Atagaira

Hay por lo menos cincuenta —dijo Derguín.

Bajo ellos se extendía una tierra anaranjada, sembrada de arbustos espinosos y árboles achaparrados. Desde el cerro se apreciaban las huellas del río que recorrió la meseta llanura en un pasado remoto. Ahora, en el centro de su antiguo cauce se levantaba una polvareda que el viento arrastraba hacia el oeste. Dentro de la nube de color ámbar se movían figuras montadas que en la distancia se antojaban diminutas.

Pero no inofensivas. Eran nómadas Khrumi. Los mismos que la víspera los alojaron en sus tiendas de piel de cabra y compartieron con ellos el pan de cebada y la carne de cordero, el hidromiel y el café hirviente. De ellos se aseguraba que podían ser los hombres más crueles del mundo, y también los más gentiles y desprendidos. Derguín y sus compañeros tuvieron la fortuna de conocer su faz hospitalaria, pues el jefe del clan se había empeñado en agasajarlos para celebrar que empezaban los cinco días de fiesta por la boda de su hija.

Lo cual no quería decir que les hubiera ofrecido a la novia. Eso sólo lo hacían los hombres Mahík, si lo que contaba Tarondas de ellos era cierto.

—En buen lío nos has metido —le dijo al Mazo.

—¿Por cuánto tiempo me lo echarás en cara?

—El resto de tu vida, sí es necesario.

Bajaron por la otra ladera del cerro. Allí los aguardaba Ariel con los otros dos caballos.

—¡Vamos! —apremió Derguín—. ¡Todavía nos siguen!

Al menos, la insensatez del Mazo había resuelto un dilema. Tres días antes, Derguín aún no había decidido si era mejor dirigirse hacia Pasonorte y entrar en la península de Iyam desde Abinia, o arriesgarse a buscar un paso por Atagaira. Ahora, los Khrumi les habían estrechado la huida, obligándolos a cabalgar directos hacia las montañas.

Los picos de la primera línea de montañas surgían sobre la llanura como acantilados en el mar. Sus laderas estaban surcadas por profundas grietas, y los picos se alzaban recortados en un intrincado dibujo de picachos y crestas. Pasada esa primera sierra, las montañas eran aún más altas. Sus faldas eran verdes y sus cimas estaban nevadas, aunque todavía no había terminado el verano. Y más allá, aún se alzaba una tercera hilera de cumbres, blancas y borrosas en la distancia.

Tiene que haber un paso, se repitió Derguín, mientras el sol caía hacia el horizonte.

—Esa chica no era virgen —insistió el Mazo, mientras cabalgaban.

—Peor aún —respondió Derguín, mirando hacia atrás. La tolvanera que levantaban sus perseguidores se veía cada vez más cerca.

—¿Cómo que peor? ¿Qué tiene que ver?

—Le has dado la excusa perfecta. Si el novio llega a descubrir por su cuenta que la chica no era virgen, la habrían atado a un camello y la habrían arrastrado por las piedras. Pero ahora llegas tú, el Mazo, el semental del norte, y la violas.

—¡No la he violado!

—Pero eso es lo que ha contado ella, seguro. Y ellos la habrán creído. Una virtuosa joven de los Khrumi, nada menos que la hija del jefe, no puede acostarse por propia voluntad con un bárbaro extranjero.

—Pues es lo que hizo. Y antes se había acostado con algún otro, te lo digo yo.

—Esa muchacha te ha utilizado, ¿no lo entiendes? Ahora, gracias a ti, ha salvado su honor. O al menos su vida.

Derguín volvió la cabeza una vez más. Los Khrumi no podían estar a más de quinientos metros, y seguían acortándoles distancia. Sólo tenía que pedírselo, y Riamar los dejaría atrás; pero los demás caballos no eran tan rápidos. Escarcha tal vez aguantaría el ritmo hasta la primera línea de montañas. Pero la montura del Mazo, más lenta y pesada, era más apropiada para arrastrar grandes pesos que para furiosas galopadas. Y sobre la silla del otro caballo, el cuerpo petrificado de Mikhon Tiq iba dando tumbos y amenazando con venirse al suelo.

—Si se acercan mucho más, seguirás tú con Ariel y Mikha —le dijo al Mazo—. ¿Y tú?

—Los entretendré hasta que lleguéis a esas montañas.

—¿No has dicho que eran cincuenta? ¿Qué pretendes hacer?

Derguín no contestó. Sabía que, con la Espada y entrando en aceleración, podía matar a muchos Khrumi. ¿Cincuenta? Había leído relatos sobre anteriores Zemalnit que se enfrentaron solos a huestes de centenares de enemigos, pero prefería no poner a prueba su veracidad. No le haría muy feliz morir cortando las cabezas y los brazos de los mismos hombres que un día antes habían compartido el pan con él.

—Debería ser yo el que se quede detrás —dijo el Mazo.

—En eso tienes razón.

Volvió a mirar a su espalda. Ya le llegaban los gritos de los perseguidores. Ante ellos, unos farallones grises sobresalían de las primeras estribaciones de las montañas. Una de aquellas crestas avanzaba sobre la llanura como la proa de un barco encallado en el desierto. No debía de estar a más de mil metros. Si llegaban a ella tal vez podrían subir y encastillarse en lo más alto.

Se volvió una vez más. El caballo que llevaba la carga se estaba rezagando. No nos dará tiempo.

Hizo que Riamar refrenara el galope y se acercó al otro caballo para soltar la cuerda que sujetaba la armadura de obsidiana. Aunque apenas pesaba, los brincos de sus piezas estorbaban la carrera del pobre animal. Cuando ya tenía el cuchillo preparado para cortar, sonó la llamada de una trompa que no provenía de los perseguidores, sino de las montañas que ya se cernían sobre ellos. Riamar contestó con una nota de desafío.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Ariel.

—Tengo una sospecha —contestó Derguín.

La llamada se repitió, larga y lejana. Más cerca de ellos, al pie de la cresta, venía de frente otro grupo de jinetes. El Mazo soltó una blasfemia.

—¡Seguid hacia ellos! —dijo Derguín.

—¡De la sartén al fuego! ¡Esos también vienen armados!

—¡Pero seguro que no te has acostado con ninguna de sus hijas!

Derguín miró hacia atrás. La polvareda que levantaban los Khrumi se disipaba, arrastrada por el viento. Los nómadas se habían detenido, y algunos de ellos volvían grupas.

