Etemenanki estaba ya tan cerca que, paradójicamente, apenas la veían. La parte superior, que por la noche reflejaba la luz de las lunas como un extraño lago cilíndrico suspendido en el aire, había quedado oculta por la ingente masa de la cúpula que le servía de base. Incluso ésta había perdido su forma, para convertirse en un bosque de columnas grises que se perdían en las alturas y se extendían de horizonte a horizonte; pues a la escala de sus ojos, las curvas de la vasta cúpula parecían rectas sin fin.
Derguín albergaba la esperanza de encontrar en el centro de la cúpula algún modo de subir a Etemenanki. Pero antes debía superar un escollo.
Estaban rodeados.
El camino que los había conducido hasta allí discurría entre dos cerros, y sobre la cima de cada uno de ellos se levantaba una colmena de Fiohiortói. Por detrás, el sendero había quedado bloqueado por una horda de inhumanos que seguían sus pasos desde hacía casi una hora. Y de frente, casi al borde de la cúpula, había doscientos inhumanos más que aguardaban en un extraño silencio.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo Derguín.
Ariel se apretó aún más a su cintura. Montaban los dos sobre Riamar, mientras que la estatua de Mikha viajaba a lomos de Reina, la yegua de Baoyim. Escarcha no se había recuperado por completo del sopor provocado por el veneno de los inhumanos. No hacía más que rezagarse, y cada poco rato se tumbaba en el suelo a dormitar. Al final, pese a las lágrimas de Ariel, que se había encariñado con aquel caballo mestizo, no les quedó más remedio que dejarlo atrás, con la esperanza de recogerlo a la vuelta.
—Ya no podemos retroceder —dijo Derguín.
—Ni avanzar —repuso Ariel.
—Sin embargo, puesto que cualquier dirección parece igual de peligrosa y hay que elegir una, seguiremos adelante.
—¿Qué vas a hacer, señor?
Derguín desmontó, se caló el casco y bajó la visera. Después desenfundó a Zemal. El zumbido de la hoja le llegaba a los oídos atenuado por el yelmo, pero seguía siendo reconfortante. Ariel lo miraba con los ojos muy abiertos y los labios apretados. Derguín pensó que la niña no sólo estaba asustada por los Fiohiortói que los rodeaban, sino también por el aspecto monstruoso que le daba el casco. Se levantó el ventalle para que ella pudiera verle la cara y sonrió.
—No te preocupes Ariel. Estoy bien protegido. —Señaló con el guantelete hacia los Fiohiortói que aguardaban al pie de la cúpula, inmóviles y disciplinados como un batallón de infantería pesada—. Voy a abrirme paso con la Espada. Después, Riamar y tú me seguiréis.
—¡Es una locura, señor!
Sí, lo es.
—No tenemos otra posibilidad, Ariel. No temas. Con Zemal, será como segar mieses.
—¡No vayas, por favor!
Derguín palmeó el muslo de Ariel, con cuidado de no herirla con el guantelete. Después le dijo a Riamar al oído:
—Cuando veas el momento oportuno, atraviesa entre sus filas.
El unicornio gorjeó y asintió con la cabeza. Derguín respiró hondo y caminó hacia los inhumanos. Le separaban de ellos unos cien metros. Empuñó la Espada con ambas manos y la blandió por delante de su rostro, pues su brillo le infundía valor. Y por Tarimán que lo necesitaba.
Los inhumanos lo aguardaban sin moverse. Los Fiohiortói de las primeras filas estaban agazapados, apuntándole con sus crestas dorsales, mientras que los de detrás se habían puesto de pie, con los brazos caídos a los costados y los rostros levantados, exhibiendo sus bocas de tiburón. Derguín se preguntó cuánto tardarían en disparar las espinas. Protegido tras la armadura de obsidiana, no las temía. Tampoco a sus garras. Pero sí le preocupaba que se arrojaran sobre él en masa. Por más inhumanos a los que pudiera matar con la Espada, al final lo aplastarían bajo su peso. Y si conseguían inmovilizarlo y despojarle de la armadura, todo habría terminado.
¿Qué aceleración elegir? Si entraba en Urtahitéi y la pelea se prolongaba demasiado tiempo, tal vez no resistiría el esfuerzo. Por otra parte, si barría las filas inhumanas a diestro y siniestro con la velocidad y la fuerza que infundía la tercera aceleración, podría abrir brecha en menos tiempo y atravesar aquella falange gris.
Pero no se trataba sólo de que pasara él. También tenían que conseguirlo Riamar y Ariel. Y, sobre todo, Mikhon Tiq. Si él se quedaba atrás, sí la estatua caía en manos de los Fiohiortói y la destrozaban con sus garras, el viaje hasta allí y la muerte del Mazo habrían sido en vano.
Derguín ya estaba a menos de veinte metros de la primera fila y aún no le habían disparado. Tal vez aquellas criaturas eran lo bastante inteligentes para saber que sus espinas eran inútiles contra un guerrero blindado. Derguín cerró los ojos, tomó aire y se preparó para entrar en Urtahitéi.
Algo crujió en sus oídos, como un coro de chicharras, y una voz habló junto a sus oídos.
—Llevas los emblemas y los sonidos del sendero-quebradizo-de-la-pureza. ¿Por qué quieres atacar a los tuyos?
Derguín abrió los ojos, asombrado. Un inhumano de la primera fila se había puesto en pie y avanzaba hacia él balanceando los largos brazos a los costados. Pero no podía ser su interlocutor, pues la voz había sonado prácticamente en el interior del casco.
—¿Vienes a conducirnos a la guerra, oh caudillo?
Por extraño que pareciera, no tuvo más remedio que aceptar que la voz que sonaba en sus oídos tenía alguna relación con el inhumano. Este se detuvo a unos pocos pasos, apoyó los nudillos en el suelo y dobló las piernas, en una posición que debía de resultarle más cómoda. Derguín se percató de que en su pecho se encendían y apagaban luces tenues, fosforescencias que brillaban bajo la piel y dibujaban diseños fugaces. No le resultaban familiares ni se parecían a ninguna escritura que conociera, pero sospechó que las luces no cambiaban al azar, sino que cada dibujo representaba un signo, tal vez una letra, una palabra o una frase entera.
—Hemos esperado muchos ciclos, pero la memoria de los huesos nos decía que vendrías a llevarnos a la guerra.
