Derguín daba vueltas como una fiera enjaulada. Si desde que era el Zemalnit su estado de ánimo natural era la inquietud, el encierro en aquella alcoba y la disyuntiva en que lo había puesto la princesa Ziyam estaban a punto de enloquecerlo.
El aposento que le habían asignado era pequeño, pues en Acruria el espacio era un bien escaso. Salvo lugares públicos como la Sala Real, que se había construido aprovechando una gruta natural, todo en aquella ciudad se le arrancaba al seno de la montaña. En la alcoba de Derguín casi todo era de piedra: no sólo los anaqueles y bancos, sino también el armario y la propia base de su lecho habían sido tallados en piedra y decorados con preciosas filigranas. Las pocas paredes libres de muebles estaban adornadas con profusos relieves que mostraban batallas donde los varones perecían a manos de las Atagairas de todas las formas posibles.
Tengo que hacer algo. Era su cantinela mientras recorría los escasos seis metros de diagonal que medía la estancia. De vez en cuando abría la puerta. Fuera, en el pasillo, siempre hacían guardia dos Teburashi. Una de ellas era una mujer muy alta, que casi le sacaba una cabeza. Se llamaba Larde, tenía el tabique nasal desviado por un golpe y los ojos fríos y tan claros que parecían de metal.
Según Ziyam, algunas de las guardianas que escoltaban a Derguín, o tal vez todas ellas, eran agentes suyas, Derguín, mientras intentaba dormir unas horas, había pensado si no sería todo una patraña, o si simplemente la princesa no estaría loca. Pero la primera vez que se asomó y vio a las centinelas apoyadas en sus lanzas al otro lado del pasillo, Larde se apresuró a acercarse para tapar la puerta con su corpachón.
—Quiero saber cómo están mis amigos —dijo Derguín.
—Están bien.
—¿Cómo lo sabes si no te has movido de aquí?
—Estarán bien mientras tú actúes como debes actuar —repuso la Atagaira. Su mirada lo decía todo.
—Quiero salir de aquí. Dar un paseo.
—¿Por qué no te relajas? Esta tarde te llevaremos a la palestra de Ardibia. Después, la propia reina te recibirá en privado. ¿No te parece demasiada vida social para un día, Zemalnit?
—Sí, pero me gustaría estirar las piernas.
Larde le miró de arriba abajo con desdén. Estúpida, pensó Derguín. Una de las enseñanzas de su padre era que el desprecio es una emoción muy difícil de disimular y que a uno sólo le hace ganar enemigos.
—Sí, no les vendría mal crecer un poco.
Al oír la discusión, acudió la otra centinela, que era más joven.
—Deberías apreciar el honor con que te ha distinguido la reina Tanaquil —le dijo—. Eres el segundo hombre que entra en Acruria sin hacerlo como prisionero.
—Cuando conocí a vuestra compañera Tylse en Koras, nadie le puso argollas ni intentó encerrarla en un harén.
—Pero Koras no es una ciudad sagrada, mientras que Acruria está construida sobre el corazón de la dragona.
—Cállate ya, Abuma —dijo Larde, mirando a su compañera con severidad—. Noshir.
Abuma, con aire ofendido, se alejó al otro lado del pasillo, haciendo crujir la tarima bajo sus botas.
—Es mejor que no hables tanto, Zemalnit —susurró Larde, y le cerró la puerta.
Después de esa conversación, siguió topándose con la mirada displicente de Larde cada vez que abría la puerta. La Espada parecía llamarlo desde su funda. Ábrete paso conmigo. Corta unas cuantas cabezas. No, ésa no podía ser la manera, aunque con gusto le habría rebanado un palmo de estatura a aquella altanera mujer. Pero si organizaba un escándalo, sin duda las agentes de Ziyam llegarían al harén antes que él.
Por más que lo pensaba, no encontraba salida a su situación. No conocía a nadie en aquel lugar y no sabía de quién fiarse, excepto tal vez Baoyim. Pero cuando le dijo a Larde que quería ver a la capitana morena, sólo obtuvo una fría negativa. Derguín se maldecía por haber permitido que sus amigos se convirtieran en rehenes. No podía rescatar ni al Mazo, ni a Ariel, ni siquiera a Mikha, porque no sabía dónde estaban. La propia topografía de Acruria, un laberinto lleno de pequeñas estancias y recodos, sin espacios abiertos salvo el gran precipicio central, favorecía a quienes se dedicaban a conspirar y perjudicaba a alguien como Derguín, que como mucho podía recurrir a la fuerza bruta.
¿Qué opciones tenía entonces? ¿Matar a la reina? Cuando ya había recorrido la diagonal de la alcoba unas mil veces, llegó a pensar que era una opción. A Tanaquil no la conocía ni le debía nada, y en cambio sí era responsable de las vidas del Mazo y, sobre todo, de Ariel. ¿Por qué dejé que viniera?, se repetía.
Pero si mataba a la reina, ninguno de los tres saldría vivo de Acruria. Además, él era el Zemalnit, no un vulgar asesino capaz de violar las sagradas leyes de la hospitalidad.
No sabía qué hacer. Derguín siempre había creído que todo problema tiene solución. Pero ahora era incapaz de encontrar una.
Después del almuerzo, lo llevaron a visitar la palestra de Ardibia. Como la Sala Real, había sido construida utilizando el espacio que ofrecía una gruta. Estaba dividida en secciones por columnas, algunas de las cuales habían sido talladas sobre las estalagmitas originales. En uno de aquellos apartados, las Atagairas practicaban una lucha similar a la Ritiona y, al igual que los atletas en Narak, lo hacían casi desnudas. Derguín pensó que muchos hombres que él conocía habrían perdido gustosos un ojo con tal de contemplar aquel espectáculo.
Por un instante temió que le pusieran en una situación embarazosa invitándole a participar. Sin embargo, lo llevaron a la zona donde se practicaba la esgrima. Allí le recibió Xelim, la directora de la palestra, una Atagaira de anchos hombros y mentón firme que llevaba galones de general.
—Es un honor tenerte aquí, Zemalnit —le saludó—. Cuando supe que estabas en Acruria, pensé que podrías enseñarnos algunos trucos de esgrima.
—El honor será para mí —respondió Derguín.
Veinte mujeres formadas en dos filas esperaban sus instrucciones. Estaban equipadas con petos acolchados y cascos de cuero forrados de guata.
—Necesito que alguien se quede con Zemal —dijo Derguín.
—Yo mismo lo haré —propuso Xelim.
—Discúlpame un instante…
Baoyim, con su inconfundible melena negra, acababa de entrar en la palestra.
Derguín acudió a reunirse con ella, pero Larde se apresuró a seguirle.
—Cuida lo que dices, Zemalnit —le advirtió.
Al verle, Baoyim le explicó que había acudido a la palestra con la esperanza de cruzar su espada con él. Por eso no pudo evitar un gesto de decepción cuando Derguín le pidió que le guardara a Zemal.
—Por favor, capitana —insistió Derguín—. Confío en ti. Sólo en tus manos dejaría algo que importa más que mi vida.
Derguín no se atrevió a ser más explícito, pues sentía los ojos de Larde como dos alfileres clavados en su nuca. Le entregó a Zemal con una última mirada y se vistió un peto de algodón como las demás.
Entrenó más de dos horas. Descubrió que el ejercicio físico le sentaba bien y durante un rato casi olvidó las amenazas de Ziyam. Para entrenar, las Atagairas utilizaban espadas de madera, tanto rectas como curvas. No se limitaban a marcar los golpes, sino que entraban a fondo en los tajos y las estocadas, y las gruesas protecciones no evitaban que todas acabaran llenas de magulladuras que luego exhibían entre carcajadas. Las veinte alumnas de Xelim se enfrentaron una por una con Derguín, que acabó luchando contra dos a la vez para enseñarles ciertos trucos útiles en el combate contra varios adversarios simultáneos.
Larde no se separaba en ningún momento más de tres metros de Derguín. Harto de sentir su mirada desdeñosa, se quitó el casco de cuero y se acercó a ella.
—¿Qué tal se te da la espada, Larde?
—Soy capitana de las Teburashi —respondió la Atagaira, como si con eso quedara dicho todo.
—¿Qué arma prefieres, capitana? ¿Recta o curva?
La mujer sonrió de medio lado. Incluso con la nariz torcida, habría sido atractiva de no tener la cara contraída en un gesto tan agrio.
—Curva, Tahedorán.
Trajeron un peto, un casco y un sable de madera para la Teburashi. Larde debía de ser conocida, pues las demás mujeres dejaron de combatir entre ellas para formar un círculo y presenciar el duelo.
—Al mejor de once toques —sugirió Derguín.
—A la mejor de once —repuso ella.
Mientras cruzaban los primeros golpes, Derguín estudió las expresiones de las Atagairas del corrillo. Por los codazos que se daban entre sí y las miradas que dedicaban a Larde, parecía que ésta no gozaba de una gran popularidad. Qué extraño, con un carácter tan dulce, se dijo. Un poco más apartada, junto a una columna tallada con volutas, Baoyim observaba con Zemal acunada entre los brazos.
La tentación de vapulear a Larde era grande. Pero Derguín la reprimió. Una de las enseñanzas de Kratos era que un auténtico maestro puede disimular su verdadera habilidad y a la vez conseguir que su rival parezca mejor de lo que es. Derguín solía actuar así con sus alumnos de Arubshar para subirles la moral. Ahora lo hizo para acrecentar el desprecio que Larde sentía por él. Quizá así conseguiría que descuidara su vigilancia.
