Mientras se curaban las heridas de Kybes, Tulbán le atendió con tanta paciencia y desvelo que cualquier observador habría pensado que era su vasallo, y no su superior. El médico le había desinfectado los muñones con unos polvillos blancos que le provocaron un dolor penetrante, pero luego le vendó la mano con gasas untadas en un ungüento analgésico. A partir de ese día, era el propio Tulbán quien le renovaba el apósito y comprobaba el estado de los dedos amputados.
Según Tulbán, lo ocurrido se debía a que Bintra le tenía miedo. Al descubrir que en el ejército había un Tahedorán, un maestro que lo superaba en el arte de la espada, en lugar de buscar su lealtad y su confianza para aprender de él, como habría hecho un espíritu más generoso, tan sólo había alimentado envidia y temor por él.
—Bintra es mezquino y su alma carece de nobleza. No puede entender que alguien que tiene un poder no lo use para dominar a los demás. Estaba convencido de que tú harías lo mismo que él habría hecho en tu lugar: eliminarte. Por eso te engañó.
—Pareces conocerlo bien —dijo Kybes, mientras movía los nudillos de la mano derecha. Sus dedos eran cuatro presencias fantasmales en los que sentía comezón y dolores, pero cuando miraba ya no estaban allí.
—Nos educamos juntos —respondió Tulbán—. Una vez le partí los labios de un puñetazo. Su hermano Darnil era todo lo contrario. Pero a veces parece que el dios prefiere llevarse a los mejores y nos deja lo peor.
Derguín le había hablado a Kybes de Darnil-muguni-Rhaimil, que había competido contra él por la Espada de Fuego. Togul Barok lo había matado jugando sucio, pues había recurrido a la tercera aceleración, un secreto que no le correspondía conocer.
—No debiste aceptar ese duelo sin aceleraciones —le dijo Tulbán, como si le hubiera leído el pensamiento—. Es como si yo combatiera contra alguien a quien supero con la espada y para igualarme a él combatiera con la mano izquierda.
—Si quieres combatir conmigo, tendrás que hacerlo —contestó Kybes, con gesto amargo.
—No puedes seguir quejándote como una plañidera por lo que has perdido. ¡Tienes que empezar a entrenar de nuevo!
El Martal se dividió en varias columnas de marcha para ascender a la meseta de Malabashi. Cuando llegaron a la altiplanicie, Kybes, que viajaba con los Primevos y buena parte de la infantería en el más lento de los convoyes, volvió la vista atrás. A su espalda, se elevaban columnas de humo de los pueblos y las ciudades arrasados por el Martal. Antes de abandonar las tierras bajas de Ritión habían saqueado todos los graneros y se habían llevado el ganado. A los habitantes que habían conseguido huir de las iras de los Aifolu les esperaba un duro invierno.
Kybes empezó a practicar con la espada. Descubrió que le era imposible empuñarla con la mano derecha. A pesar de que las heridas curaban con rapidez, y gracias al emplasto del médico el dolor era soportable, tan sólo le había quedado una pequeña parte de las primeras falanges. Haciendo pinza entre ellas y el pulgar, podía coger cosas ligeras, como un vaso o un tenedor, pero la espada era otra cosa. De modo que tuvo que modificar la sujeción de la empuñadura, aferraría con la mano izquierda apoyada en los gavilanes y poner la diestra por debajo para equilibrar y apoyar los golpes.
No era tan sencillo. Siempre había pensado que su mano izquierda era bastante hábil, pero en cuanto le dio el mando descubrió que estaba equivocado. Después de realizar unas cuantas técnicas de forma desmañada y comprobar que no era capaz de mantener recto el acero, le subían unos extraños escalofríos por el codo y el hombro, como si a su brazo izquierdo le repugnara hacer esos movimientos innaturales. Se dedicó a practicar los cortes con haces de cañas atados, como hacía en el Arubshar. Marcaba con tinta el lugar donde quería golpear, pero no acertaba en él a no ser que golpeara sin fuerza. Y lo peor eran las defensas. Se equivocaba por sistema y cubría el lado contrario del que pretendía defender, de modo que el más torpe espadachín habría podido alcanzarle con una estocada.
En una de aquellas frustrantes sesiones, Tulbán entró en la tienda y vio cómo tiraba la espada y se sentaba en el suelo a llorar.
—Bintra me ha lisiado. Ya no soy un hombre.
—Te ha cortado unos cuanto dedos, no te ha castrado —dijo Tulbán, sentándose a su lado—. Al final aprenderás a manejar la espada con la izquierda. Debes tener paciencia.
