Cercanías de Malib
Campamento de la Horda Roja

Apenas habían pasado dos horas desde que el duque Forcas abandonara el campamento de la Horda, dejándolo en manos de Vurtán, cuando estalló el motín. La pequeña ciudad temporal que albergaba a mercachifles, prostitutas, saltimbanquis, traficantes y cambistas diversos fue la primera víctima de la furia de los soldados, pero las llamas se propagaron también al cuadrante del batallón Sable.

Desde que empezaron los disturbios, Vurtán ordenó que Aidé permaneciera confinada en la alcoba del pabellón de mando. Cuando oyó el griterío y le llegó el olor del humo, pensó que les atacaban los Khrumi. Luego oyó la palabra motín, pero nadie acudió a darle explicaciones. En la puerta que separaba su alcoba de la sala general montaba guardia Trescuerpos. El gigante ocupaba todo el hueco, y su cabeza desaparecía por encima del borde de la cortina. Cuando Aidé le preguntó qué sucedía, Trescuerpos se agachó y le contestó con la voz oscura debida a su prognatismo:

—No lo sé, dama Aidé. A mí sólo me han dicho que no me mueva de aquí y que no deje pasar a nadie.

Ulura, que gracias a sus influencias se las había ingeniado para salir de la tienda, volvió al atardecer, despeinada y con el vestido arrugado.

—Es por culpa del dinero —le explicó, jadeando.

—¿Qué ha pasado? ¿Han pagado de menos?

—Las monedas, señora. Los áureos de Malib pesan un tercio menos que los imbriales, pero esos granujas pretenden pasarlos como si fueran iguales. Y los radiales de plata no son de plata, sino de vellón.

Aidé comprendió. Que a los soldados les retrasen la paga los irrita y los vuelve propensos a las maledicencias, la indisciplina y los corrillos. Pero que los estafen con moneda de baja ley es una llamada al motín y al saqueo.

Poco después, cuando las sombras ya caían y los gritos y los ruidos de lucha empezaban a remitir, Aidé oyó la voz de Vurtán. Decidida a averiguar qué pasaba, aprovechó que Trescuerpos había separado las piernas para repartir mejor su peso y se coló como una comadreja entre aquellos troncos de árbol.

—¡Dama Aidé! ¡No hagas eso, que me castigarán!

Vurtán estaba sentado tomando un trago de vino. No había ocupado el sitial de Forcas, sino un sencillo taburete. Sus ropas estaban sucias de hollín, y tenía los nudillos despellejados y manchados de sangre. Al ver a Aidé, se puso en pie. También se levantó su asistente Partágiro, un apuesto joven de ojos grises que, en opinión de Ulura, era un desperdicio, pues no le atraían las mujeres.

—¿Qué sucede, general? —preguntó Aidé.

Vurtán se frotó los ojos, con gesto cansado.

—Casi cincuenta muertos, mi señora. ¿Puedes creerlo? Cincuenta muertos, y aún no hemos entrado en combate.

Vurtán siempre era correcto y controlaba sus ademanes y su voz. Pero ahora el general apretaba los dientes, y las venas se le marcaban en las afiladas sienes.

—¿Has conseguido reprimir la sedición?

—Eso espero. Pero me temo que esta noche nadie dormirá.

—En ese caso, yo tampoco.

—Mejor será que vuelvas a tu alcoba, señora.

—Nunca he aceptado órdenes del duque, y no voy a aceptarlas ahora de ti.

Vurtán miró a Aidé. Tenía unos ojos oscuros, de mirada inteligente y profunda, que siempre parecían ver algo más que el resto de la gente. Pero hoy se mostraban opacos y cansados.

—Está bien, señora —contestó, apartando la mirada—. Pero no te dejaré salir de la tienda en ningún caso. Es demasiado peligroso.

La noche fue larga. No dejaban de entrar oficiales y mensajeros en la tienda. Vurtán decretó toque de queda total e hizo expulsar a todos los civiles que rodeaban el campamento y no pertenecían a la Horda. Después hizo llamar a Ahri. El Pashkriri se sentó a la mesa de mapas, delante de unas tablillas de madera con los registros de la Horda, por compañías y batallones. Cada vez que Vurtán le decía un nombre, lo apuntaba en otra lista. Algunos debían ser vigilados, y otros confinados en calabozos improvisados cerca del pabellón de mando y custodiados por el batallón Narval. Aidé sirvió café a Vurtán y a los capitanes, escuchando todo lo que se decía sin intervenir.

