Cercanías de Malib

Kratos había creído que lo llevarían a Ainar por la misma calzada que siguió la Horda cuando viajaron a Malib. Sin embargo, los soldados que lo custodiaban conocían un camino más estrecho y menos frecuentado, que discurría más al norte, al pie de los montes Crisios. Allí el paisaje no era tan árido. Abundaban las matas, y también una hierba rala y dura, y de cuando en cuando encontraban pequeñas arboledas. De las montañas bajaban algunos arroyos, pero como estaban en los últimos días del verano se podían vadear con facilidad. En las laderas se veían cabañas de piedra dispersas, y más arriba pastaban rebaños de ovejas y de cabras.

Kratos había recobrado a su caballo Marteño, pero lo cabalgaba con las manos esposadas y atadas al arzón. En todo momento lo flanqueaban sus escoltas, diez jinetes de Malib con las sienes rasuradas bajo los yelmos de cuero. Como protección llevaban corazas de lino, que algunos habían reforzado con placas de bronce, y escudos de mimbre forrados con piel de vaca o de camello, y durante la marcha siempre había al menos cuatro que dirigían hacia Kratos las puntas de sus lanzas.

Mandaba la patrulla un sargento llamado Zobruk, nativo de Ainar. Residía en Malib desde hacía casi un año como asesor militar y, sin duda, como espía de Togul Barok. Joven y algo encopetado, prefería hablar con Kratos antes que con sus subordinados Atavi. Llevaba una larga cota de anillos y espada de Tahedo, aunque no poseía ninguna marca de maestría. Conocía Koras, pero no la academia de Uhdanfiún, y aprovechó la cabalgata para preguntarle a Kratos por ella y por el arte de la espada. A cambio, Kratos le sonsacó lo bastante para saber que el plan del viaje consistía en trasladarlo hasta un pueblo llamado Almudra, ya en la Ruta de la Seda. Allí despacharían a los Malibíes, y un destacamento de soldados Ainari conduciría a Kratos hasta el mar de Ritón, donde embarcaría para Ainar. Zobruk lo acompañaría durante todo el viaje.

—Estoy deseando volver a Ainar y dejar de respirar el polvo de esta meseta —le confesó Zobruk—. Aquí, cada vez que uno se hurga se saca una piedra de la nariz.

La primera noche vivaquearon al borde del sendero, en una pequeña explanada que dominaba las tierras bajas del sur. La noche era clara y fresca. Lejos a la izquierda, se adivinaba el resplandor de una ciudad. Kratos imaginó que era Malib. No le dolía alejarse de ella, pues no tenía el menor deseo de regresar a aquel nido de traidores. Pero dejaba atrás a sus camaradas de la Horda cuando los amenazaba el peor de los peligros.

Los Atavi cenaron alrededor de una hoguera. Kratos se quedó un poco apartado del fuego, con la espalda recostada sobre una roca. Seguía esposado y además le habían atado los tobillos. Aunque el sargento le trataba bien e incluso se dirigía a él con cierta deferencia, no dejaba de vigilarlo un instante.

Zobruk se sentó cerca de Kratos y le dio una torta de garbanzos con un guiso de arroz y carne encima. Los Atavi, mientras, se pasaban un gran odre de vino y cortaban lonchas de jamón. Conversaban entre ellos en Malabashar. Aunque Kratos había aprendido algo de aquel idioma durante su estancia en Malib, los soldados hablaban tan rápido que no era capaz de seguir su tertulia. Al sargento Ainari debía de pasarle lo mismo, pues los regañó un par de veces por hablar en un idioma que él no podía entender.

—No te preocupes, sargento —le contestó un soldado—. Sólo hablamos de tonterías.

—Sí —se rió otro, mientras se enjugaba la boca—. Son historias demasiado sucias para vuestros oídos.