Kybes abrió la mano izquierda y empezó a retorcer y crispar los dedos, como si los odiara.
—Esto no sirve para nada.
—¿Es que a un hombre sólo lo hacen las armas? —repuso Tulbán. Le tomó la mano izquierda y se la llevó al pecho—. ¿Sientes mi latido?
—Sí.
—Eso es lo que me hace hombre, lo que tengo aquí dentro. Y no digas que tu mano izquierda no sirve para nada, porque con ella has captado el latido de mi corazón.
Kybes sonrió.
—Y es un gran corazón.
Después de cortarle los dedos, Bintra le había dicho: «Desde que te vi supe que eras un farsante», Pero si estaba seguro de ello, no se lo había contado a nadie más. A veces se cruzaba con Kybes en la tienda de Ulisha y le sonreía como si compartieran una broma privada, e incluso le preguntaba por su mano. Pero parecía conformarse con haberle mutilado.
Sin embargo, a Kybes le atormentaba engañar a Tulbán. Una noche en que no conseguía dormir, decidió confesarle al menos parte de su verdad.
—No soy un verdadero… —Tahedorán, pensó en decir, pero se arrepintió— purificado.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Tulbán con voz somnolienta.
—En la Torre de la Sangre. Estaba delante del Enviado. Me pusieron a una niña enfrente. No fui capaz de sacrificarla.
—¿Y qué pasó?
—Me negué a hacerlo. El Enviado iba a matarme con su bastón, pero entonces despertó el hijo del dios y se desató el caos. Molgru destruyó la parte superior de la torre. Yo escapé vivo de milagro.
—Si escapaste vivo, es que ésa era la voluntad del dios. Yo mismo vi en la tienda de Ulisha cómo el Enviado te ponía la mano en la cabeza, pero no te hizo ningún daño. ¿Qué te dijo?
—Que si el hijo del dios me había perdonado, él también lo hacía.
—Entonces no te atormentes más. La propia voluntad del dios te ha purificado.
Se quedaron en silencio unos segundos. En la oscuridad, Kybes percibió el cambio en la respiración de Tulbán y se dio cuenta de que había cerrado los ojos.
—Tulbán… —¿Sí?
—Tú también pasaste por la purificación…
—Claro.
—¿A quién tuviste que sacrificar? ¿Había algún niño?
—Qué más da, Kybusha. Eran infieles, y el Enviado así lo dispuso. Duerme ya.
Su tono hizo pensar a Kybes que Tulbán había matado a algún niño en la Torre de la Sangre, ya fuera en la de Ilfatar o en la de Sattûk. El mismo Tulbán que enarbolaba con tanta nobleza el estandarte de Ulisha. El mismo Tulbán que cuando estaba herido le había cuidado con el desvelo de una madre.
Avanzaban hacia el este, y en ocasiones se desviaban al norte. Los Khrumi los guiaban por los senderos menos áridos. Simpatizaban con los Aifolu, pues eran nómadas como ellos y compartían el mismo odio por los urbanitas, las gentes de las ciudades que siempre los habían esquilmado. Aunque los Khrumi odiaban a los sedentarios Atavi, nunca habían podido derrotarlos, pues eran menos numerosos que ellos. Los Atavi construían sus ciudades en los vergeles, que podían mantener más población, y se multiplicaban como hormigas, mientras que los Khrumi tenían que conformarse con las estepas y los eriales y reducir el número de sus hijos o ver cómo morían de hambre. Por eso les entusiasmaba ver el paso del Martal, aquella enorme tribu en armas que avanzaba desmantelando murallas, quemando casas y destruyendo templos.
Un día, Tulbán le dijo a Kybes que Ulisha quería verlo.
—¿El Adalid? Pero si ya no soy Tahedorán…
—¿Acaso la pérdida de unos dedos te roba lo que eres? Venga, ponte ropa decente y acompáñame.
Caía la tarde y todo se teñía del color entre rojo y violáceo propio del crepúsculo en esas tierras. Atravesaron la zona de los armeros. Había soldados reparando las catapultas y trabucos, y otros preparando la munición. En grandes tambores redondos que giraban con manivelas, introducían piedras recogidas en el suelo para que rozaran unas con otras y acabaran convertidas en perfectas esferas apropiadas para las balistas. Otros, más apartados y bajo la vigilancia de oficiales, preparaban con sumo cuidado la mezcla para las bolas incendiarias.
