Cercanías de Malib
Campamento de la Horda Roja

Lo primero que hizo Kratos como jefe aclamado de la Horda fue comunicar a los Invictos que al día siguiente, en cuanto saliera el sol, se celebraría una nueva asamblea, pues había muchos asuntos que deliberar. Por el momento, no informó a los soldados de que el Martal se dirigía a Malib. La situación estaba lo bastante revuelta como para sembrar más alarma. Y él tenía mucho en qué pensar y mucho que organizar. Infinidad de decisiones y poco tiempo para tomarlas.

Sin bajar aún de la tarima, le dijo a Abatón que desde ese momento quedaba nombrado general del batallón Jauría.

—Ordena a tus hombres que se retiren a su cuadrante, pero tú quédate conmigo —le dijo. Conocía al capitán tuerto desde la época en que ambos servían a Hairón, y no se fiaba demasiado de él. Recordó las palabras de Forcas: «Ten a los parientes lejos, a los amigos cerca y a los enemigos en tu propia cama».

Después, hizo llamar a los hombres de la compañía Terón, que formaron al pie del estrado. Cuando se enteró de que varios de ellos estaban presos en un cercado, ordenó que los trajeran a su presencia. Sobre la marcha, ascendió al sargento Gavilán al rango de capitán y le dijo que desde ese momento la compañía Terón estaría al servicio personal del jefe de la Horda y sus tiendas se plantarían siempre en el centro del campamento.

—Es un placer estar a tus órdenes de nuevo, general Kratos —dijo Gavilán, cuadrándose ante él.

Kratos se le quedó mirando con gesto crítico. El veterano soldado tenía un aspecto más desaliñado que de costumbre.

—¿Piensas dejarte barba a tus años, capitán? —le preguntó—. ¿Qué has estado haciendo que no has tenido tiempo de afeitarte?

—Nada en particular, general. Sólo estaba prisionero —respondió Gavilán con una sonrisa socarrona.

Los escoltas que habían servido a Ihbias fueron confinados en sus tiendas como medida preventiva, aunque Abatón aseguró que él se cuidaría de que no provocaran problemas. Kratos liberó a todos los hombres que habían sido depurados por Ihbias. Luego se ocupó del destino de sus propios prisioneros. Al gemelo superviviente, que decía ser Dolmatus, lo hizo encadenar. Al pronto había pensado en decapitarlo, pero luego se dijo que un hombre que dominaba el manejo de la espada y el secreto de la Urtahitéi podía serle muy útil. Por eso mismo, también podía ser muy peligroso. Tal vez van a ser demasiados enemigos en mi cama, pensó.

A Zagreo lo hizo traer al pabellón de mando. El médico fingió inocencia, pero en cuanto Gavilán, que siempre le había tenido un poco de ojeriza, le mencionó las tenazas ardientes, se tumbó a los pies de Kratos y trató de abrazarse a sus rodillas. Kratos retrocedió para evitar que aquel gesto de suplicante sagrado pudiera obligarlo. Sin miramientos, Gavilán pisó la espalda del médico y lo inmovilizó en el suelo.

—¡Por favor! ¡Yo nunca te traicioné, tah Kratos!

Bajo el pie de Gavilán, Zagreo confesó que él había mezclado el veneno para el café de Vurtán, pero que no se lo había administrado él en persona. Y que todo lo había hecho engañado por el pérfido Urusamsha.

Kratos se sentó en un taburete, dubitativo. Sabía que el Pashkriri tenía el poder de manipular las mentes. Tal vez había inducido a Zagreo a colaborar con aquel crimen.

Pero no, el médico no era inocente. Que le hubiera hablado a Vurtán de la lesión de Kratos era una indiscreción, pero sus motivos podían ser plausibles. Vurtán, como general del batallón Narval, era superior de Zagreo. Pero revelárselo además a Ihbias, que a su vez se lo había contado a los gemelos Rasgados y, al parecer, a medio Malib, era una traición.

—¿Y esos masajes para activar los humores? —le preguntó—. ¿Qué pretendías con ellos? ¿Dejarme el brazo paralítico del todo?