Al fin, el sueño empezó a vencerla. Se retiró al rincón donde dormía Kratos, corrió los visillos y se tendió sobre su colchoneta. Al taparse, se dio cuenta de que el olor del Tahedorán había quedado impregnado en la manta. De golpe la asaltaron todos los recuerdos de lo que había sucedido en el coto de caza de la reina. Los hombres que habían intentado violarla, aquel al que ella misma apuñaló; y, sobre todo, los brazos de Kratos, sus besos, su cuerpo sobre la hierba y las piedras del suelo. Al día siguiente, mientras la bañaba, Ulura había observado con gesto a medias severo y a medias cómplice los rasguños de su espalda, pero no dijo nada.

Acunada por el tibio recuerdo de Kratos, Aidé se quedó adormilada. Pero de pronto el corazón se le aceleró y se incorporó con la sensación de que algo iba mal, se vistió y salió de la alcoba.

Los faldones de la puerta de la tienda estaban levantados. Entraba aire fresco, y el suelo de la explanada se veía rojo bajo la luz de Taniar. Vurtán y varios capitanes escuchaban con gesto grave el relato de otro hombre. Este, un sargento al que Aidé conocía de vista, permanecía sentado bebiendo un tazón de caldo. Una venda manchada de sangre rodeaba su pierna izquierda, y tenía la capa desgarrada y sucia.

Aidé recordó que aquel hombre había partido por la mañana hacia Malib, con Forcas y Kratos. Su corazón empezó a palpitar aún con más fuerza.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Todos miraron a Aidé, pero nadie habló. El sargento agachó la mirada y dio un sorbo del tazón. Por fin, Vurtán se acercó a ella y le tomó la mano.

—El duque ha muerto, señora.

—¿Cómo?

Aidé sintió que las piernas le flaqueaban. Un capitán le acercó una silla. Se sentó en ella, mientras su mente trabajaba a toda velocidad. Lo primero que pensó era que Kratos había tomado una decisión, la decisión que ella misma le había exigido. Se tapó el rostro con las manos y ahogó un sollozo que era más bien una carcajada de júbilo. Luego alzó la mirada y comprobó que Kratos no estaba allí. Al ver a Vurtán, que parecía estudiarla con gesto inescrutable, comprendió que, si Kratos había asesinado al duque, Vurtán lo haría ejecutar. Su alegría se esfumó como una nube de verano.

¿Qué insensatez hemos cometido?, se preguntó.

—Traed vino y caldo caliente para dama Aidé —ordenó Vurtán.

—Sólo café —pidió ella—. Quiero saber cómo ha sido.

El sargento volvió a desgranar su relato a trompicones. Una traición en un banquete. Los soldados se encontraban en la parte inferior de la pirámide cuando los atacaron hombres armados con rasgos Ainari. Se defendieron como pudieron, pero la mayoría habían bebido mucho, y los agresores eran más que ellos y les disparaban desde las galerías. Algunos lograron salir de allí, pero la mayoría murieron sobre la misma mesa de la cena. El propio sargento organizó a un grupo y, en vez de huir por la plaza, se abrieron paso por las escaleras de la pirámide para tratar de reunirse con el duque y los generales. Pero cuando ya llegaban a la sexta terraza, encontraron una fila de picas, y ensartadas en ellas las cabezas de Forcas y los demás generales y capitanes que habían asistido a la fiesta de la reina.

Aidé, que tenía las manos engarfiadas en los brazos del asiento, no aguantó más y se levantó.

—¿Y Kratos May? —preguntó. Todos la miraron con gesto extraño, como si sospecharan algo. Intentó reparar su error—. ¿Cómo es que no ha podido defender al duque? Es un Tahedorán…

—Él también está muerto, señora. Vi su cabeza junto a la del duque, y el estandarte de tu padre ondeaba entre ambos. Es horrible. Nos han traicionado… —El sargento enterró la cabeza entre las manos y sollozó.

—Compórtate —dijo Vurtán—. Eres un Invicto.

El sargento se enjugó las lágrimas y prosiguió con su relato. El mismo logró organizar a los cincuenta hombres que quedaban vivos, y se retiraron acosados por los guardias, los atacantes Ainari y la propia chusma de Malib. Milagrosamente, lograron llegar a la puerta de Manígulat y huir de la ciudad. Sólo siete habían llegado vivos al campamento.

