Ritión Este
Campamento del Martal

A unos trescientos kilómetros al norte de Ilfatar, Binarg-Ulisha-Rhaimil recibió a los enviados de las ciudades. Fue al caer la noche, en la gran tienda sobre la que ondeaban los estandartes del Martal y del propio Adalid. Allí, en el centro, se cruzaban los dos palos centrales del pabellón según lo establecido, como las dos palmeras de la tierra originaria de Aifu. Sobre un trípode de bronce de metro y medio de altura se levantaba una tabla de madera, sobre ésta se apoyaba un cojín relleno de lana de oveja, y sobre el cojín se sentaba Ulisha, con las piernas cruzadas como un jefe nómada tradicional. A cada lado lo flanqueaban cinco guerreros ataviados con armaduras rojas, elegidos entre los Aifolu de noble estirpe por su prestancia y sus virtudes guerreras. Eran los guardias personales del Adalid, conocidos como los Purpúreos. Uno de ellos, el que estaba a la diestra de Ulisha y tenía el honor de servir su copa, era el nuevo señor de Kybes, Tulbán, portaestandarte del Adalid y uno de los hombres de porte más gallardo del Martal.

El propio Kybes asistió a la audiencia en el círculo exterior, cerca de la puerta principal del gran pabellón. Siguiendo el consejo del capitán Gaetang, días antes llevó a la tienda de Ulisha a una joven cautiva, una doncella a la que él mismo había capturado en un bosque al este de Ilfatar. La muchacha, que se llamaba Rhumi, acababa de entrar en la edad nubil y tenía unos ojos oscuros que habrían merecido una endecha del inmortal poeta Barjalión. Kybes no se sintió el más noble de los hombres cuando la raptó a lomos de su caballo, pero al menos le había perdonado la vida al muchacho que la acompañaba, algo que ninguno de sus compañeros de pelotón habría hecho en su lugar.

Cuando entregó a Rhumi a los sirvientes del Adalid no obtuvo ningún agradecimiento. Pero dos días después recibió recado de que se presentara en el círculo central del campamento. Allí, en una tienda roja que se levantaba junto al pabellón de mando, lo recibió Tulbán, quien en nombre del Adalid le dio las gracias por el regalo. Algo debió de encontrar el portaestandarte en la mirada de Kybes que le gustó, pues al final de la entrevista le ofreció formar parte de su séquito personal. Pues, como noble Aifolu que era, Tulbán tenía derecho a un cortejo de cinco guerreros.

—Así que eres de ésos —le dijo Gaetang cuando Kybes volvió al escuadrón Lémur a recoger sus escasas pertenencias.

—No sé a qué te refieres, capitán —contestó Kybes con una carcajada, mientras ensillaba su caballo.

—Oh, claro que lo sabes. —El capitán le puso la mano en el hombro—. No me importa. Has estado muy pocos días a mis órdenes, pero has demostrado ser buen soldado y buen camarada. ¡Acuérdate del capitán Gaetang cuando termines de copero de mi pariente Ulisha!

—Descuida, capitán.

Tulbán y Kybes hicieron amistad enseguida, y dos noches después de conocerse se hicieron amantes. El portaestandarte era aún más alto que Semias y mucho más apuesto, un soberbio ejemplar Aifolu de grandes ojos limón, lustrosa melena negra, músculos proporcionados como los de un atleta y manos de largos dedos que el ejercicio de las armas no había embrutecido. A lomos de Castigo, un enorme corcel negro que pesaba más de mil doscientos kilos, con su armadura roja, su yelmo alado y enarbolando el estandarte de Ulisha, era difícil no sentir admiración y a la vez pavor ante aquel guerrero. Kybes lamentaba que alguien como Tulbán, que podría haber sido un gran Ubsharim y un hombre virtuoso al lado de Derguín Gorión, perteneciera a aquella horda sangrienta que era el Martal. Pero el portaestandarte era un hombre tan devoto de Ulisha que justificaba y comprendía todas las barbaridades que el Martal cometía a su devastador paso por las tierras del sur de Tramórea.

Espero que me perdones, Semias, se repitió, mientras sus ojos se posaban de nuevo en Tulbán, que destacaba incluso entre los demás Purpúreos. Kybes se disculpaba por ser infiel a su amigo alegando que las órdenes de Derguín eran infiltrarse en el Martal, convertirse en uno más de ellos. le decía una vocecilla, pero cuando tenias que degollar a esa niña no obedeciste sus órdenes.

Lo mejor era que Semias no llegara a saberlo. Si es que Kybes regresaba vivo a Narak. En el Martal la muerte era algo siempre presente, incluso en los momentos de reposo que compartía con Tulbán cuando éste no tenía que servir a su señor Ulisha y ambos escuchaban a un paje tocar el arpa mientras bebían vino con la mesura que decretaba el Enviado. Pues sus canciones siempre hablaban de batallas, sangre, fuego, e incluso las baladas amorosas acababan en terribles venganzas familiares entre los clanes nómadas. Nada había allí del sensual amor a la vida y sus placeres que se respiraba en Narak.

