Malib

La tarde agonizaba. Sobre un cerro que dominaba la llanura del río Argatul, Kybes, montado a caballo, contemplaba la ciudad de Malib. Mucho había oído hablar de ella, e incluso en un libro de la biblioteca de Derguín había encontrado una preciosa miniatura que mostraba sus murallas y sus faustuosos templos. Pero ni las palabras ni las pinturas hacían justicia a aquella maravilla que se extendía ante ellos. Los últimos rayos del sol arrancaban destellos rojos y amarillos de los centenares de pináculos y cúpulas, y también de los ladrillos vidriados que recubrían las fachadas de las pirámides repartidas por toda la ciudad. Descollando sobre los demás edificios, en el mismo centro de Malib, se erguía la pirámide de Samikir, la mujer que se hacía llamar diosa y que por esa razón representaba para los Aifolu el símbolo de la abominación.

En el corazón de esa pirámide, según los rumores, se ocultaba la última Torre de la Sangre. Por eso aquella hermosa ciudad debía morir. Esa misma noche.

El corcel negro de Tulbán, que le sacaba un palmo de alzada al caballo de Kybes, piafó inquieto. Tulbán había clavado en el suelo la contera del estandarte, y ahora la bandera amarilla de Ulisha ondeaba sobre su cabeza, pues con el atardecer se había levantado viento. Por detrás de ellos formaban las líneas de los Primevos, hierro y bronce, bronce y hierro, la caballería pesada de la que tanto se enorgullecía Ulisha, pero que hoy tampoco tendría ocasión de conquistar gloria. En las estrechas calles de Malib serían los T’andri, los hombres de infantería y los pájaros del terror quienes sembraran el pavor y la destrucción.

Kybes volvió la mirada hacia la derecha. Más allá, donde el Argatul dibujaba un caprichoso meandro, se veían los restos de un campamento abandonado con tal premura que aún humeaban algunas hogueras. Entre las tiendas se advertían diminutas figuras negras que corrían de un lado para otro. Algunos grupos de T’andri, saltándose la disciplina de Ulisha, estaban saqueando el campamento. El lugar que más parecía atraer sus codicias era una tienda roja y amarilla, de forma octogonal, que debía de ser tan grande como el pabellón del propio Adalid.

Según los informes, aquél había sido hasta esa misma mañana el emplazamiento de la Horda Roja. Ulisha, al enterarse de que los autoproclamados Invictos habían emprendido la huida, montó en cólera y se mesó las barbas, lamentando que el único enemigo digno que se le ofrecía no hubiese tenido el valor de esperarle.

La atención de Kybes volvió a la ciudad. Los batallones de infantería se habían desplegado ya frente a la parte sur de la muralla y estaban acercando las máquinas de asedio a distancia de tiro. Pero por detrás de sus líneas viajaban las armas más mortíferas del Martal: dos grandes jaulas con ruedas, cubiertas por cortinas de terciopelo y remolcadas por bueyes.

Kybes miró hacia el este. El sol ya rozaba los picos de los montes Crisios, que por aquella parte invadían la roja meseta. Respiró hondo, pues sabía y temía lo que iba a presenciar. Había bebido el elixir; apenas unas gotas, pues la pócima regurgitada por los hijos de Ariseka (cuyo nombre no debería haber pensado) no era tan abundante, y antes de la batalla se la habían repartido a todos los hombres para unirlos en el espíritu del dios y volverlos más temerarios y agresivos. Al principio, Kybes había visto los objetos rodeados por aquel extraño perfil negro que recortaba las formas y amortiguaba los colores, pero el efecto de la droga se había ido disipando y ahora Malib le parecía de nuevo un tapiz de hilos de oro, púrpura y plata.

Apenas quedaba una porción de sol por encima del horizonte cuando Ulisha emitió una orden seca. Tulbán tomó su trompa de metal y tocó una larga llamada que despertó ecos por toda la llanura. A Kybes le sorprendió la potencia de los pulmones de Tulbán, y a su pesar sintió un escalofrío de orgullo. Me estoy convirtiendo en uno de ellos.

Las jaulas estaban tan lejos que Kybes no vio cómo los soldados las destapaban. Pero un instante después, dos figuras diminutas y oscuras volaron sobre las murallas de Malib, cabalgando sobre chorros de fuego, y empezó la batalla.