El vino corría con generosidad y las carcajadas eran cada vez más estentóreas. Kratos se dio cuenta de que los soldados se estaban emborrachando, y calculó que a aquel ritmo las reservas de vino no les durarían más de dos días. Los Atavi más veteranos se habían sentado juntos a un lado de la hoguera. Al otro, los más jóvenes les cortaban el pan y el jamón antes de servirse ellos. Entre los veteranos, quien más se reía y más tientos daba al pellejo era Adra, un hombretón de más de ciento veinte kilos con una cicatriz que le partía en dos el labio superior.

—Míralos —le comentó Zobruk a Kratos—. Son bárbaros. Se dicen Atavi, habitantes de la ciudad, pero en cuanto los sacas fuera de la muralla brota a la luz el bandolero que llevan dentro.

Sin compartir el desdén del Ainari, Kratos le reconocía parte de razón. Aún no llevaban un día entero de viaje, pero el dialecto de aquellos Atavi sonaba cada vez más cerrado e ininteligible, y mostraban ademanes más toscos. Kratos pensó que sólo necesitarían una semana sin bañarse y sin afeitarse las sienes para convertirse en nómadas Khrumi.

Adra no dejaba de burlarse de Druzu, un joven bisoño de grandes ojos negros que mantenía la mirada fija en el fuego e intentaba no hacerle caso. Adra debía de estar haciendo chistes a su costa que, a juzgar por las risotadas, a los demás les hacían mucha gracia.

De pronto, otro veterano, un soldado de barba blanca que ya pasaría de los sesenta años, se puso en pie y se encaró con Adra. Ambos empezaron a gritarse, agitando los brazos con ademanes cada vez más agresivos. Kratos entendía algunas palabras sueltas que recordaban al Nesita y que además había oído con cierta frecuencia en Malib y entre los mercachifles que acudían al campamento: «esposa», «puta», «cornudo». La discusión se acaloró tanto que el viejo sacó una daga y Adra un machete, y los demás soldados entraron en la riña, más por reavivarla que por calmar los ánimos. Al parecer, entre las pullas que Adra le había dedicado a Druzu, se le había escapado que el joven cometía adulterio con la mujer del viejo. Éste, sintiendo su honor mancillado, había montado en cólera y exigía que retirara aquellas palabras.

El sargento se decidió a levantarse y hacer valer su autoridad.

—¡Guardad esos cuchillos ahora mismo, perros del desierto, si no queréis que os haga ahorcar!

Adra, que estaba muy borracho, se rió del sargento. El viejo retrocedió un paso, algo acobardado, pero siguió señalando a Adra con el dedo.

—¡Retira lo que has dicho de mi hija! —le dijo en Nesita. De modo que ése era su parentesco con la mujer de cuya virtud se dudaba.

—Lo que tienes que hacer tú, en vez de ponerte gallito conmigo, es vigilarla bien para que no la monten todos como a una yegua en celo —le dijo Adra, y le tiró el odre a la cara. El viejo lo reventó en el aire de una cuchillada, lo que le valió un sonoro abucheo de los demás.

—¡Ya está bien! —gritó Zobruk—. ¡Sentaos y guardad esos cuchillos ahora mismo!

—¡Tú cállate, extranjero! —le espetó el viejo—. ¡Esto no es asunto tuyo!

A Zobruk, acostumbrado a la disciplina Ainari, se le hincharon las venas del cuello ante la insubordinación. Sin dudarlo, desenvainó la espada, dio un paso hacia la hoguera y le tiró un tajo. La sangre salpicó a otro soldado, mientras el viejo caía de espaldas con la garganta rajada. Ya no se movió.

Kratos esperaba que aquello diera por zanjada la discusión, pero se equivocaba. Los soldados formaron un círculo alrededor del sargento y empezaron a acusarlo de asesinato entre grandes aspavientos.

—¡Apartaos! —gritó Zobruk—. ¡No os acerquéis más!

Uno de los soldados veteranos agarró el codo derecho del sargento.