Se comentaba entre la tropa que marchaban contra Malib, una gran ciudad, diez veces mayor que Ilfatar. Kybes se estremecía al pensarlo. Si los Aifolu habían aniquilado a todos los moradores de Ilfatar y de buena parte de los alrededores, ¿harían lo mismo con el medio millón de habitantes de Malib? Muchos hombres decían que allí estaba la tercera Torre de la Sangre, pero que no era un alminar como los que habían encontrado en Sattûk e Ilfatar, sino que tenía la forma de una gran pirámide y que en ella moraba la reina Samikir, un demonio con carne de mujer.
Kybes no había vuelto a ver al cayán, de lo cual se alegraba, pues le hubiera sido imposible alejarse del campamento para recibirlo sin que todo el mundo se enterase. A menudo pensaba que debía encontrar una forma de informar a Derguín, pero después se decía que ni siquiera el poder de Zemal podría contra un ejército de cien mil asesinos fanáticos que podían invocar la ayuda de dos demonios de hierro y fuego, y que no tardarían mucho en despertar al tercero.
El Adalid no estaba en su pabellón. Tulbán llevó a Kybes a una empalizada construida con troncos de más de cinco metros de altura. Dentro del cercado se levantaban tres tiendas de campaña altas y negras. Entraron en una de ellas, y los guardias echaron el cierre tras ellos. La lona de la tienda era tan oscura que apenas dejaba pasar la luz del exterior.
En el centro de la tienda había una gran jaula que llegaba casi hasta el techo, montada sobre una plataforma de metal con ruedas. Dentro, sumido en las sombras, estaba Molgru.
Kybes pudo observar al demonio con más calma, pues se le veía tan inmóvil como la estatua que había sido durante mil años. Calculó que mediría unos cuatro metros de altura. Estaba de pie, con los brazos caídos a los costados y las alas replegadas a la espalda. La cola, que terminaba en un puntiagudo tridente, descansaba en el suelo. Sólo tenía una mano, de cuatro dedos divididos en segmentos metálicos. Los otros tres brazos terminaban en armas: las aspas cortantes que giraban como un remolino, un gran martillo y la boca estriada que escupía llamas. Una corona de pinchos rodeaba la cabeza, cuyos estrechos ojos estaban apagados.
A Kybes no le pareció un ser vivo, ni siquiera una estatua, sino una máquina más, como las catapultas y las balistas, sólo que más compleja y mucho más letal.
Ulisha, con las manos a la espalda, estaba contemplando al monstruo. Llevaba puesta la parte superior de la armadura con unos pantalones de montar. Se volvió hacia los recién llegados con gesto de perplejidad, como si le sorprendiera su presencia allí.
—Adalid, me dijiste que querías ver a tah Kybusha —le recordó Tulbán.
—Es cierto. ¿Qué tal está tu mano?
—Casi curada, Adalid —contestó Kybes. De buena gana habría añadido «Y completamente inútil».
—No he tenido ocasión de agradecerte el presente que me hiciste. Esa doncella de… ¿De dónde era, Tulbán?
—De Ilfatar, Adalid.
—Una hermosa muchacha, sin duela. —Ulisha esbozó una sonrisa melancólica—. Supongo que te llegó ese rumor sobre el tratamiento para mi enfermedad, no es así, tah Kybusha? Una virgen por noche.
—Adalid —se apresuró a responder Kybes—, yo sólo quise ofrecerte un hermoso regalo. Aquella joven me pareció tan…
—Tranquilo, ya estoy acostumbrado. Por desgracia, hace tiempo que no tengo fuerzas para andar desflorando doncellas —confesó Ulisha con una sinceridad casi candorosa—. Me temo que el harén que he ido reuniendo lo heredará mi hijo Bintra. Aunque de momento le tengo prohibido acercarse a él. Ni siquiera él puede tocar lo que pertenece a Binarg-Ulisha-Rhaimil.
Kybes había visto la tienda hexagonal de lona azul que alojaba aquel harén del que todos los soldados del Martal se hacían lenguas, aun sin haberlo visto, pues cincuenta eunucos montaban siempre guardia alrededor de ella. Al saber que aquel hombre que olía a enfermo no había tocado a la joven Rhumi, Kybes sintió cierto alivio; aunque enseguida pensó que lo haría Bintra, lo cual sería aún peor.
—Siento lo que te hizo mi hijo. Él no conoce el honor —prosiguió Ulisha, como si le hubiera leído el pensamiento—. No todo es la fe en el dios, ni en la sangre de nuestra raza. Hay algo más en la vida. ¡El honor del guerrero, el retumbar de los cascos de los corceles sobre la llanura, el bramar de las trompas y los cuernos!
