Cercanías de Malib
Campamento de la Horda Roja

Tras la muerte de Vurtán, encerraron a Aidé en una pequeña cabaña, cerca del pabellón de mando. A Ulura nadie la había vuelto a ver. Aidé sospechaba que su cadáver debía de flotar en el Argatul, a muchos kilómetros río abajo, pues los siervos que colaboran en las intrigas de los poderosos suelen obtener ese tipo de recompensa. Le habían asignado a otra criada, una mujer medio sorda de setenta años llamada Maana. Dentro de la cabaña siempre había dos soldados de guardia, y otros dos en la puerta.

El miedo se había apoderado del campamento. Aidé, tan aturdida por los últimos acontecimientos que ya ni siquiera temía por su propia suerte, podía oler ese miedo incluso dentro de la cabaña, como una emanación que se colaba entre los resquicios de las tablas. Su padre le había hablado de aquello. Un ejército, le decía, es a la vez superior e inferior a la suma de sus hombres. Una gran bestia mortífera, con un solo corazón y una sola mente. Posee instintos de animal y, como los animales, es propenso a cambiar de ánimo con rapidez. En un ejército las emociones se contagian de forma instantánea. Durante el combate, el pánico puede aparecer en una esquina del campo de batalla, y al momento se transmite, más veloz que las palabras, hasta que contagia a los soldados que luchan en la otra punta de la formación, aunque hayan rechazado el ataque del enemigo.

Ahora Aidé percibía ese miedo. Lo veía como una sombra agazapada en los ojos de sus guardianes, lo oía en sus cuchicheos nerviosos y hasta lo olía en su sudor dulzón.

Por la noche, las trompetas llamaban a las armas, más rápidas y agudas de lo que las ordenanzas mandaban. Se oían gritos, estrépito de lanzas contra escudos, pisadas apresuradas. Aidé consiguió que los guardianes le dejaran abrir una ventana para airear la cabaña, y vio un batallón formado ante la empalizada, todos sus hombres silenciosos e inmóviles, mientras al otro lado, sobre una colina, ardían hogueras y se oían cánticos.

—Esos son los Khrumi —murmuró uno de sus guardianes—. Los Malibíes los envían para hostigarnos.

Al día siguiente, poco después del amanecer, se oyó un gran griterío. Aidé percibió que el humor del ejército había cambiado. Las trompetas saludaban la llegada de alguien. Por un momento concibió una loca esperanza, pero entonces oyó las aclamaciones y se desengañó.

—¡Ihbias! ¡Ihbias ha venido! —gritaban los soldados.

El más veterano de sus guardias suspiró.

—Ya tenemos general —dijo.

Esa misma tarde fueron a buscar a Aidé y la llevaron al pabellón de mando. Allí estaba Ihbias, rodeado por algunos de los capitanes que habían presenciado la muerte de Vurtán. Pero había traído además a toda su plana mayor del batallón Jauría. También había dos personajes nuevos. Estaban apartados de los demás, un poco agazapados tras los palos de la tienda, sin perder ripio de lo que se decía. Aidé creía conocerlos, pero no recordaba dónde los había visto. Eran dos gemelos, jóvenes, altos y de buen porte, armados con inmaculadas corazas de lino y sables a la cintura. Por los ojos parecían Ainari. Tenían el cabello muy corto en las sienes, como si se lo hubieran afeitado recientemente. Aidé se acordó de Ahri, que se había rasurado las sienes para pasar desapercibido mientras espiaba a los Malibíes, y lo buscó con la mirada. Pero el erudito no debía de gozar de la confianza de Ihbias, pues no se le veía por la tienda.

Observó también que los soldados que hacían guardia eran del batallón Jauría. Los chalecos morados de la guardia del duque se habían convertido en jubones negros con bordados blancos que representaban a dos mastines enzarzados en lucha. Otro cambio desagradable para ella era que torko, el perro de Ihbias, ya no esperaba a su amo fuera de la tienda, sino que estaba tumbado sin cadena ni bozal sobre una piel de oso. Aidé se estremeció al ver que el mastín levantaba la cabeza y la miraba con su ojo hinchado, y se preguntó qué habría sido de Moloso, el perro de Forcas.

