Darkos aprendió que cortar leña y fregar sartenes no bastaba para ganarse la comida con el Gran Barantán. Cuanto más trabajaba, más le exigía aquel hombrecillo que se hacía llamar mago. El segundo día hicieron noche a medio kilómetro de un arroyo. Darkos tuvo que acarrear decenas de cubos de agua para que Barantán bebiera, cocinara, se lavara los pies y abrevara a los caballos. El tercer día le tocó además encender el fuego y preparar la cena. El cuarto día, añadió la tarea de almohazar los caballos. El quinto día, tuvo que cepillar la lona del carro, algo que el Gran Barantán debía de llevar años sin hacer, pues Darkos se pasó más de cuatro horas estornudando y matando cáncanas. El sexto día hizo todo lo anterior y además cocinó. El séptimo día, Barantán decidió que seguiría cocinando él mismo.
—Pero tienes que compensarme por hacer tu trabajo —le advirtió.
—¿Compensarte más todavía?
Barantán le pegó en la cabeza con el bastón. Darkos llevaba días pensando en rebelarse, patearle las espinillas o incluso estrangularlo. Pero, a pesar de su estatura, el Gran Barantán le imponía cierto temor. Cuando clavaba en él aquellos ojos redondos y negros que apenas parpadeaban, le era imposible desobedecer.
—No seas respondón, chico.
—Me llamo Darkos.
—No se me había olvidado, chico. He pensado que tienes que hacer algo de provecho.
—¿Cuándo quieres que lo haga? Me tienes todo el día trabajando.
—No mientras viajamos. Yo no puedo permitirme el lujo de cargar con un parásito. ¡Soy el Gran Barantán! Recuérdalo: mago, médico, algebrista, escritor, poeta y excelso amante. Nadie te pide que seas un genio como yo, pero tendrás que aprender a dominar alguno de mis oficios.
—Se quedó ensimismado un instante y añadió: —Pensándolo bien, borraré lo de «excelso amante» de la lista de oficios para apuntarlo en «virtudes naturales». Igual que lo de «poeta». El poeta nace, no se hace. Humm, creo que te convertiremos en un mago.
—¿En un mago? —Darkos abrió los ojos, interesado a su pesar—. Pero ¿eres un mago de verdad?
Por toda respuesta, Barantán tomó un palo encendido de la lumbre y se lo metió en la boca. Cuando lo sacó, la llama se había apagado.
—¡Hid-dalá! —exclamó.
—¿Cómo?
—He dicho Hid-dalá. Es tu primera lección: cuando hagas un truco delante del público, debes decir Hid-dalá.
—Pero tú no has hecho ningún truco. Yo tenía un amigo llamado Toro que masticaba brasas y también cristales rotos, y no era ningún mago.
—Ya, no me digas más. Tu amigo era más bien del género «bruto» que del género «mago». —Barantán dio un largo trago de su jarra de café—. A ver si después de ver esto sigues siendo tan escéptico.
El hombrecillo tomó otro palo, lo revolvió sobre el fuego y se lo llevó de nuevo a la boca. Pero esta vez, en lugar de morderlo, se lo acercó a los labios y sopló con fuerza. De su boca brotó una llamarada tan intensa que Darkos sintió el calor en las cejas y se levantó de un salto.
—¡Hid-dalá! —repitió Barantán, abriendo los brazos con una sonrisa teatral.
Darkos volvió a sentarse, un poco más apartado de Barantán.
—¿Cómo has hecho eso?
—Ya te he dicho que soy un mago. —Barantán soltó un eructo—. Lo malo es que las llamas a veces me sientan mal. Me repite la comida.
De pronto se le hincharon los carrillos como si tuviera arcadas. Cuando parecía que iba a vomitar, Barantán se metió los dedos en la boca y sacó de ella un huevo de gallina, gordo y blanco. Después rompió la cáscara contra el borde de la sartén. Darkos se esperaba que brotara de dentro cualquier cosa menos lo que había: un chorizo frito aún humeante.
—Así se cocina más rápido que en la sartén, ¿no crees? —preguntó Barantán, devolviendo el chorizo a su boca, pero sin la molestia de la cáscara.
—Vaya truco. Por lo menos podrías haber sacado un pájaro.
—¿Cuál? ¿Éste? —preguntó Barantán, abriendo la mano derecha. Un pajarillo blanco salió volando de ella y se perdió sobre sus cabezas.
—¡Eh, eso me alapanda más!
—¿Alapanda? ¿Qué vocabulario es ése, chico?
—¿Puedes enseñarme a hacer esas cosas?
—Claro que sí, y prodigios mucho mayores. Lo creas o no, tengo poderes mágicos de verdad. Sé invocar el viento arrasador, el fuego calcinante, la luz cegadora. Puedo flotar sobre las aguas, reducir las rocas a cenizas, matar a un guerrero blindado con mi vara. —El hombrecillo apuntó a Darkos con el extremo del bastón—. ¡Soy el Gran Barantán! Pero empezaremos por empresas más modestas. Mañana mismo.
Al día siguiente, Darkos volvió a viajar en el pescante trasero. Después de varios días de subir por senderos que se retorcían siguiendo el perfil de gargantas y cañones cada vez más secos, habían llegado a la meseta de Malabashi. Su camino los llevaba por el borde occidental de aquella vasta elevación. Tan al borde, que en ocasiones el carromato viajaba sobre un precipicio. A Darkos le aterrorizaba pensar que en cualquier momento una rueda podía resbalar y ellos se precipitarían hacia el río que serpenteaba en la llanura, quinientos metros más abajo.
—Si te cuelgas un poco del pescante y estiras el brazo izquierdo, puedes tener la mitad del cuerpo en Ritión y la otra mitad en Malabashi —le decía Barantán—. Una experiencia muy interesante desde el punto de vista geográfico.
Aquel día, para empezar su adiestramiento como mago, el Gran Barantán le encomendó que se fijara en todos los detalles del camino y los memorizara para luego describírselos en detalle.