—Esto no me gusta —dijo el Mazo—. Si los Khrumi se asustan, nosotros deberíamos asustarnos también.

Aflojaron el paso de sus monturas poco a poco. No tenía sentido emprender otra huida, sin saber adonde, cuando los caballos estaban agotados. Los jinetes que venían del este eran unos treinta, formados en un escuadrón que al acercarse a ellos se abrió en dos alas para flanquearlos. Vestían capas pardas, capuchas, calzas y botas de montar altas. Bajo las capas se oía el tintinear de cotas de malla. Algunos llevaban arcos a la espalda y otros empuñaban lanzas rematadas en cuchillas de acero de casi un metro. A ninguno de ellos le faltaba una espada colgada del arzón.

De ellas, se corrigió Derguín.

Eran las Atagairas, sin duda. Aunque incluso de cerca resultaba difícil descubrir que eran mujeres, pues sus capuchas se cerraban al final como tubos para que los rayos del sol no quemaran sus rostros albinos.

—Los Khrumi eran más —dijo el Mazo—. ¿Por qué han huido de ellas?

—Los Khrumi a veces hacen la guerra —respondió Derguín—. Las Atagairas son guerreras. Hay una diferencia, y los Khrumi lo saben.

El círculo se iba cerrando a su alrededor. Una Atagaira dijo algo en voz alta, y las demás respondieron con carcajadas.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el Mazo.

—No lo sé. Conozco un poco de la lengua de Atagaira, pero hablan demasiado rápido para mí.

—Ha dicho que no le importaría montar a ese semental de las barbas —dijo Ariel, enrojeciendo, y añadió—: Perdón.

—¿Tú entiendes su lengua? —preguntó Derguín.

Por toda respuesta, Ariel se encogió de hombros.

Cuando ya estaban rodeados por un círculo de lanzas, una de las amazonas se destacó de las demás. Derguín entrecerró los ojos, pues le era casi imposible distinguir sus rasgos. Como si se hubiera dado cuenta, la mujer soltó el broche que cerraba el anillo de la capucha y luego se la echó para atrás. A Derguín le extrañó el gesto, pues aún podía sentir los últimos rayos del sol en la nuca, pero enseguida comprendió. La Atagaira sacudió la cabeza y una larga cabellera negra se esparció sobre sus hombros. Tenía los ojos oscuros y la piel morena.

—No eres albina —dijo Derguín en Nesita.

—Así que tienes ojos —contestó ella—. ¿Quiénes sois vosotros?

—Viajeros.

—Ya lo veo. Vuestros nombres.

—Ariel, Mazo, y yo me llamo Gorión. —Esperó a ver si su apellido provocaba alguna reacción en la Atagaira, pero no fue así—. ¿Cómo te llamas tú?

—Mi nombre no es asunto tuyo, hombre. ¿Qué hacéis en nuestras tierras?

Pensaba que vuestras tierras no empezaban hasta las montañas. No, se dijo Derguín, aquella respuesta encerraba un argumento razonable, pero no era una buena forma de congraciarse la amistad de unas desconocidas.

—Nos dirigíamos a Abinia —explicó—. Pero los Khrumi nos atacaron y nos han arrastrado hasta aquí contra nuestra voluntad. Gracias a vosotras, parece que han desistido de su persecución. Ahora podremos continuar nuestro camino libremente.

—Dile que nos han… —empezó a decir el Mazo en Ainari.

—Cállate —murmuró Derguín.

—Estáis en Atagaira —respondió la mujer—. Ya no podéis continuar vuestro camino libremente.

Las demás mujeres empezaron a cantar algo en voz baja. Derguín temió que fuera el preludio de un ataque y acercó la mano a la empuñadura de Zemal. Pero no era ésa la razón. Al volver la cabeza, comprobó que el sol acababa de ponerse. Las Atagairas se quitaron las capuchas y soltaron sus coletas. Tenían largas cabelleras, algunas blancas y otras rubias, de un amarillo tan pálido como el electro.

—No sabíamos que éste era vuestro territorio —dijo Derguín.

—Todo lugar donde las Atagairas ponemos los pies es nuestro territorio.

Su arrogancia molestó a Derguín, aunque no podía por menos de admirar a aquellas mujeres. Ahora que se habían echado atrás las capas, se apreciaba que tenían cuerpos bien proporcionados. Bajo las lorigas asomaban ropas de tejidos finos y meticulosos bordados. Aunque vestían como guerreras, llevaban oro y plata en abundancia, en forma de ajorcas, brazaletes, pendientes y cadenas de gruesos eslabones.

—Existe un derecho de gentes —protestó Derguín—. Los caminos se hallan bajo la protección de Shirta y pertenecen a todos los viajeros.

La mujer dijo algo en su idioma, y todas rompieron a reír. Derguín entendió que se había burlado de Shirta, que para ellas era una diosa débil.

—Nosotras sólo obedecemos a Taniar —le dijo la mujer—. Ella es fuerte y toma lo que desea, como sus hijas, las Atagairas. Vendréis con nosotras.

El Mazo rezongó entre dientes. Derguín le hizo un gesto para que se callara.

—Puesto que no nos queda otro remedio, aceptamos gustosos vuestra hospitalidad.

La mujer respondió con una carcajada. Tenía los dientes blancos y rectos, y los labios carnosos. Derguín la encontró guapa, a pesar de la nariz ancha y los ojos tal vez demasiado juntos.

—¡Nada de hospitalidad! Os pondremos una argolla al cuello a cada uno, como a todos los varones que entran en Atagaira.

—¡Tendrás que ponérmela tú misma! —rugió el Mazo.

Las que entendían el Nesita se lo tradujeron a las demás, y hubo un nuevo coro de risas.

—Además, tenéis que entregar vuestras armas —dijo la mujer, adelantándose un poco más y apuntado con la afilada cuchilla de la lanza a Derguín—. Tú, el de las barbas, tira al suelo esa especie de porra. Y tú quítate esa espada del cinto.

—Sea como quieras.

Derguín apretó la rodilla derecha. Obediente, Riamar giró un poco a la izquierda. Derguín desenvainó a Zemal hacia arriba para no herir al unicornio, y luego dejó caer la espada en un golpe sesgado sobre la lanza de la mujer. La cuchilla soltó una lluvia de chispas y cayó al suelo. La línea de corte brilló durante unos segundos al rojo vivo, mientras la Atagaira la miraba con gesto de incredulidad.

