Malib
Un día antes

Kratos había recibido dos veces la visita de Samikir. Se sentía sucio, vacío, extenuado. Samikir lo había utilizado a fondo, y ahora Kratos comprendía las ojeras de Forcas, su distracción, su aparente abulia. El placer con la reina era tan intenso que se convertía en dolor, y sus besos parecían succionar el alma. Temía que volviera, y a la vez lo deseaba. Sabía que quedaban apenas unos días para la hierogamia; tres o cuatro, no estaba muy seguro. Allí, sobre la cima de la pirámide de Malib, se sellaría su destino. Había comprendido que Samikir era un ser superior, divino o demoníaco, y que resistirse a ella era un empeño vano.

¿Y si me dejo morir? El mismo se respondió con dolorosa ironía: era lo que estaba haciendo, morir poco a poco. Le quedaban tres días, y luego una prórroga de un año. Después, exprimido como una vieja pasa, Samikir lo mataría y devoraría su corazón, y todo acabaría. Paciencia. Un año pasa pronto.

Al otro lado de la cortina sonaron pasos. Se preguntó si tan insaciable era la reina, pues había yacido con él tan sólo unas horas antes.

Pero ninguno de sus dos visitantes era Samikir. Primero entró un sacerdote, vestido con una larga túnica amarilla, que sostenía una lámpara de luznago colgada de una cadena de plata. Detrás de él venía un hombre más alto, con una capa gris cuya capucha le cubría el rostro.

—Déjanos solos —le pidió al sacerdote.

El desconocido se bajó la capucha, y luego se quitó la capa y la dejó al pie de la cama, pues la sala estaba muy caldeada. Era Urusamsha. Se acercó a Kratos con pasos precavidos y mirando con disimulo las cadenas que lo sujetaban.

—Tranquilo, ilustre Urusamsha. No estoy de humor para la violencia.

El Pashkriri extendió un brazo y abrió la mano. Allí estaba el anillo que le había regalado, con la cadena. Kratos ya se había olvidado de él. Urusamsha se acercó más y se lo colgó del cuello.

—Te has empeñado en que me quede con tu anillo, ilustre Urusamsha.

—Eres un hombre noble, Kratos May. Tengo la esperanza de que al entregarte algo de tu riqueza, me transfieras algo de nobleza a cambio. El eunuco Barsilo se había quedado con tu anillo, algo que me parecía muy inapropiado. Por desgracia, no he conseguido recuperar tu espada. Aunque me temo que no te serviría de mucho, dada la lesión de tu brazo.

—¿A qué has venido?

—Si todo el mundo fuera tan lacónico y arisco como tú, tah Kratos, el arte de la conversación habría desaparecido hace tiempo.

—Me gusta conversar. Pero con mis amigos.

—Después de la merced que he conseguido para ti, ojalá me consideres tu amigo.

—¿Qué merced es ésa? No espero nada bueno de ti.

—Voy a sacarte de aquí.

Kratos contuvo el aliento.

—¿Por qué?

—La reina se ha convencido de que es mejor buscarse otro consorte.

—¿Acaso la he decepcionado? Qué pena —dijo Kratos.

De pronto, un peso desapareció de su pecho. Se dio cuenta de que lo tenía allí desde que Samikir lo utilizó por primera vez. Era como un súcubo, invisible, viscoso, que parecía crecer e hincharse cuando él respiraba, y no le dejaba llenar el pecho de aire. Uno más de sus sortilegios. Y ahora se había ido.

—No sabría decirte si la has decepcionado como amante —contestó Urusamsha—. Las deidades son caprichosas, y no olvides que Samikir posee siete décimas partes de sangre divina. Pero la razón de que no se despose contigo es otra. Togul Barok.

Kratos enarcó una ceja, sorprendido. Luego los recuerdos volvieron, cada vez más claros, pues hasta ese momento el embrujo de Samikir lo había borrado todo tras un velo de niebla.

A los gemelos que lo atacaron en el banquete de la traición les había enseñado la tercera aceleración un hombre muy alto, con pupilas dobles. Un dios entre los hombres. Derguín, que había visto a Togul Barok precipitarse por un pozo sin fondo, insistía en que el príncipe no estaba muerto. En confianza, le había contado a Kratos que durante su duelo con Togul Barok le había atravesado el pecho de una estocada, y luego lo había visto levantarse ileso del suelo. Ese hombre no puede morir, insistía Derguín. Kratos siempre había creído que su pupilo había sido víctima de alguna ilusión, o que no era del todo sincero. Pero ahora que había compartido el lecho con una divinidad, era menos reacio a creerle.

—Hoy mismo he recibido noticias de Ainar —prosiguió Urusamsha—. Hace tan sólo tres días ha muerto el emperador de Ainar, Mihir Barok. Su hijo Togul Barok, reaparecido milagrosamente, ha sido coronado en su lugar.

—¿Tres días? Estamos a más de cuatro mil kilómetros de Ainar.

—Nosotros, los Bazu, tenemos una red de informadores tan rápida como el pensamiento. Pero yo ya conocía la noticia con antelación. Hace casi un año, de hecho.