Derguín creyó comprender lo que estaba pasando. Para comprobarlo, decidió arriesgarse y se quitó el casco. Al momento captó el olor pungente del inhumano que le hablaba, y también el de los congéneres que aguardaban más atrás. Pero las palabras se habían convertido en un chirrido ininteligible. Se apresuró a ponerse el yelmo de nuevo y otra vez oyó la voz.
—… cristalino-de-la-colina se han vuelto audaces. Tenemos que castigarlos para que no contaminen nuestro territorio con su miasma. ¿Has venido a llevarnos a la guerra contra el yugo-cristalino-de-la-colina?
Era el propio casco el que interpretaba las luces y chirridos y los traducía a un lenguaje que Derguín podía entender. La armadura no podía haber pertenecido a un inhumano, pues su forma no era la apropiada y además un Fiohiortói no habría necesitado que le tradujeran las palabras de otro Fiohiortói. No, sin duda aquella panoplia de un material desconocido había sido construida para que un guerrero, un hombre como él, pudiera comunicarse con los inhumanos. Para que los dirigiera en la batalla.
Pero ahora no había ningún enemigo. Lo único que quería Derguín era seguir su camino. ¿Cómo explicárselo a aquellas criaturas? Por absurdo que le pareciera, lo mejor era que intentara hablarles.
—No he venido a llevaros a la guerra —dijo.
Algo brilló bajo sus ojos. Agachó la barbilla lo poco que se lo permitía el casco y advirtió que los signos geométricos que adornaban su peto se iluminaban y volvían a apagar, dibujando diseños similares a los que se veían en el pecho del inhumano. De modo que la armadura también traducía el lenguaje de los hombres al de los Fiohiortói.
¿Por qué, caudillo de la tierra alta? ¿No te hemos sido leales?
Derguín carraspeó. Se sentía ridículo intentando razonar con aquel ser reptilesco. Además, la voz que el casco hacía sonar en sus oídos era metálica e inexpresiva. Ignoraba si el Fiohiortói estaba siendo humilde o agresivo, si se sentía decepcionado o traicionado.
—Al contrario, mis leales súbditos. —Confiaba en que la armadura tradujera «súbditos» por el concepto más adecuado para la mentalidad de los Fiohiortói—. Pero ahora mi misión me lleva allá arriba, a la torre que acaricia el cielo.
Derguín apuntó hacia las alturas con la mano izquierda, y se preguntó si eso tendría algún sentido para los inhumanos. Tal vez pensaban que aquellas columnas grises que se perdían en las alturas eran una extraña especie de árboles que no daban hojas.
Entonces el sendero-quebradizo-de-la-pureza te conducirá al camino que sube a la bóveda de las estrellas —respondió el inhumano.
—¿Dónde está ese camino?
En el centro del bosque que está bajo el centro de la cúpula de raíces aéreas.
Derguín creyó entender. Se volvió de medio lado y señaló hacia Ariel y Riamar.
—Ellos también son sirvientes del sendero-flaco-de-la-pureza. Debéis dejar que vengan conmigo.
Tus deseos se cumplirán como tú quieres que se cumplan. ¿Podemos pedirte una gracia?
—Habla.
La memoria de los huesos nos duele cuando vemos la luz de tu espada. Si te hemos sido leales, no nos hieras con ella. Si te hemos sido leales, guarda su luz.
Derguín envainó la Espada.
—Vuestro deseo ha sido concedido. Ahora, llevadme al camino que sube a la bóveda de las estrellas.
Dos hileras de inhumanos los escoltaron. Por instrucciones de Derguín, se mantenían a una distancia de veinte metros, de modo que su olor y su aspecto no espantaran a la yegua que cargaba con Mikha. Tampoco quería que asustaran a Ariel, que no guardaba buen recuerdo de sus espinas.
Aunque los inhumanos tampoco deben de guardar muy buen recuerdo de Ariel, pensó. Aún no comprendía la razón de que ella hubiese empuñado la Espada sin morir en el acto. Tal vez era cierto que Zemal tenía inteligencia propia, y había decidido que aquélla era la única forma de salvar la vida de su dueño. Pero, por si acaso, cuando Ariel quiso volver a tocar su empuñadura, Derguín le dio un buen manotazo en los dedos. No quería arriesgarse.
Cuando se acercaron a las columnas de la cúpula, Derguín se detuvo un momento para examinarlas. Aquellos pilares eran de un material gris, que a la vista y al tacto ofrecía una fina rugosidad, pero no era piedra, ni madera, ni tampoco metal. Al golpearlo con los nudillos, sonaba hueco. Cada columna tenía cinco metros de grosor, y había entre ellas una separación de unos treinta metros. Mucho antes de llegar allí, Derguín había observado que los nervios que formaban la estructura de la cúpula no eran independientes, sino que había un entramado de cables que se cruzaban en diagonal y unían las columnas, formando una red que, a no ser que se tratara de un engaño visual creado por la distancia, se hacía aún más densa en las alturas.
Cuando atravesaron el borde de la cúpula fue como si de repente los hubieran transplantado a otro país, a otro continente, a otro mundo. Volviendo la cabeza, aún podía verse entre las columnas el azul del cielo. Pero conforme se adentraban bajo la cúpula, los pilares parecían juntarse unos con otros y cerraban el cielo con su malla gris.
El espectáculo era más sorprendente cuando se miraba hacia delante. Frente a ellos, el suelo era liso como un plato, pero a poco más de doscientos metros la vegetación devoraba la llanura. No era un bosque como los que acababan de atravesar, sino una selva espesa y oscura, de aspecto impenetrable, que parecía respirar, pues a su alrededor flotaba una bruma vaporosa y blanquecina. Sobre las primeras filas de árboles se levantaban copas cada vez más altas, amontonadas unas sobre otras como estratos de nubes verdes. Y por encima de los árboles se veían unas aves reptilescas de enormes alas que volaban en círculos.
—¿Qué es eso? —preguntó Ariel.
—Terones. Nunca había visto tantos juntos. Debe de haber al menos veinte.
—Llevan gente encima —aseguró Ariel, entrecerrando los ojos.
—¿Seguro?
—Sí.
Derguín se quitó el casco. Por encima del acre olor de los inhumanos, captó los aromas de la vegetación, pero siguió sin distinguir a los supuestos jinetes de los terones. O Ariel tenía la vista muy aguda, o mucha imaginación.
Según avanzaban, se sentía la piel más fresca, o tal vez fuera que al amparo de la cúpula la humedad era mayor. La razón resultaba fácil de comprender, pues por encima de la selva había una espesa capa de nubes que no dejaba ver el techo de la cúpula.
—Es como una jaula de nubes —dijo Ariel, boquiabierta.