La prueba estaba en la recepción que había ofrecido Ulisha a los embajadores. Habían venido de Valiblauka, de las ciudades Ritionas que rodeaban la Ruta de la Seda y también de Urhala y otras ciudades de Malabashi. Todos traían cofres con regalos, y sobre todo oro, en lingotes, en polvo, en joyas. Aquellos presentes yacían ahora a los pies de Ulisha, mientras los embajadores se prosternaban ante el trípode de bronce que hacía de sitial. Por si aquellos hombres no estuvieran lo bastante aterrorizados, las alfombras sobre las que se inclinaban eran pieles humanas curtidas que conservaban incluso los rostros, y las copas en que les sirvieron el vino eran cráneos aserrados a la mitad. A los miembros del séquito de Tulbán, que estaban de pie junto a Kybes, aquella broma macabra les parecía muy divertida y celebraban cada gesto de espanto de los embajadores con codazos y carcajadas.

Siguiendo el aparente capricho de Ulisha, que en realidad era la voluntad del Enviado, el Martal había arrasado algunas ciudades y perdonado otras. Pero las matanzas no habían vuelto a ser tan sistemáticas como en Ilfatar, pues ya no se necesitaba la sangre de cincuenta mil víctimas para despertar a un demonio.

Kybes se corrigió: para despertar al hijo del Destructor, el dios que no debe ser nombrado.

Los embajadores se retiraron por fin, con pasitos cortos y rápidos y expresiones de alivio por abandonar aquel lugar. No habían obtenido más que buenas palabras de Rimas-ulumi-Milair, el diplomático del Martal, el hombre de la voz de serpiente que sabía mezclar halagos y amenazas en una misma frase. Mientras tanto, Ulisha había permanecido hierático en su cojín, sin despegar los labios.

Una vez que quedaron sólo los hombres del Martal, los sirvientes se apresuraron a recoger las alfombras humanas y a sustituirlas por pieles de vaca, lo que provocó nuevo jolgorio entre los Aifolu. Kybes se rió como uno más, aunque no le encontraba la gracia a aquello. Después encendieron más hachones, para que la tienda no estuviera tan oscura, y los músicos interpretaron una suave melodía nómada.

En una fila a la derecha de Ulisha se habían agrupado los generales veteranos, viejos compañeros de los tiempos en que unas tribus guerreaban contra otras por pastos y robos de ganado. Un poco más atrás estaba Umeko, príncipe de los T’andri, con una escolta de seis guerreros negros. El jefe de los Glabros, Kukshuku, permanecía aún más apartado, solo, sin hablar con nadie y sin que pareciera importarle lo más mínimo lo que allí se decía.

Al otro lado, a la izquierda, los generales Aifolu más jóvenes formaban un corro alrededor de Bintra, el hijo de Ulisha. Bintra despertaba en Kybes fascinación y a la vez repulsión. Sin tener el físico espectacular de Tulbán, destacaba entre los demás por su elegancia, la armonía de sus miembros y la flexibilidad de gato de cada uno de sus gestos. Pero incluso entre los demás Aifolu no tenía buena fama, pues se consideraba que a menudo recaía en innecesarios excesos de crueldad, y en las relaciones con su padre bailaba demasiado a menudo en la estrecha línea que separaba la confianza de la insolencia.

Kybes había observado con inquietud que Bintra no dejaba de buscarlo con la mirada. El hijo del Adalid era un Ibtahán, y su brazalete lucía seis marcas azules. Eso quería decir que tan sólo le faltaba un grado para ser maestro mayor, y que conocía la primera aceleración. Si había alguien que podía destapar su engaño, ése era ib Bintra. Por eso, cuando estaba cerca de él, Kybes procuraba tirarse de la manga de modo que no se viera el brazalete que le había entregado Derguín.

Espero que no contestes a mi mensaje, tah Derguín, si quieres seguir teniendo a un espía vivo en el Martal.

Los generales hablaron por turnos, mientras Ulisha escuchaba y Bintra se acariciaba la punta de la barba con una sonrisa de suficiencia. Había unos pocos que sugerían abandonar ya la Ruta de la Seda, dirigirse a la meseta de Malabashi y saquear sus ciudades: Urhala, Lirib e incluso la Dorada Malib. Pero la mayoría opinaban que el Martal debía seguir el camino que le brindaba la Ruta, que era mucho más cómodo y estaba flanqueado por ricas ciudades Ritionas.

—Así les cobraremos dos veces —dijo un veterano general de infantería, señalando a los cofres que yacían ante el trípode de Ulisha. Su ocurrencia fue saludada con nuevas carcajadas. Los Aifolu tenían un código muy estricto que castigaba con severidad los robos, pero sólo entre ellos. Rapiñar a otros pueblos se consideraba una muestra de astucia lícita—. Luego, cuando lleguemos a la altura de los montes Crisios, podremos tomar el camino del este. Abinia es una presa fácil y apetitosa, y sus pastos son mucho más verdes que la reseca planicie de Malabashi.

Ulisha seguía sin decir nada. Sólo el hecho de que tenía los ojos abiertos y que de vez en cuando aceptaba la copa que le tendía Tulbán hacía pensar a Kybes que no se había dormido sobre su cojín.