—Para dominar la realidad, primero hay que conocerla. ¡Esto me lo agradecerás, chico! Si hay algo que no soporto de los jóvenes es esa cantinela que siempre tenéis en la boca: «No me he dado cuenta». —Barantán lo remedó con tanta gracia que Darkos tuvo que soltar la carcajada—. A partir de ahora te darás cuenta de todo, de tal manera que quienes se encuentren contigo dirán: «¡Ah, cómo se nota que fue alumno del Gran Barantán!». De momento, aprenderás a percibir detalles y texturas: cada brizna de hierba, cada grano de arena, cada pliegue de cada nube de cada región del cielo. Eso, para empezar.
Recordar los jalones del camino era fácil, pues sólo encontraban uno cada cuatro kilómetros, y a veces los habían arrancado. Fijarse en los árboles tampoco era una labor muy exigente, pues aquella comarca era un sequedal. Las pitas de hojas carnosas y puntiagudas eran más frecuentes, y Darkos tenía que llevar la cuenta de las que crecían a uno y a otro lado de la carretera. Barantán también le había ordenado memorizar la sucesión de curvas del camino: izquierda, derecha, derecha, izquierda, derecha, izquierda, izquierda…
—Con esos detalles bastará por hoy —dijo Barantán, con gesto magnánimo.
Mantener la vista fija en aquellos detalles y no perder la cuenta de jalones, árboles, plantas y curvas no era tarea sencilla para un muchacho acostumbrado a dejar vagar sus pensamientos detrás de la primera mosca. Pero, además, Barantán le obligó a llevar garbanzos entre los dedos de las manos y de los pies. Al principio le hizo gracia aquella ocurrencia. A la media hora, ya no le hacía tanta. Por la tarde pensaba que ni los Aifolu habrían inventado una tortura tan refinada.
Darkos se dijo que no pasaría nada si tirara los garbanzos, pues había cuatro metros de carromato entre Barantán y él. Pero en cuanto dejó caer el garbanzo que sujetaba entre el meñique y el anular de la mano izquierda, la voz del hombrecillo le llegó desde la parte delantera.
—¡Si se te caen dos garbanzos más, hoy no cenas!
La perspectiva aterrorizó a Darkos. No solían hacer más que dos comidas: un desayuno más bien frugal y una cena contundente. Perderse la cena era quedarse sin tres cuartas partes de su alimento diario. El resto del camino mantuvo los dedos de manos y pies apretados con tal fuerza que no sólo le salieron llagas, sino que además sufrió calambres en pantorrillas y antebrazos. Pero cien metros antes de terminar la jornada, Barantán arreó a los caballos para que pasaran un bache a la carrera, y Darkos perdió todos los garbanzos salvo uno.
Por supuesto, el Gran Barantán mantuvo su palabra.
De cuando en cuando pasaban por alguna villa o aldea, aunque siempre pernoctaban en despoblado. Darkos estaba harto de dormir en el suelo, sin más aislante que una manta, pero Barantán era inflexible. El, por su parte, desaparecía en el interior del carromato, que para Darkos era un lugar vedado. Sólo podía asomarse a la parte posterior, donde viajaban las provisiones: un tonel de vino, un barril de manzanas, dos sacos de patatas, arroz, café, garbanzos (al tercer día de llevarlos entre los dedos, Darkos se negó a comerlos más). También había un rollo de cuerda, enseres de cocina, un hacha, una pala, un tablón y dos borriquetes, y algunos trastos más que Darkos no sabía identificar. Lo máximo que le permitía Barantán era acercarse al borde para recoger los objetos que él le pasaba desde el interior cuando había que descargarlos.
Pero hacia la mitad del carro había un tabique de madera que partía en dos su interior. Estaba pintado de azul cobalto y tachonado de estrellas que representaban constelaciones de formas fantásticas e inventadas. Había una portezuela en el tabique, tan pequeña que incluso Barantán no tendría otro remedio que agacharse para pasar por ella, cosa que Darkos nunca le había visto hacer.
Darkos suponía que allí escondía Barantán su laboratorio. Cuando paraban en algún pueblo, el hombrecillo ponía el tablón sobre los borriquetes, tendía un mantel por encima y colocaba varias hileras de frascos y tarros con pócimas de colores diversos. Allí tenía remedios para la gota, la hidropesía, el reúma, la halitosis, la impotencia, la dispepsia y hasta, aseguraba él, para la cornuclivia, como denominaba a la propensión a sufrir infidelidades conyugales.
A veces no requería de mejunjes ni brebajes para sus tratamientos. Cuando había terminado de vender sus medicamentos, recogía el puesto y utilizaba el mostrador a modo de camilla. Allí se tumbaban los aldeanos aquejados de lumbagos, migrañas, ciáticas o tortícolis, y Barantán les retorcía las piernas, los brazos o el cuello hasta que los huesos les sonaban a madera astillada. Tenía más fuerza de lo que hacía pensar su estatura, y no había vértebra que se le resistiera sin saltar con un chasquido, aunque a veces tuviera que subirse él mismo sobre la espalda del paciente.
Al principio, Darkos pensaba que era un charlatán. Pero en algunos lugares la gente lo conocía de otras visitas, y sin embargo nadie fue a aporrearle la cabeza o tirarlo al muladar por haberlo estafado, sino todo lo contrario. Raramente le pagaban en dinero, porque por aquellas tierras las monedas eran un bien tan escaso como el agua. Le llevaban patatas, gallinas, cerdo salado o galletas; de modo que, mientras Darkos no fallase en alguna de las pruebas a las que Barantán lo sometía, no le faltaba la comida. De hecho, con él empezó a recuperar las carnes que había perdido durante su encierro en las catacumbas de Ilfatar.
