Derguín, Baoyim y Ariel cruzaron el valle que se extendía a los pies de Acruria y la gran montaña del Kishel, encajonado entre paredes tan altas que la luz del sol apenas alcanzaba aquel lugar dos horas al día. Al llegar al extremo este del valle, el río de heladas aguas que bañaba su fondo se precipitaba por un cañón, entre rocas afiladas y rápidos que parecían hervir de espuma. Por allí era imposible seguir.
Pero junto a la angosta entrada del cañón, en una de las paredes de roca, se abría una boca circular, cerrada por una reja de metal y custodiada por un pelotón de guerreras. Baoyim les enseñó el salvoconducto de la reina, y las guardianas les abrieron una puerta abisagrada en la reja.
Ante ellos se abría un túnel que se perdía en una oscuridad absoluta. Su sección era una circunferencia perfecta, de unos diez metros de diámetro. No había filtraciones de humedad en las paredes ni tierra suelta en el fondo, salvo la que habían depositado con sus botas las Atagairas que recorrían aquel tenebroso sendero para cruzar hasta Iyam. La perfección de aquel túnel le recordó a Derguín el sueño iterativo que le había asaltado durante meses, y se vio a sí mismo dentro de la piel de Togul Barok mientras recorría mil kilómetros de pasajes y cavernas. Por una galería similar, aunque aún más vasta, había aparecido el gran gusano de las profundidades al que la Tribu subterránea adoraba y temía. Derguín desmontó y tocó la pared con los ojos cerrados para comprobar si el tacto bajo sus dedos era el mismo de su sueño. Pero este túnel estaba más pulido incluso que las galerías excavadas en Acruria por las artes de las canteras Atagairas. La superficie no era de roca, sino de un material resbaladizo como el metal y más tibio.
—Es una obra de los tiempos antiguos —le dijo Baoyim—, cuando las mujeres conocían muchos secretos de tiempo y magia que hoy se han olvidado.
—¿Y por qué no pudieron ser los hombres? —respondió Derguín, con un punto de malicia.
Recorrieron el túnel en fila de a uno, primero Baoyim sobre su yegua, después Escarcha con las provisiones y la estatua de Mikhon Tiq y por último Riamar, con Derguín. Ariel montó al principio con él, y luego con la Atagaira, pues tuvieron tiempo para hacer varias paradas y cambiar de monturas. El túnel corría inacabable, recto como una flecha; si había curvas, eran tan poco pronunciadas que no reparaban en ellas. Llevaban linternas y una buena carga de aceite, pero aun así sólo encendían una de cada vez para no gastar el combustible, pensando en el regreso.
Hablaban poco. Apenas les habían dejado un día para recuperarse después del desastre causado por la conjura de Ziyam. Derguín tenía mucho en que pensar, mucho que planear, y mucho que aceptar. El pequeño Ariel había resultado ser la pequeña Ariel. Un detalle que habría resultado divertido de leerlo en una novela Ritiona, pero que en Atagaira había estado a punto de costarle la vida. Las leyes del reino eran tajantes: los extranjeros sólo podían entrar en Atagaira con una argolla al cuello; las extranjeras, muertas.
Ziyam, con el rostro enrojecido de ira, había exigido a su madre que cumpliera la ley e hiciera ejecutar a la intrusa, y de paso al extranjero que la había traído. Tanaquil aparentaba serenidad cuando se negó, pero en sus ojos brillaba una luz gélida más peligrosa que cualquier arrebato de furia.
—La dragona la ha aceptado —dijo la reina.
—¡Es un sacrilegio!
—Si fuera un sacrilegio, la dragona la habría devorado en vez de dejarle su marca. ¿Dudas de la sabiduría de Iluanka?
Ariel cabalgaba sentada delante de Derguín. El torció un poco la cabeza para observar la marca del cuello. Tenía la forma de un pequeño dragón terrestre, de cuerpo serpenteante y mandíbula barbada. Cuando la vio, la reina Tanaquil contuvo el aliento. Según supo luego Derguín, cuando la dragona tatuaba a alguien con su propia imagen significaba que a esa mujer le deparaba un destino grandioso, para bien o para mal. La propia Tanaquil, le dijo Baoyim, tenía una dragona tatuada en la pierna.
Derguín sopló sobre la marca. Ariel lo agradeció, porque decía que le escocía mucho. El tatuaje estaba plagado de puntos y líneas rojos, venillas que habían reventado bajo la piel. Baoyim decía que después se pondría morado, y que al final adquiriría un color entre rosado y violáceo, como un antojo.
—¿Tú también tienes una marca? —le preguntó Derguín.
—Todas la tenemos.
—¿Y dónde está la tuya?
Ella sonrió con malicia.
—Si realizas alguna gran proeza, Zemalnit, quizá te la enseñe algún día.
Gracias a la audacia de Baoyim, Ariel se había salvado. Pero el Mazo estaba muerto. Derguín se sentía culpable por haberle convencido de que abandonara el Vesania y lo acompañara en su descabellado viaje al este. Al final, pensó Derguín, perder a Faugros había sido un mal presagio, como el propio Mazo auguró.
Para colmo, Ziyam iba a escapar impune. La reina se había negado a ejecutarla, pese a que la princesa había conspirado para asesinarla y su insensata ambición había provocado la muerte de tres mujeres y del Mazo.
—Es la única hija que me queda —le dijo a Derguín—. No permitiré que le hagas daño.
—Mató a mi amigo —repuso él, rechinando los dientes y con los dedos agarrotados sobre la empuñadura de Zemal—. Exijo mi venganza.
—Ziyam será castigada, tah Derguín. Eso te lo prometo. Pero recuerda que tú has venido a nuestro país con una mujer, quebrantando nuestras leyes. Así que no estás en situación de exigir. —La reina acalló la protesta de Derguín alzando la mano—. Todos debemos ser flexibles. Suerte en tu empresa y vuelve con vida. Nos espera una guerra, Zemalnit.
Derguín llevaba tres noches sin dormir; demasiada vigilia incluso para alguien que sufría de insomnio. Durante uno de los descansos, apoyó la espalda en un fardo, estiró las piernas y cerró los ojos. Se quedó dormido al instante. Pero su sueño no fue tranquilo, pues en él volvió a aparecer Mikhon Tiq. Su amigo aullaba de dolor y le suplicaba ayuda, torturado por aquellas cintas de luz que estiraban sus tobillos y muñecas y se retorcían a su alrededor en geometrías imposibles.
Sácame de aquí… No me abandones…
Derguín abrió los ojos. El corazón le palpitaba tan fuerte en el pecho que podía sentirlo, como una gran flor que se abría y se cerraba en su pecho, y por un instante temió que le fuera a reventar. A la luz de la linterna, Baoyim lo miraba con gesto preocupado.
—Tenías una pesadilla.
Derguín se levantó y trató de respirar despacio para refrenar sus latidos. Ariel también se había quedado dormida. Se agachó y le apretó el hombro.
—Ariel necesita dormir —protestó Baoyim—. Es muy joven.