Derguín asintió. No lo habría sabido expresar mejor. ¿Qué tipo de hombres habían podido edificar un recinto tan alto que hasta las nubes quedaban atrapadas en su interior? Los mismos, se respondió, que habían construido una fina columna plateada que ascendía desde el centro de la selva y se perdía entre las nubes. Derguín se dijo que aquél debía de ser el corazón de Etemenanki, el lugar al que debía llegar para encontrar a Mikhon Tiq.
Cuando alcanzaron al borde de la selva todo parecía más oscuro. Derguín se volvió para ver si ya había anochecido. El sol aún brillaba a través de las columnas, aunque la red de pilares y cables amortiguaba su luz. Pero no era ésa la razón de la penumbra, sino que la cúpula y las nubes habían devorado ya cuatro quintas partes del cielo visible.
—No me gusta este bosque —dijo Ariel—. Es raro.
—También lo era el bosque en el que me encontraste —respondió Derguín—. Aquí todo es raro.
—Sí, pero esto es aún más raro —insistió ella, olisqueando el aire.
Derguín se acercó a Portavoz. Así había apodado al inhumano con el que hablaba. Le preguntó si podrían abrirse paso hasta la columna plateada que subía hasta el cielo.
—Es el sendero-quebradizo-de-la-pureza —contestó Portavoz—. Tú síguenos y no salgas del círculo.
Cincuenta inhumanos penetraron en la selva en formación de cuña, y los demás se abrieron tras ellos formando dos hileras paralelas. Derguín y Ariel tuvieron que caminar en el centro, a apenas a un par de metros de las criaturas, pues la vegetación era tan frondosa que no dejaba sitio para separarse más. Los Fiohiortói de la vanguardia iban abriendo paso con sus garras, usándolas a modo de cuchillos para desbrozar un sendero. El suelo estaba cubierto de hojas grandes como abanicos que se descomponían con un olor dulzón. También había raíces aéreas, y hiedras, lianas y enredaderas que tejían una red inextricable entre los troncos de los árboles.
Caminaban entre sombras cada vez más espesas. Pero los inhumanos hacían una buena labor. Los que se cansaban en la vanguardia se iban quedando atrás para que los de las columnas laterales pasaran al frente de la cuña y siguieran cortando, apartando y desbrozando. De las alturas les llegaban cantos de pájaros y ululatos de monos. Pero ninguna criatura viva, aparte de libélulas y mosquitos, se atrevió a traspasar el cordón que los inhumanos habían formado alrededor de Derguín y Ariel.
Por fin llegaron al centro de aquel extraño mundo. La vegetación desapareció de repente, pues ya no tenía suelo sobre el que hincar sus raíces. Habían llegado al borde de una superficie lisa y gris similar al material de las columnas exteriores. Frente a ellos se alzaba, como aparecida de la nada, la base de lo que Derguín había tomado por una columna plateada, y que era en realidad un edificio cilíndrico de unos cincuenta metros de diámetro. Su fachada no era lisa como le había parecido de lejos, sino que presentaba un intrincado relieve de entrantes y salientes, como grandes muescas verticales.
—Nosotros no podemos seguir —le dijo Portavoz—. Este suelo está vedado.
—Entonces nos esperaréis aquí.
—Si tardáis más de dos días, tendremos que irnos. Necesitamos el sol.
—De acuerdo.
Los dos humanos y los dos equinos siguieron caminando sobre aquella superficie que parecía devorar el sonido de los cascos, mientras los inhumanos se quedaban al borde de la plataforma. Mientras se acercaban a la base del edificio, Derguín levantó la mirada. Pero desde allí no alcanzaba a ver la cúpula, pues las nubes la ocultaban de la vista.
—¿Cómo vamos a subir, señor? —preguntó Ariel.
—No lo sé. Pero sólo subiremos Mikha y yo. Tú te quedarás aquí con Riamar.
—Me da miedo quedarme sola…
—Allí arriba, en algún lugar de esta torre, vive el Rey Gris. No me entregará el espíritu de Mikhon Tiq sin lucha, de eso estoy seguro. Así que te quedarás aquí.
—Pero…
—Esta vez no me desobedecerás —dijo Derguín con severidad. Al momento se arrepintió, porque los ojos de Ariel se llenaron de lágrimas.
Es mejor así, se repitió a sí mismo. No quería que Ariel pudiera sufrir la misma tortura que atormentaba a Mikhon Tiq en sus sueños.
—¡Señor, mira! —exclamó Ariel, sorbiéndose las lágrimas.
Derguín levantó la mirada. Algo bajaba por la fachada de la torre. Al cabo de unos instantes, pudo distinguir su forma. Era una cabina de cristal que se deslizaba como por arte de magia por una de las muescas de la pared. Dentro había una figura gris.
—Ariel —dijo Derguín—. Quiero que te quedes aquí y te escondas detrás de Riamar.
—Ten cuidado, señor.
Derguín cortó las cuerdas de Mikha y lo bajó al suelo. Después se despidió de Ariel con un beso. Ella le quiso abrazar, pero se tuvo que apartar, pues la armadura estaba plagada de crestas y salientes afilados.
—No tardaré en volver, Ariel. Te lo prometo.
Derguín se enderezó, levantó en vilo el cuerpo petrificado de su amigo y se dirigió hacia la cabina de cristal, que ya había llegado al suelo.
—¿Eres el Rey Gris? —Derguín repitió su pregunta en Ritión y Ainari, pero no obtuvo respuesta hasta que no la formuló en Arcano.
—En cierto modo —contestó el hombre, y le hizo un gesto para que pasara a la cabina.
Era alto, casi una cabeza más que Derguín. Vestía una armadura gris con reflejos de plata. El casco, de forma cilíndrica, tenía una visera de cristal que dejaba al descubierto toda la cara. El dueño de ésta poseía ojos azules, nariz larga y aguileña, labios finos y, por el momento, una sonrisa neutral.
—¿Has llegado tan lejos para quedarte en la puerta? —insistió quien decía ser, «en cierto modo», el Rey Gris.
Derguín entró en la cabina y apoyó a Mikhon Tiq contra el cristal. La pared transparente que se había abierto volvió a cerrarse por sí sola y la cabina empezó a subir. Al principio lo hizo con un impulso tan violento que Derguín sintió cómo el estómago se le bajaba a los pies. La sensación era similar a una caída, pero hacia las alturas, algo que no había experimentado ni en sueños. En la pared transparente había una barra de metal a la altura de la cintura. Derguín comprendió que era para agarrarse, y así lo hizo.