Después de todo lo que había sufrido, lo que Darkos pensaba que no iba a recobrar nunca era la alegría. Pero, si bien no podía decir que fuera feliz en compañía de aquel individuo ególatra y gruñón, al menos no le quedaba tiempo libre para rumiar sus penas. Cuando llegaba la noche, estaba tan agotado que ni siquiera se molestaba en quitar las piedrecillas que quedaban bajo la manta, y se despertaba en la misma posición en que se había acostado. Siempre de madrugada, eso sí, pues a Barantán le gustaba recibir el nuevo día ya encaramado al pescante de su carro.
Aparte de los trabajos cotidianos, Barantán le exigía las tareas propias del aprendizaje de la magia. Los garbanzos entre los dedos seguían siendo parte rutinaria del adiestramiento. El grado de observación de Darkos mejoró a la fuerza, pues sus cenas dependían de ello. Barantán le obligó a fijarse en los mínimos detalles del terreno. Eso hizo descubrir a Darkos la belleza que podía ocultar aquel árido paisaje. Tenía que describirle con palabras precisas las formas que tomaban los repliegues del suelo y los colores de las capas que se sucedían en las paredes excavadas por los ríos: ocre, cárdeno, rojo, cerúleo, naranja, rodeno, pardo, almagrado… Incluso cuando cenaba tenía que cerrar los ojos y describir las texturas, los sabores y los olores de lo que comía, sin pasar por alto los ruidos de la noche. Darkos empezó a darse cuenta de que hasta entonces había pasado por la vida medio sordo y medio ciego, como si el mundo fuera para él una habitación a oscuras y tapiada con colchones de plumas.
Había pruebas más dolorosas. Cuando por fin soltaba los garbanzos, pasaba horas apretando un alfiletero lleno de arena para fortalecer los dedos. Barantán también le obligaba a hacer malabarismos con tres manzanas, y cada vez que se le caía una le propinaba bastonazos en las espinillas. Después pasaron a actividades más arriesgadas, como introducirse palos llameantes en la boca.
—Más adelante, aprenderás a tragar guijarros y a regurgitarlos.
—Pero ¿para qué tengo que aprender eso? ¿Quién va a pagar por verme vomitar piedras? Si yo viera a un mago hacer eso, le tiraría frutas podridas.
—Pues si te las tiran, se las daremos a Nieve y Tizón, que tienen muchas tragaderas —dijo Barantán, refiriéndose a los caballos—. La filosofía que se oculta tras una actividad que parece puramente estomacal es ésta: empezar dominando el reino de lo corpóreo para alcanzar las cumbres del sublime espíritu. O sea, de lo pequeño a lo grande.
Darkos sólo se quedó con lo de grande.
—¿Es que luego voy a tener que tragar melones?
—Hablo metafóricamente. ¿Tú no sabes lo que es una metáfora?
Darkos se encogió de hombros. La palabra le era familiar por las clases de Baelor, pero aquel día, como era habitual, no debió de prestarle demasiada atención al viejo Numerista.
—Para conseguir un gran poder —prosiguió Barantán, mientras masticaba un muslo de pollo— hay que sufrir un gran dolor. Cuando te hagas bolsillos dentro de la boca lo comprenderás.
—Bolsillos en la boca. No tritures…
—Encuentro tu lenguaje inapropiado, pero ya corregiremos ese defecto más adelante. Los bolsillos son necesarios para un mago, que siempre ha de guardar objetos en la boca, como llaves, dados, anillos. Espera que me enjuague y verás.
Barantán dio un buen trago de vino, hizo gárgaras con él y lo deglutió. Después se acercó a Darkos, tiró de la comisura izquierda y le enseñó el interior de la boca. Darkos había visto espectáculos más agradables, sin duda, pero le sorprendió hasta qué punto podía separar las mandíbulas el mago. Con los dedos de la mano derecha, Barantán tiró de la carne del interior del carrillo. Allí había una abertura, una especie de repliegue que se abría como otra boca dentro de su boca. Barantán hurgó un segundo y sacó de allí un diamante tallado del tamaño de un huevo de codorniz.
—¿Ves? Esto vale el rescate de un rey. Si lo vendiera, podría retirarme. Pero me gusta andar por los caminos, ya sabes. ¿Quién llevaría la magia y la salud a todos los rincones, si no?
—Eso no puede ser un diamante. Es demasiado gordo. Tiene que ser un trozo de cristal.
—¿Qué sabrás tú?
Barantán tiró el diamante al aire, lo recogió y cerró el puño. Cuando volvió a abrirlo, lo que tenía en la mano era un hermoso trozo de cuarzo que despedía destellos rosados a la luz de la hoguera.
—Esto, chico, es un cristal. El diamante ya está de nuevo en mi boca. A buen recaudo.
Darkos se quedó pensativo. Si era un diamante de verdad, entonces…
Barantán debió de leerle la mente.
—¡No pienses en robarme, ingrato! Hace tiempo tuve un discípulo al que enseñé lo mejor de mi arte. ¿Y sabes cómo me recompensó? ¡Quitándome esto! —Barantán señaló al hueco que se veía en el puño de su bastón—. Aquí tenía un rubí, una piedra roja que por sus virtudes mágicas era aún más valiosa que el diamante. ¡Ah, mal rayo parta a Rothmal! Pero ese error no se repetirá, tenlo por seguro.
Esa noche, mientras contemplaba las estrellas antes de dormirse, Darkos pensó que si entrara en el carromato, podría matar al Gran Barantán y sacarle el diamante de la boca. Con él tendría solucionado el resto de su vida. O al menos, el tiempo necesario para llegar a Mígranz y reunirse con su padre. La pena era que, por odioso que le resultara el hombrecillo, era incapaz de hacerlo. A su pesar, el maestro Baelor le había inculcado ciertos principios. Y además, él no era así. Había visto suficiente muerte y brutalidad para saberlo.
