Al día siguiente de la cacería, Forcas apareció en el campamento a media mañana. Esta vez no llegó en carromato, sino por el río, en una gabarra cargada de cajas. Había barriles de cerveza y manzanas, y sacos de patatas y de harina, pero lo más importante venía en cuatro baúles cerrados con candados que llevaban los sellos de cada batallón. Forcas ordenó que cada baúl se entregara a su general correspondiente, y luego acudió al pabellón de mando.
Cuando se presentó ante el duque, Kratos recordó que debía aguantarle la mirada para no proclamar su culpa, pero por alguna razón era el propio Forcas quien se la rehuía. Sus ojos bailaban por los objetos y muebles que abarrotaban la tienda con un brillo febril; al haber perdido carne en las mejillas, aún parecían más grandes y asombrados, como los de un niño que de pronto se encontrara prisionero en un cuerpo de adulto.
—Hemos traído los atrasos, por fin —dijo mientras comía una porción de tarta de chocolate y pasas—. ¿Qué te parece, tah Kratos?
En aquel momento a Kratos el dinero era lo que menos le importaba, pero respondió que le parecía una buena noticia.
—Son veinte mil imbriales, mil arriba o mil abajo, repartidos en los cuatro cofres para que cada general los distribuya entre sus soldados. No sé la cuenta exacta, pero espero que los hombres estén satisfechos. ¿Tú crees que lo estarán?
—Ya conoces el dicho, duque: «La soldada es el regocijo del soldado».
—Eso es bueno. En un par de días nos marcharemos de aquí para recibir esas tierras que nos han prometido. A cambio tendremos que entrar en acción. ¿Crees que los hombres se amotinarán cuando sepan que hay que luchar?
—Los Invictos están deseando luchar por ti, duque.
—Es verdad. Dicen que a los soldados el combate les gusta aún más que las putas y los dados. Espero que eso les haga recibir las novedades con buen ánimo.
Kratos se preguntó si el duque quería llegar a alguna parte o si estaba desbarrando sin más. Había observado día a día, desde su llegada a Malib, cómo su comportamiento se tornaba más excéntrico, y cómo su talante antes franco y jovial se ensombrecía. Pero Kratos ya veía bastantes nubes sombrías dentro de su propio ánimo como para preocuparse por las ajenas.
—Hoy mismo regreso a Malib —dijo Forcas. Llevaba un rato hablando, pero Kratos no le había prestado atención—. La reina Samikir desea despedirnos antes de que partamos a nuestra misión y a nuestras nuevas tierras. Vamos a establecernos en Pasonorte, como estaba previsto. ¿Sabías que allí los Aifolu derrotaron a las Atagairas hace quinientos años?
Seiscientos, corrigió en silencio Kratos. Al parecer, Forcas había olvidado que él estaba presente cuando Ahri le recordó a Tildara, la princesa Atagaira, la humillante derrota que había obligado a aquellas amazonas a confinarse en las montañas.
—Según el adivino Trabias, es un buen presagio. Aunque nuestros enemigos oficiales son los Khrumi, no es por esos nómadas desharrapados por quienes nos ha contratado la Divina Samikir. —Forcas suspiró y dio un largo trago de su copa—. No, tah Kratos. Nuestro verdadero enemigo son las Atagairas. Está en nuestras manos reivindicar el honor de los hombres que esas viragos profanan con su misma existencia.
—Las Atagairas son enemigas honorables, duque. —Kratos creía que al menos le debía ese homenaje a la memoria de Tylse, la Atagaira que había competido contra seis maestros de la espada por la Espada de Fuego y que había muerto a orillas del río Haner.
—¿Eso crees? Bueno, espero que tengas razón. Se gana más honra contra enemigos honorables que contra camelleros piojosos. Ahora voy a descansar un rato, Kratos. Dentro de un par de horas volvemos a Malib.
—Sí, tah Kratos.
—Vurtán se quedará al mando del campamento, y me acompañarán Alpenor, Halokas e Ihbias.
Al oír el nombre de Ihbias, Kratos asintió en silencio. Forcas le miró de soslayo y chasqueó la lengua.
—No es lo que piensas, tah Kratos. Esta vez no te llevo por Ihbias. Y debes saber que si te he mantenido a mi lado cuando él estaba cerca no es porque tenga miedo de ese zafio aldeano, sino porque he preferido evitar rencillas en el ejército.
—Espero haberte sido útil en eso, duque.
—¡Claro que sí! ¿Quién no temería al mejor Tahedorán de Tramórea?
Incluso ese pellejo de vino guarda algo de cordura en su sesera. Pero no, esta vez no me acompañarás por él, sino por otra razón. La propia reina ha ordenado tu presencia.
Kratos enarcó una ceja. Aunque había escoltado a Forcas tres veces hasta Malib, no había vuelto a ver a la perturbadora y longeva Samikir.
—¿La reina? ¿Qué quiere de mí?
—Eres un hombre célebre, tah Kratos. La reina es aficionada a las lecturas, y quiere comprobar qué hay de cierto en esa Crónica del Año Mil cuyas copias se han propagado por toda Tramórea como una plaga de langosta.
—Más bien como una plaga de mentiras, duque.
—Eso se lo podrás explicar a la propia reina, tah Kratos, durante el banquete en nuestro honor.
Forcas se levantó del sitial con cierto esfuerzo. Moloso se acercó a él moviendo el rabo y el duque le regaló la mitad de la tarta, que el perrazo blanco devoró de un solo bocado. Después, Forcas le hizo una seña a un criado para que lo siguiera y cruzó la cortina que llevaba a su alcoba.
Kratos esperó unos instantes, sin saber qué hacer. Aunque Forcas no lo había despedido, no tenía demasiadas ganas de quedarse a oír cómo el duque le hacía arrumacos a su concubina. Para su sorpresa, las tiras de cuero que cerraban la puerta de la alcoba no tardaron en abrirse, y bajo ellas apareció Aidé. La muchacha vestía una túnica tostada con un fino drapeado que dejaba al descubierto su escote, y sobre ella un chal transparente que colgaba hasta el suelo. Caminaba descalza sobre los tapices que cubrían el suelo de la tienda y llevaba el cabello suelto sobre los hombros. Kratos pensó que nunca la había visto tan hermosa y sintió una punzada en el vientre. Ni él mismo habría sabido decir si era excitación o miedo.
Aidé miró a los lados. Pegados a las paredes de tela formaban los centinelas con sus chalecos morados, tan silenciosos e inmóviles como armaduras vacías. Un criado recogía la mesa de Forcas, mientras otros dos enrollaban una alfombra para tundirla fuera de la tienda.
—Me ha dicho que salga —susurró Aidé, acercándose a Kratos. Este retrocedió un paso, y la muchacha ya no avanzó más.
—Ya lo veo, señora.
—Nunca lo hace. ¿Tú crees que sabe…?
Kratos contuvo la tentación de girar la cabeza a los lados. Si los dos seguían obrando como espías, proclamarían su culpabilidad a los cuatro vientos.