Este, al sentir una mano en su brazo, se revolvió con saña y le dio un tajo en la cara que le cruzó de ojo a ojo. El soldado cayó al suelo sangrando a chorros y aullando de dolor. Aquélla fue la señal para que los demás se abalanzaran sobre el sargento. La lucha fue demasiado tumultuosa para que Kratos pudiera seguir los detalles. Los Atavi rodeaban en círculo al sargento, le tiraban patadas y cuchilladas cuando se volvía para repeler sus agresiones, y retrocedían brincando cuando Zobruk trataba de alcanzarlos con alguna estocada.

De pronto se hizo el silencio y los soldados se apartaron del fuego. El sargento estaba tendido en el suelo. Tenía manchas de sangre por todas partes, y la cabeza vuelta de lado en una posición innatural, pues casi lo habían decapitado de un machetazo. Pero él también se había cobrado su precio entre los Atavi. Sólo quedaban en pie seis de ellos. El que había recibido el tajo en los ojos seguía revolcándose en el suelo, mientras que tres más, incluida su primera víctima, yacían inmóviles.

Los Atavi empezaron a discutir entre ellos. Parecían asustados por lo que habían hecho. El joven Druzu señaló como culpable al gigantón Adra, pero éste lo zarandeó por el cuello y lo arrojó al suelo. Entre sus palabras, Kratos entendió dos: «Malib» y «No». Era evidente que aquellos soldados no podían volver a la ciudad después de lo que habían hecho. Kratos sospechó que la metamorfosis de sedentarios a nómadas sería más rápida de lo que había previsto.

El problema era qué iban a hacer con él mientras tanto. Muerto, no les servía de nada. Al menos, eso quería creer.

—Habéis hecho bien en matar a ese altanero —les dijo en Nesita—. Si me lleváis con la Horda Roja, os daré cinco veces lo que os iban a pagar los Ainari.

Adra se volvió hacia él, machete en mano. Tenía la coraza manchada de sangre y un corte en la barbilla, pero lo más inquietante era su mirada asesina. Alarmado, Kratos vio que en los ojos de los demás soldados también brillaba aquella chispa de demencia. El vino, el fuego, el aire del desierto, los cuchillos, la sangre del extranjero Ainari. Sobre todo la sangre. Kratos había visto esa expresión en muchos soldados al final de una batalla o al saquear una ciudad. No conseguiría razonar con ellos. Tal vez al día siguiente, con la resaca, se arrepentirían de haber matado al sargento y a él. Pero para entonces, los buitres ya estarían rapiñando sus huesos.

Se preparó para entrar en Urtahitéi. Esposado y atado de piernas, la aceleración no le serviría de mucho, pero al menos rompería algunos huesos antes de morir.

—¿Qué nos vas a pagar tú, que no tienes dónde caer muerto? —dijo Adra.

—Déjale y vámonos de aquí —intervino el joven Druzu—. No nos ha hecho nada.

—No queremos más perros Ainari en nuestra tierra —insistió el grandullón.

—Entonces entregádmelo y yo me lo llevaré lejos de aquí —dijo una voz desconocida.

Todos, Kratos y los soldados, volvieron la mirada hacia el camino. Con los gritos de la pelea, nadie había oído acercarse al jinete. Montaba un caballo negro y se cubría con una capa cerrada cuya capucha le ocultaba el rostro.

Adra dio un par de pasos hacia él enarbolando el machete como si fuera un montante. El jinete, lejos de amilanarse, se abrió la capa hacia la izquierda y desenvainó su espada con un gesto teatral. Unas llamas rojas crepitaron en el aire. Adra se asustó y retrocedió con tal premura que tropezó con un leño y cayó al suelo de espaldas, mientras los demás murmuraban: ¡La Espada de Fuego!

—¡Al fin! ¡El Zemalnit ha venido a rescatar a su maestro! —exclamó Kratos, vocalizando cada palabra para hacerse entender.

El caballo hizo una corveta y su jinete trazó un molinete con la espada. Las llamas de la hoja dibujaron un círculo de luz que se alargó como la estela de un bólido en el cielo.

—¡Entregadme a Kratos May y os dejaré con vida!