Al ver a Aidé, Ihbias se apartó de la mesa de mapas y la saludó con una reverencia. Pero lo que en Forcas era galanura, en su sucesor se convertía en torpeza.

—Me dijeron que habían asesinado a todos los generales —dijo Aidé.

—Veo que te alegras de verme vivo, señora. Algunos leales escaparon conmigo, a punta de espada.

—¿Estabas tú en el banquete donde asesinaron al duque?

El capitán Cantero, el mismo que había querido clavarle la espada cuando murió Vurtán, la interrumpió.

—¡No has venido aquí para hacer preguntas, sino para dar cuentas!

—No seas descortés, Cantero —dijo Ihbias, sin mirar al capitán, pues se estaba comiendo con los ojos el busto de Aidé—. Recuerda que te diriges a la hija de Hairón.

—Me dirijo a la mujer que envenenó a Vurtán. Detrás de esto se encuentra esa bruja, la reina de Malib. Y ella está compinchada —añadió, señalándola con una fusta.

—¿Y qué tendría yo que ganar, majadero? —repuso Aidé.

Ihbias soltó una carcajada.

—Mirad al cachorro del león. Es tan fiera como su padre.

—Su padre no recurría al veneno —insistió Cantero—. Tenemos que matarla si no queremos acabar como Vurtán.

Aidé buscó las miradas de los demás capitanes. Algunos bajaron los ojos, pero otros los clavaron en ella con una muda acusación. Cerca de la puerta estaba Partágiro. Al toparse con la mirada del joven ayudante de Vurtán, Aidé estuvo a punto de agachar la cabeza, pero se arrepintió.

No fui yo. Van a conseguir que yo misma me crea culpable.

Ihbias se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Al sentir el roce de su mano callosa y sucia, Aidé se arrepintió de haberse puesto ese vestido que sólo le cubría los hombros con unos tirantes.

—Yo no creo que seas culpable, Aidé. He ordenado que vuelvas a este pabellón. Tranquila, yo dormiré aquí fuera. Te respetaré como si fueras mi hija.

—No necesito ningún padre.

—Ya trataremos más adelante ese asunto del envenenamiento —prosiguió Ihbias, acercándose tanto a su oído que se lo roció con gotitas de saliva—. Sospecho que la culpable era tu criada. Algo tendría contra Forcas. Pero, por desgracia, ya nunca sabremos la verdad.

Aidé levantó la vista, aunque le repugnaba hacerlo tan cerca de Ihbias. El general la miraba con una sonrisa. Comprendió que él era el culpable del asesinato de Vurtán. Y, sin duda, de muchas otras cosas.

—¿Vas a convertir a esa asesina en tu barragana, Ihbias? —preguntó Cantero, con la mano en el pomo de la espada—. Vigila bien lo que bebes, entonces.

Ihbias se volvió hacia él.

—Dirígete a mí con el respeto debido. Soy tu general.

—Eres el general del batallón Jauría. Pero en el batallón Narval yo soy el oficial más antiguo, así que ahora poseo la misma autoridad que tú. Y más hombres.

—Ahora soy el jefe de la Horda. ¡Tus hombres están bajo mi autoridad!

—¿Es que se ha celebrado la asamblea de Invictos y te ha proclamado jefe sin que yo me entere?

—Eres un cretino, Cantero. —Ihbias había enrojecido hasta las orejas—. Desde ahora mismo, quedas relevado de tu mando.

—¡Tú no eres quién para quitarme mi batallón!

—Te acabo de quitar hasta tu compañía. —Ihbias hizo un gesto a los gemelos—. Encargaos de él.

Cantero hizo ademán de desenvainar. Los demás capitanes se apartaron de él como si fuera a caerle un rayo y no quisieran ser alcanzados por sus chispas. Uno de los gemelos, que estaba a cuatro metros de Cantero, apareció un instante después a su lado, con la espada congelada en el aire en una técnica de Tahedo.