La Atagaira era buena espadachina. Decidida y con una gran fuerza física, entraba siempre a fondo y con los ojos bien abiertos. Sus golpes eran más potentes que los de la mayoría de los hombres con los que se había enfrentado Derguín. Pero era un poco lenta de piernas y rígida de cintura, lo que hacía que tardara una fracción de segundo en recuperar la posición de guardia. Derguín habría podido marcarle un punto de contraataque después de cada tajo y estocada, pero en cambio retrocedía y balanceaba un poco el cuerpo como si la potencia de los golpes de Larde lo desequilibrara y lo estuviera apabullando.
Era casi más divertido que ganar, pensó. La Atagaira tomó enseguida dos puntos de ventaja. Derguín observó los gestos de decepción de las mujeres que contemplaban el duelo y procuró darle más emoción a la lucha. Llegaron a cuatro-tres, y luego a cinco-cuatro, siempre con ventaja para Larde. Por primera vez, Derguín vio un brillo de alegría en los ojos de aquella mujer, convencida de que iba a humillar al Zemalnit.
Derguín ofreció una guardia baja y amagó un ataque. Ella reaccionó como esperaba, enviándole una estocada a la cara. Derguín se apartó, giró sobre las piernas y aprovechó todo el impulso de sus caderas para descargarle un golpe en la cabeza. La Atagaira cayó sobre una rodilla, mientras se oía un murmullo entre las espectadoras que parecía más de alegría que de contrariedad.
Derguín se acercó a Larde y le tendió la mano.
—Siento haberte hecho daño.
—No me has hecho daño —respondió ella, rechazándole la mano y colocándose el casco, que con el golpe se le había subido hasta la oreja.
Cinco-cinco. Derguín procuró añadir más emoción a la pelea, con una serie de ataques espectaculares que no encontraron el cuerpo de su rival por muy poca distancia. Era un truco que conocía bien, y al que en Uhdanfiún llamaban «meter codo». Muchos estudiantes novatos lo hacían sin querer, por falta de decisión a la hora de culminar sus ataques, lo que bloqueaba los músculos del brazo una fracción de segundo antes de la extensión final.
Por fin, aburrido ya, Derguín dejó que la Atagaira le alcanzara en el costado y ganara el último punto. Se quitó el casco y se inclinó ante ella.
—Enhorabuena, capitana, Hacía mucho tiempo que no encontraba un rival como tú. Espero pelear alguna vez contigo al pie de las montañas, donde pueda respirar mejor.
—Sabía que encontrarías alguna excusa —respondió ella.
Larde no sospechaba que él se había dejado vencer. Si algo había aprendido Derguín con el tiempo era que nadie duda de sus propios éxitos. En cambio, Baoyim dirigió una mirada interrogativa a Derguín cuando le devolvió la Espada. El se encogió de hombros, como pidiendo disculpas, pero no dijo nada. Larde, su perro de presa particular, ya se había puesto detrás de su nuca.
De vuelta en su aposento, Derguín estaba terminando de lavarse cuando llamaron a la puerta. Se enrolló una toalla y abrió. Allí estaba Larde, como había imaginado. Junto a ella había otra Teburashi, con el pelo blanco como la plata. Era muy joven, acaso veinte años o incluso menos. A Derguín le resultaba difícil juzgar la edad de las Atagairas. Las jóvenes aparentaban ser mayores por lo circunspecto de sus gestos, mientras que las mayores parecían más jóvenes por sus ademanes relajados, sus frecuentes carcajadas y el cuidado que dedicaban a sus cuerpos.
—La reina requiere tu presencia. Es la hora de la cena, Zemalnit.
—¿Tan pronto? Pensé que esperabais a la noche.
—Y a la noche esperamos —le dijo ella, con una mirada fugaz a su torso desnudo—. Supongo que querrás vestirte antes.
Derguín cerró la puerta. No tenía ropa adecuada para cenar con una reina, pero al menos las Atagairas le habían lavado la que traía puesta el día anterior y se la habían devuelto seca y planchada.
Cuando salió al pasillo, terminando de abrocharse el talabarte, vio que junto a las dos Teburashi había otra mujer. Estaba desarmada y a juzgar por su ropa debía de ser de una clase inferior. Llevaba en los brazos un voluminoso fardo.
—Sígueme, Zemalnit —dijo la Teburashi más joven, que se presentó como Ilydirva.
Recorrieron varios túneles y escaleras. A Derguín siempre le parecían distintos. Sospechaba que, mientras él estaba encerrado en su estancia, las Atagairas cambiaban de lugar las antorchas y las macetas para despistarle.
Cruzaron un puente que unía la Torre de Iluanka con el macizo principal de la montaña. Derguín advirtió de que no era el mismo que había cruzado con el Mazo y Ariel. Este no llevaba al abismo en forma de C de la ciudad, sino a una montaña erizada de farallones donde las Atagairas apenas habían usado sus cinceles.
Pasado el puente, llegaron ante un arco tallado y entraron en una sala de toscas paredes. Allí, para sorpresa de Derguín, esperaba Ziyam, con un séquito de cinco guardianas. La sonrisa de la princesa era luminosa. Si Derguín no hubiera estado con ella la noche anterior, podría haber creído incluso que era una sonrisa sincera.
—¿Te tratan bien nuestras mujeres, tah Derguín?
—No tengo ninguna queja, alteza.
—Veo que te llevan a visitar nuestros altos lugares.
—No tengo la menor idea de adonde me llevan, alteza.
Ziyam interrogó con un gesto a Larde, no a la joven Ilydirva. Este gesto no le pasó desapercibido a Derguín.
—La reina quiere ver al Zemalnit —dijo Larde.
—Precisamente vengo de estar con mi madre. Espero que tengas piernas fuertes —le dijo a Derguín, mirándole de la cintura para abajo con descaro—. La escalera es larga.
—Procuraré subirla rápido. Estoy impaciente por ver a la reina.
Los párpados de Ziyam se estrecharon y su mirada destiló veneno durante un segundo.
—Es un privilegio entrevistarse a solas con mi madre, tah Derguín. Espero que sea una conversación provechosa.
Derguín inclinó la cabeza. Cuando la levantó, Ziyam ya se alejaba. Su mensaje era muy claro. Hazlo ahora.
La subida fue tan ardua como Ziyam había prometido. Era una escalera de caracol, con la caja más amplia y la curva más abierta que las demás que había encontrado en Acruria.
—Toma esto —le dijo Ilydirva, ofreciéndole una bola de queruba—. Vamos a subir mucho.
—No, gracias —respondió Derguín. Había comprobado que la queruba le producía taquicardia y sudores fríos. La razón la sospechaba. El llevaba su propia droga atada a la cintura.
Derguín estaba en buena forma, pero aquella escalera interminable clavaba puñales en los muslos y las pantorrillas. Aunque no llevaba la cuenta de los escalones, Ilydirva le informó del número exacto: nueve mil ochocientos cincuenta. Le costaba llenar los pulmones de aire y le zumbaban los oídos. De vez en cuando desenvainaba un poco la Espada y dejaba que su energía le corriera por las venas. Cuando llegó arriba, tenía el vello de los brazos erizado, e incluso el de las cejas. Pero comprobó con satisfacción que Larde también jadeaba. Sin duda, subir el peso de aquellos músculos por casi diez mil peldaños era una dura tarea.
La escalera desembocó en una galería. Allí arriba, como en todo el trayecto, la talla de la piedra era más tosca y se apreciaban las huellas del cincel. Derguín no había conseguido averiguar el método del que se servían para dejar las paredes pulimentadas como alabastro. La única respuesta que obtenía era el sempiterno Noshir.
Al final de la sala había una puerta de madera, y largos bancos de piedra pegados a las paredes. La sirvienta, que aún no había recuperado el aliento, dejó allí el fardo y lo abrió. Eran ropas.
—Debes ponerte esto, Zemalnit —le dijo Ilydirva.
Había unos pantalones y un chaquetón de piel de urimelo, todo de doble capa. También unas botas impermeables, una bufanda tubular para el rostro y gruesos guantes.
—Ahí fuera hace mucho frío. Más del que te puedas imaginar. Has subido a más altura de la que nunca ha alcanzado un varón de tu raza, tah Derguín.
Aún más alto tendré que subir cuando llegue a Etemenanki, se dijo él mientras se ponía la ropa. Cuando terminó, se sentía como un oso. Apenas podía ceñirse el talabarte. Ilydirva intentó ayudarle, pero Larde la apartó sin excesiva gentileza. La Teburashi aprovechó aquel instante de intimidad con Derguín para susurrarle al oído:
—No tardes mucho en hacerlo, o tus amigos lo pagarán.
—Entendido.
Avanzó con cierta torpeza hacia la puerta. Cuando Ilydirva abrió la puerta, se coló por ella una racha de viento helado.
—Rápido —le dijo la mujer.
Derguín salió al exterior. Ya se había hecho de noche. Delante tenía un camino nevado que atravesaba un puente natural de piedra. A ambos lados había cuerdas aseguradas a sólidos puntales de acero. Derguín avanzó con cautela, y antes de agarrarse a las cuerdas se volvió. Ilydirva estaba cerrando la puerta. Por encima de ella asomaba la cabeza de Larde, con una mirada que lo decía todo.
El puente tenía unos veinte metros. A ambos lados bajaban laderas muy escarpadas que se perdían en la oscuridad. El viento lo empujaba contra la cuerda de la derecha. A pesar de las pieles, empezó a sentir el frío, una especie de mano insidiosa que poco a poco le iba robando el calor de dentro. La capucha de piel reducía su campo de visión. Se volvió a la izquierda y durante unos segundos contempló un espectacular paisaje de recortados picos negros y nieves púrpura bajo la luz de Taniar, pero el viento helado le entró en los ojos y se los llenó de lágrimas.