Todas aquellas palabras sonaban en los oídos de Aidé como ecos sin sentido. Sólo veía la cabeza de Kratos, clavada en una pica.

A la mañana siguiente la compañía Terón se retiró del pabellón de mando y la relevó la compañía Lobo. Aidé seguía despierta, insensible a todo, como si alguien le hubiera extraído las entrañas. Después de su cuarto café, Ulura insistió en que debía tomar algo más suave para su estómago y le dio un caldo de pollo.

Soy la hija de Hairón. Tenía que reaccionar. La Horda que había fundado su padre corría peligro de ser aniquilada. No podía quedarse llorando como una niña por haber perdido a su amante.

Volvió a entrar en la alcoba, se lavó, se cepilló el pelo y se cambió de ropa. Después salió a la sala general. Había cinco oficiales sentados a la mesa de mapas, que se pusieron en pie al verla. Vurtán había salido. En el exterior sonaban órdenes y trompetas. Todo el campamento estaba en alerta, y las compañías formadas en armas.

Poco después, la cortina de cuero se abrió y entró Vurtán, seguido por su ayudante Partágiro. Ambos venían discutiendo.

—Es una orden.

—Pero, Vurtán… —El joven se dio cuenta de que había gente escuchándolos y cambió el tratamiento al instante—. General, estoy bien.

—Tres horas. Duerme tres horas. Necesito gente fresca a mi lado.

—Pero tú…

—Yo soy más viejo y no me hace falta dormir tanto.

Vurtán envió afuera a Partágiro, con una palmada en la espalda que sonó a placas de metal. Después se acercó a la mesa de mapas. Parecía más despierto que cuando empezó la noche.

Es porque ahora tiene el mando supremo de la Horda, pensó Aidé.

—¿Quieres café, general? —le preguntó.

—Sí, gracias.

Le hizo un gesto a Ulura. Ella le dijo que esperara un momento, pues tenía que preparar más café en el puchero.

Aidé se acercó a la mesa de mapas. El capitán Frínico, un joven de pómulos altos y cabellera negra y recién cepillada, se apartó un poco para que ella pudiera ver. Aidé recordó que Frínico acababa de perder a su padre, el general Alpenor.

Los oficiales, que parecían haberse acostumbrado a la presencia de Aidé, la miraban de reojo con gesto de compasión. Ella sabía que, pese al color tostado de su piel, ahora estaba pálida y tenía los ojos hinchados y enrojecidos.

Seguramente, ninguno de ellos se imaginaba que había llorado por Kratos May. Y si alguno lo pensaba, que se fuera al infierno.

En la mesa habían desplegado un gran mapa de Malib. La muralla se veía entera, con las medidas de cada lienzo y cada bastión escritas en tinta roja. En el interior, algunos barrios aparecían detallados calle por calle, mientras que otros estaban en blanco.

—Es obra de Ahri —explicó Vurtán.

El Pashkriri, que había dormido en una esterilla, se acercó a la mesa bostezando y frotándose las mandíbulas para espabilarse. Mientras, seguían entrando capitanes. Las insignias indicaban que había cuatro del batallón Narval, y dos por cada uno de los demás batallones. Vurtán prefería tener cerca a sus hombres de confianza.

Ahri explicó que las zonas en blanco del mapa se debían a que no había podido visitar todos los barrios de la ciudad.

—En particular éste —dijo, señalando un recinto amurallado en la parte norte—. Es Asharat, el barrio de los Rasgados.

—¿Quiénes son ésos? —preguntó el capitán Cantero, del batallón Sable, un hombre de mejillas escurridas y barba canosa.

—Así llaman a los descendientes de los Ainari que llegaron con Minos Iyar hace más de trescientos años.

—Son los mismos que han asesinado a los nuestros —masculló Frínico.

Vurtán carraspeó. Hubo unos segundos de silencio. Al fondo, se oía el molinillo de Ulura triturando los granos de café.

—Bien, caballeros —dijo el general—. En menos de un día hemos recibido dos golpes muy duros. No habrá un tercer golpe. Vamos a actuar.

—¡Hay que arrasar ese nido de víboras! —exclamó Oxay, capitán de la compañía que hacía guardia en el pabellón. Era un hombretón de piel pálida y casi dos metros de altura, que enrojecía a rodales cuando algo le alteraba.