Riamar, que ya conocía el truco, se irguió sobre las patas traseras y emitió un sonoro trompeteo, mientras Derguín levantaba la Espada de Fuego. Las risas de las Atagairas se convirtieron en murmullos. Riamar dejó caer los cascos en el suelo y se acercó al caballo de la Atagaira. Le sacaba más de una mano de alzada.

—¿Cómo te llamas, mujer? —preguntó Derguín. Ella le miró a los ojos, sin parpadear, mientras la hoja de Zemal crepitaba junto a su rostro. Por Anfiún, es brava la condenada—. Soy Baoyim, hija de Tildra.

—Pues bien, Baoyim, hija de Tildra. Derguín Gorión, el Zemalnit, acepta vuestra hospitalidad.

Así entró Derguín en Atagaira.

Querido maestro Tarondas…

No, se dijo Derguín. Aunque fuese el Zemalnit, no dejaba de ser también un joven de veintiún años que se dirigía a un anciano sabio. Un tratamiento más respetuoso sería lo adecuado.

Estimado y admirado maestro Tarondas.

En una de tus últimas cartas me pediste que te enviara toda la información posible sobre mis viajes, para, completar la nueva edición de tu Geografía. Después de hablarte sobre las tierras al oeste de la Sierra Virgen y la isla donde encontré la Espada de Fuego, pensé que durante un tiempo no tendría nada más que contarte. Mi intención era permanecer en Narak, isla que conoces a la perfección.

Pero el destino me ha brindado la oportunidad de visitar nuevos países. Ahora me encuentro entre las Atagairas, a medias huésped y a medias prisionero. Sé que tú has escrito sobre ellas, pero basándote en testimonios antiguos y, en el mejor de los casos, indirectos. Por eso quiero narrarte las maravillas que estoy contemplando para que las incluyas en tu libro. Ignoro si tendré ocasión de volver a hablar contigo, pues los senderos que me aguardan son aún más peligrosos que los que recorrí para conquistar la Espada de Fuego. Por ello te escribo esta carta, que intentaré despachar en cuanto me sea posible.

Derguín dejó un momento la pluma y se rascó la pierna. No tenía por costumbre sentarse a escribir sin ropa, pero se sentía cómodo, pues dos anchos braseros caldeaban la estancia con maderas aromáticas. Acruria, tallada en la ladera de la montaña a miles de metros de altura, era el reino del frío. Para mantenerlas calientes, las moradas de las Atagairas eran pequeñas y de techos bajos.

La vista se le fue al lecho, donde la mujer dormía boca abajo, tan desnuda como él. Hacia la mitad de la espalda tenía una extraño dibujo en forma de cabeza de águila que, por el color y el relieve, más parecía una mancha de nacimiento que un tatuaje. Mientras se revolvían en la cama, Derguín le había preguntado por aquella señal, y ella se rió. —Es la marca de Iluanka. No me preguntes más—. ¿Iluanka? ¿Quieres decir que…?

—Noshir— le dijo ella tapándole la boca con el dedo índice, y volvió a besarle.

Derguín suspiró feliz al recordarlo. Casi había olvidado lo placentero que era sentir un cuerpo suave y tibio pegado al suyo, desde la boca hasta la punta de los pies.

Pero luego sintió una punzada de inquietud. No, no podía ser. Tríane había jurado dejarle libre. Además, su poder no alcanzaría aquel lugar, en la cima de las montañas. Siguió escribiendo.

Hace cuatro días topamos con un escuadrón de caballeras Atagairas. Su capitana, Baoyim, es una mujer sorprendente y única en su raza. Tiene el cabello negro y la piel morena, por lo que puede recibir los rayos del sol sin quemarse. Descubrí durante el camino que era pariente lejana de Tylse, hija de la reina Tanaquil, la misma guerrera que participó con nosotros en el certamen por la Espada de Fuego y que murió de una forma horrible. Baoyim es natural de Acruria, la capital, y me ha ofrecido mucha información sobre, su pueblo. Es de agradecer, pues las Atagairas prefieren mantener el secreto sobre su país y su forma de vida, y sienten una desconfianza atávica hacia, nosotros los varones. En cambio, la capitana Baoyim, una vez superada su reserva hacia mí, ha demostrado ser una mujer…

…de talante amistoso. Durante su viaje a Acruria, la capital del reino, Derguín no dejó de interrogarla. De vez en cuando, Baoyim levantaba la mano y le decía: Noshir. Y él entendía que estaban entrando en territorio vedado y cambiaba de asunto.

Según le explicó Baoyim, el país de las Atagairas estaba dividido en trece marcas, una por cada uno de los grandes valles. Las gobernantes de cada marca formaban parte de un consejo denominado Kampura, que se reunía dos veces al año para asesorar a la reina Tanaquil.

La primera marca que cruzaron fue la de Curdán. Se trataba de un valle encajonado entre dos hileras de montañas y atravesado por un río cuyas frías aguas abundaban en truchas y otros peces. En las orillas crecían bosques de arces y álamos, que se convertían en pinos al subir hacia las laderas de las montañas. Más adelante encontraron sembrados y huertos, cultivados por varones. Derguín quiso acercarse para hablar con ellos, pero Baoyim le pidió que no lo hiciera.

—No quiero prohibirte nada, tah Derguín, pero prefiero que sigas mis consejos.

—Lo haré —prometió Derguín.

De lejos, le pareció que los hombres eran de baja estatura. Su piel era morena, sus rostros imberbes, y tenían los cabellos oscuros y lacios. Podían trabajar al sol, al contrario que las Atagairas. De hecho, se encargaban de todas las tareas que las mujeres consideraban serviles, como cultivar las tierras, pastorear, cargar mercancías o cardar y tejer la lana. Envejecían pronto y vivían menos años que las mujeres.

Al otro lado del río, en la ladera sur del valle, se levantaba una ciudad amurallada. A Derguín le llamó la atención el palacio, una gran construcción de piedra blanca y madera roja, de formas pesadas y majestuosas que se cernían como una amenaza sobre las casas. Cuando pasaban frente a él, una melodía prolongada y grave sonó en el aire. Derguín levantó la vista hacia el palacio. Sobre la terraza, una mujer soplaba una trompa de madera de más de tres metros de longitud. Baoyim le explicó que así se comunicaban de valle en valle, y que en Acruria ya sabían de su llegada desde el primer momento.

—Así que lo mejor es que no se te ocurra aventurarte por tu cuenta. Debes ir en el centro de nuestro grupo, como un prisionero. Si no, te matarán en el acto.

—No es tan sencillo matar al Zemalnit.