Ulisha se emocionaba al hablar de guerra. Durante unos minutos peroró sobre las virtudes de los Primevos, y al hacerlo los hombros se le enderezaron y los ojos le brillaron, y por un rato pareció el Adalid que había unificado a las tribus Aifolu para crear aquella máquina de destrucción llamada el Martal. Ulisha añoraba lanzarse a la carga sólo con sus caballeros, como hizo el legendario Binorg, su propio antepasado, cuando los Aifolu desembarcaron en Tramórea y vencieron a los ejércitos de Pashkri y Ritión en varias batallas.
Pues en Ilfatar, era el poderoso Gankru quien les había abierto las puertas, y ahora derribarían las murallas de Malib con la ayuda de su hermano Molgru. Pero en ello había escasa gloria para un general ansioso de pasar a la historia como caudillo y estratega.
Kybes comprendió que, en cualquier caso, el concepto de honor de Ulisha no tenía nada que ver con el suyo. Al Adalid no le parecía deshonroso exterminar poblaciones enteras. Para él, la gloria y la muerte cabalgaban siempre juntas, pero vestidas con la armadura de la caballería pesada. Ulisha deseaba sembrar la destrucción a la manera de los viejos poemas épicos.
—Me arrepiento de haber aceptado a los Glabros en el Martal —confesó el Adalid, que llevaba un rato vuelto hacia la inerte figura de Molgru, como si se hubiera olvidado de la presencia de Tulbán y Kybes—. Son incontrolables, no temen ni a las leyes de los hombres ni a las del dios. Mis generales dicen que los necesitamos para enfrentarnos a los Ainari. Pero yo no creo que haga falta. Si despertamos antes al Destructor…
Al ver tan locuaz a Ulisha, Kybes decidió arriesgarse.
—Entonces ¿es verdad que la tercera Torre de la Sangre está cerca? ¿Es el palacio de Malib, como dicen los soldados?
El Adalid se volvió hacia Kybes. La película opaca que amortiguaba el brillo de sus ojos volvió a caer sobre ellos como un velo. Su mirada parecía la de un lagarto al acecho. Kybes se dio cuenta de que había pisado en falso, y de que junto al Ulisha amante de la épica y de abrir su corazón había otro Ulisha más astuto y peligroso.
—Así que eso dicen los soldados… Pareces tener los oídos muy atentos a lo que se cuenta en el campamento.
Kybes agachó la cabeza y le rehuyó la mirada.
—Perdona mi osadía, Adalid.
En ese momento se abrió la lona y un oficial entró en la tienda. Durante unos segundos susurró algo al oído de Tulbán, que le dijo a Kybes:
—Espérame fuera.
Kybes salió de la tienda, maldiciéndose por su atolondramiento. Al cabo de unos minutos, Tulbán apareció con gesto grave. Kybes se temió lo peor.
—¿Es que estás loco? —le espetó Tulbán—. No se puede interrogar a alguien como Ulisha. Cuando hables con un poderoso, lo único que debes hacer es contestar a sus preguntas y escuchar en silencio lo que quiera contarte.
—Lo siento, Tulbán. No sé en qué estaba pensando.
—Tienes suerte de que nos hayan interrumpido. Si no, Ulisha podría haber pensado cualquier cosa, como que eras un espía o un traidor. Ahora, acompáñame. Ha ocurrido algo.
Kybes ya no se atrevió a preguntar qué había pasado.
Media hora después, cabalgaban con dos escuadrones de caballería pesada hacia el este. Ya era más de media tarde, pero el sol aún apretaba y Kybes sudaba por debajo de la armadura. Tulbán, que seguía enojado con él, no había querido explicarle nada. Pero el asunto debía ser grave cuando habían salido del campamento con tanta premura. Atravesaron el sector donde acampaba la infantería pesada, a orillas de una laguna de aguas pardas y someras, y rodearon un cerro ocre cuyas laderas estaban cubiertas de derrubios.
Al otro lado del cerro se encontraba el campamento de los Glabros, que siempre se instalaban apartados del resto del Martal. En el centro se levantaba un gran cercado, donde cada pájaro del terror poseía su propia parcela separada de las demás por estacas puntiagudas, ya que eran animales con un instinto territorial tan fuerte que se habrían despedazado unos a otros de compartir el mismo recinto. Kybes se tapó la nariz, pues aquel lugar olía como un enorme matadero al sol.
Pasaron sin dejar de galopar entre varios grupos de Glabros, que al verlos se levantaron con gesto hostil. Algunos preparaban sus fuegos para la cena, mientras que otros estaban despedazando a los prisioneros recién sacrificados para alimentar a sus aves. Los Glabros siempre exigían una fracción considerable de los cautivos, pues sus monturas sólo se alimentaban de carne. Y la más abundante y fácil de conseguir era la humana.