—Es normal —le explicó su anfitrión—. Es efecto de la **** producida por la ****.
El hombre utilizaba cada pocas frases algunas palabras cuyo significado Derguín ni siquiera llegaba a intuir. El creía que había llegado a dominar el Arcano gracias a sus estudios, pero era evidente que estaba equivocado.
—¿Debo llamarte Rey Gris?
—Puedes llamarme Barbán.
—¿Sabes por qué he venido, Barbán?
—Sí. Ten paciencia.
Derguín observó que cada vez que Barbán se movía, en el interior de su armadura se oía un ruido extraño; no el rechinar de una junta oxidada, sino más bien el giro de una polea o un engranaje. Eso le hizo pensar que la armadura disponía de algún tipo de ingenio que la hacía moverse por sí sola. Lo cual podría multiplicar su fuerza, se dijo. Se preguntó también si los objetos que colgaban del cinturón del extraño serían armas, o simples herramientas. Por si acaso, tenía preparada en la mente la fórmula de la aceleración. La había practicado tanto que ya no necesitaba subvocalizarla, sino que le bastaba con verla escrita en su cabeza. De esa manera, podía entrar en Tahitéi en menos tiempo del que tardaba en llevar la mano a la empuñadura de Zemal.
Seguían subiendo a gran velocidad, aunque a Derguín ya se le había pasado la sensación de náusea en el estómago. Detrás de Barbán se veía el hueco por el que ascendía la cabina, un entrante semicircular tallado en el material de la gran torre. Pero en la pared no había cuerdas, ni poleas, ni ningún mecanismo que se pareciera al cabrestante que hacía subir el funicular de Narak.
Al observar que Derguín buscaba por todas partes algo que explicara el movimiento de la cabina, Barbán sonrió condescendiente.
—No te esfuerces por comprender todo lo que ves. Puedes volverte loco. Son siglos y siglos de retraso los que pretendes compensar.
—Un hombre inteligente puede comprender cualquier cosa —respondió Derguín, un tanto ofendido.
—Me temo que tus ****** no están preparadas para eso. Tus sentidos sólo captan aquello que pueden comprender, y lo demás causa una especie de ******* cerebral.
Derguín se cruzó de brazos y contempló el exterior. Al principio dirigía miradas de reojo a su anfitrión, pero luego la belleza del paisaje acabó absorbiendo su atención. Primero vio a sus pies todo el círculo interior de la cúpula, con la espesa jungla que habían atravesado guiados por los inhumanos. En medio de la selva se abría un lago de aguas oscuras que debía de tener medio kilómetro de anchura. Desde abajo, ni siquiera habían llegado a sospechar su existencia, pues la vegetación lo rodeaba como una muralla impenetrable. Ahora, en cambio, se ofrecía por entero a la vista de Derguín. Así deben de ver el mundo los dioses, se dijo Derguín, y de pronto le embargó un temor casi reverente por aquellas criaturas poderosas que en el pasado se habían enfrentado a los hombres y que, según las palabras de Linar, volverían más bien temprano que tarde para terminar la guerra empezada miles de años antes. Sintió que enfrentarse a ellos con Zemal era como tratar de cazar a un oso con una astilla encendida. Pero luego recordó que aquel lugar, Etemenanki, lo habían edificado los seres humanos. O eso se decía.
—¿Quién construyó esto? —le preguntó a Barbán, que en lugar de disfrutar del paisaje como él tenía la mirada perdida en la nada.
Barbán pareció despertar de un letargo.
—¿La torre? Es una puerta a las estrellas. La construyeron nuestros antepasados.
—¿Los de quién?
—Los tuyos y los míos. Hombres como nosotros. Esta torre y tres como ella servían para subir personas y materiales hasta la órbita, sin tanto gasto de energía y *****. Pero eso fue hace miles de años, cuando aún existía ciencia para esas cosas. Ahora esta puerta es la única que sobrevive, pero no es más que un grandioso monumento que no conduce a ninguna parte.
—¿Qué pasó?
—Cataclismos. Guerras. Catástrofes. Los hombres tuvimos que librar una guerra contra nuestras propias creaciones, contra el fruto de la manipulación ***** y el dominio de los *****, Pues debes saber que todo lo que existe en este mundo ha sido fabricado por los hombres, que nosotros creamos a dioses, inhumanos, coruecos, pájaros del terror, dientes de sable… Incluso las Atagairas son obra humana, y no de la naturaleza.
—¿Nosotros? ¿Quieres decir que tú también?
—No, no había nacido entonces. Es una forma de hablar. Yo nací ya en esta época de barbarie y oscuridad.
—Ya. Entiendo —dijo Derguín. No estaba muy seguro de dónde estribaba su dificultad para entender a Barbán, pero empezaba a sospechar que eran los mismos conceptos los que se le escapaban.
Todo se volvió blanco a su alrededor, y luego gris. Acababan de penetrar en una nube. Al menos, el viaje por Atagaira había preparado a Derguín para esa experiencia. Atravesaron la nube, que se hundió bajo ellos como un lecho de algodón. El cristal exterior quedó empañado por diminutas gotas de agua que no tardaron en desaparecer.
Derguín levantó la mirada. Ahora podía ver sobre su cabeza el techo de la cúpula, donde todos los pilares convergían. Siguieron ascendiendo, y atravesaron algunas nubecillas tenues como hilachas. Pensó que la cabina se detendría en la cima de la cúpula, pero simplemente la atravesó y prosiguió su ascensión.
El horizonte que se abrió ante sus ojos era fabuloso. Bajo sus pies se extendía la parte superior de la cúpula, pero más allá se levantaban las cumbres nevadas de Atagaira, y sobre ellas el sol, que ya empezaba a enrojecer. Siguieron subiendo. Gracias a la nueva perspectiva que le brindaba la altura, Derguín pudo divisar la llanura de Iyam, una alfombra amarilla sembrada por bosques que desde allí parecían parches oscuros. Y pasadas las montañas, borrosa en la distancia, se vislumbraba una mancha rojiza que sólo podía ser la meseta de Malabashi. Estoy viendo las cumbres de Atagaira desde arriba., pensó, maravillado.
Derguín se dio cuenta de algo en lo que hasta entonces no había reparado.
—¿Dónde está el cilindro exterior?
—¿Qué cilindro?
—El que se sujeta sobre la cúpula —explicó Derguín—. De día se ve casi blanco y de noche, según el color de las lunas. Parece hecho de agua.