—¡Oh, desleales! ¡Oh, infames! ¿Es que cuantas más ciudades destruís, más os contagia e inficiona la ponzoña y el vicio de sus moradores?

Al oír aquella voz Kybes se apartó y escondió la cara tras el embozo de su tocado. Acababa de entrar en la tienda el Enviado, cojeando y apoyándose en su lanza rota. Lo escoltaban cuatro sacerdotes. Dos de ellos balanceaban incensarios y otros dos cargaban con una pesada crátera de metal. Cuando llegó ante Ulisha, el Enviado le saludó con una leve inclinación de la cabeza que el Adalid respondió con la misma cortesía. Después, Yibul Vanash se volvió hacia los Aifolu congregados en la tienda y dijo:

—¡Escuchad la Voz!

Kybes no había vuelto a ver al Enviado desde el día en que logró escapar de la Torre de la Sangre de Ilfatar. Yibul Vanash era la única persona que podía atestiguar que se había negado a matar a aquella niña y que, por tanto, no merecía llevar en la frente el tatuaje de los fíeles del Martal. De modo que no tenía el menor deseo de llamar su atención.

Kybes había averiguado bastante sobre el pasado de Yibul Vanash gracias al lenguaraz capitán Gaetang. El hombre al que ahora llamaban Enviado era un filósofo Ritión. En su ciudad natal, Kahurna, se dedicó durante años a la política y a predicar contra los gobernantes de la ciudad, a los que llamaba «vientres con patas», y contra los jueces, que para él no eran más que «devoradores de regalos». Se ganó tantos enemigos que lo desterraron y quemaron sus libros, aunque En torno a la ley sobrevivió en copias que se propagaron y en Ritión fueron el origen de una anárquica escuela de pensamiento conocida como los Filósofos de la Sinrazón.

Yibul Vanash abandonó, pues, Kahurna y se dirigió al sur. En las montañas del Gros estuvo a punto de morir de hambre y frío, pero el dios que no puede ser nombrado le envió un sueño. Gracias a él descubrió la existencia de un santuario subterráneo donde encontró la máscara del Destructor, y desde que se la puso entró en comunión con la mente del dios y se convirtió en su Enviado y en el mensajero de su Voz.

Tras cruzar las montañas, apareció en Sattûk, la capital del disperso reino de los Aifolu. Cuando también lo expulsaron de allí, Yibul empezó a predicar entre los pueblos que se extendían entre el Gros y el río Ingdum. Como Sattûk, Marabha y las demás ciudades de la región extorsionaban a los campesinos y a los pastores, no le fue difícil al Enviado convencerlos de que, si abandonaban las aldeas y volvían a la vida errante de sus antepasados, los recaudadores de impuestos ya no podrían encontrarlos. No tardó en conseguir el apoyo de un importante jefe nómada, Binarg-Ulisha-Rhaimil, que desde entonces se convirtió en su mano ejecutora.

Aunque Kybes no se dejaba engañar: el verdadero jefe del Martal era Yibul Vanash. Por eso Ulisha aún no había abierto la boca en aquella reunión, esperando la decisión del Enviado, que proseguía con su sermón.

—Siempre buscáis el camino fácil, y no comprendéis que a la virtud y a la verdad sólo se llega por la ladera del volcán. ¡Roca y llama, nieve y lava! ¿Qué creéis, que no sé que al amparo de vuestras tiendas os engalanáis con la seda que saqueáis a los hombres de las ciudades? ¿Qué ignoro que fornicáis sobre cojines de plumas con rameras que os habéis guardado para vosotros, en vez de sacrificarlas al Destructor? ¡Falsos, perjuros, escoria que no merece llevar el nombre de Aifu!

Lo normal era que todos escucharan con la cabeza gacha, pues quien miraba a la máscara del Enviado se arriesgaba a convertirse en el blanco de sus invectivas. Pero esta vez un general casi ciego se adelantó para replicarle. Era Qubarg, veterano de sesenta años, un Primevo que, como algunos más, sufría la desgracia de no tener los ojos lo bastante amarillos. Por eso se echaba un colirio conocido como yema que hacía amarillear las córneas, pero que a la larga las ulceraba y producía ceguera. Qubarg solía beber más vino de la cuenta, tal vez para mitigar el dolor de sus ojos.

—¿Quién eres tú para decir que yo no merezco llevar el nombre de Aifu? —estalló ahora, tirando la copa de vino sobre una piel blanca.

Qubarg se rasgó la manga para mostrar el brazo derecho. Como Primevo, llevaba tatuado en él el registro de su familia. Kybes conocía aquella costumbre, pues Tulbán le había enseñado su brazo depilado. Sólo el primogénito de cada casa recibía el tatuaje; pero si moría, el siguiente en la línea de sucesión ocupaba su lugar y el mismo día del funeral de su pariente se tatuaba la lista completa.

—¡Cuenta mis tatuajes! —gritó el general.

—Ya basta, Qubarg —dijo Ulisha.