El undécimo día llegaron a Lirib. Era una ciudad grande, de las más populosas de Malabashi, pero Darkos no alcanzó a divisarla hasta que estuvieron muy cerca de ella. Lirib estaba rodeada por cerros ocres surcados por profundas arrugas verticales, a cuyo pie se acumulaban taludes formados por la tierra que el tiempo les había ido arrancando. La propia ciudad estaba camuflada entre aquellos cerros, pues todo en ella, murallas, edificios, cúpulas y minaretes, era del color de la tierra, como si Lirib fuera un enorme camaleón tendido al sol de la meseta.
Entraron en Lirib antes de mediodía. Hacía tiempo que Darkos no veía a tanta gente junta, ni sentía el bullicio y el ajetreo de las calles de una ciudad viva. La gente vestía de forma distinta. Llevaban ropas holgadas, como en Ilfatar, pero los colores eran menos abigarrados, y todos se movían en la misma gama del ocre y el rojo de la tierra que los rodeaba. Además, los tejidos eran más gruesos. Durante el día hacía calor, aunque era más seco que el de Ilfatar; pero las noches eran frías y había que abrigarse.
Darkos observó que se veían dos tipos de habitantes en Lirib. Unos llevaban ropas más vistosas; los hombres se afeitaban las sienes y las mujeres se pintaban los labios. Los otros vestían en tonos pardos y llevaban turbantes, mientras que sus mujeres ocultaban sus rostros con pañuelos y embozos. Barantán le explicó que los primeros eran los Atavi, que se dedicaban a las profesiones sedentarias: sacerdotes, mercaderes y funcionarios, pero también alfareros, carpinteros y escultores. En cambio, los Khrumi eran nómadas que apacentaban rebaños, y entre ellos había excelentes talabarteros, curtidores y tejedores.
Pero en realidad, le explicó Barantán, los Khrumi y los Atavi eran de la misma raza y hablaban el mismo idioma. Muchas familias Atavi tenían que saltar tan sólo una rama en sus árboles genealógicos para encontrar parientes nómadas, del mismo modo que muchos Khrumi eran sedentarios durante parte del año. Y había personajes que llevaban una doble vida, honrados mercaderes en la ciudad y bandidos en la desértica estepa, y ésos eran los más peligrosos.
Darkos se disgustó al saber que tampoco dormirían en Lirib, pues Barantán estaba empeñado en pernoctar en despoblado. Darkos sospechaba que temía que pudieran robarle el carromato o su contenido, pues el mago tenía una obsesión enfermiza con él. En Lirib, no comieron hasta que encontraron una taberna que tenía mesas fuera, a la sombra de un toldo, y cerca de una plaza cuadrada, donde Barantán pudo dejar el carro a la vista. Cuando se levantó para ir a la letrina, le repitió cinco veces a Darkos que no dejara de vigilarlo. Después recorrieron la ciudad por una ronda que iba paralela a la muralla, sin entrar en el recinto interior, pues allí estaban prohibidos los carros hasta la caída del sol. A Darkos le apenó, pues en el centro asomaban los tejados y las cúpulas de los templos y palacios, mientras que al lado de la muralla los edificios eran cuadrados y de paredes lisas.
En un zoco compraron café, sal, cecina, patatas y un jamón curado. Después, Barantán entró en una tienda sobre la que colgaba un cartel con signos misteriosos, y dejó a Darkos vigilando el carro. Tardó más de una hora en salir. Cuando lo hizo, le acompañaban dos fornidos Atavi que cargaban cuatro cajas de madera atadas con cuerdas.
Ya caía la tarde cuando se dirigieron hacia la puerta norte de la ciudad. Barantán hizo una última parada en una casa adosada a la muralla. Sobre la puerta colgaba un farolillo verde, y Darkos sospechó que equivalía a los farolillos rojos de Ilfatar.
Se preguntó si el mago tardaría mucho y pensó que era un buen momento para registrar a conciencia el interior del carromato. Pero, cuando estiraba la mano para abrir la lona, Barantán salió de la casa escoltado por dos mozas que le sacaban cabeza y media y casi lo llevaban en andas. Una era morena y la otra rubia, ambas de rostro bonito y pecho opulento.
—Hola, guapo —le dijo la rubia—. Me llamo Trisia. ¿Y tú?
—Deja al chico. Venga, nos vamos.
Barantán se sentó en el pescante, flanqueado por ambas chicas. Darkos, como de costumbre, fue desterrado a la retaguardia. Salieron de la ciudad. El sol estaba rozando el horizonte, y Darkos observó cómo todo el paisaje se teñía de un rojo más vivo todavía y las sombras se alargaban, revelando grietas y oquedades siempre cambiantes. La meseta de Malabashi poseía su propia belleza, inhóspita y desolada, pero al atardecer se veía aún más misteriosa y parecía insinuar un secreto que se desvanecía con las últimas luces, antes de que Darkos pudiera asirlo entre los dedos.
Al cabo de un rato se detuvieron en un pequeño oasis sembrado de palmeras y agaves. Había un pozo en el centro, y más allá una venta de paredes encaladas. El dueño salió a recibirlos, pero Barantán le dijo que sólo quería vino, no alojamiento.
Aunque había camas cerca, a Darkos le tocó dormir al raso, bajo una palmera. Del carro se escapaban risitas agudas y gemidos femeninos, junto con los resoplidos de Barantán. Darkos se acordó de las noches en que iba con Toro y Hyuin a espiar cómo las parejas ensartaban en el bosque de Pothine. Después le asaltó el recuerdo de Rhumi, y al ver las estrellas titilando sobre su cabeza se le llenaron los ojos de lágrimas. Para su sorpresa, descubrió una extraña dulzura en el hecho de sentirse solo y desamparado.
La lona del carromato se abrió por un costado, en la recóndita parte delantera. Por el resquicio apareció una cabeza rubia, acompañada por un hombro y un brazo desnudos.
—¡Eh, jovencito! ¿Por qué no te animas?