Los Atavi se miraron entre sí asustados y se apartaron de la hoguera, buscando el anonimato de las sombras. Adra seguía sentado en el suelo, boqueando con el gesto perplejo de un borracho al que de golpe se le ha subido todo el vino a la cabeza.

—¡Obedeced al Zemalnit! —gritó Kratos.

Druzu se acercó a él y empezó a desatarle los nudos con dedos temblorosos.

—¡Córtalos, idiota!

El joven usó su cuchillo y consiguió por fin romper las cuerdas. Kratos se levantó y corrió junto al cuerpo de Zobruk. En el cinturón tenía una bolsa de cuero, donde guardaba las llaves de las esposas. Las sacó de allí y luego ordenó a otro de los soldados que le abriera los grilletes. Quería aprovechar el estupor de aquellos hombres, pues no sabía cuánto duraría.

El jinete, que no se había bajado del caballo, seguía blandiendo su arma en actitud amenazante. Con las manos libres, Kratos volvió a agacharse junto al cadáver del sargento. Titubeó unos segundos, pues no sabía si le era lícito arrebatarle la espada o no; al no haberlo matado él, no tenía el derecho del vencedor. Pero luego pensó que las normas habían dejado de gobernar su vida desde hacía mucho tiempo, y recogió la espada. Después ensilló a Marteño a toda prisa y montó en él.

—Que a nadie se le ocurra seguirnos o el fuego de Zemal lo reducirá a cenizas —amenazó el jinete, acercándose a Adra y dibujando un círculo de fuego sobre su cabeza. El grandullón se quedó mirando las llamas, boquiabierto.

—Éstos no van a seguir a nadie hoy, Derguín —dijo Kratos—. Vámonos de aquí.

Cabalgaron hacia el sur sin hablar, tratando de poner la mayor distancia posible entre ellos y los Atavi, por si en algún momento recobraban el valor y decidían perseguirlos. Pasaron unas horas y el cielo empezó a grisear hacia el este. Habían bajado desde la falda de las montañas a la pedregosa extensión de la meseta. Kratos se arrebujó en la capa, pues se había levantado el viento frío que precede al alba.

—¿Adonde vamos? —preguntó.

—Tú sígueme.

Salió el sol. Marchaban ahora al borde de un talud polvoriento y surcado de regueros que marcaban el antiguo cauce de un río. Había algunos árboles chaparros, y agaves de hojas carnosas y puntiagudas. Sin preguntar, Kratos tiró del bocado a Marteño y paró a orinar junto a una acacia. Su salvador se acercó a él. Kratos aprovechó para mirarlo de reojo. Ahora que había más luz, observó que era más bajo que él y de complexión delgada, aunque la gruesa capa de lana lo hacía parecer más fornido. Podría ser una mujer, pensó, y aquello le hizo sentirse incómodo, así que se dio prisa en terminar y se colocó los pantalones.

—Podrías haber aguantado un poco —le dijo el jinete. Tenía voz de adolescente, no de mujer.

—¿Por qué?

—Vamos hacia ese lugar. Allí nos esperan. Monta.

Su dedo señalaba a un terreno más bajo, al sureste, donde se divisaba un pequeño oasis. Pero Kratos, en vez de montar, se acercó al jinete y agarró el ronzal de su caballo.

—Enséñame la Espada de Fuego.

—Ahora no tenemos tiempo.

—Hazlo.

El joven soltó un resoplido, pero obedeció la orden de Kratos. La espada llameó unos segundos, chisporroteó y se apagó. La hoja estaba negra, como manchada de hollín, y olía a azufre. Pero la empuñadura le resultaba familiar a Kratos.

—Has sabido que no era Derguín por mi voz —dijo el joven.

—No sólo por eso.

—¿Y por qué más?

—La Espada de Fuego es recta, no como ese sable que llevas. Además, no desprende lenguas de fuego rojas, sino que es más bien como un relámpago azulado.