El general se volvió hacia donde sonaba la voz, pero en vez de dirigirse a Ulisha se quedó mirando al mástil que había a su izquierda. Entre los oficiales sonó una carcajada nerviosa, y luego un siseo.

—¡Veintisiete generaciones en Tramórea, mi viejo amigo Ulisha! —exclamó Qubarg, señalándose el codo. A partir de allí y hasta el hombro, los nombres eran rojos y no negros, pues pertenecían a antepasados que moraban en el continente sur—. ¡Y diecinueve generaciones más en la tierra de nuestros ancestros!

Qubarg se volvió hacia el Enviado.

—¡Y tú te atreves a decir que no merezco el nombre de Aifu!

—Ya has oído a tu general. Cállate.

La voz de Yibul Vanash sonaba ahora más suave. Por un instante, había dejado de ser el profeta que proclamaba su prédica. Pero Kybes sospechaba que era aún más peligroso.

—¡Un maldito Ritión no me va a decir cuándo tengo que callarme!

Dos generales agarraron a Qubarg por los brazos y tiraron de él. Pero él se los sacudió de encima con una fuerza insospechada. Yibul Vanash levantó la lanza rota y le apuntó con la contera. Al ver aquello, todos se apartaron al instante de Qubarg.

—¡Muerte para quien no acate la Voz! —gritó el Enviado, y los cuatro sacerdotes contestaron al unísono: «¡Muerte!».

De la contera roja brotaron unas ondas negras. Kybes sintió que algo le atravesaba el corazón, como una burbuja de vacío que le arrancó un gemido. El mismo lamento se extendió por todo el pabellón. La luz negra llegó hasta Qubarg y lo envolvió. El general cayó de rodillas al suelo, aullando de dolor. Su chillido se hizo eterno, hasta que por fin las ondas negras se retiraron de vuelta al bastón del Enviado, llevándose consigo un reflejo fugaz, como un fantasma de Qubarg.

Lo que quedó tendido en el suelo era una especie de estatua gris. El Enviado se acercó a él y le clavó en la espalda la puntiaguda contera. El cuerpo se desmoronó como un montón de rescoldos fríos.

Yibul Vanash se volvió, y los tres ojos de rubí barrieron la tienda. Nadie se atrevía a respirar.

—¡Aifolu! Seguiréis el camino difícil una vez más, para demostrarle al Destructor que sois dignos de él. ¡Ahora, bebed el elixir, la sangre del Destructor!

Kybes había oído hablar de aquella ceremonia, pero no había participado aún en ella. Los sacerdotes que cargaban con la crátera de metal la habían depositado sobre un trípode. Ahora introdujeron en ella una jarra y fueron sirviendo su contenido en un oscuro cáliz de diorita, tallado con rasgos demoníacos. El primero en beber fue Ulisha, a quien le sirvió la copa el propio Yibul Vanash. Después le entregó la copa a uno de los sacerdotes, y los Aifolu fueron desfilando ante él por orden de rango.

—La guerra es madre y reina del universo —recitaba el Enviado—. A unos los hace reyes y a otros siervos, a unos libres y a otros esclavos. La sangre es la sal de la guerra, la sal de la tierra. Sin sangre no se alimenta el fuego, sin sangre no puede despertar el dios.

Cuando le tocó el turno a Kybes, avanzó con la cabeza gacha. Tenía la impresión de que el tatuaje de la frente le ardía, delatando su engaño. Pero el Enviado, absorto en su recitado, no le prestó atención.

El sacerdote, al ver que apretaba los labios, le susurró: «Abre bien la boca», y casi le volcó el cáliz encima. Kybes engulló una bocanada de líquido negruzco y amargo. Parte le salió por la nariz y estuvo a punto de devolver. Pero cerró la boca y los ojos, se dio la vuelta y lo tragó todo, pues sabía que vomitar el llamado elixir significaría su muerte instantánea. Las cenizas blancuzcas que crujían bajo sus pies y que poco antes eran el cuerpo del general Qubarg se lo recordaban.

Regresó a su sitio. El líquido se estaba convirtiendo en una masa gélida dentro de su estómago. Sabía que aquella sangre no era de Ariseka, sino humana. Gankru y Molgru, los hijos del dios, habían necesitado entre ambos cien mil muertes para despertar de su letargo. Al parecer, ya no tenían tanta sed. Sin embargo, los sacerdotes seguían sacrificando diez víctimas diarias para cada uno de ellos y les daban a beber su sangre.

Luego, los demonios regurgitaban parte del líquido que habían bebido, convertida en aquella droga que los Aifolu llamaban el elixir.

Un frío que no era del todo desagradable subió por su pecho y se extendió por sus miembros. Por delante de sus ojos pasó una nube negra, como un borrón de tinta en el agua. Cuando se diluyó, todo era diferente. Las figuras se veían rodeadas por perfiles más nítidos, como dibujadas a pluma, y sin embargo los colores aparecían más opacos y borrosos. Las voces sonaban cortantes, con filos y aristas en cada palabra, y los olores flotaban en el aire como trazos de arco iris.