Cantero hizo un gesto sobre el mapa, rodeando el perímetro con el dedo índice.

—Malib es demasiado extensa. No disponemos de máquinas de asalto lo bastante potentes para asediarla. Además, aunque la tomemos, ¿cómo vamos a controlarla? Tiene más de medio millón de habitantes.

—Tiene razón —dijo otro capitán—. No me entusiasma pelear por los callejones mientras nos tiran cascotes desde las azoteas.

—Y también aceite hirviendo —intervino el joven Frínico—. Yo ya lo he vivido, y perdí a varios de mis hombres. Pero no podemos dejar que esta traición quede impune.

—No necesitamos asediar ni controlar la ciudad —dijo Abatón, del batallón Jauría. De complexión atlética, no había capitán que lo aventajara en la carrera. A Aidé le habría parecido atractivo si no fuera por la cicatriz que atravesaba la cuenca de su ojo vacío y que no se dignaba cubrir con un parche—. Tan sólo tenemos que asaltar la puerta de Manígulat, saquear todo lo que podamos y prender fuego a la ciudad.

—La sangre de tu padre no quedará impune, Frínico. Ni la de nuestros camaradas asesinados —aseguró Vurtán, y luego se dirigió a Abatón—. Sin embargo tenemos que pensar con la cabeza, no con las vísceras. La puerta de Manígulat es sólida y está bien custodiada. La ciudad es más accesible por el norte. Aquí —señaló en el mapa—, por donde entra el río.

Ulura se acercó a Aidé con una taza de café humeante. Ella se la ofreció a Vurtán, que extendió las manos sobre el mapa para tomar la taza y le dio las gracias. Después se la llevó a los labios, pero el café estaba tan caliente que lo pensó mejor y siguió explicando.

—Sí, Abatón. Enviaremos tropas a la puerta de Manígulat, como si fuéramos a atacar por allí. Pero cuando oscurezca, mandaremos a los hombres de Arcaón a la puerta del río.

—Según mis cálculos, hay que atravesar buceando un túnel de cincuenta metros —dijo Ahri.

—¿Podrán resistir tanto tus hombres? —preguntó Vurtán, dirigiéndose a Arcaón.

El jefe de los arqueros asintió.

—Tengo dos compañías de Malirie. Muchos de ellos han sido buscadores de perlas antes que soldados. El problema es que antes de llegar a la salida de ese túnel se topen con una reja.

—No creo que haya ninguna reja —contestó Vurtán, tomando un sorbo de café—. Hace dos semanas, hice arrojar un maniquí de madera al río, al norte de la ciudad. El maniquí pasó por debajo de la muralla y apareció en el interior de Malib.

—¿Estás seguro?

—Yo mismo lo comprobé —repuso Ahri—. La gente creyó que se trataba de un hombre ahogado. Hubo un tipo que se arrojó al agua. Luego resultó que lo que quería era robarle las ropas, no rescatarlo.

Hubo una carcajada general y comentarios sobre la codicia de los Malibíes. Aidé comprendió entonces que Vurtán había tomado el control de la Horda desde hacía tiempo y que, previendo problemas en Malib, había recurrido a Ahri y, sin duda, a otros espías.

Ahora que había muerto el duque, la Horda Roja tenía un jefe de verdad. No sólo lo sabía Aidé. Los hombres que rodeaban la mesa de mapas estaban tensos, pero las dudas y la desconfianza que provocara Forcas se habían despejado. Era extraño, pero por primera vez en muchos días el aire del pabellón de mano no parecía sofocante. Los capitanes tenían a un general que sabía lo que quería hacer y lo que quería que hicieran ellos.

Lo terrible era que, para llegar a esa situación, hubiera tenido que morir también Kratos May.

—Cuando los buceadores salgan del túnel, irán a este punto de la muralla y nos abrirán… —Vurtán se interrumpió y apartó la cara para toser—. Perdón. Quiero decir que nos abrirán…

Volvió a pararse para toser. Esta vez fue un acceso incontrolable. Su rostro enrojeció por el esfuerzo, y le salió café por la boca, y luego por la nariz. Frínico le agarró de un brazo y le palmeó la espalda. Pero Vurtán se apartó de él y se apretó el estómago con gesto de dolor. Empezó a encorvarse y acabó cayendo al suelo, donde empezó a patalear entre toses y gritos.