—El duque parece cansado, mi señora —contestó, en voz lo bastante alta para ser oído por los demás ocupantes de la tienda—. Tenemos que partir en breve a Malib.
Aidé frunció el ceño, perpleja.
—¿Acaba de llegar y ya tiene que irse?
—Al parecer, pronto levantaremos el campamento.
Aidé se recogió el chal, que le estaba resbalando por el hombro desnudo, y se dirigió hacia un rincón de la tienda. Allí, un visillo que caía hasta el suelo delimitaba un pequeño reservado. Aidé se sentó sobre un almohadón y pidió a los criados que trajeran café caliente. Después indicó a Kratos que se acercara.
—Siéntate.
—Prefiero seguir de pie.
Un criado sirvió café en dos jarras de barro sobre una mesita de cobre repujado. En cuanto el sirviente se alejó, Aidé levantó los ojos y susurró con voz agitada:
—No soporto estar a su lado. Si sigo un minuto más tendré que matarlo.
—Aidé, tú no sabes…
—¿Qué vas a decir, que no sé lo que es matar? ¿Olvidas que le clavé mi daga a ese cerdo que me quiso violar? Es una sensación blanda y viscosa. Aún la tengo aquí —dijo con un escalofrío, mientras se frotaba la muñeca derecha—. Es como si sintiera la carne de aquel hombre rasgándose dentro de mis huesos. —Levantó la mirada hacia Kratos—. Pero volveré a matar. Si es por ti.
—No cometamos más locuras, Aidé —susurró Kratos, y en esta ocasión sí miró a su alrededor.
—¡Pues entonces hazlo tú! Mereces mandar este ejército mil veces más que Forcas. Eres mucho más hombre que él.
El chal volvió a resbalar por el hombro de Aidé, que ahora no se molestó en subirlo. Sólo un fino tirante cubría la piel que el día antes había besado Kratos. Aidé levantó la mirada y se apartó el cabello hacia la derecha. Su cuello, más deseable que nunca, se le antojó a Kratos el de un cisne dorado. Y, sin embargo, estaba descubriendo para su asombro que en el corazón de aquella niña latía la fiera determinación del bárbaro Équitro que había sido su padre.
—Mi señora, con tu permiso, debo elegir armas y ropas decentes para el banquete en Malib.
Ella le miró entrecerrando los ojos.
—Puedes retirarte, mi fiel guardián —le despidió, en voz lo bastante alta para que la oyeran todos. Y añadió en susurros—: Ya es hora de que tomes decisiones, Kratos May.
Antes de salir, Vurtán acudió al pabellón para tomar el mando durante la ausencia de Forcas. Mientras ambos llevaban a cabo la ceremonia del relevo bajo los estandartes del narval y el unicornio, los soldados de la compañía Terón, destinados a custodiar la tienda del duque, aprovecharon la ocasión para saludar a Kratos.
—Parece que los hombres te echan de menos, capitán —le dijo Gavilán, que había sido ascendido a oficial provisional.
—¿No estáis contentos con el mando del sargento? —preguntó Kratos a un corrillo de hombres.
—¡Oh, el sargento es como una madre! —replicó Jerbo, el Trisio de las trenzas rubias—. Por las noches viene a arroparnos con la manta y nos da un besito en la frente.
—¿Veis? —dijo Gavilán—. No podéis quejaros de mí.
—¡Lo malo es que con su aliento a vinazo, sólo de olerlo me levanto con resaca a la mañana siguiente!
Kratos dejó a los soldados riendo y a Gavilán amenazando con desollar a Jerbo y convertir su cuero cabelludo en estandarte de la compañía. Después acudió al establo, donde se acercó a ver a Amauro y le dio una manzana troceada.
—Hola, viejo amigo. Voy a estar fuera esta noche, así que te adelanto la manzana de hoy. ¿Te parece bien?
Amauro, que era muy goloso, relinchó y levantó las orejas como si le hubiera entendido. Kratos le palmeó el cuello, y luego ensilló a su otro caballo, Marteño.
—A ti hoy no te toca dulce —le dijo—. Cuando tengas la edad de Amauro te daré caprichos todos los días.
Llevando a Marteño de la brida, Kratos volvió al pabellón de mando. Allí le salió al paso Vurtán. El general, que era de complexión magra, había enflaquecido aún más, y bajo los grandes ojos oscuros se le marcaban unas bolsas que Kratos no recordaba. Sin duda, algo le preocupaba.
—Kratos, quiero hablar contigo. En los últimos días no hemos tenido ocasión de conversar —le dijo, tomándolo del codo y apartándolo un poco, de modo que quedaron protegidos de ojos y oídos ajenos entre Marteño y una esquina del pabellón. Se había levantado un viento ardiente que hacía flamear los faldones de la tienda y las banderitas triangulares que señalaban la posición de las cuerdas—. La última vez que te dirigí la palabra no fui demasiado amable.
—No es tu deber como general ser amable —repuso Kratos con sequedad, pues era cierto que el desapego de Vurtán le había dolido.
—Pero sí es mi deber ser justo. Cuando te eché en cara la forma en que luchaste contra el campeón de la reina, no conocía tu problema.
—¿Qué problema? —se alarmó Kratos.
—Tu hombro. La lesión que no te deja articularlo.
Kratos retrocedió un paso.
—¿Quién te ha dicho que mi hombro está mal, general?
—Debería haberme dado cuenta, aunque lo disimulas bien. Pero me lo ha contado Zagreo. También me ha dicho que lleva días dándote masajes para que puedas recobrar el movimiento de esa articulación.
Kratos se tocó el brazo y sintió bajo la hombrera de la coraza el bulto del emplasto que le había recetado el médico.
—Zagreo debería ser más discreto.
—Yo soy vuestro general, Kratos. Me preocupa el bienestar de mis hombres. De todos mis hombres. No sólo los del batallón Narval.
—No te entiendo.
—Sí me entiendes. Ultimamente, Forcas no es el mismo. Siempre he respetado y apoyado su mandato con todas mis energías. Cuando alguien ha insinuado críticas a sus dotes de caudillaje, las he suprimido de raíz.
—Creo que prefiero no seguir escuchándote, general —repuso Kratos, ajustando las cinchas de la silla.
—Olvida tus preferencias y tus deseos, Kratos. Se trata de cumplir con nuestro deber. A Hairón le complació llamar Horda Roja a esta tropa que convirtió en el ejército más poderoso y disciplinado de Tramórea. Le gustaba esa paradoja. Pero ahora estamos en tierras extrañas, y la autoridad de nuestro jefe se vuelve errática. El ambiente en el campamento es extraño. Hay una inquietud rara. No es miedo aún, pero puede llegar a serlo. Tú sabes cómo es el miedo, de qué forma tan imprevisible puede aparecer en una tropa y contagiarse entre sus hombres sin razón aparente, como una plaga. Temo que nuestro ejército se descomponga y se convierta en una horda de verdad.