Antes de entrar en combate se distribuía entre todos los soldados Aifolu y T’andri una pequeña cantidad de aquel brebaje, que acrecentaba su valor y su odio por el enemigo. Los Glabros no lo necesitaban, pues tenían sus propias drogas y sus corazones eran crueles de nacimiento. Pero a los demás, el elixir les infundía una agresividad desconocida.

Kybes miró hacia un hachón cercano. El fuego parecía estar vivo. Sus lenguas eran serpientes, y también mujeres desnudas que le hacían señas con sus brazos. Extendió la mano al calor del fuego. Una llama se convirtió en Semias, y luego Semias desapareció y se transformó en el cuerpo depilado y musculoso de Tulbán.

—¡Y ahora, Aifolu, seguidores de Ariseka, fieles del Destructor, escuchad la Voz!

Todos se postraron sobre una rodilla, apoyaron las manos en la otra y agacharon la cabeza. El único que tenía el privilegio de seguir sentado era Ulisha, Adalid del Martal y Puño del Destructor.

—La auténtica naturaleza de las cosas se oculta bajo el velo de la falsa luz. Sólo el ojo del iniciado puede atisbar en las tinieblas. Para ver hay que cegar los ojos del cuerpo. Yo lo hice, yo renuncié a mis ojos para ver por la máscara del dios, y vuestra vista no es más penetrante que la mía. ¿Alguien cree que su ojo ve mejor que el mío?

—¡Nooo! —contestaron a coro.

—¿Alguien de vosotros cree saber mejor que yo hacia dónde se extiende el camino del Martal?

—¡Nooo!

El Enviado paseó entre los hombres arrodillados, que al sentir la máscara sobre ellos hundieron la cabeza aún más. De pronto, Kybes sintió cómo el extremo astillado de la lanza le golpeaba el hombro. —¡Tú!

Kybes levantó la cabeza. Ya está, es el fin. La máscara estaba sobre él, muerta y a la vez viva. De la ranura de la boca brotaba el aliento del Enviado, que olía a sangre y a carne descompuesta.

—Tú, que has visto al hijo del dios despertar de su sueño y puedes contarlo, ¿acaso podrías guiar al Martal mejor que un ciego?

—No.

Así que Yibul Vanash le había reconocido. Pero la droga le infundía una extraña indiferencia por su propio destino. Más que valor era desapego. Dentro de unos segundos sería un montón de cenizas blancuzcas y nadie recordaría su existencia.

Pero el Enviado le puso la mano en la cabeza. La tenía pintada de rojo, y ardía como una brasa. Sin embargo, Kybes se sintió honrado de que se hubiera posado en él, y sólo él, entre todos los presentes.

—Si el hijo del dios respetó tu vida, yo te perdono en nombre de su padre. Pero no le desobedecerás más.

—No —contestó Kybes. Su respuesta era sincera.

El Enviado siguió paseando mientras hilvanaba su relato. Les habló de Aifu, el paraíso perdido en el lejano continente del sur. De las vastas praderas verdes donde los caballos pastaban de horizonte a horizonte, de sus lagos límpidos y sus bosques de cedros, de sus cielos cuajados de estrellas más hermosas y brillantes que las que lucían sobre Tramórea. Aquel hombre, que no era Aifolu, les hacía sentir el orgullo de pertenecer a un pueblo escogido, a una raza pura que vivía en armonía con la tierra, que formaba parte del mismo suelo que pisaba. El propio Kybes, aunque en el fondo de su mente se daba cuenta de que era la droga la que lo volvía sugestionable, no pudo evitar que las lágrimas rodaran por sus mejillas al pensar en aquel paraíso que jamás había conocido y que en la boca del Enviado sonaba tan familiar como el regazo de su madre.

—Pero los demonios, aquellos a quienes los Tramoreanos llaman dioses, enfriaron el sol y el cielo sobre Aifu, y las nieves de las montañas de Umbela bajaron sobre los prados y los cubrieron de glaciares. El pueblo elegido tuvo que emigrar hacia el norte, y cruzar el gran desierto primero y luego el mar, y en esa peregrinación murieron siete de cada diez, y familias enteras quedaron extinguidas. Y cuando llegaron a Tramórea descubrieron que la tierra era feraz y allí no había hielos; pero sus habitantes eran débiles y mentirosos, y sus mujeres, corruptas y livianas. Talaban los bosques, quemaban los campos, levantaban muros de piedra y ofrecían sacrificios a los demonios que habían enviado el hielo sobre los Aifolu. ¡Y eso siguen haciendo! —bramó Yibul Vanash—. ¡Ellos son la plaga de la tierra, y vosotros el remedio!

—¡Ellos son la plaga y nosotros el remedio! —entonaron todos, y Kybes se acopló a su cántico.

—El Destructor llega —prosiguió el Enviado, bajando la voz—. El despertar de Ariseka está cerca. El me ha enviado a vosotros para que os lo anuncie y os guíe.

—¡Tú eres el Enviado!

—¿Aceptáis mi guía, oh Aifolu?

—¡La aceptamos!

—Os lo repito. ¿Aceptáis mi guía, oh Aifolu?