Durante varias horas, presenciaron desde el cerro cómo las llamas iban ganando terreno por la ciudad. Las explosiones de las bolas de fuego que reventaban sobre las almenas y los tejados llegaban como truenos distantes, y a veces los caprichos del viento arrastraban gritos de guerra y dolor. Había pasado ya la medianoche cuando un mensajero montado subió el cerro y anunció a Ulisha que las puertas de la ciudad estaban abiertas.

El Adalid miró a Tulbán, y éste levantó el estandarte y lo ondeó sobre su cabeza. La orden corrió de boca en boca. La caballería pesada se puso por fin en camino. Bajaron el cerro con precaución, y al llegar a la llanura soltaron las riendas y apretaron las rodillas sobre los lomos de sus corceles. El paso se convirtió en trote, y éste en un galope solemne que levantaba el eco de cuatro mil tambores. Kybes, que nunca había participado en una carga de caballería, aunque fuera fingida como aquélla, sintió de nuevo que se le erizaba el vello de los brazos.

Pasaron por una puerta que los trabucos y catapultas se habían encargado de derribar y ensanchar para que pudiera entrar la caballería. Atravesaron la ciudad en columna, por una avenida muy amplia, aunque Kybes notó en sus mejillas el calor de los incendios y oyó gritos de terror entre las llamas. El gesto de Tulbán al contemplar aquella devastación era casi de éxtasis. Kybes se arrepintió del orgullo que acababa de experimentar. Jamás compartiría esa oscura fascinación por destruir en una noche lo que tantas generaciones habían construido.

Atravesaron otra muralla y desembocaron en una plaza tan grande que una ciudad como Ilfatar habría cabido entera en ella. En el centro de la plaza se levantaba la pirámide de Samikir. Ahora que podía divisar los nueve pisos del zigurat, Kybes pensó que jamás había visto un edificio tan grande y que ni siquiera el Martal podría destruirlo.

Había unos cinco mil hombres de infantería formados al pie de la pirámide, que abrieron sus filas para dejarles pasar y vitorearon a Ulisha, aclamándolo como «Puño del Destructor» y «Exterminador de ciudades». Los demás soldados debían de andar repartidos por la ciudad, quemando, matando y saqueando. Los Glabros, sin duda, estarían dedicados a su afición favorita: violar mujeres, asesinarlas después y alimentar a sus pájaros del terror con ellas.

Al pie de la pirámide los esperaba Bintra. Kybes rehuyó su mirada, pero el hijo de Ulisha ni siquiera reparó en él.

—Padre, la ciudad es nuestra. Pero no encontramos la Torre de la Sangre por ninguna parte.

—Porque no la hay —le contestó Ulisha, y entre los Primevos corrieron rumores de consternación—. El Enviado me reveló hace semanas dónde se encontraba la tercera Torre de la Sangre, y no es en Malib.

—¿Por qué no me lo dijiste, padre? Hemos perdido el tiempo.

—No tengo por qué confiarte todos mis pensamientos. La Torre de la Sangre se encuentra a tres días de marcha de aquí, en un lugar llamado Nidra. Está deshabitado. Por eso necesitamos a los moradores de Malib.

—Entiendo.

—Nos llevaremos a cien mil prisioneros. —Se supone que sólo necesitan cincuenta mil, pensó Kybes, pero el propio Adalid lo sacó de dudas. —Contando con que la mitad mueran por el camino, aún nos quedarán suficientes.

—Pues no te será tan fácil conseguirlos, padre —respondió Bintra, en un tono cáustico que no se molestó en disimular—. Pese a que la reina celebraba hoy su boda, los Malibíes han huido en masa a las montañas al saber que nos acercábamos. Teniendo en cuenta a los que han muerto en el combate, no creo que pueda reunir a más de treinta o cuarenta mil.

Los Malibíes son gente más sensata que los de Ilfatar, pensó Kybes.

—En ese caso —dijo Ulisha—, tu misión es registrar hasta el último barranco y la última cueva de esas montañas y conseguirme todos los cautivos que me falten para los cien mil. ¿A qué esperas?

Bintra se alejó con un seco «A tus órdenes» y no se dignó hacer una reverencia.

—Bastardo arrogante —masculló Tulbán.