Kratos apoyó el pie en el estribo y montó sobre Marteño. Desde allí arriba, Vurtán parecía aún más menudo de lo que era. Pero el general agarró la brida del caballo con mano firme y le impidió alejarse.
—Piénsalo, Kratos. Serías un gran general para el batallón Narval.
—Si mis ojos no me engañan, ese batallón ya tiene general.
—Tú eres quien más cerca está del duque, tah Kratos. Tienes en tu mano el destino de los Invictos. Si cumples con tu deber, cuando regreses todo estará ya dispuesto.
Kratos apretó los muslos y Marteño arrancó en un suave trote. El general se quedó junto al pabellón de mando, con una enigmática sonrisa.
Condenado Vurtán, pensó Kratos. «Tienes en tu mano el destino de los Invictos». Siempre había creído que Vurtán era un hombre íntegro, soldado de los pies a la cabeza y buen general. Ahora, la persona de quien menos lo esperaba le proponía cometer traición.
Pero acaso Vurtán tenía razón. Estaban en un país extraño donde el sol se veía de color de teja, los árboles se retorcían en formas desconocidas, el canto de los pájaros era distinto, el pan sabía dulce y la traición anidaba detrás de cada sonrisa. Un lugar muy peligroso para un ejército sin caudillo.
Las dos compañías elegidas para escoltar a Forcas y los generales desfilaron por la calzada que rodeaba el monte y se dirigía a Malib. Kratos se adelantó hasta la vanguardia y cabalgó junto al portaestandarte de la Horda. El joven Colmos, pese a su gallarda estampa, era tartamudo, defecto que disimulaba hablando lo menos posible. Era buena compañía si uno no se sentía demasiado locuaz o quería pensar tranquilo.
Te has acostado con la concubina de tu jefe, se repitió Kratos. El honor sólo le brindaba dos opciones. Confesar su falta a Forcas y afrontar las consecuencias: ser ahorcado, decapitado o, lo más probable, ser alanceado en el cañaveral y arrojado al río durante la noche, lejos de ojos indiscretos.
O luchar por Aidé, desafiar en duelo al duque y matarlo. Aunque fuese clavándole el diente de sable como un rufián callejero.
Matar a su señor… Aquélla no era una solución honorable. Sin embargo el propio Vurtán, el hombre a quien más admiraba de la Horda, le había sugerido traicionar el juramento de fidelidad que ambos habían prestado a Forcas.
Tal vez Vurtán no era un traidor. Tal vez reservaba su lealtad a la Horda, no a Forcas. El auténtico espíritu de los Invictos no lo representaba el duque, casi un recién llegado. Lo encarnaba mucho mejor Aidé, la hija del fundador de la Horda. Quien, por cierto, también había sugerido palabras de muerte…
Kratos se dedicó a fantasear sobre un hijo suyo y de Aidé, que sería nieto de Hairón y legítimo heredero de la Horda Roja. Cuando se lo estaba imaginando en brazos, un bebé con el cráneo tan pelado como el suyo, una racha de viento ardiente hizo flamear el estandarte que llevaba Colmos. Kratos levantó la mirada y vio al narval de la Horda nadando sobre unas olas rojas. Su cuerno retorcido le trajo al recuerdo a Riamar, el unicornio de Derguín…
Cuando Derguín consiguió la Espada de Fuego, los supervivientes del certamen se dirigieron hacia el sur siguiendo el litoral, pues regresar al mundo civilizado atravesando las tierras emponzoñadas donde habían perdido a Mikhon Tiq era impensable. Pero descubrieron que las costas del mar Ignoto también eran inhóspitas. Al final se resignaron a pasar el invierno con un pueblo de pescadores. Un buen día, Linar desapareció sin darles más explicaciones. Kratos supuso que había ido a buscar a Mikhon Tiq, pero Derguín meneó la cabeza.
—No será Linar quien salve el alma de Mikha, me temo.
En las últimas semanas del invierno, cuando ya estaban aburridos de masticar bacalao y contemplar las olas, pasó por allí una flotilla que venía de la tierra de los Équitros y que fondeó en la aldea para repostar víveres y agua dulce. Embarcados en la nave capitana, viajaron hasta el mar de Ritión. Derguín y Krust propusieron a Kratos que siguiera con ellos hasta Narak, donde pretendían fundar un nuevo ejército aún más poderoso que la Horda. Pero él se negó. No quería permanecer más tiempo cerca de la Espada de Fuego, que tan cerca había estado de empuñar y que sólo la arbitraria decisión del mago Linar le había arrebatado. Por eso se despidió de ellos y desembarcó en Tíshipan, su ciudad natal. No tardó más de una semana en comprender que no había nada para él en aquel emporio de mercaderes, y casi sin darse cuenta sus pasos lo llevaron al norte, de vuelta a la Horda Roja.
Allí descubrió que los Invictos tenían un nuevo jefe. El duque Forcas.
Kratos entendió que sus pensamientos, aparentemente erráticos, lo llevaban de nuevo al mismo punto. El momento en que se arrodilló ante Forcas, recibió el cintarazo y besó la hoja de su espada. Su juramento de fidelidad significaba algo. Tenía que significar algo, al menos para un cuarentón como él, de ideales tan anquilosados como sus huesos.
—Estás muy pensativo, capitán, y con la vista perdida —le dijo una voz en Ainari.
Kratos se volvió a la izquierda. Forcas se había adelantado con su caballo Nieve. A la luz del sol sus ojeras se veían menos oscuras y sus ojos más animados.
—Miraba las montañas —contestó Kratos, señalando al norte, a los montes Crisios.
Forcas soltó una carcajada.
—A mí me gusta más mirar hacia esas otras. Dicen que son las más altas del mundo.
El duque señaló a la derecha, hacia el este. La atmósfera estaba límpida, sin la calina de otros días, y las inmensas montañas de Atagaira se adivinaban violáceas y rugosas en la lejanía, coronadas por caperuzas blancas.
—Cuando era niño, soñaba con montañas. Al sur de las tierras de mi padre se alzaban los montes de Rimom. ¿Los has visto, tah Kratos?
—Sí, duque.
—Los llaman de Rimom porque cuando más bellos se ven es en la segunda semana de cada mes, bajo la luz de la luna azul. Sus cimas parecen un gran collar de zafiros extendiéndose de horizonte a horizonte. ¿Alguna vez los has contemplado así?
Kratos negó con la cabeza, sin mirar a la cara al duque.
—Algún día volveremos allí, tah Kratos, a las tierras de mi padre, y te mostraré la gloria de esas montañas nevadas bajo el resplandor de Rimom. ¿Me acompañarás?
—Será un placer, duque.
—De niño soñaba con esas montañas. Bueno, eso ya te lo he dicho, ¿verdad? Eran lo último que veía desde la ventana del castillo antes de dormirme. Quería saber qué había más allá de ellas, y en mis sueños descubría que era un país distinto, lleno de criaturas fabulosas, de nobles guerreros y aventuras novelescas. Supongo que desde entonces pensé que estaba destinado a grandes cosas, aunque mi familia se empeñaba en recordarme que sólo era el hijo segundón y que la única carrera que podría hacer sería a la sombra de mi hermano.