—¡La aceptamos!

—¡Entonces escuchad las palabras de Ulisha, Puño del Destructor!

Kybes siguió un rato arrodillado y con la mirada fija en las pieles del suelo, hasta que otro miembro del séquito de Tulbán le apretó el hombro.

—Levanta, Kybusha. Ya se ha ido.

Kybes se incorporó. Todo el mundo estaba en pie, y Yibul Vanash y sus sacerdotes habían desaparecido. Pero el efecto del elixir persistía. Todo parecía más nítido y cortante a su alrededor.

Ulisha levantó una mano, y Tulbán pidió silencio en su nombre. La voz del Adalid era tan débil que apenas llegaba al fondo de la tienda.

—El Enviado nos ha iluminado con su sabiduría —dijo—. Por fin me ha revelado dónde está la tercera Torre de la Sangre. Mañana tomaremos el camino de Malabashi. Decídselo a las tropas. Cuando llegue el momento, sabréis más.

Los presentes empezaron a abandonar la tienda. Kybes se disponía a salir cuando Tulbán se acercó a él y le agarró por el codo. Su contacto era algo más que amistoso. La droga producía una extraña sensación en Kybes. Tenía la piel más sensible, pero a la vez esos dedos que otras noches le habían acariciado le provocaban cierta repulsión.

—Ulisha quiere hablar contigo.

—¿A qué debo ese honor, señor?

—Ha oído al Enviado, y quiere saber si es cierto que presenciaste el despertar de Molgru. Sé sincero con él y responde a lo que te pregunte.

Kybes tragó saliva. Eres un Ubsharim, un hombre del Zemalnit. No le dejes impresionar.

—Dale tu espada a Megurg —dijo Tulbán, y añadió con una sonrisa—: El Adalid aún no confía tanto en ti como para permitir que un Tahedorán se acerque armado a él.

Kybes se acercó al centro de la tienda, escoltado por Tulbán, e hizo una reverencia cuando estaba a tres metros de Ulisha. El Adalid le indicó que avanzara un poco más.

Era la primera vez que Kybes veía de cerca a Ulisha. Ni siquiera los trazos cortantes que le hacía percibir la droga disimulaban su decadencia. Tenía el cabello de un negro intenso, pero el tinte que lo oscurecía manchaba también su cuero cabelludo. Aunque no estaba gordo, las mejillas le caían flácidas. Sus ojos eran opacos, su voz metálica e inexpresiva, y su mano izquierda, apoyada sobre el muslo, tenía un ligero temblor. Kybes comprendió que aquel hombre estaba enfermo. Un mal más grave que la dolorosa estangurria corroía sus entrañas. Ulisha olía como huelen los hombres que ya no han de ver una estación más.

—Es un honor tener a un Tahedorán en nuestras filas.

—Gracias, Adalid.

—Mi hijo Darnil era Tahedorán como tú. Murió.

—Lo siento de corazón, Adalid.

—Mi otro hijo es Ibtahán —dijo Ulisha, señalando a su derecha—. Tal vez puedas ayudarle a mejorar su técnica.

Kybes miró de reojo. El gesto de Bintra no era precisamente amistoso.

—Estoy a tu servicio, Adalid.

—Entonces cuéntame lo que pasó en la Torre de la Sangre, y no escatimes un solo detalle.

Ulisha escuchó el relato casi sin pestañear. Kybes omitió su desobediencia, de modo que en su versión de los hechos Molgru despertaba cuando él acababa de arrojar al pozo a su primera víctima. El Adalid no le hizo ninguna pregunta. Pero antes de despedirse, le pidió que le enseñara el brazalete. Kybes se lo quitó y se lo entregó.

Ulisha lo revolvió entre los dedos, examinándolo con atención. El brazalete era una copia casi perfecta de la pieza que había pertenecido a Minos Iyar y que ahora adornaba la muñeca de Derguín; tan sólo le faltaba el nombre del legendario monarca Ainari.

—Toma, tah Kybusha. Me recuerdas a mi hijo, ¿sabes? Cualquier día de éstos ven a visitarme para que charlemos un rato.

Kybes se despidió con una reverencia. Tulbán le acompañó hasta la salida del pabellón.

—Ve a mi tienda —le dijo en voz baja—. Cuando salga de servicio, me reuniré contigo.

—Como quieras, señor.

El aire cálido y húmedo del exterior le pareció fresco en comparación con el ambiente cargado de la tienda de Ulisha. Levantó la mirada al cielo. No había lunas, pues estaban a final de mes. El brillo de las estrellas era frío, y cada fragmento del Cinturón de Zenort se distinguía como una perla blanca.

Aún estaba bajo el efecto del elixir.

Tah Kybusha.

Kybes se volvió. Rodeado por sus escoltas, Bintra venía hacia él. Sus botas parecían flotar sobre los guijarros del suelo.

—General…

Bintra se detuvo a unos pasos, con los brazos cruzados. Vigila su mano derecha, se recordó Kybes.

—De modo que estudiaste en Uhdanfiún.

—Así es.