Ulisha quería contemplar desde lo más alto la ciudad recién conquistada. Subieron a caballo por la escalera exterior de la pirámide, que no era demasiado empinada. El Adalid iba el primero, apretando los dientes para disimular el dolor que le causaban los movimientos de su montura. A su lado cabalgaba Tulbán, y detrás los demás Purpúreos y cuarenta caballeros escogidos. Conforme ascendían, el panorama se ampliaba ante sus ojos y era más evidente el caudal de destrucción que podía desatar el Martal en unas horas, incluso en una ciudad en la que se contaban más de cien mil casas.

Dejaron los caballos en el octavo nivel de la pirámide y subieron a píe la última escalinata. En la cima del zigurat ardían cuatro antorchas, con llamas verdes, rojas, amarillas y azules. Las antorchas iluminaban un gran lecho de forma cuadrada. A un lado, sobre sábanas de seda arrugadas y manchadas de sangre, yacía un cadáver desnudo y con el pecho abierto desde la garganta hasta el ombligo. El cuerpo estaba tan flaco y arrugado que más parecía una momia.

Al lado del tálamo, dos Aifolu retenían a un joven desnudo, arrodillado y con un dogal en el cuello. Un poco más allá, rodeada por un círculo de Aifolu, había una mujer, también desnuda. Su cuerpo era tan perfecto que parecía una escultura, pero al verlos llegar pareció despertar a la vida y se dirigió hacia ellos. Los soldados se apartaron para abrirle paso. Ulisha, con gesto de desagrado, ordenó que la detuvieran. Un infante Aifolu la tomó por un codo, y al hacerlo se le escapó un extraño gemido, como si el contacto de la mujer abrasara.

Así que ésta es la Divina Samikir, pensó Kybes. A su pesar, se sintió excitado al contemplar sus formas desnudas. Cerca de ella, a juzgar por los gestos de sus captores, el efecto debía de ser devastador.

—Cubridla —ordenó Ulisha.

—¿Es así cómo tratas a los dioses, Adalid de Ariseka? —contestó ella, mirándole a los ojos.

—Si vuelves a blasfemar, mujer, haré que te degüellen aquí mismo.

Ulisha intentó impregnar de firmeza sus palabras, pero estaba tan cansado por la ascensión que su voz sonaba tan fina y quebradiza como un alambre. Un soldado tapó a Samikir con su capa. La reina lo apartó de un manotazo y dejó caer la prenda a sus pies. Después se acercó a Ulisha sin que nadie se atreviera a impedírselo.

—Nos te perdonamos, Binarg-Ulisha-Rhaimil —le dijo—, porque los dioses siempre perdonan la victoria y nunca el fracaso. Mantén nuestros privilegios y te daremos lo que quieres.

—¿Y tú cómo sabes lo que quiero, súcubo maligno?

—Danos la tienda de campaña que han abandonado los Invictos de la Horda. Devuélvenos nuestros eunucos y nuestras plumas. Nos convocaremos a nuestros súbditos, y ellos se presentarán ante ti. Antes de que anochezca mañana, tendrás al pie de esta pirámide las cien mil víctimas que necesitas para despertar al hijo de Tubilok.

—Llevaos a esta blasfema de mi presencia —ordenó Ulisha, chasqueando los dedos con gesto descompuesto. Pero cuando los soldados se llevaron a Samikir, se volvió hacia Kurdag, otro de los Primevos, y le ordenó—: Ve con ella. Vigílala y haz que cumpla lo que ha prometido. Si es así, le darás lo que pide. ¡Pero no dejes que se me vuelva a acercar!

Kurdag se despidió con una reverencia, y también con un suspiro que debió de salirle del alma. Tulbán soltó una carcajada y se inclinó sobre Kybes para comentar:

—No le arriendo la ganancia. ¿Tú también has notado la…?

Kybes asintió, con una risa nerviosa. Siempre había apreciado más la belleza masculina que la femenina, pero el efecto que había despertado en todos ellos la reina era una lujuria animal con visibles efectos físicos que los hombres que habían estado más cerca intentaban disimular como podían. Se preguntó, y no fue el único, si Samikir no sería en verdad una diosa. Pero no, se dijo. Si lo fuera, habría impedido la destrucción de su ciudad y la muerte de sus súbditos.

Aunque ¿desde cuándo les importaba a los dioses el destino de los humanos?