Trisia abrió un poco más la lona y le enseñó los pechos. Eran muy blancos y, aunque abundantes, se mantenían bastante erguidos. Darkos se enderezó, sobresaltado. Pero una mano tiró de Trisia para el interior y cerró la lona.
—¿Qué haces? —protestó Barantán—. Ya te he dicho que no corrompas al chico. Soy su guardián moral.
Valiente guardián moral, pensó Darkos. La batalla en honor a Pothine duró aún un buen rato. Darkos no habría pensado que un hombre de tan corta estatura acopiara tantas energías. Cuando por fin se quedó dormido, los ejes de la carreta seguían rechinando.
Por la mañana llevaron a las chicas de vuelta a la ciudad, y luego tomaron el camino que conducía al noroeste. Se acercaba el mediodía cuando llegaron a otro palmeral. No habría más de quince árboles, pero al menos ofrecían algo de sombra, lo que era de agradecer, pues aquel día no soplaba una brizna de aire y la piel escocía al sol incluso debajo de la ropa. Barantán, en contra de su costumbre, decidió hacer un alto para almorzar.
—Claro —le dijo Darkos—. Los excesos hay que recuperarlos.
—No seas insolente, chico. Para mí, complacer a dos damas no es ningún exceso.
—¿Damas? Supongo que eso es lo que…
—¡Chisss! —Barantán le señaló con un muslo adobado para exigirle silencio—. Oigo algo.
El mago se puso en pie y miró hacia el camino por el que habían llegado hasta el palmeral. Una partida de jinetes iba por la calzada a galope tendido. Un minuto después se habían acercado tanto que pudieron contarlos. Eran doce, ataviados al modo de los Khrumi.
—Parece que huyen de algo —dijo Darkos.
—No creo que sea eso. Chico, saca del carro esa espada que tenías.
Darkos se alarmó al ver el gesto grave de Barantán. Acudió a la parte trasera del carro, soltó los broches de la lona y cogió a Luz, que estaba a mano junto al borde. Mientras los jinetes refrenaban el paso, Darkos intentó atarse la vaina al cinturón. Pero los dedos le temblaban y era incapaz de pasar la correa por las dos trabillas, así que renunció a ello y se quedó con la espada en la mano izquierda. Si tenía que desenvainarla, dejaría caer la funda al suelo.
Los jinetes llegaron al oasis. Más de cerca, Darkos apreció que varios de ellos vestían ropas Khrumi, pero otros llevaban ropas de aspecto más variopinto, con chalecos de colores y pantalones de montar. Todos se ocultaban los rostros bajo pañuelos oscuros.
—Bendiciones para los viajeros que traen buenas intenciones y un corazón limpio —saludó Barantán, con voz meliflua.
—Guárdate tus bendiciones, hombrecillo —dijo un jinete ataviado con una casaca acolchada, que por su porte y el de su caballo parecía el jefe—. Nuestro corazón es limpio, pero no traemos buenas intenciones para ti.
—¿A qué se debe esa malevolencia, si no os conozco de nada?
—Somos los hermanos Luwar. Somos célebres en todo Malabashi, pues no hay familia que cuide su honor con más celo que nosotros.
—¿Luwar? Pues no, ese nombre no me es familiar.
—Pronto te lo será. Anoche violaste a nuestras hermanas.
Barantán soltó una carcajada aguda. Darkos le miró alarmado. No le parecía que aquélla fuera gente con la que se pudiese bromear. Cuatro de los jinetes llevaban espadas rectas y otros dos gruesos alfanjes, uno de ellos con empuñadura de nácar. Había tres que tenían cuchillos prendidos en los turbantes y dos que llevaban arcos cortos enganchados al hombro. El único que a simple vista parecía desarmado era el jefe, aunque sin duda escondía algo en la ropa.
—Perdona que manifieste mi desacuerdo con tu afirmación —replicó Barantán—. Las dos damas que anoche me hicieron compañía difícilmente podían ser hermanas, puesto que una de ellas era oscura como una noche sin lunas y la otra clara como el día. Por otra parte, ¿desde cuándo se considera violación la cohabitación libremente consentida con mujeres que ofrecen el placer de sus cuerpos a cambio de un estipendio, que, por cierto, distó mucho de ser reducido?
—Hablas con palabras retorcidas, enano. —El hombre de la casaca se sacó de la bota un largo cuchillo—. Vigila que no te corte la lengua.
—Y tú vigila a quién llamas «enano». Estás ante el Gran Barantán. ¿Es que acaso no lo ves? —dijo, señalando a las letras pintadas en la lona morada.
El hombre escupió a un lado.
—No sé leer. La palabra escrita sólo sirve para engañar.
A un gesto suyo, tres de los hombres echaron pie a tierra, se acercaron al carromato y entraron en él. Cuando Barantán protestó por aquella tropelía, otro de los hombres desenfundó una espada, arrimó su caballo al mago y le puso la punta a un dedo de los ojos. La hoja, de más de cuatro palmos, estaba mellada, pero la punta se veía bien aguzada. Darkos respiró hondo, sin saber qué hacer. El jefe de los jinetes le miró como si se acabara de dar cuenta de que estaba allí.
—Tú, chico. Tira eso al suelo.
Darkos apretó los dientes y aferró con más fuerza la espada de su padre. Estaba convencido de que aquellos bandidos los iban a matar. Con la espada, al menos, tenía alguna oportunidad.
Por la parte trasera del carromato empezaron a volar objetos. Los sacos, los borriquetes, el tablón. El tonel de vino reventó al chocar con una piedra.
—¡Tened cuidado! —gritó el hombre de la casaca.
—¡Aquí no hay nada, Tudrim! —le contestó una voz desde el interior del carro.
—¡Te he dicho mil veces que no digas mi nombre, zoquete!
—Puedes estar tranquilo. No he oído pronunciar nada que se asemeje a un nombre —dijo Barantán. Darkos tuvo que reconocerle un aplomo sorprendente para alguien que tenía la punta de una espada delante de los ojos.