El jinete se bajó la capucha. Era incluso más joven de lo que Kratos había sospechado. Tenía las mejillas lisas y sólo una sombra de bozo entre la nariz y el labio. Sus ojos eran grises y su piel clara. No era de Malabashi, desde luego. Tal vez de Ritión, aunque la forma de los ojos sugería sangre Ainari. Le recordaba a alguien.

—Por suerte, ellos no habían visto nunca a Zemal —dijo el muchacho—. Y tú me seguiste bien la corriente.

—Dicen que la ocasión es una mujer que tiene un solo pelo más que yo, así que me agarré a ese pelo en cuanto lo vi.

El joven se rió. Kratos pensó que tenía risa de pícaro, y le cayó simpático.

—¿Tienes nombre, Zemalnit? —le preguntó, mientras reemprendían la marcha. El sol empezaba a calentarle la cara y, por primera vez en muchos días, Kratos se encontraba de buen humor.

—No te rías de mí o te devolveré con los Khrumi.

—No eran Khrumi, sino Atavi. Tú no eres de aquí, ¿verdad?

—A mí me parecía que se comportaban como Khrumi. Pero tienes razón. Soy de Ilfatar.

—¿Debo seguirte a ciegas, o galopamos con algún propósito?

—Voy a reunirme con el mago que ha encantado esta espada.

—Su magia es de corta duración, pero eficaz. ¿Crees que ese mago podrá invocar comida y bebida para mí?

—No lo creo. Pero lleva provisiones de sobra en su carromato.

—Si es así, ¿por qué vamos tan despacio?

El muchacho se le quedó mirando fijamente a la cara, como si se la estuviera aprendiendo de memoria. Luego, obedeciendo a un extraño impulso, tiró de las riendas del caballo y echó pie a tierra.

—¿Hay algún motivo para que nos paremos justo aquí, en medio de ninguna parte? —le preguntó Kratos.

El muchacho hizo amago de hablar un par de veces, y las dos se interrumpió y se sonrojó. Por fin, le pidió a Kratos que desmontara, con ojos casi suplicantes.

—Será sólo un momento.

—Está bien.

Kratos desmontó y se acercó a él. El muchacho parecía cada vez más nervioso, y le temblaba la voz.

—¿Puedo ver tu mano izquierda? —le pidió.

Kratos extendió la mano, con la palma hacia arriba.

—Tienes una arruga de más en el dedo meñique —dijo el chico.

—Ya lo sé. ¿Qué importancia tiene?

Por toda respuesta, el muchacho abrió su propia mano y la puso junto a la de Darkos. En la primera falange de su meñique izquierdo se apreciaban dos pliegues, como si tuviera un hueso de más.

—Tú… No entiendo…

El corazón de Kratos se aceleró, intuyendo la verdad incluso antes que su mente desconcertada. El muchacho desenvainó la espada tiznada y se la enseñó. En la empuñadura se podía leer un nombre. KRATOS MAY.

A Kratos no le cupo duda de que la inscripción era auténtica. Aquellas letras las había grabado él mismo hacía muchos años, cuando se convirtió en Ibtahán.

Apartó la vista de la espada. Al muchacho le brillaban los ojos y le temblaba la barbilla. Con voz tímida, le dijo:

—Me llamo Darkos, padre.

Ya era media mañana cuando Darkos terminó de contarle a Kratos todas sus andanzas, desde la destrucción de Ilfatar hasta su encuentro con Derguín y su viaje hasta Malib. Fue allí donde, gracias a las argucias de Barantán y a unos cuantos sobornos, averiguaron que a Kratos lo habían enviado al oeste. La idea de hacerse pasar por el Zemalnit fue de Darkos, que recordaba el pavor que Derguín había despertado entre los bandidos con la Espada de Fuego. Para llevarla a cabo, Barantán, experto en todo tipo de trucos ígneos, había preparado una mezcla que ardía por sí sola al entrar en contacto con el aire.

—Un experimento sumamente peligroso que espero me agradezcas —dijo el propio Barantán mientras freía más lonchas de panceta.