—¡Llamad a un médico! —gritó alguien.

Cantero se agachó sobre Vurtán y tiró de él para levantarlo. Frínico lo apartó.

—¡No hagas eso! ¡Es peor!

—¡No os acerquéis tanto! —exclamó Ahri—. ¡Dejadle respirar!

Los capitanes, asustados, se abrieron en círculo, mientras Ahri se agachaba junto a Vurtán e intentaba desabrocharle el peto. El general se retorcía en el suelo, mientras de su boca salían espumarajos negruzcos. De pronto, arqueó la espalda, se mantuvo un instante apoyado sobre la nuca y los talones, y tras unos segundos se derrumbó sobre la alfombra.

Ahri se llevó las manos a la boca. Sus ojos, congelados en un gesto de terror, se veían más saltones que nunca. Tras los aullidos de agonía de Vurtán, un silencio sólido como un cristal se adueñó del pabellón.

—Está muerto… —susurró Ahri.

Cantero se volvió hacia Aidé y echó mano a la espada.

—¡Ha sido ella!

Frínico le agarró del brazo.

—Espera. Es la hija de Hairón.

—Me da igual quién sea. ¡Lo ha envenenado! ¡Voy a sacarle las tripas!

Mientras Frínico seguía agarrando por el codo a Cantero, Aidé retrocedió, sin comprender aún lo que había pasado.

El café. Lo último que había bebido Vurtán era café. Se lo había dado ella. Y a ella se lo había dado Ulura. Sus ojos buscaron a la criada, pero había desaparecido.

A una orden de Oxay, dos soldados de guardia prendieron a Aidé.

—Encadenadla —dijo el hombretón—. Ya decidiremos qué hacer con ella.

No por primera vez, Kratos estaba prisionero. Cuando era joven, el mismo corueco que le dejó de recuerdo tres cicatrices paralelas en el cuello se lo llevó a su cubil. De allí lo sacó Yatom, el mago. Después, durante el certamen por Zemal, lo apresaron los hombres de Togul Barok y lo encerraron en el castillo de Grios. En aquella ocasión fue Derguín quien lo salvó, aunque su propia espada también tomó parte en la acción.

Era la tercera vez que se dejaba apresar como una mosca en una telaraña. Torpe, torpe, tres veces torpe, se repetía.

A veces los apuros se resuelven solos, recordó. Así lo afirmaba su padre. Así lo había creído él cuando el duque le ofreció la mano de Aidé y el puesto de mariscal de la Horda Roja. Y justo en ese instante, cuando todo se iba a solucionar, cuando el destino parecía a punto de otorgarle lo que durante tantos años le había negado, Kartine había abatido su hacha de verdugo sobre su cuello.

No sabía dónde estaba, pero sospechaba que no había salido de la pirámide. Se hallaba en una estancia de unos veinte metros cuadrados. El mobiliario consistía en una cama muy ancha, un hachón de bronce y una bacinilla. Las paredes estaban cubiertas por cortinas y tapices que representaban sangrientas escenas de caza y mitología. Lo sujetaban dos cadenas de eslabones dorados, pero tan sólidos como acero forjado. Al menos, los grilletes que rodeaban sus muñecas estaban forrados por dentro con tafetán. Ambas cadenas estaban ancladas en argollas situadas en rincones opuestos de la estancia. Le quedaba cierta libertad de movimientos, lo justo para levantarse de la cama y acercarse a la bacinilla. Cada vez que la usaba, un eunuco entraba a retirarla, lo que le hacía sospechar que lo espiaban por algún orificio.

Según le dijeron sus carceleros, había pasado casi tres días inconsciente. Los efectos combinados de Urtahitéi y del narcótico que había respirado estuvieron a punto de matarlo. Lo habían alimentado casi a la fuerza, con los mismos batidos que bebía la Divina Samikir. Debían de ser muy nutritivos, pues se despertó repuesto de las secuelas de la aceleración. Pero el hombro le dolía más que nunca, y sentía la espalda tumefacta por la silla que le habían roto en las costillas.

Cada pocas horas le traían una bandeja con comida y bebida. Había vino y agua, caracoles guisados fuera de sus conchas, cangrejos de río picantes y una crema que sabía a langostas. Harto de aquella extraña dieta, a la tercera vez se negó a probar bocado, pero uno de los eunucos le convenció a fuerza de golpearle en el hombro derecho con los nudillos. Al parecer, todo el mundo conocía ya sus debilidades.