Kratos se acordó de Derguín, que también era segundón y sin embargo se había convertido en Zemalnit, mientras que él mismo, primogénito de Drofón May, no había hecho nada digno de renombre.
—Quiero proponerte algo, tah Kratos —añadió el duque, cambiando de idioma—. Colmos no entiende el Ritión, no te preocupes.
Kratos levantó las cejas y miró por fin al duque. Era la tercera propuesta que recibía en unas horas. Al menos esperaba que no se tratase de otra inducción al homicidio.
Forcas tragó saliva, y su nuez se movió por encima del gorjal de la coraza. Parecía azorado por lo que iba a decir.
—Hoy, en el banquete, la Divina Samikir hará un anuncio importante.
Kratos asintió con la barbilla para animarle a proseguir.
—El anuncio de mi boda con su hija, la princesa Rushati. ¿Habías oído algún rumor?
—No —mintió Kratos.
—He procurado llevar este asunto con mucha discreción. Pero temo la reacción de Aidé. Es temperamental y celosa. Puede que monte en cólera.
Ya está, se dijo Kratos. Ahora me va a pedir que la mate. ¿No decían los Numeristas que la naturaleza busca la simetría?
—Ella está convencida de que debo parte de mi autoridad sobre la Horda a que comparto el lecho con ella, la hija de Hairón. ¿Tú que opinas?
—No sé qué pensar, duque. Es cierto que los Invictos le guardan un gran respeto al recuerdo de Hairón.
—Dejarla de lado no me congraciaría sus voluntades.
—No soy quién para juzgar esas cosas, duque.
—Sé que Aidé siente cierta atracción por ti. Seguro que tú no te has dado cuenta. No eres hombre muy observador, tah Kratos, pero yo sí.
Kratos apartó la mirada del duque y la fijó en los montes que dominaban Malib. ¿Hablaba en serio Forcas, o le estaba tendiendo una trampa de una astucia infantil?
—Estoy convencido de que la dama Aidé no tiene ojos para nadie que no seas tú, duque.
—¡Ja! No conoces a las mujeres tan bien como yo. Son infieles por naturaleza. No es por maldad, sino porque tienen el temperamento lábil.
—Siempre me he dedicado más a las armas, duque.
—He pensado en que te cases con ella.
Kratos dio un respingo en la silla. Marteño, que notó su inquietud, enderezó las orejas.
—¿Quieres decir que…?
—Diantre, Kratos. No te he pedido que te cortes las venas por tu duque. Aidé es una mujer muy hermosa, ¿o acaso no te lo parece?
—Nunca la miro con ojos de hombre, sino de vasallo, duque.
—¡Pues tendrás que empezar a mirarla de otra forma! No seas tan estirado, capitán. Lo que te propongo debería ser un honor.
—Y lo es, duque. —Kratos tragó saliva—. Pero no entiendo bien tus razones.
—Ya te las he explicado. Yo voy a casarme con la princesa Rushati. Pero hay una solución para que Aidé no se ofenda y la Horda no lo perciba como un desaire hacia el difunto Hairón. A partir de mañana, tú serás el jefe militar de la Horda.
Kratos miró al duque entrecerrando los ojos y apretando los labios, como para evitar que sus pensamientos lo delataran. La impaciencia y el anhelo combatieron con la cautela. Muchos soberanos tentaban a sus subordinados con suculentos ascensos un minuto antes de precipitarlos en la ruina. Los ejemplos abundaban en la historia de Ainar y otros reinos.
—El gobierno directo de los asuntos de la Horda me irrita cada vez más, Kratos —prosiguió Forcas—. Yo he nacido para gobernante, no para general. Mis miras son más amplias, pero por eso mismo a veces puedo ser demasiado difuso. Necesito a una persona de confianza que solucione por mí los asuntos cotidianos y me ayude a concentrarme en mis proyectos. ¿Entiendes?
—Creo que sí, duque.
—No soporto más tener que ejercer de árbitro entre los cuatro generales, templando a uno, amenazando al otro, halagando a un tercero… Eso acaba crispando mis nervios y menoscabando mi autoridad. Lo mejor, he pensado, es interponer un escalafón entre los generales de batallón y el jefe supremo de la Horda Roja. Ese mando intermedio lo desempeñarás tú, Kratos. Crearemos un cuerpo nuevo. Serás el mariscal de la Horda, con autoridad sobre todos los batallones, y sólo responderás ante mí. ¿Qué te parece?
—Puede que los generales no lo acepten de buen grado.
—Te casaré con Aidé —prosiguió Forcas sin hacerle caso, mirando hacia el horizonte—. Voy a comportarme con ella noblemente, como si fuera un padre. Le daré una dote digna de una princesa. En cuanto regresemos al campamento, anunciaré vuestra boda. Mejor aún, la celebraremos antes de partir hacia Pasonorte. ¿Es que no dices nada, tah Kratos?
—¿Qué quieres que diga, duque?
—Sólo una cosa. Que aceptas.
Kratos inclinó la cabeza.
—Tus deseos son órdenes para mí, duque. Ya sabes que siempre te seré leal.
Kratos pensó en algo que decía su padre cuando les faltaba el dinero para comer o les agobiaban los acreedores en Tíshipan. «A veces, cuando mayores parecen las dificultades y más graves los dilemas, el destino y el azar resuelven solos nuestros apuros». Por una vez, algo que decía su padre se había cumplido.
Llegaron a Malib a media tarde. La guardia del duque y las dos compañías que escoltaban a los mandos se alojaron en la base de la pirámide. Con motivo del equinoccio de otoño, que en el calendario tradicional de Malib marcaba el cambio de año, se celebraba un festival en la gigantesca pirámide, cuyo primer piso se convertía en una gran hospedería. El rito central de aquella fiesta era la hierogamia de la Deseada y Divina Samikir. El rey consorte, Aulamugdán, debía morir y resucitar rejuvenecido en la misma noche. A la hierogamia asistía gente de las aldeas y villas de los alrededores de Malib, e incluso de ciudades más alejadas como Lirib o Purtonia, pues la munificencia de la reina en esas fechas era proverbial. Ni siquiera los rumores de que grupos Aifolu estaban haciendo algaradas en la frontera entre Ritión y Malabashi impidieron que los peregrinos abarrotaran la ciudad nueve días antes del equinoccio.
Mientras los soldados banqueteaban a más de cien metros bajo sus pies, los jefes de la Horda fueron agasajados en el sexto nivel de la pirámide, tan sólo un piso por debajo de los alojamientos de Samikir. Allí asistieron, junto con Forcas y Kratos, los generales Ihbias, Halokas y Alpenor y cuatro capitanes, uno elegido por cada batallón. Todos, salvo el duque, que como Protector de Malib tenía derecho a portar armas en toda la ciudad, dejaron sus espadas en un armero. A Kratos no le hizo ninguna gracia poner a Krima en manos de un funcionario, pero el eunuco Barsilo le tranquilizó mientras le entregaba el preceptivo recibo.