—Por eso mismo se recuperará bien. ¡Vamos!
Avanzaron durante horas interminables por aquel círculo de negrura que ahogaba los sonidos. Por fin, atisbaron una luz al otro extremo. Baoyim cubrió la linterna con la mano y entrecerró los ojos.
—Es la salida —anunció.
—¡Ya era hora! —resopló Ariel, agarrada a su cintura.
En la otra salida del túnel había una nueva reja, pero Baoyim la abrió con la copia de la llave que le había entregado la jefa de guardias de Acruria. Salieron cubriéndose los ojos para no deslumbrarse. Derguín se volvió. A ambos lados de la reja se levantaban dos estatuas de casi diez metros de altura, colosos armados con lanzas y colas de escorpión que miraban hacia el este con gesto amenazante. Sobre ellos subía la pared de la montaña, una estribación oriental del gran macizo de Atagaira.
Tras comprobar lo que quedaba a sus espaldas, Derguín tomó aire y se decidió a contemplar el panorama que se abría ante ellos. Había intuido una forma de una magnitud tan inconcebible que aun de reojo lo había acobardado, y por un instante había sentido la tentación de volver atrás hacia el oscuro cobijo del túnel.
A sus pies bajaba la ladera de la montaña, sembrada de rocas y pinos, hasta llegar a una muralla negra que a la derecha se extendía hasta una bahía excavada por el mar de Kéraunos, y a la izquierda se perdía de vista. Según los mapas, el muro recorría más de doscientos kilómetros, atravesando todo el istmo de Iyam y cerrándolo para evitar que los inhumanos pudieran entrar en las tierras de los hombres.
Más allá de la muralla se extendía una comarca ondulada, que tras los días pasados entre las líneas verticales de Atagaira a Derguín se le antojó tan liso como un espejo. Allí predominaba el color amarillo de los pastos que aguardaban las lluvias de otoño, pero también había zonas más oscuras, bosques dispersos como islas en un mar de hierba.
Todo aquello lo atisbo de una fugaz ojeada, pues Etemenanki llenaba el paisaje y atraía su mirada como un imán. Derguín se echó hacia atrás y palmeó el cuello de Riamar para indicarle que se detuviera, pues necesitaba tiempo para asimilar aquella visión.
La base era una inmensa cúpula, que debió de ser edificada por un gigante celeste a cuyo lado los propios dioses parecerían insignificantes hormigas. Desde allí, la cúpula se veía de color grisáceo. Había nubes delante, flotando a menos de la mitad de su altura, lo que hizo pensar a Derguín que aquella base semiesférica era más alta que cualquier montaña. Sobre la cúpula se levantaba un cilindro más estrecho, de un tono marfileño que al ganar altura acababa fundiéndose con el azul del cielo. Según la visión que había tenido en el oráculo de los sueños, al final de ese cilindro aún seguía subiendo una estrecha torre, como una aguja plateada que ascendía y ascendía hasta taladrar el firmamento.
La magnitud de Etemenanki era tal que parecía estar casi encima de ellos, como si pudieran tocarla con sólo estirar el brazo. Sin embargo, por la extensión de bosques y pastos que separaban la muralla de la torre, Derguín calculó que aún les quedaba jornada o jornada y media de viaje para llegar a ella.
Según Tarondas, Etemenanki medía cuarenta mil metros de la base a la cúspide. Derguín no se atrevió a juzgarlo aún, pues no alcanzaba a ver la cima. Pero al divisar aquella aguja que se clavaba en el cielo, no tuvo más remedio que aceptar el mito según el cual los hombres construyeron aquel prodigio para asaltar el Bardaliut, la morada celeste de los dioses.
—Lidupirgo —dijo Baoyim.
—¿Cómo?
—Lidupirgo era un gigante de piedra, engendrado por el dios Manígulat. Cuando su hija Taniar lo expulsó del cielo y se convirtió en su soberana, Manígulat trazó un plan perverso para tomar el Bardaliut o, si no lo conseguía, al menos destruirlo. Pues así es la codicia de los varones.
»Lo que hizo Manígulat fue encadenar a la dragona Iluanka y violarla durante un año entero. —Derguín recordó que para las Atagairas no había peor horror que la violación, aún peor que la mutilación o la muerte—. La dragona se vengó de él más tarde, pero ése es otro relato. Por el momento, Iluanka quedó embarazada del dios.
»Cuando dio a luz a Lidupirgo, que era un bebé de mármol, Manígulat se lo arrebató a su madre y lo llevó al mar de los Sueños, donde plantó sus pies en el abismo más profundo. El bebé no tenía más arte ni virtud que los de crecer y crecer. Pronto se convirtió en una columna de piedra cuya cabeza surgió de las aguas. La alarma cundió entre los dioses, que enviaron a sus campeones. Pero ninguno de ellos pudo derribarlo, pues Lidupirgo era de roca indestructible y seguía creciendo impertérrito, hasta que su cabeza chocó como un ariete contra los cimientos del Bardaliut.
»Entonces, Pothine y Taniar, eternas rivales, se pusieron de acuerdo por una vez —siguió recitando Baoyim—. Las diosas del deseo y de la guerra bajaron del cielo en sus carros alados. Pothine agitó sus tobilleras de cascabeles y bailó la danza de los velos para Lidupirgo. Cuando advirtió que el gigante la miraba, Pothine empezó a girar a su alrededor, de tal modo que Lidupirgo tuvo que torcer el cuello para seguirla con la vista. El rechinar de la piedra contra la piedra se pudo oír en media Tramórea. Pothine bailó y bailó, hasta que el gigante se mareó de tanto volver la cabeza. Y cuando empezó a tambalearse por el vértigo, Taniar le arrojó a los tobillos el rayo celeste que le había arrebatado a su padre. Lidupirgo cayó sobre el mar, lentamente, pues tan largo era que su caída duró tres días con sus noches, y cuando por fin se hundió, la ola que levantó su cuerpo sumergió cien ciudades de los hombres. Pero el Bardaliut sobrevivió a la amenaza.
—Un relato interesante —comentó Derguín, divertido por las metamorfosis antimasculinas que sufrían todos los mitos en las versiones de las Atagairas—. Supongo que lo que quieres decir es que el gigante Lidupirgo sigue en pie allí delante.
—Nuestras historias a veces hablan del pasado y a veces del futuro. Eso es algo que sólo las más sabias pueden discernir —respondió Baoyim, con la mirada perdida en el horizonte. Después se estremeció—. Pero si Lidupirgo ha de caer, espero que no sea hoy ni mañana, sino cuando estemos de vuelta en Acruria.
—Eso mismo espero yo —dijo Derguín.
Desde la boca del túnel, una cresta aguzada como el lomo de un dragón bajaba en línea recta hasta la muralla. Baoyim los llevó por allí. Había un sendero muy estrecho que en tiempos pasados debió de estar más frecuentado, pero aun así se veían en él huellas de botas y herraduras. Lo recorrieron a pie, guiando a los caballos de los ronzales. A ambos lados se abrían sendos precipicios cuajados de rocas afiladas. Derguín se asomó, aunque siempre le habían impresionado las alturas. Pero su experiencia en las paredes verticales de Acruria había mitigado su vértigo, y además no tenía más remedio que acostumbrarse a los abismos si quería ascender a la cúspide de aquella torre infinita y rescatar el espíritu de Mikhon Tiq.