—Los chistosos también acaban en la tumba, hombrecito —le advirtió el hombre que había detrás de esa espada.
Tudrim desmontó y empezó a cortar los cierres de la lona con el cuchillo. Sus hombres lo ayudaron, y después tiraron de la capota. Por fin, Darkos pudo contemplar el carromato al desnudo. Su esqueleto lo formaban unos flejes de metal, y uno de ellos rodeaba el tabique de madera que ya conocía. No había nada más. Los bandidos ya habían vaciado la parte posterior. En cuanto a la misteriosa vanguardia del carro, donde dormía Barantán, donde se había acostado con las prostitutas y donde debía de guardar los frascos, las pócimas y el dinero que, sin duda, guardaba, sólo se veían en ella los tablones del fondo.
—¿Qué es esto? —preguntó Tudrim, y se volvió hacia un jinete vestido con chaleco rojo, que llevaba un cuchillo en el turbante—. ¿No me dijiste que ahí dentro había un lecho con sábanas de satén y un cofre?
Darkos miró al bandido, perplejo. Ahora que reparaba en ello, debajo del chaleco se advertían unos bultos sospechosos. El jinete bajó del caballo con brío y se arrancó el pañuelo. No era otra que Trisia, la misma que por la noche se había mostrado tan amistosa con él. Pero ahora sus ojos azules despedían chispas. Sin duda no era hermana de nadie de por allí, sino, como su nombre indicaba, una bárbara Trisia del norte lejano.
—¿Dónde tienes todo lo que nos enseñaste, chivo lujurioso? —preguntó a Barantán, zarandeándolo.
—No sé de qué me hablas —dijo el mago, apartándose un poco y recomponiéndose la túnica.
—¡Las sedas y los perfumes! ¡Los collares de perlas! ¡Las monedas de oro! ¿Dónde están?
—A veces el ojo ve cosas que no existen —respondió él, encogiéndose de hombros.
Trisia tiró del cuchillo con tal rabia que deshizo el turbante, y la melena rubia le cayó en cascada por la espalda. Darkos tragó saliva, desenvainó la espada, tiró la funda al suelo y se acercó a proteger a Barantán.
—¡Déjale en paz, Trisia! —gritó con voz que a él mismo le sonó demasiado aguda para asustar a nadie.
Una flecha silbó en el aire y se clavó junto a su pie derecho. Darkos levantó la mirada y vio a un bandido con el arco tendido, preparado para disparar de nuevo. Al instante, bajó la punta de la espada hacia el suelo y se apartó de la mujer.
—Vaya con el cachorro —se rió Tudrim—. ¿Ese también te violó?
Trisia le guiñó un ojo a Darkos.
—No, pero hubiera preferido revolearme con él y no con el enano.
Mudando la sonrisa por un gesto feroz, la joven tiró del pelo a Barantán y le puso el cuchillo sobre la nuez. Después le palpó las mejillas.
—Aquí hay algo duro. Ese diamante que nos enseñaste anoche no sería también un truco, ¿verdad?
—¡Soy el Gran Barantán y no aguantaré una indignidad más! ¡Marchaos ahora mismo o quedaréis reducidos a… mmfff!
—¿A qué, hombrecito?
Trisia le estrujó los mofletes y le pinchó bajo el mentón. Un hilillo de sangre corrió por el cuello de Barantán.
—Yo también sé magia. —La muchacha contrajo la cara en un gesto de crueldad que asustó a Darkos—. Voy a hacer aparecer un diamante de tu boca y de paso te voy a arrancar la lengua.
—¡Espera! —dijo Tudrim.
Darkos miró hacia el oeste. Por un camino polvoriento que bajaba entre dos cerros cercanos llegaban tres jinetes. Formaban una curiosa comitiva. Había un hombre barbudo, tan grande como un oso, y sobre un caballo gris alguien que por el tamaño debía de ser un niño. Delante de ellos, sobre un soberbio corcel blanco, cabalgaba un hombre joven con ropas Ritionas.
—No sueltes al enano, Trisia —ordenó Tudrim—. Yo voy a convencer a esos intrusos de que pasen de largo.
Los jinetes refrenaron el paso al llegar al borde del palmeral. El hombre barbudo preguntó en Ritión:
—¿Algún problema, viajeros?
—Marchaos con mejor viento —respondió Tudrim.
El hombre joven, que llevaba al costado una espada, desmontó y se acercó al grupo de bandidos con paso confiado. Darkos corrió hacia él.
—¡Esos hombres quieren robarnos!
A su espalda sonó el silbido de una flecha. El hombre joven abrió mucho los ojos, se lanzó sobre Darkos y le dio un empujón. Darkos rodó por el suelo y se golpeó la espalda con una palmera.
Aturdido, se incorporó sobre las manos. El bandido de cuyo disparo se había salvado por un tris sacó otra flecha de la aljaba y cargó el arco. El hombre joven corrió hacia él. Darkos nunca había visto a nadie, ni humano ni animal, moverse tan rápido. En una fracción de segundo esquivó la flecha apartando el hombro, desenvainó una espada que brillaba como una barra incandescente y saltó. Darkos abrió la boca asombrado, pues el salto fue increíble. El joven pasó por encima del caballo y del jinete, se revolvió sobre ellos en una voltereta y acabó cayendo cinco metros más allá.
El bandido se quedó inmóvil unos instantes. Luego, la cabeza le resbaló por el cuello, cayó sobre el borrén de la silla y de ahí rebotó al suelo.
Darkos no vio cómo se desplomaba el cuerpo del arquero, pues estaba siguiendo los movimientos del hombre de la espada, un empeño difícil teniendo en cuenta la velocidad a la que se desplazaba. El joven fue directo a por el otro arquero. Su espada volvió a brillar, tan fugaz como un relámpago que se ve con el rabillo del ojo, y partió al bandido en dos desde la cadera hasta el hombro.