—No seas pueril, tah Derguín. Si yo fuera a tu tierra, seguiría tus normas. Y tienes que pensar en tus compañeros.

Derguín enarcó una ceja.

—¿Si fueras a mi tierra entregarías tus armas por ser mujer y dejarías que los hombres te miraran con lujuria?

—Si eso ocurre en tu país, es que allí rigen unas normas injustas.

—Eso pensamos todos de las normas de los demás.

Las Atagairas miraban al Mazo de una forma extraña. Fue más evidente el segundo día. Cuando llegó el ocaso repitieron su salmodia, en la que le deseaban un buen descanso al sol, su enemigo celeste, y se quitaron las capuchas. Al hacerlo dejaban de parecer seres amenazantes, casi siniestros, copias idénticas de la misma guerrera, para convertirse en mujeres individuales, unas muy bellas y otras no tanto, pero casi siempre de rasgos armoniosos y bien proporcionados. Varias de ellas empezaron a reírse y cuchichear señalando al Mazo. El tenía ya la mosca detrás de la oreja.

—¿Qué les pasa a ésas?

—Yo sé lo que dicen —dijo Ariel.

—¿Y qué demonios es, si puede saberse?

—Que si lo tienes todo tan grande como las manos y la cabeza, les gustaría pasar un buen rato contigo.

El Mazo soltó un bufido. Llevaba de mal humor desde que salieron a uña de caballo del campamento de los Khrumi. Al principio Derguín pensó que eran remordimientos por haberse acostado con la hija del jefe y provocar aquel embrollo; pero la razón no era aquélla, sino que con las prisas había perdido su calavera.

—Alguno de esos piojosos cabreros Khrumi se habrá hecho una copa de hueso con el pobre Faugros —se lamentaba.

—Ahora que lo has perdido, ¿confesarás de una vez de quién era ese cráneo?

—¡Claro que no! Esto no me traerá nada bueno. Es un mal augurio, te lo digo yo.

—Pues yo opino lo contrario.

—¿Por qué?

—Los Khrumi se han quedado con tu calavera. Es como si te hubieran matado, ¿entiendes? Así que ya no te puede pasar nada malo.

—Humm. Es una forma de verlo.

Solían cabalgar hasta tres o cuatro horas después de la puesta del sol, mientras que durante las horas centrales del día, cuando más apretaba el sol, buscaban refugio bajo rocas o árboles. Al final de la jornada, cenaban alrededor de una hoguera, cantaban canciones y bebían vino. Derguín comprendía parte de sus palabras, y otra parte se la traducía Ariel. Las Atagairas mencionaban mucho a una divinidad llamada Iluanka. Era una gran dragona que moraba bajo tierra, enemiga de los grandes dioses celestes. Sin embargo, también había un lugar en sus poemas para Taniar, la luna roja. Y referencias constantes a luchas feudales, a lazos y a rencillas familiares inextricables.

Subían por senderos cada vez más escarpados de un valle a otro. A menudo tenían que desmontar y seguir a pie. Pero el segundo día se cruzaron con otras cabalgaduras que subían y bajaban con alegres brincos, y que a veces tomaban atajos por las peñas más abruptas. Ariel le preguntó a Baoyim qué animales eran aquéllos.

—Son urimelos. No tan nobles como los caballos, pero no hay mejor montura para la montaña.

—¿Urimelos? Me gusta el nombre.

Los urimelos eran bestias de pelaje espeso y pardo, con patas más cortas y musculosas que las de los caballos y una pequeña giba. Sus ojos eran muy oscuros, y tenían barbas cortas y ralas que los hacían parecer, en opinión de Ariel, señores pensativos. Sus cabezas estaban coronadas por cuernos verticales de poco más de un palmo. Las Atagairas que los montaban usaban sillas de borrenes altos y estrechos, para ir bien encajadas, pues los brincos de los urimelos por entre las peñas podían descabalgar al jinete más experto.

La tercera noche, ya cerca de Acruria, durmieron al borde de un abismo. Derguín, Ariel y el Mazo se pegaron todo lo posible a la pared más alejada del precipicio, y el Mazo incluso se ató a un gran pedrusco. Baoyim se rió mucho de esa ocurrencia, y dijo que entre las Atagairas se consideraba una cobardía; pero también reconoció que más de una se despeñaba al moverse en sueños.

Derguín pasó la noche en vela. Hacía tanto frío que incluso él lo notó. Por debajo de la manta, desenvainó un poco la Espada, y sintió cómo el calor emanaba de su hoja. A su alrededor, el viento ululaba sobre el abismo. Estuvo casi toda la noche con los ojos abiertos, mirando al cielo estrellado y al Cinturón de Zenort, pues temía que si los cerraba el viento lo arrastrara volando hacia la llanura estéril de sus pesadillas.

… Atagaira se divide en trece marcas. Cada una de ellas tiene como centro administrativo una ciudad, y en cada ciudad gobierna una marquesa. Todas obedecen a la reina, que gobierna en Acruria. Sin embargo, estas mujeres son ambiciosas y competitivas, y muchas marquesas se han rebelado contra sus soberanas en el pasado, a veces con éxito y a veces sin. Ahora mismo, mientras te escribo, maestro Tarondas, la reina Tanaquil prepara una expedición punitiva contra la marca de Duluvia, que se encuentra en un profundo valle al sureste de Acruria.

Para llegar hasta aquí, hemos atravesado tres marcas: Curdán, Fernoctán y Bruma. Bor fin, el día 10 llegamos a Acruria…

Acruria estaba construida sobre el Kishel, una montaña muy escarpada cuya cima sobresalía por entre todas las demás. A su pie se extendía un fértil valle surcado por un río de aguas verdes y gélidas. Allí dejaron los caballos, incluso a Riamar.

—Estarán bien cuidados —les tranquilizó Baoyim. A orillas del río había amplias praderas en las que pastaban cientos de caballos, tan libres como si fueran salvajes. Baoyim le explicó que las Atagairas de la ciudad bajaban cada pocos días al valle a visitar a sus monturas y practicar con ellas, pues, paradójicamente, la caballería era un arma muy apreciada en aquel reino montañoso. Aunque tampoco desdeñaban a sus batallones de urimelos, que podían sorprender a los enemigos atacándolos desde zonas inaccesibles.

Antes de emprender la subida final, Baoyim les dio unas bolas verdes para que las masticaran.

—Qué divertido —dijo Ariel, que descubrió que podía hacer pompas con aquella masa blanda y elástica—. ¿Qué es?