Derguín se apresuró a mirar hacia delante. Pasado el puente había una escalera de empinados peldaños. Había huellas recientes en la nieve. Tras subir unos treinta peldaños, llegó a una pequeña explanada, en parte natural y en parte tallada sobre la cima de un peñasco. Allí se levantaba un pequeño domo. El primer piso estaba construido en gruesos sillares de piedra, y a partir de allí el resto de la cúpula era de cristal. En el interior se veían varias luces débiles y unas sombras que se movían junto a ellas.
Antes de que llamara a la puerta, le abrieron desde dentro.
—Pasa rápido, antes de que se escape el calor.
Dentro del domo hacía calor. Derguín se volvió hacia la puerta. Le había abierto la propia reina. Vestía una túnica sencilla, de color tostado, y no llevaba encima más joyas que unos pendientes de oro.
—Ponte cómodo, Zemalnit —le invitó.
Derguín se abrió los cierres del chaquetón. Detrás de él, unas manos solícitas le ayudaron a quitárselo. Al darse la vuelta, se quedó sorprendido. La persona que estaba colgando su chaquetón de una percha era un varón. Apenas le llegaba a Derguín a la barbilla y tenía el rostro lampiño y arrugado como una manzana vieja. Pero, al contrario que los demás hombres que Derguín había encontrado en su viaje hasta Acruria, le devolvió la mirada sin agachar la cabeza.
Derguín se volvió hacia Tanaquil, perplejo. Pensé que en Acruria no había varones, estuvo a punto de decir. Pero recordó a tiempo que era una reina, y a las reinas nunca se les piden explicaciones.
—Bienvenido al observatorio de Taniar —le dijo ella.
Derguín giró sobre los talones para contemplar la cúpula. La vista del cielo era espléndida, pues el aire era frío y claro y no había nubes. Las estrellas brillaban como si uno pudiera tocarlas con sólo estirar el brazo. Taniar colgaba sobre los picos nevados, y bajo ella se veía una columna vertical de color rojizo, una tenue luz que a Derguín al pronto se le antojó un fenómeno sideral o atmosférico.
—Es Etemenanki —dijo Tanaquil—. Si no tuviéramos delante las montañas, podrías ver la cúpula que le sirve de base.
—Lo que ves ahora es el reflejo de Taniar en la torre de cristal que la corona —explicó el hombre, en Ritión. Tenía la voz suave, algo más aguda que los varones de otras razas, y pronunciaba con énfasis aquella lengua que no era la suya—. En las noches sin luna no puede verse, a no ser que se iluminen las luces de su interior.
—Algo que sucede muy raramente —dijo Tanaquil—. Al parecer, el Rey Gris está tranquilo en su encierro. ¡Qué siga así!
Yo voy a turbar esa tranquilidad, pensó Derguín.
—No he sido muy cortés —dijo la reina—. Tah Derguín, éste es mi hijo Flestar.
El hombre sonrió y se inclinó.
—Es un honor para mí conocerte, Zemalnit.
—El honor es mío, alteza —repuso Derguín.
—No me llames así, Zemalnit. No soy príncipe.
Flestar parecía casi de la misma edad que su madre. Baoyim le había explicado que los varones de Atagaira envejecían pronto y rara vez vivían pasados los cuarenta años. «¿Para qué queremos que vivan más?», le dijo. «Con eso es suficiente para que nos fecunden».
—Flestar —dijo Tanaquil—, enséñale a tah Derguín el observatorio.
Siguiendo el contorno de la pared había una larga mesa semicircular. Flestar le mostró los planisferios y cartas celestes desplegados sobre ella, y también un mapa de Tramórea sembrado de anotaciones y números. Había instrumentos diversos: una especie de ábaco, una esfera armilar construida con anillos de oro, cobre, plata y hierro, un catalejo de más de un metro de longitud armado sobre un trípode, plumas, compases, tintas de colores y otras herramientas cuya utilidad se le escapaba a Derguín. Por todas partes había libros apilados en el desorden propio de quien los utiliza a menudo.
Mientras Flestar preparaba la cena y ponía los platos sobre una pequeña mesa redonda, Tanaquil le dijo a Derguín:
—Has demostrado una gran resistencia, Zemalnit. Los extranjeros no pueden soportar estas alturas.
—¿He superado alguna prueba llegando hasta aquí? —preguntó Derguín.
—En cierto modo. El aire aquí es tan ligero que apenas llena el pecho. Y la subida de esas escaleras me produce jaqueca incluso a mí, que nací en Acruria.
—Ya lo he observado —dijo Derguín, que seguía sintiendo dolor de cabeza.
Se sentaron a cenar. Comieron pan y queso, carne de buey de las montañas guisada en un hornillo por el propio Flestar y salsa de yogur, ajo y pepino. Para Derguín fue una experiencia muy extraña. Estaba sentado junto a una mujer de aspecto tan sencillo como una campesina, la misma reina a la que debía matar, y un hombre que no era del todo hombre.
Y sin embargo fue un momento delicioso que supo que no olvidaría fácilmente. Flestar, encantado de tener un oyente tan atento como Derguín, le habló de sus trabajos astronómicos. Estaba calculando las distancias de las lunas. Era una tarea difícil, pues se trataba de magnitudes enormes, que una persona no versada en astronomía y matemáticas ni siquiera podría concebir. Flestar se servía de triangulación y trigonometría, de mediciones del tamaño de la sombra terrestre en los eclipse lunares y de la estimación de la circunferencia planetaria del sabio Kenir. Por el momento, había terminado los cálculos sobre la órbita de Shirta, la luna más cercana, que suponía a una distancia de casi doscientos mil kilómetros.
—Esas cifras se me escapan de la cabeza —dijo Tanaquil—. ¡No tendría suficientes guerreras para vigilar esa distancia ni aunque pusiera una cada diez kilómetros!
Conversaron también sobre la naturaleza de las lunas y del Cinturón de Zenort. Puesto que los fragmentos de éste variaban de tamaño y forma visibles a lo largo del mes, Flestar suponía que no tenían luz propia, sino que reflejaban la del sol; mientras que las lunas, que ofrecían siempre la misma faz redonda, sí emitían su propia luz, aunque no tan intensa como la del Sol, y por eso durante el día sólo se veían como presencias borrosas en el cielo.
A su vez, Flestar preguntó a Derguín por Ainar, la biblioteca de Koras y su director, el erudito Tarondas. El hijo de la reina demostraba un profundo conocimiento de las tierras de Tramórea sin haberse movido nunca de aquellas montañas. Derguín, dirigiendo a Tanaquil una mirada maliciosa, preguntó a Flestar si no le gustaría viajar lejos y conocer en persona aquellos países de los que tan sólo había leído.
—¡No, por los dioses! —contestó él—. Soy muy feliz aquí, en el techo del mundo. Prefiero viajar con la imaginación y no sufrir las incomodidades que siempre aquejan a los viajeros.
Cuando terminaron la cena, Flestar dijo que estaba fatigado y que sentía tener que abandonarlos. Hizo una reverencia ante su madre y otra ante Derguín. Este, siguiendo un impulso, le tendió la mano.
—En mi país, los hombres se saludan así.
Los dedos de Flestar eran finos y de piel fría. Correspondió al apretón de Derguín con fuerza, mientras le miraba a los ojos y le sonreía.
—Nunca pensé encontrar un amigo aquí, tan cerca de las estrellas —dijo Derguín.
—Adiós, Zemalnit, y suerte en tus empresas.
Flestar abrió una trampilla en el suelo y bajó a su dormitorio por una escalera de madera. Tanaquil y Derguín se quedaron solos. Él apartó un poco la silla de la mesa y estiró las piernas. Le costaba recordar que estaba hablando con una reina.
Podría matarla ahora mismo, se dijo. Con Zemal sería una muerte rápida e indolora. Si también mataba a Flestar, nadie tendría por qué enterarse durante unas horas. El tiempo suficiente para escapar de Acruria con el Mazo y Ariel.
—Has sido testigo de mi debilidad, tah Derguín —dijo Tanaquil.
—No te entiendo, majestad.
—Las Atagairas no tenemos hijos varones. Cuando nacen, se los entregamos a los demás hombres para que los cuiden y nos olvidamos de ellos.
«Nuestros varones suelen ser abúlicos y más bien cortos de entendederas. Así les resulta más fácil resignarse a la vida que llevan. Pero Flestar debió de heredar mi testarudez y la excepcional inteligencia de su bisabuela, la reina Balidra. Tiene una voluntad viva. Demasiado viva para un varón. Cuando llegó el momento, se negó a procrear con una mujer. Dijo que ella no le gustaba».
—¿Es eso grave?
—¿Grave? Es impensable. Para salvar su vida, abusé de mis privilegios y lo traje al observatorio, apartado de todo el mundo. Las Atagairas somos muy aficionadas a la astronomía. Supongo que es porque vivimos más cerca de las estrellas que ningún otro pueblo. Este observatorio lo construyó Balidra. Así que aquí encontré un lugar adecuado para mi hijo. ¿Te sorprende?
—No conozco lo bastante vuestras costumbres para juzgarlas ni para sorprenderme.
—Quizá peco de debilidad por mis hijas. Ya perdí a Tylse. —La reina suspiró—. De momento, no habrá campaña en Duluvia, tah Derguín.
Derguín pensó que aquel repentino cambio de conversación sólo lo era en apariencia, y que la reina había querido llegar allí desde el principio. Al saber que no tendría que acompañar a Tanaquil a someter Duluvia, se sintió aliviado, pues aquel compromiso le suponía al menos una demora de siete días en sus planes. Pero luego se dio cuenta de que el tono de la reina era grave y de que su gesto se había ensombrecido.
—¿Se han solucionado los problemas con esa marca, majestad? —preguntó cauteloso.
—Hace unas horas he recibido una noticia terrible, tah Derguín. Mis súbditas aún no la conocen. Pero mañana toda Atagaira la sabrá.
—¿Cuál?