Trisia soltó a Barantán e intentó protegerse con el cuchillo, pues el atacante corría hacia ella levantando un reguero de polvo. La espada fulguró una vez más. Trisia gritó y cayó de espaldas. Aún tenía el cuchillo en la mano, pero había desaparecido la mitad de la hoja.
El joven giró sobre los talones y miró a los bandidos, con la espada aferrada en la mano derecha. De pronto se había hecho tal silencio que Darkos pudo oír el aire crepitando alrededor de la hoja.
Aquella espada no era roja, sino de un blanco brillante, casi azulado, y las llamas que brotaban de ella no eran las grandes lenguas de fuego que siempre había imaginado. Pero mientras se acercaba a su salvador, Darkos notó el olor de la tormenta a punto de estallar y sintió que la piel de la nuca se le erizaba.
Sí, sin duda aquélla era Zemal, la Espada de Fuego.
Por la noche, compartieron cena con los tres viajeros a las afueras de un pequeño poblado. A los bandidos los habían despachado por el mismo camino por el que habían venido, descalzos y desarmados. También les habían quitado las monturas, que ahora iban atadas en obediente reata al carromato de Barantán. El Zemalnit, Derguín Gorión, había elegido un caballo para cargar con la impedimenta y lo había cambiado por el mestizo de piel moteada. Al Mazo, su compañero barbudo, no le pareció bien, y le dijo que deberían quedarse con más caballos.
—No —contestó Derguín—. Por donde vamos a atravesar será difícil encontrar pastos y agua para todos. Y no podemos cargar más cebada.
—¿Adonde os dirigís? —preguntó Barantán.
—Al este —dijo Derguín, en tono vago, y señaló con el dedo—. Hacia allá.
—¿Pasaréis por Malib?
—Por las cercanías, pero no tenemos intención de visitar la ciudad.
—Qué pena —dijo Ariel, el otro acompañante de Derguín—. Me han dicho que es muy bonita.
—Ya tendremos ocasión a la vuelta —respondió el Zemalnit.
—Es mejor que sigáis por la calzada como nosotros, aunque desde el punto de vista geométrico os parezca un rodeo —le aconsejó Barantán—. Si vais en línea recta a Malib atajaréis, pero tendréis que atravesar una comarca donde apenas hay pozos ni pastos. Lo único que encontraréis serán unos cuantos nómadas Khrumi que tratarán de cortaros el gaznate.
—Nos defenderemos como podamos.
—A mí me preocupa que nos falte el agua —repuso el Mazo.
—Confía en el instinto de Riamar —dijo Derguín, señalando a su caballo—. El nos guiará bien.
El Mazo se incorporó.
—Voy a mear —anunció, en voz tan alta que debieron de enterarse de sus intenciones incluso en Lirib—. Por si estoy tan seco que no vuelvo a hacerlo en una semana.
Darkos no hacía más que mirar a Derguín. Se lo había imaginado más grande y musculoso. Derguín sólo le sacaba un par de dedos y, aunque en los brazos se le marcaban los músculos, estaba muy delgado. El Zemalnit sorprendió su mirada y le sonrió.
No, pensó Darkos, no parecía tan imponente. Pero le había visto matar a los dos arqueros y desarmar a Trisia en menos de lo que se tardaba en respirar. ¡Y aquel salto sobre el caballo! Ni siquiera Asdrabo habría podido moverse con tal agilidad. Darkos habría dado lo que fuera por aprender a luchar así, en vez de practicar tonterías como introducirse garbanzos entre los dedos y comer terrones de alcanfor en llamas.
—¿Vais más al este de Malabashi? ¿Más allá de las montañas de Atagaira? —insistió Barantán.
—Sí.
—¿Por qué? ¿Qué se os ha perdido tan lejos?
Derguín, que parecía un hombre paciente, volvió a sonreír.
—Cosas… —contestó en tono enigmático.
—¿Esas cosas tienen que ver con el fardo envuelto en mantas que llevas ahí?
Darkos empezaba a sentir vergüenza ajena. Se había acostumbrado hasta cierto punto a la forma de ser de Barantán, pero al verlo en compañía de otras personas se daba cuenta de que su conducta era impresentable.
Al parecer, Derguín Gorión decidió contraatacar.
—¿De verdad eres el Gran Barantán?
—No conozco a otro Gran Barantán que no sea yo. ¿Por qué lo preguntas?
—Entonces fuiste tú quien escribió la Crónica del Año Mil.
—Así es —respondió el mago, hinchando el pecho—. Tus palabras dan a entender que la has leído.
—Sí. Tengo que reconocer que me pareció una obra sorprendente.
—¿En qué sentido?
—Es un libro divertido, no lo negaré. En dos noches acabé con él. Pero he leído novelas menos fantasiosas.
—Bueno, me permití algunas licencias, por mor de la fuerza narrativa, pero…
—¿Licencias? Te recuerdo que yo soy uno de los protagonistas de esa crónica, y nada de lo que cuentas sucedió así.
—Es lo que ocurre siempre con los libros de historia —se defendió Barantán.
—Perdóname si lo dudo.
—Bah, lo que sucede es que en este caso particular tú conoces los hechos de primera mano. Pero si crees que el Relato de las gestas del emperador Minos Iyar es más fidedigno que mi crónica, estás muy equivocado. Tendrías que haber vivido en aquella época para saberlo.
—¿De veras? —preguntó Derguín con gesto divertido.
—Puedes creerme.
Darkos no pudo contenerse más.
—¿Tú conoces a Kratos May?
—Claro —respondió Derguín—. Fue maestro mío, aunque por poco tiempo. ¿Por qué lo preguntas?
Darkos tragó saliva.
—Es mi padre.
Ahora fue Barantán quien enarcó las cejas y se palmeó las rodillas.
—¡Demonio de chico! ¿Pues no me habías dicho que tu padre era un mercenario llamado Asdrabo? ¿En qué quedamos?