No muy lejos del cercado, en una explanada inclinada hacia el este, encontraron el espectáculo que los había llevado hasta allí. Sobre la tierra rojiza yacían más de cien mujeres desnudas, tendidas al sol y atadas de pies y manos a estaquillas clavadas al suelo. Tulbán tocó la trompa, y los Glabros que aún seguían violando a algunas de ellas se levantaron y se recogieron la ropa.
Tulbán y Kybes desmontaron, mientras los demás jinetes permanecían en sus caballos con las lanzas preparadas. Uno de los Glabros, que por las pinturas del cráneo debía de tener rango de capitán, se acercó a ellos con el ceño fruncido.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Tulbán.
—¿Qué va a pasar? —respondió el Glabro, mostrando los dientes puntiagudos y la lengua negra—. Estas mujeres son nuestras cautivas y hacemos con ellas lo que queremos.
Kybes paseó entre las prisioneras, cada vez más horrorizado. Por el color de sus cabellos y lo atlético de su complexión, aquellas mujeres debían de ser las célebres Atagairas. Sus cuerpos estaban llenos de heridas y magulladuras, y sucios por los ultrajes a que las habían sometido los Glabros. Pero el peor daño se lo había provocado el sol. Sus pieles, que debieron ser blancas y suaves, ahora se veían rojas y cubiertas de ampollas. En muchos lugares la carne había quedado al descubierto y rezumaba pus, y algunas de ellas, las que ya habían muerto o no tenían fuerza para mantener cerrados los párpados, tenían los ojos llenos de úlceras.
Kybes se agachó sobre una mujer que todavía respiraba y apretaba los párpados para proteger sus ojos de los rayos del sol. Kybes le puso la mano sobre el cabello, pero incluso ese leve contacto debió de ser doloroso, pues la mujer se quejó con un gemido.
—No hay honor aquí —dijo Kybes en Ritión, con los ojos llenos de lágrimas.
La Atagaira intentó decir algo. Kybes se agachó sobre ella y acercó el oído a sus labios despellejados.
—¿Eres Ritión? —musitó ella.
—Sí —contestó Kybes, avergonzado de reconocerse Aifolu.
—Por piedad… Mátame…
—¿Cuál es tu nombre, guerrera?
—Tildara… Hija de Tanaquil…
Kybes desenfundó su daga y la acercó al pecho de la mujer.
—Esta barbarie no quedará impune, Tildara, hija de Tanaquil —susurró—. Los dioses castigarán a estas bestias. Mi señor, el Zemalnit, vengará vuestra muerte.
La mujer esbozó una débil sonrisa. Kybes cerró los ojos y apretó. Sintió cómo el cuchillo se hundía entre las costillas y el cuerpo de la mujer se tensaba durante un instante. Después se quedó flácido, sin hacer el menor ruido.
Después de una agria discusión, Tulbán consiguió que los Glabros accedieran a dar una muerte rápida a las Atagairas. Pero fueron los propios caballeros Aifolu quienes tuvieron que clavarles sus espadas y cuchillos. En cuanto al destino de los cadáveres, fue imposible convencer a los Glabros de enterrarlos o al menos incinerarlos. Allí había, en palabras del oficial, casi diez mil kilos de carne fresca para alimentar a los pájaros del terror, y no pensaban renunciar a un botín tan suculento.
Para cuando llegaron a ese punto de la discusión, había cerca de mil Glabros rodeando a los cien jinetes Aifolu.
—Si quieres —dijo el oficial, con su sonrisa de tiburón—, podemos soltar a los pájaros, y vosotros os peleáis con ellos por la carnaza.
Tulbán escupió a los pies del Glabro, pero montó en su caballo y ordenó a los jinetes que lo siguieran. Mientras regresaban al campamento, con gesto descompuesto de ira, le dijo a Kybes:
—¡Son peores que las hienas! Esto no nos acarreará nada bueno. Le voy a decir a Ulisha que despida a esas bestias. Al dios no le puede complacer esta barbarie.
¿Y crees que las demás barbaries sí le complacen? pensó Kybes. Pero sabía la respuesta. A Ariseka el Destructor, al padre de los demonios Gankru y Molgru, al dios del Martal, le complacían todas las atrocidades, y sin duda, allá donde durmiera, había sonreído en su letargo al percibir la indescriptible agonía de aquellas mujeres.
En vez de los dedos, Bintra debería haberme arrancado los ojos. Así, al menos, dejaría de ver todo este horror, pensó Kybes. Y luego, tragándose las lágrimas, se dijo: Derguín, ¿por qué tuviste que enviarme a este infierno?