—Los Aifolu tendieron una emboscada a dos escuadrones de guerreras, al sur de Malib.
Así que ya están tan cerca, se dijo Derguín. Pensó en Kratos y en la Horda Roja, y también en aquel muchacho al que había salvado de los bandidos. Todos ellos se encontraban en una zona muy peligrosa.
—Doscientas mujeres —prosiguió Tanaquil—. Muchas murieron en la batalla. Pero los Aifolu hicieron prisioneras a más de cien. ¿Sabes lo que hicieron con ellas, tah Derguín?
—No, majestad.
—Las desnudaron. Las clavaron al suelo. Las violaron, una y otra vez. —La reina tomaba aire al terminar cada frase. Tenía un nudo en la garganta—. Las dejaron allí, al sol, hasta que murieron. Violadas y quemadas. Y después se las dieron como comida a sus pájaros del terror.
Derguín agachó la cabeza.
—Los Aifolu han cometido muchas atrocidades, majestad. Esta vez le ha tocado a tu pueblo. Lo siento.
—Mi hija Tildara era una de esas mujeres.
Derguín levantó la vista. La barbilla de la reina temblaba de ira y los ojos le brillaban.
—Yo… no sé qué decir.
—No tienes que decir nada, tah Derguín. Tú no eres el culpable.
La reina se puso en pie y empezó a pasear por el escaso espacio libre que quedaba en el observatorio.
—Esta ofensa no puede quedar impune. Debo vengarla. Como madre. Y, sobre todo, como reina.
—Un joven que había contemplado la destrucción de Ilfatar me contó que los Aifolu eran numerosos como las arenas de la playa, y que además tenían como aliados a dos demonios indestructibles que vomitaban fuego. Entiendo que vuestro honor os exige la venganza, majestad, pero ¿es prudente cabalgar contra un enemigo mucho más poderoso que tú?
—¿Qué te hace cabalgar a ti a Etemenanki, tah Derguín? ¿Es que acaso el Rey Gris no es también mucho más poderoso que tú?
Derguín se miró las manos.
—Es una cuestión de amistad. Y también de honor.
—Entonces me comprenderás.
—Sí, majestad.
—Por ese honor que compartes conmigo te pediré algo, tah Derguín.
Derguín levantó la mirada.
—Dime cuál es tu deseo.
—Mañana mismo la capitana Baoyim te llevará al túnel que atraviesa las montañas. Si triunfas en tu empresa, podrás estar de vuelta en cinco días. Para entonces ya habré reunido a mi ejército. Y tú nos acompañarás. Quiero que Zemal vaya a la guerra con las Atagairas.
—Majestad…
—Temo por mis guerreras, tah Derguín. Voy a llamar a las armas a ocho mil mujeres, la flor y la nata de Atagaira. Los Aifolu ya diezmaron a nuestro pueblo en el pasado. No quiero que eso vuelva a ocurrir.
—Pero sólo soy un hombre. Un extranjero…
—Aunque así sea, la moral de mis guerreras subirá mucho cuando vean que el arma forjada por los dioses combate de su lado. ¿Lo harás, tah Derguín?
Derguín se levantó, tomó a Zemal de la mesa y miró el rostro tallado en la empuñadura. Llévame a la guerra, le susurró una voz casi inaudible. Desata mi poder…
—Contéstame, Zemalnit. ¿Cabalgarás a la batalla con la reina de Atagaira?
Derguín aferró la empuñadura y miró a la reina a los ojos.
—Lo haré.
—Esa reina puede llamarse Tanaquil… o puede llamarse Ziyam. La decisión está en tus manos.
Derguín dio un respingo.
—¿Qué quieres decir?
—No estoy ciega ni sorda, ni tan senil como cree la insensata de mi hija. Aún me entero de lo que ocurre en mi palacio. Debes elegir entre tus amigos y yo. Estamos solos. Una Yagartéi, y todo habrá terminado. ¿Qué decidirás, tah Derguín? —preguntó la reina, mirándole a los ojos sin parpadear.
—Creo que tú ya sabes cuál es mi decisión.
Ella asintió.
—Hace un año, visité de incógnito un oráculo, cerca de la ciudad de Malib. La Sibila me reveló cuál será el epitafio grabado en mi lápida. En él aparece tu nombre. Derguín Gorión.
Derguín llamó a la puerta de madera. La aporreó con fuerza, pero sus propios golpes le sonaban mortecinos, como si la madera los absorbiera. A esas alturas, el viento soplaba como una jauría de lobos, aunque la noche fuera tan clara como aquélla.
—¡Abridme! ¡Soy Derguín! —gritó.
En la puerta se abrió un cuarterón y por el asomó el rostro de Larde. El frío viento la obligó a entrecerrar los ojos.
—Vengo solo —dijo él—. Rápido. Aquí hace frío.
El postigo se cerró, pero la puerta se abrió un instante después. Derguín pasó al interior y empezó a desabrocharse el pesado chaquetón de piel. Se quedó paralizado al ver en el suelo dos cuerpos inertes, junto al brasero de bronce. La joven Ilydirva y, lo que aún le indignó más, la mujer que había subido hasta allí sus ropas.
—¿Era necesario? —preguntó, volviéndose hacia Larde.
La mujer, sin molestarse en cerrar la puerta, había desenvainado su espada y le apuntaba con ella al rostro. Derguín bizqueó un momento, estudiando la hoja y la forma en que el vaceo central terminaba a unos dedos de la punta. No podía evitarlo, siempre le fascinaba contemplar una espada nueva. Pero Larde interpretó su interés como temor y sonrió.
—Sí, era necesario. ¿Y tú? ¿Lo has hecho? —Sí.
—Quiero que vuelvas allí y me traigas su cabeza.
—No habíamos acordado eso.
—He cambiado de opinión. Quiero alguna prueba.
—¿Te sirve mi cabeza aunque siga sobre los hombros?
Larde se volvió a su izquierda con una expresión de desconcierto casi cómica. Tanaquil entró por la puerta entornada y se bajó la capucha del chaquetón. Derguín aprovechó aquel instante para desenvainar a Zemal. Durante una fracción de segundo, dudó entre quebrar aquella magnífica hoja o cortarle la muñeca a Larde.
Eligió el hierro. Larde se quedó mirando la brillante punta de Zemal, mientras su mano seguía sosteniendo una empuñadura con sólo un palmo de acero.
—Has cometido un error, Zemalnit —dijo Larde, con los dientes apretados—. Debo hacer una señal. Si no es así, tus amigos morirán en el harén antes de la medianoche.
—Pues entonces haz esa señal. Si no, morirás tú.
Ahora fue Larde la que bizqueó, fascinada por la punta de Zemal. Después, con tal rapidez que Derguín no tuvo tiempo de reaccionar, se arrojó sobre la Espada, cuya hoja penetró entre sus ojos como un cuchillo caliente en la mantequilla. Al momento cayó desplomada a los pies de Derguín, que aún se quedó durante unos segundos con la Espada en alto, señalando al vacío.
La reina se agachó sobre el cuerpo de Larde, pero era una verificación inútil. Derguín había visto cómo la cabeza de la Teburashi resbalaba sobre la hoja de plasma. La muerte había sido instantánea.
—Tenía que haber abortado este juego desde el principio —dijo Tanaquil, poniéndose en pie—. Creí que podía controlarlo, y ahora han muerto tres mujeres por culpa de mi estupidez. Ziyam se arrepentirá.
—Mis amigos…
—No temas por ellos, tah Derguín. La agente que mi hija cree tener en el harén me sigue siendo fiel. Es ella quien me ha informado de sus planes. Se llama Falfar.
Con la cabeza apoyada en los brazos, mirando al techo y rodeado por dos mujeres de piel de nácar, el Mazo tuvo que reconocer que el harén de la reina no estaba tan mal. Siempre que su estancia allí no se prolongara más de un par de días. Si tenía que quedarse encerrado como los demás machos, no tardaría en enloquecer.
El lugar era lujoso. Todo estaba tallado en piedra, pero las alfombras y tapices importados de Malabashi y Abinia le daban cierta calidez. También había ánforas Ritionas decoradas con pinturas eróticas que habían hecho enrojecer a Ariel y soltar una carcajada al Mazo. La alcoba que compartían, al fondo del pasillo donde se abrían los cubículos de placer, no era demasiado amplia, pero él ya estaba acostumbrado a las estrecheces de su camarote en el Vesania. Por lo menos, la cama era tan ancha que los dos podían dormir en ella sin tocarse, y disponían de una letrina individual. Para bañarse, en el centro del harén había una sala más espaciosa, con una piscina redonda, y al lado cuatro piletas individuales llenas de agua humeante. Junto a la piscina había varios divanes, donde los machos se tumbaban perezosos para que los sirvientes (los únicos varones de su propia raza que las Atagairas permitían en aquella ciudad) depilaran sus cuerpos, los masajearan y los untaran de aceite. Por lo que había averiguado el Mazo, el harén no era de uso exclusivo de la reina Tanaquil. De hecho, según le habían comentado los demás hombres, ella nunca bajaba a aquel lugar. Cuando quería compañía masculina, enviaba a sus guardianas, y el elegido salía escoltado y con los ojos vendados para acudir a los aposentos privados de la reina. En cambio, otras mujeres nobles sí acudían en persona al harén y utilizaban los cubículos de placer. Según los machos, apenas había noche en que no recibieran visitas.
Al Mazo le sorprendía la docilidad con que aceptaban su destino aquellos esclavos de placer. Según le explicó Lubumán, un Malabashar de piel oscura y músculos de atleta al que habían esclavizado cuando tenía doce años, no era una vida tan mala. Los alimentaban y vestían bien, los sirvientes atendían todas sus necesidades y ellos no tenían que realizar ninguna tarea, aparte de ejercitarse dos horas al día en el gimnasio anejo al harén para que sus cuerpos siguieran siendo del gusto de sus dueñas. Cuando se hacían mayores y dejaban de servir para el sexo, se los llevaban de Acruria, los liberaban y les daban pequeñas propiedades en Pabsha, un país tributario de las amazonas que se extendía entre las montañas y el mar de Kéraunos.