El cuerpo de Cantero, sin cabeza, se mantuvo unos segundos en pie con la espada a medio desenfundar. De su cuello brotaban pequeños surtidores de sangre que se fueron agotando como una fuente sin agua. Entre los demás oficiales corrió un murmullo de consternación, pero nadie se movió. El cadáver se desplomó muy despacio. El azar había enviado su cabeza junto a Torko, que levantó las orejas y le dio un par de lametones con gesto aburrido.

—Siempre te adelantas, Biyómides —se quejó el otro gemelo, que seguía cruzado de brazos y apoyado en un mástil.

—Por algo nací el primero, Dolmatus.

Los sirvientes se apresuraron a sacar de ahí el cuerpo. Otro se agachó para recoger la cabeza, pero el mastín le puso la pata encima y le enseñó los dientes.

—¿Hay alguien más que ponga en duda mi autoridad? —gritó Ihbias, tembloroso de ira.

Los capitanes negaron con la cabeza, mientras miraban de reojo a Biyómides, que estaba limpiando la sangre de la hoja en una cortina de seda.

—Si alguien tiene algo que objetar, que dé un paso adelante —insistió Ihbias. Cuando se volvió hacia la puerta, Aidé vio por primera vez que tenía la mano apoyada en el pomo de su espada. Ella conocía bien aquella arma.

Era Krima. La espada de Kratos.

Pasaron los días. Aidé seguía confinada, pero al menos la alcoba del pabellón de mando era más espaciosa que la cabaña y no tenía que aguzar demasiado el oído para enterarse de lo que pasaba, pues Ihbias hablaba siempre en voz muy alta, y aún más cuando bebía.

Ihbias gobernaba la Horda con un régimen de terror. Todas las guardias las hacían soldados del batallón Jauría. Sus mastines rondaban por el campamento con collares de pinchos y se arrojaban al cuello de cualquiera que osara rechistar. Pero casi nadie lo hacía, pues los soldados habían caído en una extraña apatía, que algunos, medio en broma, medio en serio, achacaban a que la reina había drogado el río entero.

Casi todas las noches había alarmas, ataques a la empalizada y conatos de incendio. Se atribuían a los Khrumi, pero en una ocasión en que Ihbias no estaba en la tienda, Aidé oyó comentar a dos capitanes que quienes estaban detrás de aquellas incursiones eran los Rasgados. Los soldados querían tener un enemigo organizado con el que enfrentarse en una batalla campal, pero cada vez que hacían una salida sólo encontraban la polvareda que dejaban los enemigos al retirarse.

Ihbias había enviado patrullas para estudiar las defensas de Malib, o al menos eso decía. De pronto, las murallas de la ciudad estaban tan guarnecidas que muchos se preguntaban para qué había recurrido la reina a la Horda, si tenía soldados de sobra.

Además, llevaban días sin recibir alimentos. Se organizaban partidas para saquear la comarca, pero cada vez tenía que alejarse más. Un destacamento de cuarenta hombres que salió a forrajear ya no volvió. Aquello acrecentó aún más el miedo de los soldados.

Una semana después de la matanza de los generales, llegaron enviados con bandera blanca. El mediador era Urusamsha. Esta vez, sin duda por temor a la ira de los soldados, no llegó con tanta alharaca, sino montado a caballo, vestido de blanco y con la cara embozada, y entró en el campamento ya de noche. Al momento lo llevaron al pabellón de mando, donde Ihbias convocó a su plana mayor.

Urusamsha traía comida y dinero, y también explicaciones de la Divina Samikir. La reina aseguraba que no había tenido más remedio que ajusticiar a Forcas y sus generales para expiar el sacrilegio cometido contra el oráculo, pues además sabía que el duque estaba involucrado en una conspiración para destronarla, junto con muchos nobles de la ciudad, que también habían sido depurados. Pero la Divina Samikir no guardaba ningún reproche más contra los Invictos, a los que perdonaba de corazón, y esperaba que todo se solucionara con buena voluntad en unos cuantos días.