—Siempre eres tan sutil que tus palabras se me escapan.

—Seré más explícito. En esas noticias que he recibido hay parte de verdad y parte de mentira. La verdad es que Togul Barok se ha proclamado emperador. La mentira: el fallecimiento de Mihir Barok. El viejo emperador llevaba muerto más de cinco años. Una enfermedad repugnante le había hecho retirarse de la vista de sus súbditos. Por eso, cuando murió, a la camarilla de palacio, en la que estaba incluida su esposa, no le resultó difícil fingir que aún seguía vivo y administrar Ainar en su nombre.

—Sabes muchas cosas, Urusamsha.

—Tú te has dedicado al arte de la espada desde niño, Kratos. Yo he cultivado la intriga y el apasionante arte de manipular a los hombres.

—¿Qué tiene que ver Togul Barok conmigo? Ainar está muy lejos.

—Como ya te he dicho, las distancias se acortan cuando se trata del clan Bazu —respondió Urusamsha, sonriente—. Fue de Ainar, y no de Malib, de donde partió la idea de enviar a la Horda Roja en un largo viaje al sur.

—No te creo.

—Me temo que sí me crees, tah Kratos. Desde el principio partisteis hacia una trampa, auspiciada por Ainar.

—¿Por qué?

Urusamsha se encogió de hombros.

—Las razones no me importan. Yo me he limitado a obedecer a quienes me pagaban.

Tal vez la única debilidad de Urusamsha era que le gustaba demasiado hablar. Kratos decidió explotarla.

—Eres un hombre inteligente, Urusamsha. No te habrás metido en una intriga así a ciegas.

—Es cierto que tengo mi propia teoría. Supongo que el Imperio creía conveniente alejar al único ejército poderoso del norte de Tramórea. La ruta de expansión natural de Áinar lleva a Ritión, por la Ruta de la Seda. ¿A quién podrían recurrir los Ritiones, tan anárquicos y desunidos, en caso de verse atacados? A la Horda Roja, como ya hicieron en la invasión de los inhumanos. Pero ahora los Invictos ya no estáis allí. De hecho, la Horda Roja nunca volverá a ser lo que fue.

Kratos sintió deseos de maldecir y escupir a Urusamsha. Pero quería saber más.

—Por otra parte, Togul Barok, que lleva ya un tiempo gobernando en secreto, es sabedor de la amenaza que suponen los Aifolu. Me consta que no los teme, pese a que yo mismo le he advertido de que son más peligrosos de lo que él, en su soberbia Ainari, cree. Pero no ve con malos ojos interponer colchones entre el Martal y las tierras de Ainar, mientras él prepara un ejército capaz de detener su avance y, de paso, conquistar media Tramórea.

»Ahí es donde entras tú, Kratos May. Togul Barok te admira. Fue él quien me habló de ti, de los secretos de las aceleraciones, de tus virtudes como guerrero y como Tahedorán. Tiene dos espinas clavadas. Una, no haber conquistado la Espada de Fuego. La otra, que se la arrebató el cachorro al que adiestraste, y no tú.

»Por eso ha dictado unas órdenes muy estrictas, que los propios Malibíes no se han atrevido a desobedecer, aun siendo traidores y pérfidos por naturaleza. Samikir debía decapitar a la Horda Roja, pero respetando a Kratos May, maestro del noveno grado. Pues Togul Barok te quiere en Koras, a su servicio.

Kratos iba a contestar «Antes muerto», pero se mordió los labios. La alternativa era dejarse exprimir por aquella bruja lasciva, hasta convertirse en un cadáver ambulante y decrépito como Aulamugdán.

—¿Qué sacas tú de todas estas intrigas, Urusamsha? Me imagino que mucho dinero.

—Por más que imagines, te quedarás corto —respondió el Pashkriri. Su gran boca se curvó en una sonrisa de genuina felicidad.

—Y tú has estado escatimándonos el dinero…

—Te recuerdo que yo sólo ejercía de intermediario. Y una regla sagrada que debe seguir un intermediario es no arriesgar nunca su propio dinero. Quien os contrató, te recuerdo, fue la Divina Samikir.

—¿A ella qué le has sacado?

—¡Astuto, tah Kratos! La reina también ha empleado a la Horda en su propio juego de ajedrez. Cuando se gobierna en una ciudad como Malib más de cien años, es inevitable que se multipliquen las camarillas y las conjuras. Samikir quería hacer una limpieza a fondo para asegurarse cien años más de reinado, y lo ha conseguido. No creas que sólo han muerto Forcas y los generales de la Horda, no. Con la excusa de la destrucción del oráculo y el castigo de los culpables, la reina ha llevado a cabo una purga feroz.

—Con un cómplice en la Horda…

—Ihbias, efectivamente. El nuevo general de los Invictos.

—¡Qué Manígulat nos asista!

—No es un prodigio de inteligencia, pero tampoco el botarate sin seso que tú crees, tah Kratos. Ihbias atesora cierta astucia. Primaria, es cierto, pero no deja de ser eficaz.

—¿Qué te ha pagado Samikir?