Kratos descubrió que no podía dejar de sonreír mientras miraba a Darkos.

—¿Por qué me miras con esa cara? —preguntó el muchacho.

—Estoy orgulloso de ti.

—Si no me conoces…

—Has sido muy valiente. A tu edad, yo no habría sobrevivido a tantas desgracias.

—Pues yo no estoy nada orgulloso de ti. ¿Por qué nos abandonaste?

—Chico, no le hables así a tu padre —le regañó Barantán, mientras escurría el aceite de la panceta sobre una rebanada de pan.

—Es mi padre, no el tuyo.

Cohibido por la presencia del mago, Kratos se levantó, tomó del brazo a Darkos y lo llevó consigo hasta el extremo del pequeño palmeral. Allí se sentó sobre una piedra y carraspeó. No sabía muy bien por dónde empezar. Durante mucho tiempo había olvidado incluso que tenía un hijo. La última vez que lo vio, Darkos era aún un bebé. Por más que intentara hacer memoria no conseguía ponerle cara a aquella criatura que sólo sabía llorar por las noches y ensuciar pañales.

Y ahora lo tenía allí, hecho y derecho. De cuerpo, casi un hombre; de corazón, más valiente que muchos guerreros que había conocido.

—No sé qué decirte. —Kratos meneó la cabeza. Se le estaba haciendo un nudo en la garganta, y no quería dar muestras de debilidad delante de su hijo—. Fue hace mucho tiempo… Tu madre y yo no nos llevábamos bien. Me han pasado tantas cosas desde entonces que me cuesta recordar. Una vez tuve una discusión con ella, y acabé dándole una bofetada a su padre, es decir, tu abuelo… Pero ¿eso qué más da ahora?

Darkos le miraba casi sin parpadear. A Kratos le habría gustado saber qué pasaba por su cabeza. El color de los ojos era el suyo, pero la forma la había heredado de su madre, que los tenía grandes para ser Ainari. Placía mucho tiempo que no pensaba en Irdile. Una mujer hermosa, pero propensa a encolerizarse siempre que algo o alguien la contrariaban. Cuando discutían, Irdile tenía esa misma forma de mirarle. Sin un gesto, sin decir nada, sólo con mínimos movimientos de la barbilla y las aletas de la nariz. De esa manera conseguía que Kratos hablara y hablara, cada vez más nervioso, hasta que acababa sintiéndose como un estúpido.

Pero al parecer Darkos sentía demasiada curiosidad para quedarse callado mucho rato.

—¿Es verdad que eres el mejor Tahedorán de Tramórea?

Kratos sonrió con amargura.

—Tal vez lo fui.

—¿Lo fuiste? ¿Qué quieres decir?

Kratos se apretó el hombro y trató de levantarlo. Muchas cosas habían cambiado de golpe, casi por milagro, pero el dolor de su brazo, ese viejo conocido, seguía ahí. Cuando aún no había llegado a subirlo en ángulo recto con el costado, tuvo que bajarlo. Luego probó a doblarlo hacia atrás y renunció con una mueca de dolor. Casi sin darse cuenta, se encontró explicándole a Darkos la lesión que les había ocultado a todos los demás. Empezó un día, en Mígranz, entrenando con la espada. Al realizar una técnica le crujió el hueso y empezó a dolerle por dentro, pero no le dio importancia y terminó la sesión de ejercicios. Al día siguiente insistió con la espada, y al otro, y al otro, hasta que se hizo daño de verdad. Poco a poco el brazo se le había ido inutilizando, hasta el punto de que le costaba encontrar la posición para dormir sin que los dolores lo despertaran.

—Al menos me sirve para prever los cambios de tiempo. —Kratos levantó la mirada al cielo—. De momento, va a seguir el calor.

Darkos parecía decepcionado. Kratos lo comprendió. Había recorrido mil kilómetros pensando que su padre era un aventurero, un caballero capaz de derrotar a cualquier enemigo con su espada, sólo para conocer a un triste cuarentón con un brazo reumático.