Desde la alcoba, Aidé captó la esencia de lo que se decía, no tanto por Urusamsha, que hablaba con voz modulada y tranquila, como por Ihbias, que estaba cada vez más borracho, y también por Abatón, el capitán tuerto del batallón Jauría que poco a poco se había convertido en su mano derecha. Aconsejado por Urusamsha y con la aquiescencia de los demás oficiales, Ihbias decretó que al día siguiente se convocara asamblea general para comunicar a los Invictos la propuesta de la reina y, de paso, proclamar a Ihbias como jefe supremo de la Horda. Pues, aunque llevaba días actuando como tal, aún no había recibido la aclamación de la asamblea ni había realizado los sacrificios preceptivos con el adivino Trabias.

Después empezaron los brindis, las carcajadas y la música de flautas. Aidé comprendió que aquella noche no se tomaría ninguna decisión más, y se acostó en su lecho, boca abajo y con la almohada sobre la nuca para no oír los ruidos de la fiesta.

Soñaba con el estanque que había bajo su alcoba, en el torreón de Mígranz. Estaba tirando trozos de pan desde la ventana, y los peces acudían a comérselos. De pronto, tropezó y cayó sobre el alféizar. El agua estaba fría y ella se ahogaba. Braceó para salir a la superficie…

Y despertó. La tienda estaba casi a oscuras. Había alguien encima de ella, apretándole la boca con una mano mientras la otra palpaba bajo la manta. Incluso en las sombras reconoció a Ihbias, pues olía a queso agrio y los ásperos pelos de su bigote se le clavaban en el cuello cuando intentaba besarla. Trató de pedir socorro, pero la mano de Ihbias era como una mordaza que no dejaba salir ni un soplo de aire.

—Mañana va a ser un gran día, niña. Vamos a celebrarlo —susurró con su voz de lija. El aliento le olía a vino y cebolla, y Aidé sintió ganas de vomitar.

Trató de pensar sin dejarse llevar por el pánico. Ella era fuerte, pero Ihbias pesaba más de cien kilos, que ahora mismo la estaban aplastando. Sí se resistía, lo más que conseguiría sería perder un diente o una costilla rota. Lo mejor era ceder.

Dejó caer la cabeza sobre la almohada y abrió los brazos. Ihbias se rió.

—Eres una perrilla caliente. ¿Qué te parece, Torko, te gusta esta cachorrilla?

Aidé oyó un gruñido ronco y miró a la derecha. El mastín estaba agazapado en las sombras y su ojo vivo brillaba en la oscuridad.

—Toma, hija de Hairón. Bebe conmigo.

Ihbias le acercó una copa, pero el pulso de borracho le falló y le derramó la mitad del vino en el pecho. Con esa excusa, aprovechó para meterle la mano bajo la túnica. Aidé soportó aquellos dedazos que palpaban y pellizcaban, y bebió.

—¿Me convertirás en señora de la Horda? —preguntó. La voz le temblaba de miedo, pero sabía que podía pasar por excitación.

—¿Eso es lo que quieres?

—Es lo que el duque no me quería dar.

—Te lo daré. Y te voy a más cosas que él no podía darte. ¡Porque no las tenía!

Aidé forcejeó, pero entre carcajadas, para que Ihbias no lo interpretara como resistencia. Reuniendo todas sus fuerzas, consiguió tumbarlo de lado, le dio un empujón para que se quedara de espaldas y se sentó a horcajadas sobre él. Ihbias se entusiasmó.

—¡Si que eres una perrilla lasciva! ¿Te gusta cabalgar como los hombres, verdad?

Aidé, sin dejar de reír, movió las caderas sobre las de Ihbias para distraerle de lo que hacían sus brazos. Buscó bajo la almohada. Allí debía estar su daga, pero no la encontraba. Me ha registrado la cama, pensó. Se tumbó sobre él, poniéndole las pechos sobre la cara, y estiró la mano hasta el borde del lecho. El general se emocionó y la agarró por las caderas.