—Es la goma que exuda una planta llamada queruba. Sirve para aliviar el mal de las alturas.

Derguín levantó la mirada hacia el cielo. La pared que debían ascender era un inmenso farallón vertical.

—¿Te refieres al miedo?

Baoyim se rió de buena gana.

—No. Cuando se sube, el aire se vuelve cada vez más ligero y cuesta respirarlo. Os dará la impresión de que hay que llenar más veces el pecho, y que aun así no conseguís nada. También notaréis palpitaciones, dolor de cabeza y puede que náuseas. Hay gente que esputa sangre. Mascar queruba ayuda a sobrellevarlo mejor.

—¿Y si nos quedamos aquí abajo? —sugirió el Mazo.

—La reina quiere conocer al Zemalnit y a sus acompañantes. Es la única forma de que os deje atravesar Atagaira para llegar a Etemenanki.

Derguín le había contado a Baoyim que tenía que llevar aquella estatua a Etemenanki a cualquier precio, aunque no le había explicado la razón. La capitana Atagaira no se la preguntó. Sin embargo, Derguín la sorprendió una vez levantando una esquina de la manta y examinando con curiosidad el rostro petrificado de Mikhon Tiq.

—Puedes dejarla aquí —le dijo Baoyim—. La cuidarán aún mejor que a tu caballo, si eso es lo que te preocupa.

—Imposible. Mikha vendrá conmigo.

—¿Cómo piensas subir con esa estatua hasta Acruria?

—Atada a mi espalda. Debo acostumbrarme. Después tendré que subir con ella aún más arriba. Hasta el mismísimo cielo.

… Subimos por una pared vertical de más de setecientos metros. Se asciende por rampas de madera dispuestas en zigzag sobre la pared de la montaña. El ancho de la pasarela es de poco más de un metro, y sin embargo las Atagairas suben y bajan sin ningún temor. Le pregunté a Baoyim cómo se sabía si las vigas se hallaban en buen estado. Ella me dijo que cuando una viga se rompe y se despeñan tres o cuatro mujeres, es el momento de cambiarla. Pensé que se burlaba de mí, pero me lo aseguró con gesto tan serio que tuve que creerla.

Al final de la ascensión, llegamos a una abertura en la roca. Cruzamos el interior de la montaña por túneles de sección circular, aunque tienen el suelo recto, pues lo rellenan con tierra y losas. La superficie de las paredes es casi tan lisa como el metal. Le pregunté a Baoyim cómo conseguían tallar la piedra con esa perfección, y ella levantó la mano y me dijo: Noshir. Recuerdo que en tus libros hablas de las brujas de la tierra que conocen el secreto para fundir la roca, y me pregunto si no será algo más que una leyenda.

Los túneles están alumbrados por luznagos, aunque también se usan lámparas y antorchas. El aire no es rancio, pues las Atagairas excavan conductos que unen los túneles con el exterior, de modo que siempre hay corriente. El frío era muy intenso, aunque Baoyim me explicó que en sus moradas se calentaban con braseros y que a las viviendas de las Atagairas más ricas incluso llegan aguas termales.

No sólo cruzamos túneles, sino que también subimos por varias escaleras de caracol. Cuando aparecimos al otro lado de la montaña y vimos por fin la ciudad de Acruria…

… había nubes bajo sus pies. Derguín contuvo el aliento. El panorama que se abría ante ellos era de una belleza tan sobrecogedora que ni siquiera la caldera de Narak la igualaba.

Derguín se asomó a un mirador de madera colgado sobre el abismo. Acruria estaba esculpida en el interior de un vasto acantilado en forma de C que se abría hacia el sur. El relieve natural de la pared había sido transformado por el esfuerzo de siglos en una ciudad vertical de detalles minuciosos e intrincados. Allá donde volvía la vista Derguín, no había sección del acantilado que no estuviera tallada con relieves, transformada en columnas, ventanales o frontones. Había puertas, ventanas y terrazas que asomaban al vacío, y cuerdas, rampas y escaleras por las que una multitud de mujeres subían y bajaban al borde del precipicio.

Derguín miró hacia abajo. La pared se perdía en aquella nube blanca que colgaba a sus pies, y hasta allí llegaban las ventanas, las fachadas y las escaleras arrancadas a la roca de la montaña.

—Acruria mide dos mil metros en vertical —le explicó Baoyim—. Y sigue creciendo.

Por toda la pared había mujeres colgadas de arneses, trabajando sobre el vacío para reparar desperfectos o tallar aquellos rincones en los que aún quedaba espacio. Baoyim les explicó que entre ellas la cantería y la escultura eran artes muy apreciadas.

—Pero ¿no sois todas guerreras? —preguntó Ariel.

—Sí. Siempre somos guerreras y otra cosa.

—¿Y tú qué eres?

—Ariel… —advirtió Derguín.

—No importa. Yo me dedico a las artes curativas. Y, aunque no poseo talento para esculpir, he posado para varias esculturas.

Derguín enarcó una ceja. Había observado que Baoyim, por no ser albina, despertaba admiración, pero también cierto rechazo. Le extrañaba que una persona tan distinta de las demás Atagairas sirviera como modelo.

—Habrás observado que las estatuas de la pared no tienen colores —dijo Baoyim, interpretando su gesto—. Mira allí. Esa es la Torre de Iluanka.

Al otro lado de la C, cruzando más de doscientos metros de abismo, se abría una gran grieta vertical en la pared. La atravesaba un puente de piedra que llevaba hasta una aguja casi desgajada del resto del acantilado, una gran torre natural. Baoyim señaló hacia arriba, donde una enorme serpiente alada se enroscaba sobre una hilera de ventanas con cristales de colores.

—Debajo de la dragona está el palacio de la reina Tanaquil. Y allí es adonde vamos ahora, tah Derguín.

Los tres viajeros y las seis Atagairas que los escoltaban caminaron por una balaustrada que seguía el interior de la C. Derguín disfrutaba del paisaje, pero el Mazo caminaba con el hombro pegado a la pared de la derecha y sin apartar la mirada de sus pies, y Ariel no las tenía todas consigo. Hubo un momento en que, al llegar a un voladizo de medio metro de anchura, ambos se negaron a seguir. Tuvieron que retroceder, recorrer un pequeño laberinto de túneles y subir una escalera de caracol excavada dentro de la montaña.