—No te preocupes, tah Kratos. La propia reina ha oído hablar de las proezas de tu espada. Si alguien deja un solo rasponazo en su vaina, yo mismo lo haré decapitar.
Según la costumbre en las recepciones de Malib, los comensales tomaron primero un aperitivo en una sala abierta al exterior. Kratos, aún perplejo por la conversación con Forcas, se apartó un poco para contemplar la ciudad. Desde los cien metros de altura de la sexta planta de la pirámide, Malib empezaba a encenderse como un enjambre de luznagos multicolores. El sol se acercaba al horizonte y el círculo azul de Rimom destacaba ya sobre el fondo cárdeno del cielo.
—Veo que no llevas mi anillo.
Kratos se volvió. Urusamsha le observaba sonriente, como para restarle importancia a su reproche.
—Nunca llevo anillos en los dedos. Pero no soy tan desagradecido como piensas.
Kratos metió la mano bajo el jubón y tiró de una cadena que llevaba al cuello. Allí llevaba el anillo con el rubí. Un perista de los que merodeaban por el campamento se lo había tasado en cincuenta imbriales, más de lo que él ganaba como capitán en un año.
—¿Es que el anillo te molesta para manejar la espada? —preguntó Urusamsha—. Sí.
—¿Y el hombro?
Kratos le miró de reojo y frunció el ceño, preguntándose si alguien había publicado un pregón sobre el lastimoso estado de sus articulaciones.
—Ahora entiendo que fuiste un hombre honrado —dijo Urusamsha.
—¿A qué te refieres?
—Cuando te propuse ser mi escolta, declinaste mi oferta. Me parece bien. Si un hombre no es capaz de hacer un trabajo, no debe aceptarlo.
Kratos tiró de la cadena y le tendió el anillo a Urusamsha.
—Si piensas así, quédate con tu regalo.
—Por favor, tah Kratos. No seas como ésos —dijo Urusamsha, señalando a Ihbias, Alpenor y Halokas—. Siempre dispuestos a ofenderse y recurrir al acero en cuanto creen que algo menoscaba su honor. Ahora que te vas haciendo mayor, como yo, deberías ejercitarte en el uso del humor, y también de la diplomacia. Sobre todo si a partir de ahora has de ejercer de intermediario entre hombres poderosos, como he hecho yo toda mi vida.
—¿Qué quieres decir?
Urusamsha apartó la mano de Kratos.
—Guárdalo. Tienes mi permiso para usarlo como regalo de bodas, si así lo deseas.
Fue en ese momento cuando sonó el triángulo y los invitados pasaron al comedor. Urusamsha se alejó con una enigmática sonrisa, mientras Kratos se quedaba con la incómoda sensación de que el Pashkriri conocía todos sus secretos.
Pero mientras sólo los conociera Urusamsha, no pasaría nada. Cuando se convirtiera en mariscal de la Horda, la lesión de su hombro dejaría de importar. Al menos, eso esperaba.
Siguió al resto de los invitados a un comedor adornado por columnas de alabastro. De techo bajo y no más de trescientos metros cuadrados, aquél era un salón casi íntimo para las dimensiones de la pirámide. De las paredes y el cielo raso colgaban lámparas de pergamino grueso que atenuaban el resplandor de los luznagos y difuminaban las formas. En los pebeteros ardían hierbas y barras de incienso que se subían a la cabeza, mientras desde un rincón sumido en las sombras brotaban cadencias y melodías sinuosas como serpientes sonoras.
El eunuco Barsilo repartió a los invitados de tal manera que los Invictos se alternaban con los mandatarios de Malib. Entre éstos, más de cuarenta, se hallaban el general que mandaba la guardia de la ciudad, el sumo sacerdote del culto de Samikir, los sacerdotes de Manígulat, Anfiún y Diazmom, las sacerdotisas de Pothine y Taniar, y altos funcionarios de la corte, algunos de ellos acompañados por sus esposas o concubinas. Según la costumbre de la ciudad, cenaron recostados en triclinios. Kratos, a quien aquello le parecía una excesiva muestra de molicie, se deslizó como pudo hasta su sitio, entre la sacerdotisa de Pothine y un alto escriba de la ciudad.
Kratos se acomodó sobre el brazo izquierdo, de modo que quedó mirando hacia la sacerdotisa. Era una mujer de ojos verdes y labios carnosos, que olía a nardos y llevaba el cabello entrelazado con lentejuelas de oro. Como muestra de su veneración por Pothine, diosa del deseo, vestía un conjunto de intrincadas transparencias que incluso a la media luz de la sala revelaban sus formas.
—¿No estás acostumbrado a comer así, tah Kratos? —le preguntó.
—¿Tan incómodo se me ve?
La mujer respondió con una sonrisa. Luego bebió un sorbo de vino y le miró por encima del borde de la copa. Azarado, Kratos apartó los ojos y echó un vistazo general a la mesa. Forcas se encontraba frente a él, un poco a la izquierda y de espaldas a la pared. A su lado se reclinaba una joven de una belleza que resultaba llamativa incluso entre las coquetas Malabashares.
—¿Quién es? —le preguntó a la sacerdotisa.
—Rushati.
—¿La hija de la reina? —susurró Kratos.
—Una hija. Para ser precisos, la vigésima séptima.
Kratos levantó las cejas, sorprendido. ¿Tan honrado se consideraba Forcas de casarse con la hija que hacía el número veintisiete entre la prole de la Divina Samikir?
—Ten en cuenta que Samikir lleva reinando más de cien años, y muchas de sus hijas están muertas, y otras tan viejas que ellas mismas son abuelas. Eso sí, todas tienen algo en común. Están locas.
—¿En serio?
La sacerdotisa se rió, algo achispada, y no contestó. Kratos observó discretamente a Rushati. Se dio cuenta de que la princesa lo miraba a veces, pero su mirada pasaba a través de él, como si no lo viera, o como si sus ojos fueran dos cuencas de cristal inertes. A veces se reía con una carcajada metálica cuando los comensales cercanos contaban alguna desgracia, o al escuchar un chiste rodaba por su mejilla de porcelana un lagrimón redondo y brillante como una perla. Apenas picoteaba de los platos que le ponían por delante. Durante la cena se levantó un par de veces y salió de la sala escoltada por un sirviente, para volver después con los labios recién pintados.
—Rushati vomita todo lo que come —susurró la sacerdotisa—. ¿No ves lo delgada que está? Pretende ser inmortal como su madre, y por eso se niega a ingerir alimentos sólidos.
Kratos pensó que no le envidiaba al duque su futura esposa. Al recordar que en unos días él mismo se casaría con Aidé, le subió por dentro un calor tan dulce que por primera vez en muchos días olvidó el dolor de su hombro.