—Mi hermano y yo aprendimos el arte de la espada con el maestro mayor Bokhitso. Nunca llegamos a ingresar en Uhdanfiún, pues mi padre hizo venir a tah Bokhitso desde Ainar para que nos adiestrara. Conozco la academia, por supuesto, pues Darnil y yo la visitamos muy jóvenes para superar el Trago.

—Es un hermoso lugar. Y tah Bokhitso era un magnífico maestro.

Derguín le había escrito una lista con los maestros de Uhdanfiún de los últimos cien años. Kybes había intentado memorizarla en vano. Pero el nombre de Bokhitso le era vagamente familiar.

—Tú lo has dicho. Lo era. Bokhitso murió ejecutado por orden de mi amado padre. Al parecer, era un intrigante, un espía del emperador Barok, y su influencia Ainari nos corrompía. Pero mi padre sólo se dio cuenta después de que mi hermano Darnil se convirtiera en Tahedorán y pudiera presentarse al certamen por Zemal, y antes de que yo pudiera presentarme a la prueba del séptimo grado. Qué casualidad.

Yo no tengo la culpa, pensó Kybes, pero se mordió la lengua antes de decirlo en voz alta.

—Lo pasado, pasado está —prosiguió Bintra—. Ahora que has venido a alistarte al Martal por propia voluntad, puedes hacerme un gran servicio.

—¿Quieres que te prepare yo para ese examen?

—No. Jamás volveré a pisar Ainar, a no ser como conquistador. Nada se me ha perdido en Uhdanfiún.

—Entonces no comprendo qué servicio esperas de mí, general.

—¿Seguro?

Bintra le miró con ojos insolentes. Embutido en su armadura oscura, parecía un gran gato negro jugando con un ratón.

—Como Ibtahán, conozco el secreto de la primera aceleración. Quiero que tú me enseñes la fórmula de la segunda.

Kybes cerró los ojos y contó tres latidos antes de contestar.

—No puedo revelarte ese secreto, general. Sólo el Gran Maestre de Uhdanfiún tiene potestad para hacerlo. Tú lo sabes.

Al momento le pareció oír la voz de Semias: Eres un bocazas, Kybes. Esas tres últimas palabras te han sobrado.

—¿Pones las normas de unos infieles Tramoreanos por delante de la lealtad a tus hermanos del Martal? ¿Y por delante de la obediencia debida a un superior?

El tono de Bintra irritó a Kybes. De nuevo sabía que la culpa era del elixir, pero sentía cada vez más deseos de desenfundar la espada y rebanarle el cuello a aquel presuntuoso que tan sólo debía su posición a ser hijo del Adalid.

—Las normas del Tahedo son sagradas —respondió y, sin poder evitarlo, siguió con la cantinela que le había enseñado Derguín—. Las instituyó Zenort el Libertador y las completó Minos Iyar, y velan por su cumplimiento los propios dioses Anfiún y Tarimán.

—¡Blasfemia! —gritó Bintra, apartándose de él con gesto teatral y señalándole con el dedo—. ¡Blasfemia! ¡Perdición eterna para quien adore a los demonios!

Los soldados que escoltaban a Bintra abrieron el círculo y bajaron sus lanzas, apuntando con ellas a Kybes, pero ninguno se decidió a intervenir.

—El hijo del dios se complacerá en beber tu sangre esta misma noche —dijo Bintra, con una sonrisa de satisfacción.

—Mis palabras han sido mecánicas —repuso Kybes, retrocediendo también—. He repetido una fórmula que me enseñaron. Llevo poco tiempo escuchando la Voz, general. Te ruego disculpes mi ignorancia.

—La blasfemia, aunque sea involuntaria, siempre merece la misma condena: muerte.

—En ese caso, haz de verdugo tú mismo y no te escudes en tus soldados.

—Oh, no soy tan insensato. No me enfrentaré a alguien que me supera en un grado y que conoce una aceleración más que yo.

Una ira innatural se estaba apoderando de Kybes. Lo único que deseaba ahora era darle una lección a Bintra. Las consecuencias de los actos no existían. Sólo los resultados. Derguín le había asegurado que poseía un talento natural para la espada y que sólo el hecho de no haber pasado el Trago le impedía convertirse aún en Tahedorán. Desenvainó su espada y se puso en guardia.

—No necesito ninguna Tahitéi para vencerte.

—Yo también echaba de menos tener un rival digno —dijo Bintra, desnudando su acero—. ¿Sin Tahitéis, entonces?

—Sin Tahitéis.

Era la primera vez que Kybes se batía en duelo con espadas de verdad. Las heridas producidas por una hasha aguzada eran terribles. El mismo lo había comprobado en el cuello de aquel infeliz cabo. Sabía que debería estar asustado.

De hecho, en el fondo de su mente se agazapaba una sombra de temor, pero ese miedo era sólo intelectual y estaba desligado de su vientre, sus manos o su voz.

Apenas se estudiaron unos segundos, pues el elixir los volvía a los dos igual de agresivos. Bintra lanzó un ataque, aunque no se empleó a fondo todavía. Batieron hierros un par de veces y se separaron. A Kybes le bastó aquello para comprobar que la técnica de su rival tenía sutiles diferencias con la que le había enseñado Derguín. Y la fiereza de su mirada le informó de que Bintra había matado a muchos más hombres que él.