—Ese cilindro sigue ahí, delante de tus ojos, pero desde aquí no se ve, sólo desde el exterior. No es material. Está compuesto de energía, que ***** la luz y protege la torre de las amenazas exteriores.
—Si ese cilindro no es material, ¿para qué sirve la cúpula? Por lo que veo, no sustenta el peso de esta torre.
—Eres muy curioso para ser un bárbaro. ¿Cómo sabes que es así?
—Porque esta torre por la que estamos subiendo tiene siempre la misma anchura. Eso quiere decir que todo su peso cae en vertical sobre la base. La cúpula no descarga nada.
—Si fuera como tú dices, el edificio se hundiría sobre sus propios cimientos. La cúpula sostiene el peso de Etemenanki, pero no de una manera convencional. Su estructura geométrica crea unos ***** de fuerza que compensan el tirón ***** de la tierra sobre la torre, y a la vez le suministran la fuerza necesaria para crear la barrera protectora.
Derguín meneó la cabeza. Para él, todo se resumía en una palabra: magia. La magia de hombres muy antiguos y tan poderosos como los dioses. ¿Creadores de los dioses, según las palabras de Barbán? ¿No era al contrario?
Subieron aún más. El sol se ocultó tras el horizonte y las estrellas empezaron a mostrarse en el cielo. Derguín levantó la mirada. La torre se perdía sin que llegara a verse su final.
—No entiendo por qué has bajado a buscarme —dijo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Barbán.
—He venido a llevármelo a él. —Derguín apoyó la mano sobre la cabeza de Mikha—. Su espíritu. ¿Me lo vas a entregar de buen grado?
—No soy yo quien lo retiene.
—¿No me dijiste que eras el Rey Gris?
—He dicho «en cierto modo». Hace años hice la guerra contra tus congéneres. En aquel entonces me llamaron el Rey Gris. —Barbán esbozó una sonrisa amarga—. Lo cual me valió un severo castigo del auténtico Rey Gris.
—¿Quién es él?
—Un viejo loco. Mucho más viejo y más loco de lo que puedas imaginar. Lleva viviendo siglos, milenios, tantos que él mismo ha perdido la cuenta. Pero quiere seguir viviendo para siempre. Posee una gran curiosidad intelectual, lo que hace que no soporte la idea de morir y perderse lo que depare el futuro.
—Entonces… ¿es un hombre?
—Como tú y como yo. Su ciencia lo ha sostenido con vida más allá de lo comprensible, pero ya se le está acabando el tiempo. El lo sabe. Por eso lo administra gota a gota, con la tacañería de un avaro.
Era obvio que Barbán no sentía demasiado afecto por el Rey Gris. Eso podía convertirlo en un valioso aliado para Derguín.
—Sólo está despierto una pequeña fracción del tiempo —prosiguió Barbán—. Últimamente, esa fracción se ha reducido a una hora de cada mes.
—¿Y el resto del tiempo? ¿Duerme?
—No, porque eso también lo envejecería. Permanece encerrado en una cámara de *****.
Derguín pensó que aquel concepto era importante y pidió a Barbán que se lo explicara.
—Una cámara de estasis —repitió Barbán—. Es un lugar donde el tiempo se detiene. Una maravilla científica del mundo antiguo que sin duda a vosotros, bárbaros, os parecerá magia.
No del todo. Durante el certamen por la Espada, Tríane había curado las heridas de Derguín en Gurgdar, una bóveda donde el tiempo corría tan rápido que por cada día del exterior, allí dentro pasaban cuarenta. El Rey Gris debía haber encontrado la forma de conseguir lo contrario, frenar el transcurso del tiempo hasta detenerlo del todo.
—¿Ahora mismo está encerrado en esa cámara de estasis?
Barbán sonrió.
—Así es. El Rey Gris no vigila ahora. Por eso puedes llevarte a tu amigo. Pero a cambio tendrás que ayudarme. Ese es el trato.
Por fin, la cabina se detuvo. Esta vez se abrió por la parte interior. Entraron en la torre y caminaron por una bóveda de paredes luminosas que describía una curva hacia la izquierda, acompañados por el eco de sus pasos. A ambos lados se abrían puertas y ventanas transparentes por las que asomaban rostros curiosos. Algunos tenían rasgos humanos, y otros parecían cruces de hombres con simios o incluso reptiles. Derguín se detuvo frente a una claraboya donde una criatura peluda trataba de llamar su atención tamborileando con las uñas en el cristal.
—No te detengas —le dijo Barban—. Los he confinado a todos en sus estancias, pero alguno podría desobedecerme y alertar al Rey Gris.
Entraron en otra cabina de cristal que subía por un túnel interior. El viaje fue más breve, pues según Barbán sólo tenían que subir mil metros para llegar a la cúspide de Etemenanki, donde los únicos que tenían acceso eran el Rey Gris y él mismo. «Cuando me lo permite», añadió en tono resentido.
Salieron a un gran pasillo curvo, de suelo liso y brillante como un espejo. Derguín no dejaba de mirar a todas partes, aunque la mayor parte de las estructuras y objetos que veía no significaban nada para él. Barbán rozó con la mano la pared de la derecha.
—Al otro lado se encuentra la cámara de estasis. En ella duerme el Rey Gris, en el sueño más profundo que cabe imaginar. El de la quietud absoluta.
—¿Puedo verla?
—No. Es imposible. Cualquier influencia del exterior, aunque sea una partícula de *****, puede interrumpir la estasis. Y es mejor que eso no ocurra. El viejo tiene muy mal despertar.
El pasillo giró a la izquierda y desembocó en una sala circular, de suelo resbaladizo y jaspeado. En el centro había un gran hueco circular rodeado por una barandilla de metal. Derguín se asomó al vacío. Bajo sus pies se abría un pozo inacabable que acababa convirtiéndose en un punto diminuto sin que se atisbara su fondo. Derguín sintió en el rostro un viento cálido que soplaba desde las profundidades.
—Ten cuidado —le advirtió Barbán—. No creo que te agrade sufrir una caída de sesenta mil metros.
Derguín silbó entre dientes y se preguntó cuántas montañas como el Kishel habría que amontonar para que alcanzaran esa altura.
Subieron una escalera de caracol enroscada alrededor de una columna plateada. Tras dar tres vueltas completas, la escalera atravesó el techo de la sala y desembocó en un pequeño rellano. Una puerta de cristal les cerraba el paso. Derguín se acercó y examinó el marco de metal que la rodeaba. Por lo que se apreciaba, el cristal tenía un espesor de casi tres palmos. No había aldabas, ni cerraduras, ni candados.