Las voces eran cada vez más altas y la conversación más animada y picante. Había vinos blancos y tintos, dulces y secos, y todos corrían generosos por las copas. Comieron langostas envueltas en obleas de trigo y tomate, pato crujiente, caracoles con salsa de jengibre, cordero con nata y coco, codornices con pétalos de rosa, pinchos de avestruz con crema de hongos, lomo de ciervo a la brasa con jazmín, arroces aromáticos y pastas y salsas de todos los colores. Los generales y capitanes de la Horda, que al principio parecían algo cohibidos, se fueron animando con el vino y con la compañía de las hermosas damas Malabashares.
A la izquierda de Forcas había dos asientos, los únicos de la mesa. Uno estaba vacío. El otro lo ocupaba Aulamugdán, el rey consorte, que comía revolviendo la comida en la boca como una cabra, lo que Kratos atribuyó a que apenas debían de quedarle tres o cuatro dientes. Detrás tenía a un criado que le partía la comida en porciones diminutas y le limpiaba la barba postiza detrás de cada bocado.
Volvió a sonar el triángulo, y los invitados se enderezaron y se dejaron resbalar hasta el pie de los triclinios. Tras el asiento vacío colgaba un tapiz que representaba una comida campestre junto a un estanque de nenúfares. El tapiz empezó a enrollarse, movido por hilos invisibles, y descubrió un amplio nicho sumido en las sombras. Los invitados entonaron un breve himno, un resumen del que Kratos había oído en la primera audiencia de Samikir. Dentro del nicho se encendieron unas suaves luces, y allí apareció la reina, sentada en un alto sitial. Su cabeza quedaba a unos dos metros del suelo y sus pies perfectos como los de una estatua de mármol se apoyaban en un travesaño de madera. Tapaban su cuerpo las sempiternas plumas de avestruz, aunque no se veía a los eunucos que las manejaban, ocultos tras la pared.
—Bienvenidos a nuestra humilde morada, amados sirvientes de la Horda Roja —dijo la Divina Samikir, mirando al duque y luego a los demás invitados.
Barsilo acudió presuroso con una copa de oro. Los eunucos bajaron las plumas con tal arte que Samikir pudo asomar el brazo derecho sin que se adivinara más que el arranque de sus divinos senos. Tomando la copa, la reina brindó.
—¡Por los Invictos, que pronto entrarán en las leyendas de nuestra ciudad!
Todos bebieron, y a una señal del triángulo se recostaron de nuevo en los triclinios. Las luces del nicho se mitigaron, de modo que la reina quedó sumida en la penumbra. Pero sus ojos fosforescían entre las sombras como luznagos, y Kratos, incómodo, advirtió que a menudo se posaban en él. Mientras los invitados empezaban con los postres, Barsilo llevó a la reina un largo vaso de estaño.
—Es uno de sus batidos —dijo la sacerdotisa, que había aprovechado la interrupción protocolaria para arrimarse aún más a Kratos—. Ya sabrás que la reina no se digna masticar nada, por no estropear sus dientes ni su divino y deseado estómago.
—Algo había oído.
—Samikir sólo mastica una vez al año.
—¿Ah, sí? —preguntó Kratos, reparando en que la sacerdotisa nunca se refería a la reina como «Divina y Deseada». Sin duda, existía una rivalidad entre la divinidad de Samikir y la de Pothine.
—En la hierogamia se digna devorar unos bocados del corazón de su marido.
Kratos abrió unos ojos como platos.
—¿Es que no lo sabías? Samikir se casa de nuevo al empezar cada año.
—Pensaba que lo que hacía era renovar su matrimonio con el mismo consorte.
—¿Con el mismo? Ya sabes que Samikir tiene más de cien años. ¿Cómo iba a llevar todo ese tiempo casada con el mismo hombre?
—Su esposo tiene más aspecto de centenario que ella.
—¿Sabes cuántos años tiene Aulamugdán?
—¿Noventa? ¿Ochenta?
—Veintitrés.
Kratos contuvo una carcajada. La mezcla de vinos con el sorbete de leche fermentada se le había subido a la cabeza. Descubrió que, ahora que había roto su largo período de celibato con Aidé, tenía más apetito carnal que antes. Los ojos verdes de la sacerdotisa le parecían cada vez más sugerentes.
—¿Te burlas de mí? Ese hombre podría ser mi bisabuelo.
—Aún puede empeorar en nueve días. Aunque no creo que Samikir se acueste ya con él. Cada vez los desgasta antes. —La sacerdotisa se acercó a Kratos y susurró en su oído—: El sexo con la Divina es una experiencia extenuante. Puedes preguntárselo a tu jefe Forcas.
Kratos escrutó el rostro del duque con otros ojos. Según le constaba, Forcas no tenía más de treinta años. Pero en las últimas semanas no sólo parecía cansado, con ojeras negras y hombros caídos, sino también envejecido. Ahora que lo recordaba, a la luz del sol, durante su cabalgata hasta Malib, observó que le habían salido patas de gallo, y que tenía el cabello de un negro lustroso que se le antojó artificial, como si se lo hubiera teñido para disimular las canas.
—Por eso hace bien en casarse con su hija —prosiguió la sacerdotisa—. No se divertirá tanto en la cama, pero vivirá más años.
Kratos aún no se había quedado satisfecho con las explicaciones sobre la hierogamia.
—Entonces ¿qué pasa cuando llega el equinoccio?
—Los sacerdotes de Samikir sacrifican al rey consorte en lo más alto de la pirámide y le entregan su corazón a la reina para que se coma una parte de él. Luego, los sacerdotes extraen la sangre del difunto y con ella untan los cuerpos de Samikir y del nuevo rey consorte, que es algún apuesto mozo de la ciudad. Después, la pareja real copula en un lecho alumbrado por antorchas, sobre lo más alto de la pirámide, mientras toda la ciudad los aclama desde la plaza. Tiene su mérito —añadió la sacerdotisa, con tono pícaro—. Esa noche suele ser fresca.
Kratos no sabía si reír o sentirse horrorizado. De nuevo miró al anciano a quien ahora el sirviente volvía a limpiarle el vino que se le había derramado por la barba. ¡Veintitrés años!
—En nuestro templo también celebramos hierogamias —susurró la sacerdotisa—, pero son mucho menos sangrientas.
Después de decir sangrientas, la mujer le pasó la lengua por la oreja.
Kratos se apartó un poco y reprimió las ganas de limpiarse. La sacerdotisa se rió y volvió a beber. Kratos observó que llevaba un rato sin probar bocado, pero los coperos no hacían más que escanciarle vino.
Kratos recorrió la mesa con la mirada. Escenas parecidas se veían en varios triclinios, y en muchos casos habían llegado a fases más avanzadas. Ihbias parecía empeñado en olisquear el cuello de una joven vestida de gasas verdes, mientras que Alpenor se había tumbado boca arriba y dejaba que otra sacerdotisa le hiciera cosquillas en la barba entre besos. El único que mantenía la formalidad era Forcas, que sólo de vez en cuando se volvía hacia su prometida para comentarle algo.
A la reina no parecía importarle que en su presencia el banquete degenerara poco a poco en bacanal. Sus ojos estaban fijos en la nada, aunque de cuando en cuando los volvía a clavar en Kratos.