—¿Tú crees que cuando te hagas viejo te darán una finca al lado del mar? —le preguntó el Mazo, escéptico.
—Por supuesto. Las Atagairas son mujeres de palabra —contestó el joven Malabashar, con sincera admiración.
El Mazo se encogió de hombros. No confiaba en aquellas viragos, y le parecía más verosímil que los machos usados acabaran despeñados por alguno de los mil barrancos sin fondo que se abrían en aquellas montañas. Pero no quiso desengañar a Lubumán de sus ilusiones.
Siempre había guardianas en el harén, dos en el interior y varias más por fuera de la puerta, que era de sólido roble reforzado con barras de acero. No debía de ser una misión muy complicada, pues los machos eran de natural indolentes, y además el Mazo sospechaba que les administraban alguna droga que los mantenía en un estado de tranquila euforia. A Ariel y a él les trajeron el almuerzo y la cena en bandejas aparte, y además comieron solos en su alcoba. De hecho, Ariel no había salido del cubículo en ningún momento, pues se negaba a mezclarse con aquellos hombres de cuerpos musculosos y brillantes de aceite.
O se había negado hasta que el Mazo lo había puesto en el pasillo.
—Se van a reír de mí —gimoteaba Ariel.
—Cuando crezcas, seguro que tienes más músculos que ellos. Además, no te creas que a las mujeres les gustan esos figurines, sino los hombres de verdad.
Algo de razón había en su afirmación. Mientras se bañaba en la piscina, el Mazo había advertido las miradas que le dirigían las guardianas. Acostumbradas a la homogénea perfección de los machos, en los que sólo variaba el color de la piel, debía de llamarles la atención el cuerpo del Mazo, ciento cincuenta kilos cubiertos de hirsuta pelambre y con músculos de un tamaño desproporcionado.
Esa era la razón de que Ariel esperara en el pasillo. Las dos guardianas pensaron que no había nada de malo en quitarse las cotas de malla un rato y retozar con aquel oso de las cavernas. Pero antes, el Mazo dejó bien claro que él no era un esclavo de placer, sino invitado en Acruria y amigo del Zemalnit.
—Lo que tú quieras, pero date prisa, no sea que venga alguna visitante tardía —le dijo Falfar.
Falfar era la mayor de las dos guardianas. Debía medir un metro noventa y tenía bíceps y hombros de luchadora. Al Mazo siempre le habían gustado las mujeres menudas, pero decidió que bien merecía la pena experimentar sensaciones nuevas. La otra Teburashi, Biariya, era más esbelta, aunque a la hora de la verdad demostró ser más ruda que Falfar.
Ahora, mientras los tres descansaban sobre aquel lecho tan ancho como una palestra, la joven Biariya suspiró y comentó algo en su idioma.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el Mazo a Falfar.
—Que deberíamos salir de aquí, no sea que nos pillen y nos manden a patrullar un mes por la muralla —contestó ella en Nesita, mientras se entretenía en desenredar la espesa barba del Mazo.
—¿Os pueden castigar por esto?
—Recuerda que estamos de servicio.
—Pues yo creo que habéis hecho un gran servicio.
Falfar se rió y le tiró de la barba. En ese momento se oyó un chillido agudo en el exterior, seguido de voces y carcajadas masculinas. El Mazo se levantó, se puso las calzas a toda prisa y salió del cubículo, pues había reconocido la voz de Ariel.
Cruzó el pasillo corriendo y llegó a la sala central del harén. Allí, junto a la piscina, dos de los varones Atagairos, vestidos con largas túnicas de lana, se llevaban las manos a la cabeza y gritaban con horror. Dentro del agua había dos machos. Uno de ellos era Lubumán. Otro, un adolescente llamado Kirru, que tenía entre las manos un montón de ropas mojadas. Los demás estaban de pie alrededor de la piscina y hablaban entre sí en un galimatías de idiomas. Mientras, la figura delgada y menuda que había provocado aquel escándalo trepaba por el borde de la piscina. Era Ariel, que corrió a agacharse tras un diván para esconder que estaba desnudo.
No, se corrigió el Mazo. No estaba desnudo.
Estaba desnuda.
—Pero ¡si es una niña! —exclamó.
Al verlo a él, Ariel se acurrucó aún más. El Mazo se acercó, arrancó el cobertor del diván y se lo dio. Ariel, con el rostro colorado de vergüenza, se lo enrolló alrededor del cuerpo, y después se abrazó a la cintura del Mazo entre sollozos.
—Ellos me tiraron al agua y me quitaron la ropa… Yo no quería…
Kirru salió de la piscina y le dio al Mazo las ropas de Ariel, que estaban empapadas.
—Lo siento. Sólo era una broma. Pensamos que no quería lavarse y le dijimos que no fuera cochino. Le tiramos al agua… Bueno, la tiramos al agua, le quitamos la ropa jugando y… Bueno, ya lo estás viendo.
Los varones Atagairos seguían gritando, y uno de ellos salió corriendo hacia la puerta exterior. Lubumán le agarró por un brazo y lo derribó.
—¡Estúpido! ¿Qué quieres, que nos maten a todos? ¡Cierra la boca ya!
—¿Qué ocurre? —preguntó el Mazo, sin soltar a Ariel.
—Ocurre —le respondió Kirru— que las mujeres extranjeras no pueden entrar en Atagaira. Ni siquiera como esclavas.
—¡Mierda! —exclamó el Mazo, recordando que Derguín se lo había contado durante el viaje—. Vamos, Ariel, vuelve a ponerte esta ropa, aunque esté mojada.
Por el pasillo que conducía a los cubículos ya venían Falfar y Biariya, terminando de abrocharse las hebillas de los correajes. Al verlas, Ariel, que estaba intentando ponerse las calzas empapadas, una tarea nada fácil, intentó esconderse tras el corpachón del Mazo. Pero las guardianas la descubrieron, y al ver que era una chica los ojos se les abrieron como platos. Sin acercarse más, se quedaron bajo el arco que daba acceso a la sala central, hablando entre ellas en su propio idioma y haciendo aspavientos con las manos.
—¿Qué dicen, Ariel? —preguntó el Mazo.
—Que si descubren que han alojado aquí a una extranjera las castigarán a ellas también. Una dice que la culpa no es suya, pero la más joven dice que da igual, que deberían… —Ariel se llevó la mano a la boca—. ¡Quiere matarme y tirarme por un barranco para que nadie se entere!
—De eso nada —dijo el Mazo—. Déjame a mí.
El Mazo encomendó a Ariel al cuidado de Kirru y se dirigió a las Atagairas. Ellas seguían discutiendo. Al parecer, no se ponían de acuerdo. El Mazo se acercó con paso cauteloso, una sonrisa que intentaba parecer amistosa, los brazos abiertos y las palmas hacia arriba, como si dijera: «Yo no tengo nada que ver». Falfar extendió una mano para detenerle.
—Espérate y calla —le dijo en Nesita—. Biariya y yo tenemos que solucionar esto.
—¿Puedo haceros una sugerencia?
—He dicho que te calles, hombre.
El Mazo resopló, apartó el brazo de Falfar y le dio un puñetazo en la barbilla. La guardiana dio dos pasos hacia atrás, puso los ojos en blanco y se desplomó. Biariya se volvió hacia el Mazo y echó mano a la espada mientras gritaba algo en su idioma. Pero él le agarró la muñeca, se la retorció a la espalda y la empujó contra la pilastra del arco. La frente de Biariya chocó contra la piedra con un crujido, y ella también se derrumbó en el suelo.
Lubumán se acercó corriendo.
—¡Oh, oh! Nos has metido en un buen lío. Si están muertas…
—La culpa es vuestra. Si hubierais dejado en paz a Ariel, no habría pasado nada —rezongó el Mazo, agachándose sobre ambas mujeres para quitarles las espadas. Las dos respiraban, aunque Biariya sangraba en abundancia por una brecha en la sien derecha—. Tenemos que largarnos de aquí.
—¿Adonde, si puede saberse?
En ese momento empezaron a sonar golpes en la puerta exterior, y también voces que al parecer querían saber qué ocurría ahí dentro. El Mazo se decidió por la espada de Falfar. Con ella en la mano, se acercó a la piscina e hizo gestos para que todos se callaran. Los machos tenían retenidos en el suelo a los varones Atagairos y los estaban amordazando con sus propias túnicas. Ariel había terminado de vestirse, pero con la ropa mojada tenía un aspecto lastimoso. El Mazo se acercó a ella (¡es ella!, se repitió), se arrodilló a su lado y le apretó el hombro.
—Tú eres la única mujer —le dijo—. Explícales a las de fuera que no pasa nada, que todo está tranquilo.
—Pero van a notar que no soy una de ellas —susurró Ariel.
—Pues pon la voz más grave. Si yo me he creído que eras un chico, bien se pueden creer ellas que eres una Atagaira.
Ariel carraspeó, se llevó una mano a la boca, ahuecó la voz y gritó en el idioma de las amazonas.
—¿Qué les has dicho?
—Que uno de los machos se estaba ahogando en la piscina, pero que ya lo hemos sacado del agua y está bien.
—¡Menuda historia! ¿No se te ha ocurrido nada mejor?
En el pasillo exterior se oyó el sonido de un cerrojo deslizándose. Varios de los machos corrieron a refugiarse en los cubículos, aunque Lubumán y Kirru permanecieron junto a Ariel. El Mazo les dijo que se quedaran al lado de la piscina, mientras él iba hacia la galería abovedada que conducía a la puerta del harén.