Al otro lado del cristal se hallaba el lugar con el que había soñado. Derguín pegó el rostro a la puerta. Había una especie de vitrina de cristal y barras de metal que le obstaculizaba la vista, pero tras ella alcanzó a distinguir los extremos de los dos discos. Uno parecía flotar a un metro del suelo, mientras que el otro colgaba del techo o de la nada. En su sueño, Mikhon Tiq estaba suspendido entre los dos discos y sufría un dolor indecible. Pero desde allí Derguín no veía a su amigo.
—Abre la puerta —le dijo a Barbán.
—No puedo. La puerta se abre con un mecanismo interior que sólo obedece a la presencia del Rey Gris. —Barbán apretó los labios—. Se supone que soy su sirviente de confianza, y me prohibe la entrada a esta sala.
Derguín comprendió.
—De modo que el trato consiste en que yo te abra la puerta, y a cambio tú me dejas llevarme a mi amigo.
—Así es. Hay algo muy valioso en el interior. Quiero que me lo entregues.
—¿Cómo abro la puerta?
Apenas terminó de formular la pregunta, Derguín comprendió. Zemal. Con mucho cuidado, dejó a Mikha tumbado en el rellano. Después desenvainó la Espada, y aspiró su olor a tormenta inminente.
—Un juguete muy curioso —dijo Barbán—. Espero que sirva para algo.
Derguín mismo no estaba muy seguro. Apoyó la punta de la Espada en la puerta y empujó. La hoja se hundió sin ninguna resistencia hasta que los gavilanes toparon con el cristal.
—¡Excelente! —dijo Barbán.
Derguín tiró de Zemal hacia arriba, y luego la fue moviendo hasta dibujar un óvalo lo bastante grande para pasar por él. Pero cuando terminó y extrajo la Espada, no sucedió nada. El cristal era tan grueso que, aun cortado, se sostenía sobre el resto de la puerta. Derguín aplicó los hombros y empujó. La tarea era complicada, pero el óvalo de cristal que había tallado empezó a deslizarse hacia dentro.
—Espera —le dijo Barbán—. Creo que para esta labor mi ***** traje es más adecuado que el tuyo.
Barbán apoyó los guanteletes en la puerta y empujó. Dentro de su armadura sonaron crujidos como los de un arco al tensarse. La pieza cortada resbaló poco a poco sobre el resto del cristal y acabó cayendo sobre el suelo de la sala prohibida, donde se estrelló con un sordo impacto. Derguín esperaba que se hiciera añicos, pero aquel bloque de cristal era tan sólido que en vez de resquebrajarse abolló la superficie del suelo.
—Tú primero —invitó Derguín, que no deseaba darle la espalda a Barbán.
Una vez dentro el esbirro del Rey Gris, Derguín le pasó la estatua de Mikhon Tiq por el hueco recién abierto, y luego entró él. Cuando se dirigía hacia los discos, Barbán lo detuvo agarrándole por el codo.
—Un momento. Te he dicho que antes necesito otra cosa.
Derguín se paró frente a la vitrina, un voluminoso mueble en forma de S. Estaba atestada de objetos diversos; según Barbán, preciadas posesiones del Rey Gris, que tenía afanes de coleccionista. La mayoría eran herramientas cuya utilidad se le escapaba a Derguín, o tal vez baratijas demasiado exóticas para que él las apreciara; aunque también había monedas de oro, joyas e incluso una espada de Tahedorán que brillaba como si acabara de salir de manos del pulidor. El objeto que le señalaba Barbán era una bola de ámbar en cuyo interior se distinguía un punto negro, como una perla minúscula.
—Dame eso.
Derguín pensó que un puñetazo bastaría para romper el cristal de la vitrina, pues no era demasiado grueso. Sin embargo, volvió a usar la punta de Zemal para abrir un agujero circular e introdujo la mano por él. El ámbar estaba muy frío, tanto que su gelidez traspasó el guantelete. Su núcleo negro, por más que se acercara la pieza a los ojos, seguía viéndose diminuto como la cabeza de un alfiler.
—¡Dámelo! —insistió Barbán.
Su anfitrión cerro la mano alrededor de la bola de ámbar y sólo entonces respiró aliviado. Derguín pensó que aquel punto negro debía encerrar un misterio o un poder que él ni siquiera sospechaba. Pero no había viajado a Etemenanki para robar tesoros, sino para salvar a Mikha.
Rodeó la vitrina y se acercó al centro de la sala. Como en su sueño, las paredes eran de cristal, y a través de ellas se veían las estrellas y parte del Cinturón de Zenort. Pero Derguín no prestó atención a los astros, pues el cuerpo que flotaba entre los dos discos reclamaba su atención. A Derguín se le aceleró el corazón al verlo. Mikhon Tiq estaba delgado, aunque no tan famélico como le había parecido en su visión. Tenía las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo, y giraba lentamente sobre un eje vertical. De los discos brotaban luces azuladas que se retorcían y chisporroteaban en el aire y a veces rozaban la piel del prisionero. Mikha ni siquiera se movía, aunque en el sueño se había lamentado de que aquellas luces le infligían un dolor insufrible. Tenía vencida la barbilla sobre el pecho, y los cabellos oscuros le caían sobre el rostro, tapando sus rasgos.
—Mikha… —musitó Derguín. Después se volvió hacia Barbán—. No lo entiendo. Ulma Tor no se llevó su cuerpo, sino su alma.
—Lo que estás viendo es sólo una imagen —le dijo Barbán—. Un reflejo, una onda de un estado *****, que es a lo que vosotros los bárbaros llamáis «espíritu».
Derguín se acercó al borde externo de los discos. El cuerpo, o el fantasma del cuerpo, seguía girando muy despacio. Entonces reparó en que le caía una trenza sobre la espalda, y recordó que Mikha no tenía…
—¡Eh, éste no es Mikhon Tiq! —protestó, volviéndose a Barbán. Pero el servidor del Rey Gris acababa de tocar un círculo negro junto a la vitrina, y Derguín comprendió que había caído en una trampa.
Sonó un fuerte chasquido y la luz se desvaneció por un instante. El disco inferior se desplomó sobre el suelo y el superior voló hasta chocar con el techo. La figura suspendida entre ambos se retorció un segundo en el aire y luego cayó en cuclillas sobre el disco de metal. Derguín, que había reconocido su rostro, buscó la empuñadura de Zemal. Pero no tuvo tiempo de desenfundarla, pues algo sólido y caliente como una ola de metal fundido le golpeó en el costado. Derguín voló por los aires y chocó contra el cristal de la pared. Incluso protegido por la armadura, el impacto lo dejó aturdido. Unas manos giraron su yelmo, tiraron de él y se lo arrancaron.