Llegaron al puente que cruzaba a la Torre de Iluanka. Ocho Atagairas montaban guardia, armadas con lorigas de escamas doradas que les llegaban hasta los tobillos. Baoyim le explicó que pertenecían al Teburash, la guardia personal de Tanaquil, compuesta por ciento sesenta y nueve guerreras, trece por cada una de las marcas del reino. Cuando llegaron ante la puerta del palacio, la oficiala de guardia se cuadró ante ellos.

—Sólo el Zemalnit puede entrar en la Sala Real. Los otros dos hombres deben ir al harén.

Cuando Ariel le tradujo lo que había dicho la mujer, el Mazo se frotó las manos.

—Bueno, no es tan malo después de todo.

—Me temo que no lo has entendido bien —dijo Baoyim en Nesita—. Nuestro harén no es como los vuestros. Aquí los hombres están confinados dentro, y son las mujeres las que acuden para… Puedes imaginártelo.

El Mazo frunció las cejas tanto que casi se le juntaron con el bigote, y luego empezó a proferir blasfemias e improperios contra Atagaira y todas sus mujeres. Derguín tuvo que tirar de él con todas sus fuerzas hasta el centro del puente para evitar que se peleara con toda la guardia.

Después de negociar un rato con la oficiala, Baoyim volvió meneando la cabeza.

—No he conseguido que os alojen en otro sitio, pero al menos os darán una alcoba aparte, dentro del harén, para que no tengáis que mezclaros más de lo necesario con los otros… machos.

—¿Conque así los llaman? —rezongó el Mazo.

—Os aseguro que ahí estaréis bien —dijo Baoyim—. La comida y la bebida son excelentes, y ninguna mujer recurrirá a vuestros… servicios. Tampoco os pondrán la argolla al cuello, que es el distintivo de los…

—¿Huéspedes? —preguntó el Mazo, echando chispas por los ojos.

—En Atagaira no tenemos huéspedes varones. Sólo prisioneros. —Baoyim miró a Derguín, con el rostro sofocado. Era evidente que la situación la turbaba tanto como a ellos—. La reina ha hecho una excepción contigo por ser el Zemalnit.

—No me parece bien que me separen de mis amigos —dijo Derguín, no muy convencido. En su opinión, el Mazo estaba haciendo una montaña de un grano de arena.

—No hay otra manera. La reina de Atagaira no negocia, tah Derguín. Y ya no puedes volver atrás…

Los ojos de Baoyim suplicaban. Derguín se volvió hacia el Mazo. Diantre, no le vendría mal una lección por la trastada que había hecho en el campamento de los Khrumi.

—¿Cuántos imbriales más?

—Veinte —dijo el Mazo.

—Eres un extorsionador.

Ariel tenía cara de susto, y los ojos le brillaban como si estuviera a punto de llorar. El Mazo le puso la mano en el hombro y apretó suavemente.

—No te preocupes. Conmigo no te pasará nada.

Baoyim suspiró, relajada.

—Os juro por el fuego de la dragona Iluanka que no consentiré que sufráis ningún daño. Antes moriré yo, ¿me entendéis?

—Te entiendo y te creo, Baoyim —respondió Derguín.

… Así, separado de mis compañeros, fin conducido a la Sala Real. Se trata de un gran recinto excavado a partir de una gruta natural que fue agrandada por las canteras Atagairas. El techo está tallado con relieves que imitan un artesanado de madera, y las paredes decoradas con bajorrelieves, pues las Atagairas son mucho más amantes de la escultura que de la pintura. Al final de la sala, se encuentra el trono, tallado en madera y marfil. Representa a la dragona Iluanka, en cuyas garras reposan los brazos de la reina y cuya mandíbula superior cuelga sobre su cabeza a modo de corona.

En la sala había Teburashi, las guardias de la reina, armadas con yelmos cónicos y lorigas doradas o corazas de cuero lacado en rojo. Pero también vi a muchas mujeres de las familias nobles que habían asistido por curiosidad y no llevaban armas. Hacía calor en la sala, caldeada por un buen número de braseros, y observé que a las Atagairas les gusta llevar ropas ligeras cuando están en el interior de sus casas o palacios. Sin duda, se debe a que cuando están bajo los rayos del sol deben cubrir todo su cuerpo para no sufrir terribles quemaduras…

… pero el efecto que las gasas, los escotes y las piernas brillantes de aceite causaban en Derguín tras dos años de abstinencia era perturbador. Desfiló hasta el trono entre cuerpos esculturales y miradas a medias hostiles y a medias curiosas. La reina Tanaquil le aguardaba sentada, flanqueada por dos filas de Teburashi.

A su derecha había una mujer que enseguida atrajo la mirada de Derguín. Tenía la piel tan blanca como las demás, pero sus cabellos tenían reflejos de cobre, y mientras Derguín avanzaba parecía devorarlo con sus ojos azules.

—¿Quién es? —susurró Derguín, sin apenas separar los dientes.

—La princesa Ziyam —contestó Baoyim—. Ahora, párate aquí.

Se detuvieron ante un escalón tallado en el suelo, a unos cuatro metros del trono. La reina debía de considerar aquélla una distancia segura, pero Derguín habría podido decapitarla antes de que una sola de sus Teburashi desenvainara una espada.

Dirigió una breve mirada a la princesa. Ella curvó las comisuras de la boca en un gesto fugaz, y Derguín, sin saber por qué, relacionó aquel pensamiento sobre su propio poder de destrucción con la sonrisa de Ziyam.

Para su sorpresa, la reina Tanaquil se levantó del trono y dio un par de pasos para saludarle. Vestía una túnica larga y pesada bordada en colores opacos, más severa que las vaporosas ropas de sus cortesanas.

—Bienvenido a Acruria, Zemalnit —le saludó en Ritión—. Han pasado siglos desde que la Espada de Fuego cruzó el umbral de este palacio. En aquel entonces la trajo vuestro emperador, Minos Iyar, para firmar una alianza entre hombres y Atagairas, la única de nuestra historia.

Derguín hizo una reverencia.

—Combatir a los inhumanos era una buena causa.

—No sólo eres guerrero, sino que conoces la historia. Eso es lo que me habían contado de ti —dijo la reina—. Por favor, siéntate a mi lado.

Una sirvienta acudió con una silla y la colocó a los pies del trono. La reina volvió a su sitio, y Derguín tomó asiento frente a ella. Las Teburashi murmuraban entre ellas, inquietas, pero Tanaquil levantó la mano para hacerlas callar y las tranquilizó en su propio idioma.