Pero ya era tarde. La puerta estaba abierta y por la escalera bajaban tres Teburashi. El Mazo tragó saliva. Seguía empuñando la espada de Falfar, pero la esgrima nunca había sido su fuerte. Con su maza de hueso de corueco se habría atrevido a pelear contra las tres a la vez, pero le habían obligado a dejarla en el valle antes de subir a Acruria.
Las Atagairas se detuvieron al pie de la escalera. Sin duda, ignoraban que el amigo del Zemalnit era un profano en el arte de la espada. El Mazo abrió los brazos para abarcar toda la anchura del pasillo. Sabía que su envergadura tenía que impresionar incluso a aquellas guerreras. Las Teburashi parlotearon entre ellas, y una de ellas, que debía de ser la jefa, le gritó algo ininteligible.
—No pienso tirar la espada, si es eso lo que estáis diciendo —contestó el Mazo.
Sonó otra voz en la puerta. El Mazo retrocedió un par de pasos, cauteloso, pero no abandonó la protección del pasillo, pues sabía que allí su corpulencia podía detener a un pelotón entero de enemigas. La recién llegada bajó por la escalera. Era una mujer principal, a juzgar por el pectoral de oro que colgaba de su cuello, y tenía el pelo cobrizo. Las Teburashi se hicieron a un lado para dejarla pasar. La única protección que llevaba aquella mujer eran dos brazales de cuero, pero siguió avanzando hacia él con aplomo, mostrándole las manos abiertas y desnudas.
—Tranquilo, Mazo —le dijo en Ritión—. Ese es tu nombre, ¿verdad? —Sí.
—Yo soy Ziyam, hija de la reina. He venido a llevaros a un lugar más seguro. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué se ha organizado este escándalo?
La mirada de la mujer parecía sincera, y su sonrisa conciliadora. Dejando aparte que la condenada destacaba por su belleza incluso entre las Atagairas, lo cual era mucho decir. Pero el Mazo no bajó la espada.
—No des un paso más —dijo—. ¿Cómo sé que puedo confiar en ti?
—Vengo de parte del Zemalnit. Ha convencido a mi madre de que os saque del harén y os aloje en otros aposentos.
—¿Del Zemalnit?
—Sí. Derguín Gorión. Tu amigo. ¿Me dejas pasar?
—Diles a ésas que suban la escalera y cierren la puerta.
Ziyam se volvió y habló con las Teburashi. Las mujeres asintieron, no muy convencidas al parecer, y se retiraron tal como exigía el Mazo.
—Ahora —dijo la Atagaira—, te sugiero que bajes esa espada. A no ser que el gigante que mató a un corueco con sus propias manos tenga miedo de una mujer.
—Plumm. Así que Derguín te ha contado eso…
—Y más cosas. Ya te he dicho que vengo de su parte. ¿Dónde está Ariel?
El Mazo bajó la punta de la espada y le hizo una señal a la mujer para que entrara. Cuando se acercó, no pudo evitar olerla. Llevaba perfume de nardo, mucho más insinuante que el de las guardianas.
—Hay un problema con Ariel —susurró el Mazo.
—Yo lo solucionaré, no temas. ¿Cuál es ese problema?
—Que Ariel es… una chica.
Ziyam enarcó una ceja, sorprendida, y luego sonrió. El Mazo suspiró de alivio. Al menos aquella mujer había reaccionado de una forma razonable. Cuanto antes nos saque de aquí, mejor.
—Llévame con Ariel, Mazo —le dijo ella, rozándole un hombro. Tenía las uñas largas y pintadas de rojo.
—Sígueme.
El Mazo se dio la vuelta y caminó hacia la sala central. Al hacerlo, el vello de la nuca se le erizó, y comprendió que acababa de cometer un error. Sintió un golpe en la espalda, al lado del omóplato. Intentó decir algo, pero el aire se quedó en su garganta. El golpe se repitió, frío y profundo. El Mazo quería seguir de pie, pero cayó de rodillas. Por alguna razón no controlaba su cuerpo. El suelo subió hacia su rostro y todo empezó a oscurecerse, como si alguien hubiera soplado una vela. Comprendió que se estaba muriendo, pero no sintió miedo. Era como quedarse dormido cuando uno está muy cansado. Se hundió, y sintió las olas del mar acunándolo. Derguín, cuida de Ariel, fue lo último que pensó.
—Te he dicho que no llores.
Ariel intentó sorber las lágrimas. Pero se sentía desconsolada. Ni siquiera le habían dejado acercarse a abrazar al Mazo. No podía creer que aquel hombre tan grande y con la fuerza de un caballo hubiera muerto por culpa de una daga tan fina como la que le había clavado aquella mujer del pelo de cobre a la que las demás saludaban como princesa.
Habían sacado a Ariel del harén y la llevaban por uno de aquellos túneles de paredes lisas y frías y suelo de madera crujiente. Que nadie se entere de que eres una chica, y quizá salgas viva de aquí, le había susurrado Ziyam antes de llevársela. Ahora iba encerrada en un rombo, entre tres guardianas y la princesa, que estaba muy nerviosa. Ariel lo sabía porque le sentía las pulsaciones a través de la mano. Ziyam la llevaba agarrada de la muñeca y casi a rastras, dando zancadas tan largas que casi tenía que correr para seguir su ritmo.
—Voy a llevar a este niño a mis aposentos —les dijo a las Teburashi—. Allí estará más seguro que en el harén.
—Como desees, princesa —le contestó una de las guardianas.
Ariel se dio cuenta de que ellas tampoco la creían del todo cuando les dijo que el Mazo se había vuelto loco y la había atacado. Si era así, ¿por qué tenía las dos puñaladas en la espalda? Pero las guardianas no se atrevieron a contradecir a la princesa ni a desobedecer sus instrucciones.
Esta vez no le vendaron los ojos, como habían hecho cuando la llevaron al harén. Doblaron un recodo a la derecha, y enseguida otro a la izquierda. En aquellos túneles ardían luznagos rojos, había macetas con plantas y llores cada quince pasos y las puertas eran de madera labrada. Ariel no tenía ni idea de adonde la llevaban. Si estuviera en un bosque no habría tenido problemas para orientarse, pero allí en la ciudad de piedra no conocía ningún otro sitio que no fuera el harén.
No sabía qué hacer. Ziyam era una mentirosa, así que, aunque dijera lo contrario, igual que había matado al Mazo podía matarla a ella. Por otra parte, Ariel sabía que si las Atagairas se enteraban de que no era un chico la ejecutarían.
Le daban ganas de maldecir al Mazo. Si no se hubiera empeñado en acostarse con esas dos mujeres, no habría sacado a Ariel al pasillo. Aunque también era culpa de ella. Como le daba vergüenza oír los ruidos que salían de la alcoba, se alejó de allí y se asomó a la sala grande del harén. Allí, al ver a todos esos hombres desnudos que se bañaban en la piscina, la curiosidad la venció y se quedó mirando. Pero entonces, uno de ellos apareció por detrás, la levantó por los codos y le dijo: «¡Vamos a darnos un chapuzón!». Como Ariel no pesaba nada, la tiró por los aires, y cuando quiso darse cuenta estaba en el agua, mientras los demás la salpicaban y le quitaban la ropa; y cuanto más chillaba y se enfadaba, más se reían ellos.
Ahora, por esa tontería, el Mazo estaba muerto. Y ella podía morir también. ¿Por qué se había empeñado en ocultarle a Derguín que era una niña? Porque tenía miedo de que él la dejara atrás, como los hombres siempre hacen con las mujeres. «Es muy peligroso», le habría dicho. Y con razón. Iban de peligro en peligro. Pero ¡qué mala suerte había tenido! Su secreto no había salido a la luz en Narak, ni en el barco pirata, ni en el poblado de los Khrumi, sino justo en el sitio donde por ser mujer y extranjera estaba condenada a muerte.
—¿Dónde está Derguín? —preguntó a la princesa.
Ella bajó la vista y la miró con dureza, pero al momento se arrepintió y sonrió. Qué falsa es, pensó Ariel.
—No te preocupes. Te voy a llevar con él.
Me está mintiendo de nuevo, se dijo Ariel. Veía la muerte en los ojos de aquella mujer. Era muy hermosa, casi tanto como Neerya o como su madre, pero tenía los ojos duros como piedras preciosas y por dentro era peor que una serpiente. Tengo que escaparme de ella.
Una voz gritó a sus espaldas.
—¡Esperad!
Las Teburashi se volvieron. Una mujer corría por la galería, dando gritos. Llevaba un pañuelo atado en la cabeza, con una mancha de sangre, y les hacía gestos con las manos.
—¡Detenedla! ¡Es una mujer!
Ariel no esperó más. Como una culebra, se coló entre las piernas de las guardianas y huyó a toda prisa. Detrás de ella, oyó voces que la llamaban y lorigas que tintineaban. Pensó que, gracias a que las guardianas iban cargadas de hierro, tal vez podría correr más rápido que ellas. A Ariel le costaba seguir el paso de los adultos cuando andaban a zancadas, pero si se trataba de correr podía ser muy veloz.
Lo malo era que no sabía adonde huir. Dobló otro recodo hacia la izquierda, subió a la carrera dos escalones y se topó con dos mujeres que venían andando de frente y hablando entre ellas. Cada una llevaba en los brazos una pila de ropa limpia y doblada. Ariel pasó como una tromba entre ambas y al hacerlo dio un manotazo para tirar la ropa. Sin detenerse, miró atrás un instante. Las dos mujeres estaban agachadas recogiendo las prendas, mientras Ziyam, que al no llevar armadura corría más ligera que las guardianas, pasaba de un salto entre ambas.