La cresta llegaba hasta la muralla negra, donde parecía morir, aunque Baoyim les explicó que seguía por el otro lado. Había una pasarela empinada que llevaba hasta el adarve, atravesada por listones de madera para evitar que hombres y equinos resbalaran. Treparon hasta la muralla, donde los recibió Alania, la suboficial que mandaba la guarnición. Esta consistía en doce mujeres muy jóvenes, pues el primer servicio de armas que prestaban las Atagairas era vigilar las fronteras. La más veterana, de hecho, era la propia Alania, que no tendría mucho más de veinte años.
Cuando se puso el sol, las Atagairas agasajaron a los viajeros con una cena abundante. Aisladas al borde de aquellas tierras sombrías y aburridas de ver las mismas caras durante meses, agradecían cualquier novedad. Al final, la comida y el vino aligeraron las lenguas y mitigaron la tradicional xenofobia de las Atagairas. Al saber que el Zemalnit pretendía cruzar las tierras de los inhumanos y llegar hasta Etemenanki, le contaron lo que sabían de ellos; que tampoco era demasiado, pues pocas veces se atrevían a cruzar la muralla y adentrarse en el territorio de los Fiohiortói.
—Es mejor que viajes de día —le dijo Alania—. Durante las horas de luz, los adultos se pasan horas y horas tomando el sol en sus colmenas, como si fueran lagartos gigantes.
—¿Los adultos? ¿Qué quieres decir? —preguntó Derguín.
—Las crías habitan en las zonas de bosques. Allí es donde las hembras ponen los huevos, dos o tres veces al año. Las crías que sobreviven salen de los bosques ya crecidas. Por suerte son muy pocas. Si no, habría millones y millones de inhumanos y no tardarían en desbordar la muralla como una plaga de langostas.
Derguín escuchó con atención. Sólo había visto a los miembros de aquella especie en ilustraciones, y todo lo que sabía de ellos era por libros. Ahora, asomado a aquel país que conforme anochecía se le antojaba cada vez más siniestro, pensó que confiaba mucho más en lo que le contaba aquella joven que en la erudición del anciano Tarondas.
Al parecer, los inhumanos pertenecían a diversos clanes o razas, cuyos territorios estaban separados por demarcaciones que, desde la muralla, eran inapreciables. A ojos de un humano, se distinguían vagamente por el color, el tamaño y las formas de las crestas faciales. Alania, que tras servir tres veranos seguidos en la muralla era casi una veterana, había detectado cinco razas distintas, aunque sospechaba que había más.
—¿Cómo lo sabes? ¿Suelen acercarse a la muralla, o es que hacéis incursiones en su territorio?
—Nuestras jóvenes guerreras tienen muy buena vista —intervino Baoyim, con voz grave—. Está prohibido pisar Iyam más allá de este muro. La misión que encomendamos a las guardianas es sólo vigilar y dar la alerta si alguna vez los inhumanos se deciden a atacar, algo que no ha ocurrido en esta parte de la frontera desde hace siglos.
Más tarde, ya en los aposentos que les habían asignado dentro del baluarte, Baoyim le explicó a Derguín:
—Pasar al otro lado del muro está castigado. Por eso he interrumpido a Alania. Es demasiado joven. Podría haber dicho algo inconveniente, y yo tendría que haberla arrestado.
—Eso quiere decir que sí pasan al otro lado del muro…
Baoyim extendió su manta sobre el suelo del cuarto de guardia que les habían asignado.
—Las Atagairas tenemos una ceremonia de iniciación bastante dolorosa. Ariel lo sabe bien.
—¡Todavía me duele!
—Eres muy valiente —dijo Baoyim—. Pero, aparte de la visita al santuario de Iluanka, hay otros ritos extraoficiales. Las jóvenes que sirven en las montañas no se consideran mujeres hasta que no matan a un oso de las cavernas, las que se adiestran en los llanos tienen que traer la mano derecha de un extranjero… y las que servimos en la muralla de Iyam no demostramos nuestra feminidad hasta que conseguimos una garra de inhumano.
—¿Conseguimos?
—Así es —asintió Baoyim—. El inhumano al que le corté la garra me dejó una buena cicatriz en la pierna.
—Así que has estado ya en Iyam —dijo Derguín.
—No me interné mucho más allá del primer bosque que hay a un kilómetro de la muralla. Pero sí, lo he pisado.
—En ese caso, ¿por qué no me explicas tú misma lo que debo saber sobre los Fiohiortói?
—Pensaba hacerlo. Pero no hay por qué adelantar nada. Mañana, cuando salgamos…
—Voy a ir yo solo, Baoyim.
Ella frunció el ceño y puso los brazos en jarras.
—Eso ni lo sueñes, tah Derguín.
—Por favor, Ariel, ve a almohazar los caballos.
—Puedo hacerlo después —protestó la niña.
—Quiero que lo hagas ahora.
Cuando Ariel salió de la estancia, Derguín trató de razonar con la Atagaira.
—Voy a pagar una deuda que es sólo mía, Baoyim. No quiero cargar con nadie.
—¿Cargar? ¿Has dicho cargar? Creo que más bien fui yo quien cargó contigo por todas las montañas de Atagaira.
Derguín agachó la mirada.
—Siento haber elegido mal las palabras, Baoyim. Eres una gran guerrera y sin duda tu ayuda me vendría bien para superar los peligros que me esperan. Pero si las cosas se ponen feas de verdad al otro lado de la muralla, no importará mucho que vaya yo solo o que me acompañen cincuenta Atagairas. En cambio, me sentiré mucho más tranquilo si te quedas con Ariel.
—La reina me encargó que te protegiera.
—Y yo ahora te pido que cuides a Ariel. —Derguín apoyó la mano en el hombro de la Atagaira, de guerrero a guerrero—. Si consigo volver con Mikha, te prometo que te ofreceré muchas ocasiones para emplear tu espada.
Baoyim resopló, no muy convencida.
—Está bien. Me quedaré. Por Ariel.
—Gracias, capitana.
*
Antes de acostarse, Derguín subió a lo alto del baluarte. La vista le sorprendió. Rimom estaba saliendo por detrás de Etemenanki, y su luz atravesaba la cúpula inferior con un tenue resplandor azul, lo cual significaba que aquella gran masa no era opaca. Derguín se preguntó si no sería un cristal gigantesco, una inmensa montaña de cuarzo o incluso de diamante.
Taniar había pasado su zenit. Su luz dominaba el cielo y teñía de sangre la torre cilíndrica que coronaba la cúpula, que se veía de dos colores, azul en la base y roja en la cima. Derguín pensó que merecía la pena haber llegado hasta allí, aunque tan sólo fuera por contemplar aquel edificio inconcebible que unía la tierra y el cielo.
