El castillo

Soy Subiluntar, alcaide del castillo. Llevo toda mi vida organizando sus defensas, a la espera de un enemigo que hasta ahora no ha dado señales ni tan siquiera de su existencia. Un foso sin fondo nos rodea, y más allá de él se extiende el país de las sombras, un lugar de negrura absoluta en el que no existen horizontes, mares ni estrellas.

Pero en las últimas jornadas se ha producido un cambio que enseguida he de explicar.

El señor del castillo, mi señor, es un hombre joven, de cabellos negros y piel morena. Sus ojos son grandes y en ellos parece guardar toda la oscuridad que nos rodea. En cuanto a mí, he visto cómo mi barba se volvía blanca, cómo mi rostro se arrugaba y las articulaciones de mis dedos se hinchaban. He visto marcharse al chambelán Kuraufún, y hacerse mayor a su sucesor Guindaurún. He sido testigo de cómo caía el último pelo de la cabeza de Panuque, el bibliotecario, cuya espalda está tan encorvada que cuando anda parece que busca monedas por el suelo.

En todo ese tiempo el rostro de mi señor no ha cambiado en nada. Cuando sube a las murallas y camina por los adarves, yo creo que lo hace cada vez con más brío, o tal vez sea que yo envejezco y cada vez el recinto de la muralla se me hace más grande. En las defensas, por cierto, tenemos ya treinta y ocho mil cuatrocientos dieciséis soldados, un contingente tal que no hay rincón de la muralla que no esté erizado de lanzas de hierro y yelmos de bronce.

Pero el enemigo no llega. Y yo temo que si alguna vez lo hace, yo ya estaré tan achacoso que no podré empuñar la espada y será otro alcaide quien defienda el castillo y sirva a mi señor.

El sigue pasando muchas horas entre los libros. Antes consultaba a Panuque, pero desde que el bibliotecario está tan sordo, mi señor pasea él mismo entre los anaqueles y examina los millares de volúmenes en que se albergan, según dice él, los siete pozos de la sabiduría, las siete luces del conocimiento y los siete pilares del poder. No lee por curiosidad ni por pasar el tiempo, aunque tiempo es lo que más sobra aquí. Mi señor lo hace para indagar los secretos de la guerra, pues cuando pasea conmigo por la muralla asegura que aún no estamos preparados, por más que en cada uno de los catorce torreones tengamos enormes catapultas y sifones que arrojan brea y aceite en llamas.

—Nuestro enemigo es poderoso —me dijo hace un tiempo—, mucho más de lo que imaginas. Si no fuera tan poderoso, no habría conseguido aislarnos en este castillo.

—Pero, señor, somos nosotros quienes nos refugiamos tras el foso para protegernos. Si quisiéramos, podríamos bajar los puentes levadizos.

—Si hacemos eso, ¿sabes lo que encontraremos al otro lado?

—El país de las sombras.

—No, mi fiel Subiluntar. Al otro lado no hay oscuridad. Al otro lado simplemente está la nada. No tenemos adonde ir. Si abrimos las puertas y bajamos los puentes, ¿sabes qué nos ocurrirá?

—No, señor.

—Que la nada nos devorará. Este lugar, el castillo entero, se convertirá en una bola de fuego, se encogerá sobre sí mismo… y desaparecerá como si nunca hubiera existido.

—Eso es horrible, señor.

—Lo es. Por eso temo que llegue el enemigo, pero también lo deseo. Si el castillo ha de ser destruido por las artes del adversario, que así sea. Pero que ocurra algo. Cualquier cambio será bienvenido.

—Cuando el enemigo llegue, no nos destruirá —le dije yo—. Estamos bien preparados.

Él me palmeó la espalda y sonrió, aunque no me miraba a mí, sino que sus ojos taladraban la oscuridad.

—Nunca se está bien preparado contra un enemigo así. Pero ahora que el secreto del castillo es mío, al menos podré desencadenar todo mi poder contra el adversario.

Eso me confesó hace ya un tiempo. Pero, como ya he dicho, en las últimas jornadas se ha producido un cambio. Todos estamos acostumbrados a que cada jornada sea igual que la anterior, y yo ni siquiera comprendo bien la diferencia entre las palabras día y noche. Pero ahora pasamos horas embelesados con la vista puesta en las alturas. Pues allí, en mitad de la nada, ha aparecido una bola de luz, débil como una antorcha lejana, que se mueve por la negrura dejando tras de sí un rastro lechoso. Panuque me ha explicado que eso es un cometa, y que los cometas siempre han sido mensajeros de nuevas y portentos.

Mi señor sonríe cuando mira al cometa, y yo veo cómo su débil luz se refleja como un puntito blanco en sus ojos.

—Es una señal. Sí, una señal del viejo mago.

—¿Y qué significa?

—Lo que siempre han significado los cometas, mi fiel Subiluntar. Que se acerca el fin, para bien o para mal.