—Sin duda es inocente de eso —respondió el Gran Barantán—. Inepto, pero inocente. Hay muchos textos que recomiendan esa terapia, aunque es inútil comparada con la eficacia del algebrismo, como has podido comprobar en tus propios huesos.

Kratos se volvió hacia él, irritado por la interrupción. Barantán se había otorgado a sí mismo la licencia de sentarse en el sitial de Forcas. Los pies le colgaban a medio palmo de la alfombra.

—Te agradezco tu opinión…

—El Gran Barantán no opina —contestó el taumaturgo—. Sienta cátedra.

—¿Podrías sentar cátedra en otro momento?

—¿Quieres que lo saque de aquí, general? —preguntó Trescuerpos, con su voz pastosa.

A Kratos le hizo gracia imaginarse al hombre más alto de la Horda sacando en volandas a aquel hombrecillo calvo, pero resistió la tentación y ordenó al gigante que, en lugar de eso, se llevara a Zagreo. Después le dijo a Gavilán:

—Decapitadlo.

—¿Tiramos su cuerpo al río?

—No. Que lo entierren. No quiero que contaminemos el Argatul. Vamos a tener que beber de sus aguas corriente abajo.

Aidé, que se había sentado aparte y en silencio, se acercó a él. Se había bañado y se había puesto el mismo chaleco negro y la falda tostada que llevaba la noche de su primer paseo por el campamento.

—¿Crees que eso es lo que haría mi padre? —le preguntó en voz baja.

Kratos aspiró su perfume y pensó que ya no tenía por qué sentirse culpable al hacerlo.

—¿A qué te refieres?

—A impartir justicia tú solo, casi de forma clandestina. Ordenar que lo ejecuten. Eso es lo que habría hecho Ihbias.

—Zagreo es culpable. Por su culpa, podrían haberte ejecutado a ti.

—Lo sé. Pero debes juzgarlo delante de la asamblea de los guerreros. Que ellos dicten la sentencia, y que lo apedreen en público. Así habría actuado mi padre.

Kratos cerró los ojos un instante, y luego asintió.

—Tienes razón. ¡Gavilán! Cambio de planes. Mañana Zagreo será juzgado ante la asamblea.

Aidé le sonrió y le dio un beso en la mejilla. Gavilán soltó un silbido.

—¡Caramba, general! Voy ahora mismo al barbero a que me deje la cabeza lisa, a ver si tengo tanto éxito como tú.

—Lo del barbero es una gran idea —respondió Kratos—. ¡Tienes media hora para presentarte aquí de nuevo con aspecto de capitán!

Había un asunto más delicado que el de Zagreo. Urusamsha. Kratos había mandado a un escuadrón de jinetes a perseguir al Pashkriri, que en cuanto vio cómo se volvían las turnas había huido del campamento a uña de caballo. Consiguieron interceptarlo cuando ya tenía a la vista las murallas de Malib, y lo trajeron como Kratos había ordenado, con una capucha en la cabeza.

—No quiero que lo mates —le dijo Aidé—. Me salvó de Ihbias.

—Pero también te manipuló para que actuaras ante la asamblea —contestó Kratos.

Ella negó con la cabeza.

—Lo intentó. Me dijo que anunciara en público que aceptaba a Ihbias como sucesor de mi padre y que me casaría con él. Pero yo me negué. Cuando apareciste, estaba a punto de decirles a todos que Ihbias era un traidor y que debían matarlo.

—Era justo lo que pretendía Urusamsha. Eso hubiera provocado un motín. Tal vez Ihbias habría muerto en él, pero acompañado por la mitad de la Horda.

—¿Me dijo eso para que yo hiciera lo contrario de lo que él sugería? ¿Crees que puede ser tan retorcido?

—He visto cómo influía en las voluntades ajenas. No estoy seguro de que a mí no me haya manipulado más de una vez. Por eso estaré más tranquilo si me aseguro de que no puede hablar con nadie, ni siquiera mirarlo.