—¿Por qué quieres ir solo, señor?
Derguín se volvió. Creía estar solo, aparte de las dos centinelas que patrullaban el adarve a ambos lados del baluarte. Pero Ariel se había materializado detrás de él, tan sigilosa como siempre. A veces Derguín tenía la impresión de que ni siquiera respiraba.
Aún se le hacía raro pensar que Ariel era una niña. Sus rasgos, mirándolos bien, tenían algo de andrógino. Cuando la conoció, pensó que era un chico guapo, pero un tanto delicado. Ahora le parecía una niña bonita, de rasgos vivos y algo pícaros.
—Ya has oído a las Atagairas. Este lugar es muy peligroso.
—Por eso mismo necesitas mi ayuda, señor.
—No, Ariel. Debo enfrentarme al peligro yo solo. Es mi deuda con Mikhon Tiq.
Ariel se asomó entre dos almenas y miró hacia la gran torre.
—Debes de querer mucho a tu amigo.
Derguín sintió un nudo en la garganta. Tal vez se debía al vino de la cena; o quizá la belleza sobrenatural de aquel paisaje lo volvía sentimental. Lo cierto era que deseaba hablar, aunque sabía que la voz se le podía quebrar en cualquier momento.
—En realidad no es sólo una deuda. Me doy cuenta de que necesito a Mikha.
—¿Por qué, señor?
Derguín miró un instante a Ariel, pero los ojos se le fueron de nuevo a Etemenanki. Era casi imposible apartar la vista de ella.
—Linar, un viejo mago, nos contó una historia. El Mito de las Edades. ¿Lo conoces? Existió una Edad de Oro, una época en que los hombres eran iguales a los dioses. Aquél fue el gran momento de la humanidad. Después empezó la decadencia. Desde entonces, todo ha ido de mal en peor. Cada nueva guerra nos hunde un poco más en el fango, nos vuelve más ignorantes y salvajes. Llegará el momento en que por fin volveremos al mismo barro primordial del que salimos.
»A Mikha no le gustaba aquel mito. Él se negaba a ser tan pesimista. Decía que cuando consiguiéramos el poder, él como Kalagorinor y yo como Zemalnit, lo utilizaríamos para evitar que el futuro de Tramórea fuera la crónica de la descomposición de un cadáver. Estaba seguro de que juntos podíamos cambiar las cosas.
»Sí, me hace falta Mikhon Tiq. Lo necesito a mi lado, para llegar a ser la persona que puedo ser. No basta con poseer la Espada de Fuego. Si quiero llegar a alguna parte, necesito a alguien que me enseñe la meta. Y ese alguien está allí enfrente, encerrado en esa torre que roza el cielo…
Derguín suspiró y se volvió hacia Ariel.
—No sé por qué te cuento todo esto. Eres una chica, y no puedes entender los sueños de los hombres.
—No digas eso, señor. Claro que puedo entenderte.
—¿De veras? ¿También entiendes de guerras?
—Ahora soy Atagaira, señor.
—Sólo por accidente, Ariel. Eres una niña bonita, y sin duda te convertirás en una mujer hermosa. Tus manos son muy suaves. No están hechas para las armas.
—¡Algún día te demostraré que puedo servirte también con las armas, señor!
—Sé que eres muy valiente, Ariel, pero espero que ese día tarde mucho en llegar.
Derguín descansó unas horas, esta vez sin sueños. Cuando despertó, Ariel seguía dormida a su lado. Derguín se quedó un rato contemplándola a la débil luz que entraba por la tronera. Su respiración era profunda, y el gesto de paz la hacía parecer aún más joven de los doce años que aseguraba tener. Se inclinó sobre ella, le dio un beso en la frente y se levantó.
Antes de salir de la estancia, recogió la armadura. Cuando bajaron al valle y recogieron los caballos, se había decidido por fin a probarla. Primero intentó rayarla con un cuchillo, y comprobó que la punta resbalaba sobre su superficie con un desagradable chirrido sin dejar ninguna huella. Luego la probó con una piedra, al principio con toques suaves y luego con golpes cada vez más fuertes, hasta que acabó haciéndose daño en la mano. No consiguió abollarla, ni siquiera en las partes más abombadas, como el peto o el espaldar. Por último, se puso la coraza y le pidió a Baoyim que le golpeara con la espada, primero de plano y luego con el filo. Sintió el impacto en la carne, desde luego, y en un tajo demasiado entusiasta Baoyim lo derribó. Pero aquel material del color de la obsidiana amortiguaba los golpes mucho mejor que una cota de malla o un peto de placas, y parecía imposible causarle el menor rasguño. Sólo le faltó probar la propia Espada de Fuego, pero no se atrevió a tanto.
Con la armadura a cuestas, bajó la escalera que llevaba al pie de la muralla. Su intención era ir a la caballeriza, pero alguien se le había adelantado. Baoyim ya estaba en el patio y había ensillado a Escarcha. Riamar gorjeó y sacudió las crines al ver a Derguín.
—Me he despertado antes de que saliera el sol —le explicó la Atagaira—, así que he pensado en echarte una mano.
Derguín colocó el fardo que llevaba la armadura sobre los lomos de Escarcha. Baoyim chasqueó la lengua.
—Una cosa es ser valiente, y otra insensato. Ya que llevas esa armadura, póntela.
—La reservo para cuando llegue el peligro de verdad.
—El peligro de verdad empieza a partir de esa puerta —dijo Baoyim, señalando al rastrillo.
—No voy desarmado —respondió Derguín, acariciando el pomo de Zemal.
—La Espada no te protegerá de los dardos de los inhumanos. Esas criaturas tienen en la espalda unas crestas amarillas que se despliegan como abanicos, y por ellas lanzan espinas más largas que un dedo. Pueden llegar a casi veinte pasos de distancia, y tienen un veneno que adormece a sus presas. Si te alcanzan y pierdes el conocimiento, te aseguro que despertarás en el infierno.
—Hummm. Así que me recomiendas que me ponga la armadura.
—Es lo que acabo de decirte.
Derguín dejó que Baoyim le ayudara a embutirse la armadura. Era sorprendente lo bien que se ajustaban unas piezas con otras, y cómo se podían doblar los codos y las rodillas sin que las junturas chirriaran.
—Aún no has terminado. Tienes que ponerte el casco —le dijo Baoyim, tendiéndole el yelmo. Con las seis espinas que lo coronaban y la larga quijada, parecía el rostro de un demonio.
—Té prometo que me lo pondré en cuanto me aleje de la muralla.
Entre ambos ataron la estatua de Mikhon Tiq sobre la silla de Escarcha. Después, Baoyim giró el cabrestante que abría la puerta. El rastrillo de hierro subió sin rechinar. Las Atagairas se enorgullecían de mantener la muralla en perfectas condiciones.
Cuando Derguín iba a montar, Baoyim se acercó a él y le dio un rápido beso en los labios. Después retrocedió, con las mejillas arreboladas.
—Suerte en tu empresa, Derguín Gorión.