Por el final de aquel túnel se acercaba otra mujer. Pero ésta traía las manos libres y una espada a la cintura. Ariel no tenía más remedio que pasar a su lado, pues a unos metros por detrás de ella venía Ziyam. Apretó el paso y confió en que podría escabullirse entre ella y la pared.
Entonces se dio cuenta de que aquella mujer tenía el pelo negro, y cuando estuvo un poco más cerca reconoció la cara de Baoyim. Ariel corrió aún más y se arrojó sobre ella. La Atagaira reaccionó protegiéndose con las manos, y cuando quiso darse cuenta tenía a Ariel abrazada.
—¡Me quiere matar! ¡Me quiere matar! ¡No la dejes, por favor!
—Calma, Ariel —dijo Baoyim, apartándola un poco para poder mirarla a la cara—. ¿De qué estás hablando? ¿Y desde cuándo conoces mi idioma?
—¡Ha matado al Mazo y ahora me toca a mí! ¡Tú juraste por la dragona que no nos pasaría nada y él ha muerto!
Baoyim había fruncido las cejas, como si no acabara de entender lo que le decía Ariel. De pronto, su gesto se estiró, apartó un poco a Ariel y se cuadró. Ariel se dio la vuelta. Ziyam ya había llegado, jadeante por la carrera.
—Princesa… —saludó Baoyim, agachando la mirada.
—Prima Baoyim, has llegado en el momento oportuno. Este chico se me había escapado. Ha habido problemas en el harén y me lo voy a llevar a un lugar más seguro.
—¡Está mintiendo! —gritó Ariel, mirando a Baoyim. Pero ella sólo miraba al suelo, inexpresiva, como si de pronto se hubiera convertido en una estatua.
—¡Tú te vienes conmigo! —dijo Ziyam.
La princesa la agarró del pelo con la mano izquierda, y con la derecha le retorció el brazo a la espalda. Después se la llevó por el mismo pasillo por el que habían venido. Ariel chillaba, y llamaba a Ziyam asesina y cosas peores. La princesa le retorció aún más el brazo y le dijo que si no se callaba le descoyuntaría el hombro. Una puerta se abrió en el túnel y por ella asomó una cabeza albina.
—¿Qué demonios pasa aquí? ¡Dejadnos dormir! —se quejó la mujer. Pero al ver a Ziyam, musitó «Perdón, princesa» y se apresuró a cerrar la puerta.
—Esto no me ha hecho ninguna gracia —masculló Ziyam—. Pensaba ayudarte, pero ahora ya veré qué se me ocurre para ti.
Detrás de ellas sonaron unos pasos que corrían por la tarima. Ziyam se paró y soltó el brazo de Ariel. Pero antes de que pudiera hacer nada, algo zumbó en el aire y se oyó un impacto sordo. La princesa trastabilló, se golpeó la sien contra la pared y cayó al suelo.
Ariel se volvió. Con gesto severo, Baoyim empuñaba la espada con ambas manos. Había golpeado a la princesa en la cabeza sin sacar el arma de la funda.
—Sígueme —ordenó a Ariel, y se dio la vuelta por donde había venido.
—¡Qué suerte haberte encontrado! —dijo Ariel, mientras la seguía casi corriendo.
—No es suerte. Iba a buscaros. Cuando he visto a Derguín en la palestra, se ha comportado de una forma extraña. Quería comprobar que no os había pasado nada malo. ¿Es verdad que ha matado al Mazo?
—Sí —dijo Ariel, con un sollozo.
Baoyim meneó la cabeza.
—No entiendo esta locura. Pero tenemos que buscar a Derguín.
—Tengo algo que decirte, capitana Baoyim…
Cuando supo que Ariel era una chica, Baoyim no se escandalizó ni empezó a dar gritos. Sólo se mordió el labio, sacudió la cabeza y musitó «Lo que nos faltaba». Después, arrancó una lámpara de luznago de la pared y abrió una puerta que conducía a una estrecha escalera.
—Mi señor Derguín no lo sabe —dijo Ariel—. El no tiene la culpa.
—Aun así, a él también lo condenarán a muerte por haber introducido a una mujer extranjera en nuestro país.
—Pero ¡a él no lo podéis ejecutar!
—Seguro que no se dejará, en eso tienes razón.
Cruzaron otro túnel, abrieron una puerta redonda y bajaron por otra escalera aún más angosta que las llevó a un pasillo de techo más bajo y sección rectangular. Allí se veían huellas de cincel en las paredes y el suelo no era de tarima, sino de roca viva, y había regueros de humedad. Las puertas que se abrían a los lados eran de madera lisa, sin decorar.
—Hemos salido de la zona noble —la informó Baoyim—. Aquí viven las mujeres que se dedican a las tareas serviles.
—Pero ¿esas cosas no las hacen los varones?
—A los únicos varones que hay en Acruria los conoces tú. Están en el harén. Esta ciudad es sagrada, y la Torre de Iluanka, que es donde nos encontramos, aún más. ¡Así que tu profanación es dos veces más grave!
—Entonces ¿por qué me ayudas?
—Porque lo juré, y porque conozco a la princesa Ziyam. Es una zorra sin escrúpulos. ¿Cómo mató a un hombre tan fuerte como el Mazo?
—Por la espalda.
—Me lo imaginaba. ¡Vamos, no te frenes, que aún nos queda un buen trecho!
—¿Adonde me llevas?
—Ya lo sabrás.
Pasaban de escalera a escalera, siempre bajando. Llegaron a un túnel que aún estaba en construcción. Baoyim le dijo a Ariel que se agazapara tras su cuerpo. Pero una de las canteras que estaba labrando la pared a golpe de mazo y cincel saludó a Baoyim.
—¡Hola, capitana! ¿Cómo tú por aquí?
—He traído a mi prima a ver la ciudad. Ella es de Lontrufalia.
—¡Vaya, otra morena en la familia! Mejor que vaya contigo —se rió la mujer, que tenía unos brazos casi tan musculosos como los del Mazo—. ¡Podrían tomarla por una extranjera!
Baoyim soltó una carcajada y abrió una puerta de madera.
—¡Qué cosas tienes, Gruytam! Bueno, me alegro de verte. Ahora, vamos a subir.
—Sí, no sea que sigáis bajando y os metáis en la boca de la dragona.
Baoyim cerró la puerta tras ellas. Estaban en un rellano que asomaba a una escalera de caracol. Pero en vez de subir, como había dicho Baoyim, bajaron.
En los túneles que habían recorrido hasta entonces había luznagos, o al menos antorchas. Pero aquella escalera estaba a oscuras. Baoyim levantó la lámpara. El luznago apenas brillaba. La Atagaira sacudió la pantalla de pergamino.
—Despierta, perezoso. Vamos, ya dormirás más tarde.
El insecto empezó a zumbar y su grueso abdomen se iluminó. El resplandor que emitía no era tan intenso como el de una antorcha, pero al menos no bajaban los escalones a ciegas.
—¿Qué tal ves en la oscuridad, Ariel? —preguntó Baoyim.
—Creo que bien. Mejor que mi señor, el Zemalnit.
—Me alegro. Eso nos vendrá bien. Se supone que las Atagairas somos nictálopes…
—¿Eso qué quiere decir?
—Pues precisamente eso, que tenemos buena visión nocturna. Menos yo, claro.
—¿Y tú por qué no?
—Porque yo soy distinta, Ariel, por si no te habías dado cuenta.
La escalera parecía eterna. Al cabo de un rato, a Ariel se le taponaron los oídos. Baoyim le explicó que era por el cambio de altura y le enseñó un truco.
—Tápate la nariz con los dedos y sopla. Pero no lo hagas demasiado fuerte.
Ariel lo hizo y oyó un plop, como si hubiera estallado una burbuja dentro de su cabeza. Después lo repitió varias veces, hasta que Baoyim la regañó y le dijo que si abusaba de aquel truco podía reventarse un oído y quedarse sorda.
La escalera se terminó por fin. Salieron con cautela de ella, pues el exterior también estaba a oscuras. Baoyim se volvió y levantó la lámpara para que Ariel pudiera ver por dónde habían venido. La caja de la escalera era como una larga chimenea, un cilindro de piedra que subía hasta incrustarse en el techo y perderse más arriba.
—Ya estamos cerca, Ariel —susurró Baoyim—. No te separes de mí. Esto ya no es la ciudad. Estamos en los dominios de la dragona, así que procura no hacer ruido…
Ariel se agarró a la manga de Baoyim, y ella le acarició la cabeza. Parece que no está tan enfadada conmigo, se dijo Ariel, que no acababa de comprender por qué ser chico en Atagaira era malo, pero ser chica aún peor. «Xenofobia», lo había llamado Derguín.
Siguieron caminando entre las sombras. El luznago apenas alcanzaba a iluminar un círculo de tres o cuatro pasos. Más allá se levantaban negras estalagmitas que brotaban del suelo como columnas de mármol, y a veces vislumbraban el techo, que también estaba erizado de estalactitas.
—¿Conoces bien este sitio? —susurró Ariel.
—Hacía tiempo que no bajaba —respondió Baoyim, siempre en cuchicheos—. La primera vez que vine tenía quince años. Luego he bajado dos veces más, para iniciar a mi hermana y a una amiga.
—¿Iniciar? ¿Qué quiere decir eso?
—Chisss…
Poco a poco distinguieron un resplandor rojo delante de ellas, cada vez más cercano e intenso, que permitía apreciar el verdadero tamaño de la gruta. Ariel nunca había visto una cueva tan grande. La bóveda bajo la que ella había vivido tantos años cabría allí cientos, o tal vez miles de veces. Según Baoyim, estaban en los dominios de la dragona. Ariel había visto a un dragón, pero era de agua, y allí no se veía agua por ninguna parte.