Kratos ordenó que encerraran a Urusamsha en una tienda, junto al pabellón de mando, vigilado en todo momento por un pelotón. También hizo que le ataran las manos a la espalda, le vendaran los ojos y le pusieran una mordaza bien apretada. Pero por el momento decidió que era mejor respetar su vida. No por las razones que alegaba Aidé. Kratos no quería la enemistad de los Bazu, aquel misterioso clan cuya influencia era mucho más importante de lo que la mayoría de la gente sospechaba. Además, Urusamsha era un hombre muy rico. En algún lugar debía esconder el millón de imbriales que Samikir había enviado al Martal, por no hablar de lo que le debía de haber pagado Togul Barok o las concesiones mineras. Cuando la situación se calmara, Kratos llegaría a un acuerdo con él. La Horda necesitaba dinero.

Por la tarde, Kratos nombró nuevos generales. A Abatón lo confirmó al mando del batallón Jauría. Para el batallón Narval, eligió a Oxay, un gigantón por cuyas venas corría una mezcla de sangre Ainari y Trisia. Era un hombre impetuoso y vehemente, pero sabía imponer respeto en sus tropas y dominaba a la perfección las maniobras de la falange. Para el batallón Carmesí escogió a Magro, un Ritión que le recomendó el propio Gavilán. Y como general del batallón Sable nombró al joven Frínico, el hijo de Alpenor.

Aidé estuvo de acuerdo en todos los nombramientos, salvo en el de Abatón, que le parecía un rufián de la peor ralea. Pero Kratos le debía aquella recompensa por aclamarlo delante de toda la asamblea. Además, aunque Abatón tendía a utilizar métodos brutales, era mucho más inteligente y eficaz que Ihbias.

Pero Kratos redujo el poder del que hasta entonces habían gozado los generales. Sólo les dejó el mando de la infantería pesada. Toda la infantería ligera, unos mil doscientos hombres, quedó al mando de un Abinio llamado Muthombas. Los arqueros, más de mil, también fueron segregados de los batallones, y su mando le fue asignado a Arcaón. Kratos confiaba en aquel veterano de Malirie, y aparte le debía el inestimable favor de haber abatido al odioso Torko. En cuanto a los veinte escuadrones de caballería, dos mil jinetes en total, los dejó bajo su mando directo, aunque nombró a Partágiro su lugarteniente, y se reservó un escuadrón de cien hombres como guardia personal. De esa manera disponía en todo momento para su servicio de los infantes de la compañía Terón y los caballeros del escuadrón al que llamaron Justicia, pues su estandarte representaba el rostro ciego de la diosa Vanta.

—Vas a mandar patrullas de reconocimiento al oeste y al sur de Malib —le dijo a Partágiro como primera orden—. Quiero grupos pequeños, ligeros de armas, con los caballos más veloces y monturas de refresco por si fuera necesario. Que tus hombres barran todos los alrededores.

—¿Y qué buscarán, general?

—Al Martal. Si una patrulla lo avista, debe regresar para informar cuanto antes. Si es necesario, que revienten a los caballos. Pero debemos averiguar si es verdad que los Aifolu vienen hacia aquí, y si es así, necesito saber cuándo llegarán y por dónde.

—Entiendo, general. ¿No conviene enviar patrullas también al oeste? Las Atagairas ya nos amenazaron. Si están informadas de nuestros problemas, podrían enviar tropas contra nosotros.

—Bien pensado, Partágiro. Hazlo. En particular, quiero que una patrulla siga el río. Si tenemos que retirarnos, ésa será nuestra ruta más segura.

El ánimo de venganza le pedía a Kratos atacar Malib y prender fuego a la pirámide con Samikir y toda su corte dentro. Además, en la ciudad había fabulosas riquezas, y alimentos de sobra para la Horda, cuyas raciones eran cada vez más escasas. Pero sabía que no tenía fuerzas suficientes para tomar una ciudad tan grande. Y no quería quedarse a esperar a los Aifolu. Recordaba la frase de Vurtán. «Si tuviera que luchar contra el Martal, ofrecería mi vida a los dioses y moriría orgulloso junto a mis camaradas». Que muriesen los Malibíes. Los Invictos iban a escapar de allí.