Gracias a los dioses, allí estaba la empuñadura de nácar. Aidé empuñó la daga y trató de incorporarse, pero Ihbias no parecía dispuesto a renunciar a la cercanía de sus pechos.

—Déjame que vea lo que tienes ahí debajo, general —susurró Aidé.

—¡Ja, ja! ¡Te vas a llevar una buena alegría, cachorrilla!

Aidé se zafó de sus brazos y se apartó un poco de él. Después, entre las sombras, buscó el punto donde se cruzaban las piernas del hombre y le clavó la daga. Lo hizo con toda la fuerza de su brazo derecho, pero la hoja topó con el hueso y apenas se hundió en la carne.

Ihbias aulló de dolor y la apartó de un manotazo. Aidé descubrió la verdadera fuerza de aquel hombre, pues el golpe la sacó fuera de la cama y la derribó sobre la piel de oso blanco que tenía como alfombra. Mientras Ihbias se retorcía en la cama, maldecía y llamaba a sus guardias, Torko ladró, con aquel ladrido bajo y siniestro suyo.

Aidé se levantó del suelo y corrió hacia la puerta de la alcoba. Pero el perro se interpuso. Aidé retrocedió aterrada. Incluso el ojo ciego parecía mirarla. Torko gruñó, preparado para saltar sobre ella.

—¡Quieto!

El cierre de la puerta se abrió de golpe. Urusamsha entró en la alcoba, con una linterna en la mano. Detrás de él venían dos guardias, que acudieron a la cama a ayudar a Ihbias. El general seguía berreando y jurando que aquella mujer le había matado.

Urusamsha se acercó al perro y extendió la mano sobre su cabeza.

—Siéntate —le ordenó, con voz suave.

Para sorpresa de Aidé, el mastín se sentó sobre los cuartos traseros y no se movió de ahí. Urusamsha volvió entonces su atención a Ihbias. Tras acercar la linterna para examinar la herida, él mismo le extrajo la daga, que seguía clavada en el pubis.

—Vivirás, general. Pero tienes que quedarte quieto si no quieres sangrar más. —Su voz serena pareció infundir calma a todos, tanto a los soldados como al propio Ihbias, que dejó de chillar y trató de cubrirse la herida con la mano.

Urusamsha ordenó que fueran a buscar a Zagreo, a quien Ihbias había ascendido a médico jefe de la Horda. Aidé seguía apartada y quieta, intentando parecer un mueble más. Para entonces, habían entrado a la alcoba un buen tropel de guardias con jubones negros. El sargento que los mandaba desenvainó su espada y avanzó hacia Aidé.

—Esto se ha acabado ya —le dijo.

—¡Espera! —intervino Urusamsha.

El sargento se volvió hacia él con gesto hostil.

—¿Quién eres tú para darme órdenes?

—Soy la persona que puede conseguir que mañana seas el hombre más rico de la Horda o que cuelgues de una horca, picoteado por los cuervos. Tú decides.

El sargento tenía una espada de más de tres palmos, y Urusamsha sólo sus manos abiertas. Pero Aidé se dio cuenta de que dominaba la situación al instante, tal como había hecho con el mastín. El sargento murmuró una maldición, envainó de nuevo su arma y se acercó al lecho donde su general seguía quejándose.

—Ven conmigo —dijo Urusamsha, tomando a Aidé del brazo.

Salieron de la alcoba a toda prisa, sin mirar atrás. En la sala general de la tienda había más guardias, y también oficiales que se acababan de levantar de los divanes, o de las alfombras del suelo, con los cabellos desgreñados y los ojos hinchados, aún medio borrachos. Urusamsha sólo tuvo que levantar la mano izquierda para abrirse paso, mientras con la otra tiraba de Aidé. Nadie le rechistó.

