no puedes confiar en tus oficiales, es que los has elegido mal. En ese caso, estás perdido.

Kratos se quedó pensativo.

—Dime una cosa, Partágiro. Tú conocías bien a Vurtán, ¿verdad?

El joven asintió.

—Respóndeme con sinceridad. El habría sido mejor jefe para la Horda que yo, ¿no es cierto?

Partágiro meditó unos segundos antes de contestar.

—Creo que no, tah Kratos.

—¿Por qué?

—Vurtán era un hombre muy inteligente, el más inteligente que he conocido. Y un gran observador. Pero era demasiado frío. —Partágiro meneó la cabeza—. Para llevar a los hombres a la guerra hay que tener fuego en las venas. Hay que estar un poco loco para infundir la locura divina del combate, ¿no crees?

Kratos soltó una carcajada.

—¿Y tú crees que yo estoy un poco loco?

—Tal vez. Los hombres te vieron realizar una proeza delante de toda la asamblea. Se dice que eres invencible. Eso inspira sus corazones. Vurtán tal vez los llevaría a la batalla en falanges más rectas. Pero con un héroe como tú al frente, tah Kratos, cargarán contra las jaurías del infierno aclamando tu nombre.

Cuando acamparon el segundo día de marcha, los centinelas trajeron a dos hombres de rasgos Ainari que afirmaban haber escapado a caballo de la destrucción de Malib. Kratos, como todos los demás, sospechaba que la ciudad había caído en manos de los Aifolu, pues durante toda esa jornada habían contemplado una columna de humo negro que se elevaba desde el noroeste.

—Traían con ellos dos demonios de fuego —decían los Rasgados, con gesto de terror—. ¡Ellos solos destruyeron las defensas de la muralla!

Abatón y Frínico pensaban que aquello era mentira, que los Rasgados debían de estar borrachos cuando los Aifolu atacaron la ciudad y habían confundido las bolas de fuego que lanzaban los trabucos con dragones alados. Pero Oxay, más supersticioso, se tomó en serio su relato. Kratos recordó algo e hizo que trajeran a su hijo.

—Es cierto —corroboró Darkos, con los ojos muy abiertos—. Los Aifolu destruyeron Ilfatar con la ayuda de un demonio alado que vomitaba fuego. Yo mismo lo vi.

—Vamos, Kratos —dijo Abatón—, ya sé que es tu hijo, pero ¿no te das cuenta de que el chaval sólo quiere impresionarnos para que le hagas caso?

—Me llamo Darkos —dijo él, con los ojos encendidos de rabia—. ¿Has visto alguna vez al Martal? ¿Has visto a sus pájaros del terror arrancar tripas a picotazos?

—No —reconoció el general tuerto.

—Entonces, lo mejor que puedes hacer es escuchar a quien sí los ha visto.

—¡Eh, el muchacho te ha dado un buen revolcón! —se rió Oxay, palmeando la espalda de Abatón con su zarpa de oso.

Los demás oficiales corearon las carcajadas de Oxay, y el propio Abatón se lo tomó de buen humor; pero Kratos se dio cuenta de que se habían puesto nerviosos. Al día siguiente los alcanzaron algunos fugitivos más. Todos venían contando la misma historia de los demonios flamígeros. Kratos los aisló del resto de la Horda para que no difundieran aquellos relatos de terror y destrucción que podían menoscabar la moral, pero era inútil coartar las hablillas de la tropa, y antes de mediodía ya se hablaba de Gankru y Molgru por toda la caravana.

En la tercera jornada de marcha, Kratos escaló con Marteño las paredes del barranco y estudió los alrededores con el catalejo de Bram, el jefe de los batidores. Bajo ellos, el cañón se ensanchaba en una gran depresión, donde el río se abría en varios brazos que acababan muriendo en lagunas someras que relucían blancas al sol de la mañana. En el centro de esa depresión, como una isla en el centro de un mar de tierra, se levantaba una gran roca. Tenía la forma de una inmensa hogaza de pan plantada en la llanura. Ahri, que no se despegaba de Kratos, calculó que la roca tenía unos quinientos metros de altura por cinco kilómetros de diámetro.

—Es el Kimalidú —les dijo el guía Yurto—. La Roca de Sangre.

La razón del nombre era patente. Por el este, donde la luz del sol alumbraba aquel gigantesco monolito natural, la roca se veía de un color rojo vivo, mientras que por el oeste se marcaban en su abrupta ladera sombras y estrías profundas. A la derecha de la roca había una gran mancha blanca, el lago de Bórax. Según Yurto, sus aguas eran tan saladas que no se podían beber, aunque se encontraban en ella algunos peces y también flamencos. Más al norte del Kimalidú, casi tapada por su masa, se veía una elevación de forma más irregular, que subía en varias pendientes sucesivas hasta llegar al nivel de la meseta. Aquél era el Maular, prosiguió Yurto, que añadió que entre el Kimalidú y el Maular pasaba el cauce del río Argatul para desembocar en el lago de Bórax.

—Pero ahora está seco —dijo Kratos, mirando por el catalejo.

—Sí. Las aguas sólo corren por allí cuando llega la estación de lluvias, y en los últimos años ha habido sequía, así que ni eso —explicó Yurto—. Como vengan otros dos o tres años secos, el lago se secará del todo y se convertirá en un salar.

—Nuestro camino nos lleva allí, a no ser que hagamos a los hombres subir las paredes del cañón con todo el bagaje —dijo Partágiro.

—¿Cómo es ese lugar? —preguntó Kratos al guía—. ¿Podríamos sobrevivir?

—Alrededor del Kimalidú hay pastos, y algunas arboledas. En la misma roca hay fuentes naturales, y cuevas bastante frescas para dormir.

—Entonces seguiremos en esa dirección.

—También hay una ciudad.

—¿Una ciudad? —se extrañó Ahri—. ¿Dónde?

—Está en la cara norte de la roca, mirando hacia el Maular. Por eso no puede verse desde aquí. En realidad, está abandonada. Allí sólo viven algunos Khrumi. —Yurto escupió al pronunciar el nombre de los nómadas.

—¿Tiene nombre esa ciudad abandonada? —preguntó Kratos.

—Sí. Nidra.

—Pues en Nidra se instalará la Horda Roja —decidió Kratos—. Al menos, hasta que el Martal pase de largo.