La pequeña comitiva, hombre, unicornio y caballo, cruzó bajo la muralla. Cuando se había alejado unos cincuenta metros, Derguín se dio la vuelta. Baoyim y otra Atagaira que hacía guardia le saludaron desde el adarve.
—¡El casco! —le gritó Baoyim.
Derguín, que no quería preocuparla, se puso el yelmo. Detrás del visor el mundo se veía más oscuro, pero las líneas se recortaban nítidas, como trazadas por un carboncillo.
No dejaba de mirar a Etemenanki. La mole de la cúpula inferior tapaba parte del sol, cuya luz la atravesaba como si fuera una espesa nube. El cilindro que coronaba la cúpula se recortaba contra el cielo, ahora del color de una torre de marfil, hasta difuminarse del todo.
Etemenanki se alzaba sobre una llanura, sin puntos de referencia para apreciar su verdadera magnitud. Pero bastaba volverse y mirar hacia el macizo de Atagaira y su cumbre más elevada, el Kishel, para que un ojo con sentido de las proporciones se diese cuenta de que aquella gran montaña cabría entera bajo la cúpula translúcida.
Poco después llegó al borde de un bosque que destacaba entre los pastos como una isla en el mar. Derguín había pensado en rodearlo, pero a la derecha, sobre una loma, se alzaba la silueta triangular de una de las colmenas de los inhumanos. Recordó lo que le habían contado las Atagairas. En los bosques vivían las crías; en las praderas, los adultos. Mejor las crías, pensó.
—¿Sabrás orientarte en el bosque, Riamar?
El unicornio emitió un gorjeo que Derguín había aprendido a interpretar como afirmativo. Antes de penetrar en la espesura, Derguín volvió la vista atrás. La muralla estaba ya muy lejos. Se quitó el casco y lo enganchó en el arzón. Era más cómodo que cualquier yelmo de metal, pero la sensación de aislamiento que le producía el eco de su propia respiración resultaba agobiante.
En cuanto entraron al bosque, todo cambió, como si hubieran atravesado la superficie de una gran burbuja. El aire era más húmedo y fresco, las sombras reinaban bajo los árboles, los olores eran rancios y pesados. Incluso los pájaros cantaban melodías extrañas, como si las aves de aquel lugar fueran de otro mundo. Los árboles, de troncos gruesos y retorcidos, rompían la tierra con sus raíces, mientras que sus ramas se vencían hacia el suelo, como si no pudieran con el peso de las lianas y enredaderas que colgaban de ellas. El suelo estaba plagado de hoyos, piedras, charcas y riachuelos. Derguín, como ya había hecho en el pasado, se dejó llevar, confiando en el instinto de Riamar para hallar un sendero en aquel laberinto de sombras, troncos y enredaderas.
No tardó en encontrar setas enormes, algunas de ellas casi tan altas como un hombre. Había una especie parduzca con el sombrero en forma de panal y otra rugosa y quebrada en grandes láminas de color de azafrán. También crecían en algunos lugares helechos de casi dos metros, y arbustos retorcidos y de tallos erizados de espinas rojas.
Algo pasó corriendo por delante de Riamar. Parecía un lagarto, pero en vez de reptar corría sobre sus cuatro patas tan rápido como un conejo. Derguín se mantuvo atento al suelo, y cuando vio a la segunda criatura la siguió con la vista. Su color era entre verde y gris, y tenía una pequeña cresta en la espalda. Sin duda, se trataba de una cría de inhumano.
Poco después llegaron a una hondonada sembrada de hongos gigantes. En el centro había una roca blanca, rodeada de crías que, al oír las pisadas que se acercaban, huyeron a toda velocidad. Derguín observó que las más grandes no debían de ser mayores que ratones de campo.
Derguín echó pie a tierra y se acercó. Lo que había creído una roca era en realidad una gran aglomeración de huevos que formaban una masa circular de unos cuatro metros de diámetro. Se acercó al borde de la nidada, se agachó y se quitó el guantelete para tocar los huevos. Por el tamaño, el color y el tacto parecían perlas. Olían a pescado, aunque con un toque más pungente, como la orina. Tal vez fuesen un manjar exquisito, como el caviar, pero prefirió no probarlos.
Derguín comprendió que los pequeños Fiohiortói que habían huido al percibir su llegada se estaban pegando un atracón a costa de sus futuros hermanos. ¿Cuántos huevos podría haber allí? Tal vez millones. Derguín se estremeció al pensar que todos pudieran convertirse en Fiohiortói adultos. Los dioses habían sido clementes con los humanos al castigar con una infancia caníbal a aquellas criaturas.
Mientras atravesaba el bosque, Derguín encontró más nidadas, y no dejó de ver a las criaturas reptilianas pululando por todas partes. También topó con el cadáver de un Fiohiortói más crecido, del tamaño de un perro. Lo estaba devorando una camada de parientes más pequeños, que ya habían mondado los huesos de medio cuerpo. La infancia de los inhumanos era una época dura.
Cuando salieron del bosque, Etemenanki había crecido aún más. Derguín tenía que levantar la cabeza para ver el final de la cúpula, cuya base llenaba buena parte del horizonte. Observó que había cierto relieve en ella, un fino estriado cuyos detalles aún no conseguía distinguir.
Viajaron por una pradera de hierbas amarillas. De cuando en cuando, Derguín echaba pie a tierra y dejaba descansar y pastar a las monturas. A su alrededor, el paisaje subía y bajaba en suaves ondulaciones. Procuró seguir las crestas y evitar las hondonadas, por temor a caer en una emboscada si perdía la línea de visión. Sin embargo, pasada la media tarde toparon con una garganta, excavada por un río de unos cuatro metros de anchura. Durante un par de kilómetros no tuvieron más remedio que remontarlo y seguir el sendero marcado por sus aguas pardas, pues las lomas que se alzaban a ambos lados eran demasiado empinadas para Escarcha.
Cuando encontraron una salida para aquella encerrona, se asomaron a un paisaje más llano. Se habían desviado, pues ahora Etemenanki quedaba a su derecha, mientras que el río se perdía hacia la izquierda. Treparon un pequeño talud para alejarse de la corriente y trataron de recuperar su ruta. Pero ahora aparecieron nuevos problemas.
Aquella llanura, que por el sur se extendía hasta el mar y por el norte llegaba hasta una nueva línea de lomas y bosques, estaba sembrada de colmenas Fiohiortói. Una de ellas se hallaba muy cerca, a menos de doscientos metros a la derecha de Derguín. Si de lejos le habían parecido pirámides, ahora pudo apreciar que aquella construcción de casi cincuenta metros de altura no tenía lados lisos, ni una geometría clara. Se le antojó una mezcla de zigurat y termitero, plagada de oscuros boquetes y de pequeñas terrazas en las que reposaban sus moradores. Había cientos de ellos, agazapados sobre las cuatro patas y ofreciendo sus lomos verdes al sol. Según sospechaban las Atagairas, los Fiohiortói no tomaban el sol para calentarse, sino porque obtenían alimento de él. Por eso eran indolentes de día y activos de noche.