En la puerta se cruzaron con el médico Zagreo, que al ver a Aidé agachó la cabeza y le rehuyó la mirada. Después salieron de la tienda. Aidé, que no había tenido tiempo ni de calzarse, llevaba puesto tan sólo un camisón de raso, y casi tenía que correr para mantener el paso del Pashkriri. Éste la llevó hasta una tienda redonda en la que no ondeaba ningún pabellón. Abrió los cierres, se asomó adentro y dijo algo en su idioma. Un par de minutos después, dos hombres salieron de la tienda, atándose los cinturones y las vainas de las espadas. Urusamsha les indicó que se quedaran fuera, vigilando la puerta, e invitó a Aidé a pasar.

Aquella tienda no era tan lujosa como la que el Pashkriri había traído en otras ocasiones. Había un par de esteras en el suelo, y al fondo, tras un visillo, el colchón en el que dormía el propio Urusamsha.

—Acuéstate en mi cama —le dijo a Aidé—. Yo dormiré junto a la puerta.

Aidé se sentó en el colchón, aturdida. Había pasado todo tan rápido que aún creía estar en el pabellón de mando. Urusamsha le dio una taza de leche de cabra con miel y se sentó en un taburete junto a la cama.

—¿Por qué te ha obedecido el perro? —preguntó Aidé, que aún creía ver el ojo lechoso de torko clavado en ella.

—Los Bazu llevamos siglos practicando las artes de la persuasión. Es algo que, como buenos mercaderes, llevamos en la sangre.

Aidé seguía pensando que aquel hombre tenía los rasgos demasiado grandes, pero a pesar de eso le parecía atractivo. En vez de a queso agrio, olía a perfume y a menta.

—¿Has terminado la leche?

Ella asintió. Urusamsha recogió el vaso y lo dejó sobre su escritorio. Después puso una vara de perfume en un incensario y la prendió. Volvió junto a la cama, separo las mantas e indicó a Aidé que se tumbara. Ella obedeció, y pensó que si Urusamsha le pedía algo más mirándola con aquellos ojos tan grandes que casi no parpadeaban, le obedecería con la misma docilidad del mastín.

—Yo velaré tu sueño, señora —le dijo el Pashkriri. Su voz era tan narcótica como el humo que salía del incensario—. No dejaré que nadie te haga daño esta noche. Mañana… los dioses decidirán.

—¿Ihbias va a morir?

—No. Te han fallado el pulso o el ojo, señora. Un poco más a la derecha y lo habrías desangrado, pero me temo que mañana se pondrá en pie, más furioso que nunca.

Aidé tembló bajo la manta. Todas sus energías se habían desvanecido.

—¿Me protegerás?

Urusamsha le tomó la mano. Tenía la palma ancha y caliente, y los dedos grandes, como su padre.

—Eres muy bella, hija de Hairón. Me gusta proteger la belleza.

Se agachó sobre ella y la besó en la frente. Aidé levantó las cejas, a medias asustada y a medias expectante. Pero él se apartó y volvió a sentarse en el taburete.

—No te preocupes, Aidé. Yo no soy Ihbias.

Sonó un grito lejano. Aidé no reconoció la voz, pero Urusamsha sí.

—Parece mentira que un guerrero tan veterano se queje así por unos cuantos puntos de sutura. —El Pashkriri sonrió, como si acabara de recordar una broma secreta—. Aunque, la verdad, yo no confiaría mucho en ese médico. Sobre todo si le receta café.

A Aidé se le habían cerrado los ojos, pero al oír aquello los abrió.

—Entonces… fue Zagreo… quien envenenó a Vurtán.

—Hay muchos culpables, señora. Zagreo, que preparó el veneno. Tu criada Ulura, que lo mezcló con el café. Tú, aunque involuntariamente, ya que le ofreciste el café a Vurtán. Incluso yo podría tener algo de culpa…

—¿Tú? ¿Por qué? No estabas aquí…

—Porque yo pagué a Zagreo y a Ulura. Pero mañana no lo recordarás.

Urusamsha le pasó la mano por delante de los ojos. Fue como si el velo de la noche cayera sobre ella.