Llegaron al borde de una sima. Del fondo subía aquel resplandor rojo, y también calor. Ariel lo agradeció, pues la gruta era fría y a ella no se le había terminado de secar la ropa, Pero ahora debían cruzar la grieta por un puente de piedra que no tendría ni dos palmos de anchura.
—Tú sígueme —le dijo Baoyim—. Agárrate a mí y no mires abajo.
Ariel tragó saliva y obedeció. Pero cuando estaba a mitad de la sima no pudo evitar que los ojos se le fueran a las profundidades. Abajo, muy abajo, una especie de río incandescente corría entre las paredes de la grieta. A lo mejor ésa es el agua en la que nada la dragona, pensó.
Después de cruzar la sima, atravesaron un bosque de columnas de piedra. El techo de la gruta bajaba y bajaba, hasta que acabó juntándose con el suelo. Pero había una abertura en la pared, y de ella brotaba también aquel resplandor rojo. Baoyim se detuvo y se volvió hacia Ariel.
—Ya hemos llegado. ¿Tú confías en mí?
A Ariel no le gustó el gesto de la mujer. Por alguna razón, se acordó de Bor, cuando la llevó a las bodegas del Bizarro y entre él y el viejo Gargajo quisieron hacerle daño. Con el tiempo, había descubierto que lo que pretendían era violarla, pues aunque creían que era un chico, les daba igual.
Seguro que Baoyim no quería violarla. Pero su mirada era demasiado seria, y además se había puesto la lámpara debajo de la barbilla y la luz alumbraba sus rasgos de tal manera que parecía una gárgola.
—¿Qué me va a pasar? —preguntó, asustada.
—Ven.
Baoyim la tomó de la mano y tiró de ella. Para cruzar la abertura tuvieron que agacharse. Entraron a una sala que debía de tener forma de bóveda, aunque Ariel no le prestó demasiada atención a las paredes. Lo que había en el centro era mucho más llamativo. Y aterrador.
El ser que ocupaba aquella sala no era ni una planta ni un animal, aunque compartía algo de ambos. Su cuerpo central era un gran bulbo, de unos tres metros de altura, surcado por una red de venas incandescentes. Del bulbo brotaban, a modo de radios, unos gruesos tallos que se abrían hasta llegar casi a las paredes. Al final se engrosaban en unos apéndices que a Ariel le recordaron a las hojas de agave que habían visto en la meseta de Malabashi, pues eran carnosos, estaban erizados de púas y terminaban en largos aguijones. La criatura debió de percibir la presencia de las mujeres, pues en sus tallos también se iluminaron aquellas venillas rojas, y empezaron a moverse lenta y sinuosamente, como tentáculos, o más bien como grandes culebras con voluntad propia.
—¿Eso es la dragona? —susurró Ariel con voz temblorosa.
—No exactamente. Este es uno de los lugares por los que asoma la dragona, y esa extraña criatura que ves es uno de sus apéndices. La dragona es más grande que las montañas, y nada en el fuego y el lodo hirviente sobre el que flotan todas las tierras. Si pudieras ver cómo es en verdad, tu mente enloquecería. ¿Ves esa luz? —Sí.
—Es la sangre de la dragona. —Baoyim se arrodilló junto a ella y dijo—: Debes confiar en mí, Ariel.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Ariel, que no podía dejar de mirar a aquella criatura cuyos tentáculos se agitaban sobre el suelo.
—Tienes que entrar ahí. Hasta el bulbo central.
—No… —susurró Ariel, y se abrazó al cuello de Baoyim. Ella le acarició la nuca y le dio un beso en la mejilla, pero luego la apartó.
—Yo lo hice, Ariel. Todas nosotras lo hacemos cuando cumplimos los quince años.
—¿Por qué?
—Para pertenecer a Iluanka. Venimos aquí para unirnos con la dragona. Ahora, debes desnudarte y caminar hasta el bulbo.
—¿Me va a doler?
Baoyim le apretó los hombros. —Sí.
—¿Mucho?
—Mucho. Pero te prometo que se pasará pronto.
—¿Por qué tengo que hacerlo?
Baoyim se desabrochó el jubón y lo abrió. En el pecho derecho, justo por encima de las costillas, tenía un tatuaje en forma de caballo.
—La dragona te dejará su marca, Ariel. Cuando lo haga, sabrás algo más de ti misma. Yo aprendí que mi destino era ser libre y galopar como un caballo.
—¿Me va a morder en el pecho?
—No sé dónde te morderá, ni cuál será la marca que te deje, Ariel. Pero debes darte prisa.
Baoyim empezó a quitarle la ropa. Ariel estaba tan aterrorizada que se dejó hacer. No tardó en quedarse desnuda, pero era incapaz de sentir frío. Sus ojos estaban clavados en el bulbo, que cada vez brillaba más.
—Vamos, Ariel —le dijo Baoyim, y la empujó hacia el centro de la bóveda—. Sé valiente. El Zemalnit estará orgulloso de ti.
Ariel caminó despacio. Sentía sus propios ojos abiertos como platos, tanto que le dolían los párpados. Pasó entre dos hojas, con cuidado de no pisarlas. Los tentáculos se agitaron a su paso con un sonido viscoso. Ariel respiró hondo y se detuvo, pero Baoyim insistió.
—¡No te pares! ¡Sigue hasta el centro!
Soltó el aire y siguió andando, con las manos apretadas contra las caderas y las piernas tan pegadas que las rodillas se rozaban al cruzarse. El bulbo empezó a abrirse en tres hojas enormes, erizadas de dientes. Ariel pensó que Baoyim la había engañado y que aquella boca de la que brotaba un resplandor rojo iba a devorarla.
Se dio la vuelta para huir, pero la criatura fue más rápida que ella. Un tentáculo se enroscó en su cintura. Estaba muy caliente, tanto que casi quemaba. El tentáculo levantó a Ariel por el aire y la acercó a la boca, que ya se había abierto como una monstruosa flor y la estaba esperando.
Ariel cayó sobre aquella luz roja y chilló. Un instante después, las hojas del bulbo se cerraron sobre ella y se encontró sumergida en la oscuridad. Pataleó y manoteó en un líquido tibio que no le dejaba respirar. Empezó a sentir punzadas en el cuerpo, cientos, miles de pinchazos. Eran criaturas que corrían por su piel, o diminutos tentáculos. Lo que fuera pinchaba por todas partes, explorando sus brazos, sus piernas, su pecho, y también había algo que se deslizaba, como lenguas rugosas y calientes que le hacían cosquillas, unas cosquillas repugnantes. Pero ella no podía gritar, porque al abrir la boca se le llenaba de aquel líquido tibio y viscoso.
No duele tanto, no duele tanto, se repetía, y recordaba que Baoyim le había prometido que aquel suplicio duraría poco. Pero entonces algo se clavó en su cuello, bajo la oreja, y ese algo se abrió paso bajo la piel y penetró hasta el hueso. Ariel chilló, incluso con la boca llena de líquido, y oyó su propio grito como un burbujeo lejano. El dolor se extendió por su cabeza en una ola de fuego. Sintió alfileres que le pinchaban los ojos y le reventaban los oídos.
El dolor crecía y crecía, en una espiral que la elevaba hasta el cielo y la hundía hasta las profundidades de la tierra. Sintió cómo las garras que le habían perforado el cuello rascaban dentro de su cabeza, por dentro de los huesos del cráneo, como un tenedor arañando un plato. Y cada vez que esas garras rascaban veía un fogonazo de luz, y la luz alumbraba imágenes inmóviles que cambiaban con cada destello. La voz de la dragona habló en su cabeza, en la misma lengua en que le hablaba su madre, y le dijo a Ariel que lo que estaba viendo era el pasado remoto, el origen de la raza. Pero ella no comprendía aquellas imágenes. Vio mujeres y hombres vestidos de blanco, en un lugar de paredes blancas, asomados a extraños tubos y manipulando armas o herramientas de relieves intrincados y brillantes. Están manipulando el secreto de la vida, le dijo la dragona, aunque Ariel no veía que aquellas personas tuvieran nada vivo entre las manos, sino sólo metal y cristal. La primera Atagaira. Lo único que vio Ariel fue bichos diminutos que nadaban y coleaban en el agua. Después sí, apareció un cuerpo; un bebé pelón y de piel pálida que lloraba con ganas mientras una mujer con una túnica blanca lo cogía en brazos y sonreía a otras mujeres que aplaudían. El viaje, dijo la dragona, y Ariel vio las estrellas del cielo, y un sol que crecía tanto que lo llenaba todo y cegaba la vista, y luego montañas y mares. La historia. Las imágenes eran cada vez más rápidas. La guerra. Fuego, grandes olas, más fuego. Los dioses. Fuego que llovía del cielo y brotaba de la tierra. Muerte, más fuego, la tierra temblaba, la dragona rugía dentro de la tierra y de la cabeza de Ariel, que iba a reventar.
Y entonces vio a miles de mujeres de cabellos de plata que galopaban hacia la batalla, y entre ellas cabalgaba una figura oscura que levantaba sobre su cabeza una espada que brillaba como el sol, y gritaba…
Ariel no pudo oír lo que gritaba el hombre, porque ella mismo gritó aún más fuerte cuando las garras salieron de su cabeza raspándole los huesos, y sintió un empujón y un estallido bajo su cuerpo.
—¿Estás bien?
Aquélla no era la voz de la dragona. Ariel abrió los ojos. Seguía desnuda, y tenía la piel empapada de aquel líquido rojo, más brillante y carmesí que la sangre. Sentía frío, tanto que tiritaba de la cabeza a los pies. Un hombre la cogió en brazos, la levantó y se apartó de los tentáculos de la dragona. Ariel levantó la mirada y vio el rostro de Derguín, que le sonreía, y supo que todo estaba arreglado.