El rostro de Ulma Tor, demacrado y con un hueco oscuro donde debía estar el ojo izquierdo, se inclinó sobre él. Sus manos se posaron en las sienes de Derguín y apretaron.
—Volvemos a encontrarnos —susurró, destilando odio por su ojo derecho—. Gracias por atender a mi llamada, Zemalnit. Veamos qué ha pasado en el mundo durante mi ausencia…
Derguín era incapaz de moverse. Un torpor invencible se extendía desde sus ojos hasta la punta de sus dedos. Trató de pensar en la fórmula de Urtahitéi, pero los números y las letras se diluían en su mente como gotas de tinta en el agua. Los dedos de Ulma Tor quemaban como brasas. Sintió que sus uñas le atravesaban la piel, le hundían el hueso y penetraban en su cerebro. Todo lo que había vivido empezó a desfilar desde su cerebro hacia los dedos de Ulma Tor, como un líquido escapándose de un depósito. Primero fue la ascensión a Etemenanki, luego la lucha contra los inhumanos en el bosque, la muerte del Mazo en Atagaira, el viaje por Malabashi, el encuentro con el hijo de Kratos…
—¡Gankru y Molgru! —exclamó Ulma Tor—. Así que los hijos de mi señor han despertado. ¿Y quién los controla? Oh, por todo lo que es impío en el mundo, si son esos advenedizos y malolientes bárbaros Aifolu. Tendré que encargarme en persona de ellos. Son tan…
—Ulma Tor —dijo Barbán.
—¿Qué? —preguntó el nigromante, molesto por la interrupción.
Los ojos de Derguín quedaron libres un instante. Los giró haciendo un gran esfuerzo y vio a Barbán. En la mano derecha empuñaba un tubo de metal retorcido de cuya boca brotaba humo. Derguín pensó que aquélla debía de ser el arma que lo había golpeado a traición.
Barbán le entregó a Ulma Tor la bola de ámbar. El nigromante la tomó y se la acercó a los ojos. El punto negro seguía pareciendo una pupila diminuta escondida en la resina endurecida.
—Esta es la syfrõn de Mikhon Tiq, su espíritu encerrado en una pequeña piedra —susurró Ulma Tor. Ahora sólo sujetaba a Derguín con una mano, pero el entumecimiento seguía paralizando sus miembros—. Volvemos a estar donde empezamos, Derguín Barok. Pero ahora tu amigo no vendrá a rescatarte.
—Ulma Tor… —avisó Barbán.
—¡Déjame en paz, estúpido!
Un aullido estridente resonó en la sala, como el ulular de una garganta que no necesitase aire, y luces de colores se encendieron en el techo blanco.
—¡Es lo que te quería advertir! —se quejó Barbán—. ¡Hemos despertado a mi amo! Debes darte prisa. ¡Ya viene!
Ulma Tor miró a Derguín con rabia, le estrelló la cabeza contra la pared y se levantó con un aullido de rabia. Aún desnudo, corrió hacia la puerta. Antes de llegar a ella reparó en el cuerpo petrificado de Mikha. Extendió la mano y aquel simple gesto hizo que la estatua flotara hacia él. Después, el nigromante se volvió hacia el agujero abierto en el cristal y emitió un alarido ensordecedor, un chillido tan agudo que Derguín sólo pudo captarlo durante una fracción de segundo. El cristal se resquebrajó de lado a lado y se derrumbó como una muralla alcanzada por una catapulta.
A pesar del golpe, el cuerpo de Derguín, libre del contacto del nigromante, empezó a reaccionar, y logró concentrarse lo bastante para entrar en Urtahitéi. La energía fluyó desde sus ríñones como el fuego. Se lanzó hacia Ulma Tor, pero éste se convirtió en una nube oscura que atravesó la puerta arrastrando consigo el cuerpo de Mikhon Tiq. Derguín lo siguió y bajó la escalera de caracol. Cuando llegó a la sala inferior, Ulma Tor ya se había convertido en un enorme murciélago que se precipitaba por el pozo central. Derguín corrió hacia la barandilla y se desaceleró justo antes de llegar a ella, temiendo que la inercia lo enviara hacia el abismo. Se asomó al fondo y vio una mancha negra que caía y caía, hasta perderse de vista.
—¡Maldito imbécil! —exclamó, dando una patada a la barandilla—. ¡Me han engañado!
—¡Maldito imbécil! —dijo otra voz detrás de él—. ¡Claro que te han engañado!
Unas manos poderosas lo levantaron y lo arrojaron por los aires. Derguín voló por encima del pozo central, cayó al otro lado, resbaló por el suelo y acabó chocando de espaldas con una columna de metal. Atontado por el segundo golpe en tan poco tiempo, levantó la mirada desde el suelo.
Quien venía hacia él flotando sobre blancos chorros de vapor no era Barbán, como había imaginado, sino otro hombre mucho más alto y ataviado con una extravagante armadura de placas, cables y luces. El hombre llegó junto a Derguín, se posó en el suelo y se inclinó sobre él. Unas manos con seis dedos de metal lo aferraron por los brazos y lo alzaron en vilo. Derguín se encontró frente a un extraño ser y comprendió que aquél era el legendario Rey Gris. Su cabeza estaba protegida por un yelmo de cristal en cuyo interior burbujeaba un líquido azulado. Por debajo de aquel líquido, el rostro estaba arrugado como tierra seca y cuarteada al sol. Ambos ojos eran redondos, pero mientras el de la derecha, metálico y tallado en mil facetas, parecía el de una mosca gigantesca, el de la izquierda era rojo y tenía tres pupilas negras. La boca no era más que una grieta en aquel desierto, sin labios, desdentada, y las palabras que brotaban del yelmo de cristal no se correspondían con su movimiento, como si llegaran a sus oídos mucho después de haber sido pronunciadas.
—¿Tienes idea de lo que has hecho? ¿Sabes a quién has soltado?
Bajo la presa de aquellos dedos de metal, la armadura de Derguín empezó a arrugarse. Trató de patear a su captor, y sus pies chocaron con placas de metal y se enredaron en cuerdas y alambres.
—¡Barbán me ha engañado! ¡No ha sido culpa mía!
—¡La necedad también tiene un castigo!