—Parece que le gustas a la reina —susurró la sacerdotisa de Pothine, con una risita—. Mira que si te elige a ti para la hierogamia…
—Por suerte, no estaremos aquí para esas fechas —contestó Kratos, tratando de parecer despreocupado.
Al cabo de un rato, la reina se llevó una mano a la boca. Barsilo observó su gesto y ordenó al esclavo que volviera a tocar el triángulo. Todas las conversaciones se acallaron y las manos que habían desaparecido entre ropajes ajenos volvieron a la luz. Los comensales se volvieron hacia la Divina Samikir. Kratos hizo amago de levantarse, pero al observar que los Malabashares permanecían recostados se quedó en el sitio.
—Nuestra reina, la Deseada y Divina Samikir, tiene a bien pronunciar unas palabras.
El silencio se hizo tan espeso que podían oírse las llamas crepitar en los hachones. La reina se hizo esperar un largo rato, y por fin habló.
—Nos queremos agradecer a la Horda Roja los servicios prestados hasta ahora. Su distinción en los combates contra los bárbaros Khrumi y las aborrecibles Atagairas. Y su valor al reprimir en las propias calles de la ciudad a aquellos ingratos que no aceptan de buen grado nuestra legítima autoridad.
Kratos sonrió de medio lado. Los combates contra los Khrumi no habían sido más que una escaramuza en la que el único botín fueron cuatro camellos. A las Atagairas no las habían vuelto a ver tras la amenazante visita de su embajada. Y en cuanto a la represión de los tumultos en Malib, no habían hecho más que malquistar a sus habitantes con la Horda.
—Por esas razones —prosiguió la reina—, nos complace anunciar aquí, ante tan distinguidos invitados, nuestra intención de casar a nuestra bienamada hija Rushati con el duque Forcas, Protector de Malib.
Barsilo batió las palmas dos veces, y a esta señal los cortesanos aplaudieron con gentileza el anuncio de la reina. Samikir levantó una mano y bastó con que alzara una de sus uñas postizas para que los aplausos cesaran.
—Como parte de la dote que otorgamos a nuestra bienamada hija, están las ciudades de Murpal y Tangiana, con sus campos y tributos, que desde ahora su marido, el Protector de Malib, administrará para beneficio de nuestros fieles súbditos, los Invictos de la Horda Roja.
A la izquierda de Kratos sonó un «¡Bravo!». Como ya se imaginaba, era Ihbias, borracho como una cuba. Sonaron siseos indignados, y la reina prosiguió.
—Como adelanto y símbolo, tenemos a bien conceder al duque Forcas, nuestro próximo yerno, Protector de Malib, la Corona de Hiedra, máxima distinción de nuestra ciudad.
El duque se deslizó por el triclinio con naturalidad y se puso en pie. Kratos susurró:
—¿No deberíamos levantarnos todos para esta ceremonia?
—Chiss —contestó la sacerdotisa—. Si el eunuco no da la señal, será porque así lo quiere la Divina.
Forcas se acercó al nicho. Para la ocasión, se había vestido una coraza damasquinada con relieves de oro. Kratos observó que tenía un faldón de tiras de cuero. Al recordar los efectos corporales que le había provocado a él la cercanía de la reina, pensó: Mejor que ese faldón pese mucho.
Samikir bajó del sitial, escoltada por sus plumas, y llegó hasta el borde del nicho. A una indicación de la reina, el duque se volvió de espaldas a ella, aguardando la condecoración.
Incluso a la tenue luz de la sala, Kratos observó que Forcas había empalidecido al acercarse a la reina. Bien, se dijo, ahora todos ellos iban a alejarse de la presencia de la Divina. Los humanos no deben estar demasiado cerca de los dioses.
Los músicos tocaban una cadencia obsesiva, de semitonos que se enlazaban como un remolino en el agua y no parecían tener fin. Las manos de Samikir levantaron una corona de hojas de fino oro sobre la cabeza de Forcas, mientras los eunucos, que Kratos adivinaba aplastados contra las paredes interiores del nicho, hacían maravillas para que no se le vieran los pechos.
Samikir colocó la corona sobre la cabeza de Forcas. Después, sus manos bajaron sugerentes por sus ondulados cabellos y se detuvieron junto a su cuello, como si fuera a acariciarlo.
La música dejó de sonar, y Kratos comprendió que algo iba mal.
Las manos de Samikir se crisparon, y las uñas de cristal de sus dedos corazones se clavaron en el cuello de Forcas. Por un momento el rostro de la reina se contrajo en un gesto demoníaco. El duque aulló de dolor, mientras un grito ahogado brotaba de varias gargantas.
La reina apartó los dedos del cuello de Forcas y retrocedió al interior del nicho. El tapiz cayó de golpe, ocultando el hueco en la pared, mientras el duque se apretaba el cuello con las manos, tratando en vano de tapar los chorros de sangre que brotaban de ambos lados.
Kratos se deslizó por el triclinio, volviéndose a la izquierda para buscar el diente de sable en su cinturón. A la vez que lo hacía, su mente voló. Protahitéi, Mirtahitéi, Urtahitéi… ¿Qué aceleración elegir? Sin espada, con el hombro lesionado, encerrado en una trampa, la respuesta fue instantánea. Antes de tocar el suelo, ya había entrado en la tercera aceleración.
El mundo se volvió lento y las voces graves. Kratos empujó al escriba que tenía a su izquierda, pues no sabía si los aspavientos de sus brazos eran un gesto de miedo o de agresión. Luego, mientras empuñaba el diente de sable, se volvió hacia el duque. Forcas se tambaleaba, palpando en el aire con la mano derecha como un ciego, lo que había dejado al descubierto una de sus dos heridas. Desde el punto de vista acelerado de Kratos, la sangre manaba en chorritos tan lentos como los de una fuente de recreo.
Ninguno de nosotros va a salir vivo de aquí, pensó Kratos. La mesa entera voló por los aires, copas, viandas, platos, cubiertos, candelabros, flores. El mantel resbaló y dejó al descubierto unos tablones de roble que se levantaban empujados por guerreros que habían esperado agazapados debajo y que ahora saltaban fuera de su escondite espada en mano.
Kratos se volvió a derecha e izquierda para estudiar la situación, buscando a quién herir, por dónde huir, a quién ayudar. Los comensales se apartaban de la mesa y de los soldados que habían brotado de ella como por arte de magia. A Kratos le bastaba ver el gesto para saber quiénes estaban en la trampa y quiénes no. Las mujeres, la mayoría de ellas, chillaban horrorizadas. Había funcionarios que también se llevaban las manos a la boca, pero otros sacaban largos cuchillos de debajo de sus ropas y buscaban con ellos a los oficiales de la Horda.
Ihbias retrocedía hacia una columna, con gesto serio, pero tranquilo. Su mirada se cruzó con la de Kratos.
El lo sabía.