Había perdido la noción del tiempo. A veces dormía, a veces estaba despierto, y a veces no estaba muy seguro. Sospechaba que en el vino le mezclaban algo raro, pues no bebía tanta cantidad para sentirse tan mareado. Pero era mejor así. Se acordaba del banquete, de Ihbias usando a Krima para acuchillar el cadáver de Forcas, de Aidé, de sus camaradas de la Horda. Pero eran imágenes que pasaban por su mente como nubes por el cielo, sin dejar huella en él.

La cortina que tapaba la puerta se abrió, y por ella entró un hombre alto y grueso, de mejillas lustrosas y amplia papada. Kratos, aturdido, tardó un instante en reconocerlo. Era Barsilo, el visir de la corte. Junto a él entró un eunuco aún más alto, con el torso desnudo y lampiño cubierto de aceite.

—Saludos, tah Kratos. Vengo a anunciarte un gran honor.

—¿De veras?

—Has sido elegido por la Divina y Deseada Samikir, que ha decidido ponerte a prueba.

—¿Otra vez? —preguntó Kratos, recordando su duelo en la sala de audiencias.

—Digamos que ahora se te requiere otra clase de esgrima —respondió Barsilo, abanicándose con unas plumas de avestruz—. Tienes la inmensa fortuna de que la reina ha visto algo en ti, y ha pensado en ti como futuro rey consorte. Tan sólo quedan seis días para que Aulamugdán se libere de su cuerpo mortal y la Divina y Deseada Samikir celebre su nuevo matrimonio. Contigo.

—Se me van a hacer eternos —respondió Kratos.

—No tienes por qué estar impaciente. A la Divina y Deseada Samikir, que no deja de ser soberana de una ciudad de mercaderes, le gusta comprobar la calidad del género antes de pagar por él.

Kratos soltó una carcajada.

—¿Así que no va a llegar virgen a la boda? Entonces no la quiero.

Barsilo le hizo una señal al guardia. El espadón se acercó a Kratos y le dio un puñetazo en el hombro. Tenía los nudillos gordezuelos de un bebé, pero bajo la grasa su mano era dura como un martillo. Kratos apretó los dientes, pero no se quejó.

—El sarcasmo es una forma inadecuada de expresarse cuando se habla de la Deseada y Divina Samikir —dijo Barsilo—. Te abstendrás de él en lo sucesivo.

—Como tú digas, eunuco.

—La reina es virgen por esencia, pues su integridad divina no conoce menoscabo. Ahora bien, te recomiendo que no la defraudes. El destino de rey consorte es envidiable, y como honor no admite parangón.

—Entonces ¿por qué no te casas tú con ella?

Barsilo inclinó la barbilla y el guardia volvió a golpear a Kratos, aún más fuerte que antes.

—Los servicios que le presto a la reina son de otra categoría —dijo el visir—. Ahora, se te preparará para la prueba.

—No tocaría a tu deseada reina aunque fuese la última mujer de Tramórea.

—Oh, pero eso no está en tu mano —dijo Barsilo, con una sonrisa untuosa—. Sólo los eunucos podemos resistirnos a ella.

Dos sirvientes entraron a la estancia. Bajo la mirada del visir, y sin quitarle los grilletes, lo desnudaron, lo lavaron con esponjas, depilaron todo su cuerpo y lo ungieron de aceite. Kratos se dejó hacer y, sin darse cuenta, se quedó dormido.

Cuando abrió los ojos, Barsilo se había ido. Kratos levantó la barbilla y olisqueó. Había un olor inconfundible, cada vez más intenso. Era el perfume de la reina. El cuerpo de Kratos, desnudo, reaccionó por sí solo.

La cortina se abrió de nuevo. La reina pasó a la alcoba, escoltada por sus dos eunucos.

—Dejadnos —dijo Samikir.

Los eunucos apartaron las plumas de avestruz que cubrían a la reina y salieron de la estancia. A la luz de las llamas del hachón, Kratos contempló por primera vez el cuerpo de Samikir.

—Sabemos que vosotros, los Invictos, nunca habéis creído en nuestra divinidad. ¿Qué opinas ahora, Kratos May? ¿Estás ante una diosa o no?

—No hay otra tan hermosa en el Bardaliut —contestó Kratos, maravillado a su pesar.