Derguín empezaba a sentir en los brazos la presión sobrehumana de aquellos dedos. Pronto taladrarían las placas de la armadura, o las doblarían hasta incrustárselas en la carne. Tenía los brazos inmovilizados y no podía alcanzar la empuñadura de Zemal Entonces, vio a una figura plateada que se acercaba por detrás del Rey Gris.
—¡Ayúdame, Barbán! —suplicó.
El Rey Gris soltó a su presa y trató de volverse, pero fue demasiado tarde. Algo estalló y llameó en su espalda con tal fuerza que lo impulsó contra el cuerpo de Derguín. La cabeza de éste chocó contra algo duro. Era el tercer golpe que recibía en poco tiempo, y esta vez no lo resistió. La vista se le nubló y durante unos minutos lo olvidó todo.
Cuando recobró el sentido tenía algo pesado aplastándole el pecho. A duras penas se lo quitó de encima y se puso en pie. La cabeza le zumbaba y en la nuca le había salido un chichón del tamaño de un huevo de codorniz, pero no parecía que se hubiera roto ningún hueso.
El peso del que se había librado era el del Rey Gris. Al verlo tumbado de costado, Derguín calculó que mediría casi dos metros y medio de altura, aunque dudaba que el cuerpo que se alojaba en la armadura fuera de dimensiones tan colosales. El yelmo de cristal se había hecho añicos y el líquido azul se veía derramado por el suelo. El Rey Gris aún boqueaba, como un pez fuera del agua. Al descubierto, su rostro parecía aún más viejo, arrugado y seco como una momia desenterrada. En la espalda llevaba una gran mochila metálica que había reventado. Su contenido debía de ser inflamable, pues los bordes estaban renegridos y el interior humeaba con un vapor acre que le hizo toser.
Tambaleándose, Derguín se alejó de aquel cuerpo en ruinas. Buscó a Barbán, pero no lo vio por ninguna parte. Sin embargo, junto al pozo, un fragmento de barandilla había sido arrancado de cuajo. Derguín se asomó al abismo y no vio nada. Intentó imaginar su propia composición de los hechos. Barbán había utilizado contra el Rey Gris la misma arma con la que sorprendió a Derguín en la sala superior. El impacto de esa arma había reventado la mochila del Rey Gris, cuyo contenido había ardido de repente en una deflagración tan brutal que no sólo había catapultado al propio Rey Gris contra Derguín, sino que también había impulsado a Barbán contra la barandilla, rompiéndola y arrojándolo a él al fondo del abismo.
—Maldito imbécil… —susurró una voz.
Derguín se dio la vuelta, se acercó al Rey Gris y se arrodilló junto a él. Aquella cabeza marchita como una pasa no le inspiraba ya ningún temor, pero aun así desenvainó a Zemal.
—No sabes lo que has hecho —dijo el Rey Gris. El ojo rojo bailaba en la órbita, como si quisiera registrarlo todo en su memoria. Derguín se estremeció.
—Yo no he hecho nada. Ha sido Barbán, tu lacayo.
—Si no hubieras venido… nada habría pasado. Ahora… no hay remedio.
—Has vivido mucho, anciano —dijo Derguín. Tal vez habría sentido pena por él si sus ojos hubiesen tenido forma humana—. No puedes recriminar nada a los dioses.
—Los dioses, estúpido. Los dioses…
El viejo empezó a gorgotear, y le salió sangre de la boca. Derguín le puso la mano bajo la cabeza y se la enderezó un poco. El Rey Gris tosió un cuajaron de sangre y siguió hablando a duras penas.
—Yo vigilaba a los dioses… Todo este tiempo…
—¿Qué quieres decir?
—Ahora volverán… Primero arrojaron el fuego del cielo… preparándose el camino… La plaga… Yo se lo impedía…
—¿Qué hacías tú para impedírselo?
—Tú… bárbaro… no puedes comprender mi ciencia… Ya es tarde… Los dioses vendrán…
—¿Ves esto? —preguntó Derguín, enseñándole la hoja de Zemal—. No eres el único que puede enfrentarse a los dioses.
El anciano miró la Espada de Fuego y soltó una carcajada áspera que se convirtió en un acceso de tos. Volvió a escupir sangre, y su rostro empezó a amoratarse. Derguín trató de incorporarlo para que no se ahogara, pero la armadura se había convertido en un bloque rígido imposible de mover. El Rey Gris tosió dos veces más y luego la cabeza se le torció a un lado y no volvió a emitir ningún sonido.
Derguín esperó hasta convencerse de que estaba muerto. Después, con cuidado, soltó la cabeza del Rey Gris, que se venció hacia atrás hasta descansar sobre el borde roto del yelmo. Se quedó un rato con la vista fija en aquel extraño cadáver, una cabeza calva y decrépita sobre un formidable cuerpo de metal.
—«Y así acabó el Rey Gris», contará el Gran Barantán en sus crónicas, «derrotado por el poderoso brazo del Zemalnit» —declamó Derguín, ahuecando la voz.
Sólo que no había sido su brazo, sino una combinación de azar y estupidez. Aquel hombre que había intentado vencer a la muerte robándole diminutos pellizcos al tiempo estaba loco, no cabía duda, pero Derguín habría podido aprender mucho de él. Su última carcajada aún le resonaba en los oídos. Al parecer, la Espada de Fuego no le impresionaba tanto como aseguraban las leyendas.
Hagamos balance, pensó. La situación había empeorado. No sólo no había conseguido rescatar la syfrõn de Mikhon Tiq, sino que había perdido su cuerpo y para colmo había dejado libre a Ulma Tor.
Pero no todo estaba perdido. ¿Qué había dicho el nigromante cuando le arrebató los pensamientos? Gankru y Molgru. Los hijos de mi señor. Ya sé cuál es mi siguiente paso. Sí, al parecer muchos caminos confluían en Malabashi. Los caminos del Martal, de la Horda Roja, de Kratos y su hijo, de las Atagairas y su venganza. Y ahora, también el de Ulma Tor.
Derguín se dispuso a regresar por donde había venido. Pero antes de abandonar aquella sala, se le ocurrió algo. Se acercó al cadáver, buscó en el cinturón su diente de sable y, conteniendo el aliento, lo acercó al ojo izquierdo del Rey Gris. Sabía bien cuál era su origen y a qué dios pertenecía, pues, en la órbita derecha del mago Linar, otro ojo similar había decidido su futuro. Con gusto lo habría destruido con la Espada de Fuego, si es que tal cosa era posible. Pero lo necesitaba. Tal vez le serviría para hacer un trueque con Ulma Tor y conseguir que le devolviera a Mikhon Tiq.