Derguín se apartó hacia la izquierda, pero no demasiado, pues a unos trescientos metros se alzaba otra colmena. Prosiguió despacio, dominando el impulso de pedirle a Riamar que se lanzara al galope por temor a despertar a aquellas criaturas de su letargo.
Un sonido estridente taladró el aire. Derguín se volvió a la derecha. En lo más alto de la colmena ocre un inhumano se había puesto en pie y agitaba los brazos. Al momento, los demás se enderezaron y contestaron con un coro de chillidos.
Derguín apretó las rodillas. Riamar emprendió el galope. Mientras, los inhumanos empezaron a bajar de aquel termitero. Brincaban de una terraza a otra, salían de los boquetes de las paredes y cuando llegaban al suelo corrían a cuatro patas sobre la hierba, sin dejar de emitir aquellos gritos de chicharra.
—¡Rápido, Riamar!
Había un bosque a unos mil metros. Riamar se dirigió hacia él. El unicornio habría podido dejar atrás a sus perseguidores, pero detrás iba Escarcha, con Mikhon Tiq atado a la silla. Aunque pesaba poco, era un bulto inerte que entorpecía el galope del caballo. Además, los Fiohiortói eran rápidos. Derguín se estremeció al pensar que, de haber viajado a pie, lo habrían alcanzado enseguida.
Había otra colmena a la izquierda. Entre sus moradores cundió también la alarma y bajaron en tropel para unirse a la persecución. Derguín pidió a Riamar que apretara el paso. Volvió la mirada. Escarcha se había rezagado unos diez metros. Por detrás, los inhumanos los perseguían en tres columnas que no se mezclaban entre sí, como ríos vivientes de aguas verdosas. Había tal vez un millar, y los más adelantados se hallaban a unos cuarenta metros de ellos y les ganaban distancia. Corrían moviendo a la vez los cuartos delanteros y los traseros, como siniestros galgos, y Derguín calculó que eran casi tan grandes como un humano adulto.
Riamar seguía derecho hacia el bosque. Derguín pensó que se estaban metiendo en una trampa, pero no tenía más remedio que confiar en el instinto del unicornio. Las crías en el bosque, los adultos en la pradera, recordó. Tal vez no les persiguieran hasta allí. Torció el cuello un instante para comprobar de nuevo que Escarcha estaba detrás de él. Las tres columnas de inhumanos se habían convertido en cuatro.
La espesura estaba ya a menos de cien metros. Algo silbó junto a la oreja de Derguín. Miró a la derecha. Tres Fiohiortói más rápidos que los demás se habían adelantado. Estaban a unos veinte metros, con las crestas amarillas desplegadas sobre sus espaldas. Se oyó otro silbido, y algo repicó en la hombrera de la armadura. Una espina.
Miró a su espalda. Escarcha galopaba echando espuma por los ollares, entre relinchos de terror. No era para menos. Los chillidos de los inhumanos sonaban como un millar de cristales rechinando bajo uñas de diamante, y sobre el aroma a espliego de la pradera ahora flotaba un olor intenso y picante, como orines de gato.
—¡Animo, Escarcha! ¡Aguanta!
Riamar trepó una pequeña cuesta y pasó bajo las ramas de la primera línea de árboles con un sonoro trompeteo. El relincho de Escarcha sonó detrás, mientras los inhumanos elevaban sus chirridos en una estridente protesta.
El unicornio aflojó el galope, pues el suelo volvía a ser más escabroso y las raíces tendían mil trampas. Derguín esperó a que Escarcha se les uniera, y se volvió para comprobar que los Fiohiortói no los seguían. Sus gritos sonaban ahora amortiguados por la floresta, y los olores de los hongos y las hojas en descomposición ahogaban aquel hedor a orines.
Cuando se sintió más seguro, Derguín desmontó. Escarcha necesitaba descansar. Derguín le palmeó para darle ánimos, y sólo entonces se percató de que tenía algo clavado en un jarrete. Al arrancarlo, comprobó que era una espina amarilla, aguda y liviana, de unos diez centímetros de longitud. Se la acercó a la nariz, pero no olió nada. Desenvainó un poco a Zemal. Su olfato acrecentado captó un aroma dulzón, como el de una manzana a punto de podrirse.
—Vamos a ver si hay más, compañero.
Derguín examinó al caballo y le sacó otra espina de un anca. El animal empezaba a cabecear y caminaba con las orejas gachas. El veneno de los inhumanos estaba haciendo efecto en él.
—Tranquilo —le dijo Derguín—. Los adultos no entran en los bosques, eso quiere decir que son un buen sitio para descansar. Ya se está haciendo de noche. Aguanta un poco más.
Siguieron caminando hasta llegar a una pequeña elevación, coronada por un árbol de tronco oscuro y nudoso cuyas raíces formaban arrugas en el suelo. Derguín comprobó que desde allí disfrutaba de cierto campo de visión y decidió que era un buen lugar para detenerse. Unos metros más abajo, en una pequeña hondonada, había una charca en la que abrevaron Riamar y Escarcha. Luego, Derguín los desensilló y los dejó sueltos para que pastaran. Pero Escarcha se tumbó entre dos raíces y no tardó en dormirse.
Derguín apoyó la estatua de Mikha contra el árbol, sin destaparla, y se sentó a su lado. Por un momento pensó en quitarse la armadura, pero al mover brazos y piernas notó que aún no le habían salido rozaduras y decidió seguir con ella. Ya había comprobado que Iyam era una comarca peligrosa. Comió pan y queso y bebió agua del odre. Los últimos rayos de sol que llegaban por entre el follaje se apagaron. Taniar tiñó de rojo el dosel de hojas del bosque, mientras que por el este empezó a intuirse la luz espectral de Rimom.
Oyó un ruido extraño y se puso en pie, buscando la empuñadura de Zemal. El ruido parecía provenir de una seta de casi metro y medio que se alzaba entre dos raíces. Derguín la vigiló durante un rato, sintiéndose un tanto estúpido. De pronto, el hongo gigante se sacudió, y al hacerlo repitió el mismo ruido que había alertado a Derguín. Soltó una carcajada. Aquella seta estornudaba, y al hacerlo soltaba esporas que brillaban con una vaga fosforescencia en la penumbra del bosque antes de dispersarse.
Derguín prefería no dormir, pero se dio cuenta de que se estaba adormilando. A él no le había alcanzado ninguna espina. Entonces ¿de dónde provenía aquella extraña pesadez tras los ojos? Respiró hondo y bostezó. Al hacerlo, se percató de que algo raro flotaba en el aire. Tal vez las esporas. ¿Qué más daba?
Se sentó con la espalda apoyada en el tronco del árbol y se frotó los ojos. Había desatado a Zemal y la tenía al lado, apoyada sobre una raíz que sobresalía del suelo. Rozó la cabeza del pomo, pensando que si la desenvainaba un poco se espabilaría. Pero aquella languidez que le invadía era tan dulce… ¿Por qué no aprovechar para dormir?