Derguín trató de apartar los ojos de Ziyam, que no dejaba de sonreírle con gesto cada vez más provocador, y estudió a la reina. Tanaquil tendría unos sesenta años. Su mandíbula era firme, su boca fina, sus ojos rasgados y fríos y, al contrario que las demás Atagairas, llevaba el cabello muy corto. No se parecía demasiado a Ziyam, que era de barbilla afilada, ojos grandes y mirada viva. Y tampoco a Tylse.

—Tú conociste a mi hija —dijo la reina, como si le hubiera leído el pensamiento.

—Así es, majestad. Tah Tylse era una mujer muy valiente, y murió de una forma desgraciada.

—He leído un estúpido libro, escrito por un mentecato que se hace llamar el Gran Barantán, en el que se asegura que Tylse era hija bastarda mía.

Derguín sonrió al recordar al hombrecillo que se hacía pasar por mago, pero no comentó nada.

—En Atagaira no hay bastardas —dijo la reina—. Sólo los hombres tienen bastardos.

—A veces los hombres somos muy torpes y lo interpretamos todo desde nuestra limitada visión, majestad.

—Tengo otras dos hijas —prosiguió Tanaquil—, Tildara, que ahora está fuera del reino en una misión diplomática, y Ziyam, esta muchacha espigada y pelirroja que ves a mi lado.

—Madre —dijo la princesa, con voz cuidadosamente modulada—, el Zemalnit va a pensar que en la corte de Atagaira no existen los modales.

Derguín se levantó del asiento e hizo otra reverencia. Ziyam le correspondió con una sonrisa que dibujó dos hoyuelos en sus mejillas. Llevaba un vestido rojo y pegado al cuerpo, a juego con su pelo.

—El protocolo siempre ha sido una pérdida de tiempo, y ya soy vieja —respondió Tanaquil—. Siéntate, tah Derguín. No te he recibido sólo por curiosidad, ni tampoco…

… por pura hospitalidad. La reina Tanaquil quiere mi ayuda. Como te comentaba antes, maestro Tarondas, la marca de Duluvia se ha levantado en armas contra ella. Dentro de unos días, una fuerza de mil guerreras de Acruria y los valles cercanos partirá para someterlas.

Tanaquil, en sus propias palabras, ha librado demasiadas campañas. Dice que cuando ella subió al trono, hace treinta y siete años, había catorce mil Atagairas capaces de tomar las armas. Ahora son trece mil. Quiere evitar que se produzcan más sangrías entre su población, pues teme que en un futuro cercano necesiten todos los brazos disponibles. Ha oído hablar de los Aifolu, y sospecha que el Martal no tardará en acercarse a las fronteras de su reino.

Por eso me ha pedido que la acompañe a Duluvia. Piensa que Láride, jefa de la marca rebelde, accederá a rendirse si ve que la Espada de Fuego combate por la reina. Y, si hay que luchar, Tanaquil cree que al menos le evitaré la pérdida de muchas de sus valiosas guerreras.

A cambio, la reina me ha prometido un salvoconducto. Con él, podremos atravesar las montañas por un paso subterráneo que nos llevará a Iyam. Dice que ese atajo compensará de sobra el tiempo que pueda demorarme en Duluvia. Cuando…

Derguín se dio cuenta de que había vaciado el tintero. Dejó la pluma a un lado y se levantó. Sus ropas yacían sobre una alfombra de lana, a los pies de la cama, y Zemal descansaba en una silla de cuero. Acarició su empuñadura un momento, la desenvainó apenas unos milímetros y sintió la vibración familiar que atravesaba su palma.

A pesar de la ventilación, le apetecía respirar aire fresco. A la derecha de la cama había una puerta de madera. La abrió con cuidado para no despertar a la mujer y salió a un balcón que se asomaba al abismo. Ya había pasado la medianoche, pero aún brillaban mil luces, como un enjambre de luznagos colgados de aquella pared que bajaba y bajaba hasta fundirse con las nubes. Levantó la mirada, buscando el pequeño círculo del cielo. Sólo se veía a Shirta, la luna verde, la diosa de cuyas leyes se burlaban las Atagairas. Hacía mucho frío, pero Derguín aún guardaba el calor de la Espada bajo la piel.

Apoyado en la balaustrada de granito, olió el perfume de la mujer. Ella le echó el aliento en el cuello y le recorrió la espalda con las uñas. Derguín notó que se le erizaba el vello. Luego, la Atagaira se apretó contra él. Tenía los pechos pequeños y duros. Derguín sintió que el deseo regresaba. No era extraño. Tenía mucho tiempo que recuperar.

—Has dejado tu espada ahí dentro, Zemalnit. ¿No tienes miedo de que te la quiten?

Derguín se dio la vuelta y le levantó la barbilla para besarla. La princesa Ziyam era alta, como todas las Atagairas, pero no tenía el cuerpo tan duro y musculoso como recordaba el de Tylse. Derguín le rodeó la cintura y jugueteó con los dedos en el surco que le marcaba la columna sobre las caderas. Ella suspiró de placer.

—Si alguien lo intenta, morirá abrasado. No te recomiendo que la toques.

—Yo ya he estado a punto de morir abrasada. En tus brazos. Hace un momento.

Derguín soltó una carcajada e hizo ademán de entrar a la alcoba. Ahora sí empezaba a notar el frío, pues allí fuera helaba. Pero Ziyam lo empujó contra la balaustrada.

—Deja que me refresque, Zemalnit. Sólo un momento…

Su nariz respingona, su forma de dilatar las aletas, de ladear el cuello y levantar la barbilla eran irresistibles. Derguín pensó que una seductora como ella debía de aburrirse mucho en una ciudad de mujeres, y así se lo dijo. Ella soltó una carcajada y le miró a través de las pestañas.

—¿Eso crees, tah Derguín? Somos hijas de Taniar y siervas de la dragona. Fuimos creadas para no necesitar a los hombres extranjeros. El amor es algo que practicamos entre nosotras. Para procrear, copulamos con nuestros propios e insulsos varones en las fiestas Khamelias. Es verdad que quienes quieren un placer distinto se permiten el capricho de recurrir a los prisioneros. Pero eso no tiene nada que ver con el amor ni con la seducción. Es sólo placer carnal, como darse un banquete.

—¿Y tú… te permites esos caprichos también?

Ziyam le dio un beso en los labios, y luego se apartó de él, riéndose. Derguín empezaba a sentirse aterido, pero la princesa no daba muestras de sentir el frío de las alturas.