En cambio, Alpenor tenía la misma cara de desconcierto ebrio que Halokas y los demás capitanes. El general echó mano a un tenedor y a un trinchante y reculó hacia la pared, acosado por dos soldados. Kratos se dio cuenta de que todos los atacantes tenían rasgos Ainari. Rasgados, pensó.
Su mirada buscó a Forcas. El duque se había desplomado sobre la silla vacía, donde se había quedado en un extraño equilibrio, con la axila derecha apoyada en el respaldo y la mirada perdida.
Ahora que el duque estaba muerto, Kratos no sabía muy bien a quién proteger. Tal vez a sí mismo. Un soldado con coraza de lino y rasgos Ainari le tiró una estocada al estómago. Kratos se apartó a la derecha, le clavó del diente de sable en el cuello y le dio un rodillazo para obligarle a soltar el arma. A pesar del dolor de su hombro, tomó la espada de su atacante con ambas manos y se sintió un poco mejor.
Alpenor, acorralado contra la pared, se defendía como podía de sus dos atacantes. Pero el cuchillo que empuñaba era muy corto. Ya le habían clavado varias veces los hierros cuando Kratos saltó sobre la mesa y cayó junto a él. Usando el brazo derecho sólo para guiar el golpe del izquierdo, clavó la punta de la espada bajo la barbilla de uno de los atacantes. Sin esperar un instante, extrajo la hoja, se agachó para esquivar el tajo del segundo y le hundió la espada en la entrepierna, por debajo de la coraza.
Se volvió hacia Alpenor. El general resbalaba por la pared, lento como una gran gota de resina y dejando un rastro de sangre en el granito. Antes de llegar al suelo ya estaba muerto.
Kratos se volvió. Del general Halokas sólo se veían las piernas, pataleando sobre un triclinio. Dos guerreros Rasgados y un supuesto funcionario lo tenían rodeado y lo estaban cosiendo a cuchilladas. Los demás capitanes seguían luchando.
—Este es el nuestro, Dolmatus.
—Lo es, Biyómides.
Kratos se volvió a la derecha. Esas dos voces habían hablado a velocidad normal. Pero él no había salido de la aceleración, así que era imposible.
Al otro lado de la mesa estaban los gemelos que habían charlado con él tras su duelo en la audiencia con Samikir. Vestidos con corazas blancas de lino, como los demás asaltantes, le sonrieron un segundo. Luego, uno de ellos se volvió a la izquierda y con su espada segó el cuello de Ubraitas, capitán del batallón Sable.
Los gemelos también habían entrado en Urtahitéi.
Kratos se puso en guardia y retrocedió dos pasos. Los gemelos saltaron sobre la mesa, impulsados por la fuerza extra de la aceleración, y se plantaron uno a cada lado de él. Kratos apuntó con la espada al de su derecha, mientras vigilaba con la mirada al de la izquierda. No era capaz de distinguirlos.
—¿Vas a seguir rehuyendo el contacto, tah Kratos?
El cuello de Kratos giraba a un lado y otro. Con la espada en la mano izquierda, se sentía tan indefenso como si empuñara un almohadón. De reojo, observó que la matanza seguía a su alrededor. El último capitán de la Horda había caído junto a una columna. Pero los asesinos atacaban ahora a algunos de los invitados. Un Rasgado había tirado sobre un triclinio a la sacerdotisa de Pothine y le estaba acuchillando el vientre. Al parecer, la Divina Samikir estaba aprovechando para cobrarse sus deudas.
—Qué lento se ha vuelto el mundo, ¿verdad, Dolma?
—¿Por qué conocéis Urtahitéi? —preguntó Kratos por ganar tiempo.
—Alguien nos enseñó el secreto. ¿Te acuerdas de quién fue, Biyómides?
—Un hombre muy alto.
—Con pupilas dobles.
—Un dios entre los hombres.
Togul Barok. Así que Derguín tenía razón. No había muerto.
—Tira la espada, tah Kratos.
—No puedes hacer nada contra nosotros dos.
—Y menos con ese hombro de anciano.
—Si tan seguros estáis, venid a quitármela.
Los gemelos cruzaron una mirada. Como si se hubieran comunicado por telepatía, el de su derecha se lanzó sobre él con un tajo en vertical. Kratos interpuso la espada y desvió el golpe. El hombro le envió un latigazo de dolor. Olvídate de mí un rato, le suplicó Kratos.
Ya sabía que el otro le iba a atacar por la espalda. Pero no esperaba que el golpe llegara tan pronto y fuese tan fuerte.
Se desplomó sobre una rodilla, casi sin aliento. Junto a él cayó el respaldo de una silla, roto en pedazos. Kratos comprendió que el gemelo no se había atrevido a acercarse y le había arrojado uno de los dos sitiales de madera. Un sillazo lanzado en Urtahitéi podía matar a cualquiera.
El gemelo de la derecha se acercó y descargó un tajo sobre la espada de Kratos. La empuñadura, de madera sin forrar, resbaló de sus dedos. Kratos se desplomó sobre el hombro derecho, pero no pudo gritar de dolor, pues no conseguía tomar aire. Esa silla me ha roto el espinazo, pensó.
El otro gemelo se puso detrás de él, le agarró la cabeza y le acercó un paño a la cara.
—Desacelérate por tu bien, Kratos —le dijo.
El trapo estaba empapado en un liquido tan fuerte que le hizo saltar las lágrimas. Pero aún no podía respirar. La mano del gemelo le apretó la cara contra el suelo, mientras el otro lo observaba desde arriba señalándolo con la espada. Más allá, entre las lágrimas que le arrancaba el líquido, Kratos vio a Forcas, que seguía desmadejado sobre la silla. Muy despacio, como una visión, Ibhias se acercó al duque, levantando una espada para golpearle en el cuello. Kratos reconoció el arma. Era Krima.
Deja mi espada, quiso gritar, pero sin aire las palabras no podían salir. Su espalda era como un enorme bulto insensible.
La hoja cayó sobre el cuello de Forcas. Pero Ihbias era torpe y no consiguió decapitarlo. Apenas salía sangre de la herida cuando el cadáver del duque se desplomó en el suelo. Allí Kratos ya no pudo verlo. Sólo veía a Ihbias, alzando la espada para herirlo una y otra vez.
—Desacelérate o morirás, Kratos.
Todo se nubló. El trapo le tapaba ahora la cara entera. Apenas le entraba aire en los pulmones, pero el poco que pasaba por su garganta la irritaba como metal caliente. Voy a morir de todas formas, pensó Kratos, pero aun así su instinto de conservación le hizo pronunciar la fórmula que lo sacó de Urtahitéi.
Mientras el velo blanco del trapo se volvía oscuro, oyó la voz de Ihbias.
—¡Dejad que ensarte a ese bastardo!
Una voz aguda y rápida le contestó, desacelerándose a mitad de la frase.
—No lo tocarás. Nuestro señor Togul Barok lo quiere vivo.
Vivo, vivo, vivo… La palabra se repitió como ondas en un estanque, y en ese estanque negro se hundió Kratos.