Ariel había presenciado la persecución de lejos. Por alguna razón los Fiohiortói no habían reparado en ella, aunque había pasado cerca de aquellos montículos de tierra ocre en los que vivían. Sin embargo, a Derguín lo habían perseguido en jaurías, hasta que caballo y unicornio se vieron obligados a refugiarse en un bosque. Los inhumanos aguardaron un rato en la linde. Luego, debieron de aburrirse y trotaron de regreso a sus colmenas.
—Vamos allá, Reina —le dijo a la yegua de Baoyim para animarla.
Esperaba que la Atagaira no le guardara demasiado rencor por haberle robado la montura. Si había algo que a Ariel se le daba bien era el sigilo. Había esperado algo más de una hora desde que se fue Derguín. Luego, mientras Baoyim se aseaba y las guardianas hacían el relevo, entró en la cuadra, ensilló la yegua y se la llevó. Lo más difícil fue subir el rastrillo, pues apenas tenía fuerzas para girar el cabrestante. Reina tuvo que pasar por debajo agachando la testuz, pero lo hizo en silencio, convencida por Ariel. Después se alejaron al galope sin mirar atrás. Al cabo de un minuto, Ariel oyó gritos y cascos de caballo a sus espaldas, pero enfiló hacia el bosque más cercano y allí no le fue difícil despistar a sus perseguidoras.
Lo siento, Baoyim, se repetía entre dientes. La Atagaira le había salvado la vida. Pero Ariel se debía a Derguín, y su instinto le decía que el Zemalnit corría peligro.
Cuando llegaron al bosque en el que se había refugiado Derguín, ya era de noche. Ariel desmontó y llevó a Reina del ronzal, pues necesitaba estar más cerca del suelo para buscar huellas. Mientras caminaban, le explicaba a la yegua:
—No te he robado, Reina. Sólo es un préstamo.
La yegua resopló como si la hubiera entendido.
—Tú ya lo sabes. Tengo que cuidar a Derguín. No quiero que le pase nada malo.
Mientras hablaba con Reina, Ariel seguía el rastro de Derguín y los dos equinos. Para ella, encontrar huellas en la hierba, el suelo o entre los árboles era tan natural como para Derguín captar de un vistazo los signos incomprensibles de los libros.
Al cabo de una media hora, llegaron al pie de un gran árbol de raíces nudosas. Cerca de él dormitaba inquieto Escarcha, agitando las orejas y la cola como si algo turbara sus sueños. Riamar estaba despierto, en pie sobre un pequeño túmulo de tierra y piedras, recortándose como un fantasma contra los rayos de luz azul que se colaban por un claro del follaje. Al ver a Ariel, gorjeó y se acercó a ella. La niña le acarició y le rascó la cabeza junto a la raíz del cuerno. A la luz de Rimom, éste no era del todo invisible, pues brotaban de él destellos azulados, como si tuviera en su interior una constelación de diminutas estrellas.
Derguín se había quedado dormido con la armadura puesta. Tenía el cuello doblado entre el tronco del árbol y una raíz que brotaba de éste como el espolón de un acantilado. Ariel le enderezó la cabeza. Luego se quitó la capa, la enrolló y se la puso como almohada.
—Duerme bien —susurró, besándole la frente—. Hoy me toca vigilar a mí.
Se sentó a su lado y trató de pensar en algo que la mantuviera despierta. Después de cabalgar bajo el sol de la pradera, el bosque era un lugar húmedo y fresco. Ariel se abrazó las rodillas y se las frotó. Aguantó en esa posición un tiempo que se le hizo eterno, tal vez cinco minutos, y volvió a levantarse. ¿Y si le quitaba la capa a Derguín y se la volvía a poner? No, eso le despertaría, y Ariel sabía de sobra que él sufría de insomnio.
La yegua se había tumbado junto a Escarcha y también se había quedado dormida. Ariel sintió un poco de envidia, porque tenía sueño, pero se había prometido a sí misma hacer guardia. Se acercó a Riamar y se abrazó a su cuello.
—Qué calentito estás, Riamar —le dijo—. Yo estoy helada.
El unicornio soltó un resoplido que sonó casi como un relincho, aunque él nunca relinchaba. Ariel miró a los lados. No estaban solos. Unas sombras subían hacia la elevación donde se alzaba el gran árbol, bamboleándose como marineros ebrios. Ariel captó su olor a orina de gato y oyó sus voces silbantes.
Fiohiortói.
Los inhumanos, veinte al menos, formaron un corro alrededor del árbol. Ariel y Riamar retrocedieron poco a poco, acercándose a Derguín, y el unicornio trompeteó una nota de amenaza.
—No vamos a dejar que le hagan nada, ¿verdad, Riamar? —susurró Ariel.
La más grande de aquellas criaturas trepó a cuatro patas la pequeña cuesta que subía hasta las raíces del árbol. Llevaba la cresta dorsal desplegada, dirigiendo hacia ellos sus aguzadas puntas. Ariel sospechó que allí se escondía algún peligro, pero no se movió.
Al llegar arriba, el inhumano se puso en pie sobre sus patas traseras, que eran más cortas y gruesas que los brazos. La luz de Rimom cayó sobre él y alumbró su extraña figura. Sus ojos eran dos cuentas oscuras a la sombra de gruesos arcos de hueso. En el lugar de la nariz crecía una amplia cresta, surcada de profundas estrías y festoneada de cuernecillos. Si tenía orificios nasales, no se le veían. La criatura alzó el cuello y abrió la boca, escondida bajo la cabeza como la de un tiburón. De ella brotó una voz aguda que sonaba como el canto desafinado de un pájaro combinado con el silbido de un fuelle. Mientras hablaba, en su pecho se dibujaban diseños de luz cambiantes, como si una bandada de luznagos revoloteara bajo su piel. Ariel se dio cuenta de que las luces eran parte de su lenguaje y, como todo lenguaje que no fuera el de las letras, lo comprendió. Aunque no del todo, pues el pensamiento que alimentaba aquellas palabras era ajeno a cualquier emoción que ella pudiera concebir.
Pero aun así captó el mensaje de la criatura.
Apártale de él.
—¡No! —contestó Ariel.
—El no es de aquí. El es del sendero-quebradizo-de-la-pureza. Ha entrado al bosque a devorar a las crías del yugo-cristalino-de-la-colina.
—¡Él no ha hecho eso!
—Este no es su territorio. Muerte para él y los del sendero-quebradizo-de-la-pureza si salen de su territorio.
Los inhumanos que formaban el corro unos metros más abajo se enderezaron y chirriaron a coro con el que parecía ser su jefe, mientras en sus pechos brillaban dibujos fantasmales como fuegos fatuos.
—Muerte para los del sendero-quebradizo-de-la-pureza.
Muerte, insistió el jefe, y estiró los brazos. De sus dedos brotaron unas largas garras. Como si fueran palillos de tambor, repiqueteó con ellos sobre su cresta facial, y los demás le imitaron.
—¡No os acercaréis a él!
—Este es un asunto de los Fiohiortói.
—Pero eso es imposible —protestó Ariel—. ¡El no es un Fiohiort, es un humano!