—¿Adonde vamos a ir, padre? —Era la primera vez que lo llamaba así.

—Volvemos a Malib.

—¿Por qué? Tú mismo nos has dicho a Barantán y a mí que el Martal va hacia estas tierras.

—Sí, lo he dicho.

—¡Tenemos que irnos de aquí antes de que lleguen! Tú no los has visto. No sabes lo salvajes que son. Lo queman todo y matan a todo el mundo.

—¿Dónde querrías ir tú?

—Lejos de aquí. ¿Por qué no nos vamos a Ainar? Allí está Uhdanfiún, ¿no? Y Ainar tiene el mejor ejército del mundo. Allí no se atreverán a llegar los Aifolu.

Kratos meneó la cabeza.

—Esos hombres querían llevarme a Ainar. Es suficiente razón para no ir.

—Pero Ainar es tu patria…

—Mi patria está allí. —Kratos señaló hacia el este—. Con los Invictos. Ellos sí que son el mejor ejército del mundo. Mi lugar está con ellos.

—Pero ¿y los Aifolu? ¿Es que no te das cuenta del peligro?

—Razón de más para volver. Debo avisar a mis camaradas. Es mi responsabilidad. No puedo abandonarlos.

—¡A nosotros nos abandonaste!

—Era más joven. No comprendía las cosas. Quería ser un aventurero errante, libre de toda atadura. Pero la edad me ha enseñado, Darkos. Ahora he comprendido que un hombre sólo puede ser libre si tiene raíces.

Kratos apretó los hombros de su hijo.

—La diosa del destino te ha traído hasta mí, Darkos. Eso quiere decir que las cosas van a cambiar. Tu hogar está ahora conmigo, y el mío con mis camaradas. No tengas miedo.

—Tú no has visto lo que yo he visto, padre.

—¿Seguro que quieres volver con la Horda? —preguntó Barantán. Kratos se volvió hacia él. Al parecer, era inútil buscar intimidad con aquel personaje en las inmediaciones—. ¿No prefieres buscar un bosque recóndito o una isla en el mar, vivir en paz con tu hijo en una casita apartada, buscarte una mujercita que te rasque la cabeza?

—Me gustaría vivir en paz con mi hijo, sí. Pero él no es la única familia que tengo. Los Invictos son mis camaradas, mis hermanos.

—¿Y qué puedes hacer por ellos? —insistió Barantán, hurgando en el suelo con la punta de su bastón—. Ya no eres un guerrero. La espada se acabó para ti.

—No sólo la espada hace al guerrero.

Barantán dio un paso hacia él y extendió la mano derecha.

—¿Me permites?

Sus dedos, cortos y gordezuelos, se le clavaron en el hombro con una fuerza insospechada en alguien tan pequeño. Kratos dio un respingo y le apartó la mano.

—¿Qué haces?

—Eres muy quejicoso para ser un guerrero.

—Deja que te retuerza yo el pescuezo, y verás cómo también te quejas.

—Tal vez pueda ayudarte. Tengo buenas manos.

—Eso mismo me dijo un médico. Lo único que conseguí fue que el brazo me doliera más y que, gracias a su indiscreción, todo el mundo se enterara de que no puedo manejar la espada.

—Yo no soy un médico. Bueno, también soy médico, pero además soy mago, algebrista, poeta, cronista y escritor. ¡El Gran Barantán!

—Ya —respondió Kratos, con gesto aburrido—. Si como médico eres igual que como cronista, prefiero que no me pongas la mano encima.

—Chico, dile a tu padre que confíe en mí.

Darkos soltó una carcajada.

—¿Le vas a decir que se meta garbanzos entre los dedos de los pies?

—No. Lo suyo va a doler más. Mucho más. Pero a veces en el dolor hay esperanza.

Kratos frunció el ceño. Acababa de recordar las palabras del oráculo profanado: «Guerrero, persevera en tu espada. El camino del dolor es tu esperanza».