Sin molestarse en responder al mago, Darkos le enseñó la empuñadura de su espada a Derguín. Este leyó el nombre inscrito en ella, y luego entornó los ojos y le miró a la cara.
—El caso es que tienes sus ojos. —Soltó una carcajada—. Si te raparas el pelo, te parecerías más a él. Kratos tiene la cabeza lisa como un huevo de gallina.
Después le examinó la mano derecha, haciendo algún comentario sobre la forma espatulada de los dedos y las uñas. Pero cuando le cogió la mano izquierda, se le escapó un silbido entre dientes.
—¡Tú también tienes una arruga de más en el meñique!
—¿Cómo? —preguntó Barantán, y se acercó para ver mejor.
—Mira. Aquí, en la primera falange: ¿ves ese pliegue, como si tuviera un hueso más? Kratos tiene la misma arruga en el mismo dedo. Está claro que es tu padre.
Darkos sonrió. Si alguna duda le quedaba sobre su relación con Kratos May, el Zemalnit la acababa de despejar.
—¿Sabes algo de él?
—¿No le conoces? —preguntó Derguín.
—No. Nunca le he visto. Pero es el único familiar que me queda. Perdí a mi madre y a mi hermana en Ilfatar.
—Lo siento. ¿Los Aifolu?
—Sí. Por eso quiero ir a Mígranz, por lejos que esté —dijo, mirando de reojo a Barantán.
Derguín meneó la cabeza. De pronto pareció recordar algo.
—Al menos puedo darte una buena noticia. Tu padre no está en Mígranz, sino mucho más cerca. Sirve en la Horda Roja, y por lo que sé, la Horda está ahora en las inmediaciones de Malib, al servicio de su reina.
Darkos sintió que el corazón le palpitaba como si quisiera salirse del pecho. Trató de contener su alegría. Sin duda, antes de que llegara a Malib ocurriría algo terrible que le impediría reunirse con su padre. El no tenía tanta suerte.
O tal vez sí. ¿Cómo se explicaba, si no, que de todos los hombres que poblaban Tramórea le hubiera salvado la vida el mismísimo Zemalnit?
Aún faltaban dos horas para el amanecer cuando el Zemalnit y sus compañeros se despidieron de ellos y se internaron en el corazón de la estepa, pese a los repetidos consejos de Barantán. En privado, Darkos le había pedido a Derguín que le dejara ir con ellos.
—No puede ser. Mi camino es más peligroso que el vuestro. No te preocupes por los bandidos: ya has gastado la ración de mala suerte que nos reparte Kartine a los humanos.
Cuando los viajeros se perdieron de vista, Darkos se sentó en el pescante, al lado de Barantán.
—¿Qué haces aquí?
En lugar de discutir con el mago sobre las razones de su derecho a viajar en la parte delantera, Darkos contraatacó con otra pregunta.
—¿Cómo hiciste lo del carro?
—Ignoro a qué te refieres. Ahora, ve cogiendo diez garbanzos redondos y gruesos y ve a tu sitio.
—Cuando los bandidos quitaron la lona, no había nada. ¿Cómo lo hiciste?
Barantán se encogió de hombros y se rió entre dientes como un niño travieso.
—Es que tal vez nunca hubo nada.
—¡No tritures! ¿Y tú duermes sobre las tablas?
—No hay mejor lecho. Recuerda que la sobriedad y la disciplina alimentan el alma del mago.
—¿Y con Trisia y la otra también…?
—Chiss. Corramos el velo del decoro sobre esa anécdota. Reconozco que no fue una de mis mejores ideas acudir a aquella casa de lenocinio.
Darkos no se resignó.
—Y entonces ¿de dónde sacas los frascos, y los brebajes que mezclas?
Barantán resopló.
—Te confesaré la verdad, chico, sólo para que me dejes tranquilo, te sientes atrás y podamos emprender camino de una vez: el carro tiene un doble fondo.
—¿Un doble fondo?
—Eso he dicho.
—¡Ja!
La víspera, mientras cosía los cierres de la lona, Darkos había aprovechado una distracción de Barantán para agacharse bajo el carro y mirar por debajo. Si de verdad había un doble fondo, era imposible que tuviera más de un palmo. En un espacio tan reducido no podían caber ni los frascos, pomos y tarros que el mago sacaba cada vez que llegaban a un pueblo, ni las cajas que había comprado en Lirib, ni mucho menos la cama en la que se había acostado con las dos chicas.
Ya lo descubriré.
—¿Quieres volver a tu sitio de una vez?
—¿Me vas a llevar con mi padre?
—¿Con cuál de ellos? ¿Con el de antes o con el de ahora?
—Con mi padre. Con Kratos May.
—Ah.
—No te había contado la verdad porque no me fiaba de ti.
—¿Y ahora confías en mí? ¡Qué inesperado e inmerecido honor!
—¿Me llevarás con él o no?
—Recuerda que estás a mi servicio. Te recogí en el bosque y te di de comer.
—Ya te he servido. Te he defendido cuando te querían robar.
—Bonita forma de defenderme. Una sola flecha junto a los pies, y ya te entró el tembleque.
—Más miedo tenías tú —respondió Darkos, picado.
—¿Yo? Por si no lo sabes, chico, estaba a punto de invocar mis poderes para reducir a pavesas a esos bandidos cuando ese Zemalnit me interrumpió.
—¿Es que ni siquiera le vas a dar las gracias a él?
—No negaré que actuó de buena intención, pero su ayuda era innecesaria. Completamente innecesaria. El Gran Barantán sabe defenderse solo.
—Ya lo vi.
El mago se volvió hacia él y entornó los ojos. Antes de que pudiera replicar, Darkos insistió.
—¿Me llevarás con mi padre?
—Ya veremos, chico, ya veremos —respondió Barantán, y arreó a los caballos.
Desde entonces, el derecho de Darkos a viajar delante no se discutió más.