—En este caso mi recompensa es más difícil de valorar. Se trata de concesiones, porcentajes. La Divina me ha otorgado una participación de un tercio en las minas de oro de los montes Crisios.

—Veo que la Divina derrocha el oro a manos llenas —dijo Kratos—. A ti te hace dueño de sus minas y a los Aifolu les paga un millón de imbriales para que respeten su ciudad.

—Ah, veo que te has enterado de eso. —Las mejillas de Urusamsha parecían a punto de quebrarse de tanto sonreír—. Es una pena que ese millón haya tenido que viajar por los caminos. Y ya sabes que los caminos son el dominio del clan Bazu…

La alcoba estaba en la séptima planta de la pirámide. Tenían que bajar cien metros hasta llegar a la plaza, pero no lo hicieron por las terrazas exteriores, sino por un laberinto de pasillos y escaleras de caracol. Por el camino se toparon con varios eunucos y sacerdotes, y también con guardianes de rasgos Ainari que, al ver a un extranjero que conducía a un prisionero esposado, pretendieron interceptarles el paso. A los primeros los convenció Urusamsha con monedas de plata. Para amansar a los soldados tuvo que recurrir a sus dotes de persuasión, poniéndoles la mano en el hombro y mirándoles a los ojos.

—Eres muy convincente —le dijo Kratos, mientras bajaban por la quinta escalera—. No sé por qué malgastas tu dinero cuando te basta con emplear la saliva.

—Tú eres capaz de multiplicar por tres tu tuerza y tu velocidad, y sin embargo no recurres a ese truco cada vez que tienes un problema, ¿me equivoco?

—No. Las Tahitéis desgastan mucho.

—Lo mismo me sucede a mí, tah Kratos. Las artes mentales también son exigentes.

Mientras bajaban por la última escalera, Urusamsha insistió en que debería estarle agradecido. Era mejor servir de asesor a un emperador que de esclavo de placer a una reina.

—Como me imagino que allá arriba habrás perdido la noción del tiempo, te diré que es de noche. Partirás ahora mismo hacia Ainar. Y te aseguro que eres más afortunado de lo que crees.

—¿De nuevo con adivinanzas?

Urusamsha miró a su espalda. El sacerdote de la lámpara caminaba tras ellos, al parecer absorto en sus pensamientos. Sin embargo, Urusamsha bajó la voz y empezó a hablar en Ainari.

—El destino de la Horda Roja está sellado. Mañana iré como emisario de la reina, y les haré una oferta que Ihbias, por supuesto, aceptará. Samikir pagará una indemnización a la Horda, aunque lo hará en tres plazos. Los batallones Sable y Narval serán licenciados.

—Los soldados no aceptarán.

—Lo harán. La moral de la Horda ahora mismo es muy baja. Samikir ofrecerá una parcela de terreno a cada uno de los soldados que se licencien. Su intención es dispersarlos, y luego, con la ayuda de los Rasgados y de los otros dos batallones, ir eliminando a esos hombres poco a poco.

—Te digo que no aceptarán.

—Y yo te digo que sí.

Llegaron a los sótanos de la pirámide. Allí atravesaron una larga galería que los llevó hasta un foso sobre el que brillaban las estrellas. Once hombres armados aguardaban allí, junto a sus caballos. También estaba Marteño, que relinchó de alegría al reconocer a Kratos.

Urusamsha habló con los soldados. El jefe, cuyos rasgos parecían Ainari incluso en la oscuridad, le dio un rollo de tela. Urusamsha se acercó a Kratos, lo apartó unos pasos y le dijo en susurros:

—Tú le entregarás esto a Togul Barok.

—¿Qué es?

—El estandarte de la Horda Roja. Este narval es la prueba de que los Invictos ya no suponen un obstáculo para sus planes.

—No lo haré.

—Sí lo harás.

—Tus poderes mentales no influirán en mí cuando esté a mil kilómetros de aquí.

—No es eso. Tú colabora conmigo y defiende mi causa delante de Togul Barok. Su estrella asciende, tah Kratos. Tiene un arma que es más poderosa que la propia Zemal. Y, a cambio de tu ayuda, yo te haré un favor.

—¿Qué favor puedes hacerme?

—Proteger a Aidé. No mires para otro lado, Kratos. Sé lo que hay entre vosotros. Yo cuidaré de ella. Cuando la Horda Roja sea aniquilada, ella estará a salvo, conmigo.

—¿Por qué dices ahora que la Horda va a ser aniquilada? Tú mismo has dicho que sólo van a licenciar a dos batallones.

—Oh, ésos son los planes de Ihbias y la reina. Lo que ellos ignoran es que llega el Martal. Aunque hubieran recibido el soborno de Samikir, los designios del Enviado son inexorables. Malib y la Horda están en su camino. No creo que tarden más de cuatro o cinco días en llegar. Cuando abandonen este lugar, aquí no quedará más que humo, escombros y cadáveres.

Los dientes de Urusamsha brillaron en la oscuridad.

—Pero las minas de oro seguirán funcionando. Nosotros, los Bazu, sobrevivimos a todas las tormentas.