Pero él cree que soy un Tahedorán. Me tiene miedo. Debe tenerlo.

Bintra se abalanzó sobre él con un grito y le lanzó un tajo vertical. Kybes se apartó a la derecha y contraatacó. La hasha de su espada se deslizó por la hombrera de la armadura e hizo saltar chispas. Kybes volvió a apartarse, excitado por aquel golpe.

—Te he dado, general.

—Yo no veo la sangre.

—Llevas armadura. Y yo no.

—Debiste pensarlo antes de aceptar el duelo.

Si quería herir a Bintra, tenía que alcanzarle en la cabeza o buscar las junturas de su armadura con la punta de la espada. Lo segundo era harto arriesgado cuando el rival manejaba otra espada similar.

Bintra sonrió enseñando los dientes, y luego movió los labios en silencio. Kybes comprendió que estaba pronunciando la fórmula de Protahitéi y retrocedió un metro más. Derguín sólo se había acelerado una vez combatiendo contra él, para demostrarle que era inútil enfrentarse a un maestro cuando entraba en Tahitéi. Ahora, Bintra se arrojó contra él tan rápido que Kybes apenas tuvo tiempo de apartarse. Logró esquivar la primera estocada, pero Bintra le lanzó un tajo lateral antes de que tuviera tiempo de recobrar la posición. Kybes interpuso la espada como pudo, trastabilló y cayó sobre la rodilla derecha.

La hoja de Bintra volvía a caer del cielo. Kybes torció el cuello y se cubrió la cabeza con la empuñadura de la espada. Pero su rival modificó en un instante la trayectoria del tajo, y la hoja alcanzó la mano derecha de Kybes. Sintió una mordedura, y luego un frío instantáneo, y el arma se le cayó de los dedos.

Un instante después sintió un estallido en el oído izquierdo. Kybes se desplomó, pensando que Bintra le había reventado la cabeza con la espada. Pero había sido su bota, que en Protahitéi tenía casi la fuerza de una coz de mulo. Kybes trató de incorporarse para seguir luchando. La mano derecha le falló y cayó de bruces. Cuando volvió a intentar enderezarse, descubrió la razón. Le faltaban los cuatro dedos poco más arriba de los nudillos.

La kisha de Bintra se acercó a su nuez. Kybes se quedó mirando al suelo. Un poco más allá había unas cosas pequeñas y alargadas que bien podían ser sus dedos.

—Bokhitso fue un Tahedorán que vivió hace más de dos siglos —dijo Bintra, ya desacelerado—. Mató a los miembros del Tribunal de la Espada porque le suspendieron en un examen. Desde entonces no ha existido ningún otro maestro con ese nombre. Eso lo saben hasta los que cortan los setos allí.

—La memoria siempre me ha perdido —jadeó Kybes.

—Desde que te vi supe que eras un farsante. A un Tahedorán se le conoce por la mirada.

Bintra levantó la espada para rematarlo. Kybes le miró a los ojos. No le daría el placer de morir como una res.

—¡Basta! ¿Qué pasa aquí?

Bintra se volvió antes de lanzar el golpe. Tulbán venía corriendo desde la tienda, seguido por otros dos Purpúreos.

—¡Déjalo, Bintra! ¡Es uno de mis hombres!

El hijo de Ulisha se apartó a un lado, sacudió la sangre de la hoja y envainó la espada. Tulbán se arrodilló junto a Kybes y le ayudó a levantarse.

—Mis dedos…

—Te los enviaré ensartados en una cuerda, por si te quieres hacer un collar —dijo Bintra.

Tulbán miró a Bintra rechinando los dientes. Kybes se soltó de su brazo y se apartó dos pasos. Al principio apenas había sentido la herida, y pensó que era un efecto del elixir. Pero ahora cada uno de ellos latía como un pequeño corazón y mandaba ráfagas de dolor que le llegaban hasta la nuca. Se quitó el tocado, se envolvió la mano en él y se la apretó bajo la axila. La sangre no tardó en empapar la tela.

—Ven, Kybes. Te llevaré con el médico —dijo Tulbán.

—¿No me felicitas por derrotar a un Tahedorán? —preguntó Bintra—. Deberías entregarme su brazalete, al menos, como despojo para el vencedor.

—Guárdate tus gracias para quienes te las rían.

Bintra se acercó a Tulbán, que le sacaba más de medio palmo de estatura, levantó la mirada y sonrió.

—En cuanto muera mi padre, ¡no lo permita el dios!, voy a cambiar su estandarte. Lo primero que haré será cortarte la cabeza y ponerla en una pica, mi querido Tulbán. Allí lucirá mejor que cualquier bandera.

Tulbán escupió a los pies de Bintra y se apartó de él, tomando del codo a Kybes para que le siguiera. Mientras se alejaban, aún pudieron oír la voz de Bintra.

—¡Practica con la zurda, tah Kybusha! Cuando quieras, te daré la revancha.