Fue Partágiro quien le trajo los libros de Vurtán. Entre diversos libros militares, como el célebre Táctico de Bolyenos, lo que más le interesó a Kratos fueron las notas redactadas por el propio Vurtán para el tratado de estrategia que no había llegado a terminar. Era ya de noche cuando pudo leerlas, mientras cenaba.

—Ese hombre sí que entendía la guerra —le comentó a Aidé—. Hubiera sido mucho mejor jefe de la Horda que yo.

—No te menosprecies, Kratos. Tal vez Vurtán tuviera más visión táctica, pero no habría inspirado a los hombres como los inspiras tú.

—¿De veras? —preguntó Kratos, levantando los ojos del papel—. ¿Tú crees que los inspiro?

—Los soldados quieren a un hombre que inflame sus espíritus. Mi padre lo hacía, porque era capaz de realizar proezas. Los hombres creían que podía llevarlos al infierno y sacarlos de allí.

—Tu padre era el Zemalnit.

—Y tú eres Kratos May. El hombre de las nueve marcas de maestría. Aidé le apretó el hombro. La costumbre hizo que Kratos arrugara el gesto, pero luego recordó que ya no le dolía. De hecho, no había tenido el hombro tan bien desde que podía recordar.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Aidé, volviéndose hacia Darkos, que cenaba a la izquierda de Kratos—. ¿Tu padre inspira a los hombres?

El muchacho enrojeció un poco. Estaba en la edad en que le bastaba la mirada de una mujer bonita para sentir vergüenza. Pero cuando contestó lo hizo sin agachar la vista.

—En Ilfatar, un guerrero llamado Asdrabo me dijo que mi padre era el mayor Tahedorán de Tramórea. Eres un hombre muy famoso, padre.

—Ahora no se trata del arte de la espada, hijo —dijo Kratos—. Se trata de mandar un ejército. Un ejército que es también un pueblo.

—Entonces, es como ser un rey.

Kratos agachó la mirada. No se le había ocurrido pensarlo así. Y de pronto la responsabilidad le pareció aún más pesada, como un escudo de bronce macizo.

En la guerra, cuenta siempre con la estupidez y el error de los hombres. Pero recuerda que tú también eres humano.

Antes de la batalla, ten el corazón ardiente del optimista y la mente sombría del pesimista. Ponte siempre en la peor hipótesis posible. Casi siempre acertaréis.

No golpees al enemigo en los brazos, sino en el corazón. No busques su punto más débil, sino atácalo allá donde es más fuerte.

Me da miedo tener superioridad numérica. El ejército que es superior en número se confía y no pelea por su vida. Los soldados deben luchar pensando que sólo hay una alternativa a la victoria: la muerte.

En una batalla sólo pueden matar los que están en primera línea. Si hay cien mil hombres detrás, sólo sirven para estorbar.

No se puede manejar a más de diez mil hombres a la vez.

El miedo y la derrota son enfermedades contagiosas. El valor y la victoria también.

Si tus hombres han sido derrotados en una carga, no les envíes más refuerzos. Haz que se retiren, reorganízalos y mándalos a combatir en otro lugar.

Cuando empieza el combate, es imposible enterarse de nada. Sin embargo, el general debe intentar enterarse de todo.

Entre las máximas de Vurtán, había descripciones de batallas, reales o inventadas, con todo lujo de detalles. A Kratos le llamó la atención en particular un concepto: la «línea de matanza». Vurtán aseguraba que las maniobras envolventes y de flanqueo triunfan porque con ellas se consigue aumentar la línea de matanza propia y, al embolsar al enemigo, reducir la ajena.

—¿Quieres dejar de leer? —le dijo Aidé, acostada a su lado—. Falta poco para el amanecer, y tienes que hablar ante toda la Horda. Necesitas descansar.

Kratos dejó el libro y apagó la vela. Pero no descansó demasiado.

Al día siguiente, la asamblea condenó a Zagreo a morir lapidado, y ratificó todos los nombramientos y decisiones de Kratos. Pero cuando éste comunicó que su intención era levantar el campamento para dirigirse hacia Pasonorte, el lugar donde la Divina Samikir les había concedido aquel feudo que nunca llegó a entregarles, se elevó un clamor unánime entre la tropa. Todos querían atacar Malib, derribar sus puertas, saquear la ciudad y arrastrar a la reina por el empedrado de las calles. «¡Venganza!» era el grito más repetido.