—Yo más que ninguna, tah Derguín. Si pensabas que eras el primer hombre, o tal vez el segundo o el tercero, o incluso el cuarto, eres mucho más simple de lo que creía. El placer es mi segunda obsesión.

—¿Y cuál es la primera? —preguntó Derguín, herido en su amor propio.

Ella le abrazó de nuevo y le susurró al oído:

—El poder. Por eso me he acostado contigo, tah Derguín.

—¿Qué quieres decir?

Ziyam le recorrió con la lengua el lóbulo de la oreja. Derguín la agarró por los hombros, se zafó de ella y entró a la alcoba. Allí buscó el calor del brasero.

—¿Te he ofendido?

Se volvió hacia el balcón. Ziyam estaba de pie en la puerta, desnuda, jugueteando con sus cabellos rojos sobre un pecho. Derguín se preguntó si no había caído en las redes de un súcubo aún peor que Tríane.

—No, no me has ofendido. Eres una mujer muy divertida, princesa Ziyam. Pero creo que ahora volveré a mi propia alcoba.

—No tengas tanta prisa —dijo ella, acercándose a él mientras se contoneaba de puntillas—. Tengo algo que pedirte, si quieres volver a divertirte conmigo.

—Ha sido suficiente, gracias.

—Tu cuerpo no parece opinar lo mismo…

Derguín recogió sus ropas y empezó a vestirse. Ella no le quitaba ojo, con una mirada que le hacía sentirse aún más desnudo que antes.

—¿No quieres saber lo que tengo que pedirte, tah Derguín?

—No.

Ziyam se le abrazó al cuello y se frotó contra él. Después se apartó un poco y le dijo:

—Mañana cenarás en privado con mi madre. Es un honor que concede a muy pocas mujeres, y desde luego a ningún hombre.

—Lo sé. Me siento halagado.

—Trataréis sobre la campaña contra Duluvia.

—Sabes tú más que yo, princesa.

—El caso es que estarás muy cerca de ella. Es curioso, con la edad se ha vuelto más confiada, y no al contrario.

—No te entiendo —contestó Derguín, que se dio cuenta de que pisaba terreno cenagoso.

—Mi madre empieza a estar senil. Lo único que quiero es que acabe su reinado de forma digna.

—Háblame claro, princesa.

—Es muy sencillo. Aunque sea una cena privada, habrá varias Teburashi cerca de mi madre. Pero sé que tú puedes ser rápido, mucho más que cualquiera de esas guardianas. ¿Aún no lo comprendes?

—Prefiero no oír más.

—Quiero que mates a mi madre —susurró Ziyam, echándole el aliento en el oído.

—¡Déjame! Estás loca.

Por fin, Derguín consiguió apartarse de ella. Se ató a Zemal a la cintura y salió de la alcoba a un recibidor cubierto de gruesas alfombras. A ambos lados de la puerta de salida había sendas armaduras, amenazadoras como mudas guardianas; una era ceremonial, embutida con ataujías de oro y platino, y la otra de guerra, más sobria y práctica. Derguín no se acababa de imaginar a aquella princesa de cuerpo felino recubierta de metal y empuñando el archa de las caballeras Atagairas.

Ziyam fue más rápida que él y se interpuso con los brazos abiertos en la puerta. Derguín respiró hondo. Aquel cuerpo desnudo era tan perturbador que podría haber nublado la mente del más casto de los Numeristas.

—No quiero que la sangre de mi madre me salpique, tah Derguín —insistió la princesa—. Las Atagairas podrían preferir a Tildara, mi hermana menor, y yo acabaría en una mazmorra. Debes hacerlo tú, un hombre, un recién llegado sin relación conmigo. Por eso te he traído a mi alcoba con tanto sigilo.

—Has conseguido traerme hasta tu lecho, cierto es. Pero si crees que por eso me he enamorado de ti y voy a obedecer tus caprichos, estás muy equivocada.

—Eres un estúpido, Zemalnit. Aún no has escuchado lo que te podría ofrecer.

—No me interesa.

—Te habría interesado. Ziyam sabe ser generosa. Pero ahora tendrás que obedecerme por fuerza.

—Lo dudo.

—Tienes amigos en Acruria.

—No, princesa. Como bien dices, soy un recién llegado. No conozco a nadie aquí.

—Los huéspedes del harén. El gigante barbudo y el niño —dijo Ziyam. Tenía las pupilas frías y pequeñas como cabezas de alfiler. Derguín se estremeció—. Sé que valoras en muy alto grado la amistad. Hace poco has perdido a un buen amigo. Sí, tah Derguín, no estamos tan aisladas del mundo como crees. ¿Quieres perder a otros dos compañeros?

—Están bien custodiados.

—¿Y quién crees que ha seducido a más guardianas y Teburashi de lo que mi madre sospecha? Ah, tah Derguín, hay tantas mujeres en Acruria que beben los vientos por mí, que me bastaría con chasquear un dedo así para conseguir a cinco voluntarias para asesinar a mi madre. Pero quiero que seas tú quien lo haga. Alguien que no volverá a pisar Atagaira jamás.

Derguín dio un paso hacia la puerta. Ziyam estaba en su camino y la empujó, con tanta fuerza que la derribó al pie de la armadura dorada. La princesa se quedó tumbada sobre un costado, se apartó el pelo del rostro y volvió a sonreír.

—Piénsalo, tah Derguín. Como reina de Atagaira, te arrestaré, te liberaré en secreto y te dejaré atravesar el túnel para que entres en Iyam. Una vez allí, haz que te despedacen los inhumanos si ése es tu deseo.

Derguín abrió la puerta para salir, pero, a su pesar, la voz de Ziyam lo retuvo en ella. La princesa se había levantado de la alfombra y se recomponía el peinado con gesto inocente.

—Si mañana mi madre sale viva de esa cena, no volverás a ver a tus amigos. Regresa a tu habitación y piénsalo.

—No hay nada que pensar.

—No hables con nadie de esto, tah Derguín. No intentes visitar a tus amigos. Yo estaré informada de cada suspiro que se te escape incluso en tus sueños…

—Eres una zorra, Ziyam —masculló Derguín.

—Mi marca de Iluanka es el águila, tah Derguín, no la zorra —le dijo ella desde el umbral—. Por cierto, si cuando llegues a tu alcoba descubres que te falta algo, no te asustes. Esa estatua que tanto valoras está a buen recaudo. Parece tan frágil…

Ziyam cerró la puerta y no añadió nada más. Ya había dicho más que suficiente.