—Lleva los emblemas y los sonidos del sendero-quebradizo-de-la-pureza. Aparta, criatura del bosque. No tenemos nada contra ti.
Ariel creyó comprender. En la muralla, Alania les había dicho que los inhumanos se dividían en clanes. Al parecer, aquellos Fiohiortói creían que Derguín pertenecía a un clan rival. Pero ¿por qué?
No había tiempo para preguntas, inhumano se acercó a ella, levantando las garras en un ángulo imposible. Riamar trompeteó una nota de amenaza, mientras Ariel se volvía a Derguín.
—¡Despierta! ¡Despierta, señor! —gritó, pero su propia voz le sonó como un débil gañido entre el coro de los inhumanos.
Entonces reparó en Zemal. La punta de su vaina reposaba en el suelo y el pomo sobresalía por encima de una raíz. Jamás la empuñes, le había advertido Derguín.
Ariel se agachó, cerró la mano derecha sobre el puño y con la izquierda tiró de la vaina. La Espada de Fuego, como si deseara salir de su encierro, pareció empujar por sí misma hacia fuera. Casi sin quererlo Ariel estiró el brazo hacía la derecha y completó un movimiento de Yagartéi.
Ariel giró la cabeza para seguir el movimiento de su propia mano. Aunque no había sentido resistencia alguna, se dio cuenta de que su golpe había alcanzado al inhumano. Las piernas escamosas seguían en el suelo, cercenadas a la altura de las rodillas, mientras que el resto del cuerpo se desplomaba hacia un lado y las luces verdes del pecho se volvían rojas y luego se apagaban.
El coro de Fiohiortói emitió un chirrido horrísono. Ariel se enderezó, empuñó a Zemal con ambas manos y la levantó sobre su cabeza. Los inhumanos se dejaron caer sobre sus patas delanteras y desplegaron sus crestas dorsales. El aire silbó alrededor de Ariel. Primero notó una picadura en el antebrazo izquierdo, luego en un muslo, y luego dejó de sentirlas.
A pesar de que la pierna derecha se le había dormido, enarboló la Espada de Fuego, bajó la cuesta y embistió contra los Fiohiortói. La vista se le nublaba, pero a la vez le corría fuego líquido por las venas. Alcanzó a un inhumano en la cabeza y casi sin sentirlo le separó el cráneo en dos mitades, mientras los demás volvían grupas y huían, entre chillidos que Ariel entendió como ¡Zemal, Zemal! Entonces le falló la rodilla derecha, cayó de bruces y se golpeó la cabeza con una raíz.
Todo empezó a volverse negro, con una negrura que no provenía del exterior, sino que teñía sus ojos desde dentro como una nube de tormenta. Y comprendió: Me han envenenado.
Derguín despertó con la sensación de que alguien le había clavado una aguja entre el pecho y el estómago. Se incorporó, con el corazón palpitando como el martillo de una fragua, para ver algo que jamás esperaba contemplar.
Zemal estaba en manos de otra persona. Gritó rabioso, pero al instante se dio cuenta de que era Ariel, y la cólera se convirtió en temor. La niña partió en dos la cabeza de un inhumano, y luego se desplomó, mientras los demás Fiohiortói se perdían entre las sombras sin dejar de emitir chirridos de terror.
La Espada de Fuego cayó al suelo, y allí, sin una mano que la sostuviera, empezó a saltar entre chisporroteos como una serpiente enloquecida. Temiendo que cortara un brazo o una pierna a Ariel, Derguín entró en Urtahitéi y se abalanzó sobre la empuñadura. Ya con Zemal en las manos, se enderezó y miró a los lados. Los atacantes habían desaparecido en la espesura. Su oído acrecentado captó los ruidos que hacían al huir. Chapoteos, ramas tronchadas, hojas aplastadas. También percibió el olor de las esporas que seguían flotando en el aire, las mismas que le habían hecho caer en un pesado letargo.
Comprendió que tenían que alejarse de aquel lugar. Sin salir de la aceleración, levantó a Ariel del suelo, se la echó sobre el hombro y corrió hacia Riamar. Después tiró de las riendas de Escarcha hasta que consiguió levantarlo. El caballo parecía haberse recuperado un poco, pero Derguín prefirió cargar a Mikha sobre la silla de la yegua. Después saltó a lomos del unicornio y le dijo:
—¡Sácanos de aquí!
Sólo entonces pronunció la fórmula para salir de Urtahitéi. Para compensar el desgaste de la aceleración, desenvainó de nuevo a Zemal. Su energía le corrió por las venas, más eficaz que cualquier alimento, aunque los ríñones le seguían latiendo de dolor.
Cuando salieron del bosque, Taniar ya se había puesto y Rimom rozaba las cumbres de las montañas de Atagaira, cuyas cimas nevadas parecían zafiros bajo aquella luz. Al este, Etemenanki era una sombra inmensa que cubría medio cielo. Treparon una loma, y en su cima, al pie de una solitaria acacia, Derguín desmontó para examinar a Ariel.
Tenía cinco espinas clavadas en el cuerpo. Derguín se las arrancó una por una. Le frotó las manos, que estaban heladas, y le pellizcó las mejillas. Pero la niña no reaccionaba. Derguín le quitó la manta a Mikhon Tiq, envolvió en ella a Ariel y la abrazó para darle calor.
¿Por qué no había caído fulminada al coger la Espada? Todo aquel que la empuñaba sin ser el Zemalnit moría al instante. El había visto el cadáver carbonizado del Aifolu que se la quiso robar, y Kratos le había contado que lo mismo le había sucedido ante sus ojos a un oficial de la Horda Roja. Pero tal vez todas las leyes naturales y sobrenaturales se alteraban en aquel lugar donde la tierra y el cielo se unían.
La noche fue eterna. Tras entrar en Urtahitéi, el cuerpo de Derguín se empeñaba en dormir. Cada vez que se le cerraban los párpados, empuñaba la Espada. Un par de veces que estuvo a punto de dormirse rozó la hoja con la mano, y el dolor fue tan intenso que le despertó al instante. Rimom se puso tras las montañas, y sólo quedaron las luces de la estrellas y el Cinturón de Zenort. Al pie de la loma había sombras que corrían en círculos y de cuando en cuando emitían chirridos amenazadores, pero parecían saber que allí arriba estaba el poder de Zemal, y no se atrevían a subir.
Diazmom, señor de la luz del día, ven pronto. Te lo suplico…
Derguín abrió los ojos, asustado. En algún momento se había quedado traspuesto. El sol aún no había salido, pero a oriente, tras la oscura masa de Etemenanki, el horizonte ya griseaba.
Ariel suspiró y se removió en sus brazos. Derguín le dio un beso en la frente, y la niña abrió los ojos. Al verle, se agarró a su cuello y empezó a reír. Derguín no había oído nada tan maravilloso en su vida.
—¡Estás bien, señor! ¡No te han hecho nada!
—Gracias a ti —dijo Derguín, apretando la cabeza de Ariel contra su hombro para que no le pudiera ver las lágrimas—. Gracias a ti.