Kratos dejó que se desahogaran, y sólo cuando percibió que el griterío empezaba a remitir dio orden a los trompetas de que pidieran silencio.

—¡Pedís venganza, Invictos! ¡Y yo la pido con vosotros! Pero las murallas de Malib son gruesas, y nosotros no tenemos más que unas pocas armas de asedio. No, no atacaremos Malib. —Kratos levantó las manos para acallar las voces que empezaban a alzarse de nuevo—. Admiro vuestro corazón, pero debo hablaros con la cabeza. Debimos abandonar este lugar maldito hace tiempo. Ahora, por fin, lo haremos.

—¡Esos traidores no pueden quedar impunes! —gritó un soldado cerca de la tarima.

—¡Y os aseguro que no quedarán impunes! ¡Yo estuve allí, en ese banquete donde el duque y varios oficiales murieron por la perfidia de los Malibíes! ¡Ansío la venganza más que cualquiera de vosotros! ¡Pero debemos tener paciencia!

—¿Cuánto te paga Samikir, Kratos? —gritó una voz.

Al momento se oyeron abucheos que acallaron a aquel espontáneo. Pero Kratos comprendió que los malpensados podrían creer que si había escapado con vida de aquel banquete era porque, al igual que Ihbias, él era partícipe de la traición. No debería haberlo mencionado, se dijo. Volvió a levantar los brazos y pidió silencio.

—¡Invictos! ¡He oído vuestro clamor, y lo tendré en cuenta! ¡Esta tarde celebraré consejo de oficiales, y con ellos decidiré lo que sea mejor para la Horda!

El alboroto no hizo más que multiplicarse. «¡Nosotros ya lo hemos decidido!» y «¡Vamos a Malib!» eran dos de los gritos más coreados. Kratos, maldiciéndose entre dientes, pensó que no le vendría mal leer unos cuantos tratados de los demagogos y retóricos Ritiones para aprender a manejar a las muchedumbres. Abatón se acercó a él y le dijo:

—Hay que levantar la asamblea. Así no vamos a ninguna parte.

—Espera —dijo Kratos, alzando la vista. Por la calle principal del campamento venía un grupo de jinetes a galope tendido. Debían de ser los exploradores de Partágiro—. Creo que tenemos novedades.

Los jinetes llegaron a la plaza donde se reunían los Invictos y trataron de avanzar entre la multitud. Pero como no conseguían abrirse paso, en vez de esperar para informar ante Kratos, empezaron a anunciar a gritos lo que habían visto. En las filas más cercanas al estrado seguían gritando «¡A Malib, a Malib!», pero por las compañías más alejadas corría un mensaje muy distinto. Las voces se fueron acallando poco a poco y se convirtieron en murmullos y lamentos. Por fin, los soldados abrieron un pasillo y los exploradores pudieron acercarse hasta la tarima. El sargento que los mandaba desmontó y subió corriendo la escalera del estrado. Venía sudoroso y cubierto de polvo rojizo.

—¡Los Aifolu, tah Kratos! —informó jadeante, olvidándose de llamar a Kratos por su nuevo título de general—. ¡Ya vienen! ¡Son más que las langostas!

—Cálmate —le dijo Kratos, agarrándolo por los hombros—. ¿Cuánto tardarán en llegar?

El sargento respiró hondo y trató de serenarse.

—La vanguardia puede llegar aquí a mediodía, tal vez. El grueso del Martal estará en Malib antes de que caiga la noche. ¡Nunca había visto un ejército tan grande, general!

Kratos alzó la mirada al cielo y buscó la posición del sol. Habían pasado unas dos horas desde el amanecer. Tenían que levantar el campamento en un tiempo tan breve como jamás antes lo habían hecho. Aquel campamento en el que habían vivido tantas semanas que casi se había convertido en una ciudad.

Kratos contempló a los guerreros reunidos ante él. Pudo oler su miedo flotando en el aire, lo sintió en el temblor de sus voces. Por una vez, ese miedo sería útil. Les haría huir más rápido.